Cuando Albert Speer fue condenado por el tribunal de
Nuremberg, en 1948, a veinte años de prisión, Hugh
Trevor-Roper escribió: «Ahora probablemente tendrá la
oportunidad de escribir su autobiografía. Serán las
únicas memorias del Tercer Reich que, siendo de gran
valor, además invitarán a la lectura».
Este libro es la crónica apasionada de un hombre que
durante doce años estuvo unido a Adolf Hitler por una
relación única aunque de distinto signo: como
arquitecto remodelador de la ciudad de Berlín, capital
del Imperio, como amigo próximo en las tertulias de la
Cancillería del Reich, como tecnócrata y organizador de
una prodigiosa estructura armamentística y, a la vez,
como un inesperado opositor.
Más de cuarenta años después de su publicación, las
Memorias de Albert Speer continúan siendo la
semblanza más detallada y fascinante de los círculos
íntimos de Hitler, y del auge y caída del Tercer Reich.
Albert Speer
Memorias
ePub r1.1
Rob_Cole 12.09.2017
EDICIÓN DIGITAL
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Título original: Erinnerungen
Albert Speer, 1969
Traducción: Ángel Sabrido
Retoque de cubierta: Rob_Cole
Editor digital: Rob_Cole
ePub base r1.2
Edición digital: epublibre, 2017
Conversión a pdf: FS, 2018
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Toda autobiografía resulta una empresa equívoca,
porque presupone la existencia de un punto elevado desde
el que, cómodamente sentados, podemos contemplar
nuestra vida, comparar sus diversas fases, abarcar con
una mirada su desarrollo y comprenderlo. El ser humano
puede y debe verse a sí mismo; pero no puede juzgarse en
ningún momento del presente ni tampoco en el conjunto
de su pasado.
KARL BARTH
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PRÓLOGO
«Seguramente ahora escribirá sus memorias», me dijo uno de los
primeros americanos a los que encontré en Flensburg en mayo
de 1945. Después transcurrirían veinticuatro años, de los cuales
he pasado veintiuno en la soledad de una prisión. Es mucho
tiempo.
Ahora presento mis memorias. Me he esforzado por
describir el pasado tal como lo viví. A muchos les parecerá
desfigurado; otros considerarán que mi perspectiva no es la
adecuada. Sin embargo, he descrito lo que viví y cómo lo veo
hoy. Para conseguirlo, me he esforzado en no eludir el pasado.
No he querido sustraerme a la fascinación ni al terror de
aquellos años. Los que también los conocieron me criticarán,
pero eso es inevitable. Quería ser sincero.
Estas memorias se proponen explicar algunas de las causas
que condujeron casi forzosamente a la catástrofe en que terminó
aquella época. Quería mostrar las consecuencias del hecho de
que un solo hombre concentrara en sus manos un poder
ilimitado, y también aclarar qué clase de hombre era. En el
tribunal de Nuremberg dije que, si Hitler hubiese tenido
amigos, yo habría sido uno de ellos. Le debo tanto los
entusiasmos y la gloria de mi juventud como el horror y la culpa
que vinieron después.
Tal como se mostraba ante mí y ante otros, Hitler
despertaba simpatías; así lo describo, y también doy una imagen
de él como hombre entregado y capacitado en muchos aspectos.
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Sin embargo, a medida que iba escribiendo me daba cuenta de
que ésas eran unas cualidades muy superficiales.
Y es que frente a todas estas impresiones se alza una
experiencia inolvidable: el proceso de Nuremberg. Jamás se me
borrará de la mente un documento que mostraba a una familia
judía caminando hacia la muerte: un hombre estaba a punto de
morir con su mujer y sus hijos. Aún hoy tengo esta imagen ante
los ojos.
Fui condenado a veinte años de prisión por el Tribunal de
Nuremberg. Aunque la sentencia del tribunal militar interpretó
la Historia de modo muy limitado, intentó establecer una
culpabilidad. La condena, siempre poco adecuada para medir la
responsabilidad histórica, terminó con mi existencia burguesa.
Aquella fotografía, en cambio, despojó mi vida de toda
sustancia. Sobrevivió a la sentencia.
11 de enero de 1969
Albert Speer
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NOTA
Si no se indica lo contrario, y a excepción de las cartas de mi
familia, todos los documentos, cartas, discursos, crónicas, etc.,
que menciono en este libro se encuentran en el Archivo Federal
de Coblenza, donde están registrados bajo la rúbrica R 3
(Ministerio de Armamento y de Producción de Guerra del
Reich).
La Crónica consiste en las anotaciones de mi diario de los años
1941 a 1944, que recogen mis actividades como Inspector
General de Edificación y posteriormente como Ministro de
Armamentos.
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PRIMERA PARTE
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CAPÍTULO I
ORÍGENES Y JUVENTUD
Mis antepasados fueron suabos y descendientes de campesinos
pobres del Westerwald, y proceden también de Silesia y
Westfalia. Pertenecieron a la gran masa de personas que pasan
por este mundo sin pena ni gloria. Sólo hubo una excepción: el
mariscal imperial hereditario[1] conde Friedrich Ferdinand zu
Pappenheim (1702-1793), quien tuvo ocho hijos con mi
tatarabuela, cuyo apellido de soltera era Humelin. Al parecer no
se preocupó demasiado por su bienestar.
Tres generaciones después, mi abuelo Hermann Hommel,
hijo de un pobre guardabosques de la Selva Negra, terminó
siendo, al final de su vida, propietario de la firma comercial de
máquinas-herramienta más importante de Alemania y de una
fábrica de aparatos de precisión. A pesar de su riqueza, vivía
modestamente y trataba con benevolencia a sus empleados.
Además de ser un hombre industrioso, tenía la habilidad de
conseguir que los demás dieran también el máximo de sí
mismos: sin embargo, no era más que un pensativo hombre de
la Selva Negra, capaz de estar horas y horas sentado en un banco
del bosque sin despegar los labios.
Mi otro abuelo, Berthold Speer, era, por la misma época, un
acaudalado arquitecto de Dortmund. Levantó numerosos
edificios en el estilo clasicista que predominaba en su tiempo.
Aunque murió joven, la herencia que dejó fue suficiente para
que sus cuatro hijos tuvieran una buena educación. La
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industrialización de la segunda mitad del siglo XIX, aunque no
favoreció a otros muchos que comenzaron bajo mejores
auspicios, contribuyó en gran medida a la prosperidad de mis
dos abuelos. Durante mi infancia, mi abuela paterna,
prematuramente encanecida, me infundió más respeto que
amor. Era una mujer seria, anclada en unas ideas simples de la
vida y dotada de una tenaz energía. Dominaba todo su entorno.
•••
Vine al mundo en Mannheim un domingo, el 19 de marzo
de 1905, a las doce del mediodía. Según me contó muchas veces
mi madre, los truenos de una tormenta de primavera no dejaban
oír el repicar de las campanas de la iglesia cercana.
Mi padre se independizó en 1892, a los veintinueve años de
edad, y se convirtió en uno de los arquitectos más ocupados de
Mannheim, floreciente ciudad industrial del condado de Baden.
Había reunido ya un considerable capital cuando, en 1900,
contrajo matrimonio con la hija de un acaudalado comerciante
de Maguncia.
Nuestro domicilio, situado en uno de los edificios que la
familia poseía en Mannheim, era característico de la alta
burguesía y reflejaba el éxito y prestigio de que gozaban nuestros
padres. Grandes puertas con arabescos de hierro forjado daban
acceso a una casa imponente en cuyo patio podían entrar los
automóviles, que se detenían ante una escalinata acorde con el
rico equipamiento de la casa. Los niños —mis otros dos
hermanos y yo— teníamos que utilizar la escalera trasera.
Oscura, empinada y estrecha, terminaba en un pasillo que había
en la parte posterior. A los niños no se les había perdido nada en
la elegante escalera alfombrada de la entrada principal.
Nuestros dominios, en la parte posterior del edificio, se
extendían desde los dormitorios hasta la amplia cocina, que
daba a la parte noble de la vivienda, en la que había catorce
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habitaciones. Los huéspedes llegaban a una gran sala decorada
con muebles franceses y tapices de estilo Imperio después de
atravesar un vestíbulo provisto de muebles holandeses y de una
falsa chimenea cubierta de valiosos azulejos de Delft. Permanece
especialmente grabado en mi memoria el recuerdo —parece
como si aún lo estuviera viendo— de la gran araña de cristal,
resplandeciente con sus muchísimas velas, así como el del
invernadero, cuyo equipamiento había comprado mi padre en la
Exposición Universal de París de 1900: muebles indios
ricamente trabajados, cortinajes bordados a mano y un diván
tapizado, palmeras y plantas exóticas, que evocaban un mundo
misterioso y desconocido. Mis padres desayunaban allí, y allí
nos preparaba mi padre bocadillos de jamón traído de su
Westfalia natal. Aunque se ha difuminado en mi memoria el
recuerdo de la contigua sala de estar, el comedor artesonado de
estilo neogótico ha conservado su encanto. Podían sentarse a la
mesa más de veinte personas. En él se celebró mi bautizo y en él
siguen teniendo lugar nuestras fiestas familiares.
Mi madre se preocupaba, con alegría y orgullo burgués, de
que formáramos parte de las mejores familias de Mannheim.
Puede decirse con toda seguridad que no había más de veinte a
treinta familias que se permitieran un tren de vida semejante,
aunque tampoco eran menos. El servicio era numeroso porque
había que mantener las apariencias. Además de la cocinera, a la
que los niños queríamos mucho por razones obvias, servían en
nuestra casa una pinche de cocina, una doncella, también
frecuentemente un criado y siempre un chófer, además de la
niñera que se encargaba de vigilarnos. Las muchachas vestían
blancas cofias, vestidos negros y delantales blancos; el criado,
librea violeta con botones dorados. Pero el más espléndido de
todos era el chófer.
Mis padres hacían todo lo posible por procurar a sus hijos
una infancia agradable y despreocupada. Sin embargo, se
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oponían a la satisfacción de este deseo la riqueza y las
apariencias, las obligaciones sociales, la administración
doméstica, la niñera y el resto del servicio. En la actualidad me
doy cuenta de lo artificiosa e incómoda que era aquella manera
de vivir. Aparte de eso, yo sufría mareos con frecuencia; llegué a
desmayarme algunas veces. El médico de Heidelberg al que
visitamos me diagnosticó «debilidad neurovascular». Aquella
insuficiencia supuso para mí una considerable carga anímica e
influyó muy pronto en mi visión del mundo. Me dolía que mis
compañeros de juego y mis dos hermanos fueran más fuertes
que yo, lo que me hacía sentir en inferioridad de condiciones.
Llenos de petulancia, me lo hacían notar con frecuencia.
A menudo un defecto físico hace surgir las fuerzas necesarias
para contrarrestarlo. En todo caso, ese inconveniente me sirvió
para mostrarme más flexible en mi adaptación al entorno que
me rodeaba durante la infancia. Si más tarde mostré una
constante habilidad para enfrentarme a circunstancias adversas y
tratar con personas incómodas, eso se debió seguramente a mi
antigua flaqueza.
Cuando salíamos con nuestra institutriz francesa, teníamos
que ir irreprochablemente vestidos, según correspondía a
nuestra posición social. Desde luego, teníamos prohibido jugar
en el parque, por no hablar de la calle. Por ello, nuestro campo
de juegos se encontraba en el patio, que no era mucho más
grande que nuestras habitaciones y que estaba rodeado y
limitado por la fachada trasera de los edificios vecinos. Había
allí dos o tres lánguidos plátanos que suspiraban por el aire, una
pared cubierta de hiedra y, en un rincón, unas piedras que
simulaban una gruta. Una gruesa capa de hollín cubría los
árboles y hojas, y cualquier cosa que tocáramos tenía la única
virtud de transformarnos en sucios y nada elegantes niños de la
calle. Frieda, la hija de nuestro mayordomo Allmendinger, fue
para mí una buena compañera de juegos antes de la época
13
escolar. Me gustaba estar con ella en su modesta y oscura
vivienda de la planta baja. La atmósfera sobria y sin pretensiones
y la intimidad de una familia que vivía estrechamente unida me
atraía de una manera singular.
•••
Aprendí las primeras letras en una elegante escuela privada
en la que se enseñaba a leer y escribir a los hijos de las
principales familias de la ciudad. Sobreprotegido como estaba,
los primeros meses en la Escuela Real Superior, entre
compañeros displicentes, me resultaron particularmente
difíciles. Sin embargo, no tardé en hacer toda clase de travesuras
con mi amigo Quenzer, quien me indujo a comprar un balón de
fútbol con mi paga. Un capricho plebeyo que suscitó un terrible
espanto en casa, sobre todo teniendo en cuenta que Quenzer
provenía de un medio humilde. Fue en aquella época cuando se
despertó en mí, quizá por primera vez, la tendencia a la
recopilación estadística de datos: anotaba en mi «Calendario
Fénix para escolares» todas las malas notas de conducta
registradas en el libro de clase y cada mes contaba quién había
merecido más anotaciones. Seguro que habría dejado de hacerlo
de no haber tenido ninguna posibilidad de figurar alguna vez al
principio de la lista.
El despacho de arquitectura de mi padre estaba al lado de
nuestra casa. En él se dibujaban las grandes perspectivas para los
contratistas. Dibujos de toda clase iban apareciendo sobre un
papel vegetal azulado cuyo aroma me viene todavía a la
memoria cuando pienso en aquel sitio. Las obras de mi padre
estaban influidas por el neorrenacimiento y se habían saltado el
período modernista del Jugendstil. Más tarde le sirvió de
ejemplo el influyente concejal de urbanismo de Berlín Ludwig
Hoffmann, al que guiaba un clasicismo más sereno.
Fue en ese despacho donde, más o menos a los doce años,
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hice mi primera «obra de arte» como regalo de cumpleaños para
mi padre: el dibujo de una especie de reloj de la vida, dentro de
un marco adornado con muchos arabescos, sostenido por
columnas corintias y briosas volutas. Empleé para ello todas las
acuarelas que pude conseguir. Los empleados del despacho me
ayudaron a crear una figura que revelaba una tendencia clara
hacia el estilo «segundo Imperio».
Además de un automóvil descapotable de verano, antes de
1914 mis padres tenían uno cerrado para ir por la ciudad en
invierno. Los coches constituían el centro de mis delirios
técnicos. Al estallar la guerra hubo que encerrarlos en el garaje
para proteger los neumáticos, pero si le poníamos buena cara al
chófer, permitía que nos sentáramos al volante. Tuve entonces
las primeras sensaciones de embriaguez técnica en un mundo
todavía muy poco tecnificado. Sólo cuando me las tuve que
apañar durante veinte años en la prisión de Spandau como un
hombre del siglo XIX, sin radio, televisión, teléfono o automóvil,
sin poder accionar siquiera el interruptor de la luz, volví a sentir
una felicidad parecida a la que conocí cuando a los diez años se
me permitió utilizar una enceradora eléctrica.
En 1915 me vi frente a otro invento de la revolución técnica
de la época. Uno de los dirigibles empleados en los ataques
contra Londres había aterrizado en Mannheim. El comandante
y sus oficiales no tardaron en frecuentar nuestra casa, y nos
invitaron a mis dos hermanos y a mí a visitar la nave.
Contemplé entonces de cerca, a los diez años, aquel gigante de
la técnica, subí a la barquilla del motor, recorrí los misteriosos
pasillos en penumbra del interior y estuve en la cabina del
piloto. Cuando, un atardecer, el dirigible se elevó, el
comandante describió un hermoso rizo sobre nuestra casa
mientras los oficiales agitaban una sábana que habían pedido a
mi madre. Noche tras noche me angustiaba la idea de que la
nave se incendiara, lo que ocasionaría la muerte de todos
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aquellos amigos[2].
Mi fantasía se entretenía con la guerra, con los avances y
retrocesos del frente, con el sufrimiento y las penalidades de los
soldados. Por las noches se oía a veces el lejano retumbar de la
batalla de Verdún. Y yo, inflamado por el infantil deseo de
participar de los sufrimientos de los combatientes, dormía con
frecuencia en el duro suelo, al lado de mi blando lecho,
pensando que aquello se adecuaba mejor a las privaciones que
los soldados soportaban en el frente.
Tampoco nosotros nos libramos de la mala alimentación de
las grandes ciudades ni del «invierno de los nabos». Aunque
disponíamos de toda clase de bienes, no teníamos ningún
pariente ni conocido en el campo, que estaba mejor abastecido.
Nuestra madre imaginaba cientos de variaciones para preparar
los nabos, pero aun así a veces estaba tan hambriento que poco a
poco me fui comiendo, a escondidas y con gran apetito, un saco
entero de duras galletas para perro que estaban en la despensa
desde los tiempos de paz. También empezaron a sucederse los
ataques aéreos contra Mannheim, completamente inofensivos
desde el punto de vista actual. Una pequeña bomba cayó sobre
una de las casas vecinas. Empezaba una nueva fase de mi
juventud.
Desde 1905 poseíamos una casa de verano en las cercanías
de Heidelberg, construida en la pendiente de una cantera que,
según se dice, sirvió para abastecer la construcción del palacio de
Heidelberg, emplazado no muy lejos. Tras ella se alza la cadena
montañosa del Odenwald, en la que los senderos que serpentean
por la ladera a través de los viejos bosques ofrecen a veces una
vista sobre todo el valle del Neckar. En aquel lugar teníamos
paz, un hermoso jardín, hortalizas y una vaca en casa del vecino.
En verano de 1918 nos trasladamos allí.
•••
16
Pronto mejoró mi estado físico. Todos los días, aunque
nevara, lloviera o hubiera tormenta, caminaba tres cuartos de
hora para recorrer el largo camino que llevaba hasta la escuela; a
menudo hacía el último trecho a la carrera. Con las dificultades
económicas de la primera posguerra, no había bicicletas.
El camino pasaba ante la sede de una asociación de remeros.
En 1919 me uní a ella, y durante dos años fui el timonel en las
regatas de cuatro y de ocho. A pesar de que seguía siendo más
bien débil, me convertí pronto en uno de los remeros más
eficientes. A los dieciséis años conseguí el puesto de jefe de las
canoas escolares de cuatro y de ocho, y participé en algunas
regatas. La ambición se había adueñado de mí por primera vez.
Me exigía a mí mismo un rendimiento del que antes no me
habría creído capaz. Fue la primera pasión de mi vida. Hacer
que el ritmo de los tripulantes se adaptara al mío me atraía más
que ganarme la admiración y el respeto del mundo de los
remeros, ciertamente muy reducido.
No obstante, normalmente nos ganaban. Pero como se
trataba del rendimiento de un equipo, no era posible atribuir el
mal resultado a uno solo. Al contrario: nos sentíamos unidos en
la acción y en el fracaso. Además, como habíamos prestado un
ceremonioso juramento de continencia, en aquella época
despreciaba a los camaradas que hallaban sus primeras
diversiones en el baile, el vino y los cigarrillos.
A los diecisiete años conocí, en la escuela, a la que habría de
ser mi compañera durante toda la vida. Eso hizo que me aplicara
en los estudios, pues hablamos de casarnos al año siguiente,
cuando terminara el bachillerato. Yo ya era bueno en
matemáticas desde hacía años, pero entonces también
mejoraron mis notas en el resto de asignaturas y llegué a ser uno
de los mejores de la clase.
Nuestro profesor de alemán, un demócrata entusiasta, nos
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leía con frecuencia artículos del diario liberal Frankfurter
Zeitung. De no haber sido por aquel profesor, en la escuela me
habría movido en un círculo completamente apolítico, pues se
nos educaba de acuerdo con una visión del mundo conservadora
y burguesa. A pesar de la revolución, se nos seguía enseñando
que la autoridad tradicional formaba parte de un orden
establecido por Dios. Las corrientes que en los primeros años
veinte lo agitaban todo apenas nos afectaban. También se
reprimía cualquier crítica a la escuela, a las asignaturas o a los
superiores, y se nos exigía una fe absoluta en su incuestionable
autoridad. En la escuela estábamos sometidos a un poder en
cierto modo absolutista, y en ningún momento pusimos en
duda el orden establecido. Además, no había asignaturas como
las ciencias sociales, que habrían podido desarrollar nuestra
capacidad crítica. En las clases de alemán, incluso en el último
curso, las redacciones versaban únicamente sobre historia de la
literatura, lo que nos impedía en la práctica cualquier reflexión
sobre los problemas de la sociedad. Desde luego, aquel
distanciamiento de la política en la escuela no nos ayudaba a
adoptar otra postura en el patio o en la calle. La imposibilidad
de salir al extranjero constituía otra clara diferencia entre
aquellos tiempos y los actuales. No había ninguna organización
que se ocupara de los jóvenes, incluso aunque éstos dispusieran
del dinero necesario para viajar fuera del país. Me parece
necesario recalcar estas deficiencias, que llevaron a que toda una
generación quedara indefensa ante el rápido progreso de los
medios técnicos que permitirían influir sobre las masas.
Tampoco en casa hablábamos de política, lo que resulta más
sorprendente si se tiene en cuenta que mi padre era un liberal
convencido ya antes de 1914. Todas las mañanas esperaba con
impaciencia la llegada del Frankfurter Zeitung; cada semana leía
las revistas satíricas Simplicissimus y Jugend. Pertenecía al mundo
espiritual de Friedrich Naumann, que abogó por las reformas
18
sociales en una Alemania poderosa. A partir de 1923, mi padre
se hizo partidario de Coudenhove-Kalergi y defendió con ardor
sus ideas paneuropeas. Seguramente le habría gustado tratar de
política conmigo, pero yo tendía más bien a evitar ese tipo de
conversación y mi padre no insistía. Si bien es verdad que aquel
desinterés era el propio de una juventud desengañada y exhausta
por la pérdida de una guerra, por la revolución y la inflación,
me impidió adquirir el criterio político y la escala de valores que
me habrían permitido formarme una opinión. Me apetecía más
ir hacia la escuela pasando por el parque del palacio de
Heidelberg y quedarme encantado unos minutos contemplando
desde el mirador de Scheffel la ciudad vieja y las ruinas del
palacio. Conservé siempre la afición romántica por las fortalezas
en ruinas y las callejuelas serpenteantes, que más adelante se
manifestó en mi pasión por coleccionar paisajes, especialmente
de los pintores románticos de Heidelberg. Camino de la escuela
me encontraba a veces con Stefan George, que daba una
impresión de dignidad y orgullo extremos e irradiaba un aura
casi sagrada. Un aspecto semejante debieron de tener los grandes
misioneros, pues poseía un algo que atraía con fuerza magnética.
Mi hermano mayor estaba ya en el último curso cuando pudo
acceder al círculo íntimo del maestro.
Lo que me atraía con más fuerza era la música. Antes de
1922, escuché en Mannheim al joven Furtwängler, y después a
Erich Kleiber. En aquella época, Verdi me impresionaba más
que Wagner; Puccini me parecía «espantoso». En cambio, me
agradó mucho una sinfonía de Rimski-Kórsakov. La Quinta
sinfonía de Mahler me pareció «bastante complicada, pero me
ha gustado». Tras una visita al teatro, pensé que Georg Kaiser
era «el más importante dramaturgo moderno, pues estudiaba en
sus obras el concepto, el valor y el poder del dinero». Y al ver El
pato salvaje de Ibsen, estimé que las cualidades de la capa social
dirigente resultaban ridículas: sus personajes eran «cómicos».
19
Con su novela Jean Christophe, Romain Rolland aumentó mi
entusiasmo por Beethoven[3].
Así pues, el hecho de que no me agradara la ostentosa vida
social que se llevaba en mi casa no se debía únicamente a que
me dominara la terquedad juvenil. Que prefiriera a los autores
que criticaban la sociedad, o que hiciera amigos entre los
camaradas de la asociación de remeros o en los refugios de la de
alpinistas, tenía un indudable carácter de oposición. Por otro
lado, que me gustara una sencilla familia de artesanos se oponía
a la costumbre de hacer amigos y escoger novia en el cerrado
círculo social en que se movían nuestros padres. Incluso sentía
simpatía por la extrema izquierda, aunque esa inclinación jamás
adoptara una forma concreta. Estaba en contra de todo
compromiso que oliera a política; aunque ello no impedía que
me sintiera nacionalista y que, como sucedió durante la
ocupación del Ruhr (1923), me sublevaran las diversiones
impropias o la amenazadora crisis del carbón.
Para mi propio asombro, compuse el mejor tema de reválida
de mi promoción. No obstante, cuando el director de la escuela,
en su discurso de despedida a los bachilleres, dijo que entonces
«se abría ante nosotros el camino hacia las más altas empresas y
los más altos honores», pensé para mis adentros: «Eso no va
contigo».
Puesto que era el mejor matemático de la escuela, mi
intención era estudiar esta especialidad. Mi padre me dio
razones de peso para no hacerlo, y yo no habría sido un
matemático familiarizado con la lógica si no hubiese cedido a
sus argumentos. Lo que me quedaba más cerca era la profesión
de arquitecto, de la que tantas cosas había absorbido desde mis
primeros años. Para gran alegría de mi padre, decidí convertirme
en arquitecto, como él y como su propio padre.
•••
20
Por motivos económicos, el primer semestre lo cursé en la
Escuela Técnica Superior de la cercana ciudad de Karlsruhe,
pues la inflación aumentaba de día en día. Ello me obligaba a
cobrar semanalmente mi paga, una cantidad fabulosa que a
finales de la misma semana se había convertido en nada. Por
ejemplo, a mediados de septiembre de 1925 escribí, durante una
excursión a la Selva Negra: «¡Aquí todo es muy barato! Pasar la
noche cuesta 400 000 marcos, y una cena, 1 800 000 marcos.
Medio litro de leche, 250 000 marcos». Seis semanas después,
poco antes de que la inflación llegara a su fin, comer en un
restaurante costaba hasta veinte mil millones de marcos, y
hacerlo en el comedor universitario, más de mil millones, lo que
equivalía a siete Pfennig oro. Por una entrada de teatro había
que pagar de trescientos a cuatrocientos millones de marcos.
El desastre económico obligó a mi familia a vender el
comercio y la fábrica de mi difunto abuelo a una sociedad.
Aunque la venta se concertó por una cantidad inferior al valor
real de los bienes, el pago se realizó en «bonos del tesoro en
dólares». Mi paga mensual ascendió a dieciséis dólares, cantidad
con la que, libre de toda preocupación, vivía espléndidamente.
Cuando acabó el período de inflación, en la primavera de
1924, me trasladé a la Escuela Técnica Superior de Munich.
Permanecí hasta el verano de 1925 en esta ciudad, en la que
Hitler, tras salir de la prisión militar, volvió a dar que hablar,
aquella misma primavera, pero yo no tomé nota de ello. En las
detalladas cartas que escribía a la que sería mi mujer me limitaba
a hablar de mi trabajo, que se prolongaba hasta altas horas de la
noche, y de nuestro deseo de casarnos al cabo de tres o cuatro
años.
Durante las vacaciones, mi futura esposa y yo nos reuníamos
con frecuencia con otros estudiantes para ir de refugio en
refugio por los Alpes austríacos. Las fatigosas ascensiones nos
21
daban la sensación de realizar auténticas proezas. En ocasiones,
con mi terquedad habitual, convencía a mis compañeros para no
interrumpir una excursión aunque hiciera muy mal tiempo, con
tormentas, lluvia helada y frío, y por más que la niebla nos
impidiera distinguir las cumbres.
Muchas veces veíamos una densa capa de nubes extenderse
sobre la lejana llanura que contemplábamos desde la cima de
una montaña. Para nosotros, bajo aquellas nubes vivían
personas atormentadas. Creíamos estar muy por encima de esa
gente. Jóvenes y arrogantes, estábamos convencidos de que sólo
iban por las montañas las personas honradas. Cuando teníamos
que regresar a la vida normal de la llanura después de nuestros
ascensos, no era raro que al principio me sintiera más bien
aturdido por la febril actividad urbana.
Otro modo que teníamos de buscar la «comunión con la
naturaleza» era saliendo con las canoas plegables. En aquel
entonces, ese tipo de expedición todavía era nuevo y las aguas
no estaban, como ahora, plagadas de toda clase de
embarcaciones. Bajábamos los ríos en silencio y al caer la noche
plantábamos nuestra tienda en los lugares más hermosos. Esas
apacibles excursiones nos procuraban una porción de aquella
felicidad que había sido completamente natural para nuestros
antepasados. En 1885, mi padre hizo una excursión de Munich
a Nápoles, ida y vuelta, a pie y en coche tirado por caballos. Más
tarde, cuando ya podía cruzar Europa entera con su automóvil,
calificó precisamente aquella excursión como su viaje más
hermoso.
Muchos miembros de nuestra generación buscaban el
contacto con la naturaleza. No se trataba sólo de una protesta
romántica contra la estrechez burguesa; también huíamos de las
exigencias de un mundo cada día más complejo. Nos dominaba
el sentimiento de que nuestro entorno había perdido el
22
equilibrio, mientras que en la naturaleza, en las montañas y en
los valles fluviales, todavía podía percibirse la armonía de la
Creación. Cuanto más vírgenes eran las montañas, cuanto más
solitarios resultaban los valles de los ríos, tanto más nos atraían.
Naturalmente, yo no pertenecía a ningún movimiento juvenil,
cuya masificación habría sido un obstáculo para mis ansias de
aislamiento, pues era de tendencia más bien solitaria.
En otoño de 1925 me trasladé con un grupo de estudiantes
de arquitectura de Munich a la Escuela Técnica Superior de
Berlín-Charlottenburg. Quería estudiar con el profesor Pölzig;
sin embargo, el número de plazas de su seminario de proyectos
era limitado. Como mis aptitudes para el dibujo eran
insuficientes, me fue negada la admisión. Yo no estaba seguro de
poder llegar a ser algún día un buen arquitecto, por lo que
acepté esa decisión sin sorprenderme. En el semestre siguiente
fue llamado a Berlín el profesor Heinrich Tessenow, un
defensor de lo artesanal y provinciano, quien reducía al máximo
su expresión arquitectónica: «Lo decisivo es el mínimo
ornamento». Enseguida le escribí a mi futura esposa: «Mi nuevo
profesor es el hombre más importante e inteligente que he
conocido nunca. Estoy muy entusiasmado con él y trabajo con
gran interés. No es moderno, aunque en cierto sentido lo es más
que nadie. De cara al exterior, es tan sobrio y poco imaginativo
como yo; sin embargo, sus obras reflejan algo profundamente
vivo. Su entendimiento es de una agudeza pasmosa. Voy a
esforzarme para poder entrar dentro de un año en su grupo de
“perfeccionamiento”, y al otro intentaré trabajar con él como
ayudante. Desde luego, escribo todo esto desde una perspectiva
muy optimista; éste es el camino que seguiré en el mejor de los
casos». Seis meses después de terminar los exámenes, ya era su
ayudante. Había encontrado en él a mi primer catalizador…,
que, siete años más tarde, sería relevado por otro más influyente.
También apreciaba mucho a nuestro profesor de historia de
23
la arquitectura. Daniel Krenker, alsaciano de nacimiento, no era
sólo un apasionado arqueólogo, sino también un vehemente
patriota. Cuando en una de sus clases nos mostró la catedral de
Estrasburgo, rompió a llorar y tuvo que interrumpir la charla.
En su curso hice una exposición en clase sobre el libro de
Albrecht Haupt La arquitectura de los germanos. Pero al mismo
tiempo escribía a mi futura mujer: «Cierta mezcla de razas
siempre está bien. Y si últimamente vamos de mal en peor, no se
debe a que seamos una mezcla de razas. Ya lo éramos en la Edad
Media, cuando aún había en nosotros un germen poderoso y
ampliábamos nuestras fronteras, cuando expulsamos de Prusia a
los eslavos o cuando, más tarde, trasladamos a América la
cultura europea. Estamos en decadencia porque hemos
consumido nuestras fuerzas; igual que les ocurrió en su día a los
egipcios, los griegos o los romanos. No podemos hacer nada
para evitarlo».
Los años veinte en Berlín fueron el escenario que definió mi
época de estudiante. Muchas representaciones teatrales me
impresionaron profundamente: la puesta en escena de Max
Reinhardt de El sueño de una noche de verano; Elisabeth Bergner
en La doncella de Orleans, de Bernard Shaw; Pallenberg en la
escenificación que hizo Piscator del Soldado Schwejk. Pero
también me atrajeron mucho las grandes revistas de Charell,
extraordinariamente suntuosas. En cambio, no encontraba
placer alguno en la grandilocuencia de las películas de Cecil B.
de Mille, y no podía sospechar que yo mismo, diez años
después, superaría su arquitectura cinematográfica. En aquel
tiempo sus películas me parecían «de un mal gusto bastante
americano».
Sin embargo, todas aquellas impresiones quedaban
ensombrecidas por la pobreza y el paro. La decadencia de
Occidente de Spengler me había convencido de que estábamos
viviendo un período de decadencia semejante al de los últimos
24
tiempos de la era romana: inflación, relajamiento de las
costumbres, impotencia del Reich. El ensayo Prusianismo y
socialismo me fascinó por su desprecio del lujo y la comodidad.
En él la doctrina de Spengler se unía a las enseñanzas de
Tessenow. Sin embargo, mi profesor, a diferencia de Spengler,
aún tenía confianza en el futuro. Empleando un tono irónico, se
revolvía contra el «culto a los héroes» de la época:
—A lo mejor estamos rodeados por todas partes de
«grandes» héroes auténticos e incomprendidos que consideran
que, si se cumple a rajatabla su voluntad, queda justificado tanto
lo más espantoso como los detalles más insignificantes, y pueden
incluso reírse de todo ello. Quizá antes de que vuelvan a florecer
la artesanía y las pequeñas ciudades tenga que llover del cielo
algo parecido al azufre, tal vez sea necesario que los pueblos
hayan conocido antes el infierno[4].
•••
Obtuve el título de arquitecto en verano de 1927, tras nueve
semestres de estudio. A la primavera siguiente, a los veintitrés
años, me convertí en uno de los ayudantes más jóvenes de la
Escuela Superior. En una tómbola a la que había ido durante el
último año de la guerra, una adivina me vaticinó: «Obtendrás
fama enseguida y te llegará pronto el descanso». Ahora
empezaba a tener motivos para pensar en aquella predicción,
pues podía suponer con cierta seguridad que, si lo deseaba,
llegaría el momento en que, al igual que mi profesor, daría clases
en la Escuela Técnica Superior.
El puesto de ayudante nos permitió contraer matrimonio.
En nuestro viaje de luna de miel no fuimos a Italia, sino que
recorrimos los solitarios lagos de la boscosa región de
Mecklemburgo con la canoa plegable y la tienda. Echamos el
bote al agua en Spandau, a unos centenares de metros de la
prisión en la que pasaría veinte años de mi vida.
25
CAPÍTULO II
PROFESIÓN Y VOCACIÓN
En 1928 estuve a punto de convertirme en arquitecto del Estado
y de la Corte. Aman Allah, soberano de Afganistán, tenía
intención de reformar su país, para lo cual deseaba el concurso
de jóvenes técnicos alemanes. Joseph Brix, profesor de
urbanismo y obras públicas, organizó el grupo. Yo debía trabajar
como urbanista, arquitecto y, además, profesor de arquitectura
en una institución de enseñanza técnica que había de fundarse
en Kabul. Mi esposa y yo estudiamos todos los libros que
pudimos conseguir sobre aquel lejano país; reflexionamos sobre
la forma de desarrollar un estilo nacional propio a partir de las
sencillas construcciones típicas y, a la vista de sus montañas
vírgenes, planeamos varias excursiones de esquí. Las condiciones
del contrato que me ofrecieron eran muy favorables. Sin
embargo, cuando éste se hallaba prácticamente ultimado y el
soberano acababa de ser recibido con grandes honores por
Hindenburg, los afganos lo derrocaron mediante un golpe de
Estado.
No obstante, la perspectiva de continuar trabajando con
Tessenow me compensó. De hecho, ya había tenido mis dudas,
y me alegré de que la caída de Aman Allah me librara de tomar
una decisión. En el seminario sólo tenía que trabajar tres días a
la semana; además, en la Escuela Superior había cinco meses de
vacaciones. Aun así, me pagaban trescientos marcos del Reich,
que equivaldrían a unos ochocientos marcos actuales. Tessenow
26
no daba clases magistrales, sino que corregía en la gran aula del
seminario los trabajos de unos cincuenta estudiantes. Sólo
aparecía unas cuatro o seis horas a la semana, y el resto del
tiempo los estudiantes dependían de mis explicaciones y
correcciones.
Sobre todo los primeros meses me resultaron muy fatigosos.
Al principio, los estudiantes se mostraban críticos conmigo y
trataban de sorprenderme en falta o de descubrir mi ignorancia.
Sólo muy poco a poco fui perdiendo mi timidez inicial. Por otra
parte, los encargos de los que esperaba ocuparme en el tiempo
que me quedaba libre, que era mucho, no llegaron a concretarse.
Probablemente daba la impresión de ser demasiado joven;
además, debido a la depresión económica, la actividad
constructora era más bien escasa. Constituyó una excepción el
proyecto de la casa de mis suegros en Heidelberg. Fue una obra
sin pretensiones, a la que siguieron otras sin importancia: dos
garajes anexos para unas villas en Wannsee y la edificación de la
sede berlinesa del Servicio de Intercambio Académico.
En 1930 partimos de Donaueschingen con nuestros dos
botes plegables y descendimos por el Danubio hasta Viena. Al
regreso me enteré de que el 14 de septiembre se habían
celebrado elecciones al Reichstag, lo que se me quedó grabado
en la memoria porque el resultado excitó extraordinariamente a
mi padre. El Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP)
había conseguido 107 escaños, con lo que se convirtió de pronto
en el centro de la discusión política. Aquel éxito electoral
imprevisto hizo concebir a mi padre los más negros temores,
motivados sobre todo por las tendencias socialistas del NSDAP,
pues lo inquietaba la fuerza de los socialdemócratas y
comunistas.
•••
Nuestra Escuela Técnica Superior se había convertido en un
27
centro de tendencia nacionalsocialista. Mientras que el pequeño
grupo de estudiantes de arquitectura de ideología comunista se
sentía atraído por el seminario del profesor Pölzig, los
nacionalsocialistas se reunieron en torno a Tessenow, pues,
aunque había sido siempre un enemigo declarado del
movimiento hitleriano, existían paralelismos implícitos e
involuntarios entre éste y sus teorías, de los que él no debía de
ser consciente. El supuesto de que pudiera existir una similitud
entre sus ideas y el nacionalsocialismo lo habría escandalizado.
Tessenow enseñaba, entre otras cosas: «El estilo nace del
pueblo. Es natural amar la patria. La verdadera cultura no puede
ser nunca internacional. La cultura únicamente procede del seno
materno de un pueblo[5]». También Hitler estaba en contra de la
internacionalización del arte; sus partidarios veían en el suelo
patrio la raíz de la renovación. Tessenow condenaba la gran
ciudad, a la que oponía ideas rurales: «La gran ciudad es algo
terrible. La gran ciudad es una mezcla confusa de lo viejo y lo
nuevo. La gran ciudad es combate, un combate brutal. Nos
obliga a prescindir de todo lo acogedor… Donde lo urbano
entra en contacto con lo rural, el campesinado termina siendo
destruido. Es una lástima que no se pueda seguir pensando de
forma rural». Hitler se oponía del mismo modo a la relajación
de las costumbres en las grandes ciudades, advertía contra los
males de la civilización, que amenazaban la sustancia biológica
del pueblo, y recalcaba la importancia de mantener un núcleo
de campesinado sano que sostuviera el Estado.
Hitler tuvo la habilidad de articular y utilizar para sus
propios fines estas y otras corrientes que, aunque ya existían en
la conciencia de la época, tenían todavía una forma difusa e
inconcreta.
Durante mis clases, los estudiantes nacionalsocialistas me
arrastraban con frecuencia a discusiones políticas en las que se
28
debatían apasionadamente las opiniones de Tessenow. Las
débiles objeciones que yo trataba de oponer, sacadas del
vocabulario de mi padre, eran fácilmente barridas con habilidad
dialéctica.
En aquel tiempo, los estudiantes tendían a los ideales
extremistas; y el partido de Hitler se dirigía precisamente al
idealismo de aquella excitada generación. ¿No animaba también
Tessenow la confiada disposición de sus discípulos? Hacia 1931
opinaba: «Es posible que tenga que aparecer alguien que piense
con sencillez. Pensar se ha vuelto demasiado complicado. Un
hombre sin formación, en cierto modo un aldeano, solucionaría
este problema con gran facilidad, precisamente porque todavía
no estaría corrompido. Ese hombre también tendría energía
suficiente para hacer realidad sus sencillas concepciones»[6]. Esta
observación, que no dejaba de rondarnos por la cabeza, nos
parecía aplicable a Hitler.
•••
En aquella época, Hitler habló en el Hasenheide de Berlín a
los estudiantes de la Universidad y de la Escuela Técnica
Superior. Mis alumnos me instaron a que acudiera y los
acompañé; aunque todavía no estaba convencido, empezaba a
vacilar. Paredes sucias, accesos pequeños y un interior desaseado
causaban una pobre impresión. Aquí solían celebrar los obreros
sus fiestas de cerveza. La sala estaba llena a rebosar. Parecía
como si casi todos los estudiantes de Berlín quisieran oír y ver a
aquel hombre, a quien sus partidarios atribuían toda clase de
virtudes, mientras que sus enemigos le atribuían tantas
maldades. Los profesores, cuya presencia daba prestigio al acto,
ocupaban sitios preferentes en el centro de la sobria galería.
También nuestro grupo logró obtener buenos lugares en la
tribuna, no lejos del estrado.
Entonces apareció Hitler, que fue acogido con una gran
29
ovación por los numerosos partidarios que tenía entre los
estudiantes. Aquel entusiasmo me impresionó, y también me
sorprendió su forma de presentarse. Los carteles y caricaturas me
lo habían mostrado en camisa de uniforme con bandolera, con
la banda con la cruz gamada en el brazo y la melena cayéndole
desordenada sobre la frente. Pero aquel día se presentó vestido
con un traje azul de buen corte que reflejaba una corrección
burguesa y le daba un aire sensato y discreto. Más adelante me
di cuenta de que Hitler, consciente o intuitivamente, sabía
adaptarse a la perfección a cualquier ambiente que lo rodeara.
Después de poner fin a la larga ovación afectando rechazo,
me gustó que comenzara a hablar en voz baja, vacilante y con
cierta timidez, sin pronunciar un discurso, sino una especie de
conferencia histórica; me atrajo precisamente porque me pareció
que estaba en el polo opuesto de lo que la propaganda de sus
rivales me había llevado a esperar: un demagogo frenético, un
fanático vociferador y gesticulante vestido de uniforme. Ni
siquiera los estruendosos aplausos consiguieron hacerle
abandonar el tono profesoral.
Parecía exponer de forma franca y abierta sus
preocupaciones por el futuro. Su ironía estaba atenuada por un
humor que revelaba su confianza en sí mismo. Me atrajo su
encanto de alemán del sur: no puedo imaginar que un frío
prusiano hubiese podido cautivarme. La timidez inicial de
Hitler no tardó en desaparecer; a veces alzaba la voz y hablaba
con una energía muy convincente. Esta impresión fue mucho
más profunda que el discurso en sí, del que no retuve gran cosa.
Además, me sentí arrastrado por el entusiasmo que, tras
cada una de sus frases, apoyaba al orador de una manera casi
físicamente perceptible, aniquilando toda objeción escéptica.
Sus rivales no lograban hacerse con la palabra. Y de ello nació, al
menos de momento, una falsa impresión de unanimidad. Al
30
final Hitler ya no parecía hablar para convencernos; más bien
parecía estar obligado a expresar lo que el público en masa
esperaba de él: como si fuera lo más natural del mundo llevar de
las riendas a los estudiantes y a una parte del profesorado de las
dos universidades más importantes de Alemania. Y eso que
aquella noche no era todavía el soberano absoluto, blindado
contra toda crítica, sino que se encontraba expuesto a los
ataques que le llegaban de todas partes.
Quizá otros discutieron después, frente a un vaso de cerveza,
los excitantes acontecimientos de la velada, y seguro que
también mis estudiantes me instaron a hacerlo. Sin embargo, yo
tenía que aclarar mis ideas y dominar mi confusión; necesitaba
estar solo. Desconcertado, conduje en plena noche, detuve el
coche en un bosque de pinos cerca del Havel y paseé durante
mucho tiempo.
Me pareció que se abría una esperanza, un nuevo ideal, una
nueva comprensión de las cosas, nuevas misiones. También las
sombrías predicciones de Spengler me parecían ahora rebatidas,
a la vez que se cumplía su vaticinio respecto al advenimiento de
un nuevo emperador. Hitler nos había convencido de que
debíamos desterrar el peligro del comunismo, que parecía
acercarse al poder de un modo incontenible, y de que al final, en
lugar del desolador desempleo, incluso podría producirse un
florecimiento económico. El problema judío sólo lo mencionó
muy de pasada. Aunque yo no era antisemita, pues, como casi
todo el mundo, en la escuela y en la universidad había hecho
amigos judíos, sus observaciones a ese respecto no me
molestaron.
Algunas semanas después de aquel discurso, que resultó tan
importante para mí, mis amigos me llevaron a un mitin en el
Palacio de Deportes en el que habló Goebbels, jefe regional del
Partido en Berlín. Me produjo una impresión muy distinta que
31
Hitler: muchas frases bien colocadas, dichas de una manera
categórica; una multitud rugiente que era inducida a explosiones
de entusiasmo y odio cada vez más frenéticas; un aquelarre de
pasiones desenfrenadas que hasta entonces sólo había
presenciado durante las carreras ciclistas. Sentí repugnancia; el
efecto positivo de Hitler perdió fuerza, aunque no se extinguió
por completo.
El Palacio de Deportes se vació y los asistentes a la reunión
bajaron por la Potsdamer Strasse. Llena de confianza en sí
misma tras el discurso de Goebbels, la gente ocupó
provocativamente toda la anchura de la calzada, bloqueando el
tráfico. Al principio la policía no intervino; quizá no deseara
irritar a la multitud. Sin embargo, en las bocacalles había
destacamentos de policía montada y camiones con tropas
antidisturbios, y finalmente, enarbolando las porras de caucho,
cargaron contra la multitud para despejar la calzada. Asistí
excitado al desarrollo de los acontecimientos; nunca había visto
un acto de violencia parecido. Al mismo tiempo sentí que se
apoderaba de mí un sentimiento, mezcla de simpatía y de
insubordinación, que probablemente no tenía nada que ver con
motivaciones políticas. En realidad no ocurrió nada
extraordinario. Ni siquiera hubo heridos. No obstante, al cabo
de unos días me afilié al Partido, y en enero de 1931 me
convertí en el miembro número 474 481 del NSDAP.
Fue una decisión completamente desprovista de
dramatismo. Ni entonces ni nunca me sentí miembro de un
partido político: yo no había elegido al NSDAP, sino que me
había convertido en adepto de Hitler, cuya personalidad me
impresionó desde el primer momento y de quien desde entonces
ya no iba a liberarme. Su poder de convicción, la magia peculiar
de su nada agradable voz, lo insólito de su actitud más bien
banal, la seductora sencillez con que enfocaba la complejidad de
nuestros problemas… Todo aquello me confundía y fascinaba.
32
Yo no sabía prácticamente nada de su programa. Hitler me
había capturado antes de que pudiera comprenderlo.
Tampoco me sentí incómodo en un acto popular
organizado por la Liga para la Defensa de la Cultura Alemana,
aunque en él se condenaron muchos de los objetivos del
profesor Tessenow. Uno de los oradores exigió la vuelta a las
formas y concepciones artísticas tradicionales, atacó la
modernidad y terminó arremetiendo contra la agrupación de
arquitectos Der Ring, a la que pertenecían Gropius, Mies van
der Rohe, Scharoun, Mendelssohn, Taut, Behrens y Pölzig,
además de Tessenow. Uno de los estudiantes envió un escrito a
Hitler para protestar contra este discurso y defender con juvenil
entusiasmo a nuestro admirado maestro. Poco después recibió
una respuesta entre familiar y rutinaria, procedente de la
Jefatura del Partido y escrita en papel oficial, en la que se
afirmaba que la obra del profesor Tessenow gozaba de la mayor
estima. A nosotros nos pareció muy significativo. Con todo, es
verdad que en aquel tiempo no le mencioné a Tessenow mi
pertenencia al Partido[7].
Creo que fue durante esos meses cuando mi madre
presenció una marcha de las SA en las calles de Heidelberg: la
contemplación de aquel orden en una época de caos, aquella
impresión de energía en una atmósfera de desesperanza
generalizada, debió de ganarla también a ella: en cualquier caso,
se afilió al Partido sin haber oído ningún discurso ni haber leído
ningún escrito. Es probable que ambos sintiéramos que aquella
decisión significaba una ruptura con la tradición liberal familiar,
pues nos la ocultamos mutuamente y la escondimos asimismo a
los ojos de mi padre. Sólo varios años después, cuando ya
llevaba un tiempo en el círculo de Hitler, descubrimos por
casualidad nuestra temprana afiliación común.
33
CAPÍTULO III
CAMBIO DE AGUJAS
Sería más acertado que, al hablar de aquellos años, lo hiciera
principalmente de mi vida profesional, de mi familia y de mis
inclinaciones, pues las nuevas experiencias quedaron relegadas a
un segundo término: por encima de todo, yo era arquitecto.
Puesto que disponía de automóvil, me convertí en miembro
de la asociación de conductores del Partido (NSKK) fundada
hacía poco y, por tratarse de una organización nueva, adquirí
automáticamente la categoría de jefe de la sección de Wannsee,
donde vivíamos. Sin embargo, al principio me hallaba muy lejos
de pensar en una actividad partidaria seria. Por lo demás, era el
único que tenía coche en Wannsee y, por consiguiente, en mi
sección; los otros miembros abrigaban el deseo de conseguir uno
cuando se produjera la «revolución» con la que soñaban. Para
irse preparando, se informaron de los lugares de aquel rico
suburbio en los que podrían encontrar coches adecuados cuando
llegara el día X.
Mi cargo me llevó varias veces a la Jefatura de la
Circunscripción Oeste, que dirigía un joven sencillo pero
inteligente y enérgico: un oficial de molinero llamado Karl
Hanke. Acababa de alquilar como futuro cuartel de su
organización una elegante villa en el distinguido barrio de
Grunewald, pues tras el éxito electoral del 14 de septiembre de
1930 el Partido, ahora poderoso, se estaba esforzando por
adquirir categoría social, y me propuso decorar la villa; por
34
supuesto, sin cobrar.
Hablamos sobre papeles pintados, cortinas y colores. Por
indicación mía, el joven jefe de circunscripción eligió papeles
pintados de la Bauhaus, aunque le advertí que eran
«comunistas». Sin embargo, el joven liquidó mi advertencia
diciendo:
—Nosotros cogemos lo mejor de todos, incluso de los
comunistas.
Con estas palabras expresó lo que Hitler y sus colaboradores
llevaban años haciendo: reunir todo lo aprovechable sin tener en
cuenta las ideologías, e incluso decidir las cuestiones ideológicas
en función de su efecto sobre los electores.
Hice pintar la antesala de un rojo brillante y las salas de
trabajo de un color amarillo intenso en el que las cortinas rojas
destacaban de manera más que llamativa. Aquella liberación de
una necesidad de acción arquitectónica largo tiempo reprimida,
con la que probablemente quise expresar un espíritu
revolucionario, obtuvo una acogida bastante desigual.
A comienzos del año 1932 se recortaron los sueldos de los
ayudantes; era una pequeña aportación para nivelar el
ajustadísimo presupuesto de Prusia. No había grandes edificios
en perspectiva y la situación económica era desesperanzadora.
Para nosotros, tres años como ayudante habían sido más que
suficientes; mi esposa y yo decidimos renunciar a mi empleo
junto a Tessenow y trasladarnos a Mannheim. Cubierto
económicamente con la administración de las casas que poseía
mi familia, quería iniciar en serio mi actividad como arquitecto,
que hasta entonces había transcurrido sin pena ni gloria. Así
pues, envié incontables cartas a las empresas de la zona y a los
contactos profesionales de mi padre para ofrecerme como
«arquitecto independiente», y esperé en vano encontrar a un
contratista dispuesto a emplear a un arquitecto de veintiséis
35
años: en aquel momento, ni siquiera los arquitectos establecidos
desde hacía tiempo en Mannheim obtenían ningún encargo.
Traté de llamar un poco la atención participando en concursos,
pero nunca pasé de los terceros premios. La reforma de una
tienda en una de las fincas que mi familia alquilaba fue la única
actividad constructiva que realicé en aquella desolada época.
Mi posición en el Partido era de una cómoda complacencia.
Tras la excitante actividad del Partido en Berlín, en la que me
había visto atrapado poco a poco, en Mannheim me sentía
como en una reunión del club de bolos. Como no había
ninguna NSKK, desde Berlín se me adscribió a la Motor-SS.
Aunque yo pensé que era en calidad de miembro, al parecer fui
allí sólo como invitado, pues cuando en 1942 quise renovar mi
afiliación, resultó que jamás había pertenecido a la Motor-SS.
Al iniciarse los preparativos para las elecciones del 31 de
julio de 1932, mi esposa y yo fuimos a Berlín para participar de
la excitante atmósfera electoral y ayudar en lo que pudiéramos.
La persistente falta de perspectivas profesionales había
intensificado mucho mi interés político, o lo que yo llamaba así.
Quería contribuir a la victoria electoral de Hitler. Sin embargo,
aquello sólo iba a ser un breve paréntesis, pues queríamos
dirigirnos desde Berlín hacia los lagos de la Prusia Oriental, para
hacer una excursión con los botes plegables que teníamos
planeada desde hacía tiempo.
Me presenté con mi coche al jefe de la NSKK de la
Circunscripción Oeste de Berlín, Will Nagel, que me empleó
como correo entre los distintos locales del Partido. Cuando se
trataba de internarme en los barrios dominados por los «rojos»
no era extraño que me sintiera sumamente incómodo. En
aquellos sectores, las tropas nacionalsocialistas habitaban en
sótanos que más bien parecían agujeros y llevaban una existencia
de perseguidos. Lo mismo les ocurría a las avanzadillas de los
36
comunistas en las zonas dominadas por los nazis. No puedo
olvidar el rostro angustiado y exhausto de un jefe de tropa al que
vi en pleno barrio de Moabit, una de las zonas más peligrosas
del momento. Aquellos hombres arriesgaban sus vidas y
sacrificaban su salud por una idea, sin saber que estaban siendo
utilizados por la imaginación delirante de un hombre ávido de
poder.
Hitler debía llegar el 27 de julio de 1932 al aeródromo
berlinés de Staaken después de celebrar, por la mañana, un
mitin en Eberswalde. Me habían encargado llevar a un
mensajero desde Staaken al lugar donde se celebraría el siguiente
mitin: el estadio de Brandenburgo. Cuando el trimotor terminó
de rodar por la pista, Hitler y algunos de sus colaboradores y
asistentes descendieron del aparato. En el aeródromo no había
casi nadie, aparte de nosotros. Aunque me mantuve a respetuosa
distancia, vi que Hitler, nervioso, hacía reproches a sus
acompañantes porque aún no habían llegado los automóviles.
Caminaba furioso arriba y abajo, golpeándose la vuelta de sus
botas altas con una fusta, y daba la impresión de ser una persona
malhumorada e incapaz de dominarse que trataba con desprecio
a sus colaboradores.
Aquel Hitler era muy distinto al hombre tranquilo y
civilizado al que había visto en la reunión estudiantil. Sin que
eso me inquietara demasiado de momento, aquel día topé por
primera vez con la singular multiplicidad de Hitler: con gran
intuición histriónica, en público sabía adaptar su
comportamiento a las más diversas situaciones, mientras que en
su entorno inmediato y en presencia de criados o asistentes, se
dejaba llevar.
Llegaron los coches. Subí con el mensajero a mi rugiente
coche deportivo y, conduciendo a toda velocidad, me adelanté a
la columna motorizada de Hitler. En Brandenburgo, los bordes
37
de la carretera próxima al estadio estaban ocupados por
socialdemócratas y comunistas, de modo que —mi
acompañante llevaba el uniforme del Partido— tuvimos que
atravesar una excitada barrera humana. Cuando, unos minutos
después, llegó Hitler con su séquito, la multitud se transformó
en una masa vociferante y furiosa que pugnaba por salir a la
carretera. El automóvil tuvo que abrirse paso muy despacio;
Hitler iba en pie al lado del conductor. Aquel día sentí un
respeto por su valor que aún conservo hoy. La impresión
negativa que me había causado en el aeródromo quedó borrada
por aquella imagen.
Esperé con mi coche fuera del estadio, por lo que no pude
oír el discurso, pero sí las atronadoras ovaciones que lo
interrumpían una y otra vez. Cuando el himno del Partido
señaló el final del acto, nos pusimos de nuevo en marcha, pues
Hitler aún debía asistir, ese mismo día, a un tercer mitin en el
estadio de Berlín. También aquí estaba todo lleno a rebosar.
Fuera, en las calles, se aglomeraban miles de personas que no
habían podido entrar en el estadio. Hitler volvía a llevar un gran
retraso y la multitud esperaba pacientemente desde hacía horas.
Comuniqué a Hanke que no tardaría en llegar e
inmediatamente se dio la noticia por los altavoces, que fue
recibida con un aplauso estruendoso. Fue, por cierto, el primero
y el único que he provocado nunca.
El día siguiente fue decisivo para mi trayectoria futura. Los
botes plegables nos esperaban en la estación, habíamos
comprado los billetes para la Prusia Oriental y pensábamos salir
aquella misma noche, pero al mediodía recibí una llamada
telefónica. Nagel, el jefe de la NSKK, me comunicó que Hanke,
que había ascendido a jefe de organización de la región de
Berlín, deseaba verme.
Hanke me recibió amablemente:
38
—Lo he estado buscando a usted por todas partes. ¿Querría
reformar nuestra nueva sede regional? —me preguntó en cuanto
entré—. Hoy mismo se lo propondré al doctor[8]. Nos corre
mucha prisa.
Unas horas más tarde, yo ya habría estado en el tren que
debía llevarme a los solitarios lagos de la Prusia Oriental, donde
habría sido ilocalizable; el Partido tendría que haberse buscado
otro arquitecto. Durante años consideré aquel azar el giro más
favorable de mi vida: mi trayectoria se había encarrilado. Dos
décadas más tarde, ya en Spandau, leí las siguientes palabras de
James Jeans: «El recorrido de un tren está claramente
determinado por los raíles en la mayor parte del trayecto, pero
en algunos puntos es posible tomar diversas direcciones; allí el
tren puede ser dirigido hacia una u otra mediante el
insignificante esfuerzo que supone el adecuado cambio de
agujas».
•••
El nuevo Gauhaus, la sede de la Jefatura Regional, estaba
ubicado en la Voss-Strasse y rodeado por las delegaciones de los
distintos Länder alemanes. Desde las ventanas traseras podía
verse al octogenario presidente del Reich, a menudo
acompañado de políticos o militares, paseando por el parque
contiguo. Tal y como me dijo Hanke, el Partido deseaba
avanzar incluso ópticamente hacia el centro político del país,
para anunciar así sus aspiraciones políticas. Mi cometido, en
cambio, tenía menos pretensiones: volvió a limitarse a repintar
las paredes y a trabajos menores de remodelación. Amueblar una
sala de reuniones y el despacho del jefe regional también resultó
bastante sencillo, en parte por la falta de medios y en parte
porque aún me hallaba bajo la influencia de Tessenow, aunque
mi moderación topaba con los ostentosos relieves y estucos de
estilo Gründerzeit (1871-1873). Trabajé día y noche a toda
39
prisa, pues la organización de la Jefatura Regional me apremiaba
para que concluyese lo más pronto posible. A Goebbels lo vi
poco, pues estaba muy ocupado en la campaña de las elecciones
del 6 de noviembre de 1932. Afónico y ajetreado, quiso ver un
par de veces las reformas, aunque no mostró gran interés por
ellas.
Se terminó la obra, se sobrepasó ampliamente el presupuesto
y las elecciones se perdieron. Los afiliados disminuyeron, el
tesorero se retorcía las manos al ver las facturas que llegaban y, al
no poder mostrar a los trabajadores más que una caja vacía,
éstos, como miembros del Partido, tuvieron que conceder un
largo aplazamiento de los pagos con objeto de evitar la
bancarrota.
Unos días después de la inauguración, también Hitler visitó
la Jefatura Regional, que había sido bautizada con su nombre.
Oí decir que la reforma había sido de su agrado, lo cual me
llenó de orgullo, aunque no quedó muy claro si lo que elogiaba
era la sobriedad de mis esfuerzos arquitectónicos o el
barroquismo de aquella casa de época guillermina.
No tardé en regresar a mi despacho de Mannheim. Nada
había cambiado; al contrario, la situación económica y, por
tanto, la perspectiva de obtener encargos habían empeorado, y
las circunstancias políticas eran cada vez más confusas. Una
crisis sucedía a otra sin que nos enterásemos demasiado, pues
todo seguía igual. El 30 de enero de 1933 leí que Hitler había
sido nombrado canciller del Reich, pero ni siquiera aquella
noticia tuvo, por de pronto, significado para mí. Poco después
participé en una reunión del grupo local de Mannheim. Me
llamó la atención la poca calidad espiritual y personal de los
miembros del Partido. «Con esta gente no se puede gobernar un
Estado», pensé. Pero esas preocupaciones eran superfluas: el
viejo sistema funcionarial siguió ocupándose perfectamente de
40
todo bajo la égida de Hitler[9].
•••
Entonces se celebraron las elecciones del 5 de marzo de
1933, y una semana más tarde recibí una llamada de Berlín.
Hanke, el jefe de organización de la Jefatura Regional, me
buscaba:
—¿Quiere venir a Berlín? —me preguntó—. Aquí seguro
que tendrá cosas que hacer. ¿Cuándo podría llegar?
Engrasamos nuestro pequeño BMW deportivo, hicimos la
maleta y condujimos durante toda la noche. A la mañana
siguiente, sin haber dormido, me presenté a Hanke en el edificio
de la Jefatura:
—Va a acompañar inmediatamente al doctor. Quiere
examinar su nuevo Ministerio.
Así, entré con Goebbels en el hermoso edificio de Schinkel
de la Wilhelmsplatz. Unos cuantos centenares de personas que
estaban esperando a alguien, quizá a Hitler, saludaron con la
mano al ministro. No fue solamente allí donde noté que una
nueva vida había llegado a Berlín: tras la larga crisis, la gente
parecía más fresca y esperanzada. Todos sabían que aquél no era
otro de los cambios de gabinete a que ya nos habíamos
acostumbrado; parecían sentir que había llegado un momento
decisivo. La gente se reunía en grandes grupos en la calle. Aun
sin conocerse, intercambiaban frases insustanciales, reían o
exteriorizaban su conformidad con los acontecimientos
políticos. Mientras tanto, en algún lugar, sin hacerse notar, el
aparato saldaba sin piedad sus cuentas pendientes con los
enemigos políticos que se había creado durante los largos años
de lucha por el poder y cientos de miles de personas temblaban
a causa de su origen, su religión o sus convicciones.
Tras inspeccionar el edificio, Goebbels me encomendó la
reforma del Ministerio y la decoración de las principales
41
habitaciones, como su despacho y las salas de reuniones. Me
encargó el trabajo en firme y quiso que lo comenzara
inmediatamente, sin esperar a que se hiciera un presupuesto y
sin comprobar si se disponía o no de medios. Con ello
demostraba la gran arrogancia que lo caracterizó siempre, pues si
aún no se había establecido ninguna partida presupuestaria para
el Ministerio de Propaganda, de nueva creación, todavía menos
la había para la reforma que se proponía. Me esforcé por realizar
el encargo subordinándome modestamente a la arquitectura
interior ejecutada por Schinkel. Sin embargo, a Goebbels el
mobiliario le pareció poco representativo. Algunos meses
después encargó a la Asociación de Talleres de Munich que
amueblaran de nuevo el edificio en «estilo transatlántico».
Hanke se había asegurado en el Ministerio la influyente
posición de secretario y dominaba la antesala con severa
habilidad. Uno de esos días vi en su despacho el proyecto para
decorar Berlín con motivo del mitin multitudinario que debía
celebrarse el 1 de mayo por la noche en el campo de aviación
Tempelhof. Aquel proyecto sublevó mis sentimientos, tanto los
revolucionarios como los arquitectónicos.
—Parece un decorado de fiesta mayor.
—Pues si puede hacer algo mejor, ¡adelante! —respondió
Hanke.
Aquella misma noche surgió el proyecto de una gran tribuna
tras la cual debían tensarse, sostenidas por armazones de
madera, tres enormes banderas, cada una de ellas más alta que
un edificio de diez pisos. Dos serían en los colores negro, blanco
y rojo del Partido, y en el centro estaría la bandera con la
esvástica. En términos estructurales el proyecto era muy
atrevido, pues si soplaba un viento fuerte las banderas parecerían
las velas de un barco. Debían ser iluminadas con potentes
reflectores con el fin de hacer todavía más intensa la sensación
42
de que la tribuna constituía un punto central elevado, como un
escenario. El proyecto fue aceptado inmediatamente, y quemé
así una nueva etapa de mi camino.
Lleno de orgullo, mostré mi obra a Tessenow, pero el
profesor seguía con ambos pies firmemente anclados en lo sólido
y artesanal:
—¿Cree usted que ha creado algo? Causa efecto, eso es todo.
Hitler, en cambio, según me dijo Hanke, estaba
entusiasmado con el proyecto, si bien fue Goebbels quien se
atribuyó todo el mérito.
Algunas semanas después, Goebbels se instaló en la
residencia oficial del ministro de Alimentación. No tomó
posesión de ella sin emplear cierta violencia, porque Hugenberg
exigía que el edificio quedara a su disposición, puesto que el
ministro era él. Sin embargo, la disputa no tardó mucho en
resolverse, y el 26 de junio Hugenberg fue separado del
Gabinete.
No sólo recibí el encargo de redistribuir la vivienda del
ministro, sino también de construir una gran estancia anexa.
Pequé un poco de ligereza al afirmar que en dos meses podría
entregar, listos para ser ocupados, tanto la casa como el anexo.
Hitler creyó que no cumpliría mi promesa, según me contó
Goebbels para aguijonearme. Hice que se trabajara día y noche
en tres turnos, y conseguí que las distintas fases encajaran hasta
en el menor detalle. Los últimos días puse en funcionamiento
una gran instalación secadora y finalmente la obra, terminada y
amueblada, se entregó puntualmente en el plazo prometido.
Pedí algunas acuarelas de Nolde a Eberhard Hanfstaengl,
director de la Nationalgalerie de Berlín, para adornar las
paredes. Goebbels y su esposa las aceptaron con entusiasmo,
pero cuando Hitler visitó la casa mostró el mayor desagrado al
verlas. El ministro me llamó enseguida:
43
—Esos cuadros tienen que ser retirados de inmediato, ¡son
verdaderamente horribles!
En los primeros meses que siguieron a la toma de posesión
del nuevo Gobierno, al menos algunas de las corrientes de la
pintura moderna, que en 1937 serían también tachadas de «arte
degenerado», siguieron teniendo alguna oportunidad. Dirigía la
sección de Artes Plásticas del Ministerio de Propaganda Hans
Weidemann, de Essen, que era miembro del NSDAP desde hacía
tiempo y que había sido condecorado con la insignia de oro del
Partido. Como no estaba al corriente del episodio de las
acuarelas de Nolde, reunió para Goebbels numerosos cuadros de
la escuela de Nolde y de Munch y se los recomendó como
expresión de un arte nacional y revolucionario. Goebbels, ya
escarmentado, hizo retirar inmediatamente los cuadros
comprometedores. Poco después de que Weidemann se
mostrara reacio a ratificar la condena absoluta de todo lo
moderno, le fue asignada una actividad subalterna en otra
sección del Ministerio. En ese tiempo me inquietaba aquella
yuxtaposición de poder y sumisión. También me resultaba
siniestra la autoridad incondicional que Hitler podía ejercer,
incluso en cuestiones de gusto, sobre hombres que habían
colaborado estrechamente con él durante años. Goebbels se
mostraba subordinado a Hitler de forma incondicional. Lo
mismo nos pasaba a todos. También yo, familiarizado con el
arte moderno, acepté en silencio la decisión de Hitler.
Apenas había terminado con el encargo de Goebbels
cuando, en julio de 1933, me llamaron a Nuremberg. Se
preparaba en esta ciudad el primer Congreso del Partido desde
su entrada en el Gobierno. El poder que había alcanzado el
partido victorioso debía tener su expresión en la arquitectura
escénica. No obstante, el arquitecto local no logró presentar un
proyecto satisfactorio. Me trasladaron a Nuremberg en avión y
presenté mis bocetos. No había en ellos demasiadas ideas que los
44
distinguieran de la construcción del primero de mayo; sólo que
esta vez, en lugar de las banderas extendidas, coronaría el
Zeppelinfeld un águila gigantesca, de más de treinta metros de
envergadura, que había pinchado en un armazón de madera
como si fuera una mariposa de colección.
El jefe de organización de Nuremberg no se atrevió a decidir
sobre aquello y me envió a la central de Munich con una carta
de acreditación, pues yo aún era del todo desconocido fuera de
Berlín. Una vez en la Braunes Haus, se concedió a mi
arquitectura, o, mejor dicho, a mi decoración de fiesta, una
extraordinaria importancia. Pocos minutos después ya me
encontraba con mi carpeta en una de las habitaciones de Hess,
lujosamente amueblada. Éste ni siquiera me dejó hablar:
—Una cosa así sólo puede decidirla el Führer.
Hizo una breve llamada telefónica y me dijo:
—El Führer está en su casa; haré que lo lleven allí enseguida.
Empezaba a hacerme una idea de lo que en el régimen de
Hitler significaba la palabra mágica «arquitectura».
Nos detuvimos frente a una casa situada cerca del teatro
Prinz-Regenten. Hitler vivía en el segundo piso. Primero me
hicieron entrar en una antesala repleta de recuerdos o regalos de
poca monta. El mobiliario también era de bastante mal gusto.
Salió un ayudante, abrió una puerta, dijo un informal «por
favor» y me encontré ante Hitler, el poderoso canciller del
Reich. Sobre la mesa que había frente a él vi una pistola
desmontada que debía de estar limpiando.
—Ponga sus dibujos aquí —me dijo lacónicamente. Sin
mirarme siquiera, apartó las piezas de la pistola y examinó con
interés, pero en silencio, mi proyecto—: De acuerdo.
Nada más. Y como entonces volvió a centrarse en su pistola,
abandoné la estancia un poco confuso.
45
En Nuremberg fui recibido con asombro cuando informé de
que había obtenido la autorización personal de Hitler. Si los que
organizaban aquello hubiesen sabido hasta qué punto atraían a
Hitler los proyectos arquitectónicos, habrían enviado a Munich
a una gran delegación, y a mí, en el mejor de los casos, me
habrían dejado ayudar en algo. Pero en aquel entonces las
aficiones de Hitler todavía no eran del dominio público.
•••
En otoño de 1933 Hitler encargó a su arquitecto muniqués
Paul Ludwig Troost, que había decorado el transatlántico
Europa y había reformado la Braunes Haus, que transformara a
fondo y amueblara la residencia del canciller del Reich en
Berlín. La obra debía concluirse cuanto antes. El maestro de
obras de Troost procedía de Munich, por lo que no conocía las
empresas berlinesas ni su forma de trabajar. Hitler recordó
entonces que un joven arquitecto había terminado un anexo
para Goebbels en un tiempo insólitamente corto. Por tanto,
determinó que yo asistiera al maestro de obras muniqués en la
elección de los proveedores, que pusiera a su disposición mis
conocimientos sobre el mercado de la construcción en Berlín y
que contribuyera a la reforma en lo que fuera necesario para que
pudiera terminarse lo antes posible.
Aquella colaboración comenzó con una inspección a fondo
de la residencia del canciller que realizamos Hitler, su maestro
de obras y yo. Seis años después, en primavera de 1939, escribió,
en un artículo sobre el estado anterior de la vivienda: «Después
de la revolución de 1918, la casa se fue deteriorando
gradualmente. No sólo se había podrido gran parte del tejado,
sino que también los suelos estaban completamente
desvencijados… Dado que mis predecesores, en general, no
podían contar con durar en su cargo más de tres, cuatro o cinco
meses, no se sentían obligados a eliminar la suciedad que habían
46
dejado sus antecesores, ni a procurar que quienes los sucedieran
hallaran la casa en mejor estado que ellos. No debían mantener
las formas de cara al extranjero, que, de todos modos, apenas los
tenía en cuenta. Así pues, el edificio se hallaba en la más
completa decadencia, los techos y los suelos podridos, el papel
pintado cubierto de moho, la vivienda entera impregnada de un
olor prácticamente insoportable»[10].
Exageraba, desde luego. Sin embargo, es difícil imaginar el
estado en que se hallaba la vivienda. La cocina apenas tenía luz y
los fogones eran muy antiguos. Sólo había un baño en toda la
casa, y la instalación, además, era de principios de siglo.
También abundaban las muestras de mal gusto: puertas pintadas
imitando madera natural y falsos jarrones de mármol que en
realidad no eran más que recipientes de hojalata jaspeada. Hitler
dijo en tono triunfal:
—Aquí se ve claramente la decadencia de la vieja República.
Ni siquiera la casa del canciller del Reich puede ser mostrada a
un extranjero. Yo sentiría vergüenza de recibir aquí a un solo
visitante.
Durante aquella concienzuda inspección, que debió de
durar unas tres horas, vimos también el desván. El
administrador explicó:
—Y ésta es la puerta que conduce a la casa contigua.
—¿Y eso?
—Desde aquí, recorriendo los tejados de todos los
ministerios, se llega al hotel Adlon.
—¿Por qué?
—Durante los disturbios que se produjeron al instaurarse la
República de Weimar se comprobó que el canciller del Reich
podía quedar aislado del mundo exterior en caso de que los
rebeldes cercaran la vivienda, y para evitarlo se preparó este
camino.
47
Hitler ordenó que abrieran la puerta: efectivamente,
conducía al contiguo Ministerio de Asuntos Exteriores.
—Que tapien esta puerta. Nosotros no la necesitamos.
Una vez comenzada la reforma, Hitler, seguido de un
asistente, se personaba en la obra casi todos los mediodías,
comprobaba los progresos y se complacía al ver las mejoras. Los
numerosos albañiles pronto lo saludaron de manera informal y
amistosa. A pesar de los dos hombres de las SS vestidos de
paisano, que se mantenían en un discreto segundo término,
todo aquello tenía algo de idílico. Se notaba que Hitler se sentía
«en casa» en la obra. Al mismo tiempo, evitaba todo populismo
barato.
El maestro de obras y yo lo acompañábamos en sus
inspecciones. Nos hacía preguntas con seca amabilidad:
—¿Cuándo se revocará esta sala? ¿Cuándo pondrán las
ventanas? ¿Han Llegado ya de Munich los planos de detalle?
¿Todavía no? Se lo preguntaré personalmente al profesor —que
es como solía llamar a Troost.
Entonces inspeccionaba una nueva sala.
—Esto ya lo han revocado. Ayer todavía no lo estaba. Y esta
moldura del techo es muy bonita. El profesor hace
estupendamente esta clase de cosas. ¿Cuándo cree que estará
todo terminado? Me corre mucha prisa. Ahora sólo dispongo de
la pequeña vivienda del Secretario de Estado en el desván. Allí
no puedo recibir a nadie. Resulta ridículo lo ahorrativa que era
la República. ¿Ha visto usted la entrada? ¿Y el ascensor?
Cualquier almacén tiene uno mejor.
Es verdad que el ascensor se atascaba de vez en cuando y
sólo tenía cabida para tres personas.
Así es como se presentaba Hitler. Es fácilmente
comprensible que su naturalidad me impresionara; al fin y al
cabo, no era sólo el canciller del Reich, sino también el hombre
48
que hacía que resurgiera toda Alemania; el hombre que
procuraba trabajo a los parados y que ponía en marcha grandes
programas económicos. Sólo mucho tiempo después, a partir de
pequeños detalles, comencé a entrever que en todo ello también
había una buena parte de cálculo propagandístico.
Ya lo habría acompañado unas veinte o treinta veces en sus
inspecciones cuando durante una de ellas me invitó:
—¿Vendrá usted a comer hoy?
Naturalmente, aquel gesto personal e inesperado me hizo
feliz, sobre todo dado que, debido a lo impersonal de su trato,
nunca había contado con nada por el estilo.
Había trepado a los andamios de la obra con mucha
frecuencia, pero precisamente ese día me cayó una palada de
yeso en el traje. Debí de poner cara de consternación, pues
Hitler me dijo:
—Venga conmigo. Ahora arreglaremos eso.
Los invitados ya lo esperaban en el apartamento. Entre ellos
estaba Goebbels, quien se mostró muy sorprendido al verme
aparecer en aquel círculo. Hitler me condujo a sus habitaciones,
llamó a su criado y le ordenó traer su propia americana azul
marino.
—Tome, póngase esto.
Entré en el comedor detrás de Hitler y me senté a su lado,
en un lugar privilegiado. Era evidente que yo era de su agrado.
Goebbels descubrió lo que a mí, en mi excitación, me había
pasado completamente por alto.
—¡Pero si lleva usted la insignia del Führer! Esa americana
no es suya, ¿verdad[11]?
Hitler respondió por mí:
—No, la americana es mía.
Durante la comida me dirigió por primera vez algunas
49
preguntas personales. Se enteró entonces de que era el autor de
los decorados de la manifestación del primero de mayo.
—Y lo de Nuremberg, ¿también lo hizo usted? ¡Pero si vino
un arquitecto a enseñarme los planos! ¡Justo, era usted!…
Nunca habría pensado que pudiera terminar el edificio de
Goebbels en la fecha prevista.
No me preguntó si pertenecía o no al Partido. Me dio la
impresión de que, cuando se trataba de artistas, eso le resultaba
bastante indiferente. En cambio, quiso saber todo lo posible
sobre mi origen, mi carrera como arquitecto y lo que habían
construido mi padre y mi abuelo. Años después, Hitler recordó
aquella invitación:
—Me fijé en usted durante las inspecciones. Buscaba a un
arquitecto al que algún día pudiera confiar mis planes
constructivos. Tenía que ser joven, pues, como usted sabe, son
planes a muy largo plazo. Necesitaba a un hombre que incluso
después de mi muerte pudiera seguir trabajando con la
autoridad que yo le hubiera otorgado. Ese hombre era usted.
Tras años de esfuerzos baldíos, me sentía lleno de ganas de
trabajar; sólo tenía veintiocho años. Como Fausto, habría
vendido mi alma por hacer un gran edificio. Ahora había
encontrado a mi Mefistófeles. No me pareció menos absorbente
que el de Goethe.
50
CAPÍTULO IV
MI CATALIZADOR
Yo era trabajador por naturaleza, pero siempre necesité un
impulso especial para desplegar nuevas facultades y energías.
Ahora había encontrado a mi catalizador; no podría haber
tropezado con otro más poderoso. Se me exigió que diera el
máximo, a un ritmo creciente y con una responsabilidad cada
vez mayor.
Con ello renuncié al verdadero centro de mi vida: la familia.
Atraído y acuciado por Hitler, a cuya merced había quedado, a
partir de entonces viví para trabajar y dejé de trabajar para vivir.
Hitler sabía cómo estimular a sus colaboradores para que lo
dieran todo de sí mismos.
—El hombre se crece al perseguir los más altos objetivos —
decía.
Durante los veinte años que pasé en la prisión de Spandau,
me pregunté con frecuencia qué habría hecho de haber visto la
auténtica cara de Hitler y la verdadera naturaleza de su poder.
La respuesta es tan banal como deprimente: mi posición como
arquitecto de Hitler no tardó en hacérseme imprescindible. Sin
tener siquiera treinta años, ya veía ante mí las perspectivas más
excitantes con que pueda soñar un arquitecto.
Además, mis ganas de trabajar me permitían no pensar en
cuestiones que debería haberme planteado. En la prisa diaria se
ahogaba más de una duda. Mientras escribía estas memorias, mi
51
creciente sorpresa llegó a la consternación cuando comprobé
que hasta 1944 raramente, por no decir nunca, había
encontrado tiempo para reflexionar sobre mí mismo y mis
actividades o para considerar el sentido de mi propia existencia.
Hoy, al rememorar todo aquello, tengo a veces la sensación de
que en aquella época algo me levantó del suelo, me separó de
mis raíces y me sometió a toda clase de fuerzas extrañas a mí.
Tal vez lo que más me alarma ahora, al mirar hacia atrás, es
que lo único que en aquel tiempo me inquietaba de vez en
cuando estuviera relacionado con el camino que emprendí como
arquitecto, que me alejaba de las doctrinas de Tessenow. Por el
contrario, cuando oía cómo los judíos, francmasones,
socialdemócratas o testigos de Jehová eran considerados presas
de caza por los que me rodeaban, actuaba como si aquello no
tuviera nada que ver conmigo. Me parecía que bastaba con que
me abstuviera de participar en ello.
•••
Se había convencido a los camaradas más modestos del
Partido de que la política era demasiado complicada para ellos.
Por consiguiente, uno se sentía siempre bajo la responsabilidad
de otros y no se veía obligado a responder por la suya. Toda la
estructura del sistema se dirigía a evitar los conflictos de
conciencia. Eso hacía absolutamente estéril cualquier
conversación y discusión entre personas de la misma ideología.
Después de todo, no tenía ningún interés confirmarse
mutuamente unas opiniones uniformizadas.
La exigencia expresa de limitar la responsabilidad de cada
cual a su terreno era aún más peligrosa. Cada cual se movía en
su propio círculo: arquitectos, médicos, juristas, técnicos,
soldados o campesinos. Las asociaciones profesionales, a las que
había que pertenecer obligatoriamente, recibían el nombre de
cámaras (Cámara de Medicina, Cámara de Artistas), y esta
52
denominación definía con acierto el aislamiento de la gente en
esferas individuales, separadas unas de otras como por medio de
muros. A medida que el sistema de Hitler se prolongaba en el
tiempo, crecía el aislamiento ideológico en aquellas cámaras
estancas. Si aquella práctica se hubiese mantenido durante
generaciones, creo que nos habríamos convertido en una especie
de seres etiquetados, incapaces de pensar por sí mismos, lo que
habría conducido a la ruina del sistema. Siempre me
desconcertó la contradicción que suponía el hecho de que la
integración a que aspiraba la comunidad nacional proclamada
en 1933 se viera negada u obstruida de ese modo. En última
instancia, se trataba de una comunidad de seres aislados.
Aunque hoy pueda sonar de otra forma, la frase que decía que
«el Führer piensa y dirige» por encima de todo no era para
nosotros una vacía fórmula propagandística.
Nuestra predisposición a aceptar aquel estado de cosas nos
había sido transmitida desde la infancia. Nuestros principios
provenían de un Estado autoritario cuya exigencia de
subordinación se había acentuado a causa de las leyes de guerra.
Quizá fueran esas experiencias las que nos prepararon, como les
pasa a los soldados, para una forma de pensar que resurgía en el
sistema de Hitler. Llevábamos la rigidez del orden en la sangre; a
su lado, la liberalidad de la República de Weimar nos parecía
relajada, sospechosa y de ningún modo deseable.
•••
Para poder estar en contacto con mi contratista en todo
momento, alquilé un estudio de pintor situado en la
Behrenstrasse, a unos centenares de metros de la Cancillería del
Reich, e instalé allí mi despacho. Mis colaboradores, que eran
todos jóvenes, trabajaban desde la mañana hasta muy entrada la
noche, ignorando su vida privada. La comida del mediodía solía
ser sustituida por un par de bocadillos. Por fin, agotados,
53
terminábamos nuestra jornada tomando, hacia las diez de la
noche, un refrigerio en Pfälzer, una taberna cercana donde
repasábamos el trabajo del día.
Con todo, los grandes encargos todavía se hicieron esperar.
Hitler seguía confiándome pequeñas tareas urgentes, pues, al
parecer, consideraba que mi mejor cualidad era la rapidez con
que cumplía mis cometidos: las tres ventanas del despacho del
anterior canciller del Reich, situado en el primer piso, daban a la
Wilhemsplatz. Durante los primeros meses de 1933 era habitual
que se reuniera en aquella plaza una multitud que pedía a gritos
ver al Führer. En consecuencia, el despacho ya no servía para
trabajar. En cualquier caso, a Hitler nunca le había gustado:
—¡Demasiado pequeño! Ni siquiera uno de mis
colaboradores tendría bastante con estos sesenta metros
cuadrados. ¿Dónde puedo sentarme aquí con un invitado
oficial? ¿En aquel rincón, quizá? Y el escritorio también es
demasiado pequeño.
Hitler me encargó que preparara una sala que daba al jardín
para usarla como despacho. Durante cinco años se conformó
con ella, aunque siempre la consideró provisional. Incluso el
despacho del nuevo edificio de la Cancillería del Reich, que se
construiría en 1938, le pareció pronto insuficiente. La
Cancillería debía disponer antes de 1950 de un edificio
definitivo, que se levantaría siguiendo sus indicaciones y de
acuerdo con mis planos. En él se había previsto, para Hitler y
para los que lo sucedieran a lo largo de los siglos, un salón de
trabajo de 960 m2, dieciséis veces más amplio que el de sus
antecesores. Debo decir que, tras consultarlo con Hitler, adosé a
aquella sala un despacho privado; volvía a medir unos sesenta
metros cuadrados.
El antiguo despacho no debía volver a utilizarse para
trabajar, pues Hitler quería poder salir sin estorbos al «balcón
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histórico» que yo había hecho construir con la máxima urgencia
para que pudiera mostrarse desde allí a la multitud.
—La ventana me resultaba demasiado incómoda —me dijo
Hitler, satisfecho—. No se me podía ver desde todas partes. Al
fin y al cabo, tampoco iba a asomarme sacando todo el
cuerpo…
El arquitecto que había edificado la Cancillería del Reich, el
profesor Eduard Jobst Siedler, de la Escuela Técnica Superior de
Berlín, elevó una protesta por aquella intromisión, y Lammers,
jefe de la Cancillería del Reich, confirmó que nuestra manera de
proceder atentaba contra la propiedad intelectual de la obra.
Hitler rechazó sarcásticamente la objeción:
—Siedler ha estropeado toda la Wilhemsplatz. Esto parece
más el edificio administrativo de una empresa jabonera que el
centro del Reich. ¿Qué se ha creído? ¿Que encima me iba a
construir también el balcón?
Sin embargo, permitió que se resarciera al profesor
encargándole una obra.
Pocos meses después tuve que levantar un campamento de
barracones para los obreros de la autopista recién iniciada.
Hitler puso reparos a los alojamientos utilizados hasta entonces
y quiso que yo le presentara un modelo tipo para todos los
campamentos. Provistos de espacios decentes para cocina,
lavabos y duchas, una sala de esparcimiento y cabinas de dos
camas, no hay duda de que eran mucho mejores que los
habituales alojamientos de obra. Hitler se preocupó de aquella
construcción modelo hasta el menor detalle y me pidió que le
informara de la reacción de los trabajadores. Así era como yo me
había imaginado al caudillo nacionalsocialista.
Mientras se reformaba su residencia oficial, Hitler vivió en la
de su secretario de Estado, Lammers, en el último piso de la
Cancillería. Yo comía o cenaba allí a menudo. Por las noches
55
solía hallarse presente el personal que lo acompañaba siempre:
Schreck, su chófer desde hacía muchos años; el comandante de
la Escolta de las SS de Hitler, Sepp Dietrich; el jefe de prensa,
doctor Dietrich; los dos asistentes, Brückner y Schaub, así como
Heinrich Hoffmann, el fotógrafo de Hitler. La mesa estaba casi
siempre llena, pues era sólo para diez personas. En cambio,
solían acudir a las comidas del mediodía viejos compañeros de
lucha muniqueses, como Amann, Schwarz y Esser, o el jefe
regional Wagner; muchas veces estaba también Werlin, director
de la filial de Daimler-Benz en Munich y proveedor de los
automóviles de Hitler. Los ministros parecían presentarse en
muy contadas ocasiones; vi tan poco a Himmler como a Röhm
o a Streicher, y con más frecuencia a Goebbels y a Göring. Ya
entonces estaban excluidos los funcionarios que trabajaban en la
Cancillería. Así, por ejemplo, llamaba la atención que ni
siquiera Lammers fuera invitado nunca, a pesar de que se trataba
de su casa; seguramente había muy buenas razones para ello.
Y es que en aquel círculo Hitler glosaba con frecuencia los
acontecimientos del día. No se trata de que hiciera grandes
discursos, sólo era su forma de terminar el trabajo. Le gustaba
relatar cómo había conseguido librarse de la burocracia, que
amenazaba con dominarlo en sus actividades como canciller del
Reich:
—Durante las primeras semanas tuve que ocuparme hasta
de la menor pequeñez. Todos los días encontraba sobre la mesa
montones de expedientes que nunca disminuían, aunque
trabajara sin parar. ¡Hasta que corté radicalmente con aquella
insensatez! De haber seguido así, no habría logrado resultados
positivos, porque, sencillamente, no me dejaban tiempo para
reflexionar. Cuando me negué a examinar tanto expediente, me
dijeron que eso demoraría decisiones importantes. Pero era la
única manera de poder pensar en las cosas importantes que
dependen de mí. Debo ser yo quien determine por dónde tienen
56
que ir las cosas, y no los funcionarios quienes decidan lo que
tengo que hacer.
A veces también hablaba de sus viajes:
—Schreck era el mejor conductor que podía imaginar y
nuestro coche alcanzaba los ciento setenta. Viajábamos siempre
a gran velocidad. Sin embargo, en los últimos años le he
ordenado a Schreck que no pase de ochenta. ¡Es imposible
imaginar lo que ocurriría si me pasara algo! Nos divertía
especialmente acosar a los grandes coches americanos. Nos
quedábamos detrás de ellos hasta que los heríamos en su amor
propio. En comparación con los Mercedes, estos coches
americanos son una verdadera porquería. Su motor no lo
aguantaba, enseguida empezaba a fallar, y al final se veían
obligados a parar en la cuneta con la cara muy larga. ¡Les estaba
bien empleado!
Por las noches solía montarse un primitivo proyector para
pasar, después del noticiario semanal, uno o dos largometrajes.
En los primeros tiempos, los criados no sabían manejar bien el
aparato. Con frecuencia aparecía la figura cabeza abajo, o se
rompía la película; en aquella época, Hitler lo aceptaba con más
benevolencia que sus asistentes, quienes disfrutaban
demostrando a sus inferiores el poder que les otorgaba su jefe.
Hitler hablaba con Goebbels para elegir las películas, que
por lo general eran las mismas que se proyectaban en los cines
de Berlín. Las prefería ligeras, de amor o comedias. También
había que conseguir lo antes posible las películas en que
intervinieran Jannings y Rühmann, Henny Porten, Lil Dagover,
Olga Chekova, Zarah Leander o Jenny Jugo. Las películas
musicales que enseñaran mucha pierna tenían su entusiasmo
asegurado. Veíamos a menudo producciones extranjeras, incluso
las que le estaban negadas al público alemán. En cambio, no
había casi ninguna deportiva ni de montañismo, ni
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documentales sobre animales o paisajes, o que hablaran de países
extranjeros. Hitler tampoco tenía ningún interés en las películas
cómicas que a mí me gustaban, como las de Buster Keaton o
Charlie Chaplin. La producción alemana no bastaba ni con
mucho para suministrar las dos nuevas películas que se
necesitaban cada día, por lo que muchas se proyectaban varias
veces. Significativamente, nunca se repetían las de argumento
trágico, pero sí las que eran muy espectaculares o aquéllas en
que aparecían sus actores favoritos. Hitler mantuvo esa forma de
seleccionar las películas y la costumbre de ver una o dos cada
noche hasta el comienzo de la guerra.
Durante una de las comidas celebradas en invierno de 1933,
yo me sentaba al lado de Göring, quien preguntó:
—¿Está haciendo Speer su vivienda, mein Führer? ¿Es él su
arquitecto?
Aunque yo no lo era, Hitler dijo que sí.
—Entonces permítame que reforme también mi casa.
Hitler dio su consentimiento y Göring, después de comer,
sin preocuparse lo más mínimo de lo que yo tuviera que hacer,
me metió en su gran descapotable para llevarme a su casa como
si fuese un valioso trofeo de caza. Había escogido para instalarse
la antigua sede oficial del ministro prusiano de Comercio,
situada en uno de los parques que se extendían detrás de
Leipziger Platz; un palacio que el Estado prusiano había
levantado sin reparar en gastos antes de 1914.
Hacía sólo unos meses que la vivienda había sido reformada
a lo grande siguiendo las indicaciones del propio Göring y
utilizando dinero del Estado prusiano. Al inspeccionarla, Hitler
había dicho con desdén:
—¡Qué oscuridad! ¿Cómo se puede vivir en un sitio tan
oscuro? Compárelo usted con el trabajo de mi profesor: ¡todo
luminoso, claro y sencillo!
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En efecto, lo que encontré fue un romántico laberinto de
pequeñas habitaciones provistas de sombrías vidrieras, tapizadas
de pesado terciopelo y equipadas con toscos muebles de estilo
renacentista. Había una especie de capilla bajo el signo de la
esvástica, y el nuevo símbolo se encontraba también en los
techos, paredes y suelos de toda la casa. Parecía como si
constantemente tuvieran que ocurrir allí toda clase de
acontecimientos trágicos y solemnes.
Era típico de aquel sistema, que en eso se debía de parecer a
todas las sociedades autoritarias, que la crítica de Hitler
determinara la actuación de Göring, quien renunció en el acto a
la decoración que acababa de terminar y en la que seguramente
se habría sentido muy a gusto, pues se adecuaba a su manera de
ser:
—No hace falta que respete nada de esto; no quiero volver a
verlo. Haga usted lo que quiera, le encargo a la obra; pero tiene
que quedar como la del Führer.
Fue un encargo magnífico: como sucedía siempre en el caso
de Göring, el dinero no tenía ninguna importancia. Hice
derribar varios tabiques para convertir en cuatro habitaciones los
numerosos cuartos de la planta baja. La mayor de ellas, su
despacho, medía unos 140 m2 casi como el de Hitler. Se añadió
al conjunto un anexo ligero construido con una estructura de
bronce acristalada. El bronce era un bien escaso que se
comercializaba como tal, y su empleo abusivo se castigaba con
penas muy duras; pero eso no afectó a Göring lo más mínimo.
Estaba entusiasmado y en las inspecciones estaba contento,
resplandeciente como un niño el día de su cumpleaños, e iba
frotándose las manos y riendo.
Los muebles de Göring se correspondían con su
corpulencia. Tenía un viejo y enorme escritorio renacentista y
una butaca cuyo respaldo sobresalía muy por encima de su
59
cabeza; probablemente se tratara del trono de un antiguo
soberano. Hizo colocar en la mesa del despacho dos candelabros
de plata con grandes pantallas de pergamino, además de una
gran fotografía de Hitler: como el original que éste le había
regalado no le pareció lo bastante imponente, lo hizo ampliar
varias veces, y todos sus visitantes se maravillaban por aquel
honor especial, pues en los círculos gubernamentales y del
Partido se sabía que la fotografía que Hitler regalaba a sus
paladines, en un marco de plata diseñado especialmente por la
señora Troost, era siempre del mismo tamaño.
Se colgó un cuadro de grandes dimensiones en el vestíbulo,
cerca del techo para dejar sitio a las aberturas que requería una
sala de proyecciones situada en la habitación contigua. El
cuadro me era familiar. En efecto, después me enteré de que
Göring, con su habitual resolución, había ordenado a «su»
director prusiano del Kaiser-Friedrich-Museum que hiciera
llevar a su casa la célebre pintura de Rubens Diana en la caza del
ciervo, una de las principales obras maestras del museo.
Durante la reforma, Göring habitó en el edificio de
enfrente, el palacio del presidente del Reichstag, una
construcción del principio del siglo XX con fuertes
reminiscencias de un pretencioso rococó. Era allí donde tenían
lugar nuestras conversaciones respecto a su sede definitiva. Solía
hallarse presente uno de los directores de la refinada Asociación
de Talleres, el señor Päpke, un caballero mayor, de pelo gris,
deseoso de agradar a Göring, aunque se sentía intimidado por la
forma seca y rotunda con que éste acostumbraba tratar a sus
subordinados.
Un día estábamos con Göring en una habitación cuyas
paredes, decoradas en el estilo neorrococó de la época
guillermina, estaban cubiertas de arriba abajo de rosas en
bajorrelieve: aquello era horroroso. Incluso Göring lo sabía
60
cuando comenzó a preguntar:
—¿Qué le parece esta decoración, señor director? No está
mal, ¿verdad?
En lugar de contestar «es horrible», el viejo caballero se
sintió inseguro y, no queriendo ponerse a mal con su elevado
patrón y cliente, dio una respuesta evasiva. Göring se olió al
instante la ocasión de hacer una broma y me guiñó un ojo para
obtener mi complicidad:
—Pero, señor director, ¿no le gusta esto? Mi deseo es que
usted me decore de esta forma todas las habitaciones. Ya lo
hemos hablado, ¿no es verdad, señor Speer?
—Sí, naturalmente, los diseños ya están en marcha.
—Bueno, pues ya lo ve, señor director, éste va a ser nuestro
nuevo estilo. Estoy seguro de que le gusta.
El director apartó la cara, su conciencia artística hizo que la
frente se le perlara de sudor y la perilla le temblaba de
nerviosismo. Ahora a Göring se le había metido en la cabeza
obligar al anciano a pronunciarse:
—Vamos a ver, ahora fíjese con atención en esta pared. Vea
lo maravillosamente bien que trepan las rosas, como en una
rosaleda al aire libre. ¿Y no es usted capaz de entusiasmarse por
algo así?
—Claro que sí, claro que sí —opinó tímidamente el
hombre, desesperado.
—Usted, como prestigioso entendido en arte, tendría que
estar entusiasmado con una obra como ésta. Dígame, ¿no lo
encuentra precioso?
Göring continuó con el juego hasta que el director cedió y
simuló el entusiasmo que se le exigía.
—¡Así son todos! —exclamó después Göring, lleno de
desprecio.
61
En efecto: así eran todos, y entre ellos también había que
contar al propio Göring, quien, durante las comidas en casa de
Hitler, no cesaba de contar lo clara y amplia que iba a ser su
vivienda, «exactamente como la suya, mein Führer».
Si Hitler hubiese ordenado poner rosas trepadoras en las
paredes de sus habitaciones, también Göring las habría exigido.
•••
Así, en invierno de 1933, es decir, sólo unos meses después
de aquella primera comida en casa de Hitler, fui acogido en su
círculo más íntimo. Aparte de mí, eran muy pocos los que
recibían tal trato de preferencia. No había duda de que yo era
del especial agrado de Hitler, aunque soy reservado y poco
hablador por naturaleza. Muchas veces me he preguntado si
proyectó en mí su frustrado sueño juvenil de convertirse en un
gran arquitecto. Sin embargo, dado el comportamiento a
menudo puramente intuitivo de Hitler, es difícil encontrar una
explicación satisfactoria para su evidente simpatía.
Yo aún estaba muy lejos de mi posterior línea clasicista.
Casualmente se han conservado los planos que presenté a un
concurso, convocado en otoño de 1933, para la construcción de
una Escuela de Mandos del NSDAP en Munich-Grünwald; en él
pudieron participar todos los arquitectos alemanes. Si bien el
conjunto ya quiere ser representativo y está orientado hacia un
eje dominante, todavía recurre a la contención que había
aprendido de Tessenow.
Hitler examinó con Troost y conmigo los planos del
concurso antes de que se adjudicara. Según es norma en los
concursos, los proyectos se entregaban de forma anónima.
Naturalmente, el mío no salió elegido. Sólo después de haberse
otorgado el premio y despejarse la incógnita, Troost destacó mi
proyecto en una reunión de trabajo; y Hitler, para mi asombro,
todavía recordaba perfectamente los dibujos, a pesar de que sólo
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los había visto durante un par de segundos entre otros cientos.
Acogió en silencio el elogio de Troost; probablemente vio claro
entonces que yo aún estaba muy lejos de ser el arquitecto que él
imaginaba.
Hitler iba a Munich cada dos o tres semanas, y se hizo
habitual que yo lo acompañara. Solía ir directamente desde la
estación al estudio del profesor Troost. En el tren, Hitler
hablaba con gran animación de los dibujos que el «profesor»
tendría concluidos:
—Habrá modificado el plano de la planta baja de la Haus
der Kunst. Tenía que hacer algunas mejoras… ¿Estarán ya
diseñados los detalles del comedor? Luego quizá podamos ver
los bocetos de las esculturas de Wackerle.
El estudio se hallaba en un descuidado patio trasero de la
Theresienstrasse, no lejos de la Escuela Técnica Superior. Había
que subir dos pisos por una escalera desnuda, sin pintar desde
hacía años. Troost, consciente de su posición, nunca salía a
recibir a Hitler a la escalera ni lo acompañaba cuando se
marchaba. Hitler lo saludaba en la antesala:
—Me muero de impaciencia, señor profesor. Muéstrenos las
novedades.
Después de decir esto, Hitler y yo pasábamos al local de
trabajo, donde Troost, siempre seguro de sí mismo y reservado,
mostraba sus planos y sus bocetos. Con todo, al primer
arquitecto de Hitler no le fue mejor de lo que más tarde me iría
a mí: Hitler pocas veces se dejaba llevar por el entusiasmo.
A continuación, la «señora del profesor» nos presentaba
muestras del color de las telas y de la pintura de las paredes que
habrían de decorar las estancias del Führerbau de Munich,
combinados de una manera discreta y elegante; en realidad,
demasiado discreta para el gusto de Hitler, de tendencia
efectista. Pero le agradaban. Era evidente que lo atraía la
63
equilibrada y discreta atmósfera burguesa que estaba de moda en
la alta sociedad. Siempre transcurrían dos horas o más, y
finalmente Hitler se despedía, de forma breve pero cordial, para
dirigirse por fin a su propio domicilio. Antes de hacerlo me
decía:
—A comer en el Osteria.
A la hora habitual, sobre las dos y media, me encaminaba al
Osteria Bavaria, un pequeño restaurante de artistas que adquirió
una fama inesperada al convertirse en el local que frecuentaba
Hitler. Una tertulia de artistas de largas melenas y barbas
imponentes rodeando a Lenbach o a Stuck parecía más propia
de aquel lugar que Hitler con su séquito, siempre bien vestido o
uniformado. Se sentía a gusto allí; estaba claro que, como
«artista que no había podido llegar a serlo», le agradaba aquel
ambiente al que un día quiso pertenecer y que ahora había
perdido y superado a un tiempo.
No era raro que el limitado número de invitados tuviera que
esperar a Hitler horas enteras: un asistente; el jefe regional de
Baviera, Wagner, en caso de que ya hubiera dormido la mona;
por supuesto, su sempiterno acompañante y fotógrafo oficial
Hoffmann, que a aquellas horas del día podía estar ya algo
alcoholizado; muchas veces la simpática Miss Mitford y en
ocasiones, aunque muy raramente, un pintor o un escultor.
También asistía el doctor Dietrich, jefe de Prensa del Reich, y
nunca faltaba Martin Bormann, el secretario de apariencia
insignificante de Rudolf Hess. En la calle esperaban unos
cientos de personas que sabían por nuestra presencia que iba a
venir «él».
En cierto momento se producía un gran júbilo en el
exterior, y Hitler se acercaba a nuestro rincón, protegido por un
tabique de media altura. Cuando el tiempo era bueno, nos
sentábamos en el patio, que era pequeño y semejaba una
64
glorieta. El dueño del restaurante y las dos camareras recibían
un saludo jovial:
—¿Qué hay de bueno hoy? ¿Ravioli? Si no estuvieran tan
buenos… ¡Demasiado tentador! —Hitler chasqueaba los dedos
—. Su restaurante estaría muy bien, señor Deutelmoser, si no
fuera por mi línea. Se olvida usted de que el Führer no puede
comer todo lo que le apetece.
A continuación examinaba la carta durante mucho rato y
terminaba eligiendo los ravioli.
Cada cual pedía lo que le agradaba: filete, gulasch, y también
el buen vino de Hungría; a pesar de las bromas ocasionales de
Hitler sobre los «devoradores de carroña» y «tragavinos», allí se
disfrutaba de todo sin empacho alguno. Se estaba entre amigos.
Imperaba un acuerdo tácito: no hablar de política. La única que
lo hacía era Miss Mitford, que en los años de tensión que
siguieron luchó tenazmente en defensa de su patria y suplicó
con frecuencia a Hitler que llegara a un acuerdo con Inglaterra.
A pesar de la reserva y el rechazo de Hitler, la mujer no cejó
nunca en su empeño. Más tarde, en septiembre de 1939, el día
en que Inglaterra nos declaró la guerra, intentó suicidarse con
una pistola demasiado pequeña en el Jardín Inglés de Munich.
Hitler la puso en manos de los mejores especialistas de la ciudad
y después la hizo trasladar a Inglaterra, a través de Suiza, en un
coche especial.
El tema principal de las comidas era siempre la visita
matutina al profesor. Hitler alababa exageradamente lo que
había visto. Había retenido todos los detalles en la memoria sin
esfuerzo alguno. En cierto modo, su relación con Troost era la
de un discípulo respecto a su maestro. Me recordaba mi
admiración incondicional por Tessenow.
Aquel rasgo del carácter de Hitler me agradaba mucho. Me
asombraba que aquel hombre, tan adorado por quienes lo
65
rodeaban, aún fuera capaz de sentir una especie de veneración
por otra persona. Hitler, que se sentía arquitecto, respetaba en
este campo la superioridad del especialista. En política nunca
habría actuado así.
Nos contó con franqueza que había conocido a Troost
gracias a los Bruckmann, una cultivada familia de editores de
Munich. Según sus propias palabras, cuando vio los trabajos de
Troost «era como si se le hubiese caído la venda de los ojos».
—Ya no podía soportar lo que había estado dibujando hasta
entonces. ¡Qué suerte tuve al conocer a este hombre!
Desde luego, fue una suerte. Más vale no imaginar cuál
habría sido el gusto arquitectónico de Hitler sin la influencia de
Troost. En una ocasión me mostró su cuaderno de bocetos de
los primeros años veinte. Vi borradores de obras monumentales
que imitaban el estilo neobarroco de la Ringstrasse de Viena,
propio de la década de los años noventa del siglo XIX. Resultaba
singular que esos proyectos se alternaran con dibujos de armas y
buques de guerra.
En comparación con aquello, la arquitectura de Troost
resultaba incluso pobre. Su influencia sobre Hitler fue, de todos
modos, episódica. Hitler alabó hasta el final a los arquitectos y
las obras que le habían servido de modelo para sus antiguos
bocetos, como la gran Ópera de París, de Charles Garnier
(1816-1874), de la que decía:
—Su escalinata es la más hermosa del mundo. Cuando las
damas bajan por ella con sus exquisitos tocados, flanqueadas por
filas de hombres uniformados… ¡Señor Speer, tenemos que
construir algo así!
También sentía un enorme entusiasmo por la Ópera de
Viena:
—Es el teatro de ópera más maravilloso del mundo, con una
acústica excelente. Cuando yo, de joven, me sentaba en el
66
último piso…
Sobre uno de los dos arquitectos de esta obra, Van der Nüll,
Hitler contaba lo siguiente:
—Creía que su Ópera le había salido mal. Mire usted,
estaba tan desesperado que se disparó un balazo en la cabeza el
día antes de la apertura. Sin embargo, la inauguración fue el
mayor de sus éxitos: ¡todo el mundo alabó al arquitecto!
No era raro que en tales ocasiones acabara por comentar los
difíciles momentos por los que había pasado, y cómo siempre lo
había salvado un giro favorable de los acontecimientos.
—No hay que ceder nunca —terminaba diciendo.
Sus preferencias se inclinaban de manera especial por los
numerosos teatros de Hermann Helmer (1849-1919) y
Ferdinand Fellner (1847-1916), que a finales del siglo XIX no
sólo proveyeron de teatros tardobarrocos Austria-Hungría, sino
también Alemania, siguiendo siempre el mismo esquema. Hitler
sabía en qué ciudades se hallaban sus obras, y más adelante hizo
restaurar el descuidado teatro de Augsburgo.
Sin embargo, también apreciaba a los arquitectos más
austeros del XIX, como Gottfried Semper (1803-1879), que
construyo la Ópera y la Pinacoteca de Dresde y el Palacio
Imperial y los museos de la Corte en Viena, y Theophil Hansen
(1803-1883), que levantó en Atenas y en Viena notables
edificios neoclásicos. En 1940, en cuanto las tropas alemanas
tomaron Bruselas, tuve que dirigirme a esta capital para
examinar el gigantesco Palacio de Justicia de Poelaert
(1817-1879), que entusiasmaba a Hitler, aunque, como la
Ópera de París, sólo lo conocía por los planos. A mi regreso me
pidió toda clase de detalles sobre el edificio.
Ése era el mundo arquitectónico de Hitler. Con todo, el
estilo que más lo atraía era el mismo neobarroco ostentoso que
Guillermo II quiso que Ihne, su arquitecto de corte, cultivara.
67
En el fondo sólo se trataba de un «barroco decadente» parecido
al que acompañó al ocaso del Imperio Romano. Así, en
arquitectura, al igual que en pintura y escultura, Hitler seguía
atrapado en el ambiente de su juventud, situado entre 1880 y
1910, que prestó sus especiales características tanto a su gusto
artístico como a sus ideas políticas.
Hitler era muy contradictorio. Por ejemplo, podía hablar
con entusiasmo de sus modelos vieneses, que seguramente había
conocido de joven, para explicar a continuación:
—No supe lo que era la arquitectura hasta que conocí a
Troost. Cuando empecé a tener algo de dinero, me iba
comprando, uno tras otro, muebles diseñados por él, examinaba
sus obras, la decoración del Europa, y siempre me sentí
agradecido al destino que, bajo la forma de la señora
Bruckmann, me puso en contacto con este maestro. Cuando el
Partido dispuso de más medios, le encargué reformar y
amueblar la Braunes Haus. Ya ha visto usted el resultado.
¡Cuántas dificultades me causó! Esos pequeñoburgueses del
Partido lo encontraban demasiado caro. ¡Y cuántas cosas no
habré aprendido del profesor mientras hacía esa reforma!
Paul Ludwig Troost era un westfaliano alto y delgado.
Reservado en el hablar, de sobrios ademanes, pertenecía a un
grupo de arquitectos, entre los cuales se contaban también Peter
Behrens, Joseph M. Olbrich, Bruno Paul y Walter Gropius, que
antes de 1914 impulsaron un movimiento que, como reacción
ante la profusión ornamental del Jugendstil, propugnaba la
contención arquitectónica y la ausencia de ornamentación y
defendía un tradicionalismo espartano unido a elementos de la
arquitectura moderna. Aunque Troost había tenido éxitos
ocasionales en algunos concursos, antes de 1933 nunca llegó a
formar parte del grupo de los mejores.
En realidad no existía un «estilo del Führer», por mucho que
68
la prensa del Partido hablara de él sin cesar. Lo que se
constituyó como arquitectura oficial del Reich era únicamente el
neoclasicismo transmitido por Troost, que más adelante, al
multiplicarlo, transformarlo, exagerarlo o incluso desfigurarlo,
sería deformado hasta el ridículo. Hitler creía haber encontrado
en las tribus dóricas algunos puntos de conexión con su mundo
germánico, lo que hacía que apreciara más el carácter
supratemporal del estilo clasicista. Aun así, sería una
equivocación buscar en Hitler un estilo arquitectónico con base
ideológica. Eso no habría respondido a su pragmatismo.
•••
No hay duda de que Hitler perseguía un fin determinado al
llevarme con él regularmente a Munich para examinar las obras.
Estaba claro que pretendía hacer también de mí un discípulo de
Troost. Yo siempre estaba dispuesto a aprender y, desde luego,
Troost me enseñó muchas cosas. La arquitectura de mi segundo
maestro, rica aunque sobria a causa de su limitación a los
elementos formales más simples, influyó en mí de una manera
decisiva.
La prolongada conversación de sobremesa del Osteria había
terminado ya.
—El profesor me ha dicho hoy que están desencofrando la
escalera del Führerbau. Me muero de impaciencia. Brückner,
haga traer el coche. Vamos a verlo ahora mismo. Usted vendrá
conmigo, ¿verdad?
Se dirigió directamente a la caja de la escalera del edificio, la
miró desde abajo, desde la galería, desde la escalera, volvió a
subir y se mostró entusiasmado. Inspeccionamos la obra desde
todos los ángulos y Hitler demostró una vez más su
conocimiento exacto de todos los detalles y todas las medidas, lo
que dejó estupefactos a los que estaban trabajando allí.
Complacido por los progresos de la obra y satisfecho consigo
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mismo por ser la causa y el motor de aquella edificación, se
dirigió al próximo objetivo: la villa de su fotógrafo en MunichBogenhausen.
Cuando hacía buen tiempo, el café se servía en el pequeño
jardín de esta casa, que, rodeado por los jardines de los edificios
colindantes, no tendría más de unos doscientos metros
cuadrados. Hitler trataba de resistirse a los pasteles, pero siempre
terminaba por aceptar una pequeña porción después de hacer
muchos cumplidos a la señora de la casa. Cuando lucía el sol,
podía ocurrir que el Führer y canciller del Reich se quitara la
americana y se tendiera en el césped en mangas de camisa. Con
los Hoffmann se sentía como en su casa. En una ocasión pidió
un volumen de Ludwig Thoma, eligió un fragmento y nos lo
estuvo leyendo en voz alta.
Lo complacían especialmente los cuadros que el fotógrafo le
enviaba para que eligiese alguno. Al principio me quedé
asombrado al ver lo que Hoffmann presentaba a Hitler y lo que
merecía su aprobación. Con el tiempo me fui acostumbrando,
aunque nadie logró disuadirme de seguir coleccionado paisajes
del primer romanticismo, de Rottmann, Fries o Kobell, por
ejemplo.
Uno de los pintores preferidos de Hitler y Hoffmann era
Eduard Grützner, que con sus monjes y bodegueros aficionados
al vino cuadraba mejor con la forma de vivir del fotógrafo que
con la del abstemio Hitler, quien contemplaba aquellas obras
desde el punto de vista «artístico»:
—¿Cómo? ¿Sólo cuesta cinco mil marcos?
Lo más seguro es que el valor comercial del cuadro no
superara los dos mil.
—¿Sabe usted, Hoffmann? ¡Es una verdadera ganga! ¡Fíjese
usted en estos detalles! A Grützner no se lo aprecia en absoluto
como merece.
70
La siguiente obra de este pintor le costó bastante más.
—Es simplemente que aún no ha sido descubierto. Al fin y
al cabo, tampoco Rembrandt valía nada hasta varios decenios
después de su muerte. En su tiempo, sus cuadros eran casi
regalados. Créame usted, algún día este Grützner valdrá tanto
como un Rembrandt. Ni siquiera Rembrandt habría sabido
pintar esto mejor.
Hitler consideraba que la última parte del siglo XIX había
constituido una de las principales épocas culturales de la
humanidad en todas las esferas artísticas; en su opinión, sólo la
falta de perspectiva histórica impedía reconocerlo. Pero esta
valoración positiva se detenía ante el impresionismo, mientras
que el naturalismo de un Leibl o un Thoma casaba a la
perfección con sus bienpensantes inclinaciones artísticas. Para él,
Makart era el más grande, aunque también apreciaba mucho a
Spitzweg. En este segundo caso yo podía comprender su
preferencia, si bien lo que Hitler admiraba era menos la
pincelada generosa y muchas veces impresionista de la obra de
este pintor que su adscripción a un género pequeñoburgués y el
humor benevolente con que ironizaba sobre la provinciana
Munich de su tiempo.
El fotógrafo se sintió turbado y sorprendido cuando salió a
la luz que un falsificador se había aprovechado de aquella afición
a Spitzweg. Al principio a Hitler lo intranquilizó no saber cuáles
de las pinturas que tenía de él eran auténticas, pero pronto se
sobrepuso a la duda y dijo con malignidad:
—¿Sabe usted? Algunos de los Spitzweg que cuelgan en casa
de Hoffmann son falsos, lo he notado. Pero dejémosle la ilusión
—añadió con el acento bávaro que Hitler gustaba de adoptar
cuando se hallaba en Munich.
Visitaba con frecuencia el salón de té Carlton, un local
seudolujoso con copias de muebles de estilo y arañas de cristal
71
falso. El local le gustaba porque allí los muniqueses lo dejaban
tranquilo y no lo importunaban con aplausos y pidiéndole
autógrafos, como solía ocurrirle en otros sitios. A menudo me
llamaban desde el domicilio de Hitler a altas horas de la noche:
—El Führer se dirige al Café Heck y le ruega que vaya usted
también.
Entonces tenía que saltar de la cama, sabiendo que no
habría manera de regresar antes de las dos o las tres de la
madrugada.
De vez en cuando Hitler se disculpaba:
—Me acostumbré a estas largas veladas en mis años de
lucha. Después de las reuniones tenía que encontrarme con los
viejos camaradas, y además mis discursos solían animarme tanto
que no habría podido dormir hasta la madrugada.
Al contrario que el Carlton, el Café Heck estaba decorado
con sencillas sillas de madera y mesas de hierro. Era el antiguo
café del Partido, el local en el que Hitler solía reunirse con sus
camaradas de lucha. Sin embargo, después de 1933 no volvió a
hacerlo, a pesar de la adhesión que le habían demostrado
durante tantos años. Esperaba encontrarme con un estrecho
círculo de amigos muniqueses, pero vi que no lo tenía. Al
contrario, Hitler se mostraba más bien malhumorado cuando
uno de los antiguos camaradas deseaba hablarle, y casi siempre
encontraba algún pretexto para rechazar sus peticiones o
demorar el momento de atenderlas. Le parecía que no siempre
guardaban las distancias que él, aunque siguiera mostrándose
amable, empezaba a considerar adecuadas. Creían haberse
ganado el derecho a la intimidad con Hitler, por lo que se
permitían familiaridades que no se ajustaban al papel histórico
que se había atribuido.
Era muy raro que Hitler visitara a alguno de los viejos
camaradas. Ellos, entretanto, se habían apropiado de villas
72
señoriales y la mayoría disfrutaba de cargos importantes. Su
única reunión fue la que se celebró en el Bürgerbráukeller con
motivo del aniversario del intento de golpe de estado del 9 de
noviembre de 1923. Sorprendentemente, a Hitler el
reencuentro no le hacía la menor ilusión, y solía mostrar su
disgusto por aquel compromiso.
Después de 1933 se habían constituido con bastante rapidez
diversos ambientes que se mantenían alejados unos de otros,
rivalizaban entre sí y se desdeñaban. Alrededor de cada nuevo
dignatario se formaba enseguida un estrecho círculo de personas
que parecían sentir una mezcla de desagrado y desprecio hacia
los otros grupos. Así, Himmler trataba casi exclusivamente con
su séquito de las SS, donde contaba con una veneración sin
reservas. Göring tenía a su alrededor una horda de
incondicionales, constituida por sus familiares más próximos y
sus más estrechos colaboradores y asistentes. Goebbels se sentía
a sus anchas rodeado de admiradores procedentes del campo de
la literatura y del cine. Hess se mantenía ocupado con los
problemas de la medicina homeopática, era aficionado a la
música de cámara y tenía conocidos excéntricos, aunque
interesantes.
Como intelectual, Goebbels miraba por encima del hombro
a los incultos pequeñoburgueses de los grupos dirigentes de
Munich, quienes, a su vez, se mofaban de las ambiciones
literarias del vanidoso doctor. Por su parte, Göring no
consideraba que estuvieran a su altura ni los pequeñoburgueses
de Munich ni Goebbels, por lo que evitaba toda relación social
con ellos, mientras que Himmler, debido a las ideas elitistas de
las SS, que se traslucían en su predilección por los hijos de
príncipes y condes, se consideraba muy por encima de todos los
demás. Al fin y al cabo, también Hitler tenía un entorno de
íntimos que iba con él a todas partes y que siempre estaba
compuesto por las mismas personas: chóferes, fotógrafo, piloto y
73
secretarios.
Si bien Hitler unía políticamente estos círculos tan diversos,
un año después de la toma del poder Himmler, Göring o Hess
no estaban presentes en sus comidas o en sus proyecciones lo
bastante a menudo para que se pudiera hablar de una sociedad
del nuevo régimen. Y cuando acudían, su interés estaba tan
concentrado en Hitler y en su favor que no se llegaban a
producir contactos con los otros grupos.
Es cierto que Hitler tampoco fomentaba la cohesión social
del grupo dirigente. Cuando, posteriormente, la situación se
hizo cada vez más crítica, tendió a observar con mayor
desconfianza aún los distintos intentos de aproximación. Sólo
cuando todo hubo terminado, y estando en cautividad, los
líderes de estos microcosmos cerrados que lograron sobrevivir se
reunieron por primera vez en un hotel de Luxemburgo, aunque
hay que admitir que lo hicieron a la fuerza.
En la época de la que hablo, Hitler se ocupaba poco de los
asuntos estatales o del Partido mientras estaba en Munich,
menos todavía que cuando se hallaba en Berlín o en el
Obersalzberg. Por lo general, sólo disponía de una o dos horas al
día para las consultas. La mayor parte del tiempo lo empleaba en
vagabundear y deambular por obras en construcción, estudios,
cafés y restaurantes, mientras dirigía largos monólogos siempre
al mismo entorno, que ya conocía demasiado bien unos temas
que eran siempre los mismos y que hacía esfuerzos para ocultar
su aburrimiento.
•••
Después de pasar dos o tres días en Munich, Hitler solía
ordenar que se preparara el viaje hacia la «montaña».
Recorríamos las polvorientas carreteras secundarias en varios
coches descapotables. La autopista de Salzburgo, cuya
construcción tenía carácter preferente, aún no estaba terminada.
74
Solíamos tomar el almuerzo, consistente en un nutritivo pastel
al que Hitler casi nunca podía resistirse, en una posada rural de
Lambach, a orillas del Chiemsee. A continuación, los ocupantes
del segundo y el tercer automóvil seguían tragando polvo dos
horas más, pues la columna marchaba bastante cerrada. Después
de Berchtesgaden seguíamos por una empinada carretera de
montaña llena de baches hasta que por fin llegábamos a la
pequeña y acogedora casa de madera que Hitler tenía en el
Obersalzberg, de tejado llamativo y modestas habitaciones: un
comedor, una pequeña sala de estar y tres dormitorios. Los
muebles procedían de la época del patrioterismo decimonónico
alemán y daban a la vivienda un aire de pequeña burguesía
acomodada. Una jaula dorada con un canario, un ficus y un
cacto contribuían a reforzar esta impresión. Había objetos de
gusto dudoso decorados con esvásticas, símbolo que también
figuraba en varios cojines bordados por sus seguidoras,
combinado a veces con un amanecer o con la leyenda «fidelidad
eterna». Hitler, embarazado, me decía:
—Ya sé que estas cosas no son bonitas; de hecho, la mayoría
son regalos. Pero no quiero desprenderme de ellas.
No tardaba en salir de su dormitorio ataviado con una ligera
chaqueta bávara de lino celeste, combinada con una corbata
amarilla, en vez de su americana. Por lo general, comenzaba a
hablar enseguida de sus planes constructivos.
Al cabo de unas horas llegaba un pequeño Mercedes cerrado
con sus dos secretarias, la señorita Wolf y la señorita Schröder.
Solían venir acompañadas de una sencilla muchacha muniquesa,
más agradable que bonita, de apariencia modesta. Nada hacía
pensar que pudiera tratarse de la amante de un soberano: Eva
Braun.
Aquel coche cerrado no podía ir jamás en la columna oficial,
pues no debía ser relacionado con Hitler. Al mismo tiempo, las
75
secretarias que viajaban en él servían para encubrir la llegada de
la amante. Me sorprendió que Hitler y ella evitaran hacer
cualquier cosa que pudiera revelar una relación íntima…, para
después, ya entrada la noche, terminar subiendo juntos al
dormitorio. Nunca he comprendido la razón de mantener las
distancias de una forma tan inútil y forzada incluso en aquel
círculo íntimo, para el que no podía pasar inadvertida su
relación.
Eva Braun adoptaba una actitud distante con todas las
personas del entorno de Hitler. Yo tampoco fui una excepción,
aunque su conducta hacia mí se transformó con el paso de los
años. Cuando nos conocimos más a fondo, me di cuenta de que
su reserva, que muchos interpretaban como arrogancia, no era
sino timidez: sabía perfectamente lo equívoca que era su
posición en la corte de Hitler.
En nuestros primeros años de relación, Hitler vivía sólo en
la casa con Eva Braun, un asistente y un criado. Los cinco o seis
invitados, entre ellos Martin Bormann y el jefe de prensa del
Reich, Dietrich, así como las dos secretarias, nos alojábamos en
una pensión cercana.
La elección del Obersalzberg como lugar de residencia
parecía hablar del amor de Hitler por la naturaleza. Sin
embargo, en eso me equivocaba. Aunque muchas veces
admiraba la belleza de alguna vista, solía atraerlo más el poder
de los abismos que la agradable armonía de un paisaje. Puede
que sintiera más de lo que expresaba. Me llamó la atención que
las flores no le gustaran demasiado; las valoraba sobre todo
como elemento decorativo. Cuando hacia 1934 una delegación
de la organización femenina de Berlín quiso recibir a Hitler en
la estación de Anhalt y entregarle un ramo de flores, la jefa de la
delegación llamó por teléfono a Hanke, secretario del ministro
de Propaganda, para averiguar cuál era la flor preferida de
76
Hitler. Hanke me dijo:
—He telefoneado a todo el mundo, he preguntado a los
asistentes, y nada. ¡No tiene ninguna flor favorita! —Tras
reflexionar un momento, prosiguió—: ¿Qué opina usted, Speer?
¿Y si decimos que es el edelweiss? Creo que eso será lo mejor.
Por una parte, es poco corriente, y además procede de las
montañas de Baviera. ¡Diremos que es ésta, y asunto concluido!
Desde aquel momento, el edelweiss fue oficialmente la «flor
del Führer». Esto demuestra con cuánta independencia actuaba
a veces la propaganda del Partido al configurar la imagen de
Hitler.
Hitler hablaba a menudo de las grandes excursiones de
montaña que, según decía, había realizado en otros tiempos.
Bien es verdad que habrían sido insignificantes para un
alpinista. No le gustaban el montañismo ni el esquí alpino:
—¿Cómo puede haber alguien que encuentre placer en
prolongar artificialmente el espantoso invierno quedándose en
las alturas?
Su aversión por la nieve se puso de manifiesto una y otra vez
mucho antes de la catastrófica campaña de invierno de
1941-1942.
—Si por mí fuera, prohibiría esta clase de deporte, pues
provoca muchos accidentes. Pero estos locos son la cantera de
las tropas de montaña.
De 1934 a 1936, Hitler todavía daba largos paseos por los
senderos públicos de montaña, acompañado de sus invitados y
de dos o tres funcionarios de policía, vestidos de paisano, que
pertenecían a su escolta. Eva Braun podía acompañarlo en estos
paseos, aunque sólo junto a las dos secretarias, al final de la
columna.
Ser llamado por Hitler a la cabeza de la columna era
considerado un privilegio, aunque la conversación con él fluía
77
con mucha lentitud. Al cabo de aproximadamente media hora,
Hitler cambiaba de compañero:
—¡Tráigame al jefe de prensa!
Y el acompañante debía reunirse con los demás. La
excursión se hacía a paso vivo. Muchas veces nos encontrábamos
a otros paseantes, que se detenían al borde del camino y
saludaban a Hitler con veneración. A veces, sobre todo las
mujeres, hacían acopio de valor y le hablaban, y él les respondía
con algunas palabras amables.
A veces la meta era el Hochlenzer, una pequeña posada de
montaña, o bien el Scharitzkehl, a una hora de camino, donde
se podía beber cerveza o un vaso de leche en sencillas mesas de
madera al aire libre. Muy raramente las excursiones eran más
largas. Una vez hicimos una con el capitán general Von
Blomberg, general en jefe de la Wehrmacht. Tuvimos que
mantenernos a una cierta distancia, y supusimos que hablaban
sobre todo de cuestiones militares. Cuando nos detuvimos en el
claro de un bosque, Hitler ordenó a su criado que extendiera la
manta en un lugar alejado del grupo y se tendió en ella con el
capitán general. La imagen parecía pacífica y no resultaba nada
sospechosa.
En una ocasión fuimos en coche hasta el Königsee y desde
allí, en una barca motora, a la península de Bartholomä; otro
día hicimos una excursión de tres horas hasta el Königsee,
pasando por el Scharitzkehl. El último tramo tuvimos que
hacerlo sorteando a los numerosos paseantes, atraídos por el
buen tiempo. Al principio casi nadie reconoció a Hitler, que
llevaba su traje rural bávaro, ya que no imaginaban que estuviera
entre los caminantes. Sólo poco antes de llegar a nuestra meta, la
hospedería Schiffmeister, se formó una gran aglomeración de
entusiastas que poco a poco habían comprendido con quién se
habían tropezado y siguieron a nuestro grupo muy excitados.
78
Logramos alcanzar la puerta de la hospedería, precedidos a toda
prisa por Hitler, cuando la creciente multitud estaba a punto de
rodearnos. Permanecimos sentados ante un café y un trozo de
pastel mientras la gran plaza se iba llenando. Hitler no subió al
coche descapotable hasta que llegaron refuerzos de la escolta. De
pie junto al chófer sobre el asiento delantero plegado, con la
mano izquierda apoyada en el parabrisas, pudieron verlo incluso
los que se encontraban más lejos. En tales momentos, el
entusiasmo se volvía frenético; la larga espera se había visto
premiada por fin. El automóvil iba precedido por dos hombres
de la escolta y flanqueado por otros seis, tres a cada lado,
mientras el vehículo se abría camino despacio entre la gente.
Como casi siempre, yo iba en el asiento plegable, justo detrás de
Hitler, y nunca olvidaré aquella explosión de júbilo, la
embriaguez que expresaban tantísimos rostros. En sus primeros
años de gobierno, estas escenas se repetían en cualquier sitio al
que Hitler llegara o en el que tuviera que estacionar un rato el
coche. No las provocaba la manipulación retórica de las masas,
sino que era única y exclusivamente el efecto de su presencia.
Mientras que por lo general los distintos individuos que
formaban la multitud sólo sucumbían unos segundos a aquellos
transportes, Hitler estaba expuesto a ellos de continuo. En aquel
tiempo me parecía admirable que, a pesar de ello, mantuviera la
naturalidad en sus relaciones personales.
Quizá resulte comprensible: también yo me sentía arrastrado
por aquellos raptos de veneración. Pero aún me subyugaba
mucho más hablar, minutos u horas después, con el ídolo de un
pueblo para discutir respecto a los planos, sentarme a su lado en
el teatro o comer con él ravioli en el Osteria. Era este contraste
el que me sometía.
Mientras que algunos meses antes todavía me entusiasmaba
la perspectiva de proyectar y construir, ahora estaba
completamente cautivado por Hitler, atrapado por él
79
incondicionalmente, sin poderme liberar; habría estado
dispuesto a seguirlo a todas partes. Sin embargo, estaba claro
que lo único que él pretendía era procurarme una gloriosa
carrera de arquitecto. Décadas después leí, en la prisión de
Spandau, las palabras de Cassirer sobre los hombres que por
propia iniciativa desdeñan el mayor privilegio del ser humano, el
de ser dueños de sí mismos[12].
Ahora yo era uno de ellos.
•••
Dos fallecimientos ocurridos en el año 1934 marcaron la
esfera privada y estatal: Troost, el arquitecto de Hitler, murió el
21 de enero tras unas semanas de grave enfermedad, y el 2 de
agosto falleció Von Hindenburg, el presidente del Reich: esa
muerte abría a Hitler el camino hacia el poder absoluto.
El 15 de octubre de 1933, Hitler puso solemnemente la
primera piedra de la Haus der Deutsche Kunst en Munich. Dio
los golpes necesarios con un delicado martillo de plata que
Troost había diseñado para la ocasión. El martillo saltó en
pedazos. Cuatro meses después, Hitler nos dijo:
—Cuando se rompió el martillo, pensé: «¡Esto es un mal
presagio! ¡Algo va a ocurrir!». Y ahora ya sabemos por qué se
rompió el martillo: el arquitecto tenía que morir.
Con aquellas palabras daba prueba de su superstición, de la
que fui testigo muchas otras veces.
La muerte de Troost también supuso una grave pérdida para
mí. Precisamente se estaba iniciando entre nosotros una estrecha
relación de la que yo esperaba mucho, tanto en el aspecto
humano como en el artístico. Funk, subsecretario de Goebbels
en aquel tiempo, era de otra opinión: el día de la muerte de
Troost me lo encontré en la antesala del ministro fumando un
enorme puro con cara de satisfacción:
—¡Lo felicito! ¡Ahora el primero es usted!
80
Yo tenía veintiocho años.
81
CAPÍTULO V
MEGALOMANÍA EDIFICATORIA
Durante un tiempo pareció como si el propio Hitler fuera a
hacerse cargo del despacho de Troost. Lo inquietaba que los
proyectos pudieran desarrollarse sin la necesaria sintonía con las
ideas del difunto:
—Lo mejor será que me ocupe personalmente de todo —
opinaba.
A fin de cuentas, aquel propósito no era más peregrino que
el de asumir el Alto Mando del Ejército, como haría
posteriormente.
No hay duda de que durante unas semanas se sintió tentado
por la idea de dirigir un taller de arquitectura bien organizado.
Durante el viaje a Munich, para prepararse, hablaba de algún
anteproyecto o hacía bocetos, y unas horas después se sentaba a
la mesa de dibujo del jefe del despacho y se dedicaba a corregir
planos. Pero este hombre, Gall, un muniqués sencillo y
honrado, defendió con inesperada tenacidad la obra de Troost,
no se avino a aceptar los dibujos de Hitler, al principio muy
detallados, y los hizo mejor que él.
Hitler no tardó en depositar su confianza en Gall y renunció
tácitamente a sus propósitos. Había reconocido la valía de aquel
hombre. Al cabo de algún tiempo también le confió la dirección
del taller y le hizo encargos suplementarios.
Hitler continuó manteniendo una estrecha relación con la
82
esposa de su difunto arquitecto, a la que lo unía desde tiempo
atrás una gran amistad. Era una mujer de buen gusto y de
carácter, que defendía sus propias opiniones, a menudo
caprichosas, con mucha más tenacidad que la mayoría de
hombres que ostentaban cargos oficiales. Defendía la obra de su
fallecido esposo con amarga y a veces excesiva vehemencia, por
lo que muchos la temían. Combatió a Bonatz, que fue lo
bastante imprudente como para pronunciarse abiertamente
contra la reforma de Troost de la Königsplatz de Munich;
también se revolvió con dureza contra los arquitectos modernos
Vorhölzer y Abel, coincidiendo con Hitler en todos los casos.
Por otra parte, ponía a Hitler en contacto con arquitectos
muniqueses que ella elegía, rechazaba o alababa a artistas y
acontecimientos artísticos, y pronto, dado que Hitler le hacía
caso, llegó a convertirse en una especie de juez artístico de
Munich. Por desgracia, no lo fue en pintura. Aquí Hitler había
dejado a cargo de su fotógrafo, Hoffmann, la primera
inspección de los cuadros que debían incluirse en la «Gran
Exposición Artística», que se celebraba una vez al año. La señora
de Troost criticaba con frecuencia la parcialidad de la elección,
pero como Hitler no daba su brazo a torcer en este terreno,
pronto renunció a tomar parte en las inspecciones. Cuando yo
deseaba regalar pinturas a mis colaboradores, encargaba a mis
compradores que se dieran una vuelta por el sótano de la Haus
der Deutsche Kunst, donde se almacenaban las obras
rechazadas. En la actualidad, cuando veo esos cuadros en casa de
algún conocido, me doy cuenta de que no están muy lejos de las
que se exhibían en aquella época. Las diferencias, tan
encarnizadamente debatidas en su día, han desaparecido.
•••
El putsch de Röhm me sorprendió en Berlín. La tensión se
había adueñado de la ciudad; soldados equipados para el
combate esperaban en el Tiergarten; la policía, armada con
83
fusiles, recorría en camiones las calles de la ciudad; el aire estaba
verdaderamente enrarecido, como el del 20 de julio de 1944,
que también me tocaría pasar allí.
Al día siguiente Göring se convirtió en el que había salvado
la situación en Berlín. Hitler regresó de Munich cerca del
mediodía, tras acabar con las detenciones, y yo recibí una
llamada de su asistente:
—¿Tiene usted planos nuevos? ¡Tráigalos inmediatamente!
Eso quería decir que había que atraer la atención de Hitler
hacia la arquitectura para apartarla de su entorno.
Hitler estaba muy excitado y, según sigo creyendo hoy,
íntimamente convencido de haber superado un grave peligro.
Durante los días que siguieron nos contó una y otra vez cómo
había entrado en el hotel Hanselmayer de Wiessee, y no
olvidaba poner también de manifiesto su valor:
—¡Íbamos desarmados, imagínese, y no sabíamos si esos
cerdos iban a hacernos frente con guardias armados!
La atmósfera homosexual lo había asqueado.
—Sorprendimos a dos jóvenes desnudos en una habitación.
—Dejaba claro que su actuación se había producido justo a
tiempo de evitar una catástrofe—. ¡Sólo yo podía solucionarlo!
¡Yo y nadie más!
Los que lo rodeaban procuraban incrementar la repulsión
que le inspiraban los jefes de las SA fusilados, por lo que se
afanaban en contar todos los detalles imaginables de la vida
íntima de Röhm y sus partidarios. Brückner mostró a Hitler los
menús de los banquetes que organizaba aquella tropa disoluta,
supuestamente hallados en el cuartel general berlinés de las SA.
En ellos aparecía un gran número de platos con exquisiteces
traídas del extranjero, ancas de rana, lenguas de pájaro, aletas de
tiburón, huevos de gaviota; todo ello regado con añejos vinos
franceses y con el mejor champaña. Hitler comentó con ironía:
84
—¡Vaya, así que éstos eran los revolucionarios! ¡Los que
decían que nuestra revolución era demasiado indolente!
Regresó muy satisfecho de una visita que hizo al presidente
del Reich. Según contó, Hindenburg había aprobado su
proceder más o menos con estas palabras:
—Cuando llega el momento, no se debe retroceder ante las
más graves consecuencias. También tiene que poder fluir la
sangre.
Al mismo tiempo, en los periódicos se leía que el presidente
del Reich, Von Hindenburg, había felicitado oficialmente al
canciller del Reich y al presidente del Consejo de Ministros de
Prusia, Hermann Göring, por su hazaña[13].
La jefatura del Partido, con un dinamismo febril, hizo todo
lo que estuvo a su alcance para justificar la acción. Aquella
prolongada actividad terminó con un discurso que Hitler
pronunció ante el Reichstag, al que había convocado para este
fin; sus protestas de inocencia permitían percibir un sentimiento
de culpabilidad. Un Hitler que se defendía: eso era algo que no
volveríamos a ver en el futuro, ni siquiera en 1939, cuando
Alemania entró en guerra. También se le pidieron explicaciones
al ministro de Justicia, Gürtner. Como no pertenecía al Partido
y, por lo tanto, aparentemente no dependía de Hitler, su
presencia fue decisiva para los que todavía dudaban. El hecho de
que la Wehrmacht aceptara en silencio la muerte del general
Schleicher llamó mucho la atención. Con todo, lo que más nos
impresionó a mí y aquellos de mis conocidos que no eran
políticos fue la postura de Hindenburg. Para la generación
burguesa de entonces, el mariscal de campo de la Primera
Guerra Mundial constituía una autoridad respetable. En mis
años de escolar era un héroe firme e inflexible de la Historia
Contemporánea; el aura que lo rodeaba nos parecía legendaria:
durante el último año de la guerra, secundados por los adultos,
85
clavábamos en las enormes estatuas de Hindenburg clavos de
hierro, de los que costaban un marco. Desde mis tiempos de
escolar, Hindenburg representaba la máxima expresión de la
autoridad. Saber a Hitler protegido por aquella máxima
instancia infundía una sensación de tranquilidad y alivio
general.
No fue casual que, tras el putsch de Röhm, la derecha,
representada por el presidente del Reich, el ministro de Justicia
y el generalato, se pusiera de parte de Hitler, a pesar de que no
compartía su antisemitismo radical y despreciaba sus estallidos
de odio plebeyo. Su conservadurismo no tenía nada en común
con el delirio racista. Las simpatías con que acogió la
intervención de Hitler tenía unas causas muy distintas: en la
acción homicida del 30 de junio de 1934 quedó eliminada la
poderosa ala izquierda del Partido, representada sobre todo por
las SA. Esta tendencia sentía que le habían sido arrebatados los
frutos de la revolución. Y no sin razón, pues la mayoría de sus
componentes habían sido preparados para la revolución antes de
1933 y se tomaban en serio el programa supuestamente
socialista de Hitler. Durante el tiempo que permanecí en
Wannsee pude observar de cerca, en los estratos más bajos,
cómo el hombre sencillo de las SA soportaba toda clase de
privaciones, riesgos y pérdidas de tiempo con la idea de recibir
algún día unas contraprestaciones palpables. Cuando éstas no
llegaron, comenzaron a acumularse la insatisfacción y el enojo,
que habrían podido llegar a adquirir fuerza explosiva. Es posible
que la intervención de Hitler impidiera el estallido de la
«segunda revolución» que Röhm había estado pregonando.
Apaciguamos nuestras conciencias con esos argumentos. Yo
y muchos otros recurrimos ansiosamente a las disculpas y
elevamos a la norma de nuestro nuevo entorno algo que sólo dos
años antes nos habría irritado. Reprimimos las dudas que
habrían podido molestarnos. Ahora, a varias décadas de
86
distancia, me siento consternado por la irreflexión de aquellos
años[14].
Las consecuencias de aquel suceso supusieron para mí un
encargo al día siguiente:
—Tiene usted que reformar con la mayor rapidez posible el
palacio de Borsig. Quiero trasladar de Munich aquí el mando
supremo de las SA, para tenerlo cerca en el futuro. Vaya a verlo
y póngase a trabajar enseguida.
Ante mi objeción de que allí se encontraba el departamento
oficial del vicecanciller, Hitler se limitó a añadir:
—¡Pues que lo desalojen enseguida! No deje que eso lo
preocupe.
Con este encargo en mi poder, me dirigí inmediatamente a
la sede oficial de Von Papen; por supuesto, el jefe de la oficina
no sabía nada de aquel plan. Me propusieron que esperara unos
meses, hasta que encontraran y adecuaran otro local. Cuando
volví junto a Hitler, se puso furioso y no sólo renovó la orden
de desalojo, sino que también dispuso que comenzara las obras
enseguida y sin contemplaciones.
Von Papen no apareció y los funcionarios me prometieron
que al cabo de una o dos semanas habrían trasladado
debidamente todos los expedientes a un local provisional.
Entonces ordené a los operarios que penetraran en el edificio
todavía ocupado y procuré que retiraran los ricos perfiles de
estuco de paredes y techos haciendo mucho ruido y levantando
la mayor cantidad de polvo posible. El polvo penetraba en los
despachos por las juntas de las puertas y el ruido impedía a
nadie trabajar. A Hitler le encantó el sistema. Su entusiasmo fue
acompañado de agudezas a costa de los «polvorientos
funcionarios».
Veinticuatro horas después se produjo el desalojo. En una
de las habitaciones vi una gran mancha de sangre seca en el
87
suelo. Herbert von Bose, uno de los colaboradores de Von
Papen, había muerto a tiros allí el 30 de junio. Aparté la vista y
desde entonces evité aquella habitación. No me afectó más allá
de eso.
•••
El 2 de agosto falleció Hindenburg. Ese mismo día, Hitler
me encargó que me ocupara de los preparativos necesarios para
celebrar las exequias fúnebres en el monumento de Tannenberg,
en la Prusia Oriental.
Hice levantar una tribuna con bancos de madera en el patio
interior y me limité a colgar crespón negro, en lugar de
banderas, de las altas torres que lo enmarcaban. Himmler estuvo
por allí un par de horas con un grupo de mandos de las SS e
hizo que su delegado le explicara las medidas de seguridad que
se habían adoptado. Mientras le exponía mi proyecto, mantuvo
la misma actitud inaccesible. Tuve la impresión de que era un
ser distante e impersonal. No parecía relacionarse con las
personas, sino manejarlas.
Los bancos de madera clara alteraban el marco sombrío que
quería conseguir. Hacía buen tiempo, así que ordené que los
pintaran de negro, pero por desgracia comenzó a llover a últimas
horas de la tarde y no amainó en varios días, por lo que la
pintura no se secó. Hicimos traer de Berlín, en un avión
especial, fardos de tela negra para recubrir los bancos. Con todo,
la pintura negra traspasaba la tela, por lo que a más de un
asistente se le echaría a perder la ropa.
En la noche anterior a la celebración de los funerales, el
féretro se trasladó en un armón de artillería desde la finca de
Neudeck, la propiedad de Hindenburg en la Prusia Oriental,
hasta una de las torres del monumento. Lo acompañaban las
banderas tradicionales de los regimientos alemanes de la Primera
Guerra Mundial y portadores de antorchas. No se pronunció
88
una sola palabra ni se escuchó ninguna voz de mando. El
respetuoso silencio resultó más impresionante que el resto de los
actos que se habían organizado.
A la mañana siguiente, el féretro de Hindenburg fue
expuesto en el centro del patio de honor. El estrado para los
oradores se había montado al lado mismo, sin guardar la debida
distancia. Hitler se acercó y Schaub sacó un manuscrito de su
cartera y lo puso en el atril. Hitler se dispuso a iniciar su
parlamento, titubeó, sacudió la cabeza de forma brusca y nada
solemne… El asistente se había equivocado de discurso. Una vez
subsanado el error, Hitler pronunció una oración fúnebre
sorprendentemente fría y formal.
Hacía tiempo, demasiado para la impaciencia de Hitler, que
Hindenburg le ocasionaba dificultades con su rigidez
difícilmente influenciable. Había tenido que recurrir a menudo
a la astucia o a las intrigas para que aceptara escuchar sus
argumentos. Una de las jugadas estratégicas de Hitler consistía
en hacer que el prusiano oriental Funk, que por entonces
todavía era subsecretario de Goebbels, se reuniera con
Hindenburg todas las mañanas para hacerle un informe de
prensa. Gracias a la confianza que le inspiraba como paisano,
Funk sabía quitar veneno a las noticias que a Hindenburg le
habrían resultado políticamente desagradables, o presentárselas
de manera que no le inspiraran rechazo.
Hitler nunca se planteó seriamente la reinstauración de la
monarquía, tal como quizá esperaran del nuevo régimen
Hindenburg y muchos de sus amigos políticos. No era raro oírle
decir lo siguiente:
—He dado orden de que se continúen pagando las
pensiones a los ministros socialdemócratas, como a Severing.
Independientemente de lo que se piense de ellos, no se les puede
negar un mérito: haber acabado con la monarquía. Eso significó
89
un gran paso hacia adelante. Fueron ellos quienes nos
prepararon el camino. ¿Y ahora vamos a reinstaurar nosotros esa
monarquía? ¿Compartir yo el poder? ¡Fíjese en lo que pasa en
Italia! ¿Cree usted que soy tan tonto? Los monarcas siempre han
sido desagradecidos con sus primeros colaboradores. Basta
pensar en Bismarck. No, no voy a caer en esa trampa, por más
amables que se muestren los Hohenzollern.
•••
A comienzos de 1934, Hitler me sorprendió con el primero
de mis grandes encargos. La tribuna provisional de madera que
se había levantado en el Zeppelinfeld de Nuremberg tenía que
ser sustituida por una construcción de piedra. Estuve
torturándome a conciencia con los primeros diseños, hasta que
por fin se me ocurrió la idea más convincente: una gran
escalinata, realzada y rematada por una larga columnata que se
alzaría en la parte superior, y flanqueada por sendos cuerpos de
piedra que la cerrarían por ambos lados. No hay duda de que el
diseño se hallaba influido por el altar de Pérgamo. Para que la
indispensable tribuna de honor no desentonara en el conjunto,
traté de colocarla de la manera más discreta posible en el centro
de la escalinata.
No muy seguro, pedí a Hitler que viera la maqueta. Sentía
cierta aprensión, pues el proyecto era mucho más ambicioso que
el encargo. La gran obra de piedra tenía una longitud de 390
metros y una altura de 24. Era casi el doble de larga que las
termas de Caracalla, en Roma, que medían 180 metros menos.
Hitler contempló tranquilamente la maqueta de escayola
desde todos los ángulos, puso los ojos a la altura adecuada con
ademán de entendido, estudió los dibujos en silencio y no dio a
entender si le gustaban o no. Yo ya pensaba que rechazaría mi
trabajo. Pero entonces, exactamente igual que durante nuestro
primer encuentro, dejó oír un escueto «de acuerdo» y se
90
despidió. Aún hoy sigo sin comprender por qué él, por lo
común tan aficionado a dar largas explicaciones, era tan parco
en palabras cuando tomaba decisiones de este tipo.
Cuando trataba con otros arquitectos, Hitler solía rechazar
el primer anteproyecto; le gustaba ordenar que rehicieran un
encargo varias veces e incluso exigía modificaciones de detalle
durante el transcurso de la obra. A mí, después de aquella
primera prueba, dejó de importunarme. A partir de entonces
respetó mis ideas y, como arquitecto, me trataba como a alguien
que en cierto modo estaba a su nivel.
A Hitler le gustaba explicar que edificaba para legar a la
posteridad el espíritu de su tiempo. Opinaba que, finalmente, lo
único que nos hace recordar las grandes épocas históricas son sus
monumentos. ¿Qué quedaba de los emperadores romanos?
¿Qué testimonio habrían dejado si no fuera por sus obras?
Hitler afirmaba que en la historia de un pueblo se dan siempre
períodos de declive, y entonces los monumentos reflejan el
poder que tuvo en otro tiempo. Naturalmente, esto no despierta
por sí solo una nueva conciencia nacional. Pero cuando tras un
largo período de decadencia se enciende de nuevo el sentido de
la grandeza nacional, los monumentos erigidos por los
antepasados constituyen su recordatorio más efectivo. Así, las
obras del Imperio Romano permitían a Mussolini remitirse al
espíritu heroico de Roma cuando trataba de divulgar entre su
pueblo la idea de un Imperio moderno. Nuestras obras también
tendrían que hablar a la conciencia de la Alemania de los siglos
venideros. Con este argumento Hitler subrayaba también la
importancia de que las construcciones fueran perdurables.
Las obras del Zeppelinfeld comenzaron inmediatamente, a
fin de tener terminada por lo menos la tribuna antes de la
celebración del siguiente Congreso del Partido. El hangar de los
tranvías de Nuremberg tuvo que dar paso a la nueva tribuna.
91
Pasé ante el amasijo que formaban los restos de hormigón
armado del hangar tras su voladura; las barras de hierro
asomaban por doquier y habían comenzado a oxidarse. Era fácil
imaginar su ulterior descomposición. Aquella desoladora imagen
me llevó a una reflexión que posteriormente expuse a Hitler
bajo el título algo pretencioso de «teoría del valor como ruina»
de una construcción. Su punto de partida era que las
construcciones modernas no eran muy apropiadas para
constituir el «puente de tradición» hacia futuras generaciones
que Hitler deseaba: resultaba inimaginable que unos escombros
oxidados transmitieran el espíritu heroico que Hitler admiraba
en los monumentos del pasado. Mi «teoría» tenía por objeto
resolver este dilema: el empleo de materiales especiales, así como
la consideración de ciertas condiciones estructurales específicas,
debía permitir la construcción de edificios que cuando llegaran a
la decadencia, al cabo de cientos o miles de años (así
calculábamos nosotros), pudieran asemejarse un poco a sus
modelos romanos[15].
Para ilustrar mis ideas, hice dibujar una imagen romántica
del aspecto que tendría la tribuna del Zeppelinfeld después de
varias generaciones de descuido: cubierta de hiedra, con los
pilares derruidos y los muros rotos aquí y allá, pero todavía
claramente reconocible. El dibujo fue considerado una
«blasfemia» en el entorno de Hitler. La sola idea de que hubiera
pensado en un período de decadencia del imperio de mil años
que acababa de fundarse parecía inaudita. Sin embargo, a Hitler
aquella reflexión le pareció evidente y lógica. Ordenó que, en lo
sucesivo, las principales edificaciones de su Reich se
construyeran de acuerdo con la «ley de las ruinas».
•••
Durante una inspección del terreno en que se iba a celebrar
el Congreso del Partido, Hitler exigió alegremente, volviéndose
92
a Bormann, que en el futuro yo me presentara vestido con el
uniforme del Partido. Los miembros de su entorno, entre ellos
el médico de cabecera, el fotógrafo e incluso el director de la
casa Daimler-Benz ya lo habían recibido. Es verdad que ver a un
hombre vestido de paisano entre tantos uniformes llamaba la
atención. Con aquel pequeño gesto, Hitler daba a entender
también que me incluía en su círculo más próximo; aunque
nunca habría expresado desagrado si uno de sus conocidos
hubiera aparecido en la Cancillería del Reich o en el Berghof en
traje de civil, pues él mismo prefería vestir así siempre que le era
posible, sus viajes e inspecciones eran de carácter oficial y el
uniforme debía de parecerle el único atuendo adecuado en tales
circunstancias. Así, a comienzos de 1934 me convertí en jefe de
sección, integrado en la plana mayor de su lugarteniente Rudolf
Hess. Unos meses después, Goebbels me asignó la misma
categoría debido a mis preparativos de las manifestaciones
masivas del Congreso del Partido, la Fiesta de la Cosecha y el
Primero de Mayo.
El 30 de enero de 1934, a propuesta de Robert Ley, jefe del
Frente Alemán del Trabajo, se creó una organización para el
tiempo libre que recibió el nombre de «Fuerza por la Alegría».
Dentro de este organismo, yo debía hacerme cargo de la sección
«Belleza del Trabajo», cuya denominación provocaba no menos
comentarios sarcásticos. Poco tiempo antes, Ley, en uno de sus
viajes por la provincia holandesa de Limburgo, había visto unas
instalaciones mineras que se distinguían por su escrupulosa
limpieza y por la pulcritud del entorno ajardinado. Su tendencia
a la generalización lo llevó a desarrollar, a partir de aquel
ejemplo, una idea que debería aplicarse a todas las industrias
alemanas. Su ocurrencia me procuró una actividad adicional que
realicé voluntariamente y me dio gran satisfacción. Lo primero
que hicimos fue influir en los propietarios de las fábricas para
que rehabilitaran sus locales y pusieran flores en los talleres. Pero
93
nuestra ambición no se limitó a esto: había que ampliar los
ventanales e instalar cantinas; de más de un rincón antes
destinado a los desperdicios surgió un lugar de descanso, y el
césped sustituyó al asfalto. Nos ocupamos de estandarizar una
vajilla sencilla, diseñamos un modelo normalizado para el
mobiliario, que se produjo en grandes cantidades, y cuidamos
de que se asesorara a las empresas, por medio de especialistas y
de películas explicativas, respecto a la iluminación artificial y a la
ventilación de los lugares de trabajo. Convencí a antiguos
funcionarios de los sindicatos y a algunos miembros de la
disuelta Deutscher Werkbund para que colaboraran en estos
proyectos. Todos ellos se entregaron de lleno a la tarea,
decididos a contribuir un poco a mejorar las condiciones de vida
de los trabajadores y a poner en práctica la consigna de una
comunidad nacional sin distinciones de clases. Me sorprendió
que Hitler apenas mostrara interés por aquellas ideas. Aunque
era capaz de perderse en los detalles de un proyecto
arquitectónico, se mostraba indiferente cuando le hablaba del
ámbito social de mi trabajo. En cualquier caso, el embajador
británico en Berlín lo apreció más que él[16].
Debido a mis cargos oficiales, en primavera de 1934 fui
invitado a una recepción oficial nocturna que dio Hitler como
jefe del Partido; la invitación incluía a las esposas. Se nos
distribuyó, en grupos de seis a ocho personas, en varias mesas
redondas que se habían dispuesto en el gran comedor de la
residencia del canciller. Hitler iba de mesa en mesa, decía unas
cuantas frases amables y se hacía presentar a las señoras. Cuando
se acercó a nosotros, le presenté a mi mujer, cuya existencia le
había ocultado hasta entonces.
—¿Por qué nos ha privado usted tanto tiempo de su esposa?
—me preguntó unos días más tarde, evidentemente
impresionado.
94
Es verdad que yo había evitado aquel encuentro, entre otros
motivos porque me repugnaba cómo trataba a su amante.
Además, me parecía que invitar a mi esposa o hacer saber a
Hitler de su existencia era cosa de sus asistentes. Claro que no se
podía esperar de ellos ningún sentido de la etiqueta. También
en la conducta de los asistentes terminaba reflejándose el origen
pequeñoburgués de Hitler.
Al dirigirse a mi esposa durante aquella primera noche le
dijo, con cierta solemnidad:
—Su marido construirá para mí obras como no se han
erigido desde hace cuatro milenios.
En el Zeppelinfeld se celebraba todos los años un acto
dedicado al grueso de los funcionarios del Partido. Mientras que
las SA, el Servicio del Trabajo y, naturalmente, la Wehrmacht
producían gran impresión en Hitler y en el resto de espectadores
por la perfecta disciplina que mostraban en sus exhibiciones,
resultó realmente difícil presentar de manera favorable a
aquellos burócratas. La mayor parte habían transformado sus
pequeñas prebendas en inmensas barrigas; no se podía esperar
de ellos que marcharan en filas exactamente alineadas. La
sección organizadora del Congreso del Partido deliberó sobre
este problema, que ya había motivado irónicas observaciones de
Hitler. Entonces se me ocurrió la solución:
—Pues dejemos que marchen en la oscuridad.
Desarrollé mi plan ante los jefes de organización del
Congreso del Partido. Durante los actos nocturnos, los miles de
banderas de todos los grupos locales de Alemania debían
colocarse tras los altos muros del Zeppelinfeld y, a una voz de
mando, se «derramarían» en diez columnas a través de sendas
calles abiertas entre los funcionarios del Partido; las banderas y
las brillantes águilas que las coronaban serían iluminadas por
diez potentes reflectores, con lo que se podría conseguir un
95
efecto impresionante. No contento con esto, y como había
tenido ocasión de ver nuestros nuevos reflectores antiaéreos,
cuyo haz de luz ascendía varios kilómetros, pedí a Hitler 130. Al
principio Göring puso algunas trabas a mi solicitud, pues esos
reflectores constituían la parte más importante de la reserva
estratégica. Hitler, sin embargo, logró convencerlo:
—Si los montamos aquí en tan gran cantidad, en el
extranjero creerán que tenemos reflectores a manos llenas.
La impresión superó con mucho lo que había imaginado.
Los ciento treinta haces de luz claramente delimitados,
colocados alrededor del Zeppelinfeld sólo a doce metros uno de
otro, resultaban visibles hasta una altura de seis a ocho
kilómetros, y allí se difuminaban en una gran superficie
luminosa. El conjunto daba la impresión de un espacio
gigantesco en el que los distintos haces parecían tremendos
pilares de unos muros exteriores infinitamente altos. Una nube
surcaba de vez en cuando la corona de luz y añadía un elemento
surrealista al grandioso efecto. Creo que aquella «catedral de luz»
constituyó la primera muestra de arquitectura luminosa. Para mí
sigue siendo no sólo mi obra más bella, sino también la única de
mis creaciones espaciales que, a su manera, ha logrado sobrevivir
al paso del tiempo. «Solemne y hermosa a la vez, como si uno se
encontrara en una catedral de hielo», escribió el embajador
británico Henderson[17].
No se podía relegar a la oscuridad a los dignatarios,
ministros del Reich y jefes nacionales y regionales en las
ceremonias de colocación de primeras piedras, aunque su
aspecto no resultara precisamente más atractivo que el de los
funcionarios. Se consiguió, con grandes dificultades, que
formaran en fila, con lo que fueron más o menos degradados a
la categoría de comparsas, y toleraron con resignación las
reprimendas de los impacientes organizadores. En el momento
96
en que aparecía Hitler, una voz de mando ordenaba a todo el
mundo ponerse firmes y alzar el brazo para el saludo
nacionalsocialista. Durante la colocación de la primera piedra de
la Sala de Congresos de Nuremberg, Hitler me vio en la
segunda fila e interrumpió el solemne ceremonial para tenderme
la mano. Me quedé tan impresionado por aquel gesto tan poco
habitual que dejé caer la mano que tenía levantada para el
saludo sobre la calva de Streicher, el jefe regional de Franconia,
a quien tenía delante.
Durante los días que duró el Congreso del Partido en
Nuremberg fue prácticamente imposible ver a Hitler en
privado. Se retiraba para preparar sus discursos, o bien visitaba
alguna de las numerosas celebraciones. Le producía especial
satisfacción que cada año aumentara el número de visitantes y
delegaciones del extranjero, sobre todo cuando procedían de los
países del Occidente democrático. Se hacía decir sus nombres
durante los apresurados almuerzos y disfrutaba del creciente
interés hacia la exhibición que la Alemania nacionalsocialista
hacía de sí misma.
Los días de Nuremberg fueron también duros para mí,
porque debía ocuparme de preparar todos los edificios a los que
Hitler fuera a acudir durante el Congreso. Como «decorador
jefe», tenía que procurar que todo estuviera a punto poco antes
del comienzo del acto, y después debía dirigirme a toda prisa a
ultimar el siguiente. En aquella época sentía gran afición por las
banderas y las utilizaba siempre que podía; permitían introducir
una nota de color en la arquitectura de piedra. Me di cuenta de
que la bandera con la esvástica diseñada por Hitler se adaptaba
mucho mejor al uso arquitectónico que la bandera dividida en
tres franjas de color. Seguramente no se adecuaba del todo a su
soberana dignidad que la empleara como objeto decorativo, para
resaltar el ritmo de las fachadas o para cubrir desde el alero hasta
la acera los feos edificios de la época de la fundación del
97
Segundo Reich, ni que le añadiera un borde dorado para realzar
aún más el efecto del color rojo. Pero yo lo veía con ojos de
arquitecto. Organicé singulares orgías de banderas en las
estrechas calles de Goslar y Nuremberg tendiéndolas desde las
casas de un lado de la calle a las de enfrente y uniéndolas una
con otra, lo que hacía casi imposible contemplar el cielo.
Debido a aquella actividad, me perdí todos los mítines de
Hitler, salvo sus «discursos culturales», que él mismo
consideraba la cumbre de su oratoria y que solía preparar en el
Obersalzberg. En aquella época admiraba esos discursos, no
tanto, pensaba yo, por su brillantez retórica como por su
meditado contenido, por su nivel. Una vez en Spandau me
propuse releerlos después de mi encierro, pues creía poder
encontrar en ellos algo de mi antiguo mundo que no me
repeliera. Sin embargo, mis esperanzas se vieron defraudadas.
Aquellos discursos, que en el pasado habían significado tanto
para mí, me resultaban carentes de contenido y de tensión,
planos e inútiles. Dejaban ver con claridad el afán de Hitler por
adecuar el concepto de cultura, invirtiendo sensiblemente su
sentido, a sus propios objetivos de poder. Me resultó
incomprensible que en su día aquellos discursos me hubieran
impresionado tanto. ¿Qué había pasado?
Tampoco me perdía nunca la inauguración de los congresos
del Partido, que comenzaban con la interpretación de Los
maestros cantores por la orquesta de la Ópera de Berlín bajo la
dirección de Furtwängler. Cabría imaginar que aquellas noches
de gala, sólo comparables a las de Bayreuth, estarían
concurridísimas. Más de mil personalidades del Partido recibían
entradas e invitaciones, pero parece ser que preferían informarse
sobre la calidad de la cerveza de Nuremberg o del vino de
Franconia. Es probable que todos ellos contaran con que los
demás cumplirían con su deber de miembros del Partido y se
tragarían la sesión de ópera. De hecho, es un mito que los
98
líderes del Partido fueran amantes de la música. Al contrario, en
general eran tipos bastos, anodinos, tan poco aficionados a la
música clásica como al arte y a la literatura. Ni siquiera los
escasos representantes del mundo intelectual que había en la
capa dirigente, como Goebbels, asistían a los conciertos que
ofrecía regularmente la Filarmónica de Berlín bajo la batuta de
Furtwängler. El ministro de Interior, Frick, era la única
personalidad a la que se podía encontrar allí. El propio Hitler,
que parecía entusiasmarse por la música, no acudió a los
conciertos de la Filarmónica de Berlín más que en contados
actos oficiales a partir de 1933.
Por todo lo dicho, resulta comprensible que el Teatro de la
Ópera de Nuremberg estuviera casi vacío cuando aquel año
Hitler ocupó el palco central para asistir a la representación de
Los maestros cantores. Hitler reaccionó con gran enojo, pues,
según decía, no había nada más ofensivo ni más molesto para un
artista que tocar en un local vacío. Hitler envió a varias patrullas
a buscar a los altos cargos del Partido por las cervecerías y
bodegas, con el encargo de traerlos acto seguido al Teatro de la
Ópera; aun así, no se logró llenar la sala. Al día siguiente
corrieron chistes entre los mandos de la organización sobre
cómo y dónde habían sido atrapados los ausentes.
En consecuencia, al año siguiente Hitler ordenó a todos los
líderes del Partido poco aficionados al teatro que asistieran a la
representación. Aparecieron con aire de aburrimiento, y muchos
de ellos fueron visiblemente vencidos por el sueño. Además, en
opinión de Hitler la tibieza de los aplausos no respondió a la
espléndida ejecución de la obra. Por tanto, a partir de 1935 la
poco artística masa del Partido fue sustituida por un público
civil que hubo de pagar un elevado precio por las entradas. El
«ambiente» imprescindible para el artista y el aplauso exigido
por Hitler no se lograron hasta entonces.
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Era ya muy tarde cuando acababa los preparativos y
regresaba a mi alojamiento en el hotel Deutscher Hof, reservado
al Estado Mayor de Hitler y a los jefes nacionales y regionales.
En el restaurante del hotel encontraba siempre a un grupo de
veteranos que alborotaban y bebían como cosacos, y que
hablaban en voz alta de la traición del Partido a los principios
revolucionarios y a los trabajadores. A pesar de que aquellos
disidentes sólo recuperaban su viejo espíritu revolucionario bajo
el influjo del alcohol, permitían ver que las ideas de Gregor
Strasser, que había dirigido el ala anticapitalista del NSDAP,
continuaban vigentes, aunque reducidas a una forma de hablar.
En el Congreso del Partido de 1934 tuvo lugar por primera
vez un simulacro de combate en presencia de Hitler, que aquella
misma noche visitó de manera oficial el campamento militar.
En la guerra había sido cabo, y pareció encontrarse de nuevo en
un mundo que le era familiar. Se mezcló con los círculos
reunidos alrededor de las hogueras del campamento, y los
soldados pronto lo rodearon e intercambiaron bromas con él.
Hitler regresó muy satisfecho de la inspección y durante la breve
comida nos contó más de un interesante detalle.
En cambio, el Alto Mando del Ejército de Tierra no se
mostró entusiasmado en absoluto. Su asistente, Hossbach, habló
de la «falta de disciplina» de los soldados, que habían olvidado la
posición de revista que tenían órdenes de mantener frente al jefe
del Estado, e insistió en impedir al año siguiente tales
familiaridades, pues eran contrarias a su dignidad. En privado,
Hitler se mostró enojado por la crítica, pero dispuesto a ceder.
Me quedé sorprendido por su discreción casi desamparada
cuando se vio enfrentado a aquellas exigencias. Sin embargo,
posiblemente se sintió constreñido por la actitud de prudencia
que mantenía frente a la Wehrmacht y por la poca confianza
que tenía todavía en sí mismo como jefe del Estado.
100
Durante los preparativos del Congreso del Partido me
encontré con una mujer que ya me había impresionado durante
mi época de estudiante: Leni Riefenstahl, estrella o directora de
conocidas películas de montañismo y esquí. Hitler le había
encargado la realización de una película del Congreso. Aun
siendo la única mujer con un cargo oficial en el engranaje del
Partido, muchas veces se mostró contraria a su organización,
que al principio llegó a estar cerca de desencadenar una revuelta
contra ella. Para los jefes políticos de un movimiento
tradicionalmente hostil a las mujeres, la seguridad en sí misma
de Leni Riefenstahl, que manejaba sin miramientos aquel
mundo de hombres para lograr sus fines, constituía una
verdadera provocación. Se urdieron intrigas y se hicieron llegar
hasta Hess rumores difamantes con el fin de hacerla caer. No
obstante, los ataques cesaron después de la primera película del
Congreso del Partido, que también convenció a aquellos de
entre los más cercanos a Hitler que hasta entonces habían
dudado de las cualidades cinematográficas de la directora.
Cuando me encontré con ella, Leni sacó un amarillento
recorte de periódico de una cajita:
—Cuando, hace tres años, reformó usted la Jefatura
Regional, recorté su fotografía del periódico, aunque no lo
conocía.
Cuando le pregunté perplejo por qué lo había hecho, me
respondió:
—Pensé entonces que, con esa cabeza, podría usted tener
algún papel… En una de mis películas, naturalmente.
Por lo demás, recuerdo que las tomas cinematográficas de
una de las solemnes reuniones del Congreso del Partido de 1935
se echaron a perder. A propuesta de Leni Riefenstahl, Hitler
ordenó que las escenas se repitieran en un estudio. Dispuse el
escenario, que representaba una sección de la sala del congreso,
101
así como el podio y el estrado de los oradores, en uno de los
grandes estudios cinematográficos de Berlín-Johannistal, se
instalaron los focos y el equipo de filmación comenzó a trabajar
con gran ajetreo… Al fondo del estudio se podía ver a Streicher,
Rosenberg y Frank caminando de un lado a otro con sus
manuscritos y memorizando sus papeles con aplicación.
Entonces llegó Hess y se le pidió filmarlo a él primero. Igual que
cuando se hallaba ante los treinta mil oyentes del Congreso del
Partido, alzó solemnemente el brazo y con su énfasis
característico, que le daba un aire de sincera emoción, se volvió
justo hacia el lugar en el que Hitler no estaba y, en actitud de
extrema firmeza, exclamó:
—Mein Führer, le saludo en nombre del Congreso del
Partido. El Congreso continúa. ¡Habla el Führer!
Mientras actuaba mostraba una expresión tan convincente
que a partir de aquel momento dudé de la autenticidad de sus
sentimientos. También los otros tres interpretaron su papel en el
vacío de la sala cinematográfica y demostraron ser actores de
gran talento. Yo me sentí bastante confuso. A la señora
Riefenstahl, en cambio, aquellas tomas le parecieron mejores
que las originales.
Es verdad que yo ya admiraba la técnica con la que Hitler,
por ejemplo, iba tanteando el terreno durante sus discursos,
hasta encontrar la frase precisa con la que provocaría el primer y
estruendoso aplauso. Tampoco ignoraba el aspecto demagógico
de los mítines, al que yo mismo contribuía con mis decorados.
Pero hasta aquel momento había pensado que los sentimientos
con que los oradores suscitaban el entusiasmo general eran
verdaderos, y me sorprendió mucho ver que todo el arte de
hechizar a las masas podía representarse de forma «auténtica»
aunque no hubiera público.
•••
102
Para las obras de Nuremberg me rondaba por la cabeza una
síntesis entre el clasicismo de Troost y la sencillez de Tessenow.
Yo la consideraba neoclásica, pues creía haberla derivado del
estilo dórico. Me engañaba a mí mismo al querer olvidar que lo
que aquellas obras tenían que representar era un escenario
monumental, como el que ya se había intentado construir
mucho antes, si bien con medios más modestos, en el parisino
Campo de Marte durante la Revolución Francesa. Las categorías
«clásico» y «sencillo» apenas podían conciliarse con las
dimensiones gigantescas que empleé en Nuremberg. A pesar de
ello, aquel proyecto sigue siendo el que más me gusta,
comparado con otros muchos que hice para Hitler más adelante
y que resultaron considerablemente más pretenciosos.
Movido por mi afición al mundo dórico, en mi primer viaje
al extranjero, en mayo de 1935, no me dirigí a Italia, para
contemplar los palacios del Renacimiento y las colosales obras
romanas, a pesar de que allí habría podido encontrar mucho
antes mis modelos de piedra, sino a Grecia, lo cual resulta
revelador sobre mi forma de ver las cosas en aquella época. Mi
esposa y yo buscamos en este país sobre todo los testimonios del
mundo dórico y, en una experiencia que nunca olvidaré, nos
sentimos profundamente impresionados por el reconstruido
estadio de Atenas. Cuando, dos años después, tuve que diseñar
un estadio, adopté la forma de herradura del ateniense.
Me pareció que los monumentos de Delfos revelaban la
rapidez con que las riquezas procedentes de las colonias jonioasiáticas hicieron que degenerara la pureza del arte griego.
¿Demuestra esta evolución hasta qué punto es receptiva una
elevada conciencia artística y lo insignificantes que son las
fuerzas que se requieren para transformar la representación ideal
hasta volverla ir reconocible? Hacía esta clase de reflexiones sin
la menor preocupación. Me parecía que mis propios trabajos
evitaban tales riesgos.
103
A nuestro regreso, en junio de 1935, quedó terminada mi
propia casa, emplazada en Berlín-Schlachtensee: una pequeña
construcción provista de comedor, sala de estar y los
dormitorios imprescindibles, en un total de 125 m2 de superficie
habitable; era una oposición consciente a la costumbre cada vez
más extendida entre la élite del Reich de trasladarse a villas
gigantescas o apropiarse palacios. Queríamos evitar la
ostentación y el rígido carácter oficial que llevaban a un lento e
irremediable proceso de «petrificación» de la vida privada.
Por otra parte, tampoco habría podido construir nada
mayor, pues carecía de medios para hacerlo. Mi casa costó
setenta mil marcos; para reunirlos, mi padre tuvo que poner a
mi disposición una hipoteca de treinta mil. Mis recursos
económicos eran escasos, a pesar de que trabajaba como
arquitecto profesional para el Partido y el Estado, puesto que,
llevado por un impulso de entrega idealista, había renunciado a
cobrar honorarios por ninguna de mis obras.
Esa actitud chocó con la incomprensión general. Un día en
Berlín, Göring, que se hallaba de un humor inmejorable, me
dijo:
—Bueno, señor Speer, ahora tiene mucho trabajo. Ganará
también un buen montón de dinero. —Cuando respondí
negativamente, me miró sin comprender—. Pero ¿qué dice?
¿Un arquitecto tan ocupado como usted? Pues yo le hacía unos
cientos de miles de marcos al año. Esos ideales suyos son una
estupidez. ¡Tiene que ganar dinero!
A excepción de las obras de Nuremberg, por las que percibí
mil marcos mensuales, en lo sucesivo cobré los honorarios
profesionales que me correspondían como arquitecto. A pesar de
eso, tuve la precaución de no perder mi independencia
profesional convirtiéndome en funcionario. Yo sabía que Hitler
tenía más confianza en los arquitectos independientes. Sus
104
prejuicios contra los funcionarios se manifestaban incluso en
este aspecto. Al final, mi fortuna alcanzaba aproximadamente el
millón y medio de marcos, y el Reich aún me debía otro millón
que no cobré jamás.
Mi familia vivía feliz en aquella casa. Ojalá pudiera escribir
que también yo participé de la dicha familiar, tal como antaño
habíamos soñado. Cuando llegaba fatigado a casa, muy
avanzada la noche, los niños ya hacía rato que estaban en la
cama y yo me quedaba con mi esposa, mudo de agotamiento.
Cada vez me sentía más envarado; hoy pienso que en el fondo
me sucedía lo mismo que a los grandes del Partido, que echaban
a perder su vida familiar a causa de su ostentoso estilo de vida.
Ellos se quedaban envarados de tanto mantener la pose de
oficialidad; yo, en cambio, a causa de un trabajo excesivo.
•••
En otoño de 1934 me llamó Otto Meissner, que después de
Ebert y Hindenburg había encontrado en Hitler a su tercer jefe:
tenía que ir con él a Weimar al día siguiente, para dirigirnos
desde allí a Nuremberg en compañía de Hitler.
Estuve trabajando hasta la madrugada en ciertas ideas que
me tenían ocupado desde hacía algún tiempo. Había que
construir nuevas obras monumentales para los congresos del
Partido: un campo para las exhibiciones militares, un gran
estadio, un auditorio para los discursos culturales de Hitler y los
conciertos. ¿Por qué no incorporar todo aquello a lo ya existente
y formar un gran centro? Hasta entonces no me había atrevido a
tomar la iniciativa en tales cuestiones, pues Hitler se reservaba
ese tipo de decisiones. Por tanto, vacilé bastante antes de
decidirme a hacer los bocetos.
Una vez en Weimar, Hitler me mostró el proyecto de un
«foro del Partido», obra del profesor Paul Schultze-Naumburg.
—Parece un enorme mercado de una ciudad de provincias
105
—opinó—. No tiene nada especial, nada que lo distinga de
épocas anteriores. Puestos a construir un foro para el Partido, en
el futuro tendrá que poder verse que ha sido levantado en
nuestro tiempo y en nuestro estilo, como la Königsplatz de
Munich, por ejemplo.
A Schultze-Naumburg, una autoridad de la Liga para la
Defensa de la Cultura Alemana, no se le dio ninguna
oportunidad de justificarse: ni siquiera se le comunicó
personalmente aquella crítica. Sin tener en cuenta su prestigio,
Hitler convocó un nuevo concurso entre diversos arquitectos
elegidos por él.
Luego fuimos a casa de Nietzsche, donde su hermana, la
señora Förster-Nietzsche, estaba esperando a Hitler. Era
evidente que aquella mujer, extravagante y excéntrica, no
lograría entenderse con él, por lo que se produjo una
conversación extrañamente superficial y fallida. Con todo, el
asunto principal quedó resuelto a satisfacción de todos: Hitler
asumió la financiación de un anexo en la vieja casa de Nietzsche,
y la señora Förster-Nietzsche se mostró de acuerdo con que el
arquitecto
Schultze-Naumburg
hiciera
los
planos
correspondientes:
—Sabrá adaptarse mucho mejor a una casa vieja —comentó
Hitler, visiblemente contento de poder ofrecer una pequeña
compensación al arquitecto.
A la mañana siguiente continuamos en automóvil hacia
Nuremberg, aunque en aquel entonces, y por motivos que iba a
comprender ese mismo día, Hitler prefería el tren. Él iba, como
siempre, sentado al lado del chófer en un Mercedes descapotable
azul oscuro. Yo me sentaba detrás de él, en uno de los asientos
plegables, mientras que en el otro iba el criado, que iba sacando
mapas de carreteras, bocadillos, pastillas o unas gafas de la
cartera de mano según se los pedían. En los asientos posteriores
106
iban el asistente Brückner y el jefe de prensa, el doctor Dietrich;
en un coche de escolta del mismo color que el nuestro viajaban
cinco guardaespaldas y el médico de cabecera, el doctor Brandt.
Las dificultades comenzaron cuando, más allá del bosque de
Turingia, llegamos a una región densamente poblada. Nos
reconocieron al atravesar una localidad, pero pasamos de largo
antes de que nadie pudiera reaccionar.
—Fíjese ahora —dijo Hitler—, en el próximo pueblo ya no
nos resultará tan fácil. El grupo local del Partido ya debe de
haberlos avisado por teléfono.
En efecto, hallamos las calles de la siguiente población llenas
de jubilosos ciudadanos. La policía del pueblo hacía todo lo
posible por ayudarnos, pero el automóvil avanzaba muy
despacio. Cuando logramos rebasar a aquella multitud, algunos
entusiastas bajaron la barrera de un paso a nivel para poder
saludar a Hitler.
Así pues, íbamos muy lentos. A la hora del almuerzo
entramos en una pequeña posada de Hildburgshausen, el pueblo
de cuya gendarmería Hitler, años atrás, se había hecho nombrar
comisario para conseguir la nacionalidad alemana, aunque nadie
mencionó el tema. El posadero no lograba reponerse de tanta
excitación. Al asistente le costó un gran esfuerzo que nos
ofreciera algo de comer: espagueti con huevos. Tras esperar
mucho rato, el asistente tuvo que ir a echar un vistazo a la
cocina:
—Las mujeres están tan nerviosas que no pueden ver si los
espagueti están hechos o no.
Mientras tanto, en el exterior se habían ido reuniendo miles
de personas que llamaban a Hitler a gritos.
—Ojalá ya los hubiéramos dejado atrás… —dijo.
Lentamente, y bajo una lluvia de flores, alcanzamos el portal
medieval de la ciudad. Unos jóvenes lo cerraron ante nuestros
107
ojos, mientras los niños se subían al pescante. Hitler tuvo que
repartir autógrafos, y sólo después le abrieron la puerta. Todos
se reían y Hitler reía con ellos.
En el campo, en todas partes, los campesinos dejaban lo que
estaban haciendo y las mujeres saludaban con la mano. Era una
marcha triunfal. Mientras el automóvil seguía avanzando, Hitler
se dio la vuelta para mirarme y me dijo:
—Hasta ahora sólo un alemán ha sido celebrado de esta
forma: ¡Lutero! Cuando recorría el país, las gentes acudían en
masa a verlo y agasajarlo. ¡Igual que hoy a mí!
Aquella gran popularidad era más que comprensible: la
opinión pública le atribuía en exclusiva los éxitos obtenidos en
economía y en política exterior, y veían cada vez más en él al
hombre capaz de hacer realidad el arraigado anhelo de una
Alemania poderosa, segura de sí misma y unida. Los
desconfiados eran una pequeña minoría. Y quien se veía asaltado
ocasionalmente por alguna duda, se tranquilizaba pensando en
aquellos éxitos y en el respeto de que también gozaba el régimen
en el extranjero, en general mucho más objetivo.
Durante aquel delirio de ovaciones de la población rural,
que también a mí me fascinó, hubo uno en nuestro coche que se
mostró crítico: Schreck, el chófer, que llevaba muchos años al
servicio de Hitler. Yo oía fragmentos de la conversación: «…
están descontentos por…, la gente del Partido se ha
envanecido…, engreídos, olvidan de dónde vienen…». Tras su
temprana muerte, en el despacho privado que Hitler tenía en el
Obersalzberg colgaban juntos un retrato al óleo de Schreck y
otro de la madre de Hitler[18]; sin embargo, no había ninguna
imagen del padre.
Poco antes de llegar a Bayreuth, Hitler cambió de coche y
subió sólo a un pequeño Mercedes cerrado que conducía su
fotógrafo particular, Hoffmann. Así llegó sin ser reconocido a la
108
villa Wahnfried, donde le estaba esperando la señora Winifred
Wagner. Nosotros nos dirigimos al cercano balneario de
Berneck, donde Hitler acostumbraba pasar la noche cuando
viajaba de Munich a Berlín en automóvil. En ocho horas sólo
habíamos logrado recorrer 210 kilómetros.
Cuando supe que no irían a buscar a Hitler a la villa
Wahnfried hasta muy entrada la noche, se me planteó un
dilema, pues a la mañana siguiente el viaje debía proseguir hacia
Nuremberg, y era muy posible que al llegar allí Hitler
estableciera el programa de las obras de acuerdo con los deseos
de la administración municipal. Si ésta lograba imponerse,
prácticamente no habría ninguna posibilidad de que mi
proyecto fuera tenido en cuenta, pues a Hitler le desagradaba
revocar sus decisiones. Schreck era el único que lo vería aquella
misma noche. Le expliqué mi planificación de los terrenos del
Congreso del Partido; me prometió mencionársela a Hitler
durante el viaje y, en caso de que reaccionara de forma positiva,
entregarle mis bocetos.
A la mañana siguiente, poco antes de partir, Hitler me
llamó.
—Estoy de acuerdo con su proyecto. Hablaremos hoy
mismo de él con el alcalde Liebel.
Dos años después, al hablar con un alcalde, Hitler habría
ido directamente al grano y le habría dicho algo como: «¡Aquí
está el plano de los terrenos del Congreso y así queremos que se
haga!». Pero en aquella época, en el año 1935, todavía no se
sentía con tanta autoridad y necesitó una hora de explicaciones
preparatorias antes de mostrar mi boceto. Desde luego, al
alcalde le pareció extraordinario, pues como antiguo miembro
del Partido había sido preparado para adoptar una actitud de
aprobación.
Después de elogiar mi idea, Hitler empezó a tantear de
109
nuevo el terreno: el proyecto implicaba el traslado del parque de
Nuremberg.
—¿Podemos hacerles esto a los nuremburgueses? Sé que le
tienen mucho cariño. Naturalmente, les pagaremos uno nuevo,
aún más bonito.
El alcalde, que al mismo tiempo era un buen defensor de los
intereses de su ciudad, le contestó:
—Habrá que convocar a los accionistas; intentar, quizá,
comprarles las acciones…
Hitler se mostró conforme con todo. Una vez fuera, Liebel,
frotándose las manos, dijo a uno de sus colaboradores:
—¿Por qué se ha pasado el Führer tanto rato tratando de
convencerme? Claro que le damos el parque; tendremos uno
nuevo y, de todos modos, el viejo ya no sirve. Tendrá que ser el
más hermoso del mundo. Al fin y al cabo, nos lo van a pagar.
Así pues, los habitantes de Nuremberg consiguieron, al
menos, un parque nuevo; fue lo único que pudo realizarse de
todo aquel proyecto.
Aquel mismo día nos dirigimos en tren a Munich. El
asistente Brückner me llamó por la noche:
—¡Que el diablo se los lleve a usted y a sus proyectos! ¿No
podía haber esperado? El Führer no ha pegado ojo en toda la
noche. ¡La próxima vez haga usted el favor de consultarme antes!
•••
Para la realización de aquel proyecto se creó una
Mancomunidad para las Instalaciones de los Congresos del
Partido del Reich en Nuremberg, de cuya financiación se hizo
cargo, muy en contra de su voluntad, el ministro de Hacienda
del Reich. Dejándose llevar por una extravagante inspiración,
Hitler nombró presidente del organismo a Kerrl, ministro de
Cultos del Reich; Bormann, que de este modo obtenía por
110
primera vez un cargo oficial de importancia fuera de la secretaría
del Partido, sería su portavoz.
La instalación completa suponía unas obras cuyo coste total
se elevaba a unos setecientos u ochocientos millones de marcos,
que equivaldrían a unos tres mil millones de marcos actuales:
ocho años más tarde, yo gastaría en cuatro días esa cantidad en
armamento. El complejo, que incluía instalaciones para alojar a
los que asistirían a los congresos, tenía una extensión
aproximada de 16,5 km2. Por cierto que ya en la época de
Guillermo II se había previsto levantar en aquel lugar un «centro
de celebración de fiestas nacionales alemanas» de 2000 por 600
metros[19].
Dos años después de ser aprobado por Hitler, la maqueta de
aquel proyecto se mostró en la Exposición Universal de París de
1937, donde fue distinguida con el Grand Prix. En el extremo
sur se encontraba el Campo de Marzo, cuyo nombre, además de
hacer referencia al dios de la guerra, tenía también por objeto
recordar el mes en que Hitler había implantado el servicio
militar obligatorio. La Wehrmacht efectuaría ejercicios de
combate, es decir, pequeñas maniobras militares, en aquellos
extensísimos terrenos, que ocupaban una superficie de 1050 por
700 metros. El grandioso recinto del palacio de los reyes Darío I
y Jerjes, en Persépolis, del siglo V a. C., tenía sólo una extensión
de 450 por 275 metros. Las tribunas tendrían catorce metros de
altura, para abarcar con la vista todo el perímetro, y darían
cabida a 160 000 espectadores. Veinticuatro torres de más de
cuarenta metros de altura iban a subdividir rítmicamente las
tribunas, y en el centro destacaría una tribuna de honor,
coronada por una escultura femenina. En el año 64, Nerón hizo
levantar en el Capitolio una figura colosal de 36 metros de
altura; la de la Estatua de la Libertad de Nueva York mide 46
metros: nuestra figura sería catorce metros más alta.
111
Por el norte, en dirección al antiguo palacio nuremburgués
de los Hohenzollern, que se podía ver a lo lejos, el Campo de
Marzo se abría en una avenida de dos kilómetros de longitud y
ochenta metros de anchura. Se había previsto que la Wehrmacht
desfilara por ella ante Hitler en secciones de unos cincuenta
metros de ancho. La avenida se terminó antes de la guerra y se
revistió de gruesas losas de granito que debían resistir también el
peso de los tanques. La superficie había sido raspada para que las
botas de los soldados no resbalaran durante los desfiles. A mano
derecha se alzaba una escalinata desde la que Hitler, rodeado de
su generalato, presidiría las demostraciones. Frente a ella había
una columnata en la que debían izarse las banderas de los
regimientos.
Esta columnata, de sólo dieciocho metros de altura, debía
dar relevancia al «gran estadio» que sobresaldría tras ella, para el
que Hitler había establecido una capacidad de 400 000
espectadores. La mayor instalación comparable de la historia era
el Circo Máximo de Roma, que podía acoger a entre 150 000 y
200 000 personas, mientras que los estadios modernos tenían
por entonces su límite en los 100 000 espectadores.
La pirámide de Keops, levantada hacia el año 2500 a. C.,
tiene, con sus 230 metros de longitud y 146 metros de altura,
un volumen de 2 570 000 m3. Por tanto, el estadio de
Nuremberg, de 550 metros de longitud por 460 metros de
anchura y un volumen edificado de 8 500 000 m3,
prácticamente lo habría triplicado[20]. El estadio había de ser,
con mucho, la obra más grande en su terreno y una de las más
imponentes de la historia. Para que pudiera acoger al número
previsto de espectadores, se hicieron unos cálculos que dieron
como resultado que el borde del estadio tendría que elevarse casi
cien metros. Darle forma de óvalo habría sido una solución
inadecuada, pues habría generado una caldera que no sólo
habría aumentado el calor, sino que seguramente también
112
habría provocado una sensación psíquica de opresión. Por eso
elegí la forma de herradura del estadio de Atenas. En una
pendiente de inclinación parecida, cuyas desigualdades
compensamos mediante una construcción de madera,
estudiamos si desde las gradas superiores sería posible ver las
manifestaciones deportivas; el resultado fue mejor de lo que yo
había supuesto.
Calculamos que el estadio de Nuremberg costaría de 200 a
250 millones de marcos, es decir, según los precios actuales de la
construcción, cerca de mil millones de marcos. Hitler no puso
ninguna objeción:
—Es menos de lo que cuestan dos acorazados del tipo
Bismarck. Y un acorazado puede ser destruido en un instante;
en cualquier caso, en menos de diez años ya es chatarra. Sin
embargo, esta obra perdurará durante siglos. Cuando el ministro
de Hacienda le pregunte cuánto costará todo esto, eluda usted la
respuesta. Dígale que aún no se tiene experiencia en proyectos
de tal magnitud.
Se encargó granito por valor de unos cuantos millones de
marcos, rojo claro para las fachadas y blanco para la tribuna de
los espectadores. En el lugar donde debía levantarse la obra se
excavó para los cimientos un hoyo descomunal que durante la
guerra se convirtió en un lago pintoresco que permitía intuir las
dimensiones de la construcción.
Al norte del estadio, la avenida para los desfiles pasaba por
encima de un estanque en el que debían reflejarse las
edificaciones, y terminaba abriéndose en una plaza, limitada a la
derecha por la Sala de Congresos, que sigue existiendo, y a la
izquierda por un «auditorio cultural» en el que Hitler
pronunciaría sus discursos.
La Sala de Congresos había sido diseñada en 1933 por el
arquitecto Ludwig Ruff; aparte de ella, Hitler me nombró
113
arquitecto de todas las obras del Campo de Congresos del
Partido. Me dejó las manos libres en cuanto a los planos y a la
realización, y desde entonces acudía cada año a colocar alguna
primera piedra. Es verdad que aquellas «primeras piedras» se
llevaban acto seguido al almacén municipal, donde habrían de
esperar hasta que el conjunto hubiera progresado lo suficiente
para ser colocadas en el sitio que les correspondía. Durante la
colocación de la primera piedra del estadio, el 9 de septiembre
de 1937, Hitler me estrechó solemnemente la mano delante de
todos los jerarcas del Partido allí reunidos:
—¡Éste es el día más grande de su vida! Quizá entonces yo
ya me sintiera algo escéptico, pues le contesté diciendo:
—No, hoy no, mein Führer, sino cuando la obra esté
terminada.
•••
A comienzos de 1939, Hitler trató de justificar ante unos
albañiles las dimensiones de su estilo arquitectónico con estas
palabras:
—¿Por qué siempre lo más grande? Lo hago para devolver a
cada ciudadano alemán la confianza en sí mismo. Para poder
decir a cada individuo, en cientos de campos distintos: nosotros
no somos inferiores, al contrario, estamos a la altura de
cualquier otro pueblo[21].
No se debe atribuir única y exclusivamente a la forma de
gobierno esta tendencia al gigantismo. La riqueza adquirida con
rapidez desempeña un papel tan importante como la necesidad
de demostrar las propias fuerzas, no importa por qué motivo.
Por eso encontramos las mayores construcciones de la
Antigüedad griega en las islas sicilianas y en Asia Menor. Puede
que eso haya tenido algo que ver con el hecho de que la
constitución de las ciudades fuera determinada por un solo
soberano; pero incluso en la Atenas de Pericles, la estatua de la
114
diosa Atenea esculpida por Fidias tenía doce metros de altura.
Además, varias de las siete maravillas del mundo han adquirido
popularidad mundial precisamente a causa de su extraordinaria
magnitud: el templo de Artemisa en Éfeso, el Mausoleo de
Halicarnaso, el Coloso de Rodas o el Zeus olímpico de Fidias.
Sin embargo, el gusto de Hitler por lo descomunal iba más
allá de lo que estaba dispuesto a confesar a aquellos obreros: lo
más grande debía glorificar su obra y aumentar su confianza en
sí mismo. La erección de aquellos monumentos debía servir para
anunciar su deseo de dominar el mundo mucho antes de que se
atreviese a comunicárselo a su entorno más íntimo.
También yo me sentí embriagado por la idea de crear
testimonios históricos de piedra con ayuda de planos, dinero y
empresas constructoras, para poder anticipar con ellos una
aspiración milenaria. Me sentí tan excitado como Hitler al
poderle demostrar que, al menos en lo referente al tamaño,
habíamos superado las principales construcciones históricas.
Pero en tales ocasiones Hitler nunca manifestaba en voz alta su
entusiasmo. Escatimaba las grandes palabras. Quizá en aquellos
momentos se sintiera sobrecogido por cierto temeroso respeto;
no obstante, le gustaba la imagen de su propia grandeza,
generada a una orden suya y proyectada hacia la eternidad.
•••
En el mismo Congreso del Partido de 1937 en que Hitler
colocó la primera piedra del estadio, concluyó su discurso con
esta frase: «Finalmente, la nación alemana ha conseguido su
Imperio germánico». Brückner, el asistente de Hitler, contó
durante el almuerzo que se celebró a continuación que en aquel
momento el mariscal Von Blomberg había llorado de emoción.
A Hitler le pareció que aprobaba plenamente el significado
fundamental de sus palabras.
En aquella época se habló mucho de que aquella frase
115
misteriosa abría una nueva etapa política. Yo sabía poco más o
menos cuál era la intención de Hitler al pronunciarla, pues por
la misma época me retuvo un día inesperadamente en la escalera
de su casa, dejando que pasaran los demás acompañantes.
—Vamos a crear un gran Imperio. Reuniremos a todos los
pueblos germánicos, desde Noruega hasta el norte de Italia. Soy
yo quien debe conseguirlo. ¡Ojalá conserve la salud! —me dijo.
Esta formulación todavía era relativamente contenida. En
primavera de 1937, Hitler me visitó en mis locales de exposición
de Berlín. Nos hallábamos solos ante la maqueta del estadio
destinado a 400 000 espectadores, de más de dos metros de
altura. La habíamos montado exactamente a la altura de los ojos
y presentaba todos los detalles que habría de tener en el futuro.
La iluminaban unos potentes proyectores, por lo que, con un
poco de fantasía, nos podíamos imaginar a la perfección el
efecto que causaría. Los planos estaban colgados en unos
tableros que había al lado de la maqueta. Hitler centró en ellos
su atención. Hablamos de los Juegos Olímpicos. Le advertí una
vez más de que mi campo de deportes no tenía las dimensiones
olímpicas reglamentarias. A lo que Hitler respondió, sin cambiar
de tono, como si se tratara de algo natural e indiscutible:
—Eso no importa. En 1940 los Juegos Olímpicos todavía se
celebrarán en Tokio. Pero después van a celebrarse en Alemania
para siempre, en este estadio. Y entonces seremos nosotros
quienes determinemos cuánto ha de medir el campo de
deportes.
De acuerdo con nuestro meticuloso plan de trabajo, el
estadio debía estar concluido para el Congreso del Partido de
1945…
116
CAPÍTULO VI
EL MAYOR ENCARGO
Hitler se paseaba intranquilo arriba y abajo por el jardín del
Obersalzberg.
—Realmente, no sé qué hacer. Se trata de una decisión
difícil. De buena gana me aliaría con los ingleses, pero a lo largo
de la historia han demostrado muchas veces que no son de fiar.
Si me pongo de su parte, nuestras relaciones con Italia habrán
terminado para siempre. Después los ingleses me darán de lado
y nos encontraremos nadando entre dos aguas.
Así solía expresarse en otoño de 1935 en su círculo íntimo,
que, como siempre, lo había acompañado al Obersalzberg. Por
aquellos días, mediante bombardeos masivos, Mussolini había
comenzado sus avances en Abisinia; el negus había huido y se
había proclamado un nuevo Imperio romano.
Desde que su visita oficial a Italia en junio de 1934 resultara
tan poco exitosa, Hitler sentía desconfianza, si no hacia
Mussolini, sí, en cambio, hacia los italianos y su política. Ahora,
sumido en la duda, recordó el testamento político de
Hindenburg, según el cual Alemania jamás debía marchar de
nuevo al lado de Italia. Bajo la dirección de Inglaterra, la
Sociedad de Naciones iba a imponer sanciones económicas a
Italia. Era el momento, opinaba Hitler, de inclinarse de una vez
por todas por los ingleses o por los italianos. Se trataba de una
decisión muy seria. Al igual que repetiría más tarde con
frecuencia, decía estar dispuesto a garantizar su imperio a los
117
ingleses a cambio de un acuerdo global. Sin embargo, las
circunstancias no le dejaban elección. Lo forzaban a optar por
Mussolini. No le resultó fácil elegir, a pesar de la afinidad
ideológica y de la relación personal que habían iniciado. Días
después, Hitler seguía manifestando su pesar por haberse visto
obligado a dar aquel paso, y se mostró muy aliviado cuando,
unas semanas después, resultó que las sanciones impuestas a
Italia respetaban a este país en puntos decisivos. Hitler pensó
que ni Francia ni Inglaterra querían correr ningún riesgo. Lo
que más adelante parecería una demostración de soberbia no fue
sino el resultado de tales experiencias. Según concluyó Hitler
entonces, los gobiernos occidentales se habían mostrado débiles
e indecisos.
Esta opinión se vio reforzada cuando, el 7 de marzo de
1936, las tropas alemanas penetraron en la Renania
desmilitarizada. Esto suponía una flagrante violación de los
acuerdos de Locarno y habría justificado la contraofensiva
militar de las potencias implicadas. Hitler esperó, nervioso, las
primeras reacciones. Todos los compartimentos del vagón
especial en que viajamos a Munich en el atardecer de aquel día
rebosaban una atmósfera de tremenda tensión que surgía de la
cabina que ocupaba el Führer. En una de las estaciones se hizo
llegar una noticia al vagón y Hitler respiró aliviado:
—¡Por fin! El rey de Inglaterra no interviene. Mantiene su
palabra. Entonces, todo irá bien.
La reacción de Hitler delataba su desconocimiento del
escaso margen que la Constitución inglesa dejaba a la Corona
frente al Parlamento y al Gobierno. Con todo, es verdad que
una intervención militar habría requerido posiblemente la
anuencia del rey; quizá Hitler se refería a esto. De todos modos,
estuvo muy preocupado y tiempo después, cuando ya se hallaba
en guerra con casi todo el mundo, siguió calificando su entrada
118
en Renania como la más osada de todas sus empresas.
—No teníamos un ejército digno de tal nombre: ni siquiera
habríamos podido imponernos a Polonia. Si los franceses se
hubieran puesto serios, nos habrían vencido fácilmente. Nuestra
resistencia habría estado en las últimas en un par de días. Y
nuestras fuerzas aéreas eran poco menos que ridículas: sólo
teníamos algunos Ju 52 de la Lufthansa, y ni siquiera
disponíamos de bastantes bombas para esos aparatos.
Después de la abdicación del rey Eduardo VIII, más tarde
duque de Windsor, volvió a hablar con frecuencia de la supuesta
comprensión que sentía aquel hombre por la Alemania
nacionalsocialista:
—Estoy seguro de que con él habríamos podido establecer
unas relaciones cordiales y duraderas con Inglaterra. Todo
habría sido distinto. Su abdicación fue una dura pérdida para
nosotros.
Estas observaciones iban acompañadas de otras sobre
oscuros poderes, enemigos de Alemania, que decidían el curso
de la política británica. Su aflicción por no haber llegado a un
entendimiento con Inglaterra fue una constante durante todos
los años en que ejerció el poder. Este sentimiento aumentó
todavía más cuando el duque de Windsor y su esposa visitaron a
Hitler en el Obersalzberg el 22 de octubre de 1937; al parecer,
se expresaron favorablemente sobre los logros del Tercer Reich.
Algunos meses después de la impune entrada del ejército
alemán en Renania, Hitler se alegró de la atmósfera de armonía
que reinó durante los Juegos Olímpicos. Era evidente que el
descontento internacional se había disipado ya. Hitler dio
instrucciones de transmitir a las numerosas celebridades
extranjeras la impresión de una Alemania llena de sentimientos
pacíficos, siguió con gran excitación las competiciones
deportivas y, mientras que cualquier éxito alemán inesperado —
119
y fueron muchos— lo hacía feliz, reaccionó con gran enojo ante
la serie de victorias obtenidas por el fabuloso corredor
norteamericano de color Jesse Owens. Los hombres cuyos
antepasados procedían de la selva eran seres primitivos, de
constitución más atlética que la civilizada raza blanca, opinaba
encogiéndose de hombros. Por lo tanto, no constituían unos
rivales justos y en el futuro habría que excluirlos de las
competiciones deportivas. Lo que más impresionó a Hitler fue
el júbilo frenético de los berlineses durante la entrada solemne
en el estadio olímpico del equipo francés, que desfiló frente a la
tribuna de honor de Hitler con la mano en alto, desatando el
entusiasmo espontáneo de muchos espectadores. En aquel
prolongado aplauso del público, Hitler olfateó una voz popular
impulsada por el anhelo de paz y de entendimiento con el país
vecino. Si interpreto acertadamente lo que observé en aquella
ocasión, creo que Hitler se sintió más intranquilo que satisfecho
por aquella explosión de júbilo.
•••
En primavera de 1936 Hitler inspeccionó conmigo un
sector de la autopista. Mientras hablábamos dejó caer la
siguiente observación:
—Tengo que encargarle otra obra. Será la mayor de todas.
La cosa quedó en esta insinuación. No me dijo nada más.
Es cierto que a veces esbozaba algunas ideas respecto a la
remodelación de Berlín, pero hasta junio no me mostró un
plano del centro de la ciudad:
—He explicado largamente y con todo detalle al alcalde por
qué esta nueva calle ha de tener 120 metros de anchura, y ahora
resulta que me dibuja una de sólo noventa metros.
Algunas semanas más tarde el alcalde, el doctor Lippert,
antiguo camarada del Partido y redactor jefe del periódico
berlinés Angriff, fue citado de nuevo. Pero nada había cambiado
120
y la calle seguía teniendo sus noventa metros. Lippert sentía
poco entusiasmo por los proyectos de Hitler. Al principio este se
mostró sólo un poco molesto; opinaba que Lippert era un
hombre de miras estrechas, incapaz de regir una ciudad
cosmopolita y aún más de comprender la trascendencia histórica
del papel que el destino le había reservado. Sin embargo, con el
tiempo sus observaciones fueron subiendo de tono:
—Lippert es un incapaz; un idiota, un fracasado, un cero a
la izquierda.
Lo sorprendente era que Hitler jamás expresara su
descontento en presencia del alcalde, y que tampoco intentara
convencerlo nunca. A veces tengo la impresión de que ya
entonces rehuía el fatigoso cometido de dar explicaciones.
Cuatro años después, tras un paseo desde la residencia de
montaña a la casa de té durante el cual había vuelto a expresar
su irritación sobre Lippert, llamó a Goebbels y le ordenó de
manera categórica que destituyera al alcalde.
Hasta el verano de 1936, la intención de Hitler fue que la
administración municipal se hiciera cargo de los proyectos de
Berlín. Pero entonces me ordenó presentarme y, sin rodeos y sin
la menor solemnidad, me hizo el encargo:
—No hay nada que hacer con esta ciudad. A partir de
ahora, será usted quien se ocupe de ella. Llévese este dibujo.
Cuando tenga algo terminado, enséñemelo. Ya sabe que para
estas cosas siempre tengo tiempo.
Hitler me explicó que la idea de una vía de gran amplitud se
le había ocurrido en los años veinte, después de estudiar unos
planos de Berlín que le parecieron poco satisfactorios[22]. Ya
entonces había adoptado la resolución de trasladar las estaciones
de Anhalt y Potsdam al sur del aeródromo de Tempelhof; eso
liberaría la zona que las amplias instalaciones viarias ocupaban
en el centro de la ciudad y, con unos pocos derribos y partiendo
121
de la Siegesallee, daría lugar a una magnífica vía de cinco
kilómetros de longitud, flanqueada por edificios representativos.
Todas las escalas constructivas de Berlín iban a ser
inmensamente superadas por dos edificaciones que Hitler
pretendía levantar en la nueva calle monumental. En el extremo
norte, cerca del Reichstag, preveía una gigantesca sala de
reuniones, coronada por una cúpula de 250 metros de diámetro,
en la que habría cabido varias veces la basílica romana de San
Pedro. En el interior, la superficie abovedada libre sería de unos
38 000 m2, que darían cabida a más de 150 000 personas de pie.
Durante las primeras conversaciones que tuvimos al
respecto, cuando nuestras reflexiones urbanísticas estaban
todavía en sus comienzos, Hitler creyó tener que explicarme que
las dimensiones de aquel tipo de salas tenían que decidirse de
acuerdo con las ideas de la Edad Media. Me dijo, por ejemplo,
que la catedral de Ulm tenía una superficie de 2500 m2, a pesar
de que cuando se comenzó a edificar, en el siglo XIV, Ulm sólo
tenía 15 000 habitantes, incluidos niños y ancianos.
—Así pues, nunca pudieron llenar el sitio. En comparación,
una sala en la que quepan 150 000 personas resulta incluso
pequeña para una ciudad como Berlín, que cuenta con varios
millones de habitantes.
A cierta distancia de la estación del sur, Hitler, como polo
opuesto a esta sala, pretendía erigir un arco de triunfo cuya
altura había fijado en 120 metros.
—Será un digno monumento a nuestros muertos en la Gran
Guerra. Grabaremos en granito el nombre de cada uno de
nuestros 1 800 000 caídos. El mísero monumento que ha
levantado la República en Berlín es una vergüenza. ¡Menuda
deshonra para una gran nación!
Entonces me entregó dos bocetos que había dibujado en
unas tarjetas.
122
—Son de hace diez años. Los conservo porque siempre he
estado seguro de llegar a construirlos algún día. Y eso es lo que
haremos ahora.
La comparación con el tamaño de las personas dibujadas
demostraba, me explicó Hitler, que ya entonces había previsto
una cúpula con un diámetro de más de doscientos metros y un
arco de triunfo con una altura de más de cien. Lo más
asombroso de todo no eran aquellas enormes dimensiones, sino
la obsesión que lo había llevado a planear aquellas
monumentales construcciones cuando aún no podía tener
ninguna esperanza de que pudieran hacerse realidad. Y
actualmente me parece más bien intranquilizador que en plena
época de paz, mientras hablaba de su voluntad de
entendimiento, comenzara a hacer realidad esos proyectos, que
reflejaban claramente sus aspiraciones belicistas de dominio
hegemónico.
—Berlín es una gran ciudad, pero no una ciudad
cosmopolita. ¡Mire usted París, la ciudad más hermosa del
mundo, o la misma Viena! ¡Son verdaderas ciudades! Sin
embargo, Berlín no es más que un desordenado montón de
edificaciones. Tenemos que superar a París y a Viena —opinaba
en las numerosas conversaciones que comenzaron entonces, que
generalmente tenían lugar en la Cancillería del Reich. Antes de
empezarlas, los demás tenían que alejarse.
Hitler había estudiado con detenimiento los planos de
Viena y París años atrás, y durante nuestras discusiones acudían
a su memoria toda clase de detalles. Admiraba de Viena la
creación urbanística que había supuesto la Ringstrasse, con sus
grandes edificaciones, el Ayuntamiento, el Parlamento, la Sala
de Conciertos o el Palacio Imperial y los museos. Hitler era
capaz de reproducir a escala esa parte de la ciudad y había
aprendido que los grandes edificios representativos, al igual que
123
los monumentos, debían proyectarse de modo que todos sus
lados fueran visibles. Admiraba aquella clase de construcciones,
aunque no respondieran exactamente a su gusto, como ocurría,
por ejemplo, con el Ayuntamiento neogótico:
—Aquí Viena queda dignamente representada. En cambio,
mire usted el Ayuntamiento de Berlín. Tendremos uno más
bonito que Viena, puede usted estar seguro de ello.
Aún lo impresionaban más las grandes avenidas y los nuevos
bulevares que Georges E. Haussmann construyó en París entre
1853 y 1870, que habían costado 2500 millones de francos oro.
Tenía a Haussmann por uno de los grandes urbanistas de la
historia, pero esperaba que yo lo superaría. Los largos años de
lucha de Haussmann hacían temer a Hitler que también sus
proyectos para Berlín tropezarían con resistencias. Sólo con su
autoridad, decía, conseguiría imponerse.
No obstante, al principio empleó una argucia para ganarse a
la reticente administración municipal, que consideraba que los
planes de Hitler, una vez quedó claro que el Ayuntamiento
tendría que correr con los considerables gastos que suponía la
apertura y construcción de las calles, instalaciones públicas y vías
rápidas, eran un obsequio funesto.
—Vamos a dedicarnos un tiempo a hacer proyectos para
construir una nueva capital a orillas del Müritzsee, en
Mecklemburgo. Ya verá cómo se despiertan los berlineses, en
cuanto olfateen el peligro de que el Gobierno del Reich se
traslade a otro lugar —opinaba Hitler.
En efecto, bastaron algunas insinuaciones de este tipo para
que los ediles de la ciudad se mostraran dispuestos a correr con
los gastos de la planificación urbanística. Con todo, durante
algunos meses Hitler se sintió atraído por la idea de construir un
«Washington» alemán, e imaginaba el modo de construir una
«ciudad ideal» a partir de la nada. Pero al final lo rechazó:
124
—Las capitales edificadas artificialmente siempre han estado
muertas. Piense usted en Washington o en Canberra. Tampoco
hay vida en Karlsruhe, pues los anquilosados funcionarios viven
allí encerrados en su propio círculo.
En relación con este episodio, aún hoy no sabría decir si
Hitler estaba representando una comedia ante mí o si alguna vez
pensó en serio en aquel proyecto.
El punto de partida de sus ideas urbanísticas para Berlín
eran los dos kilómetros de largo de los Campos Elíseos parisinos
y su Arc de Triomphe, de cincuenta metros de altura,
construido por Napoleón I en 1805. De aquí procedía también
su modelo del «Gran Arco», así como su opinión respecto a la
anchura de la calle:
—Los Campos Elíseos tienen cien metros de ancho. Desde
luego, nuestra calle será veinte metros mayor. Cuando el Gran
Elector de Brandenburgo, un hombre de grandes miras,
construyó en el siglo XVIII la avenida Unter der Linden, de
sesenta metros de anchura, podía imaginar tan poco el tráfico
actual como Haussmann cuando proyectó los Campos Elíseos.
Para poner en práctica sus proyectos, Hitler, a través del
subsecretario Lammers, promulgó un decreto por el que se me
concedían amplios poderes y se me ponía directamente bajo sus
órdenes. El ministro del Interior, el alcalde de Berlín y el jefe
regional Goebbels no tendrían ninguna autoridad sobre mí.
Hitler me dispensó de la obligación de informar de mis
proyectos a la ciudad y al Partido[23]. Cuando le manifesté mi
deseo de que se me permitiera realizar también este proyecto en
calidad de arquitecto independiente, se mostró de acuerdo
enseguida. El subsecretario Lammers dio con una figura legal
que tenía en cuenta la aversión de Hitler hacia el funcionariado.
Mi departamento no adquirió carácter oficial, sino que fue
considerado un gran instituto de investigación independiente.
125
Hitler me confió oficialmente «el mayor encargo» el 30 de
enero de 1937. Pasó mucho tiempo buscando una
denominación altisonante que inspirara respeto, hasta que Funk
encontró la solución, «Inspector General de Edificación de la
Capital del Reich». Al entregarme el acta de nombramiento se
mostró casi tímido, lo que resulta muy revelador respecto a su
actitud hacia mí. Me la puso en la mano después del almuerzo y
me dijo:
—Que le vaya bien.
Interpretando generosamente mi contrato, a partir de aquel
momento me correspondía el rango de un Secretario de Estado
del Gobierno del Reich. Así pues, a los treinta y dos años de
edad ocupé junto al doctor Todt la tercera fila de los escaños
gubernamentales, podía sentarme en el extremo de la mesa
durante los banquetes oficiales y recibía automáticamente de
cada visitante oficial extranjero una bonita condecoración
acorde a mi categoría. Tenía asignado un sueldo de mil
quinientos marcos mensuales, lo que era una suma
insignificante en comparación con los honorarios que recibía
como arquitecto.
En febrero de aquel mismo año, Hitler ordenó sin ambages
al ministro de Educación que cediera a mi departamento —
abreviado con las siglas GBI, correspondientes a la primera parte
de mi título, Generalbauinspektor— el venerable edificio de la
Academia de Bellas Artes, sito en la Pariser Platz, al que podía
acceder sin ser visto pasando por los jardines ministeriales. No
tardó en frecuentar ese camino.
La idea urbanizadora de Hitler tenía una desventaja
considerable: no la había pensado hasta el final. Estaba
empeñado en su proyecto de unos «Campos Elíseos berlineses»
que tuvieran dos veces y media la longitud del original parisino
y no tenía en absoluto en cuenta la estructura de una ciudad de
126
cuatro millones de habitantes. Para un urbanista, una calle de tal
naturaleza sólo tendría sentido como núcleo de una nueva
ordenación. Para Hitler, en cambio, era un elemento de
esplendor decorativo y constituía un fin en sí mismo. Tampoco
solucionaba el problema de los ferrocarriles berlineses. La
gigantesca cuña que formaba el trazado de las vías, que dividía la
ciudad en dos, tan sólo se desplazaría algunos kilómetros al sur.
El doctor Leibbrand, director general del Ministerio de
Transportes y proyectista en jefe de la red ferroviaria del Reich,
vio en los planes de Hitler la posibilidad de llevar a cabo una
gran reforma de toda la red viaria de la capital. Y juntos
encontramos una solución que quizá fuera la ideal: debían
añadirse dos vías a la línea de circunvalación de Berlín, para que
pudiera incorporar el tráfico de largo recorrido. De ese modo,
habría dos estaciones centrales, una en el norte y otra en el sur,
lo que permitiría prescindir de las numerosas terminales
berlinesas (las de Lehrt, Anhalt y Potsdam). Se calculó que el
coste de las nuevas instalaciones ferroviarias sería de entre mil y
dos mil millones de marcos[24].
El nuevo trazado nos permitía continuar la nueva calle hacia
el sur, a través de la antigua instalación ferroviaria, y obtener, a
sólo cinco kilómetros del corazón de la ciudad, una gran
superficie libre en la que podríamos construir una zona
residencial para 400 000 personas[25]. Hacia el norte, la
eliminación de la estación de Lehrt también hacía posible
prolongar el recorrido de la calle y urbanizar nuevos terrenos.
Sin embargo, ni Hitler ni yo queríamos renunciar a la Gran Sala
que debía rematar la magnífica avenida; la gigantesca plaza que
habría ante ella permanecería cerrada al tráfico. El aspecto
representativo dominó sobre las necesidades del tráfico nortesur, cuya fluidez quedó así notablemente afectada.
Resultaba natural que la Heerstrasse, que tenía sesenta
127
metros de anchura y se dirigía al Oeste, se alargara en dirección
Este. El proyecto fue parcialmente realizado después de 1945,
cuando se prolongó la antigua Frankfurter Allee. Al igual que el
eje norte-sur, habría de llegar hasta su terminación natural, la
autopista de circunvalación, con objeto de abrir nuevos terrenos
urbanizables también al este de Berlín; de esta forma podríamos
duplicar el número de habitantes de la ciudad a pesar del
simultáneo saneamiento del casco antiguo[26].
Ambos ejes estarían rodeados de elevados edificios
comerciales y de oficinas, que se escalonarían hacia ambos lados
en estructuras cada vez más bajas, hasta pasar finalmente a una
zona de casas particulares rodeada de espacios verdes. Con este
sistema esperaba evitar el estrangulamiento del centro de la
ciudad por las tradicionales zonas urbanizadas, que lo cercan en
forma de anillo. Este sistema, resultado forzoso de mi estructura
axial, llevaba radialmente las zonas verdes casi hasta el mismo
centro de la ciudad.
Al otro lado de la autopista, en los cuatro extremos de la
cruz formada por los nuevos ejes, se reservaron terrenos para
construir sendos aeropuertos comerciales. Además, estaba
previsto emplear el lago Rangsdorfer como superficie de amaraje
para hidroaviones, pues, según se creía entonces, éstos
prometían cubrir un radio de acción cada vez mayor. El
aeródromo de Tempelhof, ubicado muy cerca del centro del
nuevo plan urbanístico, sería clausurado y transformado en un
parque de atracciones que seguiría el modelo del Tívoli de
Copenhague. Pensábamos que en un futuro más lejano la cruz
axial sería completada por cinco anillos de circunvalación y
diecisiete calles radiales, de sesenta metros de ancho cada una;
sin embargo, al principio nos limitamos a establecer nuevas
alineaciones. Para enlazar la cruz axial y una parte de los anillos,
proyectamos vías subterráneas rápidas que aliviarían el tráfico
callejero. Al Oeste, limitando con el estadio olímpico, se
128
levantaría un nuevo distrito universitario, pues la mayoría de las
instalaciones de la antigua Universidad Friedrich-Wilhelm,
situada en Unter den Linden, eran demasiado viejos y se
encontraban en un estado lamentable. Al norte se extendería, a
continuación, un nuevo distrito médico, provisto de hospitales,
laboratorios y academias. También las orillas del río Spree entre
la isla de los museos y el Reichstag, una zona muy descuidada de
la ciudad, llena de depósitos de chatarra y pequeñas fábricas,
habrían de ser reorganizadas para acoger las ampliaciones y los
anexos de los museos de Berlín.
Al otro lado del anillo que formaba la autopista se había
previsto habilitar unas zonas recreativas que ya estaban siendo
reforestadas por un funcionario designado para este fin, quien
estaba transformando los característicos pinares de
Brandenburgo en bosques frondosos. Siguiendo el ejemplo del
Bois de Boulogne, también el Grunewald habría de disponer de
senderos, lugares de recreo, restaurantes e instalaciones
deportivas para los millones de habitantes de la capital del
Reich. Hice plantar allí decenas de miles de árboles frondosos,
para recuperar el viejo bosque mixto que había talado Federico
el Grande para financiar las guerras de Silesia. Lo único que ha
quedado del gigantesco plan de reorganización de Berlín son
estos árboles.
A medida que trabajábamos en él, el primitivo proyecto de
Hitler de una grandiosa avenida había ido generando un nuevo
concepto de urbanismo. Comparada con aquella amplia
reordenación, la idea inicial resultaba insignificante. Al menos
en lo que se refiere a los planes urbanísticos, yo había superado
con creces las ideas de grandeza de Hitler, y eso era algo que
debió de ocurrirle muy pocas veces en su vida. Aceptaba sin
vacilar todas las ampliaciones y me dejaba las manos libres, pero
no era capaz de entusiasmarse por esta parte de la planificación.
Es verdad que lo examinaba todo, aunque muy por encima, y al
129
cabo de unos minutos preguntaba, aburrido:
—¿Dónde tiene usted los nuevos planos de la gran avenida?
Con ello seguía refiriéndose a la parte central de la magnífica
avenida que había exigido inicialmente. Después disfrutaba
hablando de los Ministerios, de los edificios administrativos de
las grandes firmas alemanas, de un nuevo teatro de ópera, de
hoteles de lujo y de grandes centros recreativos, y yo disfrutaba
con él. Sin embargo, para mí la planificación general estaba al
mismo nivel que los edificios representativos; para Hitler, no. Su
pasión por las construcciones eternas lo llevaba a desinteresarse
por completo de las infraestructuras viarias y de las zonas
residenciales y verdes: la dimensión social le era indiferente.
Hess, por el contrario, únicamente se interesaba por la
construcción de viviendas y apenas prestaba atención a la parte
representativa de nuestra planificación. Al final de una de sus
visitas me manifestó sus reservas a ese respecto. Le prometí que
por cada ladrillo que pusiera para la construcción de los edificios
representativos pondría otro para las viviendas. Cuando Hitler
se enteró, se mostró desagradablemente sorprendido y habló de
la urgencia de lo que él pretendía; sin embargo, no anuló
nuestro acuerdo.
•••
Al contrario de lo que se suele suponer, yo no era el
arquitecto en jefe de Hitler, a quien debieran subordinarse todos
los demás. A los arquitectos encargados de la reforma de
Munich y Linz se les otorgaron poderes semejantes a los míos.
Con el tiempo, Hitler fue empleando a un número cada vez
mayor de arquitectos, a los que encargaba cometidos especiales;
antes de la guerra debieron de ser diez o doce.
Durante nuestras deliberaciones se ponía de manifiesto la
capacidad de Hitler para comprender rápidamente un proyecto
y hacerse una idea espacial a partir de la planta y los alzados. A
130
pesar de todos los asuntos de Estado, y aunque muchas veces se
ocupaba de más de diez grandes obras en distintas ciudades, se
familiarizaba enseguida con los planos y lograba recordar los
cambios que había exigido; los que contaban con que Hitler
habría olvidado alguna sugerencia o petición se llevaban un
desengaño.
Por lo general, en las entrevistas se mostraba reservado y
discreto. Cuando proponía alguna modificación, lo hacía
siempre con gran amabilidad y sin ningún matiz hiriente: nunca
recurría al tono autoritario que empleaba con sus colaboradores
políticos. Convencido de la responsabilidad de los arquitectos
respecto a su obra, procuraba que fuera el arquitecto y no el jefe
regional o nacional que lo acompañaba quien tomara la palabra.
No quería que ninguna autoridad incompetente se entrometiera
en las explicaciones. Cuando se oponía a alguna idea de Hitler
otra distinta, no insistía en absoluto en que prevaleciera su
voluntad:
—Sí, tiene usted razón, así está mejor.
Así, también yo tuve la sensación de ser el responsable de
todo lo que diseñaba bajo las órdenes de Hitler. A menudo
teníamos diferencias de opinión, pero no puedo recordar
ningún caso en que a mí, como arquitecto, me obligara a
aceptar su criterio. A esta relación relativamente igualitaria entre
arquitecto y constructor se debe que más adelante, siendo
ministro de Armamentos, actuara con mayor independencia que
la mayoría de ministros y mariscales.
Hitler sólo reaccionaba con terquedad y sin compasión
cuando percibía una oposición muda y fundamental. Así, el
profesor Bonatz, maestro de toda una generación de arquitectos,
no volvió a recibir ningún encargo después de criticar las obras
de Troost en la Königsplatz de Munich. Ni siquiera Todt se
atrevió a sugerir que Bonatz construyera algunos puentes en la
131
autopista. Sólo cuando pedí a la señora Troost, la viuda del
respetado profesor, que intercediera por él, Bonatz recuperó la
gracia de Hitler.
—¿Por qué no va a construir puentes? —dijo aquella dama
—. Al fin y al cabo, para las construcciones técnicas es muy
bueno.
Sus palabras tuvieron peso suficiente y Bonatz construyó
puentes en la autopista.
Hitler aseguraba una y otra vez:
—¡Cuánto me habría gustado ser arquitecto! —Pero
entonces yo no tendría contratista— le respondía a veces.
—¡Bah! Usted se habría impuesto siempre —replicaba.
A veces me pregunto si Hitler no habría interrumpido su
carrera política en el caso de haber encontrado a un contratista
acaudalado a principios de los años veinte. Sin embargo, creo
que en el fondo su conciencia de tener una misión política y su
pasión por la arquitectura eran inseparables. Esto lo demuestran
precisamente los dos bocetos que dibujó hacia 1925 el político
casi fracasado que era entonces, a los treinta y seis años de edad,
y que conservó con la intención, al parecer absurda, de coronar
algún día sus éxitos como estadista con arcos de triunfo y
grandes cúpulas.
El Comité Olímpico Alemán se encontró en una situación
desagradable cuando Hitler hizo que el secretario de Estado del
Ministerio del Interior, Pfundtner, le mostrara los primeros
planos del nuevo estadio. Otto March, el arquitecto, había
proyectado una construcción de hormigón armado y cristal,
parecida al estadio de Viena. Después de la visita, Hitler regresó
colérico y excitado a su domicilio, donde me había citado para
examinar algunos planos. Sin más preámbulos, hizo comunicar
al secretario de Estado que había que cancelar los Juegos
Olímpicos. Después de todo, no podían celebrarse sin su
132
presencia, pues el jefe del Estado tenía que inaugurarlos, pero él
no iba a pisar jamás semejante caja moderna de cristal. Durante
la noche hice un diseño para revestir la estructura con piedra
natural y suprimir el acristalamiento, y Hitler quedó satisfecho.
Él se ocupó de financiar el gasto suplementario, el profesor
March aprobó la reforma, y la celebración de los Juegos
Olímpicos de Berlín quedó a salvo. Con todo, no me quedó
muy claro si habría llegado a cumplir su amenaza o si ésta era
sólo la expresión de aquélla terquedad con la que solía imponer
su voluntad.
Hitler también rechazó bruscamente participar en la
Exposición Universal de París de 1937, a pesar de que la
invitación ya había sido aceptada y ya estaba decidido el lugar
en que se construiría el pabellón alemán, porque no le agradó
ninguno de los anteproyectos. En vista de ello, el Ministerio de
Economía me pidió que realizara uno. El pabellón alemán y el
soviético debían levantarse uno frente al otro, lo que constituía
una agudeza intencionada de la dirección francesa de la
exposición. Casualmente, durante una visita por París me
extravié y fui a entrar en el sitio donde estaba expuesto el
proyecto del pabellón soviético, que se mantenía en secreto:
sobre un podio de gran altura, un grupo de figuras de diez
metros de alto parecía encaminarse triunfalmente hacia el
pabellón alemán. En consecuencia, diseñé una masa cúbica,
estructurada en pesados pilares, que parecía hacer frente al
asalto, mientras que desde la cornisa de la torre un águila con la
esvástica entre las garras miraba con desprecio al grupo ruso.
Aquella construcción me procuró una medalla de oro, al igual
que a mi colega soviético.
Durante la comida inaugural de nuestro pabellón me
encontré con el embajador francés en Berlín, André FrançoisPoncet. Me propuso que mostrara mis trabajos en París y que a
cambio se realizara en Berlín una exposición dedicada a la
133
moderna pintura francesa. La arquitectura francesa se había
quedado rezagada, me dijo, «pero en pintura ustedes aún
pueden aprender de nosotros». En la primera ocasión que tuve,
informé a Hitler de aquella propuesta, que me ofrecía la
posibilidad de darme a conocer internacionalmente. Hitler
guardó silencio ante lo que para él era una observación
desagradable, lo cual en principio no implicaba rechazo ni
asentimiento, pero excluía la posibilidad de volver a hablarle
jamás del asunto.
Durante los días que permanecí en París vi el Palais de
Chaillot y el Palais des Musées d’Art Moderne, así como el
Musée des Travaux Publiques, todavía en construcción, que
había sido diseñado por el célebre vanguardista Auguste Perret.
Me dejó perplejo que también Francia tendiera hacia el
neoclasicismo en sus construcciones representativas.
Posteriormente se ha afirmado con frecuencia que éste es el
estilo característico de la construcción oficial de los Estados
totalitarios, pero eso no es verdad en absoluto. Es, más bien, una
característica de la época, que marcó tanto las ciudades de
Washington, Londres o París como las de Roma, Moscú o
nuestros proyectos para Berlín[27].
Tras procurarnos algunas divisas francesas, mi esposa y yo
viajamos por Francia en automóvil en compañía de algunos
amigos. Avanzábamos despacio en dirección sur, visitando
palacios y catedrales, y llegamos a la enorme fortificación de
Carcasona, que nos hizo sentir románticos, a pesar de que sólo
se trataba de una de las instalaciones bélicas más funcionales de
la Edad Media, el equivalente de la época a los refugios atómicos
actuales. En el hotel del castillo descubrimos un vino tinto
francés añejo y nos propusimos disfrutar unos días más de la paz
de la región, pero esa misma noche me llamaron por teléfono.
En aquel apartado rincón, y teniendo en cuenta que nadie
conocía nuestra ruta, me había sentido a resguardo de las
134
llamadas de los asistentes de Hitler.
Sin embargo, la policía francesa, por razones de seguridad y
control, había seguido nuestro itinerario. En cualquier caso,
enseguida pudo responder a la consulta que se le hacía desde el
Obersalzberg y comunicó dónde nos encontrábamos. El
asistente Brückner estaba al aparato:
—Mañana al mediodía tiene que ir a ver al Führer.
A mi objeción de que sólo para el viaje de regreso ya
necesitaba dos días y medio, contestó:
—Mañana por la tarde se celebrará aquí una conferencia, y
el Führer exige que esté usted presente.
Insinué una vez más una débil protesta.
—Un momento… El Führer sabe dónde se encuentra usted,
pero aun así tiene que estar aquí mañana.
Me sentí desgraciado, enojado y perplejo. Hablé por
teléfono con el piloto de Hitler, quien me hizo saber que su
avión especial no podía aterrizar en Francia, aunque me dijo que
se ocuparía de reservarme una plaza en un avión de carga
alemán que, procedente de África, haría escala en Marsella a las
seis de la mañana; el avión especial de Hitler me llevaría desde
Stuttgart al aeropuerto de Ainring, cerca de Berchtesgaden.
Aquella misma noche nos pusimos en camino hacia
Marsella, vimos durante algunos minutos, a la luz de la luna, las
construcciones romanas de Arles, que habían sido el verdadero
objeto de nuestro viaje, y a las dos de la madrugada llegamos a
un hotel de Marsella. Tres horas después nos dirigimos al
aeropuerto, y por la tarde, tal como me habían ordenado, me
presenté ante Hitler en el Obersalzberg.
—No sabe cuánto lo siento, señor Speer, pero he aplazado la
conferencia. Quería saber su opinión sobre la construcción de
un puente colgante cerca de Hamburgo.
135
El doctor Todt se disponía a presentarle aquel mismo día el
proyecto de un puente gigantesco, cuyas dimensiones superarían
las del Golden Gate de San Francisco. Pero como no estaba
previsto que la obra se iniciara hasta los años cuarenta, Hitler
bien me habría podido conceder una semana más de vacaciones.
En otra ocasión había huido con mi esposa a Zugspitze y me
vi alcanzado por la habitual llamada telefónica del asistente:
—Tiene que venir a ver al Führer. Comida en el Osteria
mañana al mediodía.
Y cortó de manera tajante todas mis objeciones:
—No, es urgente.
En el Osteria, Hitler me saludó con estas palabras:
—Qué bien que venga usted a comer. ¿Cómo, lo han
mandado a buscar? Si lo único que hice ayer fue preguntar: «Por
cierto, ¿dónde está Speer?». Pero le está bien empleado, ¿sabe
usted? ¿Por qué tiene que andar esquiando?
Von Neurath demostró tener más agallas. Una vez que, a
altas horas de la noche, Hitler dijo a su asistente: «Quiero hablar
con el ministro de Asuntos Exteriores», tras la conversación
telefónica obtuvo la siguiente respuesta:
—El ministro de Asuntos Exteriores ya se ha retirado a
descansar.
—Si yo quiero hablar con él, que lo despierten.
Nueva llamada, y el asistente regresó compungido:
—El señor ministro de Asuntos Exteriores me encarga que
le diga que estará a su disposición mañana temprano, pero que
ahora se encuentra cansado y desea dormir.
Es verdad que frente a semejante firmeza Hitler optaba por
ceder, pero en tales casos no sólo estaba de mal humor durante
el resto de la noche, sino que nunca olvidaba esos arranques de
independencia y se vengaba a la primera ocasión.
136
CAPÍTULO VII
OBERSALZBERG
Todo aquel que dispone de poder, tanto si dirige una empresa
como un Gobierno —o una dictadura—, se encuentra ante un
conflicto permanente. El deseo de obtener sus favores puede
hacer que los que están a sus órdenes se degraden para
conseguirlos. Sin embargo, los que lo rodean no corren sólo el
riesgo de corromperse hasta convertirse en cortesanos, sino se
hallan también expuestos a la tentación de degradar a su vez al
poderoso mostrándole de forma manifiesta su sumisión.
La valía del poderoso se refleja entonces en su forma de
reaccionar ante esta permanente influencia. Puedo dar fe de la
conducta de una serie de industriales y militares que supieron
librarse de la tentación que aquella supone. Cuando se ha
ejercido el poder durante generaciones, no es raro encontrar
incluso una cierta incorruptibilidad hereditaria. En el entorno
de Hitler sólo unos pocos, como Fritz Todt, lograron resistirse a
las tentaciones cortesanas. El propio Hitler, en cambio, no
ofrecía ninguna resistencia apreciable ante ellas.
Sobre todo a partir de 1937, las limitaciones que
comportaba su modo de ejercer el mando llevaron a Hitler a un
aislamiento cada vez mayor. A esto había que añadir su
incapacidad para establecer contactos personales. En aquella
época, en su círculo íntimo comentábamos a veces cierta
transformación que cada día se hacía más patente. Heinrich
Hoffmann acababa de reeditar su libro El Hitler que nadie
137
conoce, la antigua edición había sido retirada de la venta a causa
de una fotografía en la que se veía a Hitler en actitud amistosa
con Röhm, al que había hecho asesinar. Hitler eligió
personalmente las fotografías de la nueva edición, que
mostraban a un hombre corriente, jovial y nada afectado. Se lo
veía en pantalones cortos de cuero, en la barca de remos,
tumbado en un prado, haciendo excursiones, rodeado de
jóvenes entusiastas o en el estudio de algún artista. Siempre
aparecía relajado, complaciente y accesible. El libro, que se
convirtió en el mayor éxito de Hoffmann, estaba ya superado
cuando apareció, pues aquel Hitler al que también yo conocí a
principios de los años treinta se había convertido en un déspota
distante y solitario incluso para su entorno más cercano.
•••
En un apartado valle de montaña de los Alpes bávaros, el
Ostertal, había encontrado una pequeña casa de cazadores lo
bastante espaciosa para instalar algunos tableros de dibujo y
alojar, aunque con alguna estrechez, a mi familia y a algunos
colaboradores. En la primavera de 1935 trabajamos allí en mis
proyectos para Berlín. Fue una época feliz, dedicada al trabajo y
a la familia; sin embargo, un día cometí un gran error: hablé a
Hitler de aquella situación idílica.
—Pero si conmigo podría estar muchísimo mejor. Pongo a
disposición de su familia la casa Bechstein[28]. En la galería
acristalada tendrá sitio de sobra para su despacho.
A fines de mayo de 1937 tuvimos que abandonar también
aquella casa y trasladarnos a un edificio que Bormann había
hecho construir por orden de Hitler sobre unos planos míos.
Eso hizo que, junto a Hitler, Göring y Bormann, yo fuera el
cuarto morador del Obersalzberg.
Naturalmente, me alegraba que se me hubiera destacado de
una manera tan manifiesta y haber sido acogido en el círculo
138
íntimo de Hitler. Sin embargo, no tardé en comprobar que no
se trataba de un cambio precisamente ventajoso. Desde el
solitario valle de montaña fuimos a parar a unos terrenos
rodeados por una gran alambrada; para acceder a ellos había que
atravesar dos puertas de control. Me recordaba los cercados para
animales salvajes; siempre había curiosos que trataban de ver a
alguna de las personalidades que residían en la montaña.
Bormann era el verdadero señor del Obersalzberg. Compró
las centenarias haciendas rurales de la zona coaccionando a los
propietarios y ordenó demolerlas, e hizo derribar también las
numerosas cruces consagradas de los caminos, lo que levantó las
protestas de la parroquia. También se adueñó de las zonas
forestales del Estado, de modo que el terreno llegó a abarcar una
superficie de siete kilómetros cuadrados que se extendía desde
una montaña situada casi a 1900 metros de altura hasta el valle,
600 metros más abajo. La cerca que rodeaba el recinto interior
mediría unos tres kilómetros, mientras que la exterior debía de
tener unos catorce.
Bormann, sin la menor sensibilidad por la naturaleza virgen,
atravesó aquel maravilloso paisaje con una red de carreteras; los
senderos del bosque, hasta entonces cubiertos de agujas de
abeto, se convirtieron en paseos asfaltados. Con la misma
rapidez que en una zona termal que de pronto se pone de moda,
fueron surgiendo un cuartel, un garaje, un hotel para los
invitados de Hitler, una nueva finca y una colonia para el
número cada vez mayor de empleados. Se adosaban barracones a
las pendientes de la montaña para alojar a los cientos de obreros
de la construcción, los camiones que transportaban los
materiales recorrían las carreteras, por las noches se iluminaban
las obras artificialmente, pues se trabajaba en dos turnos, y de
vez en cuando las detonaciones resonaban por el valle.
En la cumbre de la montaña privada de Hitler, Bormann
139
construyó una casa lujosamente amueblada en estilo
transatlántico dotado de cierto aire rural. Se llegaba a ella por
una carretera de tendido audaz que desembocaba en un ascensor
abierto en la roca. Sólo en aquel acceso a la casa, que Hitler
utilizó en contadas ocasiones, Bormann gastó entre veinte y
treinta millones de marcos. En el entorno de Hitler había
espíritus burlones que comentaban:
—Aquí todo se hace como en una ciudad de buscadores de
oro. Sólo que, en vez de encontrar oro, Bormann lo tira por la
ventana.
Aunque Hitler lamentaba aquel ajetreo, decía:
—Es cosa de Bormann y yo no me quiero entrometer.
Y en otra ocasión dijo:
—Cuando todo esté terminado, me buscaré un valle
tranquilo y volveré a construir una casita de madera como la
primera.
Pero aquello no se acababa nunca. Bormann siempre tenía
nuevas ideas, y cuando al final estalló la guerra comenzó a
construir alojamientos subterráneos para Hitler y su séquito.
La obra gigantesca que se realizó en la montaña, y a pesar de
sus críticas ocasionales por todo aquel dispendio, era
característica de la transformación que se había operado en el
estilo de vida de Hitler, y también de su tendencia a aislarse más
y más del resto del mundo. No se puede explicar sólo por su
temor a sufrir atentados, pues casi todos los días permitía que
miles de personas penetraran en el recinto para expresarle su
adhesión. Su escolta consideraba que esto era aún más peligroso
que los paseos improvisados por los senderos públicos de
montaña.
En verano de 1935, Hitler decidió ampliar su modesta casa
de montaña para convertirla en el monumental Berghof, un
palacio de montaña. Él mismo costeó las obras, lo cual no era
140
más que un simple gesto, pues Bormann gastó en las
edificaciones adjuntas unas sumas que no tenían ni punto de
comparación con las invertidas por Hitler.
Hitler no se limitó a esbozar los planos del Berghof, sino
que me pidió prestados mesas y reglas de dibujo y otros útiles
para trazar la planta, los alzados y las secciones de su obra; no
quiso que nadie le ayudara a hacerlo. Sólo se ocupó con el
mismo esmero de otros dos diseños: la nueva bandera de guerra
del Reich y su propio estandarte de jefe de Estado.
Mientras que los arquitectos suelen llevar al papel las ideas
más diversas y tratan de desarrollar la mejor solución a partir de
ellas, Hitler, intuitivamente y sin grandes vacilaciones,
consideraba acertado lo primero que se le ocurría, y después sólo
trataba de eliminar con pequeños retoques los defectos más
evidentes.
La casa anterior se conservó junto a la nueva. Las dos
viviendas se comunicaban por una gran abertura, lo que daba
lugar a una planta que resultaba muy poco práctica para recibir
a los visitantes oficiales. Su escolta tenía que contentarse con un
vestíbulo poco acogedor que daba acceso a los lavabos, la
escalera y el gran comedor.
Cuando Hitler tenía una reunión, sus invitados eran
desterrados al piso superior; sin embargo, como la escalera daba
a la sala de estar, si uno quería salir de la casa para dar un paseo
tenía que preguntar a un vigilante si podía atravesar aquella
habitación, en la que había una gran ventana abatible, con vistas
al Untersberg, a Berchtesgaden y a Salzburgo, que constituía el
orgullo de Hitler. Su inspiración había dispuesto que el garaje
quedara bajo esa ventana y, cuando el viento era desfavorable,
un intenso olor a gasolina llenaba la sala. El plano de aquella
casa habría sido rechazado en cualquier curso de la Escuela
Técnica Superior. Por otra parte, eran precisamente esos
141
defectos los que daban una fuerte nota personal al Berghof:
conservaba el sistema rudimentario de la antigua casa de
veraneo, sólo que llevado a dimensiones gigantescas.
Se sobrepasaron ampliamente todos los presupuestos y
Hitler tuvo algunos apuros económicos:
—He gastado todo lo que ingresé por mi libro. Aunque le
pedí a Amann un anticipo de unos cientos de miles de marcos,
Bormann me ha dicho hoy que el dinero no alcanza. La editorial
me ha ofrecido pagarme más si dejo que publiquen mi segundo
libro, el de 1928[29]. Sin embargo, estoy contentísimo de no
haberlo sacado a la calle. ¡Cuántas dificultades políticas me
causaría ahora! Eso sí, de un solo golpe me vería libre de esta
situación. Sólo en concepto de anticipo, Amann me ha
prometido un millón, Y ahí estaba él, prisionero voluntario, con
la mirada puesta en el Untersberg, donde algún día, según dice
la leyenda, el emperador Carlomagno, ahora dormido,
despertará para crear un Imperio como el de los antiguos
tiempos de esplendor. Naturalmente, Hitler relacionaba la
leyenda consigo mismo:
—Vea usted el Untersberg, ahí delante. No es ninguna
casualidad que mi residencia esté justo enfrente.
•••
Su actividad como constructor en el Obersalzberg no era lo
único que unía a Bormann con Hitler; al contrario, supo
hacerse también imprescindible como administrador de sus
ingresos. Incluso los asistentes personales de Hitler dependían
de Bormann, al igual que Eva Braun, según me confesó ella
abiertamente, pues Hitler le había encargado que atendiera a sus
necesidades, que eran bastante modestas.
Hitler elogiaba la habilidad financiera de Bormann. En una
ocasión contó que éste, durante el duro año 1932, había
conseguido un gran beneficio para el Partido al establecer un
142
seguro obligatorio de accidentes de trabajo. Los ingresos de esta
caja auxiliar fueron bastante mayores que los gastos, y el
excedente se dedicó a otros fines. También tuvieron su mérito
los recursos que ideó, a partir de 1933, para acabar de una vez
por todas con las preocupaciones económicas de Hitler.
Encontró dos fuentes abundantes: junto con Hoffmann, el
fotógrafo de Hitler, y su amigo Ohnesorge, ministro de
Comunicaciones, se le ocurrió que el hecho de figurar en los
sellos de correos generaba unos derechos de imagen que tenían
un valor monetario. Aunque éste representaba un porcentaje
mínimo sobre las ventas, como la efigie de Hitler aparecía en
toda clase de valores, terminaron fluyendo a su bolsillo millones
de marcos que Bormann se encargaba de administrar.
Por otra parte, Bormann creó la «Contribución Adolf Hitler
de la Industria alemana». Los empresarios, que se habían visto
muy favorecidos por la prosperidad económica, fueron invitados
sin rodeos a demostrar su reconocimiento al Führer por medio
de donativos voluntarios. Sin embargo, como otros altos
funcionarios habían tenido ya la misma idea, Bormann se hizo
con un decreto que le aseguraba el monopolio de aquella clase
de donativos, aunque fue lo bastante inteligente para entregar
una parte, por «encargo del Führer», a los distintos dignatarios
del Partido, y casi todos recibieron gratificaciones procedentes
de aquel fondo. A pesar de que éstas eran insignificantes
respecto al nivel de vida de los jefes nacionales y regionales,
Bormann consiguió más poder que algunos cargos de la
jerarquía gracias a ellas.
A partir de 1934, con su tenacidad característica, Bormann
siguió otro sencillo principio: estar siempre lo más cerca posible
de la fuente del favor y de la gracia. Acompañaba a Hitler al
Berghof, iba con él de viaje y permanecía a su lado hasta altas
horas de la madrugada cuando estaba en la Cancillería.
Bormann se convirtió así en un secretario diligente que acabó
143
siendo imprescindible. Parecía mostrarse obsequioso con todos y
casi todo el mundo recurría a él, tanto por las prerrogativas que
había ido adquiriendo como por la impresión que daba de
actuar como intermediario de forma totalmente desinteresada,
sólo en beneficio de Hitler. A Rudolf Hess, su inmediato
superior, también le resultaba cómodo saber a este colaborador
suyo cerca de Hitler.
Ya en aquella época, los que gozaban de algún poder se
enfrentaban envidiosos unos a otros, como diádocos que se
prepararan para suceder al emperador; muy pronto se
produjeron frecuentes luchas entre Goebbels, Göring,
Rosenberg, Ley, Himmler, Ribbentrop y Hess por mejorar su
posición; únicamente Röhm se había quedado en el camino, y
Hess iba a perder pronto su influencia. Sin embargo, ninguno
de ellos se dio cuenta del peligro que representaba para todos el
infatigable Bormann. Había conseguido que lo consideraran
insignificante y había construido su bastión sin que nadie lo
notara. Incluso entre tantos dignatarios sin conciencia,
Bormann destacaba por su brutalidad y su falta de sentimientos;
carente de ninguna clase de formación que le impusiera límites,
siempre hacía cumplir lo que Hitler había ordenado o lo que él
mismo quería deducir de sus insinuaciones. Subalterno por
naturaleza, trataba a sus inferiores como si fueran vacas y
bueyes; era un campesino.
Yo evitaba a Bormann; no nos gustamos nunca, aunque nos
tratábamos correctamente, tal como lo exigía la atmósfera del
Obersalzberg. A excepción de mi propio despacho, nunca
proyecté ninguna obra para él.
Hitler recalcaba con frecuencia que la casa de la montaña le
daba la tranquilidad interior y la seguridad que necesitaba para
tomar sus sorprendentes decisiones. Redactó allí sus principales
discursos, y era digno de atención ver cómo los preparaba. Así,
144
antes de los congresos del Partido en Nuremberg, Hitler se
retiraba unas semanas en el Obersalzberg para preparar sus
largos parlamentos. La fecha se iba acercando cada vez más; sus
asistentes lo apremiaban para que comenzase a dictar y lo
mantenían apartado de todo, incluso de los planos y los
visitantes, con el fin de que nada lo distrajera. Pero Hitler
dejaba siempre aquella tarea para la semana siguiente, luego para
otro día, y la cumplía de mala gana cuando finalmente el tiempo
se acababa. Por lo general, entonces ya era demasiado tarde para
preparar todos los discursos, y tenía que dedicarse a hacerlos por
la noche, una vez iniciado el Congreso, para recuperar el tiempo
que había dilapidado en el Obersalzberg.
A mí me parecía que Hitler necesitaba aquella presión para
crear; que, a su manera de artista bohemio, despreciaba toda
disciplina laboral y no quería o no podía obligarse a trabajar de
manera regular. Dejaba madurar el contenido de sus discursos o
sus pensamientos durante aquellas semanas de inactividad
aparente, hasta que sus reflexiones se volcaban como un alud
sobre sus partidarios o interlocutores.
•••
El traslado desde nuestro valle de montaña al Obersalzberg
resultó perjudicial para mi trabajo. Que el día transcurriera
siempre igual resultaba fastidioso, que el círculo de Hitler fuera
siempre el mismo —y que fuera el mismo que acostumbraba
encontrarse en Munich y reunirse en Berlín— era aburrido. La
única diferencia respecto a Berlín y Munich consistía en que en
el Obersalzberg estaban también las esposas, además de dos o
tres secretarias y Eva Braun.
Hitler solía aparecer bastante tarde en la planta baja,
alrededor de las once, se ponía a leer las noticias de la prensa,
recibía algunos informes de Bormann y adoptaba las primeras
decisiones. Su jornada propiamente dicha comenzaba con un
145
prolongado almuerzo. Los invitados se reunían en la antesala.
Hitler elegía entonces a la mujer a la que acompañaría aquel día
a la mesa, mientras que desde 1938 Bormann tuvo el privilegio
de llevar del brazo a Eva Braun, quien acostumbraba sentarse a
la izquierda de Hitler, lo que era demostración inequívoca de su
posición predominante en la corte. El comedor era la mezcla de
rusticidad artística y elegancia urbana que suele encontrarse en
las casas de campo de las personas acomodadas procedentes de la
ciudad. Las paredes y el techo estaban revestidos de madera clara
de alerce y las butacas, tapizadas de tafilete rojo. Los platos eran
simplemente blancos. La cubertería de plata con el monograma
de Hitler era idéntica a la de Berlín. Las discretas decoraciones
florales siempre merecían la aprobación de Hitler. Se comía
sopa, un plato de carne y postre, todo ello preparado en el mejor
estilo casero, y se bebía Fachinger o vino embotellado; los
criados, que llevaban chaleco blanco y pantalones negros,
pertenecían al Cuerpo de Escolta de las SS. Se sentaban a la
mesa, cuya longitud impedía mantener una conversación
general, unas veinte personas. Hitler se situaba en el centro,
frente a la ventana. Charlaba con quien tuviera enfrente,
posición para la que elegía cada día a una persona distinta, o con
sus compañeras de mesa.
Poco después del almuerzo se formaba una comitiva que se
dirigía a la casa de té. El camino era tan estrecho que sólo
podíamos ir de dos en dos, por lo que aquello parecía una
procesión. A la cabeza, y a cierta distancia, iban dos funcionarios
del Servicio de Seguridad, Hitler los seguía con su interlocutor y
tras ellos caminaba el resto de los comensales, seguidos a su vez
por otros vigilantes. Los dos perros pastores de Hitler se
dedicaban a retozar y no hacían ningún caso de las órdenes de
su amo; eran los únicos que se oponían a él en toda la corte.
Para enojo de Bormann, no había día en que Hitler no utilizara
ese camino, por el que había que andar una media hora,
146
despreciando los senderos asfaltados del bosque.
La casa de té había sido construida en uno de los miradores
favoritos de Hitler, desde el que se podía ver todo el valle del
Berchtesgaden. El séquito elogiaba el panorama utilizando una y
otra vez las mismas expresiones. Hitler asentía con palabras
siempre parecidas. La casa de té disponía de una habitación
circular de unos ocho metros de diámetro, de proporciones
agradables, provista de chimenea y de varias ventanas. La gente
se reunía en cómodos sillones alrededor de una mesa redonda, y
de nuevo se sentaban Eva Braun y otra de las señoras a cada lado
de Hitler. Los comensales que no encontraban sitio se dirigían a
un pequeño cuarto contiguo. Se servía té, café o chocolate,
según las preferencias de cada cual, así como diversas clases de
tartas, pasteles y bollos, y después alguna copa. Allí, en la mesa
del café, Hitler gustaba de perderse en monólogos interminables
sobre temas que los presentes ya solían conocer, por lo que se
limitaban a simular atención. El mismo Hitler se dormía a veces
durante sus monólogos; entonces los demás conversaban en voz
baja, esperando que se despertara a tiempo para cenar. Todo
quedaba en casa.
Al cabo de aproximadamente unas dos horas —es decir,
hacia las seis—, la hora del té se daba por concluida. Entonces
Hitler se ponía en pie y el cortejo de peregrinos se dirigía al
lugar donde los esperaba una columna de automóviles, a unos
veinte minutos de allí. De nuevo en el Berghof, Hitler solía
dirigirse enseguida a las habitaciones del piso superior, y el
séquito se disolvía. Bormann, seguido por los malignos
comentarios de Eva Braun, desaparecía muchas veces en la
habitación de una de las secretarias más jóvenes.
La cena tenía lugar dos horas más tarde, y en ella se
observaba exactamente el mismo ritual que al mediodía. Hitler
se dirigía después a la sala de estar, seguido una vez más por la
147
misma compañía, siempre invariable.
La sala había sido decorada por el estudio de Troost con
sobriedad, aunque los muebles eran de grandes dimensiones: un
armario de más de tres metros de alto y cinco de ancho en el
que se guardaban los documentos que declaraban a Hitler
ciudadano honorario de uno u otro sitio y los discos; una gran
vitrina de cristal de estilo clasicista; un enorme reloj de péndulo,
rematado por un águila de bronce que parecía protegerlo. Ante
el gran ventanal había una mesa de seis metros de largo en la
que Hitler acostumbraba sentarse a firmar documentos y, más
tarde, a estudiar los mapas de la situación militar. Había dos
grupos de asientos tapizados de rojo: uno de ellos estaba
dispuesto en torno a una chimenea, en una parte del aposento
que quedaba separada del resto por tres escalones; el otro, cerca
de la ventana, rodeaba una mesa redonda cubierta con un cristal
que protegía el tablero de madera. La cabina de proyección,
cuyos orificios quedaban ocultos por un gobelino, estaba detrás
de este grupo de asientos; en la pared de enfrente había una
enorme cómoda sobre la cual se erigía un gran busto de bronce
de Richard Wagner, obra de Amo Breker, y otro gobelino, que
aquí ocultaba la pantalla cinematográfica. Las paredes estaban
cubiertas por grandes cuadros al óleo: una dama con el pecho
descubierto atribuida a Bordone, discípulo de Tiziano; un
desnudo en posición yacente que se suponía obra del propio
Tiziano; la Nana de Feuerbach en una versión especialmente
hermosa; un paisaje primitivo de Spitzweg; unas ruinas romanas
pintadas por Pannini y, sorprendentemente, una especie de
retablo del nazareno Eduard von Steinle que representaba al rey
Enrique, el fundador de ciudades. Sin embargo, no se veía
ningún Grützner. De vez en cuando Hitler dejaba caer que
había pagado todos aquellos cuadros de su propio bolsillo.
Nos sentábamos en el sofá o en los sillones de uno de los
grupos de asientos; entonces se levantaban los dos gobelinos y
148
con las películas, que en los días de Berlín ocupaban la totalidad
de la velada, comenzaba la segunda parte de la noche. Después
nos reuníamos alrededor de la gigantesca chimenea. Seis u ocho
personas, como si estuviéramos en fila, nos sentábamos en un
largo, incómodo y profundo sofá, mientras que Hitler,
flanqueado de nuevo por Eva Braun y alguna de las señoras,
tomaba asiento en cómodos sillones. La inadecuada disposición
de los muebles hacía que el grupo quedara tan extendido que era
imposible mantener una conversación general. Cada cual se
dirigía en voz baja a su vecino. Hitler hablaba de cosas
intrascendentes con las dos mujeres que lo acompañaban o bien
cuchicheaba con Eva Braun, a la que a veces cogía de la mano.
Sin embargo, a menudo permanecía en silencio, con la mirada
pensativa fija en el fuego de la chimenea; entonces los invitados
enmudecían, para no estorbar sus importantes reflexiones.
A veces se comentaban las películas. Hitler solía juzgar las
interpretaciones femeninas, mientras que Eva Braun opinaba
sobre las masculinas. Nadie se tomaba el esfuerzo de elevar el
nivel de aquella charla trivial para, por ejemplo, decir algo sobre
las nuevas formas de expresión del director. Bien es verdad que
las películas tampoco daban ocasión de hacerlo, pues eran sobre
todo de entretenimiento, mientras que los experimentos
cinematográficos de la época, como la película sobre Miguel
Ángel de Curt Ortel, no se exhibieron nunca, al menos en mi
presencia. A veces Bormann se dedicaba a menoscabar
discretamente el prestigio de Goebbels, responsable de la
producción cinematográfica alemana. Por ejemplo, hizo
observaciones burlonas sobre el hecho de que hubiera puesto
trabas a la película El jarrón roto, en la que el papel del cojo juez
rural Adam que interpretaba Emil Jannings lo parodiaba. Hitler
la vio con sarcástico placer y mandó que se repusiera en el
mayor cine de Berlín. Sin embargo, y eso era típico de la falta de
autoridad a menudo sorprendente de Hitler, durante mucho
149
tiempo aquella orden no se cumplió, aunque Bormann no cejó
en su empeño hasta que Hitler mostró su enojo e hizo ver
claramente a Goebbels que sus órdenes debían ser obedecidas.
Hitler suprimió más tarde, durante la guerra, aquellas
sesiones cinematográficas nocturnas, pues, según dijo, quería
renunciar a su distracción favorita para «solidarizarse con los
sacrificios de los soldados». En su lugar se pusieron discos. Sin
embargo, y a pesar de la magnífica colección que poseía, el
interés de Hitler siempre se inclinaba por la misma música. No
le decía nada lo barroco ni lo clásico, la música de cámara ni las
sinfonías. En su lugar, siguiendo un orden que pronto quedó
firmemente establecido, gustaba de oír algunos fragmentos
brillantes de las óperas de Wagner y, a continuación, operetas. Y
nada más. Hitler cifraba su ambición en adivinar las cantantes y
se alegraba cuando, como solía suceder, daba con el nombre
correcto.
Para animar aquellas insípidas veladas nocturnas se
escanciaba champaña, que tras la ocupación de Francia fue de
una marca barata procedente del saqueo; las mejores se las
quedaron Göring y sus oficiales de la Luftwaffe. A partir de la
una de la madrugada siempre había alguien que, aun haciendo
grandes esfuerzos por contenerse, no podía reprimir los
bostezos. No obstante, la velada se prolongaba al menos otra
hora, con toda su monótona y fatigosa vacuidad, hasta que, por
fin, Eva Braun intercambiaba unas palabras con Adolf Hitler y
se retiraba al piso de arriba. El propio Hitler no se ponía en pie
para despedirse hasta un cuarto de hora después. Aquellas horas
paralizantes solían ir seguidas de un rato de relajada reunión de
quienes, como si se sintieran liberados, se quedaban todavía con
el champaña y el coñac.
Regresábamos a casa a primeras horas de la madrugada,
muertos de cansancio de tanto no hacer nada. Al cabo de
150
algunos días me acometía lo que yo llamaba entonces el «mal de
montaña»; es decir, me sentía agotado y vacío a causa de la
continua pérdida de tiempo. Sólo podía ocuparme de los planos
con mis colaboradores cuando alguna reunión interrumpía la
ociosidad de Hitler. Como huésped permanente y habitante del
Obersalzberg, no podía zafarme de las veladas nocturnas sin
parecer descortés, por molesto que me resultara participar en
ellas. El doctor Dietrich, jefe de Prensa del Reich, tuvo algunas
veces el atrevimiento de asistir a las representaciones del Festival
de Salzburgo, pero eso le valió el enojo de Hitler. Si uno no
quería descuidar su trabajo, no le quedaba más remedio que
huir a Berlín.
De vez en cuando venían conocidos de Hitler de los viejos
círculos de Munich o de Berlín, como Schwarz, Goebbels o
Hermann Esser. Sin embargo, eso ocurría en raras ocasiones y
nunca se quedaban más de uno o dos días. Tampoco a Hess,
que habría tenido toda clase de motivos para poner freno a la
actividad de su lugarteniente Bormann, lo vi más de dos o tres
veces. Incluso sus colaboradores más íntimos, a los que uno
podía encontrar muy a menudo en la mesa del almuerzo de la
Cancillería del Reich, evitaban el Obersalzberg. Aquello
resultaba particularmente chocante, dado que Hitler
acostumbraba alegrarse de sus visitas y solía rogarles que fueran
a verlo con más frecuencia y que se quedaran más tiempo a
descansar. Para ellos, que se habían convertido en el centro de
sus propios círculos, suponía una gran incomodidad modificar
sus costumbres cotidianas y supeditarse a la manera de ser de
Hitler, que aun con todo su encanto actuaba con una
prepotencia muy poco alentadora. En cambio, a los viejos
camaradas de lucha, a los que ya eludía en Munich y que
habrían aceptado encantados una invitación al Berghof, Hitler
tampoco quería verlos allí.
A Eva Braun se le permitía estar presente durante las visitas
151
de los antiguos colaboradores del Partido. No obstante, era
desterrada cuando asistía a las comidas un ministro u algún otro
dignatario del Reich. Incluso si los que venían eran Göring y su
esposa, Eva Braun tenía que quedarse en su habitación. Era
evidente que Hitler sólo la consideraba presentable hasta cierto
punto. A veces yo le hacía compañía en su exilio, en una
habitación junto al dormitorio de Hitler. En aquellos momentos
se sentía tan intimidada que ni siquiera se atrevía a salir de la
casa para dar un paseo:
—Me podría encontrar con los Göring en el pasillo.
De hecho, Hitler no la trataba con demasiada consideración.
Decía lo que opinaba de las mujeres sin el menor reparo,
aunque ella estuviera delante:
—Los hombres muy inteligentes deben elegir a una mujer
primitiva y tonta. ¡Imagínense que mi esposa se entrometiera en
mi trabajo! En mi tiempo libre quiero que me dejen tranquilo…
No podría casarme nunca. ¡Y menudo problema si tuviera hijos!
Aún tratarían de convertir a mi hijo en mi sucesor. ¡Sólo faltaría!
Es imposible que alguien como yo tenga un hijo competente.
Por lo general eso no pasa casi nunca. ¡Fíjense en el hijo de
Goethe, un perfecto inútil…! Muchas mujeres están pendientes
de mí porque sigo soltero, y eso me ayudó mucho durante los
años difíciles; pero es lo que les pasa a los actores de cine: en
cuanto se casan pierden para siempre ese algo que hace que las
mujeres los adoren.
Hitler creía tener un gran atractivo erótico para las mujeres.
Sin embargo, también en esto se mostraba lleno de recelos:
acostumbraba decir que no sabía nunca si les gustaba en su
calidad de «canciller del Reich» o porque era «Adolf Hitler»;
además, como solía observar sin la menor galantería, de ningún
modo quería tener cerca a una mujer inteligente. Desde luego,
no pensaba en lo ofensivas que tenían que resultar sus palabras
152
para las damas que lo oían hablar así. Con todo, Hitler también
podía mostrarse como un buen «marido». Una vez, por ejemplo,
Eva Braun estaba esquiando y se hacía tarde para el té, y Hitler,
intranquilo, miraba nervioso el reloj, claramente preocupado
por si le había ocurrido algo.
Eva Braun procedía de un ambiente humilde: su padre era
maestro de escuela. No llegué a conocer a sus parientes; no
aparecieron nunca y vivieron modestamente hasta el final.
También Eva Braun siguió llevando una vida sencilla; vestía de
forma discreta y llevaba joyas baratas[30] que Hitler le regalaba
por Navidad o por su cumpleaños: por lo general eran pequeñas
piedras semipreciosas, que en el mejor de los casos valdrían
algunos cientos de marcos y que, en realidad, resultaban de una
pobreza ofensiva. Bormann era el encargado de presentarle un
surtido de regalos y, según me pareció, Hitler elegía alhajas de
gusto pequeñoburgués.
Eva Braun no sentía ningún interés por la política y casi
nunca intentó influir en Hitler. Sin embargo, estaba dotada de
un sano sentido práctico y hacía alguna que otra observación
sobre pequeños inconvenientes de la vida muniquesa. Bormann
no veía esto con buenos ojos, puesto que en tales casos se le
pedían siempre todo tipo de explicaciones. Era buena deportista
y una esquiadora de gran resistencia, y hacíamos frecuentes
excursiones con ella más allá del recinto cercado. Una vez Hitler
llegó a concederle ocho días de vacaciones; desde luego, en una
época en que de todos modos él no iba a estar en la montaña.
Estuvo con nosotros en Zürs, donde, sin que nadie la
reconociera, bailó apasionadamente con jóvenes oficiales hasta
altas horas de la madrugada. A pesar de ello, se hallaba muy lejos
de ser una moderna Madame Pompadour; para el historiador,
esta mujer sólo resulta interesante para conocer el carácter de
Hitler.
153
Movido por una cierta compasión por la situación de Eva
Braun, pronto comencé a sentir simpatía por aquella infeliz que
tanto quería a Hitler. Además, también nos unía nuestra común
aversión hacia Bormann, debida a su forma tosca y arrogante de
violentar la naturaleza y engañar a su mujer. Cuando en los
procesos de Nuremberg me enteré de que Hitler había
contraído matrimonio con Eva Braun un día y medio antes de
morir, me alegré por ella, aunque probablemente también ese
acto reflejara el cinismo con que Hitler la trató.
Muchas veces me he preguntado si Hitler sentía por los
niños algo parecido al cariño. Al menos intentaba aparentarlo
cuando los tenía cerca, tanto si los conocía como si no; incluso
procuraba, aunque sin resultar convincente, ocuparse de ellos de
una forma entre amistosa y paternal. Nunca encontró el modo
de tratar con los niños sin reservas; después de algunas palabras
elogiosas, pronto centraba su atención en otra cosa. Juzgaba a
los niños como descendencia, como representantes de la
generación futura, y por ello lo complacía más su aspecto
exterior (rubio, de ojos azules), su complexión (fuerte, sana) o su
inteligencia (viva, despierta) que su naturaleza infantil. Su
personalidad no ejerció en mis propios hijos influencia alguna.
•••
De la vida social del Obersalzberg sólo me queda el recuerdo
de un curioso vacío. Afortunadamente, durante los primeros
años de cautividad anoté algunos jirones de conversación que
aún retenía en la memoria y que ahora puedo considerar en
cierto modo auténticos.
En los cientos de charlas de la hora del té se habló de moda,
de la crianza de perros, de teatro y cine, de las operetas y sus
estrellas, y también hubo incontables cotilleos. Hitler no se
refirió casi nunca a la cuestión judía o a sus adversarios políticos,
ni mucho menos a la necesidad de instalar campos de
154
concentración. Eso tal vez se debiera más a la trivialidad de las
conversaciones que a una intención deliberada. En cambio, se
burlaba con gran frecuencia de sus colaboradores más próximos.
No es ninguna casualidad que fueran precisamente esas
observaciones las que se me quedaron grabadas en la memoria,
pues, a fin de cuentas, se trataba de personas que públicamente
estaban por encima de toda crítica. El entorno privado de Hitler
no estaba obligado a guardar silencio y, en el caso de las
mujeres, él decía que de todos modos era inútil imponerles
discreción. ¿Quería impresionarnos, al hablar despectivamente
de todo el mundo? ¿O lo hacía más bien a causa del desprecio
que sentía hacia todo y hacia todos?
Hitler socavaba con frecuencia el mito de las SS de
Himmler:
—¡Qué insensatez! Cuando por fin hemos conseguido dejar
atrás toda clase de misticismo, resulta que ese comienza otra vez
desde el principio. Para eso ya habríamos podido quedarnos en
la Iglesia, que al menos tiene tradición. ¡Imagínese que algún día
pudieran llegar a proclamarme «santo de las SS»! ¡Me revolvería
en la tumba!
O decía:
—Este Himmler ha vuelto a pronunciar un discurso en el
que califica a Carlomagno de «carnicero de sajones». La muerte
de los sajones no fue un crimen histórico, como opina él.
Carlomagno obró muy acertadamente al someter a Widukind y
matar a los sajones, pues con ello hizo posible el reino de los
francos y la penetración de la cultura occidental en Alemania.
Himmler encargó excavaciones prehistóricas a los
especialistas.
—¿Por qué descubrir a todo el mundo que no tenemos
pasado? Como si no bastara con que los romanos levantaran
grandes obras mientras nuestros antepasados aún vivían en
155
chozas de barro, ahora Himmler tiene que excavar sus aldeas y
mostrarse entusiasmado por cada trozo de cerámica y por cada
hacha que encuentra. Lo único que conseguiremos probar con
eso es que todavía luchábamos con piedras y nos acurrucábamos
al raso alrededor de hogueras cuando Grecia y Roma ya habían
alcanzado su más alto grado de civilización. En realidad,
tendríamos toda clase de razones para guardar silencio sobre
nuestro pasado; sin embargo, Himmler lo pregona a los cuatro
vientos. ¡Con cuánto desprecio deben de reírse los romanos de
hoy de estos descubrimientos!
Mientras que en Berlín, entre sus colaboradores políticos,
Hitler se pronunciaba muy duramente contra la Iglesia,
empleaba un tono más suave en presencia de las mujeres, lo que
demuestra una vez más su capacidad de adaptarse siempre al
entorno.
—No hay duda de que la Iglesia es necesaria para el pueblo.
Es un elemento fuerte y conservador —explicó en una ocasión
en su círculo privado. Desde luego, al hablar así se refería a un
instrumento que estuviera de su parte—: Si al menos el «Reibi»
—así llamaba al Reichsbischof, obispo primado del Reich,
Ludwig Müller— diera la talla… ¿A quién se le ocurriría
nombrar para este cargo a un sacerdote castrense? De buena
gana le prestaría todo mi apoyo. ¡Cuántas cosas haría con él!
Conmigo, la Iglesia protestante podría ser la Iglesia del Estado,
como en Inglaterra.
Incluso después de 1942 Hitler seguía recalcando, en una de
aquellas conversaciones de la hora del té, que consideraba que la
Iglesia era absolutamente imprescindible en la vida del Estado.
Observó que sería feliz si algún día tropezaba con un clérigo
eminente que fuera el apropiado para dirigir una de las dos
Iglesias alemanas, la católica o la protestante, o incluso ambas.
Todavía lamentaba que el primado Müller no hubiera sido el
156
hombre adecuado para llevar a cabo sus ambiciosos planes. A
todo esto, condenaba con dureza la lucha contra la Iglesia, que
consideraba un crimen contra el futuro del pueblo, pues en su
opinión era imposible reemplazarla por una «ideología de
partido». No tenía ninguna duda de que con el tiempo la Iglesia
se adaptaría a los objetivos políticos del nacionalsocialismo; bien
sabía Dios que la Historia apoyaba su afirmación. Una nueva
religión de partido no sería más que un retroceso al misticismo
de la Edad Media. Así lo demostraba el mito de las SS y el
ilegible libro de Rosenberg El mito del siglo XX.
Si en uno de tales monólogos Hitler se hubiera expresado de
forma negativa al referirse a la Iglesia, seguro que Bormann se
habría sacado del bolsillo de la americana una de las tarjetitas
blancas que siempre llevaba encima, pues anotaba todo lo que le
parecía importante de lo que aquél decía; y apenas había nada
que absorbiera con más afán que las observaciones despectivas
sobre la Iglesia. En aquella época supuse que estaba reuniendo
material para escribir una biografía de Hitler.
Cuando hacia 1937 Hitler se enteró de que gran número de
sus seguidores, a instancias del Partido y de las SS, se había
separado de la Iglesia porque ésta se oponía tercamente a sus
directrices, ordenó, por motivos oportunistas, que sus
principales colaboradores, sobre todo Göring y Goebbels,
permanecieran en su seno. También él siguió siendo miembro
de la Iglesia católica, aunque no tenía ningún vínculo espiritual
con ella. Y así continuó hasta su suicidio.
Repetía con frecuencia un pensamiento que le había
comunicado una delegación de nobles árabes, que reflejaba
cómo concebía su Iglesia estatal: cuando en el siglo VIII los
musulmanes trataron de avanzar hacia Europa central a través
de Francia, fueron derrotados en la batalla de Poitiers. Si los
árabes hubieran ganado aquella batalla, el mundo sería ahora
157
musulmán, pues habrían impuesto a los pueblos germánicos una
religión cuya doctrina, propagar la fe con la espada y someter a
todos los pueblos a ella, habría estado hecha a su medida. A
causa de su inferioridad racial, los conquistadores no habrían
podido, a la larga, imponerse a los habitantes de los territorios
del norte, más vigorosos y habituados a la áspera naturaleza del
terreno, por lo que no habrían sido los árabes, sino los germanos
musulmanes, los que habrían encabezado el Imperio islámico
mundial.
Hitler acostumbraba concluir este relato con la siguiente
consideración:
—Y es que, en definitiva, tenemos la desgracia de que
nuestra religión no es la mejor. ¿Por qué no será como la de los
japoneses, que consideran que lo más elevado es el sacrificio por
la patria? Incluso la religión musulmana habría sido mucho más
adecuada para nosotros que el cristianismo, débil y tolerante.
Resulta notable que ya antes de la guerra prosiguiera a veces
diciendo:
—Los siberianos, los bielorrusos y las gentes de la estepa
viven de una forma muy sana, lo que los capacita para
evolucionar y, a la larga, para superar biológicamente a los
alemanes.
Repetiría esta observación, de manera mucho más drástica,
en los últimos meses de la guerra.
Rosenberg vendió cientos de miles de ejemplares de El mito
del siglo XX, que era un volumen de setecientas páginas. Aunque
el libro era considerado en público el compendio de la ideología
del Partido, durante las conversaciones de la hora del té Hitler lo
calificaba sin ambages de «embrollo que nadie puede
comprender», escrito por un «báltico corto de miras que piensa
de una manera espantosamente complicada». Se maravillaba de
que una obra de aquella naturaleza hubiera llegado siquiera a
158
editarse:
—¡Un retroceso a las ideas de la Edad Media!
Nunca quedó claro si alguien se ocupó de informar a
Rosenberg de aquellos comentarios.
Para Hitler, la cultura griega expresaba la perfección máxima
en todos los terrenos. Opinaba que su concepción de la vida, tal
como quedaba reflejada, por ejemplo, en la arquitectura, había
sido «fresca y sana». Un día, la fotografía de una bella nadadora
lo llevó a entusiastas reflexiones:
—¡Qué cuerpos tan maravillosos pueden verse hoy! Hemos
tenido que esperar hasta nuestro siglo para que la juventud se
fuera aproximando de nuevo, a través del deporte, a los ideales
helénicos. ¡Cómo se despreciaba el cuerpo en otros tiempos! En
esto nos distinguimos de todas las épocas culturales posteriores a
la Antigüedad.
Sin embargo, rehusaba practicar ningún deporte. Tampoco
mencionó nunca haberlo hecho en su juventud.
Cuando hablaba de los griegos, se refería a los dorios.
Naturalmente, eso tenía que ver con la suposición, alimentada
por los científicos de la época, de que las migraciones dóricas
tenían un origen germánico, por lo que su cultura no formaba
parte del mundo mediterráneo.
•••
La pasión de Göring por la caza era uno de sus temas
preferidos:
—¿Cómo puede nadie entusiasmarse por algo así? Matar
animales cuando es necesario es misión del matarife. Pero gastar,
encima, montones de dinero para hacerlo… Desde luego,
comprendo que tiene que haber cazadores profesionales para
rematar a los animales enfermos. ¡Si al menos cazar entrañase
todavía algún peligro, como cuando se empleaban lanzas…!
159
Hoy, sin embargo, cualquier barrigudo puede derribar a un
animal desde lejos… La caza y las carreras de caballos son los
últimos restos del mundo feudal.
También disfrutaba haciendo que el embajador Hewel, el
enlace de Ribbentrop, le contara con todo detalle las
conversaciones telefónicas que mantenía con el ministro de
Asuntos Exteriores. Incluso le daba consejos sobre la forma de
intranquilizar o confundir a su jefe. En ocasiones se ponía al
lado de Hewel, quien, tapando el micrófono del teléfono, le
tenía que repetir lo que decía Ribbentrop, y entonces Hitler le
susurraba las respuestas. Por lo general, se trataba de
observaciones sarcásticas que pretendían incrementar la
constante preocupación del desconfiado ministro, que temía que
algún incompetente influyera sobre Hitler en cuestiones de
política exterior y pusiera en duda su propia competencia.
Incluso después de dramáticas negociaciones, Hitler era
capaz de divertirse a costa de sus adversarios. Una vez contó
cómo, fingiendo una explosión de cólera, hizo ver con claridad
la situación a Schuschnigg durante la visita que éste hizo al
Obersalzberg el 12 de febrero de 1938, forzándolo así a ceder.
Es probable que muchas de sus reacciones histéricas, de las que
tanto se ha hablado, puedan atribuirse a fingimientos de este
tipo. En general, Hitler destacaba precisamente por su
autodominio. En mi presencia perdió los estribos raras veces.
Allá por el año 1936, Schacht se personó en la sala de estar
del Berghof para presentar su informe. Los invitados estábamos
en la terraza contigua y el gran ventanal que daba a la sala estaba
abierto. Pudimos oír cómo Hitler, muy irritado, gritaba a su
ministro de Economía, que le contestaba en voz alta y firme. El
diálogo fue subiendo de tono y finalmente se interrumpió de
una manera abrupta. Hitler salió furioso a la terraza y pasó un
buen rato extendiéndose sobre su recalcitrante ministro, que le
160
daba largas respecto al rearme. Otro enojo insólito lo causó, en
1937, el pastor Niemöller, quien había vuelto a pronunciar en
Dahlem un sermón que incitaba a la revuelta; al mismo tiempo
que se le informaba al respecto, le fue presentada la
transcripción de sus conversaciones telefónicas, que estaban
intervenidas. Hitler, con voz estridente, ordenó que Niemöller
fuera internado en un campo de concentración y que no lo
soltaran nunca, por su demostrada reincidencia.
Otro caso nos remite a su temprana juventud: en un viaje
que hice de Budweis a Krems en 1942, me llamó la atención un
gran letrero que había en una casa de Spital, junto a Weitra,
cerca de la frontera checa. Según indicaba la placa, «el Führer
había habitado en su juventud» en aquella casa. La casa, bonita y
bien conservada, se hallaba en una próspera aldea. Cuando se lo
mencioné, perdió los estribos y llamó a gritos a Bormann, que
acudió consternado. Hitler le habló con dureza: le había dicho
más de una vez que aquel lugar no debía relacionarse nunca con
él. Aun así, algún asno había colocado allí un letrero. Había que
retirarlo de inmediato. Entonces no supe explicarme su
irritación, pues en general Hitler se alegraba cuando Bormann le
hablaba de la restauración de los lugares emblemáticos de su
juventud, en los alrededores de Linz y Braunau…
Evidentemente, tenía motivos para borrar aquella otra parte.
Hoy se sabe que su oscura historia familiar se pierde en esta
región del bosque austríaco.
A veces, Hitler dibujaba bocetos de una torre de las
históricas fortificaciones de Linz:
—Éste era mi lugar de juegos favorito. Fui mal estudiante,
pero en las pillerías siempre era el primero. Más adelante haré
transformar esta torre en un gran albergue juvenil, en recuerdo
de esa época.
También hablaba con frecuencia de sus primeras
161
impresiones políticas importantes. Casi todos sus condiscípulos
de Linz opinaban que había que rechazar la inmigración de los
checos a la Austria alemana; desde entonces tuvo claro el
problema de las nacionalidades. Más tarde, en Viena,
comprendió de manera fulminante el peligro del judaísmo;
muchos trabajadores con los que se reunía eran fuertemente
antisemitas. Sin embargo, había algo en lo que, según decía, no
había coincidido con los obreros:
—Yo rechazaba sus concepciones socialdemócratas y
tampoco me afilié a ningún sindicato. Eso me acarreó mis
primeras dificultades políticas.
Es posible que ésta fuera una de las razones por las que no
guardaba un buen recuerdo de Viena; en cambio, parecía
entusiasmado por el Munich de antes de la guerra:
sorprendentemente, muchas veces soñaba con las carnicerías y
con sus excelentes salchichas.
Hitler manifestaba una veneración sin reservas por el que era
obispo de Linz durante su juventud, quien, con gran energía y
venciendo numerosas resistencias, llevó adelante la construcción
de la catedral de Linz, de dimensiones insólitas; dado que debía
sobrepasar incluso la catedral de San Esteban de Viena, el
obispo tuvo dificultades con el Gobierno austríaco, que no
quería que Viena fuera superada[31]. Normalmente seguían a esto
algunas explicaciones sobre la intolerancia con que el Gobierno
central austríaco había sofocado los impulsos culturales
independientes de ciudades como Graz, Linz o Innsbruck; al
hablar así, Hitler no parecía tener conciencia de que él estaba
uniformizando por la fuerza países enteros: en cualquier caso,
ahora que era él quien tomaba las decisiones, haría valer los
derechos de la ciudad natal de sus padres. Su programa para
transformar Linz en una «gran capital» incluía la construcción
de una serie de edificios representativos a ambas orillas del
162
Danubio, que quedarían unidas por un puente colgante. La
cumbre de su proyecto era una gran Jefatura Regional del
NSDAP que tendría una gigantesca sala de reuniones y un
campanario con una cripta para su tumba. A lo largo del río se
edificarían el Ayuntamiento, un hotel representativo, un gran
teatro, un cuartel general, un estadio, una pinacoteca, una
biblioteca, un museo militar y una sala de exposiciones, así
como, finalmente, un monumento que recordaría la liberación
de 1938 y otro para glorificar a Anton Bruckner[32]. A mí se me
asignaron los proyectos de la pinacoteca y del estadio, que
habrían de emplazarse en una colina con vistas a la ciudad. Su
lugar de retiro iba a erigirse cerca de estas construcciones,
asimismo en un punto elevado.
A Hitler lo entusiasmaba la fachada fluvial que Budapest
había adquirido con el paso de los siglos a ambos lados del
Danubio. Ambicionaba convertir Linz en una Budapest
alemana. A este respecto, opinaba que Viena estaba mal
orientada, pues daba la espalda al Danubio, negligiendo el
aprovechamiento urbanístico del río. En cuanto él consiguiera
corregir Linz en este aspecto, la ciudad podría rivalizar con
Viena. Desde luego, esas observaciones no iban del todo en
serio; le impulsaba a hacerlas su aversión hacia Viena, que
estallaba una y otra vez, aunque también se refería con
frecuencia al gran acierto que había supuesto la urbanización de
las antiguas fortificaciones vienesas.
Antes de la guerra, Hitler decía a veces que en cuanto
hubiera logrado sus objetivos políticos se retiraría de los asuntos
de Estado y terminaría su vida en Linz. Entonces ya no
desempeñaría ningún papel político, pues su sucesor sólo
conseguiría tener la autoridad necesaria si él se retiraba por
completo. Lo dejaría hacer sin inmiscuirse. La gente no tardaría
en dirigirse a su sucesor, y él pronto sería olvidado. Todos lo
abandonarían. Al elaborar estos pensamientos se dejaba llevar
163
por la autocompasión:
—Quizá entonces me visite de vez en cuando alguno de mis
antiguos colaboradores. Pero no cuento con ello. Salvo a la
señorita Braun, no pienso llevarme a nadie. A la señorita Braun
y a mis perros. Estaré solo. ¿Cómo soportaría nadie permanecer
voluntariamente mucho tiempo conmigo? Nadie tendrá en
cuenta mi existencia. ¡Todos irán corriendo tras de mi sucesor!
Quizá aparezcan por mi casa una vez al año, por mi
cumpleaños.
Desde luego, los que asistían a la tertulia protestaban y
afirmaban con toda solemnidad que siempre le serían fieles y
permanecerían a su lado. Sean los que fueren los motivos por los
que Hitler pensaba en retirarse pronto de la política, en tales
momentos parecía estar seguro de que la base de su autoridad
era su posición de fuerza, y no su personalidad ni su capacidad
de sugestión.
•••
El aura que rodeaba a Hitler para los colaboradores que no
tenían trato directo con él era incomparablemente mayor que en
su círculo íntimo. No hablábamos del «Führer», sino sólo del
«jefe», y nos ahorrábamos el «Heil Hitler!» de rigor, pues nos
saludábamos con un simple «buenos días». Incluso se bromeaba
abiertamente con Hitler sin que se enojara; una de las
secretarias, la señorita Schröder, acostumbraba emplear en su
presencia su típica muletilla «hay dos posibilidades» para
responder a preguntas banales. Así, podía decir:
—Hay dos posibilidades: que llueva o que no llueva.
En presencia de los demás, Eva Braun señalaba a Hitler que
su corbata no combinaba con el traje que llevaba, por ejemplo, y
a veces se autocalificaba humorísticamente de «Landesmutter»,
madre del pueblo.
Un día, mientras estábamos sentados a la gran mesa redonda
164
de la casa de té, Hitler comenzó a mirarme fijamente. En lugar
de apartar la vista, lo tomé como una provocación. Quién sabe
qué instintos primitivos provocan un duelo semejante, en el que
los adversarios se miran a los ojos hasta que uno de los dos
termina por ceder. En cualquier caso, aunque yo estaba
acostumbrado a salir siempre victorioso de estos combates
visuales, aquella vez tuve que recurrir a una energía casi
sobrehumana, durante un tiempo que me pareció interminable,
para no rendirme al creciente impulso de volver los ojos hacia
otra parte. Hasta que Hitler cerró súbitamente los suyos y al
cabo de un momento se volvió hacia su vecina.
A veces me preguntaba: «¿Qué me falta, en realidad, para
poder decir que Hitler es amigo mío?». Siempre estaba en su
entorno, en su círculo íntimo me sentía casi como en casa y,
además, era su principal colaborador en su campo favorito: la
arquitectura.
Me faltaba todo. Nunca en mi vida he conocido a nadie que
mostrara tan raramente sus verdaderos sentimientos; si alguna
vez lo hacía, no tardaba en volver a encerrarse en sí mismo.
Durante el tiempo que permanecí en Spandau hablé con Hess
sobre esta peculiaridad de Hitler. Ambos opinamos que había
momentos en los que uno podía suponer que había conseguido
acercarse más a él. Pero eso no era nunca cierto. Si alguien
dejaba a un lado la cautela porque Hitler parecía más cordial
que de costumbre, enseguida volvía a levantar un muro
insalvable.
Con todo, según Hess había habido una excepción: Dietrich
Eckardt. Pero después de hablar mucho sobre ello convinimos
en que se había tratado más bien de una veneración hacia el
escritor, reconocido sobre todo en los círculos antisemitas, que
de una verdadera amistad. Cuando Dietrich Eckardt murió, en
1923, sólo quedaron cuatro hombres que tutearan a Hitler:
165
Esser, Christian Weber, Streicher y Röhm[33]. Hitler aprovechó,
después de 1933, una ocasión favorable para que el primero lo
volviera a tratar de «usted»; al segundo lo evitaba, al tercero lo
trataba de forma impersonal y al cuarto lo hizo asesinar.
Tampoco con Eva Braun se mostró nunca relajado ni humano:
jamás salvaron la distancia que mediaba entre el jefe de la nación
y la muchacha sencilla. A veces se dirigía a ella, de forma entre
inconveniente y familiar, llamándola «Tschapperl», y
precisamente este término bávaro caracterizaba la clase de
relación que los unía.
•••
En noviembre de 1936, Hitler mantuvo una larga entrevista
con el cardenal Faulhaber en el Obersalzberg; en ella debió de
comprender con claridad lo aventurado de su existencia, lo
elevado de su apuesta. Después de aquella conversación, al
anochecer Hitler y yo estuvimos solos en el balcón del comedor.
Después de mirar largo tiempo en silencio hacia la lejanía, me
dijo:
—Tengo dos posibilidades: conseguir mis objetivos o
fracasar. Si logro salir adelante, me convertiré en uno de los
grandes de la Historia; si fracaso, seré condenado, despreciado y
maldecido.
166
CAPÍTULO VIII
LA NUEVA CANCILLERÍA DEL REICH
Con el fin de dar la trascendencia adecuada a su
encumbramiento como «uno de los grandes de la Historia»,
Hitler exigió la construcción de un escenario arquitectónico
acorde a sus pretensiones imperiales. Calificó la Cancillería del
Reich, a la que se había trasladado el 30 de enero de 1933, de
«adecuada para una empresa jabonera». En su opinión, aquel
lugar no era la sede de un Reich poderoso.
A fines de enero de 1938, Hitler me recibió oficialmente en
su despacho.
—Tengo un trabajo urgente para usted —dijo en tono
solemne, en pie en medio de la estancia—. Dentro de poco
tendré que celebrar reuniones importantísimas, y para eso
necesito grandes vestíbulos y salones que me permitan
impresionar sobre todo a los pequeños potentados. Pongo a su
disposición toda la Voss-Strasse. Me da igual lo que cueste. Sin
embargo, hay que construir deprisa y, además, las obras tienen
que ser sólidas. ¿Cuánto tiempo necesitará para que esté todo
listo? Un año y medio o dos me parecería demasiado. ¿Podría
tenerlo terminado el 10 de enero de 1939? Quiero que la
próxima recepción diplomática tenga lugar en la nueva
Cancillería.
Acto seguido, me dijo que podía marcharme.
Hitler describió el resto del día en el discurso que pronunció
167
con motivo de la cobertura de aguas del edificio:
—Entonces mi Inspector General de Edificación me rogó
que le concediera unas horas para reflexionar, y al llegar la noche
se presentó con una lista de fechas y me dijo: «Las casas estarán
derribadas tal día de marzo, celebraremos la cobertura de aguas
el 1 de agosto y el 9 de enero, mein Führer, le anunciaré que la
obra está concluida». Yo soy del mismo oficio, de la
construcción, y sé lo que esto significa. Nunca se ha hecho nada
igual. Ha sido una proeza única en su género[34].
Efectivamente, fue la promesa más insensata de toda mi
vida. Pero Hitler se mostró satisfecho.
Enseguida comenzamos a derribar los edificios de la VossStrasse, a fin de despejar el terreno. Al mismo tiempo se iban
trazando los planos de la obra, hasta el punto de que el refugio
antiaéreo tuvo que iniciarse partiendo de bocetos a mano alzada.
También en fases posteriores encargué con urgencia muchos
elementos sin tener claramente definidos los requisitos
arquitectónicos. Por ejemplo, lo que tenía el plazo de entrega
más largo eran las descomunales alfombras anudadas a mano
que debían cubrir varios salones. Determiné su color y tamaño
antes de saber qué aspecto tendrían las estancias en las que
debían colocarse, que en cierto modo se diseñaron alrededor de
las alfombras. No me preocupé por establecer ningún complejo
organigrama, pues sólo me habría servido para demostrar que
mi misión era irrealizable. Aquella forma improvisada de
trabajar se parecía mucho a los métodos que, cuatro años
después, iba a emplear en la dirección de la economía alemana
de guerra.
El solar era alargado, lo que invitaba a levantar una serie de
recintos yuxtapuestos a lo largo de un eje. Presenté a Hitler el
anteproyecto: el visitante llegaba en coche desde la
Wilhelmplatz a un patio de honor después de atravesar un gran
168
portal; ascendía entonces por una escalinata hasta llegar a una
pequeña sala de recepción en la que se abrían unas puertas,
cuyas hojas medían casi cinco metros de altura, que daban a un
vestíbulo revestido de mosaico. Acto seguido subía algunos
escalones, atravesaba un recinto circular con el techo en forma
de cúpula y accedía a una galería de 145 metros de largo que
impresionó especialmente a Hitler, ya que medía el doble que la
Sala de los Espejos de Versalles. Los profundos huecos de las
ventanas debían procurar una luz indirecta, con lo que se
lograría el agradable efecto que había podido apreciar en mi
visita al gran salón del palacio de Fontainebleau.
Así pues, el conjunto consistiría en una sucesión de salas,
revestidas con una interminable variación de materiales y
colores, que en total alcanzaba los 220 metros de longitud. Sólo
entonces se llegaba por fin a la sala de recepción de Hitler. No
hay duda de que todo aquello era una orgía de la arquitectura
monumental y, en definitiva, una muestra de «arte efectista».
Pero eso también se daba en el barroco y, en el fondo, se ha
dado siempre.
Hitler se mostró impresionado:
—¡Durante el largo recorrido desde la entrada hasta la sala
de recepción tendrán tiempo para captar algo del poder y la
grandeza del Reich!
En los meses que siguieron me pidió que le mostrara los
planos una y otra vez, pero incluso en el caso de esta obra,
destinada a su propio uso, se entrometió muy raramente en mi
trabajo, dejándome las manos libres por completo.
•••
Las prisas de Hitler por ver terminada la nueva Cancillería
del Reich tenían su motivo más profundo en la preocupación
que sentía por su salud. Temía seriamente no vivir mucho
tiempo. Desde 1935, su imaginación se vio cada vez más
169
dominada por unas molestias estomacales que intentaba curar
con un régimen de autolimitaciones; creía saber qué comidas lo
perjudicaban y se fue imponiendo poco a poco una dieta cada
vez más frugal. Algo de sopa, ensalada y alimentos muy ligeros
en pequeña cantidad. Comía muy poco. Parecía desesperado
cuando, señalando su plato, decía:
—¡Y se supone que un hombre tiene que vivir con esto!
¡Mire, mire usted! A los médicos les resulta muy fácil decir que
hay que comer lo que a uno le apetezca[35]. A mí ya casi nada me
sienta bien, y tengo dolores después de cada comida. ¿Qué más
puedo suprimir? ¿Cómo voy a sobrevivir así?
Muchas veces tenía que interrumpir una reunión de repente
a causa del dolor, y entonces se retiraba durante media hora o
más, o ya no regresaba. Según decía, también lo aquejaban una
exagerada acumulación de gases, trastornos cardíacos e
insomnio. Eva Braun me contó una vez que Hitler, aun antes de
cumplir los cincuenta años, le había dicho:
—Pronto tendré que dejarte; ¿qué harías con un viejo?
Su médico de cabecera, el doctor Brandt, era un joven
cirujano que trataba de convencer a Hitler para que se hiciera
examinar a fondo por un internista. Todos nosotros apoyamos
su propuesta. Se barajaron los nombres de médicos célebres y se
desarrolló un plan para poder llevar a cabo la exploración sin
despertar sospechas. Se pensó en la posibilidad de internarlo en
un hospital militar, pues allí el secreto estaría garantizado. Sin
embargo, Hitler acababa rechazando siempre todas las
sugerencias: alegaba que, simplemente, no se podía permitir el
lujo de ser considerado un enfermo, ya que eso debilitaría su
posición política, sobre todo en el extranjero. Incluso se resistió
a hacerse una primera exploración en su casa. Por lo que yo sé,
en aquella época no fue sometido a ningún reconocimiento
serio, sino que él mismo interpretaba sus síntomas de acuerdo
170
con sus propias teorías, lo que, por cierto, respondía
perfectamente a su arraigado diletantismo.
En cambio, requirió los servicios del profesor Von Eicken,
un famoso otorrinolaringólogo berlinés, para que le tratara una
ronquera que iba en aumento; le permitió que lo sometiera a un
examen concienzudo en su domicilio y se mostró aliviado
cuando no le encontró el menor síntoma de cáncer. Meses
antes, Hitler se había referido al destino del emperador
Federico III. El cirujano le extirpó un nódulo inofensivo; la
ligera operación también se realizó en casa de Hitler.
En 1935, Heinrich Hoffmann enfermó de gravedad; el
doctor Morell, antiguo conocido suyo, lo trató y lo curó con
sulfamidas[36] traídas de Hungría. Hoffmann no cesaba de
comentar a Hitler de qué modo tan magnífico le había salvado
la vida aquel médico. Seguramente hablaba de buena fe, pues
una de las habilidades de Morell consistía en exagerar
enormemente la gravedad de las enfermedades que curaba para
destacar la eficacia de su arte.
El doctor Morell afirmó haber estudiado con el famoso
bacteriólogo Iliá Méchnikov (1845-1916), galardonado con el
premio Nobel y profesor del Instituto Pasteur[37]. Según
afirmaba Morell, Méchnikov le había enseñado la forma de
combatir las enfermedades bacterianas. Morell dijo haber
realizado después grandes travesías en buques de pasajeros en
calidad de médico de a bordo. No es que se tratara de un
completo charlatán, sino que era más bien un fanático de su
profesión y del dinero.
Hitler se dejó convencer por Hoffmann para que Morell lo
sometiera a una exploración. El resultado fue sorprendente, pues
por primera vez Hitler se manifestó convencido de la eficacia de
un médico:
—Nunca me había dicho nadie con tanta claridad y
171
precisión lo que me ocurre. Su método curativo es muy lógico y
me inspira una gran confianza. Voy a atenerme estrictamente a
lo que me ha prescrito.
Nos contó que la principal conclusión a que llegaba Morell
en su diagnóstico establecía el completo agotamiento de la flora
intestinal, que atribuía a una sobrecarga nerviosa. Una vez
curado
esto,
las
demás
molestias
desaparecerían
automáticamente. De todos modos, quería acelerar el proceso
por medio de inyecciones de vitaminas, hormonas, fósforo y
glucosa. El tratamiento duraría un año. Hasta entonces sólo
cabía esperar éxitos parciales.
A partir de entonces, el medicamento del que más iba a
hablarse, llamado Multiflor, consistía en unas cápsulas de
bacterias intestinales, que eran, según aseguraba Morell, «de una
cepa inmejorable, procedente de un campesino búlgaro». Nos
describió muy por encima el resto de los productos que
inyectaba y hacía tomar a Hitler. Desde luego, nunca confiamos
plenamente en sus métodos. El médico de cabecera, el doctor
Brandt, hizo indagaciones entre internistas amigos suyos, que
coincidieron en rechazar los métodos de Morell por atrevidos y
poco investigados, y también les pareció que podían crear
adicción. En efecto, las inyecciones se hacían cada vez más
frecuentes, como también la administración intravenosa de
sustancias químicas y vegetales y de complementos biológicos
extraídos de testículos y entrañas de animales. Un día Göring
ofendió gravemente a Morell, al que trató de «señor jefe de
inyecciones del Reich».
Sin embargo, al poco de comenzar el tratamiento
desapareció un eccema que Hitler tenía hacía tiempo en un pie.
También su estómago mejoró al cabo de algunas semanas; podía
comer más, tomaba platos más pesados, se sentía mejor y
manifestaba con entusiasmo:
172
—¡De no haber encontrado a Morell…! ¡Me ha salvado la
vida! Su ayuda ha sido realmente maravillosa.
Si Hitler sabía deslumbrar con su hechizo a los demás, en
este caso sucedió lo contrario. Quedó totalmente convencido de
la genialidad de su nuevo médico de cabecera y pronto prohibió
toda crítica. Desde aquel momento Morell entró a formar parte
del círculo íntimo de Hitler, convirtiéndose, cuando éste no se
hallaba presente, en objeto involuntario de diversión, pues sólo
sabía hablar de estreptococos y otros microbios, de testículos de
toro y de las últimas vitaminas.
Hitler recomendaba insistentemente a todos sus
colaboradores que consultaran a Morell en cuanto sintieran la
más mínima molestia. Yo acudí a su consulta cuando, en 1936,
mi circulación sanguínea y mi estómago se rebelaron contra el
insensato ritmo de trabajo y contra la adaptación a las anormales
costumbres de Hitler. El rótulo de la entrada decía: «Doctor
Theo Morell, enfermedades dermatológicas y venéreas». Morell
tenía el consultorio y la vivienda en la parte más mundana de la
Kurfürstendamm, cerca de la Gedächtniskirche. En su casa
podían verse numerosas fotos con dedicatorias de célebres
artistas de cine; también estaba allí el príncipe heredero.
Después de examinarme someramente, Morell me recetó sus
bacterias intestinales, glucosa, vitaminas y hormonas. Yo, para
mayor seguridad, hice que el profesor Von Bergmann, internista
de la Universidad de Berlín, me examinara a fondo durante un
par de días. De acuerdo con su diagnóstico, no tenía lesión
orgánica alguna, sino tan sólo trastornos de tipo nervioso,
ocasionados por un exceso de trabajo. Moderé mi actividad en la
medida de lo posible y las molestias remitieron. Para evitar que
Hitler se disgustara, fui diciendo que seguía al pie de la letra las
instrucciones de Morell y, como mi salud mejoraba, me convertí
durante un tiempo en una muestra de la eficacia de Morell. A
instancias de Hitler, también examinó a Eva Braun, quien
173
después me contó que era tan sucio que le daba náuseas y me
aseguró asqueada que no permitiría que Morell la continuara
tratando.
Aunque la mejora de Hitler fue transitoria, ya no se apartó
de su nuevo médico. Al contrario, la meta de las visitas de Hitler
a la hora del té fue cada vez con más frecuencia la casa que el
doctor Morell tenía en la isla de Schwanenwerder, cerca de
Berlín; era el único lugar que todavía lo atraía, aparte de la
Cancillería. A Goebbels lo visitaba muy raramente; sólo una vez
vino a mi domicilio, en Schlachtensee, para ver la casa que me
había construido.
Desde fines de 1937, cuando el tratamiento de Morell
comenzó a perder efectividad, Hitler volvió a sus quejas de
siempre. Incluso cuando encargaba unas obras o discutía unos
planos, añadía a veces:
—No sé cuánto tiempo me queda de vida. Quizá la mayor
parte de las obras no se terminen hasta que yo ya no esté[38]…
Varias grandes obras debían terminarse entre 1945 y 1950.
Así pues, puede que Hitler contara con vivir algunos años más.
También decía:
—Cuando yo desaparezca… Ya no me queda mucho
tiempo[39]…
También en su círculo íntimo se manifestaba
continuamente en este sentido:
—Ya no viviré mucho más. Siempre pensé que tendría
tiempo de llevar a cabo mis planes. ¡Tengo que hacerlo yo
mismo! Ninguno de mis sucesores tendría la energía suficiente
para superar las inevitables crisis. Así pues, mis propósitos
tendrán que cumplirse mientras todavía me quede salud para
imponerme.
Hitler redactó su testamento personal el 2 de mayo de 1938;
el 5 de noviembre de 1937 ya había expuesto el político, en el
174
que calificaba sus ambiciosos planes de conquista de «legado
testamentario en caso de que él muriera», ante el ministro de
Asuntos Exteriores y la cúpula militar del Reich[40]. En su
entorno íntimo, que noche tras noche debía ver triviales
operetas y oír inacabables parrafadas sobre la Iglesia católica,
regímenes alimenticios, templos griegos y perros pastores, Hitler
ocultaba hasta qué punto se tomaba en serio su sueño de
dominar el mundo. Posteriormente, muchos antiguos
colaboradores de Hitler han intentado establecer la teoría de que
Hitler sufrió una transformación en 1938, debida al
empeoramiento de su salud a causa de los métodos curativos de
Morell. Yo, por el contrario, soy de la opinión de que los
proyectos y objetivos de Hitler no cambiaron nunca. Lo único
que sucedió fue que su enfermedad y su temor a la muerte lo
llevaron a acortar los plazos. Sólo un contrapoder superior
habría podido frustrar sus planes, pero en 1938 no existía. Al
contrario, los éxitos que obtuvo ese año lo animaron a forzar
aún más un ritmo que ya era acelerado.
Me parece que la prisa febril que impulsaba nuestras obras
también tenía que ver con su desasosiego interior. Durante la
fiesta de cobertura de aguas dijo a los obreros:
—Esto ya no es un ritmo de trabajo americano; ahora es un
ritmo de trabajo alemán. Creo que también yo rindo más que
los hombres de Estado de las llamadas democracias, y que
también en el aspecto político llevamos otro ritmo. Si es posible
incorporar un Estado al Reich en tres o cuatro días, también
tiene que serlo levantar un edificio en uno o dos años.
A veces me pregunto si su desmedida pasión constructora no
tenía el objetivo adicional de ocultar sus proyectos. Allá por el
año 1938, estando en el Palacio Alemán de Nuremberg, Hitler
habló de su obligación de limitarse a comentar únicamente
aquello que pudiera llegar al conocimiento público. Entre los
175
presentes se hallaban el jefe nacional Philipp Bouhler y su joven
esposa. Ésta objetó que tales limitaciones no serían necesarias en
la intimidad, pues todos nosotros sabríamos guardar cualquier
secreto que nos confiara. Hitler, echándose a reír, respondió:
—Aquí sólo hay uno que sepa guardar silencio.
Y me señaló a mí. Sin embargo, lo que habría de suceder en
los meses siguientes no lo supe por él.
•••
El 2 de febrero de 1938 vi a Erich Raeder, comandante en
jefe de la Marina de guerra, cruzar alterado el vestíbulo de casa
de Hitler después de hablar con él. El almirante estaba pálido,
iba con paso inseguro y parecía a punto de sufrir un ataque
cardíaco. Dos días después leí en el periódico que el ministro de
Asuntos Exteriores, Von Neurath, había sido sustituido por Von
Ribbentrop, y que Von Brauchitsch había reemplazado a Von
Fritsch como comandante en jefe del ejército de Tierra. Hitler
se había hecho cargo del mando supremo de la Wehrmacht,
ejercido hasta entonces por el mariscal Von Blomberg, y había
nombrado a Keitel jefe de su Estado Mayor.
Yo conocía del Obersalzberg al capitán general Von
Blomberg, un hombre correcto, de aspecto respetable, al que
Hitler tenía en alta estima y que, hasta su destitución, fue
tratado con una deferencia desacostumbrada. Por invitación de
Hitler, Von Blomberg visitó en otoño de 1937 mis oficinas de
la Pariser Platz, donde vio los planos y maquetas de Berlín.
Permaneció cerca de una hora en mi despacho, tranquilo y lleno
de interés, acompañado de un general que subrayaba cada
palabra de su jefe con un gesto de asentimiento. Era Wilhelm
Keitel, que ahora se había convertido en el más estrecho
colaborador de Hitler en el Alto Mando de la Wehrmacht. Yo,
desconocedor de la jerarquía militar, lo había tomado por el
asistente de Blomberg.
176
El capitán general Von Fritsch, al que nunca había visto
antes, me rogó por aquellos mismos días que fuera a verlo a su
despacho, en la Bendlerstrasse. No era sólo curiosidad lo que lo
llevaba a desear ver los planos de Berlín. Los extendí encima de
una gran mesa para mapas; escuchó mis explicaciones con
frialdad y manteniendo las distancias, con un laconismo militar
rayano en la descortesía. Por sus preguntas tuve la impresión de
que estaba ponderando en qué medida Hitler, con sus grandes
proyectos de construcción a largo plazo, podía estar interesado
en mantener la paz. Quizá me equivocara.
Tampoco conocía al barón Von Neurath, ministro de
Asuntos Exteriores del Reich. Un día de 1937 Hitler consideró
que la villa de su ministro no respondía a la importancia de sus
obligaciones oficiales y me ordenó que fuera a ver a su esposa
para proponerle una considerable ampliación, de la que se haría
cargo el Estado. La señora Von Neurath me mostró la casa y
afirmó de manera concluyente que el ministro y ella opinaban
que no necesitaba ninguna mejora, y me agradeció el
ofrecimiento. Hitler se disgustó y no volvió a proponérselo. Una
vez más, la antigua nobleza había mostrado su modestia y se
distanciaba abiertamente de la necesidad de aparentar de los
nuevos señores. Desde luego, con Ribbentrop no tenía el mismo
problema: en verano de 1936 me hizo viajar a Londres porque
deseaba reformar la Embajada alemana; las obras debían estar
concluidas en primavera de 1937, cuando se celebrara la
ceremonia de coronación de Jorge VI, para impresionar con una
ostentación de lujo a la alta sociedad de Londres. Ribbentrop
dejó los detalles en manos de su esposa, quien llegó a tales
delirios arquitectónicos con un interiorista de la Asociación de
Talleres que hizo que sintiera que mi presencia era superflua.
Conmigo, Ribbentrop se mostraba conciliador; sin embargo,
durante los días que permaneció en Londres lo ponía siempre de
muy mal humor recibir telegramas del ministro de Asuntos
177
Exteriores, quien consideraba que todo aquello era una
intromisión. Entonces declaraba enojado y en voz muy alta que
él concertaba su política directamente con Hitler, que era quien
le había confiado aquella misión.
A muchos colaboradores políticos de Hitler que deseaban
mantener buenas relaciones con Inglaterra les parecía más que
cuestionable la capacidad de Ribbentrop a ese respecto. En
otoño de 1937, el doctor Todt realizó un viaje de inspección de
las obras de la autopista con Lord Wolton. Después Todt habló
del deseo oficioso del Lord de que lo enviaran a él como
embajador en Londres para reemplazar a Ribbentrop, con quien
las relaciones nunca mejorarían. Ambos nos ocupamos de que
Hitler lo supiera, pero no reaccionó.
Poco después del nombramiento de Ribbentrop como
ministro de Asuntos Exteriores, Hitler le propuso derribar la
antigua residencia oficial del ministro y establecerla en el palacio
del presidente del Reich. Ribbentrop aceptó la propuesta.
El segundo acontecimiento que haría patente aquel mismo
año la progresiva aceleración de la política de Hitler lo viví el 9
de marzo en el vestíbulo de su domicilio de Berlín. Schaub, su
asistente, estaba sentado junto a un aparato de radio,
escuchando el discurso que el doctor Schuschnigg, el canciller
federal austríaco, pronunciaba en Innsbruck. Hitler se había
retirado a su despacho particular, situado en el primer piso. Era
evidente que Schaub estaba esperando oír algo determinado.
Tomaba notas mientras Schuschnigg hablaba en términos cada
vez más concretos, hasta que finalmente anunció la celebración
de un referéndum: el pueblo austríaco habría de decidirse a
favor o en contra de su independencia; a continuación,
Schuschnigg dijo a sus paisanos, en buen austríaco: «Ha llegado
el momento».
Había llegado también el momento que Schaub esperaba, y
178
éste voló escaleras arriba hacia el despacho de Hitler. Poco
después, también Goebbels, vestido de frac, y Göring, con
uniforme de gala, acudieron apresuradamente a reunirse con él.
Venían de alguna fiesta de la temporada de baile berlinesa y
desaparecieron en el piso superior.
Una vez más, al cabo de unos días me enteré por el
periódico de lo que había sucedido. Las tropas alemanas habían
penetrado en Austria el 13 de marzo. Unas tres semanas después
también yo me dirigí en automóvil a Viena, con el objetivo de
preparar el vestíbulo de la estación del Noroeste para el gran
mitin que debía celebrarse en aquella ciudad. La gente de todas
las ciudades y pueblos saludaba con la mano a los coches
alemanes. En el Hotel Imperial de Viena encontré el reverso
trivial del júbilo por la anexión. Numerosas personalidades
defensoras de la «Gran Alemania», como por ejemplo el conde
Helldorf, jefe superior de policía de Berlín, habían acudido allí a
toda prisa, evidentemente atraídas por la abundancia de
artículos en los comercios: «En tal sitio todavía hay sábanas de
buena calidad…». «En tal otro, tantas mantas de lana como
quieras…». «Yo he descubierto una tienda que tiene licores
extranjeros…». Éstos eran jirones de las conversaciones que se
mantenían en el vestíbulo del hotel. Me sentí asqueado y me
limité a comprar un borsalino. ¿Qué más me daba todo aquello?
Poco después de la anexión de Austria, Hitler pidió un
mapa de Europa central y mostró a su círculo privado, que lo
escuchaba con devota atención, cómo ahora Checoslovaquia
estaba «atenazada». Años después, Hitler seguía insistiendo en la
generosidad política que había mostrado Mussolini al consentir
que las tropas alemanas entraran en Austria. Se lo agradecería
siempre, pues para Italia una Austria intercalada como
amortiguador neutral habría sido una solución más favorable.
En cambio, ahora las tropas alemanas estaban en el Paso del
Brennero, lo cual, a la larga, supondría una molestia para la
179
política interna de Roma. En cierto modo, el viaje de Hitler a
Italia en 1938 pretendía ser un primer gesto de agradecimiento,
aunque también lo ilusionaban las obras monumentales y los
tesoros artísticos de Roma y Florencia. Se hicieron pomposos
uniformes para su séquito y Hitler los aprobó. Le gustaban los
dispendios; que él prefiriera llevar ropa marcadamente discreta
se debía a un cálculo basado en la psicología de las masas:
—Mi séquito tiene que causar un efecto impactante. Así
destacará más mi sencillez.
Aproximadamente un año después, Hitler encomendó a
Benno von Arent, escenógrafo del Reich, que hasta la fecha
había preparado el atrezzo de óperas y operetas, el diseño de
nuevos uniformes diplomáticos. Los fracs cubiertos de bordados
en oro fueron del agrado de Hitler. No obstante, hubo voces
burlonas que dijeron:
—¡Es como si estuviéramos en un teatro!
Arent también tuvo que diseñar condecoraciones para
Hitler. Desde luego, habrían podido causar sensación en
cualquier escenario. A partir de entonces llamé a Arent «el
hojalatero del Tercer Reich».
Cuando Hitler regresó de aquel viaje, resumió así sus
impresiones:
—Estoy contento de no tener monarquía y de no haber
escuchado nunca a los charlatanes que trataban de convencerme
para que la impusiera. ¡Tanto cortesano, tanta etiqueta! ¡Es
inconcebible! ¡Y el Duce, siempre en segundo plano! La familia
real ocupaba los mejores puestos en todos los banquetes oficiales
y en las tribunas. El Duce, que es quien realmente representa al
Estado, quedaba muy apartado.
Con arreglo al protocolo, Hitler, en calidad de jefe del
Estado, había sido equiparado al rey, mientras que Mussolini
sólo era el primer ministro.
180
Después de su visita a Italia, Hitler se sintió obligado a
tributar a Mussolini un homenaje especial. Dispuso que, una
vez reformada en el marco de la nueva configuración urbanística
de Berlín, la Adolf-Hitler-Platz llevara el nombre de
Mussolini[41]. Desde el punto de vista arquitectónico, a Hitler
aquella plaza le parecía sencillamente horrorosa, afeada por las
modernas construcciones de la «época del sistema»[42], pero:
—Si más adelante bautizamos la actual «plaza de Adolf
Hitler» como «plaza de Mussolini», me habré deshecho de ella
definitivamente. Y además, parecerá un honor especial que ceda
precisamente mi plaza al Duce. ¡Yo mismo he diseñado ya un
monumento a Mussolini!
Pero no llegó a colocarlo, pues la reforma de la plaza que
Hitler había ordenado ya no iba a poder realizarse.
•••
El dramático año 1938 llevó finalmente a Hitler a un
acuerdo con las potencias occidentales sobre la cesión de grandes
territorios de Checoslovaquia. Unas semanas antes, en sus
discursos ante el Congreso del Partido en Nuremberg, Hitler se
mostró como el colérico líder de su nación; apoyado por los
frenéticos aplausos de sus partidarios, intentó convencer al
extranjero, que escuchaba con atención, de que en caso
necesario tampoco temería una guerra. Juzgada en retrospectiva,
se trataba de una enorme provocación, cuya efectividad ya había
puesto a prueba con éxito, a escala reducida, en su entrevista
con Schuschnigg. Por otra parte, gustaba de establecer en
público el límite de su osadía, y no podía echarse atrás sin poner
en juego su prestigio.
Ni siquiera a sus más íntimos colaboradores, a los que
expuso con claridad lo inevitable de la situación, les dejó la
menor duda respecto a su disposición para la guerra, a pesar de
que habitualmente no dejaba que nadie conociera sus más
181
recónditas intenciones. Sus palabras a ese respecto consiguieron
impresionar incluso a su viejo asistente en jefe Brückner. En
septiembre de 1938, durante el Congreso del Partido, estábamos
sentados en un muro del castillo de Nuremberg y frente a
nosotros se extendía, envuelta en la bruma, la vieja ciudad
iluminada por el suave sol de septiembre. Brückner dijo
entonces, abatido:
—Quizá sea la última vez que veamos todo esto en paz. Es
probable que no tardemos en entrar en guerra.
Hay que atribuir más a la tolerancia de los poderes
occidentales que a la moderación de Hitler que se evitara una
vez más la guerra que Brückner había vaticinado. La anexión de
los Sudetes a Alemania se consumó ante los ojos de un mundo
aterrorizado y de los partidarios de Hitler, totalmente
convencidos de la infalibilidad de su líder.
Las fortificaciones fronterizas checas suscitaron el asombro
general. Durante una prueba de tiro se demostró, para sorpresa
de los peritos en la materia, que las armas alemanas obtenían un
pobre resultado contra estas defensas. El propio Hitler se
trasladó a la antigua frontera para hacerse una idea de la
instalación de casamatas y regresó muy impresionado. En su
opinión, las fortificaciones eran sorprendentemente sólidas,
estaban dispuestas de una manera extraordinariamente hábil y
aprovechaban muy ventajosamente la disposición del terreno.
—Si hubieran ofrecido resistencia, habría resultado muy
difícil conquistarlas y hacerlo nos habría costado muchas bajas.
Ahora las tenemos sin haber perdido una gota de sangre. ¡Desde
luego, de algo estoy seguro! ¡Nunca permitiré que los checos
construyan otra línea defensiva! Ésta nos da una posición
excelente. Hemos cruzado las montañas y ya estamos en los
valles de Bohemia.
•••
182
El 10 de noviembre, al dirigirme a mi despacho, tuve que
pasar ante las ruinas, todavía humeantes, de la sinagoga de
Berlín. Era éste el cuarto de los graves acontecimientos que
marcaron el carácter del último año anterior a la guerra. Este
recuerdo óptico constituye hoy en día una de las experiencias
más deprimentes de mi vida, pues lo que más me molestó
entonces fue la contemplación del desorden que reinaba en la
Fasanenstrasse: vigas carbonizadas, trozos de fachadas derruidas,
paredes calcinadas… Anticipos de una imagen que se habría de
adueñar de casi toda Europa durante la guerra. Pero lo que más
me perturbó fue el nuevo despertar político de la «calle». Los
cristales rotos de los escaparates herían, ante todo, mi sentido
burgués del orden.
No me di cuenta entonces de que se había roto algo más que
los cristales; de que aquella noche Hitler había cruzado por
cuarta vez en un solo año el Rubicón y que había hecho
irrevocable el destino de su Reich. ¿Percibí entonces, siquiera
por un momento fugaz, que estaba comenzando algo que habría
de concluir con la destrucción de un grupo de nuestro pueblo?
¿Qué también cambiaría mi sustancia moral? No lo sé.
Me tomé más bien con indiferencia lo sucedido.
Contribuyeron a ello algunas palabras de pesar de Hitler, quien
aseguró que él no deseaba esos ataques. Casi parecía
avergonzado. Goebbels insinuó más tarde, en la intimidad, que
el iniciador de aquella triste y monstruosa noche había sido él
mismo, y creo perfectamente posible que pusiera a un Hitler
vacilante frente a los hechos consumados para imponerle la ley
de la acción.
Siempre me ha sorprendido no recordar apenas las
observaciones antisemitas de Hitler. Retrospectivamente puedo
recomponer, partiendo de los elementos que conservo en la
memoria, lo que entonces me llamaba la atención: la
183
discrepancia respecto a la imagen que había querido forjarme de
Hitler; la preocupación por su creciente decaimiento físico; la
esperanza de que se suavizara la lucha contra la Iglesia; el
anuncio de utópicas metas lejanas; toda clase de curiosidades…
En aquel tiempo, el odio de Hitler hacia los judíos me parecía
tan natural que no me impresionaba.
Yo sentía que era el arquitecto de Hitler. Los
acontecimientos políticos no eran de mi incumbencia. Me
limitaba a darles un escenario imponente. Hitler me reafirmaba
a diario en esta forma de ver las cosas al invitarme a discutir
únicamente sobre arquitectura; además, mi intromisión en
cuestiones políticas se habría achacado a la presunción de un
advenedizo. Me sentí y me vi dispensado de cualquier toma de
posición. Además, la educación nacionalsocialista pretendía la
compartimentación del pensamiento; se esperaba de mí que me
limitara a la arquitectura. En qué grotesca medida me aferré a
esta ilusión lo demuestra mi informe a Hitler de 1944: «La
misión que debo cumplir es apolítica. Me he sentido a gusto en
mi trabajo cuando tanto este como yo mismo han sido
considerados y valorados sólo desde un punto de vista
profesional»[43].
Sin embargo, la distinción carecía, en el fondo, de
importancia. Hoy me parece que habla de mi esfuerzo por
mantener alejada de mi imagen idealizada de Hitler la habitual
puesta en práctica de las consignas antisemitas que aparecían en
las pancartas que colgaban a la entrada de las poblaciones y que
constituían el tema de las tertulias del té. Pues, naturalmente, en
realidad no tenía la menor importancia quién había movilizado
a la plebe y la había lanzado contra las sinagogas y las tiendas
judías, ni si la acción se había producido a instancias de Hitler o
sólo con su autorización.
Después de salir de Spandau, se me ha preguntado una y
184
otra vez lo que yo mismo traté de averiguar durante las dos
décadas que pasé en la soledad de mi celda: lo que sabía de la
persecución, deportación y exterminio de los judíos; lo que
habría tenido que saber y la parte de culpa que creía tener.
No volveré a dar la respuesta con la que durante tanto
tiempo he tratado de tranquilizar a los que me lo preguntaban y
sobre todo a mí mismo: que en el sistema de Hitler, como en
todos los regímenes totalitarios, cuanto más alta era la posición
que uno ocupaba, mayores eran el aislamiento y el blindaje
respecto al exterior; que la tecnificación del asesinato reduce el
número de asesinos y aumenta la posibilidad de ignorar su
existencia; que la manía secretista del régimen creaba diversos
grados de iniciación, lo que daba a todo el mundo la
oportunidad de no percibir lo inhumano.
No volveré a dar estas respuestas, con las que intentamos
enfrentarnos a lo que sucedió como lo haría un abogado. Es
verdad que yo, en mi calidad de protegido y, más tarde,
influyente ministro de Hitler, me hallaba aislado; es verdad que
el atenerse exclusivamente a sus asuntos dio grandes
posibilidades de evasión tanto al arquitecto como después al
ministro de Armamentos; es verdad que no sabía lo que
comenzó en aquella noche del 9 al 10 de noviembre de 1938 y
culminó en Auschwitz y Maidanek. Pero la dimensión de mi
aislamiento, la intensidad de mi evasión y mi grado de
ignorancia eran cosas que, en definitiva, determinaba yo mismo.
He llegado a comprender que mis torturantes exámenes de
conciencia plantean la cuestión de forma tan equivocada como
los curiosos con los que me ido tropezando. Si lo sabía o no lo
sabía, y cuánto sabía, se convierte en una cuestión del todo
irrelevante al lado de la cantidad de cosas horribles que debería
haber sabido y en las consecuencias que se derivaban con toda
claridad de lo poco que sí sabía. En el fondo, los que me
185
interrogan esperan que me justifique. Sin embargo, no tengo
ninguna excusa.
•••
La nueva Cancillería del Reich debía estar terminada el 9 de
enero de 1939. Hitler vino a Berlín desde Munich el día 7.
Estaba muy tenso y era evidente que esperaba encontrar una
terrible confusión de obreros y brigadas de limpieza. Todo el
mundo conoce la prisa febril con la que poco antes de entregar
una obra se desmontan andamios, se quita el polvo y se retiran
los escombros, se tienden las alfombras y se cuelgan los cuadros.
Sin embargo, Hitler se equivocaba. Desde el principio habíamos
incorporado al cálculo de la obra una reserva de unos cuantos
días que después no necesitamos, por lo que terminamos
cuarenta y ocho horas antes de la fecha de entrega. Cuando
Hitler atravesó las estancias, habría podido sentarse
inmediatamente a su mesa de trabajo y comenzar a ocuparse de
los asuntos de gobierno.
La obra lo impresionó mucho. Se deshizo en elogios hacia su
«genial arquitecto» y, en contra de su costumbre, también los
manifestó en mi presencia. El hecho de que yo hubiera
conseguido terminar el encargo dos días antes de lo previsto me
valió además la fama de ser un extraordinario organizador.
A Hitler le gustó especialmente la larga caminata que los
invitados oficiales y diplomáticos tendrían que dar en el futuro
para llegar hasta la sala de recepción. No compartía mis reparos
respecto al pulido suelo de mármol, que aunque de mala gana
quería cubrir con una larga alfombra:
—Ésa es precisamente la cuestión. Deben moverse como
diplomáticos, pero sobre un suelo resbaladizo.
La sala de recepción le pareció demasiado pequeña y ordenó
que su tamaño se triplicara. Los planos de la ampliación estaban
listos cuando comenzó la guerra. El despacho, en cambio, fue de
186
su completo agrado. Le gustó especialmente la marquetería de
su escritorio, que representaba una espada a medio desenvainar:
—Bien, bien… Cuando lo vean los diplomáticos que estén
sentados frente a mí en esta mesa, sabrán lo que es el miedo.
Desde los campos dorados que hice disponer sobre las
cuatro puertas de su despacho, cuatro virtudes bajaban la vista
hacia Hitler: «Sabiduría, prudencia, valentía y justicia». No sé
qué me indujo a concebir esta idea. En la sala redonda, dos
esculturas de Arno Breker flanqueaban el pórtico de la gran
galería; una de ellas representaba al «osado» y la otra al
«ponderado»[44]. Esta alusión más bien patética de mi amigo
Breker al hecho de que toda osadía debe llevar aparejada la
inteligencia evidenciaba —al igual que mi consejo alegórico de
no olvidar, junto a la valentía, las demás virtudes— una ingenua
sobrevaloración del poder de las recomendaciones artísticas,
aunque es probable que revelara también cierta inquietud
respecto a la firmeza de los logros conseguidos.
Junto a la ventana había una gran mesa, formada por una
pesada losa de mármol, que al principio no tenía finalidad
alguna. En ella se celebraron, a partir de 1944, las reuniones
para analizar la situación militar; los mapas del Estado Mayor
que se desplegaron sobre ella señalaban el rápido avance de los
enemigos occidentales y orientales en el territorio del Reich.
Aquí tuvo Hitler su última reunión militar sobre la Tierra; la
siguiente se celebró a 150 metros de allí, bajo muchos kilos de
hormigón. La sala de reuniones del Gabinete, completamente
revestida de madera por razones acústicas, agradó mucho a
Hitler; sin embargo, jamás la utilizó para el fin al que estaba
destinada. Más de uno de los ministros del Reich me pidió ver
«su» sala. Hitler me dio su autorización, de modo que a veces
podía verse a un ministro guardar unos minutos de silencio ante
su sitio, que jamás había ocupado, en el que había una gran
187
carpeta de piel azul con su nombre escrito en letras de oro.
Cuatro mil quinientos obreros habían estado trabajando en
dos turnos para cumplir los plazos fijados. Otros mil más,
diseminados por el país, habían construido partes de la obra. Se
los invitó a todos, carpinteros, albañiles, picapedreros,
montadores, etcétera, a visitar la obra, y recorrieron
impresionados el edificio.
En el Palacio de Deportes, Hitler les habló así:
—Aquí soy el representante del pueblo alemán. Y cuando
reciba a alguien en la Cancillería del Reich, no será Adolf Hitler
como particular el que reciba al visitante, sino el Führer de la
nación alemana. Por consiguiente, no soy yo quien lo acoge,
sino Alemania a través de mí. Por eso quiero que las salas estén a
la altura de este cometido. Cada uno de vosotros ha contribuido
a construir una obra que perdurará a través de los siglos y que
dejará testimonio de nuestra época. ¡La primera obra del nuevo
gran Reich alemán!
Después de las comidas solía preguntar cuál de sus invitados
no había visto aún la Cancillería, y se alegraba cuando podía
mostrársela a alguno. En tales ocasiones demostraba a sus
asombrados acompañantes su capacidad para retener datos.
Comenzaba a preguntarme:
—¿Qué medidas tiene esta sala? ¿Qué altura?
Yo me encogía de hombros, confuso, pero Hitler sabía las
respuestas. No se equivocaba nunca. Poco a poco aquello se fue
convirtiendo en una especie de juego con las cartas marcadas y,
aunque terminé familiarizándome con las cifras, como era
evidente que aquello lo divertía, lo dejaba hacer.
Las distinciones de Hitler se sucedieron: organizó en su
domicilio un almuerzo para mis colaboradores más cercanos;
redactó un artículo para un libro sobre la Cancillería del Reich;
me condecoró con las insignias de oro del Partido y me regaló,
188
con unas tímidas palabras, una de sus acuarelas. Pintada en
1909, en la época más sombría de su vida, reproduce una iglesia
gótica y muestra un trabajo extraordinariamente minucioso,
concienzudo y pedante, tan desprovisto de sentimiento como de
inspiración. Pero no son sólo las pinceladas las que delatan falta
de personalidad; por la elección de su objeto, sus colores
apagados y su inocua perspectiva, la pintura es un testimonio
inconfundible del primer período de Hitler: todas las acuarelas
de esa época carecen de carácter, y también los cuadros que
pintó cuando era enlace militar en la Primera Guerra Mundial
resultan impersonales. El tránsito hacia la confianza en sí mismo
se produjo más tarde; dan prueba de ello los dos bocetos a
pluma que dibujó hacia 1925 para la Gran Sala de Berlín y para
el Arco de Triunfo. Diez años más tarde hizo nuevos bocetos en
mi presencia, y trazaba entonces con mano enérgica línea tras
línea con lápiz rojo y azul, hasta forzar la manifestación de la
forma que había imaginado. Sin embargo, seguía apreciando las
insignificantes acuarelas de su juventud, y las regalaba cuando
pretendía distinguir a alguien de una manera especial.
•••
Hacía décadas que en la Cancillería del Reich había un
busto de mármol de Bismarck, obra de Reinhold Begas. Unos
días antes de la inauguración de la Cancillería, el busto se cayó
durante el traslado y se le rompió la cabeza. A mí me pareció un
mal presagio. Como, además, había oído a Hitler relatar que el
águila del Reich que coronaba el edificio de Correos se había
desplomado justo al principio de la Primera Guerra Mundial, le
oculté aquella desdicha y pedí a Breker que realizara una copia
exacta, a la que aplicamos una ligera pátina utilizando té.
En el discurso ya mencionado, un Hitler seguro de sí mismo
dijo:
—Eso es precisamente lo maravilloso de la construcción: la
189
tarea realizada se convierte en un monumento. Es algo muy
distinto a un par de botas, que, aunque también hay que
hacerlas, en uno o dos años quedan destrozadas y se tiran. Esto
perdurará y será durante siglos un testimonio de todos los que la
han creado.
El nuevo edificio se inauguró el 12 de enero de 1939. Hitler
recibió en la gran sala a los diplomáticos acreditados en Berlín
para la recepción de Año Nuevo.
Sesenta y cinco días después de la inauguración, es decir, el
15 de marzo de 1939, el jefe del Estado checoslovaco fue
conducido al nuevo despacho. Fue allí donde se desarrolló la
tragedia que comenzó durante la noche con la sumisión de
Hacha y terminó a primeras horas de la mañana con la
ocupación de su país.
—Al final tuve al viejo señor tan presionado —contaba
Hitler más tarde—, que perdió por completo los nervios y se
manifestó dispuesto a firmar; en ese momento sufrió un ataque
cardíaco. En la habitación contigua, mi doctor Morell le aplicó
una inyección que en este caso resultó demasiado efectiva.
Hacha se recuperó, volvió a mostrarse enérgico y no quería
firmar, pero al final vencí definitivamente su resistencia.
El 16 de julio de 1945, es decir, setenta y ocho meses
después de la inauguración de la Cancillería, Winston Churchill
quiso visitar el edificio[45]. «Una gran multitud se había reunido
ante la Cancillería del Reich. A excepción de un anciano que
negaba desaprobadoramente con la cabeza, todos me lanzaron
vivas. Aquella demostración me conmovió tanto como las
facciones demacradas y la ropa gastada de la población. Acto
seguido anduvimos un buen rato por los destruidos corredores y
salones de la Cancillería del Reich».
Poco después se desescombró el edificio. Sus piedras y
mármoles suministraron el material necesario para el
190
monumento conmemorativo que los rusos erigieron en BerlínTreptow.
191
CAPÍTULO IX
UN DÍA EN LA CANCILLERÍA DEL REICH
Entre cuarenta y cincuenta personas tenían acceso en todo
momento a la mesa del almuerzo de Hitler en la Cancillería del
Reich. Sólo tenían que llamar por teléfono a los asistentes para
informarles de que acudirían a comer. Por lo general se trataba
de jefes regionales y nacionales del Partido y de algunos
ministros, además de las personas del círculo íntimo de Hitler;
sin embargo, no se veía a ningún oficial, aparte del asistente de
Hitler en la Wehrmacht. Dicho asistente, el coronel Schmundt,
instó en varias ocasiones al Führer para que accediera a invitar
también a su mesa a los militares de alta graduación, pero Hitler
siempre rechazaba su propuesta. Quizá viera con claridad que el
círculo de sus viejos colaboradores habría motivado
observaciones despectivas en el cuerpo de oficiales.
Yo también tenía libre acceso al domicilio de Hitler e iba a
comer allí con frecuencia. El guardia que había en la entrada del
jardín conocía mi automóvil y me abría la puerta sin más
explicaciones. Aparcaba en el patio y me dirigía a la vivienda
reformada por Troost, situada a la derecha de la nueva
Cancillería que yo había levantado, con la que se comunicaba
por un vestíbulo.
El miembro de las SS de la escolta de Hitler que estuviera de
guardia me saludaba con familiaridad; yo entregaba mi rollo de
planos y me dirigía a la amplia antesala, sin que nadie me
acompañara, como si fuera de la casa. La antesala tenía dos
192
cómodos grupos de asientos, las blancas paredes adornadas con
gobelinos y el suelo de mármol rojo oscuro ricamente cubierto
de alfombras. Normalmente habían llegado ya algunos invitados
que se entretenían charlando, y otros ultimaban algún asunto
por teléfono. Preferían esperar aquí porque era el único lugar en
el que se podía fumar.
No era lo habitual saludarse con el «Heil Hitler!» de rigor;
nos limitábamos a darnos los «buenos días». Tampoco era usual
demostrar la afiliación al Partido llevando insignias en la solapa
de la americana, y era relativamente raro ver uniformes. El que
había logrado llegar hasta allí tenía el privilegio de comportarse
hasta cierto punto sin ceremonia alguna.
A la verdadera sala de estar, en la que los presentes charlaban
generalmente de pie, se llegaba a través de un salón de recepción
cuadrado que no se utilizaba a causa de sus incómodos muebles.
La sala de estar, de unos cien metros cuadrados de superficie, era
la única estancia de toda la casa que estaba amueblada de un
modo acogedor y no había sufrido ningún cambio durante la
gran reforma de 1933-1934 por respeto a Bismarck: tenía el
techo de vigas de madera, las paredes entabladas hasta media
altura y una chimenea adornada con un escudo del
Renacimiento florentino que el canciller del Reich Von Bülow
trajo en su día de Italia. Era la única chimenea de la planta baja,
y a su alrededor se agrupaban varios asientos tapizados de piel
oscura; detrás del sofá había una gran mesa donde podían
encontrarse algunos periódicos. Un gobelino y dos cuadros de
Schinkel, prestados por la Galería Nacional, colgaban de las
paredes.
Hitler no era nunca puntual. La hora de comer era hacia las
dos de la tarde, pero podía aparecer a las tres, o incluso más
tarde, unas veces procedente de sus habitaciones, situadas en el
piso superior, y muchas otras de alguna reunión que se hubiera
193
celebrado en la Cancillería. Entraba sin ninguna ceremonia,
como lo haría cualquiera. Saludaba a sus huéspedes
estrechándoles la mano. Entonces se formaba un círculo
alrededor de él, y Hitler expresaba su opinión respecto a alguna
cuestión del día; a algunos elegidos les preguntaba, por lo
general en un tono neutro, por la salud de «su señora». Después
pedía a su jefe de Prensa un extracto de las noticias, tomaba
asiento en un sillón algo apartado y comenzaba a leer. A veces le
pasaba una hoja a uno de los presentes, al tiempo que
improvisaba algunas observaciones, si la noticia le parecía
particularmente interesante.
•••
Los invitados permanecían en pie entre quince y veinte
minutos, hasta que se descorría el cortinaje de una puerta
acristalada que daba acceso al comedor. El «intendente
doméstico», un hombre con aspecto de posadero que despertaba
confianza por el volumen de su barriga, comunicaba a Hitler, en
el tono discreto que exigía aquel ambiente, que la comida estaba
lista. El Führer iba delante, los invitados lo seguían sin ningún
orden protocolario, y todos entraban en el comedor.
De todas las estancias de la vivienda del canciller que habían
sido reformadas por el profesor Troost, aquella gran habitación
cuadrada, de doce metros por doce, era la más equilibrada. Una
pared con tres puertas acristaladas daba al jardín; frente a ellas
había un gran buffet chapado en madera de palisandro, sobre el
que colgaba una pintura inacabada de Kaulbach que, sin carecer
de encanto, evitaba la meticulosidad excesiva de aquel ecléctico
pintor. En las otras dos paredes había sendos nichos en arco de
medio punto, y en cada uno se erigía un desnudo del escultor
muniqués Wackerle sobre un pedestal de mármol claro. A
ambos lados de los nichos se abrían unas puertas de cristal que
conducían a una gran sala de estar y a la otra sala, ya
194
mencionada, que daba acceso al comedor. Las paredes
finamente enyesadas, de un color blanco roto, combinadas con
unos cortinajes igualmente claros, daban una luminosa amplitud
a la estancia. Unos leves salientes en las paredes subrayaban la
limpia y severa simetría, delimitada por una cornisa. Los
muebles eran sobrios y serenos. El centro estaba ocupado por
una mesa redonda en la que cabían unas quince personas,
rodeada de discretas sillas de madera oscura, tapizadas de cuero
granate. Todas las sillas eran iguales, incluso la que ocupaba
Hitler. En los rincones había cuatro mesas más pequeñas, con
cuatro o seis sillas del mismo tipo cada una. El servicio de mesa,
elegido por el profesor Troost, comprendía unos platos de
porcelana clara y copas sencillas. En el centro de la mesa había
un jarrón con flores.
Éste era el «restaurante del alegre canciller del Reich», como
Hitler lo llamaba con frecuencia ante sus invitados. Él tomaba
asiento en el lado de la ventana, y junto a él lo hacían los dos
comensales que había elegido antes de entrar en el comedor. Los
demás se sentaban a la mesa como querían. Cuando los
invitados eran muchos, los asistentes y otras personas de menor
rango, entre las que también me contaba yo, se sentaban a las
mesas pequeñas, lo cual, a mi modo de ver, era una ventaja,
pues en ellas se podía conversar más relajadamente.
La comida era muy sencilla: sopa, carne con un poco de
verdura y patatas y, finalmente, postre. Para beber podíamos
elegir entre agua mineral, cerveza corriente de Berlín y vino
barato. El propio Hitler tomaba su comida vegetariana y bebía
Fachinger, y si a alguno de los huéspedes le apetecía, podía pedir
lo mismo, aunque pocos lo hacían. Hitler daba un gran valor a
la frugalidad. Suponía que eso sería tema de conversación en
toda Alemania. Un día los pescadores de Helgoland le regalaron
una langosta gigantesca; cuando el delicado manjar llegó a la
mesa para deleite de los invitados, Hitler no sólo manifestó su
195
desaprobación por la insensatez que llevaba a devorar tan
antiestéticos monstruos, sino que prohibió los lujos de aquella
naturaleza. Göring participaba raramente en esas comidas. Un
día en que le comuniqué a él que no asistiría a uno de los
almuerzos de la Cancillería, me dijo:
—La comida que se sirve allí es francamente mala. ¡Y
encima esos provincianos muniqueses del Partido…!
¡Insoportable!
Hess se presentaba a comer una vez cada quince días. Le
seguía, en curiosa procesión, su asistente, que llevaba a la
Cancillería del Reich un recipiente de hojalata que contenía una
comida especial, que se calentaba en la cocina. Hitler ignoró
durante mucho tiempo que Hess se hacía servir sus propios
platos vegetarianos. Cuando por fin alguien se lo hizo saber, se
volvió enojado hacia él ante todos los comensales:
—Mi cocinera es excelente y sabe preparar comidas de
régimen. Si su médico le ha prescrito algo especial, ella podrá
hacérselo. Pero no quiero que se traiga usted la comida.
Hess, que ya por entonces tendía a las réplicas obstinadas,
intentó explicar a Hitler que los componentes de su comida
tenían que ser de una procedencia biológico-dinámica especial, a
lo que se le contestó sin rodeos que, en ese caso, se quedara a
comer en su casa. A partir de entonces Hess apenas acudió a los
almuerzos.
Cuando, por exigencias del Partido, en los hogares alemanes
debía comerse potaje todos los domingos, bajo el lema «cañones
por mantequilla», también en casa de Hitler se servía
únicamente sopa. En consecuencia, el número de invitados
muchas veces quedaba reducido a sólo dos o tres, lo que indujo
a Hitler a formular sarcásticas observaciones sobre el espíritu de
sacrificio de sus colaboradores, pues, al mismo tiempo, se
presentaba una lista en la que cada uno anotaba su donativo. A
196
mí cada potaje me costaba entre cincuenta y cien marcos.
•••
Goebbels era el principal invitado del almuerzo; Himmler
aparecía muy pocas veces. Naturalmente, Bormann no se perdía
ninguna comida, aunque, al igual que yo, formaba parte de la
corte interna y no podía ser considerado un invitado.
Las conversaciones de sobremesa que Hitler tenía en la
Cancillería no se apartaban del temario desconcertante y lleno
de prejuicios que hacía tan fatigosas las charlas del Obersalzberg.
Aparte de que ahora se expresaba con mayor dureza, continuaba
con el mismo repertorio, que no ampliaba ni completaba y que
apenas enriquecía con nuevos puntos de vista. Ni siquiera se
esforzaba en disimular lo penosas que resultaban sus numerosas
repeticiones. No puedo decir que me impresionaran sus
manifestaciones, por lo menos en aquella época, por mucho que
me sintiera atrapado por su personalidad. Al contrario, más bien
me decepcionaban, pues había esperado de él opiniones y juicios
de más entidad.
En sus monólogos, Hitler afirmaba con frecuencia que su
imaginario político, artístico y militar constituía una unidad que
ya se había forjado con todo detalle entre los veinte y los treinta
años. En su opinión, aquella época de su vida había sido la más
fértil en el aspecto espiritual: lo que ahora planeaba y creaba no
era sino la realización de sus ideas de entonces.
Por ejemplo, tenían gran importancia los sucesos de la
Primera Guerra Mundial. La mayoría de los invitados había
tenido ocasión de vivirla personalmente. En alguna ocasión
Hitler había estado atrincherado frente a los ingleses, cuya
valentía y tenacidad respetaba, si bien también se burlaba de
muchas de sus peculiaridades. Así, afirmaba con ironía que los
ingleses tenían la costumbre de hacer un alto el fuego
exactamente a la hora del té, por lo que él, como enlace, hacía
197
sus recorridos a esa hora sin correr ningún riesgo.
Durante las tertulias de 1938 no expresó pensamientos
revanchistas al hablar de los franceses; afirmaba que no quería
plantear de nuevo la guerra de 1914. Opinaba que no merecía la
pena emprender una nueva guerra por un territorio tan
insignificante como Alsacia-Lorena. Además, los alsacianos
habían perdido de tal forma su carácter a consecuencia del
continuo cambio de nacionalidad, que no representaban
ganancia alguna ni para unos ni para otros; era mejor dejarlos
como estaban. Hitler partía, naturalmente, de la premisa de que
Alemania podía expandirse hacia el Este. La valentía que los
soldados franceses mostraron durante la Primera Guerra
Mundial lo había impresionado; sólo el cuerpo de oficiales era
afeminado:
—Con oficiales alemanes, las tropas francesas serían
magníficas.
Aunque no rechazaba el pacto con Japón, más bien
cuestionable desde el punto de vista racial, Hitler adoptaba una
actitud reservada a ese respecto a largo plazo. Siempre que
tocaba el tema, expresaba aflicción por haberse aliado con la raza
«amarilla». Sin embargo, opinaba que nadie podía reprochárselo,
ya que también Inglaterra había conseguido movilizar a Japón
contra las potencias centrales durante la Primera Guerra
Mundial. Hitler consideraba a Japón un aliado con categoría de
potencia mundial, de lo que no estaba muy convencido en el
caso de Italia.
Según Hitler, los americanos no habían destacado mucho
durante la guerra de 1914-1918 ni habían hecho grandes
sacrificios de sangre. Ciertamente, no resistirían una prueba que
exigiera un arduo esfuerzo, pues su valor combativo era escaso.
De hecho, no existía un pueblo americano entendido como una
unidad; no era sino un conglomerado de emigrantes de muchos
198
pueblos y razas.
Fritz Wiedemann, en su día asistente de regimiento y
superior jerárquico de Hitler, al que después el propio Hitler,
con evidente falta de tacto, había convertido en su asistente,
intentó convencerlo para que se celebraran conversaciones con
América. Enojado por aquella oposición, que transgredía la ley
no escrita de las sobremesas, Hitler lo destinó a San Francisco
en calidad de cónsul general:
—Que se cure allí de sus ideas.
En las conversaciones de sobremesa no participaba ningún
hombre de mundo. El círculo que se reunía en aquellas
ocasiones nunca había traspasado las fronteras de Alemania. En
la mesa de Hitler, el hecho de que alguno de los comensales
hubiera hecho un viaje de placer a Italia se consideraba un
acontecimiento y bastaba para que se reconociera al viajero
experiencia internacional. Tampoco Hitler había visto nada del
mundo ni había adquirido los conocimientos necesarios para
comprenderlo. Además, los políticos del Partido que lo
rodeaban no tenían, por lo general, instrucción superior. De los
cincuenta jefes nacionales y regionales, la élite de la jefatura del
Reich, sólo diez tenían título universitario. Algunos se habían
quedado atascados en los estudios superiores, mientras que la
mayoría no había pasado del instituto. Casi ninguno de ellos
había destacado significativamente en ningún campo; casi todos
evidenciaban una sorprendente falta de curiosidad intelectual.
Su nivel de formación no respondía en modo alguno a las
expectativas que uno podría tener respecto a la selección de los
líderes de un pueblo con un nivel intelectual tradicionalmente
elevado. En el fondo, Hitler prefería que los colaboradores que
formaban su entorno inmediato tuvieran el mismo origen que
él; es probable que se sintiera más a gusto entre ellos que en
cualquier otro ambiente. En general le gustaba que sus
199
colaboradores tuvieran alguna tara. Hanke opinó un día:
—Siempre es una ventaja que los colaboradores tengan
defectos y que sepan que su superior los conoce. Por eso el
Führer cambia tan raramente de colaboradores, pues con ellos le
resulta sencillísimo trabajar. Casi todos tienen su punto flaco, y
eso le ayuda a mantenerlos a raya.
Las taras consistían en conductas inmorales, antepasados
lejanos de origen judío o poco tiempo de pertenencia al Partido.
No era raro que Hitler se extendiera en consideraciones
sobre el error que suponía, en su opinión, exportar ideas como
la del nacionalsocialismo. Esto sólo podía fortalecer a los otros
pueblos y, por consiguiente, debilitaría nuestra posición. Por eso
incluso lo tranquilizaba que los partidos nacionalsocialistas de
otros países no contaran con un caudillo que estuviera a su
altura. A Mussert y Mosley los consideraba unos imitadores que
nunca habían tenido una idea original o nueva. No hacían sino
copiar servilmente nuestros métodos, decía, y eso no los llevaba
a ningún sitio. Cada país ha de partir de sus propias premisas y
determinar sus métodos de acuerdo con ellas. Aunque tenía a
Degrelle en mayor estima, tampoco esperaba gran cosa de él.
La política era para Hitler una cuestión de conveniencia.
Decía, por ejemplo, que su libro de confesiones Mi lucha había
sido más bien inoportuno, que no debería haber establecido su
postura con tanta antelación, lo que me hizo abandonar mis
infructuosos intentos de leerlo.
Cuando, después de conquistar el poder, la ideología pasó a
un segundo término, fueron sobre todo Goebbels y Bormann
los que lucharon contra el aburguesamiento y la superficialidad
del programa del Partido. Siempre intentaban radicalizar
ideológicamente a Hitler. A juzgar por sus discursos, no hay
duda de que también Ley pertenecía al círculo de los ideólogos
«duros», pero no tenía bastante personalidad para que su
200
influencia fuera efectiva. Himmler, por su parte, continuó con
sus extravagancias, compuestas de fe en la raza germánica
primigenia, elitismo y unas ideas más bien propias de las tiendas
de productos dietéticos, que en conjunto comenzaron a adquirir
unas singulares formas seudorreligiosas. Junto con Hitler,
Goebbels era quien más ridiculizaba sus aspiraciones, aunque,
ciertamente, el mismo Himmler contribuyó a ello con su
obcecación. Por ejemplo, cuando los japoneses le regalaron una
espada de samuray, descubrió afinidades entre los cultos
japoneses y germánicos y, con la ayuda de especialistas, trató de
ver cómo podían reducirse estas afinidades a un denominador
común de tipo racial.
A Hitler le interesaba mucho de poder asegurar a su Reich, a
la larga, una descendencia adecuada. Ley, a quien Hitler confió
la organización del sistema docente, había creado las «escuelas
Adolf Hitler» para niños y las «Escuelas de Mandos» para la
formación superior; aunque estaban dirigidas a constituir una
élite bien preparada profesional e ideológicamente, lo más
probable es que, de haberse mantenido el sistema, los individuos
educados en aquellas instituciones sólo habrían sido aptos para
desempeñar cargos en la administración burocrática del Partido,
habrían vivido de espaldas a la vida real debido a los años de
juventud pasados en clausura y habrían alcanzado unos niveles
insuperables de arrogancia y engreimiento respecto a sus propias
capacidades, como ya empezaba a verse. Es revelador que los
altos funcionarios no llevaran a sus hijos allí. Ni siquiera un
fanático del Partido como el jefe regional Sauckel permitió que
ninguno de sus numerosos hijos siguiera ese camino. Y también
es significativo que el propio Bormann enviara a uno de los
suyos a estas escuelas como castigo.
Bormann opinaba que la lucha contra la Iglesia era
imprescindible para activar la relajada ideología del Partido, y él
se dedicaba a impulsarla, como no dejaba de repetir durante las
201
tertulias. Las vacilaciones de Hitler al respecto no llegaban a
ocultar que prefería dejar también este problema para un
momento más propicio, pues aquí, en este entorno masculino,
se expresaba de manera más brutal y franca que en el círculo del
Obersalzberg.
—Cuando haya solucionado las otras cuestiones —decía a
veces—, saldaré mis cuentas con la Iglesia. Y se va a quedar de
piedra.
Pero Bormann no quería demorar el asunto. El ponderado
pragmatismo de Hitler no casaba con su manera de ser,
brutalmente directa. Aprovechaba cualquier ocasión para
conseguir sus propósitos; incluso durante las comidas,
quebrantaba el tácito acuerdo de no sacar a relucir temas que
pudieran echar a perder el humor de Hitler. Había desarrollado
una técnica propia para tales embestidas: primero dejaba que
uno de los comensales abriera el fuego, haciéndole relatar en voz
alta los sermones revolucionarios pronunciados por tal o cual
sacerdote u obispo, hasta que Hitler se mostraba interesado y
comenzaba a pedir detalles. Bormann replicaba que había
ocurrido algo desagradable y que no quería molestar con ello a
Hitler durante la comida. Hitler continuaba indagando y
Bormann simulaba exponer su informe a regañadientes. El
acaloramiento progresivo de la cara de Hitler hacía tan poca
mella en él como las coléricas miradas de los demás. En algún
momento sacaba un acta del bolsillo y comenzaba a leer pasajes
de un sermón subversivo o de un mensaje de la Iglesia. Al
escucharlo, Hitler solía excitarse de tal manera que comenzaba a
chasquear los dedos (señal inequívoca de su enojo), interrumpía
la comida y anunciaba que más tarde se tomaría el desquite.
Prefería soportar el descrédito y la cólera del extranjero que la
resistencia interior. Y el hecho de no poder sofocarlas en el acto
lo sacaba de quicio, a pesar de que por lo general sabía
dominarse muy bien.
202
•••
Hitler no tenía sentido del humor. Dejaba que fueran otros
los que dijeran las agudezas, mientras él se reía a más no poder;
llegaba a retorcerse literalmente de risa; a veces tenía que
enjugarse las lágrimas que le brotaban a causa de tales estallidos
de hilaridad. Le gustaba reír, pero en el fondo siempre a costa de
los demás.
Goebbels tenía una refinada habilidad para entretener con
sus chistes a Hitler y menoscabar al mismo tiempo a los que
rivalizaban con él por el poder. Una vez relató lo siguiente:
—Las Juventudes Hitlerianas nos han pedido que
publiquemos una noticia en la Prensa con motivo del
vigésimoquinto cumpleaños de su jefe de Estado Mayor,
Lauterbacher. Les he enviado un borrador diciendo que
Lauterbacher lo celebró «en plena posesión de sus facultades
físicas y mentales». Desde entonces, no hemos vuelto a saber de
él.
Hitler se rió a mandíbula batiente. Y Goebbels, con esta
breve ocurrencia, logró desacreditar a la presuntuosa jefatura de
las Juventudes mucho mejor que con largas explicaciones. Por
otra parte, Hitler hablaba constantemente de su juventud a los
que asistían a la sobremesa, y siempre valoraba positivamente la
severidad de su educación.
—Mi padre solía darme grandes palizas. Pero creo que eran
necesarias, y también que me han ayudado.
Wilhelm Frick, ministro del Interior, intervino entonces con
voz enojada:
—Y por lo que se ve, mein Führer, es verdad que le sentaron
muy bien.
A su alrededor se hizo un silencio mortal. Frick trató de
salvar la situación:
203
—Quiero decir, mein Führer, que por eso ha llegado usted
tan lejos.
Goebbels, que tenía a Frick por un completo mentecato,
comentó sarcásticamente:
—Algo me dice, mi querido Frick, que a usted de pequeñito
no lo pegaron nunca.
Walter Funk, ministro de Economía y presidente del Banco
del Reich, contaba las locuras que Brinkmann, su
vicepresidente, consiguió realizar impunemente durante meses,
hasta que fue declarado enfermo mental. Funk no sólo pretendía
divertir a Hitler, sino darle a conocer ciertos acontecimientos
que sabía que tarde o temprano llegarían a su oídos: Brinkmann
había invitado a las mujeres de la limpieza y a los botones del
Banco de Reich a un gran ágape en la sala de banquetes de uno
de los mejores hoteles de Berlín, el Bristol, y al acabar había
estado tocando el violín. Lo de confraternizar con el pueblo
encajaba con las aspiraciones del régimen; sin embargo, lo que
Funk dijo a continuación, en medio de las carcajadas de los
invitados, sonaba más grave:
—No hace mucho se plantó frente al Ministerio de
Economía, en Unter den Linden, sacó un gran fajo de billetes
recién impresos de la cartera (como ustedes saben, los billetes
llevan mi firma) y empezó a distribuirlos entre los transeúntes a
la vez que decía: «¿Quién quiere uno de los nuevos Funk?».
Poco después, siguió relatando Funk, la locura de
Brinkmann se hizo patente. Convocó a todos los empleados del
Banco del Reich y les ordenó:
—Los que tengan más de cincuenta años, que se pongan a la
izquierda; los más jóvenes, a la derecha. —Entonces,
dirigiéndose a uno de los que estaban a la derecha, le preguntó
—: ¿Cuántos años tiene usted?
—Cuarenta y nueve, señor vicepresidente.
204
—Pues entonces, a la izquierda. Todos los que están a la
izquierda serán jubilados inmediatamente, y con pensión doble.
Hitler lloraba de risa. Cuando logró contenerse, monologó
sobre lo difícil que resultaba en ocasiones reconocer a un
enfermo mental. Por medio de este rodeo, Funk había logrado
prevenir de forma inocua una posibilidad: Hitler aún no podía
saber que el vicepresidente del Banco del Reich, con derecho a
firma, había extendido en su delirio un cheque de varios
millones a nombre de Göring, cheque que el «dictador de la
economía» no tuvo ningún reparo en cobrar. Por ello, Göring se
vio forzado a combatir con todos sus medios la teoría de que
Brinkmann no fuera responsable de sus actos. Era de esperar
que también hablara en este sentido a Hitler. Sin embargo, la
experiencia había demostrado que el primero que lograba
despertar en Hitler una idea determinada tenía ganada media
partida, pues si manifestaba una opinión, le desagradaba mucho
volverse atrás. Aun así, Funk tuvo dificultades para que Göring
le devolviera aquellos millones.
Rosenberg era el blanco preferido de las bromas de
Goebbels; le gustaba calificarlo de «filósofo del Reich» y contar
anécdotas que lo rebajaran a los ojos de los demás. En este caso,
Goebbels podía estar seguro de obtener la aprobación de Hitler,
por lo que trataba el tema con tanta frecuencia que sus relatos
parecían formar parte de una obra de teatro en la que diversos
actores esperaran el momento de salir a escena. Casi se podía
estar seguro de que al final intervendría Hitler con estas
palabras:
—El Völkischer Beobachter es tan aburrido como su director,
Rosenberg. Y aunque se supone que el periódico cómico del
Partido es Die Brennessel, que es lo más triste que uno pueda
imaginar, debería serlo el Völkischer Beobachter.
Para regocijo de Hitler, Goebbels también hablaba de
205
Müller, el impresor, que hacía toda clase de esfuerzos por
conservar a sus antiguos clientes, que pertenecían a las esferas
rígidamente católicas de la Alta Baviera, además de trabajar para
el Partido. Desde luego, la producción de Müller, que iba de los
calendarios piadosos a los escritos anticlericales de Rosenberg,
era de lo más variada. Podía permitírselo porque durante los
años veinte había seguido imprimiendo el Völkischer Beobachter
a pesar de las cuentas impagadas.
Muchas de aquellas bromas, que se preparaban
cuidadosamente, eran eslabones de una cadena de hechos sobre
cuyo desarrollo se mantenía informado a Hitler. También en
este aspecto Goebbels superaba a todos los demás, mientras que
Hitler, con sus reacciones entusiastas, lo animaba una y otra vez
a continuar.
Un antiguo camarada del Partido, Eugen Hadamowski, que
había llegado a adquirir una posición clave en la radio como jefe
de emisiones, ardía, sin embargo, en deseos de llegar a ser el jefe
de la Radiodifusión del Reich. El ministro de Propaganda, que
tenía otro candidato, temía que Hitler pudiera apoyar a
Hadamowski, quien había organizado las transmisiones de las
campañas electorales anteriores a 1933 con notable habilidad.
Así que Hanke, secretario del ministro de Propaganda, lo hizo
llamar y le anunció de manera oficial que Hitler lo acababa de
nombrar «director artístico del Reich». La explosión de alegría
de Hadamowski por haber logrado su ansiado objetivo fue
descrita a Hitler durante la comida, lo bastante desfigurada para
que a éste le pareciera una inmensa broma. Al día siguiente,
Goebbels hizo imprimir algunos ejemplares de un periódico
para dar la falsa noticia del nombramiento; en ellos se ensalzaba
a Hadamowski de manera desmesurada. Sabía bien lo que hacía:
ahora podría hablar a Hitler de todas las exageraciones y
alabanzas que contenía el artículo y de la alegría con que
Hadamowski las había recibido. La consecuencia fue una nueva
206
explosión de hilaridad por parte de Hitler y del resto de
comensales. Aquel mismo día, Hanke rogó a Hadamowski que
pronunciara una alocución por su nombramiento ante un
micrófono que no estaba conectado, y la exagerada alegría con
que reaccionó, signo inequívoco de su vanidad, fue de nuevo
motivo de risa. Por el momento, Goebbels ya no tenía por qué
seguir temiendo una intervención en favor de Hadamowski. Se
trató de un juego diabólico en el que el ridiculizado ni siquiera
tuvo posibilidad de defenderse; es probable que no llegara a
sospechar que la broma tenía por objeto dejarlo mal ante Hitler.
Tampoco había nadie que pudiera controlar si Goebbels había
relatado los hechos tal como habían ocurrido realmente o si, por
el contrario, había dado rienda suelta a su fantasía.
Se podría pensar que Hitler no era más que un ingenuo al
que Goebbels engañaba. De acuerdo con mis observaciones, es
verdad que en tales casos Hitler no estaba a su altura; esa clase
de viles refinamientos no encajaba con su manera de ser, mucho
más directa. Pero lo grave era que Hitler apoyara y hasta
provocara con su aplauso aquel juego sucio. Una breve
exclamación de disgusto por su parte habría atajado ese tipo de
actuaciones.
Me he preguntado a menudo si Hitler era un hombre
influenciable. Seguro que sí, y mucho, si uno sabía proceder
adecuadamente. Aunque tendía a desconfiar, creo que lo hacía
de forma muy burda y que no siempre era capaz de ver que
aquellas ingeniosas jugadas estratégicas estaban destinadas a
manipular su opinión. En cuanto a los intrigantes sistemáticos,
era incapaz de detectarlos. Göring, Goebbels, Bormann y, a
cierta distancia, Himmler eran maestros en esta clase de juego.
Por otra parte, la posición de poder de estos hombres se
fortalecía debido a que en las cuestiones decisivas la franqueza
no conseguía, por lo general, modificar el pensamiento de
Hitler.
207
Cerraré mi descripción de las tertulias de sobremesa con otra
broma de este pérfido género. Esta vez el blanco del ataque fue
Putzi Hanfstaengl, el jefe de prensa extranjera, a quien Goebbels
miraba con desconfianza a causa de su estrecha relación personal
con Hitler. Goebbels disfrutaba sobre todo poniendo en la
picota la supuesta codicia de Hanfstaengl. Por ejemplo, intentó
demostrar, con la ayuda de un gramófono, que Hanfstaengl
había robado de una canción inglesa la melodía de una marcha
popular que había compuesto, titulada Der Fon.
Así pues, el jefe de prensa extranjera ya estaba desacreditado
cuando Goebbels, durante la guerra civil española, contó a los
tertulianos que Hanfstaengl había hecho observaciones
despectivas sobre el espíritu de lucha de los soldados alemanes
que combatían en España. Hitler se enojó: había que dar una
lección a aquel cobarde, que no tenía ningún derecho a emitir
juicios sobre la valentía de los demás. Unos días después se
presentó en el despacho de Hanfstaengl un mensajero de Hitler
con un pliego sellado que debía abrir cuando estuviera a bordo
del avión que habían preparado para él. Ya en el avión, en pleno
vuelo, el jefe de Prensa leyó, aterrorizado, que iban a dejarlo en
«la zona roja española» para que trabajara allí como agente de
Franco. Goebbels le contó a Hitler todos los detalles: cómo
Hanfstaengl, tras conocer el contenido del pliego, rogó
desesperadamente al piloto que diera la vuelta, diciéndole que
todo aquello tenía que deberse a un malentendido; cómo el
avión estuvo dando vueltas en círculo horas y horas entre las
nubes, sobre territorio alemán, mientras al pasajero se le daban
informes falsos sobre los puntos que sobrevolaban, por lo que
creyó que se acercaban a territorio español hasta que el piloto
dijo finalmente que tenía que efectuar un aterrizaje de
emergencia y tomó tierra en el aeropuerto de Leipzig.
Hanfstaengl, que debió de darse cuenta entonces de que le
habían jugado una mala pasada, dijo, muy nervioso, que alguien
208
había atentado contra su vida, y desapareció poco después sin
dejar rastro.
Todas las fases de este asunto desencadenaron grandes
accesos de hilaridad en la mesa de Hitler, especialmente porque
esta vez él mismo había contribuido a planear la jugada con
Goebbels. Pero cuando Hitler supo, unos días más tarde, que su
jefe de prensa había buscado refugio en el extranjero, temió que
Hanfstaengl colaborara con los periódicos para convertir en
dinero lo que sabía sobre su intimidad. Sin embargo, y a pesar
de la codicia que se le atribuía, Hanfstaengl no hizo nada
parecido.
La tendencia de Hitler a destruir por medio de bromas
crueles la fama y autoestima de colaboradores próximos y leales
compañeros de lucha hizo cierta mella en mí. Sin embargo,
aunque todavía estaba atrapado por él, ya hacía mucho que no
sentía la fascinación que me había dominado en los primeros
tiempos. Con el trato diario conseguí algún distanciamiento y
también, a veces, la capacidad de observarlo con mirada crítica.
Además, mi estrecha vinculación con Hitler se centraba cada
vez más en su dimensión de contratista. Me seguía
entusiasmando la idea de ayudarlo con todos mis conocimientos
y llevar a la práctica sus ideas arquitectónicas. Además, cuanto
mayores y más importantes eran las obras que se me encargaban,
mayor era el respeto que se me tenía. Creí estar creando la obra
de mi vida, la que me situaría junto a los más famosos
arquitectos de la Historia. Esta idea hacía que no me sintiera
como un mero protegido de Hitler, y pensaba poder ofrecerle
una contraprestación equivalente a mi nombramiento como
constructor. A esto había que añadir que Hitler me trataba
como a un colega y que siempre decía que yo era superior a él en
el campo de la arquitectura.
•••
209
Las comidas en casa de Hitler implicaban siempre una
considerable pérdida de tiempo, pues se estaba a la mesa más o
menos hasta las cuatro y media. Naturalmente, casi nadie se
podía permitir semejante lujo todos los días. Yo mismo comía
allí sólo una o dos veces por semana, para no desatender mi
trabajo.
A la vez, sin embargo, ser un invitado de Hitler daba
prestigio. Además, para la mayoría de los que se sentaban a su
mesa era importante estar al corriente de sus opiniones. La
tertulia también era útil para el propio Hitler, pues le permitía,
sin esfuerzo ni compromiso, dar a conocer una consigna o una
directriz política. En cambio, por lo general evitaba hablar sobre
lo que hacía a diario y no comentaba, por ejemplo, el resultado
de una reunión importante. Si decía algo en este sentido, solía
ser para censurar a su interlocutor.
Durante la comida, podía suceder que algún invitado
lanzara su anzuelo, como si estuviera pescando, para conseguir
una audiencia con Hitler. Dejaba caer que había traído consigo
unas fotografías del estado actual de unas obras; también eran
un buen reclamo las fotografías de un estreno reciente, sobre
todo si se trataba de una ópera de Wagner o de una opereta.
Pero lo que resultaba siempre infalible eran las palabras:
—Mein Führer, le he traído unos planos nuevos.
Entonces el invitado podía suponer con bastante seguridad
que Hitler le respondería:
—Magnífico, muéstremelos después de comer.
Aunque ese procedimiento estaba muy mal visto entre los
comensales, de no seguirlo se corría el riesgo de tener que
esperar meses y meses para ser recibido por Hitler de una
manera oficial.
Una vez terminada la comida, Hitler se levantaba, los
invitados se despedían sin entretenerse y el afortunado era
210
conducido a la sala de estar contigua, llamada «invernadero» por
razones que aún no he conseguido averiguar. Entonces Hitler
me decía con frecuencia:
—Espere un momento, me gustaría comentar algo con
usted.
Ese «momento» solía convertirse en una hora o más.
Después Hitler me hacía llamar y, sintiéndose a sus anchas, se
sentaba frente a mí en uno de los cómodos sillones y se
interesaba por el progreso de mis obras.
A menudo eran ya las seis de la tarde cuando Hitler se
despedía y se retiraba a sus habitaciones del piso superior.
Entonces yo iba a mi despacho, en el que a veces sólo podía
quedarme un rato. Si el asistente me decía por teléfono que
Hitler deseaba verme para cenar, dos horas después tenía que
estar de nuevo en la Cancillería, y otras veces, si tenía planos que
presentarle, iba a su casa sin necesidad de que nadie me lo
pidiera.
A esas cenas solían asistir entre seis y ocho personas: su
asistente, el médico de cabecera, el fotógrafo Hoffmann, uno o
dos conocidos de Munich y muchas veces el piloto de Hitler
(Bauer), con su radiotelegrafista y su mecánico. Y Bormann,
siempre imprescindible. Éste era el círculo íntimo de Hitler en
Berlín, pues por la noche no solía desear que estuvieran
presentes sus colaboradores políticos, como Goebbels. El nivel
de las conversaciones de la cena era aún más trivial que el del
mediodía. A Hitler le gustaba que lo informaran de la marcha
de las representaciones teatrales, y también mostraba interés por
los escándalos. El piloto hablaba de sus vuelos, Hoffmann
relataba anécdotas relacionadas con el ambiente artístico de
Munich e informaba de la caza de cuadros, aunque
normalmente era Hitler quien repetía historias sobre su vida y
hablaba de su carrera.
211
En la cena también se servían platos sencillos, aunque
Kannenberg, el intendente, intentó alguna vez ofrecer cosas
mejores. Hitler llegó a comer incluso caviar, cuyo sabor, nuevo
para él, elogió. Sin embargo, cuando Kannenberg, respondiendo
a su pregunta, le informó de su precio, se escandalizó y prohibió
que se siguiera comprando. Entonces se le presentó un caviar
rojo barato, pero siguió considerándolo demasiado caro. Desde
luego, esos dispendios eran insignificantes respecto al conjunto
de los gastos. A pesar de ello, Hitler no concebía la idea de un
Führer comiendo caviar.
Concluida la cena, los asistentes se dirigían a la sala de estar.
Tomábamos asiento en cómodos sillones; Hitler se
desabrochaba la americana y estiraba las piernas. La luz se iba
extinguiendo lentamente, mientras por una puerta trasera iban
entrando empleadas de la casa y algunos miembros de la escolta
personal de Hitler. Entonces comenzaba la primera película.
Igual que ocurría en el Obersalzberg, permanecíamos mudos
durante tres o cuatro horas y no nos levantábamos, envarados y
aturdidos, hasta la una de la madrugada aproximadamente,
cuando terminaba la proyección. Hitler era el único que parecía
estar fresco y gustaba de extenderse en consideraciones sobre las
aptitudes de los actores y deleitarse en la actuación de alguno de
sus favoritos antes de pasar a otros temas. La languideciente
tertulia proseguía en la sala de estar pequeña; se servía vino,
cerveza y bocadillos hasta que por fin, hacia las dos de la
madrugada, Hitler se despedía. Pensé a menudo que aquel
círculo mediocre se reunía en el mismo lugar en el que Bismarck
solía conversar con amigos, conocidos y compañeros políticos.
Con el fin de sacudir la monotonía de estas tertulias, en
alguna ocasión sugerí que se invitara a un pianista famoso o a un
científico. Me llenaba de perplejidad que Hitler no aceptara mis
propuestas:
212
—Los artistas no vendrían de tan buen grado como usted
afirma.
En realidad, muchos de ellos se habrían sentido
verdaderamente distinguidos por su invitación. Puede que
Hitler no quisiera ver perturbado aquel modo banal de terminar
el día que tanto le agradaba. También noté con frecuencia que
sentía cierta timidez ante aquellos que lo superaban en algún
aspecto. Aunque de vez en cuando los recibía, lo hacía en la
atmósfera reservada de las audiencias oficiales. Quizá fuera esta
una de las razones por las que me había escogido a mí, un
arquitecto tan joven: en su trato conmigo no sentía tales
complejos de inferioridad.
En los primeros años que siguieron a 1933, los asistentes
podían invitar a una dama a cenar; a algunas, procedentes del
campo cinematográfico, las eligió Goebbels. No obstante, por lo
general sólo se admitía a mujeres casadas, casi siempre
acompañadas por sus esposos. Hitler observaba esta regla para
evitar rumores que habrían podido perjudicar la imagen de un
Führer de sólidas costumbres que Goebbels había creado. Hitler
se comportaba frente a estas damas poco más o menos como el
alumno de una clase de baile durante la fiesta de fin de curso.
También salía a relucir su tímido afán de no hacer nada que
estuviera fuera de lugar, de repartir suficientes cumplidos, de
saludar y despedir a las damas con el besamanos austríaco. Una
vez terminada la reunión social, acostumbraba quedarse un rato
más con los componentes de su círculo privado para soñar en
voz alta con las damas de aquella velada, más sobre su figura que
sobre su encanto o inteligencia. Y siempre, en cierto modo,
como un alumno convencido de lo irrealizable de sus deseos.
Hitler sentía preferencia por las mujeres altas y metidas en
carnes; Eva Braun, más bien menuda y de figura delicada, no
respondía en absoluto a su tipo.
213
De pronto, si no recuerdo mal hacia 1935, esto se acabó de
repente. Nunca he sabido si fue a consecuencia de alguna
habladuría o por otro motivo. Sea como fuere, Hitler anunció
de súbito que en lo sucesivo no recibiría a las damas. A partir de
entonces se contentó con elogiar a las estrellas de las películas
que se proyectaban por la noche.
Más tarde, hacia 1939, se asignó a Eva Braun un dormitorio
en el domicilio de Hitler en Berlín; su habitación, contigua a la
de éste, disponía de una ventana que daba a un estrecho patio.
Eva Braun llevaba allí una vida totalmente aislada, aún más que
en el Obersalzberg; entraba a hurtadillas por una puerta y una
escalera laterales y nunca bajaba a las estancias inferiores, ni
siquiera cuando sólo estaban en casa los antiguos conocidos. Se
alegraba mucho cuando yo le hacía compañía durante sus largas
horas de espera.
Mientras estaba en Berlín, Hitler iba muy poco al teatro,
excepto para ver operetas: jamás se perdía las reposiciones de
clásicos como El murciélago o La viuda alegre. Estoy seguro de
haber visto con él lo menos cinco o seis veces, en distintas
ciudades de Alemania, El murciélago, una opereta a cuyo
fastuoso lujo contribuía generosamente, gracias a los medios
obtenidos por Bormann.
También gustaba del «arte ligero» y acudía algunas veces al
Wintergarten, una sala de variedades de Berlín. Seguramente
habría ido allí con más frecuencia de no haber sido por sus
recelos. A veces enviaba al intendente en su lugar y después, ya a
altas horas de la noche, éste contaba algo de lo que había visto.
En alguna ocasión fue también al Teatro Metropol, en el que se
representaban triviales operetas arrevistadas en las que aparecía
gran cantidad de «ninfas» muy ligeras de ropa.
Cada año asistía, sin excepción alguna, a las representaciones
del primer ciclo de los Festivales de Bayreuth. A pesar de que
214
soy un profano en cuestiones musicales, creo que Hitler
demostró, durante sus conversaciones con la señora Winifred
Wagner, tener también capacidad de juicio en cuestiones
musicales, aunque le interesaban más las labores de dirección.
Aparte de esto, asistía a muy pocas representaciones de
ópera, y tampoco tardó en remitir su interés por el teatro, que
era algo mayor al principio. Incluso su predilección por
Brückner pasó a ser más bien un formulismo; aunque antes de
cada uno de los «discursos culturales» que pronunciaba ante el
Congreso del Partido en Nuremberg hacía ejecutar un
fragmento de una sinfonía suya, por lo demás se limitaba a
cuidar de que el conjunto de su obra continuara cultivándose en
la abadía de Sankt Florian. No obstante, hacía propagar la idea
de que tenía un profundo sentido artístico.
Nunca supe si Hitler tenía algún interés por la buena
literatura. Normalmente hablaba de obras de estrategia militar,
de calendarios navales o de libros de arquitectura, que estudiaba
una y otra vez con gran interés durante la noche, pero nunca se
manifestó respecto a otros temas.
•••
Siendo yo un hombre acostumbrado al trabajo intenso, al
principio no podía comprender aquella forma de malgastar el
tiempo. Sí que entendía que Hitler terminara el día de un modo
tedioso y repetitivo, aunque el promedio de seis horas que
duraba esta fase se me antojaban un tanto excesivas y me parecía
que el rato de trabajo diario era, en proporción, muy breve.
Muchas veces me preguntaba: «¿Cuándo trabaja?». El día se le
hacía muy corto; por la mañana se levantaba tarde y celebraba
dos o tres conversaciones oficiales, y a partir de la hora de comer
se dedicaba a dilapidar el tiempo hasta primeras horas de la
noche[46]. Las contadas audiencias que concedía por la tarde se
veían amenazadas por su afición a los proyectos. Los asistentes
215
me rogaban con frecuencia:
—Haga el favor de no enseñarle hoy ningún proyecto.
En esos casos escondía los dibujos que llevaba conmigo en la
centralita de teléfonos que había en la entrada y respondía con
evasivas a las preguntas de Hitler. Con el tiempo se dio cuenta
del juego y terminó registrando personalmente la antesala o el
guardarropa en busca de mi rollo de planos.
A los ojos del pueblo, Hitler era el Führer infatigable que
trabajaba día y noche. Quien conozca la forma de trabajar de
algún temperamento artístico podrá comprender su
indisciplinada distribución del tiempo, comparable al estilo de
vida de un bohemio. Por lo que pude observar, muchas veces
dejaba madurar un problema durante semanas mientras se
ocupaba de cosas sin importancia y después, tras una
«inspiración súbita», en algunos días de trabajo intenso
formulaba la solución que le parecía acertada. Es posible que
aquellas tertulias fueran para él una forma de poner lúdicamente
a prueba nuevas ideas, tratarlas de forma siempre distinta,
retocarlas y perfeccionarlas ante un auditorio acrítico. Una vez
había adoptado una resolución, volvía a caer en su ociosidad.
216
CAPÍTULO X
EL IMPERIO DESENCADENADO
Cenaba con Hitler una o dos veces por semana. Sobre las doce
de la noche, cuando había terminado la última película, me
pedía a veces mi rollo de planos y nos dedicábamos a discutir los
detalles hasta las dos o las tres de la madrugada. El resto de los
invitados se retiraban a tomar una copa de vino o, sabiendo que
ya les sería difícil hablar con él, se volvían a casa.
Lo que más atraía a Hitler era la maqueta de nuestra ciudad
modelo, que estaba montada en los antiguos locales de
exposición de la Academia de Bellas Artes. Para poder llegar allí
sin que nadie lo molestara, había hecho abrir una puerta en el
muro de los jardines ministeriales que había entre la Cancillería
y nuestro edificio. A veces invitaba a los comensales a
acompañarnos al estudio y nos poníamos en marcha equipados
con llaves y linternas de mano. Unos focos iluminaban las
maquetas dispuestas en las salas vacías. Yo no tenía que decir
nada, pues Hitler, emocionado, daba a sus acompañantes toda
clase de explicaciones.
Había gran expectación cuando se colocaba una nueva
maqueta, que se iluminaba con potentes focos dispuestos con
una orientación semejante a la del sol. Generalmente se
construían a escala 1:50; unos ebanistas reproducían hasta el
último detalle las construcciones reales, incluso en el color. Así
pudimos ir componiendo gradualmente partes enteras de la
nueva gran avenida y obtuvimos una impresión plástica de las
217
obras que debían realizarse diez años más tarde. Esta calle de
maquetas ocupaba unos treinta metros de las antiguas salas de
exposición de la Academia de Bellas Artes de Berlín.
Hitler se sentía particularmente entusiasmado por una gran
maqueta general que reproducía, a escala 1:1000, la gran
avenida. La maqueta se podía fraccionar en partes que estaban
montadas sobre mesas con ruedas. De este modo, Hitler podía
entrar en «su calle» por algunos puntos y comprobar su efecto
real: por ejemplo, podía adoptar la perspectiva del viajero que
llegaba a la estación del sur, o contemplar el efecto desde la
Gran Sala o desde el centro de la calle. Llegaba a ponerse casi de
rodillas, con los ojos algunos milímetros por encima del nivel de
la calle, para hacerse una idea correcta. Mientras tanto, hablaba
con una vivacidad inusual. Ésas eran las únicas horas en las que
abandonaba por completo su habitual rigidez. En ninguna otra
ocasión lo vi tan espontáneo, activo y relajado como en aquellos
momentos; en cambio yo, que por lo general estaba cansado y
seguía sintiendo, aun con todos los años que había pasado a su
lado, un resto de respetuosa inhibición, solía quedarme callado.
Uno de mis más íntimos colaboradores resumió la impresión
que le producía aquella singular relación diciendo:
—¿Sabe lo que es usted? ¡Usted es el amor desgraciado de
Hitler!
Pocos eran los visitantes que tenían acceso a aquellos locales,
cuidadosamente ocultos a la vista de los curiosos. Nadie podía
ver el gran proyecto de las obras de Berlín sin autorización
expresa de Hitler. Göring, después de haber contemplado en
una ocasión el conjunto de maquetas de la gran avenida, ordenó
a su escolta que se adelantara y me dijo con voz emocionada:
—Hace algunos días, el Führer me habló de mi misión
después de su muerte. Me dijo que hiciera siempre lo que
creyera acertado; sin embargo, me hizo prometerle que nunca lo
218
reemplazaría a usted por otro, que no me entrometería en sus
proyectos y que le dejaría libre iniciativa. Y que pondría a su
disposición todo el dinero necesario para las obras, todo lo que
usted me pidiera. —Göring, emocionado, hizo una pausa—.
Prometí al Führer con un solemne apretón de manos que lo
obedecería en todo, y ahora también se lo prometo a usted.
Y dicho esto me estrechó largo rato la mano con ademán
patético.
También mi padre examinó los trabajos del hijo que se
había hecho célebre. Pero al ver las maquetas se limitó a
encogerse de hombros y decir:
—¡Os habéis vuelto completamente locos!
Por la noche, mi padre y yo fuimos al teatro a ver una
comedia en la que actuaba Heinz Rühmann. Casualmente,
Hitler acudió a la misma representación. Durante el entreacto
preguntó a su asistente si el anciano caballero que estaba
conmigo era mi padre. Entonces nos pidió que fuéramos a verlo.
Cuando mi padre, que a pesar de sus setenta y cinco años iba
siempre erguido y se mostraba dueño de sí mismo, fue
presentado a Hitler, le acometió un fuerte temblor, algo que
jamás vi que le sucediera ni antes ni después de aquel momento.
Se puso pálido, no reaccionó ante el himno de alabanza que
entonó Hitler en loor de su hijo y se despidió sin despegar los
labios. Mi padre nunca mencionó el encuentro y yo evité
preguntarle el motivo de la inquietud que lo había asaltado al
verse frente a Hitler.
•••
«¡Os habéis vuelto completamente locos!». Cuando hojeo
hoy las numerosas fotografías de las maquetas de nuestra antigua
gran avenida, me doy cuenta de que no sólo habría sido una
locura, sino también un alarde de monotonía.
Pensamos que a la nueva calle le faltaría vida si únicamente
219
había en ella edificios públicos, por lo que destinamos dos
tercios de su longitud a edificios privados. Los posibles intentos
de la Administración pública para desplazarlos podrían ser
acallados con ayuda de Hitler. De ningún modo queríamos
erigir una calle ministerial. Con la intención de dar vida urbana
a la nueva avenida se proyectaron un lujoso cine de estreno con
capacidad para dos mil espectadores, una nueva ópera, tres
teatros, una sala de conciertos, un edificio de congresos que se
llamaría «Casa de las Naciones», un hotel de veintiún pisos, con
mil quinientas camas, locales de variedades, restaurantes de lujo
y hasta una piscina cubierta, de estilo romano, que parecía unas
termas imperiales[47]. Plácidos patios interiores con columnatas y
pequeñas tiendas bien cuidadas invitarían a pasear lejos del
ruido de la calle. También habría abundantes anuncios
luminosos. Hitler y yo habíamos imaginado toda la calle como
una exposición comercial continua de artículos alemanes que
habría de atraer particularmente a los extranjeros.
Al examinar hoy los planos y las fotografías de las maquetas,
también estas zonas de la avenida me parecen carentes de vida.
A la mañana siguiente a mi puesta en libertad, cuando al
dirigirme al aeropuerto pasé por delante de uno de esos
edificios[48], vi en pocos segundos lo que no había advertido en
años enteros: que construíamos a una escala desmesurada.
Incluso para las empresas privadas habíamos previsto bloques de
150 a 200 metros de longitud; fijamos de manera unitaria la
altura de los edificios y la de las fachadas de las tiendas,
desterramos los rascacielos a segundo término y, por otra parte,
nos centramos en los recursos que podrían dar vida y animación
a la calle. Al contemplar las fotografías de los edificios de
oficinas, siempre me asusto ante aquella rigidez monumental,
que habría destruido todos nuestros esfuerzos por dar a la calle
un aire cosmopolita.
En términos relativos, lo que estaba mejor resuelto era la
220
estación central, situada en el comienzo meridional de la gran
avenida de Hitler, que habría destacado positivamente sobre el
resto de los monstruosos edificios de piedra gracias a su tejado
de planchas de cobre y a su revestimiento con superficies de
cristal. La estación preveía cuatro niveles de tráfico superpuestos
y unidos por medio de escaleras automáticas y ascensores, y
pretendía superar a la Grand Central Terminal de Nueva York.
Los visitantes oficiales habrían salido de allí por una gran
escalinata exterior. Tanto ellos como los viajeros que salieran de
la estación tendrían que quedar sobrecogidos —o, mejor dicho,
patidifusos— por la imagen urbana y, por consiguiente, por el
poderío del Reich. Siguiendo el modelo de la avenida de esfinges
que lleva de Karnak a Luxor, la plaza de la estación, con sus mil
metros de longitud y trescientos treinta de anchura, estaría
flanqueada por las armas conquistadas. Hitler había ordenado
este detalle después de la campaña de Francia y lo confirmó una
vez más en las postrimerías del otoño de 1941, tras sus primeras
derrotas en la Unión Soviética.
El Gran Arco de Hitler (o Arco de Triunfo, aunque
raramente lo llamaba así), que se situaría a 800 metros de la
estación, cerraría y coronaría la plaza. El Arc de Triomphe que
Napoleón hizo levantar en la Place de l’Étoile constituye, con
sus cincuenta metros de altura, una masa monumental, un
remate imponente de los dos kilómetros de longitud de los
Champs Élysées, pero nuestro Arco de Triunfo, de 170 metros
de anchura, 119 de profundidad y 117 de altura, habría anulado
el resto de edificaciones de aquella parte de la calle.
Después de algunos intentos infructuosos, ya no me
quedaba valor para tratar de persuadir a Hitler de que alterara
parte de su plan. Éste era el corazón de sus proyectos; surgido
mucho antes de que el profesor Troost ejerciera sobre él su
beneficiosa influencia, es el mejor ejemplo de las ideas
221
arquitectónicas que Hitler desarrolló en los años veinte y plasmó
en su cuaderno de bocetos, que se ha perdido. Hacía oídos
sordos a cualquier propuesta que implicara modificar las
proporciones de la obra o simplificarla, pero parecía satisfecho
cuando yo, en los planos terminados, ponía tres cruces en el
lugar donde debía ir el nombre del arquitecto.
Tras el ojo del Gran Arco, de ochenta metros de altura, y a
cinco kilómetros de distancia, la segunda construcción triunfal
de la calle, la mayor sala de reuniones del mundo, con su cúpula
de 290 metros de altura, se perdería en el humo de la capital.
Entre el Arco de Triunfo y la Gran Sala, once ministerios
aislados interrumpían nuestra calle. Además de un Ministerio
del Interior, otro de Comunicaciones, uno de Justicia, otro de
Economía y uno de Abastecimientos, después de 1941 todavía
tuve que incorporar al proyecto un Ministerio de Colonias[49].
Así pues, ni siquiera durante la campaña de Rusia renunció
Hitler a establecer colonias alemanas. Los ministros que
esperaban conseguir con nuestros proyectos la concentración de
sus dependencias, desperdigadas por Berlín, quedaron
decepcionados cuando Hitler dispuso que los nuevos edificios se
destinaran sobre todo a fines representativos y no al aparato del
Gobierno.
A continuación de aquella monumental parte de la calle,
trataba de imponerse un carácter comercial y de esparcimiento a
un trayecto de más de un kilómetro que desembocaría en la
Plaza Redonda, en la intersección con la Potsdamer Strasse. A
partir de este punto y en dirección al norte, la calle volvía a
adquirir un carácter solemne: a mano derecha se elevaba la
«Galería de los Soldados» diseñada por Wilhelm Kreis, un cubo
gigantesco sobre cuya finalidad Hitler no se manifestó nunca
abiertamente, aunque es posible que pensara en una
combinación de arsenal y monumento conmemorativo. En
222
cualquier caso, tras el armisticio con Francia ordenó que la
primera pieza que se expusiera en aquel lugar fuera el vagón
comedor en el que se había sellado la derrota de Alemania en
1918 y el derrumbamiento de Francia en 1940. También estaba
previsto que hubiera una cripta para albergar los féretros de los
mariscales alemanes más famosos del pasado, el presente y el
futuro[50]. Más allá de la Galería se extendían por el Oeste, hasta
la Bendlerstrasse, los edificios destinados a alojar al Alto Mando
del Ejército de Tierra[51].
Göring, después de examinar estos proyectos, sintió que su
Ministerio del Aire debía superarlos. Me convenció para que me
pusiera a su servicio[52], y encontramos un solar ideal para sus
fines ante la «Galería de los soldados», en el límite del
Tiergarten. Göring se mostró entusiasmado con los planos del
nuevo edificio, que después de 1940, bajo el nombre de
«Departamento del Mariscal del Reich», habría de reunir la
totalidad de sus cargos. Hitler, en cambio, dijo con decisión:
—El edificio es demasiado grande para Göring; destaca
demasiado. Además, no me gusta que emplee a mis arquitectos
para construirlo.
Aunque muchas veces hablaba con desagrado de los planes
de Göring, nunca encontró el valor necesario para refrenar a su
ministro. Göring, que conocía a Hitler, me tranquilizó con estas
palabras:
—Deje las cosas como están y no se preocupe. Lo vamos a
construir así, y ya verá cómo, al final, el Führer estará
entusiasmado.
Hitler se mostraba muy a menudo así de indulgente en su
esfera particular. Por ello cerraba los ojos ante los escándalos
conyugales que se producían a su alrededor, siempre y cuando,
como en el caso Blomberg, no se les pudiera sacar partido
político. Así, podía sonreírse ante el afán de ostentación y
223
pronunciar cáusticas observaciones en su círculo íntimo, sin
insinuar siquiera a los afectados que consideraba incorrecta su
conducta.
En el anteproyecto del edificio de Göring había gran
cantidad de escaleras, salas y vestíbulos, que ocupaban más
espacio que las zonas de trabajo. El punto central de la parte
destinada a fines representativos habría de estar constituido por
un vestíbulo con una pomposa escalinata que llegaría hasta el
cuarto piso y que era probable que nunca fuera utilizada, pues,
naturalmente, todo el mundo preferiría emplear el ascensor.
Desde luego, el conjunto era una pura obra de exposición; para
mí constituyó el paso definitivo del neoclasicismo que hasta
entonces había pretendido, que quizá aún fuera perceptible en la
nueva Cancillería del Reich, a una recargada arquitectura
representativa propia de nuevos ricos. El 5 de mayo de 1941, la
Crónica de mi departamento oficial registra que al mariscal del
Reich le había gustado mucho la maqueta del edificio y que
había parecido particularmente entusiasmado por la escalera. En
ella comunicaría todos los años su consigna a los oficiales de la
Luftwaffe. De acuerdo con lo registrado en la Crónica, Göring
dijo literalmente:
—Breker tiene que hacer un monumento al Inspector
General de Edificación para colocarlo en esta escalinata, que será
la más grande del mundo. La expondremos aquí en honor del
hombre que ha concebido una obra tan grandiosa.
Esta parte del Ministerio, cuya fachada, de 240 metros de
longitud, daba a la gran avenida, estaba unida a un ala de las
mismas dimensiones que se orientaba hacia el Tiergarten y
acogía los salones para fiestas que Göring me había pedido y
que, al mismo tiempo, constituirían las estancias de su vivienda.
Dispuse los dormitorios en el piso superior. Pretextando razones
de protección antiaérea, proyecté cubrir el edificio con un
224
espesor de cuatro metros de tierra de jardín, de manera que
incluso se pudieran plantar grandes árboles en ella. Así, sobre los
tejados de Berlín, a cuarenta metros por encima del Tiergarten,
habría surgido un gran parque de 11 800 m2, con piscina y
campo de tenis, fuentes, estanques, columnatas, pérgolas y un
bar, así como un teatro de verano con capacidad para doscientos
cuarenta espectadores. Göring quedó abrumado y enseguida se
puso a soñar con las fiestas que celebraría en aquella terraza
ajardinada:
—Iluminaré la gran cúpula con bengalas y desde allí
organizaré unos grandes fuegos artificiales para mis invitados.
Sin contar los sótanos, el edificio de Göring habría tenido
un volumen de 580 000 m3, mientras que la Cancillería del
Reich recién construida sólo tenía 400 000. No obstante, Hitler
no se sintió superado por Göring; en el discurso que pronunció
el 2 de agosto de 1938, muy ilustrativo respecto a sus ideas
constructivas, manifestó que únicamente podría utilizar diez o
doce años más la nueva Cancillería, porque el gran proyecto
urbanizador de la ciudad de Berlín preveía la edificación de una
obra mucho mayor como vivienda del canciller y sede
gubernamental. Tras una inspección conjunta a la sede oficial de
Hess en Berlín, Hitler decidió que el edificio se levantaría en la
Voss-Strasse. El de Hess tenía una escalera en llamativos tonos
rojos y una decoración mucho más sencilla que la de estilo
transatlántico que él y los jerarcas del Reich preferían. De nuevo
en la Cancillería del Reich, Hitler criticó con expresión de
horror la falta de criterio artístico de su lugarteniente:
—A Hess no lo han favorecido en absoluto las musas. Jamás
permitiré que levante ninguna obra nueva. Más adelante, su
sede será la actual Cancillería del Reich, y no dejaré que haga en
ella la menor modificación, pues no entiende de esto.
Una crítica semejante, relativa además al criterio estético,
225
podía a veces acabar con una carrera, y así lo interpretaron todos
en el caso de Rudolf Hess: sólo en presencia del propio Hess se
expresó Hitler con moderación. Pero bastaba con constatar el
comportamiento reservado de la corte para que Hess se diera
cuenta de que su cotización había descendido
considerablemente.
•••
Al igual que al sur del proyectado centro urbano, también al
norte había una estación central. Un estanque de 1100 metros
de largo y 350 de ancho la separaría de la Gran Sala, situada casi
a dos kilómetros. No uniríamos aquel enorme estanque con el
Spree, cuyas aguas estaban llenas de basura. Como antiguo
deportista acuático, quería que el agua del lago estuviese limpia
para los nadadores. Vestuarios, cobertizos para las barcas y
solarios debían flanquear un baño al aire libre en plena capital,
que probablemente habría creado un singular contraste con las
grandes edificaciones que se reflejarían en el lago, que proyecté
por un motivo muy sencillo: aquel subsuelo pantanoso no era
adecuado para construir en él.
Había planeado situar tres grandes edificios en el lado oeste
del lago: en el centro, el nuevo Ayuntamiento de Berlín, de casi
medio kilómetro de longitud. Hitler y yo nos inclinábamos por
dos anteproyectos distintos; después de muchas discusiones,
conseguí imponer mis argumentos. El Ayuntamiento estaría
flanqueado por el Alto Mando de la Marina de Guerra y la
Jefatura Superior de Policía de Berlín. En el lado este del
gigantesco estanque se construiría una nueva academia militar,
rodeada de espacios verdes. Los planos de estos edificios se
concluyeron según lo previsto.
Sin duda, el sector comprendido entre las dos estaciones
centrales pretendía demostrar, traducido a lenguaje
arquitectónico, el poderío político, militar y económico de
226
Alemania. El soberano absoluto del Reich se hallaría en el centro
de la gran avenida, y la expresión máxima de su poder sería la
cercana Gran Sala, cuya cúpula dominaría el Berlín del futuro.
Al menos sobre los planos se había convertido en realidad
aquella expresión de Hitler de que «Berlín tendría que cambiar
su faz para adaptarse a su nueva y gran misión»[53].
En la actualidad, cuando trato a veces de comprender los
motivos de mi aversión hacia Hitler, me parece que, además de
todas las cosas terribles que realizaba o planeaba, también hay
que tener en cuenta la decepción personal que me deparó su
juego con la guerra y las catástrofes. Pero también soy
consciente de que todos aquellos proyectos sólo habrían sido
posibles mediante ese juego de poder sin escrúpulos.
Los anteproyectos de tal magnitud revelan, desde luego, una
permanente megalomanía. Aun así, sería injusto desdeñar sin
más todo el proyecto de aquel eje norte-sur. Desde el punto de
vista de las proporciones actuales, la amplia avenida y las nuevas
estaciones centrales, con su tráfico subterráneo, eran de
dimensiones tan poco exageradas como nuestros edificios
comerciales, hoy sobrepasados con mucho en todo el mundo
por Ministerios y rascacielos. Si rompían el marco de lo humano
era más por su impertinencia que por su tamaño. La Gran Sala,
la futura Cancillería del Reich de Hitler, el grandioso edificio de
Göring, la «Galería de los Soldados» y el Arco de Triunfo fueron
proyectos que vi con los ojos políticos de Hitler:
—¿Comprende usted ahora por qué lo hacemos todo tan
grande? La capital del Imperio germánico… Si disfrutara de
salud…
•••
Hitler tenía prisa por ver realizado el núcleo de su
planificación urbanística, de siete kilómetros de longitud. Tras
efectuar unos cálculos muy precisos, en primavera de 1939 le
227
prometí que todas las obras estarían terminadas en 1950.
Esperaba que con eso le daría una gran alegría, por lo que me
sentí defraudado al comprobar que se limitaba a tomar nota con
satisfacción de ese plazo, que implicaba una actividad
constructora incesante. Quizá estuviera pensando al mismo
tiempo en sus planes militares, que a la fuerza convertirían mis
cálculos en ilusorios.
Sin embargo, otros días mostraba tal empeño en que las
obras se concluyeran en el plazo previsto y parecía sentirse tan
impaciente porque llegara el año 1950 que, si lo único que
impulsaba sus fantasías urbanizadoras era el deseo de ocultar sus
propósitos expansionistas, ésta fue su mejor maniobra de
distracción. Las frecuentes observaciones que hacía respecto al
alcance político de sus planes deberían haberme hecho sospechar
algo, aunque las compensaba la seguridad que parecía tener en el
cumplimiento de los plazos fijados. Ya estaba acostumbrado a
que hiciera de vez en cuando comentarios alucinantes; ahora
resulta más fácil que entonces descubrir los hilos que los unían
entre sí y con mis proyectos de construcción.
Hitler procuraba evitar que nuestros planes se conocieran;
sin embargo, como no podíamos trabajar excluyendo por
completo a la opinión pública, porque había demasiada gente
ocupada en los trabajos previos, dejamos ver partes
aparentemente inocuas del proyecto, y también explicamos la
idea urbanística general en un artículo que publiqué con
autorización de Hitler[54]. El cabaretista Werner Fink se burló
del proyecto y fue internado en un campo de concentración,
aunque seguramente hubo otros motivos. Yo pensaba acudir al
local en el que actuaba para demostrar que no me sentía
ofendido, pero lo detuvieron justo el día antes de que lo hiciera.
Nuestra precaución también se ponía de manifiesto en
asuntos de poca monta: cuando consideramos la posibilidad de
228
derribar la torre del Ayuntamiento de Berlín, publicamos por
medio del subsecretario Karl Hanke un «comunicado» en un
periódico berlinés con objeto de saber cómo reaccionaría la
opinión pública. Desistí de mi propósito al constatar la colérica
protesta de la gente, cuyos sentimientos teníamos que respetar.
Se planteó también la posibilidad de reconstruir el agradable
palacio de Monbijou en el parque del palacio de
Charlottenburg, dado que en su ubicación original se había
previsto levantar un museo[55]. Incluso la torre de
comunicaciones continuó en su lugar por razones similares, y
tampoco se eliminó la Columna de la Victoria, que se
interponía en el camino de las nuevas obras; Hitler veía en ella
un monumento de la historia alemana y, para aumentar más su
efecto, pensó aprovechar la ocasión para levantar un poco más la
columna. Para este fin dibujó un boceto que todavía se
conserva, y se burló de la mezquindad de un Estado prusiano
triunfante que había escatimado incluso en la altura de su
Columna de la Victoria.
Calculé los costes totales del proyecto de la planificación
urbanística de Berlín entre cuatro y seis mil millones de marcos
del Reich, que equivaldrían actualmente a entre dieciséis y
veinticuatro mil millones de marcos. Durante los once años que
aún faltaban hasta 1950, había que gastar cada año en
edificaciones alrededor de quinientos millones de marcos del
Reich, una cifra en absoluto utópica, pues tal cantidad sólo
equivalía al cuatro por ciento del volumen total de la
construcción alemana[56]. Para justificarme y tranquilizarme a la
vez, establecí en aquel tiempo otra comparación, sin duda muy
discutible: calculé qué porcentaje de lo que el Estado prusiano
ingresaba en concepto de impuestos había destinado el rey
Federico Guillermo I, padre de Federico el Grande y conocido
por su austeridad, a la realización de sus obras de Berlín. La
cantidad superaba varias veces nuestros gastos, que ascendían
229
poco más o menos al tres por ciento de los 15 700 millones de
marcos de los impuestos. Desde luego, la comparación era
cuestionable, pues la recaudación de ambas épocas no era
equivalente.
El profesor Hettlage, mi asesor en cuestiones
presupuestarias, resumió sarcásticamente nuestras ideas sobre la
financiación con estas palabras:
—En el municipio de Berlín, los gastos deben ajustarse a los
ingresos, pero en nuestro caso sucede lo contrario[57].
En opinión de Hitler y mía, no había que recaudar de una
sola vez los quinientos millones de marcos que se precisarían
anualmente, sino que debían repartirse tanto como fuera
posible; cada Ministerio y negociado oficial debería consignar
sus necesidades en su presupuesto, y tendrían que hacer lo
mismo los Ferrocarriles del Reich para sufragar la reforma de la
red ferroviaria berlinesa o el municipio de Berlín para construir
las calles y el metro. Las empresas privadas correrían con sus
propios gastos.
Cuando, en 1938, hubimos establecido todos estos detalles,
Hitler, con expresión divertida, dijo estas palabras sobre lo que
en su opinión era un astuto rodeo para obtener una financiación
discreta:
—Cuando la cantidad se distribuye de esta forma, no llama
la atención lo que va a costar todo junto. Sólo financiaremos de
manera directa la Gran Sala y el Arco de Triunfo. Pediremos al
pueblo que haga donativos. Además, el ministro de Hacienda
tendrá que facilitarnos anualmente sesenta millones de marcos.
Lo que no se vaya a necesitar enseguida, lo guardaremos.
En 1941 yo ya había reunido 218 millones de marcos[58]; en
1943, y a propuesta del ministro de Hacienda, la cuenta, en la
que había ya 320 millones de marcos, fue suprimida con mi
conocimiento y autorización, sin decirle nada a Hitler.
230
El ministro de Hacienda, Von Schwerin-Krosigk, no cesaba
de poner objeciones y de formular protestas a causa de aquel
derroche de fondos públicos. Hitler, para librarme de esas
preocupaciones, se comparaba con el rey bávaro Luis II:
—¡Si el ministro de Hacienda supiera qué fuentes de
ingresos va a tener el Estado en sólo cincuenta años gracias a mis
obras! ¿Qué ocurrió con Luis II? Lo declararon loco a causa del
coste de sus palacios. ¿Y qué pasa hoy? Pues que una gran parte
de los turistas se dirige a la Alta Baviera precisamente para
verlos. El dinero de las entradas ya hace tiempo que ha
compensado lo que costaron aquellas edificaciones. ¿Qué opina
usted? El mundo entero acudirá a Berlín para contemplar
nuestras obras. A los americanos sólo tendremos que hacerles
saber el coste de la Gran Sala. A lo mejor incluso exageramos un
poco y decimos mil quinientos millones en lugar de mil. Y
entonces tendrán que venir a verla: la construcción más cara del
mundo.
Al examinar los planos, Hitler repetía con frecuencia:
—Mi único deseo, Speer, es el de seguir con vida cuando
todo esto se haya levantado. En 1950 organizaremos una
Exposición Universal. Los edificios permanecerán sin ocupar
hasta esa fecha y los inauguraremos para la exposición.
¡Invitaremos al mundo entero!
Aunque Hitler hablara así, era muy difícil adivinar sus
verdaderos pensamientos. A mi esposa, que durante once años se
vería privada de toda vida familiar, le prometí como consuelo
un viaje alrededor del mundo para el año 1950.
El proyecto de Hitler de cargar el coste de las obras sobre la
mayor cantidad posible de espaldas salió bien, pues la ciudad de
Berlín, rica y en alza, atraía cada vez a más funcionarios, debido
a la centralización del poder del Estado; también las empresas
industriales tuvieron que tener en cuenta aquel desarrollo y
231
ampliar sus centrales berlinesas. Hasta entonces, para tales
propósitos sólo existía, como «escaparate de Berlín», la calle
Unter den Linden y otras vías urbanas de menor importancia,
por lo que la nueva avenida de 120 metros de anchura resultaba
muy atractiva. Por un lado, porque en ella no eran de temer los
atascos de tráfico y, por otro, porque los solares de aquella zona,
entonces todavía algo alejada del centro, eran relativamente
baratos. Al iniciar mi actividad, había numerosas peticiones de
permisos de obras para edificar por todo el término municipal,
sin ningún orden. Poco después de que Hitler asumiera el poder
se erigió, en un barrio poco céntrico, el nuevo edificio del Banco
del Reich, previo derribo de varios bloques. Por cierto que un
día Himmler, después de la comida, presentó a Hitler los planos
de este edificio y le hizo ver con toda seriedad que las secciones
transversal y longitudinal tenían la forma de la cruz de Cristo, lo
cual era una velada glorificación de la fe cristiana por parte del
arquitecto Wolf, de religión católica. Sin embargo, Hitler
entendía lo suficiente de construcción como para tomarse a risa
la observación.
Unos meses antes de que los proyectos tomaran su forma
definitiva, los 1200 metros de calle que debían edificarse incluso
antes de acabar de desplazar las vías ya estaban adjudicados. Las
solicitudes de los Ministerios, empresas privadas y
departamentos oficiales del Reich para que se les asignaran unos
terrenos que no estarían disponibles hasta al cabo de algunos
años alcanzaron tal volumen, que la urbanización de los siete
kilómetros no sólo estaba asegurada, sino que, además,
empezamos a asignar solares situados al sur de la estación
meridional. Nos costó mucho convencer al director del Frente
Alemán del Trabajo, el doctor Ley, que disponía de abundantes
recursos procedentes de las cuotas de los trabajadores, de que no
ocupara para sus servicios la quinta parte de la calle. Con todo,
logró hacerse con un bloque de 300 metros de longitud que
232
pretendía destinar a un gran centro de atracciones.
Uno de los motivos de aquella tremenda fiebre constructiva
era también, naturalmente, la perspectiva de ganarse el favor de
Hitler levantando edificios significativos. Dado que los gastos de
las obras serían más elevados allí que en otros puntos,
recomendé a Hitler que los compensara de algún modo; aceptó
mi propuesta al instante.
—¿Por qué no otorgar incluso una condecoración a aquellos
que apoyen el arte? Las concederemos muy pocas veces y
fundamentalmente a los que hayan financiado una gran obra.
En este sentido, se puede hacer mucho repartiendo
condecoraciones.
Incluso el embajador británico creyó —y no sin razón, por
cierto— haber obtenido un éxito al proponer a Hitler levantar
una nueva Embajada en el remozado Berlín, y también
Mussolini mostró un interés extraordinario en aquel
proyecto[59].
•••
Si bien Hitler guardaba silencio sobre sus verdaderos
proyectos constructivos, se hablaba y escribía más que suficiente
sobre lo que se conocía. Y la consecuencia fue un alza de la
arquitectura. Si Hitler se hubiese interesado por la cría de
caballos, no cabe duda de que entre las personalidades del Reich
se habría extendido igualmente la cría caballar; de esta manera
surgió una producción masiva de proyectos de impronta
hitleriana. Aunque no se puede hablar de un estilo del Tercer
Reich, sino sólo de una orientación predominante, ecléctica en
los elementos concretos, lo cierto es que esa orientación lo
marcaba todo. Y eso que Hitler no era en absoluto doctrinario.
Comprendía perfectamente que un área de descanso en la
autopista o un hogar campestre de las Juventudes Hitlerianas no
podían tener el mismo aspecto que una obra urbana. Tampoco
233
se le habría ocurrido nunca levantar una fábrica en su estilo
representativo; al contrario, era capaz de entusiasmarse por una
construcción industrial de acero y cristal. Sin embargo, opinaba
que, en un Estado dispuesto a conquistar un Imperio, las obras
públicas debían tener un sello que las distinguiera.
Otra consecuencia de los planes de urbanización de Berlín
fueron los numerosos proyectos que se realizaron en otras partes.
Todos los jefes regionales deseaban verse inmortalizados en su
ciudad. Casi todos los proyectos mostraban, como el mío de
Berlín, una cruz axial orientada hacia los puntos cardinales; el
ejemplo berlinés se había convertido en un modelo. Mientras
examinábamos los planos, Hitler dibujaba infatigablemente sus
propios bocetos. Estaban hechos con soltura y eran acertados en
la perspectiva: la planta, las secciones y los alzados estaban
hechos a escala. Un arquitecto no lo podría haber hecho mejor.
A veces mostraba por la mañana un boceto bien realizado que
había desarrollado durante la noche; sin embargo, la mayoría de
sus dibujos eran unos pocos trazos presurosos que surgían
durante nuestras discusiones.
He guardado hasta el día de hoy todos los bocetos que
Hitler dibujó en mi presencia, en los que anoté la fecha y el
asunto. Es interesante comprobar que, de un total de ciento
veinticinco bocetos, casi una cuarta parte se relaciona con
proyectos de obras en Linz, una ciudad que siempre había
sentido muy próxima. Entre ellos también hay muchos bocetos
teatrales. Una mañana nos sorprendió con el diseño,
limpiamente ejecutado durante la noche, de una «columna del
Movimiento» para Munich que, como nuevo símbolo, habría
empequeñecido las torres de Nuestra Señora.
Consideraba que ese proyecto, al igual que el Arco de
Triunfo de Berlín, pertenecía a su dominio personal, y por ello
no vacilaba en mejorar, incluso en el detalle, el diseño de un
234
arquitecto muniqués. Aún hoy sigo considerando que sus
cambios suponían auténticas mejoras, pues resolvían mejor la
transmisión de las fuerzas estáticas a un zócalo que las
propuestas del arquitecto, quien, por cierto, también era un
autodidacta.
Hermann Giessler, a quien Hitler había encargado la
planificación urbanística de Munich, era capaz de remedar con
gran acierto al tartamudo doctor Ley, director del Frente
Alemán del Trabajo. Hitler disfrutaba tanto, que pedía una y
otra vez a Giessler que relatara la visita del matrimonio Ley a los
locales donde estaban las maquetas del proyecto urbanístico de
Munich. Giessler contaba, en primer lugar, la forma en que el
jefe de los obreros alemanes había entrado en su estudio, vestido
con un elegante traje de verano, guantes blancos y sombrero de
paja, acompañado por su esposa, vestida de forma no menos
llamativa, y cómo le había estado enseñando los proyectos de
Munich hasta que Ley le interrumpió para decir:
—Edificaré aquí todo este bloque. ¿Cuánto costará? ¿Un par
de cientos de millones? Sí, lo edificaremos…
—¿Y qué quiere usted construir aquí?
—Una gran casa de modas. ¡Toda la moda la haré yo! La
hará mi mujer. Para eso necesitamos una casa grande. ¡La
haremos! Mi esposa y yo determinaremos cómo ha de ser la
moda alemana… Y…, y…, ¡y también necesitamos putas!
Muchas, una casa entera, muy moderna. Nos encargaremos de
todo. Un par de cientos de millones para la obra, eso no
importa.
Para fastidio de Giessler, Hitler le hizo relatar aquella escena
incontables veces y lloraba de risa a causa del espíritu
degenerado de su «jefe de los trabajadores».
Hitler no impulsaba incansablemente sólo mis proyectos.
Autorizaba sin cesar la construcción de foros en las capitales
235
regionales y animaba a los restantes líderes para que actuaran
como contratistas de obras representativas. Su afán por fomentar
la competencia despiadada, ya que partía de la base de que sólo
así se podrían obtener grandes rendimientos, hizo que me
irritara muchas veces. Era incapaz de comprender que nuestras
posibilidades tenían un límite. Pasaba por alto la objeción de
que no pasaría mucho tiempo antes de que fuera imposible
cumplir ningún plazo, ya que los jefes regionales pronto habrían
gastado todo el material disponible.
Himmler acudió en ayuda de Hitler. Al enterarse de la
amenaza de escasez de ladrillos y granito, ofreció utilizar a sus
presos para producirlos. Propuso construir una gran fábrica de
ladrillos en Sachsenhausen, cerca de Berlín, bajo la dirección de
las SS. Como Himmler favorecía siempre las innovaciones, no
tardó mucho en lograr que un inventor ideara un nuevo sistema
para fabricar ladrillos. Sin embargo, no llegó a conseguir la
producción prometida, ya que el invento fracasó.
La segunda promesa de Himmler, que siempre andaba tras
los proyectos de futuro, terminó de un modo similar. Dijo que
prepararía bloques de granito para las obras de Berlín y
Nuremberg con ayuda de los internados en los campos de
concentración. Fundó una empresa de nombre poco
comprometedor y se comenzó a picar piedra. Sin embargo, a
consecuencia de la inimaginable falta de profesionalidad de las
operaciones de las SS, los bloques se agrietaron y desportillaron,
por lo que las SS tuvieron que confesar a última hora que sólo
podrían suministrar una pequeña parte del granito prometido;
el departamento de construcción de autopistas del doctor Todt
empleó como adoquines el resto de la producción. Hitler, que
había puesto grandes esperanzas en las promesas de Himmler, se
fue disgustando cada día más, hasta que terminó por decir con
sarcasmo que lo mejor que podrían hacer las SS era dedicarse a
producir zapatillas de fieltro, que es lo que solía fabricar en los
236
establecimientos penitenciarios.
•••
De entre el gran número de las obras planeadas, yo tenía
que ocuparme, por deseo expreso de Hitler, de diseñar la plaza
que se extendería ante la Gran Sala. Además, me había hecho
cargo de la nueva edificación destinada a Göring y de la estación
del sur. Esto era más que suficiente, pues tenía que proyectar
también las construcciones para los Congresos del Partido en
Nuremberg. Sin embargo, como todos esos planes se distribuían
más o menos a lo largo de una década, y teniendo en cuenta que
delegaría los detalles técnicos en mi departamento, en el que
trabajaban entre ocho y diez colaboradores, podría salir
adelante. Aunque mi despacho particular se encontraba en la
Lindenallee, en el Westend, no lejos de la Adolf-Hitler-Platz,
llamada anteriormente Reichskanzler-Platz, solía pasar las
tardes, que a menudo se prolongaban hasta bien entrada la
noche, en la oficina del departamento urbanístico, situada en la
Pariser Platz. Allí encargué grandes obras a los que, en mi
opinión, eran los mejores arquitectos de Alemania: a Paul
Bonatz, que había pasado mucho tiempo proyectando puentes,
le encomendé la primera de sus obras importantes (el Alto
Mando de la Marina de Guerra), cuyo espléndido diseño
despertó el vivo entusiasmo de Hitler; Bestelmeyer debía
proyectar el nuevo Ayuntamiento; Wilhelm Kreis, el Alto
Mando del Ejército de Tierra, la «Galería de los Soldados» y
diversos museos; a Peter Behrens, el maestro de Gropius y de
Mies van der Rohe, se le encomendó, a propuesta de la AEG, su
contratista habitual, la construcción en la gran avenida de los
nuevos edificios administrativos de esta firma comercial.
Naturalmente, ese encargo chocó con las protestas de Rosenberg
y sus «celadores de la cultura», que se mostraban escandalizados
porque aquel precursor del radicalismo en arquitectura se
inmortalizara en la «calle del Führer». Pero a Hitler le gustaba la
237
Embajada alemana en San Petersburgo, obra de Behrens, y le
confió el encargo a pesar de todo. También invité varias veces a
Tessenow, mi profesor, a tomar parte en los concursos, pero él
no quiso abandonar su sencillo estilo artesanal y provinciano y
se mantuvo obstinadamente alejado de la tentación de levantar
grandes edificios.
Como escultor contrataba sobre todo a Josef Thorak, a
cuyos trabajos había dedicado un libro el director general de los
museos berlineses, Wilhelm von Bode, así como al discípulo de
Maillol, Arno Breker. En 1943 tramitó a su maestro un encargo
mío de una escultura que debía ser colocada en el Grunewald.
Los historiadores creen que en mis relaciones privadas me
mantenía alejado del Partido[60]; pero también se puede decir
que los grandes del Partido se mantenían alejados de mí, ya que
me consideraban un intruso. Los sentimientos de los jefes
nacionales o regionales apenas hacían mella en mí, pues yo
disfrutaba de la confianza de Hitler. A excepción de Karl
Hanke, que me había «descubierto», no llegué a tener relación
estrecha con ninguno de ellos, y ninguno acudía a mi casa. Por
el contrario, mi círculo de amistades se componía de los artistas
a los que empleaba y sus amigos. Si me encontraba en Berlín, y
siempre que mi escaso tiempo lo permitía, solía reunirme con
Breker y Kreis, a los que muchas veces se unía el pianista
Wilhelm Kempff. Cuando me hallaba en Munich, mantenía un
trato amistoso con Josef Thorak y el pintor Hermann Kaspar, al
que apenas había forma de impedir que manifestara a voz en
grito, a altas horas de la noche, sus preferencias por la
monarquía bávara.
También me sentía próximo a mi primer contratista, el
doctor Robert Frank, para el que ya en 1933, antes de construir
nada para Hitler y Goebbels, había efectuado reformas en su
finca de Sigrön, cerca de Wilsnack. Mi familia y yo pasábamos a
238
menudo los fines de semana en casa del doctor Frank, a ciento
treinta kilómetros de Berlín. Frank fue hasta 1933 director
general de la Compañía Eléctrica Prusiana, pero perdió su cargo
tras la toma del poder y a partir de entonces se apartó
completamente de los asuntos públicos. Acosado a veces por el
Partido, mi amistad lo protegió de sus excesos. En 1945 le
confié mi familia cuando la trasladé a Schleswig, lo más lejos
posible del centro del desastre.
Poco después de mi nombramiento convencí a Hitler de
que, como los camaradas más eficientes del Partido ya hacía
tiempo que ocupaban puestos de importancia, para llevar a cabo
mi cometido sólo podría disponer de gente de segunda fila. Sin
vacilar, me facultó para escoger a mis colaboradores como yo
quisiera. Poco a poco se fue propagando el rumor de que
trabajar en mis oficinas resultaba seguro, por lo que cada vez
había más arquitectos que deseaban hacerlo.
En una ocasión, uno de mis colaboradores me pidió un aval
para afiliarse al Partido. Mi respuesta corrió por toda la
Inspección General de Edificación:
—¿Para qué? Basta con que en el Partido esté yo.
Aunque nos tomábamos muy en serio los planes de
edificación de Hitler, no nos parecía tan solemne como a otros
la recalcitrante solemnidad del Reich hitleriano.
Seguí prácticamente sin asistir a las reuniones del Partido,
apenas tenía contacto con los círculos del Partido en la Jefatura
Regional de Berlín y desatendía todos mis cargos, aunque habría
podido convertirlos en posiciones de poder. Por falta de tiempo
incluso delegué en un delegado permanente la dirección del
departamento «Belleza del Trabajo». Bien es verdad que el
hecho de que siguiera temiendo pronunciar discursos en público
reforzaba mi reserva.
•••
239
En marzo de 1939, en compañía de unos amigos íntimos,
emprendí un viaje por Sicilia y el sur de Italia. Constituían el
grupo Wilhelm Kreis, Josef Thorak, Hermann Kaspar, Arno
Breker, Robert Frank, Karl Brandt y sus respectivas esposas. La
esposa del ministro de Propaganda, Magda Goebbels, que se
agregó al grupo invitada por nosotros, hizo el viaje bajo otro
apellido.
En el entorno de Hitler había muchos enredos amorosos y él
los toleraba. Por ejemplo, Bormann, con la brutalidad y
desconsideración que eran de esperar en aquel hombre zafio y
carente de sentimientos, invitó a su amante, una artista de cine,
a su casa del Obersalzberg, donde pasó unos días con su familia.
Sólo la indulgencia de la señora Bormann, incomprensible para
mí, evitó el escándalo.
Goebbels tenía en su haber gran cantidad de historias de
amor; su secretario Hanke contaba, entre divertido y enojado,
que el ministro acostumbraba hacer chantaje a las jóvenes
artistas de cine. Sin embargo, su relación con la actriz checa
Lida Baarova llegó a ser algo más que una aventura. Su esposa se
enfadó y le exigió que se apartara de ella y de sus hijos. Hanke y
yo estábamos por entero de su parte, si bien Hanke complicó
aún más la crisis conyugal al enamorarse de ella, a pesar de que
le llevaba bastante años. Para librarla de aquella penosa
situación, la invité a acompañarnos al sur. Hanke quiso seguirla
y la acosó con cartas de amor durante todo el viaje, pero ella lo
rechazó sin rodeos.
La señora Goebbels se mostró amable y equilibrada durante
el viaje. En general, las esposas de los jerarcas del régimen eran
mucho más prudentes respecto a las tentaciones del poder que
sus maridos. No se perdían en sus mundos de fantasía,
observaban con reservas las ambiciones muchas veces grotescas
de sus cónyuges y no se dejaban arrastrar por el torbellino
240
político que a ellos los empujaba directamente hacia lo alto. La
señora Bormann siempre fue un ama de casa modesta y algo
tímida, aunque rendida por igual a su esposo y a la ideología del
Partido; respecto a la esposa de Göring, me parecía que el afán
de ostentación de su marido le daba risa; al fin y al cabo,
también Eva Braun demostró tener cierta superioridad interior;
al menos, nunca utilizó para fines personales el poder que tenía
al alcance de la mano.
Sicilia, con las ruinas de sus templos dóricos de Segesta,
Siracusa, Selinonte y Agrigento, fue un valioso complemento de
las impresiones que nos causó nuestro viaje a Grecia. Al
contemplar las obras de los templos de Selinonte y Agrigento
constaté, con una íntima satisfacción, que tampoco la
Antigüedad se había librado de la megalomanía; era evidente
que los griegos de las colonias dejaron aquí a un lado el
principio de la mesura que tanto elogiaban en su tierra patria.
Frente a aquellos templos palidecían todos los testimonios de la
arquitectura sarraceno-normanda que encontrábamos a nuestro
paso, a excepción del maravilloso palacio de caza de Federico II,
el octógono de Castel del Monte. Paestum supuso para nosotros
un nuevo punto culminante. En cambio, Pompeya me pareció
más alejada de las formas puras de Paestum que nuestras
construcciones de las del mundo dórico.
Durante el viaje de regreso nos detuvimos algunos días en
Roma; el Gobierno fascista descubrió la verdadera personalidad
de nuestra ilustre acompañante y el ministro italiano de
Propaganda, Alfieri, nos invitó a todos a la ópera; sin embargo,
como ninguno de nosotros acertaba a explicar de forma
plausible la razón de que la segunda dama del Reich viajara sola
por el extranjero, volvimos a casa con la mayor rapidez posible.
Mientras nosotros nos dejábamos llevar por el sueño del
pasado griego, Hitler había ocupado Checoslovaquia y la había
241
anexionado al Reich. A nuestro regreso a Alemania encontramos
un ambiente muy deprimido, lleno de incertidumbre respecto al
futuro. Aún hoy me resulta extrañamente conmovedor cómo
una nación puede intuir los acontecimientos sin dejarse influir
por la propaganda oficial.
De todos modos, nos pareció tranquilizador el hecho de que
Hitler se manifestara un día en contra de Goebbels cuando éste,
durante una comida en la Cancillería del Reich, se expresó en
estos términos sobre el antiguo ministro de Asuntos Exteriores
Konstantin von Neurath, que había sido nombrado protector de
Bohemia y Moravia unas semanas antes:
—Todo el mundo sabe que Von Neurath es una mosca
muerta. El Protectorado necesita de una mano enérgica que
mantenga el orden. Este hombre no tiene nada en común con
nosotros; pertenece a un mundo completamente distinto.
Hitler, sin embargo, lo contradijo:
—Al contrario, sólo Von Neurath podía ocupar ese cargo.
En el mundo anglosajón lo tienen por un hombre respetable. Su
nombramiento tranquilizará al mundo entero, porque así se
demostrará mi voluntad de no despojar a los checos de su estilo
de vida tradicional.
Hitler me pidió que le contara mis impresiones del viaje por
Italia. Lo que más me había llamado la atención eran las
consignas propagandísticas, que estaban escritas hasta en las
paredes de las casas de los pueblos.
—Nosotros no tenemos necesidad de eso —opinó Hitler—.
Si llegamos a entrar en guerra, el pueblo alemán será lo bastante
duro para resistirla. Tal vez esa clase de propaganda sea
adecuada para Italia. Lo que está por ver es si servirá para
algo[61].
•••
Hitler me había pedido en varias ocasiones que pronunciara
242
en su lugar el discurso inaugural de la Exposición de
Arquitectura de Munich. Hasta entonces siempre había logrado
eludir hacerlo, bajo pretextos siempre nuevos. En primavera de
1938 incluso llegamos a convertirlo en una especie de pacto,
pues me declaré dispuesto a diseñar la pinacoteca y el estadio de
Linz siempre y cuando no tuviera que pronunciar ningún
discurso.
Pero ahora, en vísperas del quincuagésimo cumpleaños de
Hitler, un sector del «eje Este-Oeste» iba a ser abierto al tráfico,
y él había prometido inaugurarlo personalmente. No había
forma de evitar mi primer discurso, y encima tendría que
pronunciarlo frente al Jefe del Estado y en presencia de todo el
mundo. Durante la comida, Hitler anunció:
—¡Tengo una gran novedad: Speer pronunciará un discurso!
Estoy deseando oír sus palabras.
La tribuna de personalidades de la ciudad se había dispuesto
en la Puerta de Brandenburgo, en medio de la calzada, y yo
estaba en el ala derecha, mientras que la multitud se apiñaba en
la lejanía, tras unas cuerdas colocadas en las aceras. A lo lejos
empezaron a oírse gritos de júbilo que fueron en aumento, a
medida que se aproximaba la columna motorizada de Hitler,
hasta convertirse en un tremendo fragor. El automóvil de Hitler
se detuvo justo ante mí. El Führer se apeó y me saludó con un
apretón de manos, mientras que para responder al saludo de los
dignatarios se limitó a alzar rápidamente el brazo. Las cámaras
móviles comenzaron a filmar desde muy cerca, y el expectante
Hitler se plantó a dos metros de mí. Yo aspiré hondo y dije
literalmente:
—Mein Führer, anuncio la conclusión del eje Este-Oeste.
¡Que la obra hable por sí misma!
Tras una larga pausa, Hitler contestó con algunas frases.
Después se me invitó a subir a su coche y recorrí con él el
243
cordón de siete kilómetros que formaban los habitantes de
Berlín, quienes lo felicitaban por su cumpleaños. Aunque
seguramente se trataba de una de las mayores manifestaciones
masivas organizadas por el Ministerio de Propaganda, me
pareció que los aplausos eran sinceros.
De regreso en la Cancillería del Reich y mientras
esperábamos a que comenzara la comida, Hitler se dirigió a mí
con expresión amistosa, diciéndome:
—Me ha puesto usted en una situación bastante embarazosa
con sus dos frases. Yo esperaba un discurso y, como de
costumbre, pensaba preparar el mío mientras lo escuchaba, pero
como usted ha terminado enseguida, no sabía qué decir. Sin
embargo, tengo que admitir que ha sido un buen discurso, uno
de los mejores que he oído en mi vida.
Los comensales felicitaron a Hitler a las doce de la noche,
aunque cuando le anuncié que había dispuesto en uno de los
salones una maqueta de casi cuatro metros de altura de su Arco
de Triunfo, dejó plantados a los invitados y se dirigió enseguida
a verla. Contempló durante mucho rato, visiblemente
conmovido, la materialización del sueño de sus años de
juventud. Emocionado, me estrechó la mano sin decir palabra y
después, lleno de euforia, resaltó ante sus invitados la
importancia de la obra en la historia futura del Reich. Hitler
volvió a visitar varias veces la maqueta aquella misma noche. A
la ida y al regreso pasábamos por la antigua sala de sesiones del
Gabinete, en la que Bismarck presidió en 1878 el Congreso de
Berlín y en la que ahora se amontonaban sobre largas mesas los
regalos de cumpleaños de Hitler, un montón de objetos kitsch
que le habían enviado los jefes nacionales y regionales: desnudos
en mármol blanco, pequeñas esculturas de bronce y cuadros al
óleo del nivel artístico propio de las exposiciones de la Haus der
Kunst. Algunos merecían la aprobación y el aplauso de Hitler,
244
que se divertía a costa de otros, aunque apenas había diferencia
entre ellos.
•••
Las relaciones entre Hanke y la señora Goebbels habían
llegado a tal punto que, para escándalo de todos los que estaban
en el secreto, dijeron que querían casarse. Formaban una pareja
muy dispar: Hanke era joven e inexperto, mientras que ella era
una elegante dama de sociedad. Hanke pidió a Hitler que
autorizara el divorcio, pero éste se negó por razones de Estado.
Hanke se presentó una mañana, desesperado, en mi casa de
Berlín; acababa de iniciarse el Festival de Bayreuth de 1939. Me
dijo que el matrimonio Goebbels se había reconciliado y que se
habían ido juntos a Bayreuth. A mí me pareció que aquélla era
la solución más sensata, incluso para Hanke; pero a un amante
desesperado no se lo puede consolar con una felicitación, por lo
que le prometí averiguar lo ocurrido y salí sin pérdida de tiempo
hacia Bayreuth.
La familia Wagner había añadido a la mansión Wahnfried
un ala espaciosa en la que vivieron Hitler y sus asistentes esos
días, y los invitados de Hitler fueron alojados en casas
particulares de Bayreuth. Por lo demás, Hitler seleccionaba a
estos invitados con más cuidado del que ponía en el
Obersalzberg o incluso en la Cancillería del Reich. Aparte del
asistente de guardia, únicamente invitaba a aquellos conocidos
—con sus esposas— que podía estar seguro de que resultarían
del agrado de la familia Wagner; en realidad, casi siempre
éramos sólo el doctor Dietrich, el doctor Brandt y yo.
Durante los días del Festival, Hitler parecía más relajado que
de ordinario; era evidente que había encontrado un refugio en el
seno de la familia Wagner, donde se sentía libre de tener que
demostrar su poder, a lo que a veces se creía constreñido incluso
durante las tertulias nocturnas de la Cancillería del Reich. Se
245
mostraba alegre y paternal con los niños y amistoso y atento con
Winifred Wagner. El Festival apenas se habría podido sostener
sin la ayuda material de Hitler. Bormann extraía todos los años
unos cuantos cientos de miles de su fondo para convertir
Bayreuth en el centro culminante de la temporada alemana de
ópera. En su calidad de mecenas del Festival y amigo de la
familia Wagner, los días que pasaba en Bayreuth posiblemente
significaran para Hitler la materialización de un sueño que
durante su juventud quizá no se había atrevido siquiera a tener.
Goebbels y su esposa llegaron a Bayreuth el mismo día que
yo, y se alojaron, al igual que Hitler, en el anexo de la mansión
Wahnfried. La señora Goebbels parecía sumamente abatida y
me habló con entera franqueza:
—Mi esposo me amenazó de una manera espantosa. Estaba
comenzando a recuperarme en Gastein cuando se presentó
inopinadamente en el hotel. Estuvo tratando de convencerme
durante tres días, hasta que no pude más. Me ha hecho chantaje
con nuestros hijos; me ha dicho que me los quitaría. ¿Qué podía
hacer yo? Sólo nos hemos reconciliado de cara al exterior.
¡Albert, es terrible! Le he tenido que prometer que jamás volveré
a verme a solas con Karl. Soy terriblemente desgraciada, pero no
tengo elección.
¿Qué podía cuadrar mejor a aquella tragedia conyugal que
precisamente Tristán e Isolda, a cuya representación asistimos,
desde el gran palco central, Hitler, el matrimonio Goebbels, la
señora Winifred Wagner y yo? La señora Goebbels, a mi
derecha, lloró en silencio durante toda la función; en los
entreactos se sentaba descompuesta en un rincón y seguía
sollozando, mientras Hitler y Goebbels saludaban al público y se
esforzaban por ignorar aquella lamentable situación.
A la mañana siguiente expliqué a Hitler, para quien el
comportamiento de la señora Goebbels había sido
246
incomprensible, el trasfondo de la reconciliación. Aunque como
jefe del Estado se mostró satisfecho porque todo hubiera vuelto
al orden, mandó llamar a Goebbels y, en mi presencia, le dijo
secamente que sería mejor que aquel mismo día se marchara de
Bayreuth con su esposa. Despidió a su ministro sin darle ocasión
de replicar, incluso sin darle la mano. Luego se volvió hacia mí y
comentó:
—Este Goebbels es un cínico con las mujeres.
Claro que él también lo era, aunque de otra forma.
247
CAPÍTULO XI
EL GLOBO TERRÁQUEO
Al examinar mis maquetas de los edificios de Berlín, Hitler se
sintió atraído magnéticamente, por así decirlo, por una parte del
proyecto urbanístico: la futura sede central del Reich, que debía
atestiguar durante cientos de años el poder alcanzado en su
época. Al igual que la residencia de los soberanos franceses cierra
urbanísticamente los Campos Elíseos, en el punto de mira de la
gran avenida debían agruparse todos los edificios que Hitler
deseaba tener cerca, como expresión de su quehacer político: la
Cancillería del Reich para la dirección del Estado; el Alto
Mando de la Wehrmacht, con jurisdicción sobre los tres
Ejércitos, y tres cancillerías más: una para el Partido (Bormann),
otra para el protocolo (Meissner) y otra para sus asuntos
personales (Bouhler). El hecho de que también el edificio del
Reichstag estuviera en el centro del Reich no significaba que se
hubiera previsto que el Parlamento ejerciera un papel
importante en el futuro; simplemente, daba la casualidad de que
ya se encontraba allí.
Propuse a Hitler que derribara aquella construcción
guillermina de Paul Wallot, pero tropecé con una resistencia
inesperada: el edificio le gustaba. Sin embargo, pensaba
emplearlo sólo para fines sociales. Por lo demás, Hitler siempre
se mostraba más bien parco en palabras al referirse a sus metas
definitivas. Cuando me manifestaba sin inhibiciones el
verdadero trasfondo de sus planes constructivos, lo hacía en
248
virtud de esa confianza que casi siempre caracteriza la relación
entre contratista y arquitecto:
—Podemos instalar allí salas de lectura y de estar para los
diputados. ¡Por mí, que el pleno entero se convierta en
biblioteca! De todos modos, como sólo tiene quinientas ochenta
plazas, resulta demasiado pequeño para nosotros. Justo al lado
levantaremos uno nuevo. ¡Calcúlelo usted para mil doscientos
diputados[62]!
Aquello presuponía una nación de unos ciento cuarenta
millones de habitantes, y de ese modo Hitler revelaba el alcance
de sus aspiraciones, en las que se incluía por una parte el rápido
aumento natural de la población alemana y, por otra, la anexión
de otros pueblos germánicos; sin embargo, no contaba con la
población de las naciones sometidas, a las que no daba derecho a
voto. Le propuse incrementar el número de votos
correspondientes a cada diputado, con lo que se podría
conservar la sala de plenos del antiguo edificio del Reichstag;
pero Hitler no quiso modificar la cifra de 60 000 votos por
diputado establecida por la República de Weimar. No me dio
sus motivos. Se empeñaba en ello al igual que insistía en
conservar, de cara al tendido, el antiguo sistema electoral, con
sus fechas electorales y papeletas de voto, urnas y votación
secreta. Era evidente que deseaba mantener la tradición que lo
había llevado al poder, a pesar de que hubiera perdido toda
eficacia después de la implantación del sistema de partido único.
Las construcciones que debían rodear la futura «plaza de
Adolf Hitler» quedarían ensombrecidas por la Gran Sala, que,
como si Hitler quisiera hacer patente lo poco que para él
significaba la representación popular, era cincuenta veces mayor
que el edificio del Parlamento. Tomó la decisión de que se
elaboraran los planos para la Gran Sala en verano de 1936[63].
El 20 de abril de 1937, día de su cumpleaños, le entregué
249
alzados, plantas, secciones y una primera maqueta. Se mostró
entusiasmado y únicamente puso reparos a que firmara los
planos con la fórmula: «Elaborados a partir de las ideas del
Führer». Me dijo que el arquitecto era yo y que mi contribución
a la obra tenía que valorarse más que su boceto de 1925. Sin
embargo, los dejé tal como estaban, y es posible que a Hitler le
gustara que me resistiera a reclamar la autoría del proyecto. Se
construyeron maquetas parciales a partir de los planos y en 1939
habíamos terminado una de casi tres metros de altura que
reproducía el exterior y otra del interior. El suelo de esta última
era extraíble, lo que permitía apreciar el efecto que causaría.
Durante sus numerosas visitas, Hitler no se privó jamás del
placer de embriagarse largo rato con la contemplación de las dos
maquetas. Ahora podía mostrar con gesto triunfal lo que quince
años atrás debió de parecer a sus amigos una quimera fantástica
y extravagante:
—¡Quién había de creerme cuando en aquella época decía
que algún día llegaría a construirse!
La mayor sala de reunión del mundo estaría constituida por
un solo espacio, que podría dar cabida a entre 150 000 y
180 000 personas. A pesar del desdén de Hitler por las
concepciones místicas de Himmler y Rosenberg, en el fondo
aquella sala era un recinto de culto que con el transcurso de los
siglos, y a fuerza de tradición y respetabilidad, habría de alcanzar
un significado similar al que la basílica de San Pedro de Roma
tenía para la cristiandad católica. Sin semejante trasfondo
cúltico, el despliegue de medios que requería la construcción
central de Hitler habría sido absurdo e incomprensible.
El interior de la sala era circular y tenía un diámetro, casi
inimaginable, de 250 metros. A una altura de 220 metros se
habría podido ver el remate de la gigantesca cúpula, que iniciaba
su suave curva parabólica a 898 metros del suelo.
250
En cierto sentido, nuestro modelo era el Panteón de Roma.
También la cúpula berlinesa tenía que disponer de una abertura
circular para que entrara la luz, aunque sus dimensiones (46
metros de diámetro) sobrepasaban las de la propia cúpula del
Panteón (43 metros) y las de la basílica de San Pedro (44
metros). El interior del recinto tenía un volumen diecisiete veces
mayor que el de la basílica de San Pedro.
La configuración del interior tendría que ser lo más sencilla
posible; alrededor de una superficie circular de 140 metros de
diámetro se levantaban tres pisos de tribunas, que llegaban hasta
una altura de treinta metros. Una corona formada por cien
pilares rectangulares de mármol, de dimensiones humanamente
admisibles (24 metros de altura), quedaba interrumpida, justo
ante la entrada, por una hornacina de cincuenta metros de alto y
veintiocho de ancho, cuyo fondo debía estar revestido de
mosaico dorado y ante la que habría, como único elemento
decorativo, sobre un pedestal de mármol de catorce metros de
altura, un águila imperial dorada sujetando entre las garras la
esvástica con corona de hojas de roble. Así, el símbolo de la
soberanía era al mismo tiempo la culminación y la meta de la
gran avenida de Hitler. Bajo el águila se hallaba el puesto del
Führer de la nación, que habría de dirigirse desde aquí a los
pueblos del futuro Reich. Aunque intenté destacar
arquitectónicamente este punto, en él quedaba clara la absoluta
desproporción del edificio, y Hitler desaparecía en la nada
óptica.
Vista desde el exterior, la cúpula, que habríamos revestido
de planchas de cobre que con el tiempo adquirirían su
correspondiente pátina, habría parecido una montaña verde de
doscientos treinta metros de altura. En el remate iban a figurar
una linterna de cristal de estructura metálica de cuarenta metros
de alto y, encima, un águila posada en una esvástica.
251
Ópticamente, la masa de la cúpula estaría sostenida por una
serie continua de pilares de veinte metros de altura. Yo esperaba
que, por medio de este relieve, la construcción sería más
asequible al ojo humano, aunque no creo haberlo conseguido.
La cúpula-montaña descansaba sobre un bloque cuadrado de
granito claro de 315 metros de largo por 74 metros de alto. Un
delicado friso, cuatro haces de pilares acanalados en las cuatro
esquinas y una columnata que sobresalía hacia la plaza debían
subrayar la magnitud del gigantesco cubo[64]. La columnata
estaba flanqueada por dos esculturas de quince metros de altura,
cuyo contenido alegórico había sido establecido por Hitler
cuando comenzamos a trabajar en los primeros diseños: una de
ellas representaba a Atlas sujetando la bóveda celeste; la otra, a
Gea sosteniendo el globo terráqueo. El Cielo y la Tierra estarían
cubiertos de esmalte, mientras que sus contornos o el dibujo de
las constelaciones se harían con incrustaciones de oro.
Esta edificación habría tenido un volumen de más de
veintiún millones de metros cúbicos[65]; el Capitolio de
Washington se habría perdido varias veces en aquella masa
gigantesca: eran cifras y dimensiones inflacionarias.
Pero la Gran Sala no era de ningún modo una utopía.
Nuestros proyectos no eran de la misma categoría que otros que
nunca se pensó construir, como los realizados por los arquitectos
Claude Nicolás Ledoux y Étienne L. Boullée como canto
funerario al Imperio francés de los Borbones o para glorificación
de la Revolución, cuyos planos habrían podido equipararse a los
que impulsaba Hitler[66]. Ya en 1939 se derribaron muchos
edificios que nos estorbaban, situados en las proximidades del
Reichstag, se efectuaron prospecciones del suelo y dibujos de
detalle y se construyeron maquetas de tamaño natural, todo ello
orientado al levantamiento de la Gran Sala y del resto de los
edificios que debían circundar la futura «plaza de Adolf Hitler».
Se gastaron millones de marcos en la compra de granito, y no
252
sólo en Alemania, sino también, por mandato expreso de Hitler,
en Suecia meridional y Finlandia, a pesar de la carencia de
divisas. Como las demás obras que se erigirían a lo largo de los
cinco kilómetros de la gran avenida de Hitler, también se había
previsto que esta concluyera once años más tarde, en 1950. La
solemne colocación de la primera piedra de la Gran Sala debía
tener lugar en 1940.
Desde el punto de vista técnico, cubrir con una bóveda un
espacio de 250 metros de diámetro no suponía ningún
problema[67]. Los constructores de puentes de los años treinta
dominaban sin dificultades un tipo de construcción similar de
hormigón armado, impecable respecto al cálculo de fuerzas.
Prestigiosos técnicos en estructuras estimaron que incluso era
posible construir una bóveda maciza sobre esta luz. De acuerdo
con mi «teoría del valor como ruina», de buena gana habría
evitado el empleo del acero, pero en este caso Hitler puso
algunos reparos:
—Si un avión lanzara una bomba sobre la cúpula y la
bóveda resultara dañada, ¿cómo haría usted la reparación, en
caso de que hubiera peligro de hundimiento?
Tenía razón, por lo que hicimos construir una estructura de
acero de la que se suspendería la parte interior de la cúpula. Los
muros, no obstante, serían macizos, igual que en Nuremberg.
Para absorber las tremendas fuerzas que ejercería este conjunto,
habría que construir unos cimientos inusitadamente sólidos. Los
ingenieros optaron por un bloque de hormigón de más de tres
millones de metros cúbicos. Con el fin de comprobar si nuestros
cálculos respecto a su hundimiento en el suelo de arena de
Brandenburgo eran exactos, hicimos una prueba en las
proximidades de Berlín[68]. Aparte de los dibujos y de las
fotografías de las maquetas, es lo único que ha quedado de esta
obra.
253
Mientras la proyectaba, fui a ver la basílica de San Pedro de
Roma, que me defraudó, pues sus dimensiones no se hallan en
consonancia con la impresión que el observador experimenta en
la realidad; me di cuenta entonces de que el efecto que causa
una obra no aumenta proporcionalmente a sus dimensiones. En
aquella época temía que la impresión que produciría nuestra
Gran Sala no respondiera a las expectativas de Hitler.
El encargado de la protección antiaérea del Ministerio de
Aviación del Reich, el consejero ministerial Knipfer, oyó
rumores sobre aquella obra gigantesca. Precisamente acababa de
promulgar unas directrices legales que debían seguir todos los
edificios de nueva planta y que establecían que éstos debían
construirse tan separados unos de otros como fuera posible, para
aminorar el efecto de los bombardeos. Y ahora iba a surgir aquí,
justo en el corazón de la ciudad y del Reich, una construcción
cuyo remate se elevaría por encima de las nubes bajas y
constituiría un punto ideal de orientación para los bombardeos
enemigos: sería poco menos que un letrero indicador de la
ubicación del centro gubernamental, situado al sur y al norte de
la cúpula. Transmití estas preocupaciones a Hitler, quien, no
obstante, se mostró optimista:
—Göring me ha asegurado —dijo— que ningún avión
enemigo penetrará en Alemania. No vamos a dejar que nada se
oponga a nuestros proyectos.
Hitler tenía una fijación con aquella cúpula, que había
concebido poco después de salir de la prisión militar y que había
tenido presente durante quince años. Cuando, una vez
concluidos nuestros planos, supo que la Unión Soviética
proyectaba erigir en Moscú, en honor de Lenin, un edificio del
Congreso que tendría más de 300 metros de altura, reaccionó
con gran enojo. Evidentemente, lo ponía de mal humor la idea
de no ser él quien construyera la obra monumental más alta del
254
mundo y, al mismo tiempo, lo atormentaba no poder atajar la
pretensión de Stalin con una simple orden. Por fin se consoló
pensando que, a pesar de todo, su edificio sería único en su
género:
—¿Qué importancia puede tener un rascacielos más o
menos, más alto o más bajo? La cúpula: ¡eso distinguirá nuestra
obra de todas las demás!
Una vez iniciada la guerra contra la Unión Soviética, pude
darme cuenta de que la idea de la obra moscovita lo había
afligido más de lo que había querido admitir.
—Lo de su construcción —manifestó— se ha terminado
para siempre.
La cúpula estaba rodeada de estanques por tres lados, y su
reflejo debía aumentar el efecto del edificio. Se pensó en
ensanchar el curso del Spree para este fin, convirtiéndolo en una
especie de lago, aunque esto obligaría a conducir el tráfico
fluvial por dos túneles subterráneos para atravesar la explanada
que ocupaba la Gran Sala. El cuarto lado, orientado hacia el sur,
dominaba la futura «plaza de Adolf Hitler», donde se celebrarían
los mítines multitudinarios del primero de mayo que hasta
entonces habían tenido lugar en el campo de Tempelhof[69].
El Ministerio de Propaganda había elaborado un esquema,
del que me habló Karl Hanke en 1939, en el que se detallaban
los distintos tipos de actos masivos, clasificados en función de
los objetivos políticos y propagandísticos, que podían ir desde la
manifestación de escolares para recibir con vítores a una
personalidad extranjera hasta la convocatoria de millones de
trabajadores. El secretario del Ministerio hablaba irónicamente
de «júbilo multitudinario». Para llenar la plaza, en la que cabía
un millón de personas, habría sido necesario recurrir siempre a
la máxima expresión de este «júbilo multitudinario».
En el extremo de la plaza opuesto a la Gran Sala se erigirían
255
el Alto Mando de la Wehrmacht y la Cancillería del Reich,
situados a ambos lados de la avenida. Ésta era la única abertura
de aquel gigantesco espacio, completamente rodeado de
edificios.
Aparte de la sala de reuniones, la obra principal, y
psicológicamente la más interesante, era el palacio de Hitler;
llamarlo así, en lugar de referirme a la residencia del canciller,
no es ninguna exageración. Tal como demuestran los bocetos
que se conservan, Hitler ya se había ocupado de él en noviembre
de 1938[70]. El nuevo palacio del Führer delataba su progresivo
afán de notoriedad. Desde la antigua vivienda del canciller
Bismarck, que había utilizado al principio, hasta esta nueva
construcción, las dimensiones habían aumentado unas ciento
cincuenta veces. La residencia de Hitler ni siquiera se podía
comparar con el legendario recinto palaciego de Nerón, la «Casa
Dorada», con su superficie de más de un millón de metros
cuadrados. La residencia de Hitler, enclavada en el centro de
Berlín, ocuparía dos millones de metros cuadrados, incluidos los
jardines. De las salas de recepción partían varias alineaciones de
salas que daban acceso a un comedor en el que habrían podido
sentarse a la mesa un par de miles de comensales. Para las
recepciones de gala se disponía de ocho gigantescos salones[71].
Había también un teatro de cuatrocientas plazas, una imitación
de los que tenían los soberanos del barroco y rococó, que
contaría con los más modernos medios técnicos.
Las habitaciones privadas de Hitler comunicaban por un
lado con la Gran Sala a través de una serie de galerías y por el
otro con las dependencias de trabajo y con su despacho, cuyas
dimensiones superaban ampliamente las de la sala de recepción
del presidente americano. A Hitler le había gustado tanto que
los diplomáticos debieran recorrer un largo camino en la
Cancillería, que quiso una solución parecida en la nueva
construcción, así que doblé el recorrido hasta los 500 metros[72].
256
Desde los tiempos de la antigua Cancillería del Reich, que
Hitler calificó de edificio administrativo de una empresa
jabonera, sus exigencias habían aumentado en una proporción
de setenta a uno[73]. Esto hace patente la progresión de su
megalomanía.
En medio de todo este esplendor, Hitler habría dispuesto,
en un dormitorio de dimensiones relativamente moderadas, su
esmaltada cama blanca, de la que me dijo en una ocasión:
—Odio toda clase de lujos en el dormitorio. Me siento más
a gusto en una cama sencilla.
En 1939, cuando se ultimaron estos proyectos, la
propaganda de Goebbels seguía insistiendo en la proverbial
austeridad de Hitler. Para no poner en peligro esta imagen,
Hitler apenas iniciaba a nadie en el secreto de su palacio privado
y de la futura Cancillería del Reich. En cuanto a mí, durante un
paseo que dimos por la nieve me explicó sus exigencias con las
siguientes palabras:
—Mire, yo me conformaría con una casita en Berlín. Tengo
poder y prestigio suficientes para prescindir de tanto dispendio.
Pero créame: los que vengan detrás de mí necesitarán
imperiosamente esta clase de representación, que será lo único
que permitirá a muchos de ellos mantenerse en la cima. Es
increíble el poder que puede ejercer una mente mediocre sobre
los demás cuando se presenta rodeada de tal esplendor. Unos
espacios así, con un gran pasado, otorgarán dimensión histórica
incluso a un pequeño sucesor, ¿comprende?, y por eso hemos de
levantar estos edificios mientras yo viva: para poder ocuparlos,
para que mi espíritu les preste tradición. Bastará con que los
utilice un par de años.
Hitler se había expresado en términos parecidos en el
discurso que en 1938 dirigió a los obreros que trabajaron en las
obras de la Cancillería, aunque, naturalmente, sin desvelar nada
257
de estos proyectos, que ya entonces estaban bastante avanzados.
Dijo que, en cuanto Führer y canciller de la nación alemana, no
habitaría en antiguos palacios. Por eso había renunciado a
residir en el del presidente del Reich, pues él no iba a vivir en
casa del antiguo mayordomo mayor de la Corte. Sin embargo, el
Estado dispondría de un edificio representativo que estaría a la
altura de cualquier rey o emperador extranjero[74].
Hitler nos prohibió estimar el coste de las obras; y nosotros,
obedientemente, no contamos ni siquiera los metros cúbicos
resultantes. Ahora los calculo por primera vez, al cabo de un
cuarto de siglo, y obtengo el siguiente resultado:
1. Gran Sala:
2. Palacio residencial:
3. Sección de trabajo y Cancillería del
Reich:
4. Cancillerías anexas:
5. Alto Mando de la Wehrmacht:
6. Nuevo edificio del Reichstag:
TOTAL:
21 000 000
m3
1 900 000 m3
1 200 000 m3
200 000 m3
600 000 m3
350 000 m3
25 250 000
m3
Aunque las grandes dimensiones de los edificios habrían
reducido el precio por metro cúbico, es difícil establecer su coste
total, pues estos gigantescos recintos requerían unos muros
tremendos y cimientos muy profundos; además, las paredes
exteriores debían cubrirse de granito y las interiores de mármol,
y también se habrían empleado los más valiosos materiales para
las puertas, ventanas, techos, etc. Probablemente, una
estimación de unos cinco mil millones de marcos de hoy sólo
258
para las obras de la «plaza de Adolf Hitler» supondría un cálculo
más bien bajo[75].
El cambio en el estado de ánimo de la población, la
desilusión que comenzó a extenderse por toda Alemania en
1939, no sólo se manifestaba en la necesidad de organizar
demostraciones de júbilo que, dos años antes, Hitler habría
conseguido de forma espontánea. Él mismo se había ido
apartando paulatinamente de la masa que lo admiraba. Podía
mostrarse malhumorado e impaciente con mayor frecuencia que
antes cuando en alguna ocasión se reunía en la Wilhelmplatz
una multitud que reclamaba su presencia. Dos años atrás había
efectuado muchas veces el recorrido hasta el «balcón histórico»;
pero ahora, si sus asistentes lo instaban a mostrarse, les replicaba
a veces de malos modos:
—¡No me molesten más con eso!
Aunque esto podría parecer marginal, no lo era en absoluto,
como comprendí cuando me dijo:
—No excluyo la posibilidad de verme obligado algún día a
adoptar medidas impopulares. Quizá entonces se produzca una
revuelta. Hay que prever tal contingencia: todas las ventanas de
los edificios de la nueva plaza deberán tener gruesas
contraventanas de acero a prueba de balas. También las puertas
serán de acero, y el único acceso a la plaza quedará cerrado por
una sólida verja de hierro. El centro del Reich tendrá que
poderse defender como una fortaleza.
Esta observación denotaba una inquietud nueva, que volvió
a manifestarse al estudiar el emplazamiento del cuartel de su
escolta, que había evolucionado hasta convertirse en un
regimiento totalmente motorizado y equipado con las armas
más modernas. Hitler instaló el cuartel cerca del gran eje sur.
—¡Imagínese si algún día hubiera disturbios! —Señalando la
calle de 120 metros de anchura, prosiguió—: Si avanzaran hacia
259
mí ocupando la calle con sus vehículos acorazados… Nadie
podría hacerles frente.
Sea porque el Ejército de Tierra se enteró de esta decisión y
quiso anticiparse a las SS, sea porque Hitler lo ordenara así
personalmente, el caso es que, por deseo del Alto Mando del
Ejército de Tierra y con la aprobación de Hitler, se puso a
disposición del regimiento berlinés Gran Alemania un terreno
para construir un cuartel que estaría aún más cerca del centro de
Hitler[76].
Sin darme cuenta, expresé en la fachada del palacio de
Hitler esta separación entre la nación alemana y su Führer, un
hombre decidido, dado el caso, a ordenar que se disparara
contra su propio pueblo. No había ninguna abertura, a
excepción del gran portal de acero de la entrada y del balcón
desde el que Hitler podría mostrarse a la multitud; sólo que este
balcón estaba catorce metros por encima de la muchedumbre, a
la altura de una casa de cinco pisos. Me sigue pareciendo que
esta fachada, manifiestamente reservada, da una justa impresión
del alejamiento de un Führer que había llegado a sentirse como
un dios.
Durante mi reclusión, este proyecto, con sus rojos mosaicos,
sus columnas, sus leones de bronce y sus perfiles dorados, había
adquirido en mi memoria un carácter alegre, casi amable. Sin
embargo, al ver las fotografías en color de las maquetas más de
veintiún años después, recordé sin querer la arquitectura
grandilocuente de una película de Cecil B. de Mille. Adquirí
conciencia de su aspecto fantástico y también de la crueldad de
esta arquitectura, expresión precisa de la tiranía.
Antes de la guerra me burlé del tintero que el arquitecto
Brinckmann —que había empezado decorando transatlánticos,
igual que Troost— regaló a Hitler. Le había dado una forma
solemne, con muchos adornos y volutas; y dentro,
260
completamente solo y desamparado en medio de toda aquella
magnificencia de «tintero del jefe del Estado», se veía un
insignificante charquito de tinta. Entonces creí no haber visto
nunca nada tan absurdo. No obstante, Hitler, en contra de lo
que cabía esperar, no sólo no lo rechazó, sino que elogió
sobremanera aquella construcción de bronce. Brinckmann no
tuvo menos éxito con una butaca de despacho que diseñó para
Hitler; de unas dimensiones casi adecuadas para Göring, parecía
una especie de trono con dos enormes piñas doradas como
remate del respaldo. Aquellas dos piezas tan ostentosas me
parecieron propias de un advenedizo. Sin embargo, a partir de
1937 Hitler fomentó cada vez más esta tendencia a la
suntuosidad. Había regresado de nuevo a la Ringstrasse de
Viena, de donde en su día partió lleno de admiración. Hitler se
había ido alejando lenta pero inexorablemente de las enseñanzas
de Troost.
Y yo con él, pues mis diseños de esa época tenían cada vez
menos puntos de contacto con lo que yo consideraba «mi
estilo». La desviación respecto a mis comienzos se apreciaba
tanto en la enormidad de las obras como en el hecho de que no
conservaran nada del carácter dórico al que aspiraba al principio;
se habían convertido en puro «arte decadente». Por un lado, los
medios inagotables que tenía a mi disposición y, por otro, la
ideología de Partido de Hitler me habían conducido hacia un
estilo arquitectónico que se remontaba más bien a los palacios
fastuosos de los déspotas orientales.
Al comienzo de la guerra elaboré una teoría que expliqué en
1941, durante una comida en el Maxim’s de París, ante un
círculo de artistas franceses y alemanes entre los que se
encontraban Cocteau y Despiau. Dije que, después del rococó
tardío, la Revolución francesa había formulado un nuevo
sentido estilístico, en que incluso los muebles sencillos tenían las
más bellas proporciones. Su expresión más pura son los
261
proyectos de Boullée. Tras el estilo de la Revolución vino el
Directorio, que siguió elaborando con sencillez y buen gusto
unos materiales más ricos. Pero con el Imperio se produjo un
cambio: de año en año, cada vez más elementos nuevos habían
sepultado bajo fastuosos adornos las formas clásicas, hasta llegar
a un ostentoso Imperio tardío que expresa el fin de una rápida
evolución estilística que va desde unos inicios esperanzadores,
con la Revolución y el Consulado, a la decadencia que
acompaña al ocaso de la era napoleónica. Esta sucesión permite
observar resumido en sólo veinte años lo que acostumbra
producirse en el transcurso de varios siglos, como en el caso de
la progresión de la arquitectura dórica de la temprana
Antigüedad hasta las recargadas fachadas barrocas del helenismo
tardío que se pueden apreciar, por ejemplo, en Baalbek, o en el
paso de las construcciones románicas de comienzos de la Edad
Media hasta el ornamentado gótico tardío.
De haber sido consecuente, habría continuado mi
argumentación diciendo que, de acuerdo con el ejemplo del
Imperio tardío, también los proyectos que realizaba para Hitler
anunciaban el fin de su régimen. Es decir, que en cierto modo
presagiaban la caída de Hitler. Pero en aquella época yo no lo
advertía, y en eso me parecía a los que rodeaban a Napoleón,
que seguramente veían en los recargados salones del Imperio
tardío la expresión de su grandeza; sólo las generaciones
posteriores pueden descubrir en ello el presentimiento de su
caída. Así, el entorno de Hitler consideraba la montaña-tintero
el escenario adecuado para su genio de estadista, y también
aceptaba la cúpula-montaña como expresión de su poder.
En efecto, las últimas obras que proyectamos en 1939 eran
neoimperio puro, como las del estilo que, ciento veinticinco
años atrás, poco antes de la caída de Napoleón, se caracterizó
por su recargamiento, obsesión por las doraduras, afán de
ostentación y decadencia. No sólo el estilo de estas
262
construcciones, sino también su desmesura, mostraban bien a
las claras las verdaderas intenciones de Hitler.
Un día, a principios del verano de 1939, Hitler señaló el
águila imperial que, sujetando entre sus garras el símbolo de
soberanía, debía coronar la cúpula, a 290 metros del suelo:
—Esto habrá que cambiarlo. ¡El águila ya no sujetará la
esvástica, sino que dominará el globo terráqueo! La coronación
de este edificio, el mayor de la Tierra, tendrá que ser el águila
sobre la bola del mundo[77].
La modificación introducida por Hitler en los proyectos
primitivos puede observarse en las fotografías que tomé de las
maquetas de la obra.
Unos meses después empezó la Segunda Guerra Mundial.
263
CAPÍTULO XII
SE INICIA EL DECLIVE
Sería a comienzos de agosto de 1939 cuando nuestro
despreocupado grupo se dirigía con Hitler a la casa de té situada
en el Kehlstein. La larga columna automovilística ascendía
serpenteante por la carretera que Bormann había hecho abrir en
la roca viva. Después de atravesar un alto portal de bronce,
llegamos a un vestíbulo revestido de mármol, húmedo por la
proximidad de la montaña, y entramos en el ascensor de
refulgente latón.
Mientras subíamos los cincuenta metros del recorrido,
Hitler, como si estuviera sumido en un monólogo, dijo
inopinadamente:
—Quizá dentro de poco tenga lugar un gran
acontecimiento. Puede que tenga que enviar a Göring… Si
fuera necesario, podría ir yo mismo. Me lo juego todo a esta
carta.
Todo quedó en esta insinuación.
Unas tres semanas después, el 21 de agosto de 1939,
supimos que el ministro alemán de Asuntos Exteriores había
iniciado negociaciones en Moscú. Durante la cena, Hitler
recibió una nota. La leyó con rapidez, miró unos instantes frente
a sí mientras enrojecía intensamente, golpeó la mesa con tal
energía que las copas tintinearon y exclamó, con voz
entrecortada:
264
—¡Los tengo! ¡Los tengo!
Sin embargo, se dominó con fulminante rapidez, nadie se
atrevió a preguntar nada y la comida siguió su curso. Concluida
la cena, mandó llamar a todos los hombres de su círculo y les
anunció:
—Vamos a concertar un pacto de no agresión con Rusia.
¡Vean, es un telegrama de Stalin!
El telegrama estaba dirigido a «Hitler, Canciller del Reich»,
e informaba concisamente del acuerdo. Era lo más inaudito que
cabía imaginar: la unión amistosa en un pedazo de papel de los
nombres de Stalin y Hitler. Acto seguido se proyectó una
película que mostraba un desfile del Ejército Rojo ante Stalin; el
despliegue de tropas era considerable. Hitler se mostró
satisfecho por la neutralización de un ejército tan poderoso y se
volvió hacia su asistente militar, al parecer para discutir con él la
capacidad ofensiva de aquella multitud. Las señoras continuaron
excluidas, aunque, naturalmente, se enteraron por nosotros de la
novedad, que por otra parte no tardó en ser difundida por la
radio.
Goebbels difundió la noticia en una rueda de prensa
celebrada la misma noche del 21 de agosto, y después Hitler se
hizo poner en comunicación con él. Quería conocer la reacción
de los representantes de la prensa extranjera. Con un brillo febril
en los ojos, nos contó lo que le había dicho:
—La sensación que ha causado la noticia ha sido
insuperable. Y cuando las campanas de las iglesias han
empezado a sonar en el exterior, un representante de la prensa
británica ha dicho con resignación: «Es el tañido fúnebre del
Imperio Británico».
Esta observación fue la que más impresionó al eufórico
Hitler aquella noche. Ahora creía estar tan alto que el destino ya
no podía causarle ningún mal.
265
Por la noche, desde la terraza del Berghof, admiramos con
Hitler un raro espectáculo de la naturaleza. Una aurora boreal[78]
extraordinariamente intensa cubrió de luz roja el legendario
Untersberg durante más de una hora, mientras el cielo reflejaba
los colores más diversos del arco iris. El último acto de El
crepúsculo de los dioses no habría podido escenificarse de una
forma más efectista. Todos teníamos las caras y las manos
bañadas de un color rojo antinatural. El espectáculo suscitó un
estado de ánimo extrañamente reflexivo. Hitler, dirigiéndose a
uno de sus asistentes militares, dijo:
—Esto parece predecir mucha sangre. Esta vez no podremos
evitar la violencia[79].
Hacía ya varias semanas que el foco del interés de Hitler se
había desplazado hacia el campo militar. Trataba de definir con
claridad sus proyectos manteniendo largas conversaciones con
alguno de sus cuatro asistentes de la Wehrmacht: el coronel
Rudolf Schmundt por el Alto Mando de la Wehrmacht, el
capitán Gerhard Engel por el Ejército de Tierra, el capitán
Nikolaus von Below por el Ejército del Aire y el capitán KarlJesko von Puttkamer por la Marina. Estos oficiales jóvenes y
desinhibidos parecían ser del especial agrado de Hitler, entre
otras cosas porque le era más fácil encontrar su aprobación que
la del generalato, siempre más escéptico.
No obstante, inmediatamente después de anunciarse el
pacto germano-soviético, estos asistentes fueron sustituidos por
las más altas jerarquías políticas y militares del Reich, entre las
que se encontraban Göring, Goebbels, Keitel y Ribbentrop.
Goebbels hablaba con franqueza y preocupación del peligro de
la guerra que se estaba perfilando. Sorprendentemente, el
ministro de Propaganda, de ordinario tan radical, consideraba
que el riesgo de una guerra era excesivo e intentaba recomendar
una línea pacífica, y se mostraba sumamente enojado con
266
Ribbentrop, a quien tenía por el más destacado representante de
la facción belicista. A los miembros del círculo privado de Hitler
nos pareció que Goebbels y Göring, que también era partidario
de la paz, se habían convertido en hombres flojos, degenerados
por el bienestar que les daba el poder, y que no querían arriesgar
sus privilegios.
Aunque en esos días estaba en juego la realización de la obra
de mi vida, creí que los intereses nacionales tenían prioridad
frente a las cuestiones de carácter personal. Cualquier posible
reparo quedaba vencido por la seguridad que mostraba Hitler.
Me parecía un héroe de la Antigüedad que sin vacilar,
consciente de su fuerza, emprendía las empresas más arriesgadas
y salía siempre victorioso de ellas[80].
La facción belicista propiamente dicha, constituida sobre
todo por Hitler y Ribbentrop, había pergeñado poco más o
menos los siguientes argumentos: «Supongamos que, gracias a la
aceleración del rearme, nuestro poder destructivo supera al del
enemigo en una proporción de cuatro a uno. A pesar de que
ellos se están armando fuertemente desde que ocupamos
Checoslovaquia, su producción necesitará por lo menos un año
y medio o dos antes de alcanzar el nivel máximo, y hasta
después de 1940 no estarán en condiciones de comenzar a
reducir la ventaja que les llevamos. Ahora bien, si llegan a
producir tanto como nosotros, nuestra superioridad irá
disminuyendo, pues para mantenerla tendríamos que producir
cuatro veces más que ellos, y no podremos hacerlo. Aunque el
enemigo fabricara sólo la mitad de armas que nosotros, la
proporción de fuerzas empeoraría igualmente. Además, ahora
contamos con armamento nuevo en todos los ejércitos, en tanto
que ellos sólo disponen de material anticuado»[81].
Tales consideraciones no debieron de influir de manera
decisiva en los designios de Hitler, pero no hay duda de que lo
267
hicieron en la elección del momento oportuno para llevarlos a la
práctica. Primero dijo:
—Pasaré el mayor tiempo posible en el Obersalzberg con el
fin de mantenerme fresco para los días difíciles que se avecinan.
No me trasladaré a Berlín hasta que llegue el momento de
adoptar decisiones.
Unos días después, la columna de Hitler, diez automóviles
separados por una gran distancia de seguridad, avanzaba por la
autopista en dirección a Munich. Mi esposa y yo íbamos en el
centro. Era un hermoso día, sin nubes, de fines de verano. La
gente guardaba un desacostumbrado silencio al paso de Hitler.
Casi nadie saludaba. También en Berlín llamaba la atención la
calma de los alrededores de la Cancillería, habitualmente
rodeada de personas que se congregaban para saludar a Hitler en
sus salidas y llegadas cuando el estandarte de la Cancillería
señalaba su presencia.
•••
Naturalmente, quedé excluido del ulterior desarrollo de los
acontecimientos, tanto más cuanto que la rutina habitual de
Hitler se vio sensiblemente alterada durante aquellos días
turbulentos. Desde que la corte se había trasladado a Berlín,
estaba siempre ocupado por reuniones que se sucedían sin
interrupción y se celebraban muy pocas comidas en común.
Entre los detalles que recuerdo, con toda la arbitrariedad que
caracteriza a la memoria humana, ocupa el primer lugar la
aparición, algo cómica, del embajador italiano Bernardo
Attolico, al que vi precipitarse sin resuello en la Cancillería del
Reich poco antes del ataque a Polonia. Acudía a comunicar que
Italia no podía afrontar por el momento las obligaciones
contraídas. El Duce camufló esta marcha atrás con unas
exigencias irrealizables —un enorme e inmediato suministro de
dinero y material militar—, cuya satisfacción habría debilitado
268
la potencia combativa del Ejército alemán. Hitler consideraba
que Italia tenía un gran poder ofensivo, sobre todo gracias a su
flota, que disponía de unidades modernas y de un gran número
de submarinos, y también a su aviación. Puesto que partía de la
base de que la determinación bélica de Italia debía contribuir a
asustar a las potencias occidentales, dudó de poder alcanzar sus
objetivos y, sintiéndose inseguro, aplazó por unos días el ataque
a Polonia.
Sin embargo, el pesimismo no tardó en dar paso a una
nueva exaltación. Y Hitler decidió intuitivamente que, a pesar
de la indecisión de Italia, era posible que las potencias
occidentales no declararan la guerra. Rechazó la ayuda que le
ofreció Mussolini: no esperaría más, pues las tropas estaban en
continuo estado de alerta y empezaban a ponerse nerviosas;
además, la bonanza del otoño no tardaría en terminar y cabía
temer que las unidades militares se quedaran atascadas en el
barro polaco si empezaba el período de lluvias.
Se intercambiaron notas con Inglaterra sobre la cuestión
polaca. Hitler parecía muy fatigado cuando una noche, en el
invernadero de la Cancillería, dijo con convicción a su círculo
íntimo:
—No cometeremos el mismo error que en 1914. Todo
consiste en echar la culpa al otro, que es algo que entonces no se
hizo bien. Lo que propone el Ministerio de Asuntos Exteriores
no sirve para nada, así que lo mejor será que redacte yo mismo
las notas.
Mientras hablaba así, tenía en la mano una hoja escrita,
probablemente el borrador de una nota del Ministerio de
Asuntos Exteriores. Se despidió antes de la cena y se dirigió a sus
habitaciones del piso superior. Al leer aquella serie de notas años
más tarde, en la prisión, no me pareció que hubiera tenido
mucho éxito.
269
La idea de Hitler de que Occidente volvería a ceder después
de la firma del acuerdo de Munich se vio reforzada por una
reseña del Servicio de Información que indicaba que un oficial
del Estado Mayor británico había estudiado la potencia de los
efectivos del Ejército polaco y había llegado a la conclusión de
que la resistencia de Polonia sería quebrantada rápidamente. Eso
le hizo concebir la esperanza de que el Estado Mayor británico
desaconsejaría a su Gobierno entrar en una guerra que ofrecía
tan pocas perspectivas de victoria y, cuando el 3 de septiembre
las potencias occidentales pasaron de los ultimátums a la
declaración de guerra, Hitler tras la sorpresa inicial, argumentó
que era evidente que Inglaterra y Francia sólo intentaban no
quedar mal a los ojos del mundo, y añadió que estaba
convencido de que, a pesar de todo, no se llegaría a ninguna
acción bélica. En consecuencia, ordenó a la Wehrmacht que se
mantuviera estrictamente a la defensiva, creyendo que aquella
decisión revelaba su sagacidad política.
Una calma siniestra siguió a la febril actividad de los últimos
días de agosto. Hitler retornó por poco tiempo a su ritmo de
vida cotidiano; incluso volvió a mostrar interés por los proyectos
arquitectónicos. A sus invitados diarios les explicó:
—Aunque es verdad que nos encontramos en guerra con
Inglaterra y Francia, si evitamos toda acción ofensiva, la cosa
quedará en agua de borrajas. Desde luego, en cuanto hundamos
un barco y les causemos pérdidas empezará la guerra de verdad.
No tienen ustedes idea de lo que son estas democracias; estarán
contentas de poder salirse de este asunto. ¡Dejarán a Polonia en
la estacada!
Hitler no dio permiso para atacar ni siquiera cuando
algunos submarinos alemanes se encontraban en posición muy
favorable frente al acorazado francés Dunkerque. El ataque aéreo
inglés contra Wilhelmshaven y el hundimiento del Athenia
270
dieron al traste con sus reflexiones.
Hitler, incorregible, insistió en que Occidente era
demasiado débil, demasiado blando y decadente para emprender
una guerra en serio. Posiblemente le resultara penoso tener que
confesar ante sus colaboradores y sobre todo ante sí mismo que
había cometido un error tan decisivo. Todavía recuerdo su
estupefacción cuando llegó la noticia de que Churchill se
incorporaría como ministro de Marina al Gabinete de Guerra
británico. Göring salió de la sala de estar de Hitler con la
inquietante nota de prensa en la mano y, dejándose caer en el
primer sillón que encontró, dijo con acento de cansancio:
—Churchill en el Gabinete. Esto significa que la guerra
comienza de verdad. Ahora sí que estamos en guerra con
Inglaterra.
De estas y otras observaciones se infería que el inicio de la
guerra no respondía a las expectativas de Hitler. A veces perdía
claramente el aire tranquilizador del Führer infalible.
Estas ilusiones y sueños guardaban relación con la nada
realista forma de pensar y trabajar de Hitler. En realidad no
sabía nada sobre sus enemigos y, además, se resistía a aprovechar
los informes de que disponía. Prefería confiar en su inspiración,
que partía de un menosprecio extremo del contrario, por
contradictoria que pudiera resultar. De acuerdo con su muletilla
de que siempre hay dos posibilidades, por una parte quería la
guerra en aquel momento porque le parecía el más favorable y,
por otra, no se preparaba para ella. Por una parte veía en
Inglaterra a «nuestro enemigo número uno»[82], como recalcó en
una ocasión, y por otra esperaba llegar a un acuerdo.
No creo que en los primeros días de septiembre Hitler
tuviera claro que había desencadenado una guerra mundial
irrevocable. Sólo había querido dar un paso más. Aunque estaba
dispuesto a asumir el riesgo, igual que lo estuvo un año antes,
271
durante la crisis checa, sólo se había preparado para el riesgo, no
para la gran guerra. El rearme de la flota había sido aplazado; los
acorazados y el primer gran portaaviones todavía no estaban
acabados. Hitler sabía que las fuerzas alemanas no alcanzarían su
pleno poder combativo hasta que pudieran hacer frente a los
efectivos navales enemigos. Por otra parte, hablaba con tanta
frecuencia de la debilidad de las armas submarinas durante la
Primera Guerra Mundial que no habría comenzado a sabiendas
una segunda guerra del mismo tipo sin haber preparado antes
una poderosa flota de submarinos.
Sin embargo, todas estas preocupaciones se disiparon en los
primeros días de septiembre, cuando la campaña de Polonia
procuró éxitos sorprendentes a las tropas alemanas. También
Hitler pareció haber recobrado la seguridad. Más tarde, en el
momento culminante de la guerra, incluso le oí decir más de
una vez que la guerra contra Polonia tuvo que ser sangrienta:
—¿Cree usted que habría sido una suerte para nuestras
tropas conquistar también Polonia sin combate, tras haberlo
hecho con Austria y Checoslovaquia? Créame: eso no lo aguanta
ni el mejor ejército. Las victorias sin sangre resultan
desmoralizadoras. Así, no sólo fue una suerte que entonces no se
llegara a ningún arreglo, sino que, de haberse alcanzado,
tendríamos que haberlo considerado perjudicial, por lo que
habría dado de todos modos la orden de atacar[83].
Es posible que tratara de esconder el error de cálculo
diplomático de agosto de 1939 detrás de esas manifestaciones.
No obstante, el capitán general Heinrici me habló, hacia el final
de la guerra, de un antiguo discurso, pronunciado por Hitler
ante el generalato, que apuntaba en la misma dirección. Éstas
fueron las notas que tomé del notable informe de Heinrici: «Él,
Hitler, habría sido el primero desde Carlomagno en volver a
concentrar un poder ilimitado. No lo tenía porque sí, sino que
272
sabría utilizarlo en su lucha por Alemania. Si la guerra no se
ganaba, como Alemania no habría sabido salir airosa de la
prueba de fuerza, debería desaparecer»[84].
•••
Desde un principio, la gente se tomó la situación mucho
más en serio que Hitler y su entorno. Debido al nerviosismo
general, a primeros de septiembre se dio en Berlín una falsa
alarma aérea. Terminé sentado en un refugio antiaéreo público
con otros muchos berlineses. Miraban el futuro con temor; la
atmósfera era de una visible aflicción[85].
Al contrario de lo que ocurrió cuando comenzó la Primera
Guerra Mundial, ningún regimiento partió para la guerra
adornado con flores. Las calles permanecían desiertas. En la
Wilhelmplatz no se congregó ninguna multitud para aclamar a
Hitler. En este ambiente de desolación general, una noche
Hitler mandó preparar su automóvil para dirigirse al frente del
Este. Tres días después de comenzar la campaña de Polonia, su
asistente me convocó en la Cancillería para la despedida. Me
encontré allí con un hombre que, en una vivienda con las
ventanas provisionalmente oscurecidas, se encolerizaba por
cualquier nadería. Los coches llegaron y él se despidió con
brevedad de sus cortesanos. No había en la calle ni una sola
persona que tomara nota de aquel acontecimiento histórico:
Hitler se incorporaba a la guerra que él mismo había iniciado.
Desde luego, Goebbels podría haber reunido a toda la gente que
hubiera querido para simular una manifestación de júbilo, pero
al parecer tampoco estaba de humor.
•••
Ni siquiera durante la movilización se olvidó Hitler de sus
artistas. En las postrimerías del verano de 1939, el asistente de
Hitler en el Ejército de Tierra exigió sus documentos en el
centro de reclutamiento militar, los rompió y los tiró; los
273
expedientes de los artistas dejaron de existir de una manera muy
original. Es cierto que los arquitectos y escultores ocupaban
poco espacio en las listas que habían confeccionado Hitler y
Goebbels: la mayor parte de los liberados eran cantantes y
actores. Que también los jóvenes científicos eran importantes
para el futuro de la nación no se descubrió, con mi ayuda, hasta
1942.
Ya desde el Obersalzberg había pedido por teléfono a Will
Nagel, mi antiguo superior, que formara un grupo de técnicos
que habrían de actuar bajo mi dirección. Queríamos ayudar
empleando a nuestro bien organizado equipo en la
reconstrucción de puentes, reparación de carreteras o cualquier
otra actividad relacionada con la guerra. Ciertamente, nuestras
ideas eran muy difusas. Por ello, el grupo se dedicó de momento
a preparar tiendas y sacos de dormir, así como a pintar mi BMW
del color gris de campaña. El día de la movilización general me
personé en la sede del Alto Mando del Ejército de Tierra, en la
Bendlerstrasse. El capitán general Fromm, responsable de la
marcha de la movilización general del ejército, estaba ocioso en
su despacho —no se podía esperar otra cosa de una organización
germano-prusiana— mientras toda la maquinaria trabajaba con
arreglo al plan establecido. Aceptó de buen grado mi oferta de
colaboración; a mi automóvil le fue asignado un número del
Ejército de Tierra y yo obtuve una cartilla militar. Así terminó
de momento mi actividad bélica.
Puesto que Hitler me prohibió terminantemente realizar
actividades militares, diciendo que mi deber era continuar
trabajando en sus proyectos, puse a disposición del Ejército de
Tierra y de la Luftwaffe a los obreros y cuadros técnicos que
trabajaban para mí en Berlín y en Nuremberg. Nos hicimos
cargo de las obras para el desarrollo de los cohetes en
Peenemünde y de apremiantes proyectos de la industria
aeronáutica.
274
Informé a Hitler de aquellas medidas, que me parecían las
más lógicas. Estaba seguro de contar con su aprobación. Pero,
para mi sorpresa, no tardé en recibir un escrito insólitamente
brusco de Bormann: ¿Cómo se me había ocurrido buscarme
nuevos cometidos que no eran de mi incumbencia? Hitler le
había encargado transmitirme la orden de que todas las obras
prosiguieran al ritmo habitual.
Esta decisión reiteraba la falta de realismo de Hitler, que
perseguía dos cosas a la vez: por un lado, hablaba repetidamente
de que Alemania había desafiado al destino y tenía que afrontar
una lucha a vida o muerte; pero, por otro, no quería renunciar a
su grandioso juguete, lo que reflejaba también su desprecio por
la opinión de las masas, que no podrían comprender que se
levantaran construcciones de lujo en un momento en que, por
primera vez, el afán de expansión de Hitler comenzaba a
reclamar víctimas. Fue la primera orden suya que no cumplí.
También es verdad que durante el primer año de guerra vi a
Hitler con muchísima menos frecuencia que antes; no obstante,
cuando pasaba unos días en Berlín o unas semanas en el
Obersalzberg, seguía pidiendo que se le enseñaran planos y
apremiando para que las obras se concluyeran. Sin embargo,
creo que no tardó en aceptar tácitamente que se paralizaran los
trabajos.
A primeros de octubre, el conde Von der Schulenburg,
embajador alemán en Moscú, informó a Hitler de que Stalin se
interesaba personalmente por nuestros proyectos constructivos.
Se exhibió en el Kremlin una serie de fotografías de nuestras
maquetas, aunque, por indicación de Hitler, mantuvimos en
secreto las principales obras, «para que Stalin no las copiara»,
según decía. Schulenburg propuso que yo fuera a Moscú a
explicar los proyectos.
—Se podrían quedar con usted —dijo Hitler medio en
275
broma, y no autorizó el viaje.
Poco después me dijo el enviado alemán Schnurre que a
Stalin le habían gustado mis proyectos.
El 29 de septiembre, Ribbentrop regresó de la segunda
Conferencia de Moscú con un tratado germano-soviético de
amistad y de delimitación de fronteras que sellaría la cuarta
división de Polonia. Durante la comida con Hitler, comentó
que jamás se había sentido tan bien como entre los
colaboradores de Stalin:
—¡Como si hubiese estado entre viejos camaradas del
Partido, mein Führer!
Hitler pasó impertérrito por alto la entusiasta exclamación
de su ministro de Asuntos Exteriores, que solía ser más bien
adusto. Según dijo Ribbentrop, Stalin se mostró satisfecho con
el acuerdo y al acabar las negociaciones había trazado, en la
frontera de la zona asignada a Rusia, los límites de un territorio
que regaló a Ribbentrop para que lo utilizara como un enorme
coto de caza. Aquel gesto hizo entrar en acción a Göring, que no
estaba dispuesto a aceptar que aquel terreno fuera un regalo
personal al ministro de Asuntos Exteriores; opinó que tenía que
ser de Alemania y, por consiguiente, suyo, puesto que, al fin y al
cabo, él era el montero mayor del Reich. Esto dio origen a una
viva disputa entre los dos cazadores, que terminó con un
enorme enfado por parte del ministro de Asuntos Exteriores, ya
que Göring se mostró más enérgico y persistente.
A pesar de la guerra, había que proseguir con la reforma del
antiguo palacio del presidente del Reich, nueva residencia oficial
del ministro de Asuntos Exteriores. Hitler visitó la obra cuando
estaba a punto de concluir y se mostró descontento, por lo que
Ribbentrop, sin pensarlo dos veces, hizo derribar todo lo que se
había hecho hasta entonces y dio orden de empezar de nuevo.
Posiblemente para complacer a Hitler, insistió en que se
276
colocaran enormes marcos de mármol en las aberturas, así como
unas puertas gigantescas que no cuadraban en absoluto con el
tamaño de las salas. Antes de la nueva inspección, rogué a Hitler
que se abstuviera de hacer comentarios negativos, para evitar
que su ministro ordenase una tercera reforma, y esperó a estar
en la intimidad para burlarse de las obras, que consideraba un
completo desastre.
En octubre, Hanke me dijo haber informado a Hitler de
que, durante el encuentro de las tropas alemanas y rusas en la
línea de demarcación, en Polonia, se había observado que el
armamento del Ejército Rojo era pobre y escaso. Otros oficiales
confirmaron aquella declaración, de la que Hitler debió de
tomar muy buena nota, pues se refirió a ella una y otra vez; le
parecía un signo de debilidad militar o de falta de organización.
Poco después, el fracaso de la ofensiva soviética contra Finlandia
le hizo creer que su suposición quedaba confirmada.
A pesar de la confidencialidad de las operaciones militares,
tuve cierto conocimiento de los planes de Hitler cuando en
1939 me encomendó la construcción de un cuartel general en el
oeste de Alemania. Para este fin se eligió Ziegenberg, una finca
señorial de la época de Goethe, enclavada en las estribaciones
del Taunus, junto a Nauheim, que fue modernizada y equipada
con búnkers.
Una vez terminadas las instalaciones, en cuyas obras, que
incluían el tendido de cientos de kilómetros de cable telefónico
y los más modernos medios de comunicación, se enterraron
millones de marcos, Hitler manifestó inopinadamente que ese
cuartel general resultaba demasiado lujoso: en la guerra quería
llevar una vida sencilla, por lo que debíamos prepararle otro
alojamiento, adecuado a la dureza de la época, en el Eifel. Quizá
impresionara así a quienes ignoraban la cantidad de millones
que se habían malgastado y los que habría que volver a invertir.
277
Llamamos la atención a Hitler en este sentido, pero se mostró
inflexible, pues veía peligrar su fama de «modestia y falta de
pretensiones».
Tras la rápida victoria obtenida en Francia, creí que Hitler
se había convertido en una de las figuras más grandes de la
historia alemana. Y me impresionaba y disgustaba la apatía que,
a pesar de todas las grandiosas victorias, me parecía percibir en
la opinión pública. El propio Hitler desarrolló una confianza sin
límites en sí mismo. Ahora había encontrado un nuevo tema
para sus monólogos de sobremesa. Opinaba que sus ideas no
habrían fracasado aunque se hubiera encontrado con las mismas
deficiencias que llevaron a la derrota en la Primera Guerra
Mundial. En aquel entonces, las jefaturas política y militar
estaban enemistadas y se había dado mucho juego a los partidos
para quebrar la unión alemana e incluso cometer traicioneras
maniobras contra la patria. Por razones de protocolo, dirigieron
el ejército los incapaces príncipes de las casas aristocráticas, que
debían cosechar laureles militares para elevar el prestigio de su
dinastía. Sólo el hecho de que aquellos vástagos de la nobleza
decadente dispusieran de magníficos oficiales de Estado Mayor
evitó mayores catástrofes. Además, Guillermo II fue también un
incapaz como general en jefe del ejército. Ahora, por el
contrario, Alemania estaba unida, concluía Hitler con
satisfacción; los Länder tenían una importancia insignificante;
los jefes militares habían sido elegidos entre los mejores oficiales,
sin tener en cuenta su origen; se habían suprimido los privilegios
de la nobleza; la política, la Wehrmacht y la nación se habían
fundido hasta constituir una verdadera unidad. Y a la cabeza se
hallaba él. Su energía, su voluntad y su fuerza superarían todos
los futuros obstáculos.
Hitler se atribuyó personalmente el éxito de la campaña
occidental. Él había ideado el plan para llevarla a cabo:
278
—He leído con mucho interés —aseguraba en ocasiones—
el libro del coronel De Gaulle sobre la capacidad de las unidades
motorizadas en la guerra moderna, y he aprendido mucho de
esta lectura.
•••
A poco de terminar la campaña de Francia, recibí una
llamada telefónica de la secretaría del Führer: tendría que pasar
unos días en su cuartel general por razones especiales. En aquella
época, el cuartel general de Hitler se encontraba en el pueblecito
de Bruly le Peche, no lejos de Sedán, del que habían sido
desalojados todos los vecinos. Los generales y asistentes se
habían instalado en las pequeñas casas de la única calle de la
aldea. Tampoco era muy distinto el alojamiento de Hitler,
quien me saludó del mejor humor cuando llegué:
—Volaremos a París dentro de unos días. Me gustaría que
viniera usted con nosotros. Breker y Giessler vendrán también.
Al principio me dejó sumamente perplejo que el vencedor
buscara la compañía de tres artistas para hacer su entrada en la
capital de los franceses.
Aquella misma noche fui invitado a la reunión militar de
Hitler, donde se discutieron los detalles del viaje a París. Me
enteré de que no se trataba de una visita oficial, sino de una
especie de «expedición artística» a la ciudad que, como Hitler
había dicho tantas veces, lo había cautivado siempre, hasta el
punto de que, aunque sólo había estudiado los planos de sus
calles y de sus obras más notables, era como si ya hubiera vivido
allí.
El armisticio debía entrar en vigor en la noche del 25 de
junio de 1940, a la 1.35. Estábamos sentados con Hitler
alrededor de una mesa de madera dispuesta en uno de los
cuartos de su casa campesina. Poco antes de la hora convenida,
Hitler ordenó apagar la luz y abrir las ventanas. Sentados en
279
medio de la oscuridad, nos sentimos impresionados por la
conciencia de estar viviendo un momento histórico tan cerca de
su hacedor. Fuera, una trompeta hizo sonar el toque tradicional
que anunciaba el cese de las acciones bélicas. A lo lejos debía de
estarse formando una tormenta, pues, igual que en las novelas
baratas, un relámpago surcaba a veces la oscuridad. Alguien,
vencido por la emoción, se sonó. Luego se oyó la voz de Hitler,
baja, monótona:
—Esta responsabilidad… —Y algunos minutos después—:
Ahora enciendan de nuevo las luces.
La banal conversación siguió su curso, pero para mí se trató
de un acontecimiento singular. Creí haber conocido el lado
humano de Hitler.
Al día siguiente emprendí desde su cuartel general un viaje
hasta Reims para ver la catedral. Me esperaba una ciudad de
aspecto fantasmal, casi abandonada por sus habitantes,
acordonada por la policía militar debido a sus bodegas de
champaña. Los postigos golpeaban al viento; periódicos
atrasados volaban por las calles desiertas y las puertas abiertas
permitían ver el interior de las casas. Como si la vida ciudadana
se hubiera detenido en un momento demencial, en las mesas
aún se veían vasos, platos y comida. Por el camino, en las
carreteras, nos cruzamos con innumerables grupos de fugitivos
que avanzaban por la cuneta, mientras el centro de la carretera
lo ocupaban las columnas de las unidades militares alemanas.
Estas orgullosas unidades contrastaban de forma singular con los
desconsolados fugitivos, que llevaban sus pertenencias en
cochecitos de niño, carretillas y otros vehículos primitivos. Tres
años y medio más tarde tendría ocasión de ver escenas similares
en Alemania.
Tres días después de la entrada en vigor del armisticio, hacia
las cinco y media de la mañana, aterrizamos en el aeropuerto de
280
Le Bourget. Tres grandes Mercedes nos esperaban. Como de
costumbre, Hitler tomó asiento en la parte delantera, al lado del
conductor. Breker y yo nos sentamos en los asientos supletorios,
mientras que Giessler y el asistente ocuparon los traseros. A los
artistas nos habían endosado un uniforme gris que nos
incorporaba al ámbito militar. Después de atravesar los grandes
arrabales, nos dirigimos directamente al Gran Teatro de la
Ópera del arquitecto Garnier. Hitler había expresado el deseo de
visitar en primer lugar este edificio neobarroco, su obra
preferida. El coronel Speidel, enviado por las autoridades de
ocupación alemanas, nos esperaba allí.
La escalera, elogiada por su amplitud y criticada por lo
recargado de su decoración, el fastuoso vestíbulo y la solemne
sala de espectadores, revestida de oro, fueron examinados con
todo detenimiento. Todas las luces refulgían como en una
noche de gala. Hitler se había hecho cargo de la dirección de la
visita. Nos acompañaba por el vacío edificio un acomodador
encanecido. Realmente, Hitler había estudiado a fondo los
planos del Teatro de la Ópera de París. En el palco del
proscenio echó a faltar un salón, y estaba en lo cierto: el
acomodador dijo que el salón había sido eliminado muchos
años atrás, durante unas reformas.
—¡Ya ven ustedes si conozco o no el sitio! —dijo Hitler,
visiblemente satisfecho.
La Ópera lo fascinó, y se deshizo en elogios entusiastas sobre
su incomparable belleza. Los ojos le brillaban de tal modo que
me conmovió. Naturalmente, el acomodador se había dado
cuenta enseguida de a quién estaba enseñando el edificio. Nos
guió con corrección, pero guardando las distancias. Cuando, por
fin, nos disponíamos a dar la visita por terminada, Hitler
susurró algo al oído de su asistente Brückner, quien sacó de su
cartera un billete de cincuenta marcos para ofrecérselo al
281
hombre, que permanecía de pie, lejos de nosotros. Con
cordialidad, aunque también con determinación, se negó a
aceptar la propina. Hitler lo intentó una segunda vez y envió a
Breker; pero el empleado insistió en su negativa: dijo a Breker
que no había hecho sino cumplir con su deber.
A continuación nos dirigimos a los Campos Elíseos,
pasando por delante de la Madeleine en dirección a Trocadero;
después hacia la Torre Eiffel, donde Hitler ordenó hacer un
alto; luego pasamos ante el Arco de Triunfo y el monumento al
Soldado Desconocido, y llegamos hasta los Inválidos, donde
Hitler permaneció largo rato frente a la tumba de Napoleón.
Después visitó el Panteón, cuyas dimensiones lo impresionaron.
Por el contrario, no mostró un interés especial por las más
hermosas creaciones arquitectónicas de París: la Place des
Vosges, el Louvre, el Palacio de Justicia y la Sainte Chapelle. No
volvió a animarse hasta que vio la uniforme hilera de casas de la
Rué de Rivoli. Acabamos nuestro recorrido en la romántica y
dulzona imitación de las iglesias medievales, el Sacre Coeur de
Montmartre; la elección era sorprendente incluso para el gusto
de Hitler. Permaneció allí un buen rato, rodeado por unos
cuantos hombres de su escolta, y, aunque numerosos fieles lo
reconocieron, optaron por ignorarlo. Después de contemplar la
ciudad por última vez, regresamos velozmente al aeropuerto. A
las nueve de la mañana, la visita había concluido.
—Ver París ha sido el sueño de toda mi vida. No puedo
decir lo feliz que soy por haberlo cumplido.
Por un instante sentí cierta compasión por él: tres horas en
París, por primera y última vez, lo habían hecho feliz cuando se
hallaba en la cumbre.
Durante el viaje, Hitler consideró con sus asistentes y el
coronel Speidel la posibilidad de celebrar en París un desfile de
la Victoria; pero, tras algunas reflexiones, desechó el proyecto.
282
Su excusa oficial fue la del peligro de ataques de la aviación
británica, pero más tarde manifestó:
—No tengo ganas de hacer ninguna marcha triunfal; aún no
hemos acabado.
Aquella misma noche me recibió de nuevo en la pequeña
habitación de su casa campesina. Estaba sentado sólo a la mesa.
Me dijo sin rodeos:
—Prepare usted el decreto por el que ordeno la plena
reanudación de las obras de Berlín… París es una ciudad
hermosa, ¿verdad? Pues Berlín tiene que serlo mucho más. Antes
solía preguntarme si no habría que destruir París —prosiguió
con absoluta tranquilidad, como si se tratara de lo más normal
del mundo—, pero cuando hayamos terminado Berlín, París no
será más que una sombra. ¿Para qué íbamos a destruirla?
Tras pronunciar estas palabras, me dijo que podía retirarme.
Aunque estaba acostumbrado a las impulsivas observaciones
de Hitler, me asustó la desfachatez con que expresaba su
vandalismo. Había reaccionado de manera parecida después de
la destrucción de Varsovia. Ya entonces expresó la opinión de
que había que impedir que se reconstruyera, a fin de privar al
pueblo polaco de su centro político y cultural. No obstante,
Varsovia había sido destruida por los avatares de la guerra; ahora
Hitler confesaba haber acariciado la idea de destruir
caprichosamente y sin razón alguna la ciudad que él mismo
había calificado como la más bella de Europa, con todos sus
inestimables monumentos. En unos pocos días se me habían
revelado algunas de las contradicciones que caracterizaban la
manera de ser de Hitler, sin que comprendiera entonces toda su
importancia: desde el hombre consciente de su responsabilidad
hasta el más irreflexivo y poco escrupuloso nihilista, Hitler
reunía en su persona los contrastes más extremos.
Sin embargo, el efecto que esta experiencia tuvo en mí
283
quedó soterrado por la brillante victoria de Hitler, por las
favorables e inesperadas perspectivas de una pronta reanudación
de mis obras y, por fin, por el abandono de sus propósitos
destructivos. Ahora era cosa mía superar a París. Ese mismo día
Hitler otorgó máxima prioridad a la obra de mi vida: ordenó
que «se diera a Berlín, con la mayor rapidez posible, la
apariencia que le correspondía dada la magnitud de la victoria».
Y manifestó:
—En estas obras, las más importantes del Reich a partir de
este momento, veo la principal aportación para consolidar
nuestra victoria.
De su puño y letra anticipó la fecha del decreto: la del 25 de
junio de 1940, el día del armisticio y el del mayor de sus
triunfos.
Hitler paseaba arriba y abajo con Jodl y Keitel por el
sendero de gravilla que había ante su casa cuando un asistente le
anunció que quería despedirme. Según me iba aproximando al
grupo, oí que Hitler proseguía su conversación con estas
palabras:
—Ahora hemos demostrado de lo que somos capaces.
Créame, Keitel, frente a esto una campaña contra Rusia sería un
juego de niños.
Me despidió de excelente humor, me encargó que
transmitiera a mi esposa sus saludos más cordiales y me indicó
que no tardaríamos en hablar de nuevos proyectos y maquetas.
284
CAPÍTULO XIII
DESMESURA
Mientras Hitler seguía ocupándose de preparar la campaña
contra Rusia, reflexionaba sobre los detalles de los desfiles de la
Victoria que se celebrarían en 1950, cuando estuvieran
terminados la gran avenida y el Arco de Triunfo[86]. Sin
embargo, mientras soñaba con nuevas guerras, nuevas victorias y
festejos, sufrió la mayor derrota de su carrera. Tres días después
de una entrevista en la que me había expuesto sus ideas respecto
al futuro, tuve que presentarme en el Obersalzberg con mis
bocetos. Leitgen y Pietsch, dos asistentes de Hess, esperaban
pálidos y nerviosos en la antesala del Berghof. Me rogaron que
pospusiera mi visita, pues tenían que entregar a Hitler una carta
personal de Hess. En aquel momento llegó Hitler, procedente
de sus habitaciones del piso superior, y uno de los asistentes fue
llamado a la sala de estar. Mientras repasaba mis diseños, oí de
repente un grito inarticulado, casi animal, y a Hitler rugiendo a
continuación:
—¡Que venga Bormann inmediatamente! ¿Dónde está
Bormann?
Bormann tuvo que comunicarse rápidamente con Göring,
Ribbentrop, Goebbels y Himmler. Se rogó a todos los invitados
que se retiraran a las habitaciones del primer piso. Por fin, al
cabo de varias horas, supimos qué había ocurrido: el
lugarteniente de Hitler había volado en plena guerra a territorio
enemigo, hacia Inglaterra.
285
Exteriormente, Hitler recuperó pronto su contención
habitual. Lo único que lo preocupaba era que Churchill pudiera
aprovechar el suceso frente a los aliados de Alemania para
simular un supuesto intento de este país de obtener la paz.
—¿Quién va a creer que Hess no ha actuado en mi nombre?
¿Que todo lo ocurrido no es sino un juego pactado a espaldas de
mis aliados?
Aquello incluso podría influir en la política de Japón, opinó
con inquietud. Hitler hizo preguntar al jefe técnico de la
Luftwaffe, el famoso piloto de caza Ernst Udet, si el aparato
bimotor utilizado por Hess podría alcanzar la costa escocesa y
qué condiciones meteorológicas encontraría al llegar. Tras unos
momentos de reflexión, Udet contestó por teléfono que Hess
fracasaría. Dados los fuertes vientos laterales, seguramente
pasaría de largo junto a Inglaterra e iría a parar al vacío. Al
instante, Hitler volvió a mostrarse esperanzado:
—¡Ojalá se ahogue en el mar del Norte! Así desaparecería
sin dejar rastro y podríamos tomarnos un tiempo para pensar
una explicación plausible.
No obstante, al cabo de unas horas volvió a sentir dudas y,
para adelantarse a los ingleses y por lo que pudiera ocurrir,
decidió anunciar en la radio que Hess se había vuelto loco. Los
dos asistentes fueron detenidos, como se hacía antiguamente, en
la corte de los tiranos, con los mensajeros que traían malas
noticias.
En el Berghof hubo mucho ajetreo. Además de Göring,
Goebbels y Ribbentrop, se presentaron Ley, los jefes regionales y
otros jefes del Partido. Ley, como jefe de organización, quiso
hacerse cargo de los cometidos de Hess, lo que habría sido sin
duda la solución más acertada, pero Bormann, que mostró
entonces por primera vez la gran influencia que tenía sobre
Hitler, se opuso a ello sin ningún esfuerzo y resultó el vencedor
286
absoluto en este asunto. Churchill dijo que el vuelo de Hess
había puesto al descubierto la existencia de gusanos en la
manzana del Reich. No podía ni imaginar hasta qué punto
aquella definición se podía aplicar literalmente a la figura del
sucesor de Hess.
En adelante, Hess apenas sería mencionado en el círculo de
Hitler. Sólo Bormann siguió refiriéndose a él durante mucho
tiempo. Investigó afanosamente la vida de su antecesor y
persiguió a su esposa de forma ruin. Eva Braun intercedió por
ella ante Hitler; a pesar de que no tuvo éxito, siguió apoyándola
a sus espaldas. Unas semanas después supe por mi médico, el
profesor Chahoul, que el padre de Hess estaba agonizando. Le
hice llegar un ramo de flores, aunque sin dar mi nombre.
En aquel tiempo creí que había sido la ambición de
Bormann lo que impulsó a Hess a cometer aquel acto de
desesperación. Hess, igualmente ambicioso, veía que su poder
disminuía por momentos. Hitler, por ejemplo, me dijo hacia
1940, después de conferenciar con Hess durante cuatro horas:
—Cuando hablo con Göring, para mí es como un baño de
aguas ferruginosas: después me siento fresco. El mariscal del
Reich tiene una manera cautivadora de exponer las cosas. Pero
cualquier conversación con Hess se convierte en un esfuerzo
insoportablemente tortuoso. Siempre me viene con asuntos
desagradables y nunca cede.
Después de tantos años de figurar en segundo término,
probablemente Hess tratara de alcanzar notoriedad con su vuelo
a Inglaterra, pues carecía de las cualidades necesarias para
imponerse en aquel lodazal de intrigas y luchas por el poder. Era
demasiado sensible, demasiado franco, demasiado fluctuante, y
tendía a dar la razón a todas las facciones. Su tipo respondía por
entero al de la mayoría de los jerarcas del Reich, a quienes
costaba mantener los pies en el suelo de la realidad.
287
Hitler atribuyó la responsabilidad del asunto a la perniciosa
influencia del profesor Haushofer. Veinticinco años más tarde,
en la prisión de Spandau, Hess me aseguró muy en serio que
durante un sueño le había sido insuflada la idea de que poseía
fuerzas sobrenaturales. Su intención no había sido en absoluto
poner a Hitler en una situación embarazosa. El mensaje que lo
obsesionaba y que lo había llevado a Inglaterra era que
«garantizaremos a Inglaterra su imperio mundial a cambio de
que nos deje las manos libres en Europa». Ésta era una de las
frases que Hitler solía repetir antes de la guerra y también
después de que se iniciara.
Si no me equivoco, creo que Hitler no logró superar nunca
la «traición» de su lugarteniente. Incluso algún tiempo después
del atentado del 20 de julio de 1944, Hitler, en sus fantasiosas
evaluaciones de la situación, dijo que una de sus condiciones de
paz sería la entrega del «traidor». Hess debía ser ahorcado. Años
después, cuando le hablé de esto, Hess me dijo:
—¡Se habría reconciliado conmigo, seguro! ¿Y no cree que
en 1945, cuando todo estaba a punto de terminar, Hitler debió
de pensar más de una vez: «Hess tenía razón»?
•••
Hitler no se limitó a exigir en plena guerra que se
reemprendieran con la máxima energía las obras de Berlín.
También amplió de forma desmesurada, influido por sus jefes
regionales, el número de ciudades que debían remodelarse. Al
principio sólo se habló de Berlín, Nuremberg, Munich y Linz;
pero ahora declaró mediante decretos que «la reorganización
urbanística» debería incluir a otras veintisiete ciudades, entre
ellas Hannover, Augsburgo, Bremen y Weimar[87]. Nunca se nos
preguntó, ni a mí ni a nadie, sobre la oportunidad de esas
decisiones; lo único que recibía era una copia de los decretos
promulgados por Hitler después de las correspondientes
288
deliberaciones. Tal y como escribí a Bormann el 26 de
noviembre de 1940, según mis cálculos de aquella época, el
coste de las obras en todas las ciudades, teniendo en cuenta los
propósitos del Partido, ascendería a entre veintidós y veinticinco
mil millones de marcos.
Creí que los nuevos requerimientos pondrían en peligro mis
plazos. Lo primero que hice para conjurar este riesgo fue
proponer la publicación de un decreto de Hitler en virtud del
cual quedaran bajo mi jurisdicción todos los proyectos de obras
del Reich. Este intento fracasó a causa de la intervención de
Bormann, y el 17 de enero de 1941 le dije a Hitler, después de
una larga enfermedad que me permitió reflexionar sobre algún
que otro problema, que sería mejor que me concentrara sólo en
las construcciones de Nuremberg y Berlín. Accedió
inmediatamente.
—Tiene usted razón. Sería una lástima que perdiera el
tiempo ocupándose de asuntos de carácter general. Si fuera
necesario, puede decir en mi nombre que yo, el Führer, no deseo
que intervenga en nada más, a fin de que no se aparte de sus
verdaderos cometidos artísticos[88].
Hice amplio uso de aquella autorización y al día siguiente
renuncié a todos mis cargos oficiales en el Partido. Si es que
ahora juzgo acertadamente la complejidad de mis motivaciones,
es posible que todo aquello se dirigiera también contra
Bormann, que desde el principio había mostrado una actitud de
rechazo hacia mí. Claro que yo no sentí que mi posición
estuviera en peligro, pues Hitler me había calificado muchas
veces de insustituible.
De vez en cuando cometía algún desliz, de modo que
Bormann, seguramente con gran satisfacción, pudo echarme
alguna que otra severa reprimenda desde el cuartel general,
como, por ejemplo, por haber acordado con las jerarquías de las
289
iglesias católica y protestante la construcción de iglesias en
nuestro nuevo sector berlinés[89]. Dijo secamente que las iglesias
no debían ocupar lugar alguno.
•••
Unos días después de que Hitler ordenara, con el decreto del
25 de julio de 1940, la inmediata reanudación de las obras de
Berlín y Nuremberg para «consolidar la victoria», dije al
ministro Lammers que «basándome en el decreto del Führer, no
iniciaría la remodelación de Berlín durante la guerra». Pero
Hitler no se mostró conforme con esta interpretación y ordenó
que se continuara con las obras, aun oponiéndose en este caso a
la opinión pública. Dada su insistencia, se decidió que las obras
de Nuremberg y Berlín deberían quedar concluidas en los plazos
inicialmente fijados, es decir, en 1950, a pesar de la guerra.
Apremiado por Hitler, elaboré un «programa de urgencia del
Führer», y Göring me asignó acto seguido —a mediados de abril
de 1941— la cantidad anual de hierro necesaria para cumplirlo:
84 000 toneladas; para ocultarlo a la opinión pública, recibió el
nombre de «programa bélico de canalización y ferrocarriles de
Berlín». El 18 de abril hablé con Hitler de los plazos de
finalización —asegurados gracias a estas medidas— de la Gran
Sala, el Alto Mando de la Wehrmacht, la Cancillería del Reich y
el Führerbau: resumiendo, de su centro de poder en torno a la
«plaza de Adolf Hitler». Simultáneamente, para la construcción
de estas obras se constituyó un grupo de trabajo al que fueron
incorporadas siete de las casas constructoras más competentes de
Alemania.
A pesar del inminente comienzo de la campaña de Rusia,
Hitler seguía eligiendo en persona, con su característica
tenacidad, las obras que serían destinadas a la pinacoteca de
Linz. Envió a sus marchantes a los territorios ocupados para
investigar la situación del mercado de arte, lo que desencadenó
290
una guerra por los cuadros entre sus expertos y los de Göring; la
situación empezaba a adquirir perfiles bastante duros cuando
Hitler llamó al orden a su mariscal, restableciendo así el orden
jerárquico.
En 1941 llegaron al Obersalzberg grandes catálogos,
encuadernados en piel marrón, con fotografías de cientos de
cuadros que Hitler distribuyó entre sus pinacotecas preferidas,
situadas en Linz, Königsberg, Breslau y otras ciudades
orientales. Volví a ver estos catálogos durante el proceso de
Nuremberg, donde sirvieron como pruebas de la acusación; la
mayoría de los cuadros habían sido sustraídos por la delegación
de Rosenberg en París a judíos residentes en Francia.
Hitler respetó las célebres colecciones artísticas nacionales
francesas, aunque esta manera de actuar no fue tan desinteresada
como podría parecer, pues a veces decía que, cuando se firmara
la paz, las mejores piezas del Louvre tendrían que ser entregadas
a Alemania como reparación de guerra. Con todo, es verdad que
Hitler no hacía uso de su autoridad para fines personales: no se
reservó para él ni una sola de las pinturas adquiridas o
confiscadas en los territorios ocupados.
Por el contrario, para Göring era bueno cualquier medio
que le permitiera aumentar, precisamente durante la guerra, su
colección de arte. En los salones y estancias de Karinhall,
superpuestos en tres o cuatro niveles, colgaban cuadros muy
valiosos. Cuando ya no quedó sitio en las paredes, utilizó el
techo del gran vestíbulo para integrar en él una serie de lienzos.
Incluso en el dosel de su fastuosa cama había hecho colgar un
desnudo femenino de tamaño natural que representaba a
Europa. También ejercía como marchante: las paredes de una
gran sala del piso superior de su propiedad rural estaban
cubiertas de lienzos que habían pertenecido a un conocido
marchante holandés, que tuvo que cedérselos a un precio
291
irrisorio tras la ocupación. Con su característica risa infantil nos
contaba que, en plena guerra, vendía estos cuadros a los jefes
regionales por un precio muy superior al de mercado,
exigiéndoles además un suplemento por el prestigio que, a sus
ojos, tenía un cuadro procedente de «la famosa colección
Göring».
Un día, allá por el año 1943, me enteré por los franceses de
que Göring presionaba al Gobierno de Vichy para que le
cambiase un célebre cuadro del Louvre por unas cuantas
pinturas sin valor. Basándome en la idea de Hitler respecto a la
inviolabilidad de la colección estatal del Louvre, aseguré al
intermediario francés que no tenía por qué ceder a aquella
presión y que en caso necesario podía recurrir a mí. Göring
renunció a sus deseos. Otro día, en Karinhall, me mostró sin el
menor cargo de conciencia el famoso altar de Sterzing que
Mussolini le había regalado en invierno de 1940, tras concertar
el acuerdo sobre el Tirol meridional. El mismo Hitler se
escandalizaba a menudo por los manejos del «segundo hombre»
para reunir valiosos bienes artísticos, pero no se atrevió a
enfrentarse a él.
Hacia el final de la guerra, Göring nos invitó a Breker y a mí
a comer en Karinhall, lo que supuso una rara excepción. La
comida no fue demasiado fastuosa; lo único que me causó
extrañeza fue que al final nos sirvieran a Breker y a mí un coñac
corriente, mientras el criado de Göring le servía a él, con cierta
solemnidad, de una botella vieja y polvorienta.
—Éste es sólo para mí —dijo sin el menor embarazo a sus
invitados.
A continuación se extendió en detalles sobre el palacio
francés en el que se había confiscado aquel raro hallazgo. Luego,
de un humor excelente, nos mostró los tesoros que se
acumulaban en los sótanos de Karinhall. Entre ellos se
292
encontraban valiosísimas obras antiguas procedentes del museo
de Nápoles, que habían saqueado antes de la evacuación, a fines
de 1943. Con el mismo orgullo de propietario, hizo abrir los
armarios para dejarnos contemplar su tesoro de jabones y
perfumes franceses, que sin duda le bastaría durante muchísimos
años. Para concluir esta exhibición, nos mostró su colección de
diamantes y piedras preciosas, cuyo valor ascendía a muchos
cientos de miles de marcos.
Las compras artísticas de Hitler cesaron en cuanto nombró
al doctor Hans Posse, director de la pinacoteca de Dresde, como
apoderado para la ampliación de los fondos de la de Linz. Hasta
entonces, Hitler había escogido los objetos personalmente, a
partir de los catálogos de las subastas. Sin embargo, al designar a
dos o tres socios rivales para cada misión había sido víctima de
su propio sistema. Había llegado a ordenar por separado a su
fotógrafo Hoffmann y a uno de sus marchantes que pujaran sin
límite. De este modo, los enviados de Hitler seguían
compitiendo entre ellos cuando todos los demás ya se habían
retirado, hasta que un día el subastador berlinés Hans Lange me
llamó la atención sobre este significativo punto.
Poco tiempo después de haber nombrado a Posse, Hitler le
mostró lo que había comprado hasta entonces, incluyendo la
colección de Grützner, que guardaba en su refugio antiaéreo. Se
colocaron butacas para Hitler, para Posse y para mí, y los
cuadros fueron presentados por el personal de servicio de las SS.
Hitler elogiaba sus favoritos con los adjetivos de siempre, pero
Posse no se dejó impresionar por su posición ni por su
cautivadora amabilidad. Rechazó desapasionadamente y con
absoluta imparcialidad muchas de aquellas costosas
adquisiciones: «Eso no sirve para nada»; «no responde a la
categoría que yo pensaba dar a la pinacoteca». Hitler aceptó sin
reparos todas las críticas, como hacía siempre que se encontraba
ante un especialista, aunque Posee desechó la mayoría de las
293
obras de la escuela de Munich, tan querida por Hitler.
•••
Molótov se presentó en Berlín a mediados de noviembre de
1940. Hitler se divirtió con sus comensales a costa del
despectivo informe de su médico, el doctor Karl Brandt, según
el cual el séquito del primer ministro y ministro de Asuntos
Exteriores soviético, por miedo a las bacterias, había hecho
hervir todos los platos y cubiertos antes de utilizarlos.
En la sala de estar del Berghof había un gran globo
terráqueo en el que, unos meses después, vi reflejadas las
consecuencias del fracaso de estas conversaciones. Con gesto
significativo, uno de los asistentes de la Wehrmacht indicó un
sencillo trazo a lápiz: una línea que corría de norte a sur a lo
largo de los Urales. Hitler la había dibujado como futura
frontera entre el territorio que le interesaba y la zona de
influencia japonesa. El 21 de junio de 1941, la víspera del
ataque a la Unión Soviética, Hitler me llamó a su sala de estar
de la residencia berlinesa después de la comida y me hizo
escuchar unos cuantos compases de Los preludios de Liszt. Luego
me dijo:
—En los próximos meses oirá esto con frecuencia, pues va a
ser nuestra marcha triunfal para la campaña de Rusia. La ha
escogido Funk. ¿Qué le parece[90]? Traeremos de allí todo el
granito y el mármol que queramos.
Ahora Hitler mostraba abiertamente su megalomanía: lo
que ya se había insinuado años atrás en sus obras, ahora tenía
que verse sellado por una nueva guerra o, como él decía, con
«sangre». Aristóteles escribió antaño en su Política: «Está
demostrado que las mayores injusticias parten de quienes
persiguen la desmesura, y no de aquéllos a quienes impulsa la
necesidad».
En el año 1943, con ocasión del quincuagésimo cumpleaños
294
de Ribbentrop, algunos de sus colaboradores más íntimos le
regalaron una magnífica caja, adornada con piedras
semipreciosas, que querían llenar con las fotocopias de todos los
acuerdos concertados por el ministro de Asuntos Exteriores.
Durante la cena, el embajador Hewl, enlace de Ribbentrop, dijo
a Hitler:
—Nos vimos en un gran aprieto cuando tratamos de llenar
la caja. Quedaban muy pocos tratados que no hubiésemos
violado.
Hitler se desternilló de risa.
Igual que al comienzo de la guerra, me volvía a preocupar la
idea de llevar adelante unos proyectos constructivos de tal
envergadura en un momento claramente decisivo de la guerra
mundial. El 30 de julio de 1941, es decir, mientras las tropas
alemanas todavía avanzaban impetuosamente por los campos de
Rusia, propuse al doctor Todt, «apoderado general para la
economía urbanística del Reich», paralizar todas las obras que
no tuvieran una importancia estratégica para el desarrollo de la
guerra[91]. Sin embargo, dada la favorable marcha de las
operaciones, Todt creyó poder posponer unas semanas esta
cuestión. De hecho, quedó del todo descartada, pues mi
propuesta no halló el respaldo de Hitler, quien rechazó
cualquier restricción y siguió sin asignar a la industria de
armamento el material y la mano de obra empleados en sus
construcciones favoritas: las autopistas, las obras del Partido y
los proyectos de Berlín.
A mediados de septiembre de 1941, cuando ya se había
hecho patente que el avance a través de Rusia no se ajustaba a
los arrogantes pronósticos establecidos, un decreto de Hitler
incrementó notablemente los contratos que teníamos
concertados con Suecia, Noruega y Finlandia para el suministro
de granito para mis grandes obras de Berlín y Nuremberg. Se
295
cursaron pedidos por valor de treinta millones de marcos del
Reich a las principales industrias de la piedra de Noruega,
Finlandia, Italia, Bélgica, Suecia y Holanda[92]. Para poder
transportar a Berlín y Nuremberg aquellas enormes cantidades
de granito, el 4 de junio de 1941 fundamos una flota de
transporte que contaba con astilleros propios, en Wismar y
Berlín, que debían construir mil cargueros de quinientas
toneladas de capacidad.
Mi propuesta de paralizar las obras destinadas al tiempo de
paz tampoco fue tenida en consideración cuando en Rusia
empezaba a perfilarse la catástrofe del invierno de 1941. El 29
de noviembre de 1941, Hitler me dijo sin rodeos:
—Comenzaré las obras antes de que acabe esta guerra. No
dejaré que la guerra me impida hacer realidad mis propósitos[93].
No se limitaba a insistir en la ejecución de sus planes: tras
los éxitos iniciales obtenidos en Rusia, elevó también el número
de tanques que, montados sobre pedestales de granito, habrían
de ser complemento escultórico de las calles, para darles un aire
marcial. Por encargo de Hitler, el 20 de agosto de 1941
comuniqué al asombrado almirante Lorey, asesor del arsenal de
Berlín, que se montarían, entre la estación del sur y el Arco de
Triunfo («Obra T»), unos treinta cañones pesados del enemigo.
Le expliqué que Hitler también quería colocar piezas de
artillería en otros puntos de la gran avenida y del eje sur, por lo
que serían necesarias unas doscientas del tipo más pesado.
Frente a los edificios públicos importantes, en cambio, había
que colocar tanques especialmente grandes.
•••
Aunque las ideas de Hitler respecto a la construcción de su
«Imperio Germánico de la Nación Alemana» parecían aún muy
difusas en el terreno del derecho, tenía algunas cosas muy claras:
cerca de la ciudad noruega de Trondheim, situada en un lugar
296
estratégico, debía construirse la mayor base naval alemana y,
además de astilleros y muelles, una ciudad para doscientos
cincuenta mil alemanes. Hitler me encargó el proyecto. El 1 de
mayo de 1941, el vicealmirante Fuchs, del Alto Mando de la
Marina de Guerra, me informó de todos los requisitos que debía
reunir un astillero de gran envergadura. El 21 de junio, el gran
almirante Raeder y yo le expusimos el proyecto a Hitler en la
Cancillería del Reich. A continuación, Hitler determinó el
emplazamiento de la ciudad. Un año después, el 13 de mayo de
1942, volvió a ocuparse de la base naval cuando se hallaba en
plena conferencia sobre armamentos[94]. Estudió detalladamente
en unos mapas especiales la mejor situación para los muelles y
ordenó construir, abriendo la roca de granito mediante
voladuras, una gran base submarina. Por lo demás, daba por
sentado que también Saint Nazaire y Lorient, en Francia, así
como las islas británicas del canal de la Mancha, se integrarían
en el sistema de bases navales alemán, debido a su posición
geográfica favorable. Hitler disponía a su antojo sobre bases
navales, intereses y derechos de los demás; su sensación de
poderío mundial no tenía límites.
Hay que considerar su intención de fundar ciudades
alemanas en los territorios ocupados de la Unión Soviética bajo
este mismo prisma. El 24 de noviembre de 1941, es decir,
cuando ya se estaba produciendo la catástrofe de aquel invierno,
el jefe regional Meyer, lugarteniente de Alfred Rosenberg,
ministro del Reich para los territorios ocupados, me propuso
hacerme cargo de la sección «Construcción de ciudades», con el
fin de planear y erigir las ciudades que debían acoger a las
guarniciones y al personal civil alemán. Sin embargo, a fines de
enero de 1942 rechacé la propuesta, por temor a que el
establecimiento de una oficina central de planificación
urbanística se tradujera en la uniformización de todas las
ciudades. Por eso propuse confiar a distintas grandes urbes
297
alemanas las nuevas edificaciones[95].
•••
Desde que al principio de la guerra me hiciera cargo de las
obras de los ejércitos de Tierra y del Aire, mi organización se
había ampliado considerablemente, aunque lo cierto es que,
según la escala que utilizaría unos meses más tarde, los veintiséis
mil obreros de la construcción que, a fines de 1941, trabajaban
en nuestros programas de importancia estratégica resultaban
irrisorios. Sin embargo, en aquellos momentos me sentía
orgulloso de mi modesta contribución al desarrollo de la guerra,
al tiempo que tranquilizaba mi conciencia por no trabajar sólo
en los proyectos de paz de Hitler. El más importante de todos
era el «Programa Ju 88» de la Luftwaffe, cuya finalidad era
aumentar la producción del nuevo bombardero bimotor, de un
gran radio de acción. Las tres grandes factorías de Brünn, Graz y
Viena, mayores que la fábrica de la Volkswagen, se terminaron
en ocho meses; en ellas se emplearon por primera vez secciones
prefabricadas de cemento armado. Sin embargo, a partir de
otoño de 1941, los trabajos se vieron entorpecidos por la falta de
combustible. A pesar de que nuestros programas eran
prioritarios, en septiembre de 1941 el suministro se redujo a una
tercera parte del necesario, y en enero de 1942 llegó hasta la
sexta parte[96], lo que muestra claramente hasta qué punto había
excedido Hitler sus posibilidades reales en la campaña de Rusia.
Además, se me había encomendado construir refugios
antiaéreos y reparar los daños ocasionados en Berlín por los
bombardeos. Me estaba preparando, sin saberlo, para mi
posterior actividad como ministro de Armamentos. No sólo
pude constatar desde un nivel inferior las perturbaciones que los
cambios arbitrarios de programas y prioridades ocasionaban en
la producción, sino que también me vi iniciado en las relaciones
de poder, y en los inconvenientes de la dirección del Reich.
298
Por ejemplo, participé en una reunión, presidida por
Göring, en la que el general Thomas formuló reparos a las
exageradas pretensiones económicas de la dirección del Reich.
Göring se encaró con el prestigioso general y le dijo a gritos:
—Y a usted, ¿qué demonios le importa? ¡Soy yo quien lo
hace, yo! ¿O acaso es usted el encargado del Plan Cuatrienal?
¡No tiene usted derecho a decir nada, puesto que soy yo quien
organiza todo esto, por deseo expreso del Führer!
En aquellas disputas, el general Thomas no podía esperar
ninguna ayuda de su superior, el capitán general Keitel, quien se
daba por satisfecho con no ser blanco de los ataques de Göring.
De este modo, el plan económico de la Dirección General de
Armamento del Alto Mando de la Wehrmacht (OKW) no pudo
realizarse, a pesar de que estaba perfectamente definido, y
tampoco Göring —como ya percibí en aquella época— hizo
nada a aquel respecto. Normalmente, sus actuaciones solían
ocasionar una total confusión, pues no se tomaba la molestia de
estudiar a fondo los problemas y sus decisiones solían basarse en
estimaciones impulsivas.
Unos meses después, el 27 de junio de 1941, participé, en
mi calidad de encargado de las obras relacionadas con el
armamento, en una reunión entre Milch y Todt. Hitler estaba
seguro de que los rusos ya habían sido vencidos, por lo que
apremió para que se llevase a cabo de inmediato el programa
aéreo que permitiría afrontar la siguiente empresa, la derrota de
Inglaterra[97]. Milch insistió, como era su deber, en mantener la
escala de prioridades fijada por Hitler, lo cual, habida cuenta de
la situación militar, resultaba desesperante para el doctor Todt,
quien tenía también una misión que cumplir: aumentar con la
mayor rapidez posible los pertrechos del Ejército de Tierra; sin
embargo, le faltaba un decreto de Hitler que le diera la prioridad
necesaria. Al final de la reunión, Todt resumió su impotencia
299
con estas palabras:
—Lo mejor será, señor mariscal, que me acoja usted en su
Ministerio y me convierta en su colaborador.
En otoño de 1941 visité la fábrica Junker de Dessau con el
fin de coordinar con el director general Koppenberg nuestros
programas constructivos con los planes de producción. Me
condujo a un local cerrado y me mostró un gráfico que
comparaba la previsión americana para fabricar bombarderos en
los próximos años con la nuestra. Le pregunté qué decían
nuestros mandos al examinar aquellas deprimentes cifras.
—Ahí está lo malo, que no quieren creerlo —respondió, y
acto seguido rompió a llorar.
Koppenberg fue destituido poco después de su cargo en las
fábricas Junker. En cambio, Göring, comandante en jefe de la
Luftwaffe, comprometida en duros combates, se hallaba lo
bastante ocioso para visitar conmigo, el 23 de junio de 1941 (el
día siguiente al comienzo de la campaña de Rusia), las maquetas
de su edificio de mariscal del Reich, que estaban expuestas en
Treptow.
•••
El último de los viajes artísticos que efectué durante un
cuarto de siglo me llevó a Lisboa, donde el 8 de noviembre se
inauguraba una exposición titulada «Nueva arquitectura
alemana». En principio estaba previsto que hiciera el viaje en el
avión de Hitler; pero cuando algunos borrachines de su
entorno, como el fotógrafo Hoffmann y el asistente Schaub,
quisieron participar en él, dije a Hitler que haría el viaje en mi
automóvil y me los quité de encima. Vi antiguas ciudades como
Burgos, Segovia, Toledo y Salamanca. También hice una visita a
El Escorial, cuyo palacio tiene unas dimensiones comparables al
de Hitler, aunque su objetivo es muy distinto, de índole
espiritual: Felipe II rodeó con un convento el núcleo de su
300
palacio. ¡Qué diferencia respecto a las ideas arquitectónicas de
Hitler! La claridad y la austeridad extremas presidían esta
edificación, y las majestuosas estancias interiores tenían unas
formas insuperablemente contenidas, mientras que en el palacio
de Hitler regían la ostentación y el exceso. Es indudable que
aquella creación casi melancólica del arquitecto Juan de Herrera
(1530-1597) cuadraba mejor con la siniestra situación en que
nos encontrábamos que el triunfal arte programático de Hitler.
En aquellas horas de solitaria contemplación entreví por primera
vez que mis ideales arquitectónicos me habían conducido por
un camino equivocado.
Durante este viaje no pude visitar a mis conocidos parisinos,
entre los que se contaban Vlaminck, Derain y Despiau[98], que,
por invitación mía, habían visto las maquetas de Berlín. Aunque
conocían, por tanto, nuestras intenciones, no dijeron nada al
respecto: al menos, mi crónica no registra ni una palabra sobre
la impresión que les causó el proyecto. Los había conocido
durante mis estancias en París y, a través de mi departamento,
de vez en cuando les hacía algún encargo. Curiosamente,
disfrutaban de más libertad que sus colegas alemanes, como
pude comprobar cuando, durante la guerra, visité el Salón de
Otoño de París, en el que se exhibían cuadros que en Alemania
habrían sido estigmatizados de «arte degenerado». Hitler
también oyó hablar de esta exposición. Su reacción fue tan
sorprendente como lógica:
—¿Acaso tenemos algún interés en que el pueblo francés sea
espiritualmente sano? ¡Dejad que degeneren! ¡Mejor para
nosotros!
•••
Mientras hacía este viaje a Lisboa, se produjo una catástrofe
en las operaciones del frente oriental; la organización militar
alemana no estaba en condiciones de afrontar la crudeza del
301
invierno ruso. Además, las tropas soviéticas, en su retirada,
habían destruido todos los cobertizos para locomotoras, los
depósitos de agua y otras instalaciones ferroviarias. Durante la
embriaguez de los éxitos cosechados en verano y en otoño,
cuando parecía que «el oso ruso estaba acabado», nadie pensó
seriamente en reconstruir todo aquello. Hitler no quiso
comprender que la dureza del invierno ruso obligaba a tomar a
tiempo las medidas necesarias respecto a los transportes.
Me enteré de estas dificultades por altos funcionarios de los
Ferrocarriles del Reich y por generales del Ejército de Tierra y
de la Luftwaffe, y sugerí a Hitler destinar a la reconstrucción de
las instalaciones ferroviarias a 30 000 de los 65 000 obreros
alemanes que tenía a mi cargo, dirigidos por mis ingenieros. Me
pareció incomprensible que Hitler dudara quince días antes de
aceptar mi propuesta, que sancionó por medio de un decreto el
27 de diciembre de 1941. En vez de apremiar para que se
llevaran a cabo esos trabajos a primeros de noviembre, había
insistido, a pesar de la catástrofe, en que sus obras triunfales
tenían que concluirse en las fechas previstas. Estaba decidido a
no rendirse a la evidencia.
Aquel mismo día me reuní con el doctor Todt en su
modesta casa a orillas del Hintersee, cerca de Berchtesgaden. Se
me asignó toda Ucrania, mientras que los obreros y técnicos que
hasta entonces habían estado empleados insensatamente en la
construcción de autopistas se hicieron cargo de las regiones
norte y centro de Rusia. Todt acababa de regresar de un largo
viaje de inspección por el frente oriental; había visto trenes
sanitarios parados en los que los heridos habían muerto por
congelación; había sido testigo de la miseria de las tropas en las
pequeñas ciudades y aldeas, aisladas a consecuencia del frío y la
nieve, y había vivido el desánimo y la desesperación de los
soldados alemanes. Todt, afligido y pesimista, terminó diciendo
que los alemanes no sólo éramos incapaces de resistir físicamente
302
tales tormentos, sino que también nuestro espíritu se hundiría
en Rusia:
—En esta lucha —prosiguió— vencerán los hombres
primitivos, los que sean capaces de soportarlo todo, incluso las
más terribles inclemencias del tiempo. Nosotros somos
demasiado sensibles y sucumbiremos. Al final, los vencedores
serán los rusos y los japoneses.
También Hitler, bajo la clara influencia de Spengler, había
expresado unos pensamientos parecidos antes de la guerra,
cuando habló de la superioridad biológica de los «siberianos y
rusos»; sin embargo, al comenzar la campaña del Este dejó a un
lado su propia argumentación, que se oponía a sus propósitos.
El firme afán constructivo de Hitler, la euforia con que
impulsaba sus aficiones personales, llevó a sus paladines a
imitarlo e indujo a la mayoría a llevar el estilo de vida de los
vencedores. Ya en aquella época me di cuenta de que el sistema
de gobierno de Hitler demostraba ser inferior al de los
regímenes democráticos en un aspecto decisivo, pues no existía
crítica pública alguna que pusiera en la picota aquellas
desviaciones, no había quien exigiera ponerles remedio. El 29 de
marzo de 1945, en la última carta que dirigí a Hitler, se lo
recordaba: «Sentí un gran dolor cuando, durante los días
victoriosos del año 1940, vi a amplísimos círculos de nuestros
mandos perder la compostura. Aquél era el momento de
acreditar nuestra valía frente a la Providencia conservando la
dignidad y la modestia».
Aunque las escribiera cinco años después, estas líneas
confirman que ya entonces vi errores, sufrí a causa de las
anomalías, hice críticas y me atormentaron las dudas y el
escepticismo; lo cierto es que temía que Hitler y sus mandos
pudieran echar a perder la victoria.
•••
303
A mediados de 1941, Göring visitó nuestra ciudad de
maquetas en la Pariser Platz. En un instante de benevolencia,
me hizo una observación inusitada:
—He dicho al Führer —me explicó— que, después de él, lo
tengo a usted por el hombre más grande de Alemania. —Claro
que, como segundo hombre en la jerarquía del Reich, enseguida
creyó tener que limitar el alcance de sus palabras—: A mis ojos,
es usted el más grande de los arquitectos. Quiero decir que
aprecio su labor en el campo arquitectónico en la misma medida
que estimo la del Führer en los campos político y militar[99].
Tras nueve años como arquitecto personal de Hitler, había
conseguido elevarme a una posición admirada e inatacable. Los
tres años siguientes me iban a colocar frente a misiones
completamente distintas que, en efecto, me convertirían por un
tiempo en el hombre más importante después de Hitler.
304
SEGUNDA PARTE
305
CAPÍTULO XIV
ENTRADA EN EL NUEVO CARGO
Sepp Dietrich, uno de los primeros partidarios de Hitler y
comandante en jefe de una de las unidades acorazadas de las SS
acosada por los rusos en las inmediaciones de Rostov, al sur de
Ucrania, se disponía a volar el 30 de enero a Dniepropetrovsk
en uno de los aparatos de la escuadrilla del Führer, Le rogué que
me dejara acompañarlo. Mi equipo ya se encontraba en aquella
ciudad para preparar la reparación de las instalaciones
ferroviarias de la región meridional de Rusia[100]. Al parecer no se
me ocurrió la idea, por lo demás completamente lógica, de pedir
un avión para mí; un indicio inequívoco de lo pequeña que
consideraba mi contribución al acontecer bélico.
Viajamos, más bien apretados, en un bombardero Heinkel
habilitado para el transporte de pasajeros. Por debajo de
nosotros se extendían las desoladas llanuras cubiertas de nieve
del sur de Rusia. En las grandes haciendas vimos cobertizos y
establos consumidos por el fuego. Volábamos siguiendo el
recorrido de la línea férrea: apenas se veían trenes, los edificios
de las estaciones estaban calcinados y los talleres destruidos. Sólo
de vez en cuando veíamos alguna carretera, por la que tampoco
circulaba ningún vehículo. Las distancias que íbamos dejando
atrás imponían a causa de un silencio de muerte que incluso se
percibía en el interior del aparato. Las tormentas de nieve
interrumpían esta monotonía o, mejor dicho, la acentuaban. El
vuelo me hizo tomar conciencia del peligro que corrían las
306
tropas, prácticamente aisladas de los refuerzos de la patria. En la
penumbra del atardecer aterrizamos en la ciudad industrial rusa
de Dniepropetrovsk.
El grupo de técnicos que constituía la «Plana Mayor de
Construcciones Speer», llamado así siguiendo la costumbre de la
época de unir las misiones al nombre de personas, se había
instalado de manera provisional en un coche cama. Una
locomotora enviaba de vez en cuando un poco de vapor a la
calefacción para impedir que se produjeran congelaciones. Igual
de lastimosas eran las condiciones de trabajo, realizado en un
coche comedor que servía simultáneamente de oficina y sala de
estar. La reconstrucción de las líneas ferroviarias resultaba más
dura y difícil de lo que habíamos imaginado. Los rusos habían
destruido todas las estaciones intermedias. No quedaban
cobertizos de reparaciones en ningún sitio, ni tampoco
depósitos de agua protegidos contra las heladas, estaciones o
cambios de agujas que estuvieran intactos. Los problemas más
elementales, que en casa solucionaba la llamada de teléfono de
cualquier empleada, se convertían allí en un problema, aunque
sólo se tratara del suministro de clavos o de madera.
Nevaba sin cesar. El tráfico ferroviario y por carretera estaba
completamente paralizado y la pista de despegue del campo de
aviación quedó cubierta de nieve. Estábamos aislados y mi viaje
de regreso tuvo que ser aplazado. Las visitas de los obreros nos
ocupaban el tiempo, se organizaron veladas llenas de
camaradería, se cantaron canciones y Sepp Dietrich pronunció
discursos y fue agasajado. Yo estaba a su lado y, consciente de
mi falta de habilidad oratoria, no me atrevía a decir siquiera
unas palabras a mis hombres. Entre las canciones que entonaban
los soldados, algunas muy melancólicas reflejaban la nostalgia de
la patria y la desolación que les producía la inmensidad rusa, y
hablaban claramente de la tensión a que estaban sometidos los
hombres de los puestos avanzados. Resultaba revelador que
307
fueran estas canciones las favoritas de las tropas.
La situación era intranquilizadora. Los rusos habían
conseguido abrir brecha con una pequeña unidad acorazada y se
aproximaban a Dniepropetrovsk. Se celebraron reuniones para
discutir la forma de ofrecer resistencia, aunque sólo se contaba
con unos cuantos fusiles y un cañón sin municiones. Los rusos
se situaron a unos veinte kilómetros y comenzaron a describir
círculos por la estepa. Cometieron un error típico de las guerras:
no aprovecharon la situación. Les habría sido fácil llegar hasta el
largo puente sobre el Dniéper y quemarlo —había costado
grandes esfuerzos reconstruirlo en madera—, lo que habría
cortado durante varios meses el aprovisionamiento invernal del
ejército que se encontraba al sudeste de Rostov.
No tengo en absoluto madera de héroe. Y como en los siete
días que estuve allí no pude arreglar nada —al contrario, lo
único que conseguía con mi presencia era disminuir las
provisiones de los ingenieros—, decidí regresar en un tren que
pretendía abrirse camino hacia el Oeste a través de las tormentas
de nieve. Mi plana mayor me despidió amistosamente y, en mi
opinión, con alivio. Durante la noche viajamos a unos diez
kilómetros por hora, haciendo paradas continuas para apartar la
nieve de la vía antes de proseguir la marcha. Debíamos de haber
recorrido un buen trecho hacia el Oeste cuando, al amanecer, el
tren llegó a una estación abandonada.
Todo se me antojó extrañamente conocido: cobertizos
quemados, nubes de vapor sobre algunos coches cama y vagones
comedor, soldados patrullando… Me encontraba de nuevo en
Dniepropetrovsk. El tren se había visto obligado a regresar a
causa de las tremendas masas de nieve. Afligido, me dirigí al
coche comedor de mi plana mayor, donde mis colaboradores me
recibieron no sólo con expresión de asombro, sino posiblemente
también de irritación. No en balde habían estado celebrando la
308
marcha de su jefe y saqueando las existencias de alcohol hasta
altas horas de la madrugada.
Aquel mismo día, 7 de febrero de 1942, debía emprender el
vuelo de regreso el avión en el que había llegado Sepp Dietrich.
El capitán Nein, que pronto sería el piloto de mi propio avión,
se manifestó dispuesto a llevarme en su aparato. Nos costó
bastante llegar al campo de aviación. Bajo un cielo limpio y a
muchos grados bajo cero, rugía una tormenta que empujaba
grandes masas de nieve. Los rusos, bien abrigados, intentaban en
vano retirar de la carretera aquella tremenda cantidad de nieve,
de varios metros de altura. Cuando llevábamos caminando
alrededor de una hora me vi rodeado por algunos de estos rusos,
que me hablaban llenos de excitación aunque yo no comprendía
ni una sola palabra de lo que decían. Por fin uno de ellos, sin
andarse con miramientos, me frotó la cara con nieve.
«Congelado», pensé, pues esto sí lo sabía por mis expediciones a
la alta montaña. Mi asombro aumentó cuando uno de los rusos
sacó de entre sus sucias ropas un pañuelo limpio y bien doblado
para secarme la cara.
A las once de la mañana conseguimos despegar, con algunas
dificultades, de un campo cubierto de nieve. El objetivo del
aparato era la base de la escuadrilla del Führer, situada en
Rastenburg, en la Prusia Oriental. Aunque yo quería ir a Berlín,
como el avión no era mío me di por satisfecho con poder
avanzar al menos un buen trecho. Este azar me llevó por
primera vez al cuartel general de Hitler en la Prusia Oriental.
Cuando llegué a Rastenburg llamé por teléfono a uno de sus
asistentes, pensando que éste informaría a Hitler de mi
presencia. No lo había vuelto a ver desde comienzos de
diciembre y me habría sentido halagado si hubiera querido
saludarme. Me llevaron al cuartel general del Führer en uno de
los automóviles de su columna. Antes de nada, llené mi
309
estómago en el barracón en el que Hitler comía a diario con sus
generales, colaboradores políticos y asistentes, aunque aquel día
estaba reunido con el doctor Todt, ministro de Armamentos y
Munición, y almorzaban en sus dependencias privadas.
Mientras tanto, traté con el general Gercke, jefe de Transportes
del Ejército de Tierra y comandante en jefe de las Tropas de
Ferrocarriles, de las dificultades con que habíamos tropezado en
Ucrania.
Después de una cena con gran cantidad de comensales, a la
que también asistió Hitler, éste y Todt continuaron sus
deliberaciones. Todt volvió a altas horas de la noche de una
reunión larga y al parecer muy dura con expresión de cansancio.
Estuve sentado con él unos minutos mientras se tomaba una
copa de vino en silencio, sin dar a conocer el motivo de su
descontento. Conversamos un poco, y Todt dijo que regresaba a
Berlín a la mañana siguiente y que había una plaza libre en su
aparato. No tenía inconveniente en llevarme con él y me alegré
de poder evitarme así el largo viaje en tren. Acordamos
emprender el vuelo a una hora temprana y el doctor Todt se
despidió diciendo que intentaría dormir un poco.
Un asistente me rogó que fuera a ver a Hitler. Sería la una
de la madrugada, es decir, la hora en la que también en Berlín
acostumbrábamos a estudiar los planos. Hitler parecía tan
agotado y malhumorado como Todt. La decoración de su
cuarto reflejaba una sobriedad acentuada ex profeso; incluso
había renunciado a la comodidad de un sillón. Hablamos de los
proyectos de Berlín y Nuremberg y Hitler se fue mostrando más
animado. También su cutis enfermizo pareció cobrar nueva
vida. Por fin me pidió que le contara las impresiones que había
sacado de mi visita al sur de Rusia y me hizo muchas preguntas,
lleno de interés. Poco a poco fueron saliendo a relucir las
dificultades que comportaba la reconstrucción de las
instalaciones ferroviarias, las tormentas de nieve, el
310
incomprensible comportamiento de los tanques rusos, las
veladas y las melancólicas canciones; en fin, todo. Lo de las
canciones le llamó la atención y me preguntó por la letra. Saqué
del bolsillo un papel que me habían dado con el texto. Hitler lo
leyó y guardó silencio. Para mí, estas canciones eran
comprensibles en un ambiente depresivo. Sin embargo, Hitler
enseguida estuvo absolutamente convencido de que se debían a
la maligna actividad de un enemigo que sabía lo que hacía, y
creyó haber encontrado su rastro a través de mi relato. Después
de la guerra me enteré de que Hitler había ordenado que los
responsables de la impresión de estas canciones se presentaran
ante un consejo de guerra.
Este episodio habla por sí mismo de su eterna desconfianza.
Temeroso de no conocer la verdad, creía poder extraer
conclusiones importantes de datos aislados como aquél. Por eso
hacía siempre preguntas y más preguntas a los subordinados,
aunque éstos no pudieran tener una visión de conjunto. Sus
recelos, que a veces estaban justificados, podían revelarse en las
naderías más ridículas, y no hay duda de que fueron uno de los
motivos de su aislamiento respecto a lo que sucedía en el frente,
pues su entorno procuraba por todos los medios que no
recibiera visitas de informadores no cualificados.
A las tres de la madrugada, después de despedirme de Hitler
y de anunciarle que regresaba a Berlín, cancelé mi partida en el
avión del doctor Todt, que iba a despegar cinco horas
después[101]. Estaba demasiado cansado. Una vez en mi pequeño
dormitorio, reflexioné —y qué miembro del entorno de Hitler
no haría lo mismo después de conversar dos horas con él—
sobre la impresión que podía haberle causado. Me sentí
satisfecho: volvía a confiar en levantar las obras que habíamos
proyectado conjuntamente, de lo que dudaba a menudo a causa
de la situación militar. Aquella noche nuestros antiguos
proyectos se hicieron realidad y nos dejamos llevar por un
311
optimismo propio de alucinados.
A la mañana siguiente sonó el teléfono, que me arrancó de
un sueño profundo. El doctor Brandt me anunció, muy
alterado:
—El doctor Todt ha tenido un accidente de aviación y se ha
matado.
A partir de aquel momento todo fue distinto para mí.
Mis relaciones con el doctor Todt se habían ido haciendo
más estrechas durante los últimos años. Con él perdía a un
colega mayor que yo y más ponderado. Teníamos mucho en
común: ambos procedíamos de familias burguesas y
acaudaladas, éramos de Baden y habíamos cursado estudios
técnicos. Amábamos la naturaleza, la vida en los refugios, las
excursiones en esquí…, y compartíamos la misma vehemente
aversión hacia Bormann. Todt había tenido serias disputas con
él porque con sus carreteras afeaba el paisaje del Obersalzberg.
Mi esposa y yo habíamos ido muy a menudo a visitar a los
Todt, que vivían en una casa apartada, pequeña y modesta a
orillas del Hintersee, en la región de Berchtesgaden. Nadie
habría supuesto que el famoso constructor de carreteras y
creador de las autopistas pudiera vivir allí.
El doctor Todt era uno de los pocos hombres modestos y
sin pretensiones de aquel gobierno. Era una persona de fiar y
uno podía estar seguro de que no se dedicaría a intrigar. Dada
su mezcla de sensibilidad y moderación, tan frecuente entre los
técnicos, no encajaba con los jerarcas del Estado
nacionalsocialista. Vivía apartado, solitario, sin contactos
personales con los círculos del Partido. Sólo en contadísimas
ocasiones se presentaba en las tertulias de Hitler, a pesar de que
habría sido muy bien recibido en ellas. Hitler le profesaba un
respeto rayano en la admiración, en tanto que Todt había
conservado su independencia personal frente a él, aunque fue un
312
leal camarada del Partido desde los primeros años.
En enero de 1941, cuando tuve dificultades con Bormann y
Giessler, Todt me escribió una carta excepcionalmente franca
que revelaba una postura resignada ante la forma de trabajar de
los mandos nacionalsocialistas: «Quizá, si hubiera conocido mis
experiencias y los amargos desengaños que he sufrido en mi
trato con las personas que en realidad tendrían que haber
colaborado conmigo, habría podido usted considerar su
experiencia como algo anecdótico, y quizá también le habría
servido de alguna ayuda el punto de vista que he ido
adquiriendo con el paso del tiempo: que toda actividad halla
oposición, y que todo aquel que actúa encuentra rivales y, por
desgracia, enemigos, no porque los hombres quieran serlo, sino
porque las misiones y las circunstancias concretas llevan a las
personas a adoptar distintos puntos de vista. Quizá haya
escogido usted, a pesar de su juventud, el mejor camino: librarse
de todo esto, mientras que yo no ceso de sufrir con ello»[102].
En el comedor del cuartel general del Führer se discutió
vivamente durante el desayuno quién podría suceder al doctor
Todt. Todos estaban de acuerdo en que era insustituible. Todt
se había ocupado al mismo tiempo de tres Ministerios: tenía
rango de ministro como director de las comunicaciones por
carretera y también como jefe de canalizaciones, mejoras del
suelo y centrales de energía, y además, como delegado de Hitler,
era ministro de Armamentos y Munición del Ejército. Aparte de
esto, dirigía el departamento de construcción dentro del Plan
Cuatrienal de Göring y había creado la Organización Todt, que
levantó la Línea Sigfrido y construyó refugios para submarinos
en el Atlántico y carreteras en los territorios ocupados, desde el
norte de Noruega hasta Francia meridional y Rusia.
Así pues, en los últimos años Todt había reunido las
funciones técnicas más importantes. Aunque sus ocupaciones se
313
repartían, a nivel formal, entre varios departamentos, debían
reunirse en un futuro Ministerio técnico en el que también se
habrían integrado sus cargos de Director General Técnico del
Partido y presidente de la asociación de agrupaciones de carácter
técnico.
Vi con claridad que se me asignaría una parcela importante
del enorme volumen de cometidos de Todt, pues ya en la
primavera de 1939, durante su viaje de inspección a la línea
Sigfrido, Hitler manifestó que tenía pensado encargarme las
obras de las que se ocupaba Todt si le ocurría algo. Más
adelante, en el verano de 1940, me recibió oficialmente en su
despacho de la Cancillería del Reich para explicarme que, como
Todt se sentía abrumado por el exceso de trabajo, había
decidido que yo dirigiera las obras de las que él se ocupaba,
incluidas las de la costa atlántica. En aquella ocasión pude
convencerle de que era mejor que el responsable de aquellas
obras y de la provisión de armamentos fuese la misma persona,
pues ambas tareas estaban íntimamente relacionadas. Hitler no
volvió a hablar del asunto y yo tampoco se lo mencioné a nadie.
Aquello no sólo habría podido herir a Todt, sino también
perjudicarlo[103].
Por tanto, ya estaba mentalmente preparado cuando, a la
hora de costumbre —hacia la una de la tarde—, fui el primero
al que Hitler llamó. La expresión de Schaub, su asistente en jefe,
era solemne. Al contrario que la noche anterior, Hitler me
recibió oficialmente como Führer del Reich. De pie, serio y con
aire formal, aceptó mis condolencias, respondió a ellas con
pocas palabras y dijo sin rodeos:
—Señor Speer, lo nombro sucesor a todos los efectos del
ministro doctor Todt.
Me sentí consternado. Hitler ya me estaba dando la mano y
se disponía a despedirme. Yo, en cambio, creí que se había
314
expresado mal, por lo que respondí que pondría todo mi
empeño en sustituir al doctor Todt en las tareas de
construcción.
—No; a todos los efectos, y también como ministro de
Munición.
—Pero si no entiendo nada de… —Traté de objetar.
—Confío en usted —me atajó Hitler—. ¡No tengo a nadie
más! ¡Póngase inmediatamente en contacto con el Ministerio y
empiece!
—En ese caso, mein Führer, va a tener usted que
ordenármelo, porque no puedo garantizar que sea capaz de
llevar a cabo esta misión.
Hitler me dio brevemente la orden, que acepté en silencio.
Sin añadir ningún comentario personal, lo que había sido
habitual hasta entonces entre nosotros, Hitler se dedicó a otra
cosa. Me despedí con aquella primera muestra del que iba a ser
nuestro nuevo estilo de trabajo. Hasta entonces, Hitler me había
mostrado, como arquitecto, un afecto en cierto sentido propio
de colegas, pero comenzaba ostensiblemente una nueva fase, y
desde el primer minuto estableció la distancia adecuada para
una relación oficial con un ministro que estaba a sus órdenes.
Cuando me dirigía hacia la puerta, entró Schaub.
—El señor mariscal del Reich ha llegado y desea hablarle
con urgencia, mein Führer. No está citado.
Hitler lo miró con expresión de disgusto y desgana:
—Hágalo pasar. —Volviéndose hacia mí, añadió—:
Quédese.
Göring entró impetuosamente en la estancia y, tras algunas
palabras de pésame, comenzó a hablar con vehemencia:
—Lo mejor sería que yo me hiciera cargo de los cometidos
del doctor Todt en el Plan Cuatrienal. Así se evitaría que se
315
repitieran con otro los roces y contratiempos que tuve con él en
el pasado.
Göring debía de haber venido en su tren especial desde su
coto de caza de Rominten, a unos cien kilómetros del cuartel
general de Hitler. Dado que el accidente había ocurrido a las
nueve y media de la mañana, tuvo que darse mucha prisa.
Hitler no accedió de ningún modo a la propuesta de
Göring:
—Ya he nombrado al sucesor de Todt. El ministro del
Reich señor Speer, aquí presente, se hará cargo a partir de ahora
de todas las funciones del doctor Todt.
La firmeza de sus palabras excluía toda réplica. Göring
pareció sobresaltarse y quedar consternado, pero se recuperó en
unos segundos y, sin hacer ninguna alusión a las palabras que
Hitler acababa de pronunciar, le preguntó, malhumorado y
distante:
—Mein Führer, estará usted de acuerdo en que no asista al
entierro del doctor Todt, ¿verdad? Ya sabe usted los
enfrentamientos que tuve con él. Me resulta imposible acudir.
Ya no sé a ciencia cierta lo que le respondió Hitler, pues,
como es perfectamente comprensible, me había quedado sin
habla tras aquella primera entrevista oficial sobre mi carrera de
ministro. Con todo, recuerdo que Göring acabó accediendo a
asistir a los funerales para que no se hiciera pública su enemistad
con Todt. Dada la importancia que el sistema concedía a los
formalismos, habría resultado chocante que el segundo hombre
del Estado no asistiera a los actos oficiales que se celebrarían en
honor de un ministro fallecido.
No había duda de que Göring había intentado ganar por la
mano a Hitler, y sospeché que él lo estaba esperando y por eso
me había nombrado ministro enseguida.
Como ministro de Armamentos, el doctor Todt sólo podía
316
cumplir la misión que Hitler le había encomendado dando
órdenes directas a la industria; Göring, en cambio, como
encargado del Plan Cuatrienal, se consideraba responsable de
toda la economía de guerra, por lo que él y su aparato adoptaron
una postura defensiva frente a la actuación independiente de
Todt. A mediados de enero de 1942, unos quince días antes de
su muerte, Todt participó en una reunión en la que Göring lo
atacó tan duramente que aquella misma tarde le dijo a Funk que
no podía continuar. En tales ocasiones, para Todt era una
desventaja vestir el uniforme de general de brigada del Ejército
del Aire, lo que lo convertía, a pesar de ser ministro, en un
inferior de Göring en la jerarquía militar.
Durante aquella breve conversación vi clara una cosa:
Göring nunca sería mi aliado, pero Hitler parecía dispuesto a
apoyarme si tenía dificultades con él.
Después del mortal accidente de Todt, Hitler mostró la
estoica serenidad de un hombre que sabe que en su trabajo hay
que contar con tales eventualidades. Aun sin mencionar ningún
indicio, desde el primer día expresó la sospecha de que el
accidente no era casual; le parecía posible que los servicios
secretos hubieran tenido algo que ver en él. Sin embargo, pronto
pasó a reaccionar con enojo y a mostrarse alterado cuando se
hablaba del tema en su presencia, y podía llegar a decir con
aspereza:
—No quiero volver a oír nada sobre esto. Prohibo que se
siga hablando de este asunto. —Y a veces añadía—: Ya saben
ustedes que esta pérdida todavía me afecta demasiado.
Por orden de Hitler, el Ministerio del Aire del Reich efectuó
indagaciones para averiguar si la caída del avión podía haberse
debido a un acto de sabotaje. La investigación estableció que el
aparato había estallado a veinte metros del suelo, produciendo
una vivísima llamarada. A pesar de esto, el informe del tribunal
317
militar, presidido por un general de aviación a causa de la
importancia del caso, llegó a esta singular conclusión: «Nada
lleva a sospechar que haya habido sabotaje. Por consiguiente, no
se requiere la adopción de medidas ulteriores»[104]. Por cierto que
le ocurría algo.
•••
¡Qué riesgo y qué inconsciencia había en la espontánea
decisión de Hitler de encargarme uno de los tres o cuatro
Ministerios de los que dependía su Estado! Yo era un típico
marginal, tanto para el Ejército como para el Partido y la
economía. Nunca en mi vida había tenido nada que ver con las
armas, pues jamás había sido soldado ni había utilizado un fusil,
ni siquiera para ir de caza, por ejemplo. El hecho de que Hitler
prefiriera escoger a colaboradores no especializados respondía a
su inclinación por el diletantismo. Al fin y al cabo, había
nombrado ministro de Asuntos Exteriores a un comerciante en
vinos y ministro para los Territorios del Este al filósofo del
Partido, además de poner la economía bajo la dirección de un
piloto de combate. Y ahora convertía a un arquitecto en
ministro de Armamentos. No hay duda de que prefería que
fueran profanos quienes ocuparan los puestos directivos.
Siempre mostró desconfianza hacia los especialistas como
Schacht.
A Hitler le pareció que se debía a un acto especialmente
llamativo de la providencia el hecho de que la noche anterior
hubiera ido a parar al cuartel general y que cancelara el viaje con
Todt, con lo que mi carrera, tras la muerte del profesor Troost,
se vio determinada por segunda vez por el fallecimiento de una
persona. Más tarde, cuando logré mis primeros éxitos, Hitler
aseguraba con frecuencia que la muerte de Todt había sido
necesaria, porque había permitido aumentar la producción de
armamento.
318
En comparación con el difícil doctor Todt, no hay duda de
que Hitler halló en mí a un colaborador voluntarioso; en este
sentido, el cambio también respondía a la ley de selección
negativa que determinaba la composición de su entorno. Como
siempre que alguien lo contradecía designaba a una persona más
servicial para asumir su papel, con el transcurso de los años se
fue rodeando de gente que aceptaba cada vez más sumisamente
sus decisiones y las ejecutaba con menos reparos.
Aunque los historiadores tienden a prestar más atención a
mi actividad como ministro de Armamentos que a mis
proyectos urbanísticos para Berlín y Nuremberg, mi profesión
de arquitecto siguió siendo la ocupación de mi vida; consideré
que mi sorprendente nombramiento como ministro constituía
un paréntesis involuntario, una especie de servicio militar. Me
parecía posible alcanzar fama y reconocimiento como arquitecto
de Hitler, mientras que la valía de un ministro, incluso
importante, tenía que verse absorbida a la fuerza por su gloria.
Por eso le pedí muy pronto que me volviera a nombrar su
arquitecto después de la guerra[105]. Que lo considerara necesario
demuestra hasta qué punto uno se sentía dependiente de su
voluntad incluso en las decisiones personales. Hitler accedió sin
vacilar. También él creía que, como su primer arquitecto, le
prestaría valiosos servicios a él y a su Reich. Cuando hablaba de
sus planes para el futuro, a veces decía con nostalgia:
—Entonces nos retiraremos unos cuantos meses los dos para
volver a repasar una vez más todos los planos.
Sin embargo, ese modo de expresarse se fue haciendo cada
vez más infrecuente.
•••
Como primera reacción a mi nombramiento, el 9 de febrero
voló desde Berlín al cuartel general del Führer el jefe de sección
personal de Todt, el consejero gubernamental superior Konrad
319
Haasemann. Había consejeros de Todt más importantes e
influyentes, por lo que me sentí enojado y consideré que el
envío de este funcionario era un intento de poner a prueba mi
autoridad. Haasemann enseguida me hizo notar que a través de
él podría familiarizarme con las cualidades de mis futuros
colaboradores; pero le contesté tajante que pensaba hacerlo por
mí mismo. Aquella misma noche me fui en tren a Berlín, pues
de momento se me había pasado mi preferencia por el avión.
Cuando, a la mañana siguiente, crucé los arrabales de la
capital del Reich, con sus fábricas y vías férreas, me asaltó la
preocupación de si sabría estar a la altura de aquella ingente
misión técnica que me resultaba tan ajena. Abrigaba grandes
dudas respecto a mi capacidad de enfrentarme al nuevo cargo, a
las dificultades que hallaría y a los requerimientos que
comportaba. Cuando el tren entró en la estación de Silesia, el
corazón me latía con fuerza y me sentía débil.
A partir de aquel momento, precisamente yo debía ocupar
una posición clave en el conflicto bélico, a pesar de que era más
bien tímido en el trato con desconocidos, no sabía mostrarme
desenvuelto en las reuniones e incluso al tratar asuntos de
trabajo me resultaba difícil expresar mis pensamientos de una
manera precisa y comprensible. ¿Qué dirían los generales del
Ejército cuando supieran que yo, etiquetado como artista, iba a
ser su socio? Desde luego, al principio mis problemas de imagen
personal y de autoridad me preocupaban tanto como mis
misiones específicas.
Lo que me esperaba en mi nueva administración no era un
asunto menor; sabía que los antiguos colaboradores de Todt me
considerarían un intruso. Aunque me tuvieran por un buen
amigo de su difunto jefe, también me habían visto acudir a sus
oficinas con bastante frecuencia a pedir material para mis obras.
Hacía años que estas personas se sentían íntimamente unidas a
320
Todt.
En cuanto llegué al Ministerio fui al despacho de mis
principales colaboradores, evitándoles así tener que anunciarse
en el mío, en el que ordené que no se hiciera ningún cambio
mientras yo lo ocupara, a pesar de que la decoración del doctor
Todt no respondía a mis gustos[106].
En la mañana del 11 de febrero de 1942 tuve que recibir
solemnemente en la estación de Anhalt el féretro con los restos
mortales de Todt. Aquella ceremonia me conmovió tanto como
los funerales que se celebraron al día siguiente en la Sala de los
Mosaicos de la Cancillería del Reich, en los que Hitler estuvo
muy emocionado. Dorsch, uno de los más íntimos
colaboradores de Todt, me prometió lealtad en un sencillo acto
que se celebró junto a la tumba. Dos años más tarde, mientras
yo estaba gravemente enfermo, este hombre participó en una
intriga que Göring urdió contra mí.
•••
Mi trabajo comenzó enseguida. El subsecretario del ministro
del Aire, el mariscal Erhard Milch, me rogó que asistiera a la
reunión que tendría lugar el viernes 13 de febrero en el
Ministerio del Aire, en la que los tres Ejércitos de la Wehrmacht
y el Ministerio de Economía tratarían cuestiones de armamento.
A mi pregunta de si no se podía aplazar la sesión para que
pudiera entrar en materia, Milch me respondió con otra, como
correspondía a su carácter desenfadado y a la cordialidad de
nuestra relación: Ya estaban en camino los principales
industriales del Reich. ¿Acaso pretendía escabullirme? Acepté la
invitación. Göring me había hecho llamar el día anterior. En la
primera visita que le hacía en calidad de ministro, me habló de
las buenas relaciones que habíamos tenido mientras fui
arquitecto suyo. Esperaba que no se produjera ningún cambio
en ese aspecto. Cuando quería, Göring podía ser de una
321
amabilidad cautivadora, aunque algo altanera. Después me
expuso sus pretensiones: dijo haber alcanzado un acuerdo por
escrito con mi antecesor y que me estaban preparando el mismo
documento, que establecía que mi misión en el ejército no me
llevaría a inmiscuirme en el Plan Cuatrienal; me lo enviaría para
que lo firmara. Puso fin a nuestra entrevista diciendo con aire
enigmático que, por lo demás, durante la próxima reunión
averiguaría más cosas a través de Milch. No le di ninguna
respuesta y terminé la entrevista sin abandonar el tono cordial.
El Plan Cuatrienal abarcaba toda la economía del Reich, por lo
que el acuerdo que Göring me proponía me habría incapacitado
por completo para actuar.
Sospeché que en la reunión que Milch me había anunciado
me esperaba una sorpresa. Como no me sentía nada seguro,
expuse mis temores a Hitler, que aún se encontraba en Berlín.
Tras haber visto la reacción de Göring ante mi nombramiento,
podía contar con su apoyo.
—Está bien —me dijo—, si proceden de alguna manera
contra usted o tropieza con dificultades, interrumpa el acto e
invite a los participantes a dirigirse a la sala de sesiones del
gabinete. Entonces les diré cuatro cosas a esos caballeros.
La sala de sesiones del gabinete era considerada una especie
de «lugar sagrado», por lo que ser recibido en ella tenía que
producir una impresión especial. Y el hecho de que Hitler
estuviera dispuesto a dirigirse a aquel grupo, con el que yo
tendría que colaborar en el futuro, suponía para mí un
comienzo inmejorable.
La gran sala de sesiones del Ministerio del Aire estaba
repleta. Había allí treinta personas, los hombres más
importantes de la industria: el director general Albert Vögler;
Wilhelm Zangen, director de la Agrupación de Industriales
Alemanes; el capitán general Ernst Fromm, jefe del Ejército de
322
Reserva, con su subordinado el general Leeb, jefe de la
Dirección General de Armamento del Ejército de Tierra; el
almirante Witzell, jefe de Armamento de la Marina; el general
Thomas, jefe de la Dirección General de Armamento y
Economía del Alto Mando de la Wehrmacht; Walter Funk,
ministro de Economía del Reich; varios apoderados del Plan
Cuatrienal y otros importantes colaboradores de Göring. Milch
asumió la presidencia como representante del Ministerio en el
que se celebraba la reunión, y rogó a Funk que se sentara a su
derecha y a mí que lo hiciera a su izquierda. Tras una breve
introducción, explicó las dificultades organizativas que
conllevaba el enfrentamiento de las tres ramas de la Wehrmacht.
Vögler, de la Asociación de Productores de Acero, expuso
entonces de un modo muy razonable que las órdenes y
contraórdenes, así como las disputas y los continuos cambios
respecto a los niveles de prioridad, alteraban la producción. Dijo
que había reservas sin utilizar, pero que éstas no llegaban nunca
a su destino, y que había llegado el momento de aclarar las
cosas. Alguien debía ocuparse de tomar una serie de decisiones.
Quién pudiera ser ese alguien era algo que a la industria no le
incumbía.
A continuación tomaron la palabra el capitán general
Fromm como representante del Ejército de Tierra y el almirante
Witzell en nombre de la Marina, que se adhirieron, salvo en
cuestiones de detalle, a las palabras de Vögler. El resto de los
asistentes se expresó en el mismo sentido, poniéndose así de
manifiesto el deseo general de que una sola persona asumiera la
dirección unificada de todos aquellos asuntos. También yo me
había dado cuenta de la necesidad de resolver la cuestión cuando
colaboraba con el Ejército del Aire.
Por último se puso en pie Funk, ministro de Economía del
Reich, y se volvió hacia Milch. Dijo que en el fondo todos
estábamos de acuerdo, tal como había demostrado el desarrollo
323
de la sesión. Por lo tanto, sólo faltaba determinar quién iba a ser
esa persona.
—¿Quién mejor que usted, querido Milch, que posee la
confianza de Göring, nuestro estimado mariscal del Reich? Creo
hablar en nombre de todos al rogarle que acepte usted esta
misión —terminó, en un tono demasiado patético para aquel
círculo.
No había duda de que todo aquello estaba preparado.
Mientras Funk continuaba hablando, susurré a Milch al oído:
—La reunión proseguirá en la sala de sesiones del gabinete.
El Führer quiere hablar sobre mis funciones.
Milch, hombre inteligente y de comprensión rápida,
contestó a la propuesta de Funk que se sentía muy honrado por
su confianza, pero que no podía aceptar[107].
Entonces tomé la palabra por primera vez. Transmití la
invitación del Führer y dije al mismo tiempo, con firmeza, que
la discusión proseguiría el jueves 19 de febrero en mi Ministerio,
ya que, a juzgar por las apariencias, el asunto entraba de lleno en
mis funciones como ministro. Milch dio por terminada la
sesión.
Funk admitió más tarde ante mí que Billy Körner,
subsecretario de Göring y su hombre de confianza en el Plan
Cuatrienal, lo había apremiado el día antes de la reunión para
que propusiera a Milch como apoderado con poder de decisión.
Funk daba por seguro que Körner no habría podido decirle
aquello sin que Göring lo supiera.
Únicamente la invitación de Hitler pudo hacer comprender
a aquellos hombres, habituados a la relación de fuerzas existente
hasta entonces, que yo me hallaba en una posición más sólida
que mi antecesor al comenzar a ejercer mis funciones.
Hitler tenía ahora que sancionar en público mi actuación.
Me llamó a su despacho, hizo que lo informara brevemente de
324
lo ocurrido y me pidió que lo dejara sólo unos instantes para
tomar unas notas. Después se dirigió conmigo a la sala del
gabinete.
Hitler habló durante cerca de una hora. Se extendió en
consideraciones sobre la economía de guerra y recalcó la
importancia de que se produjera un aumento sustancial en la
producción de armamento. Habló de las valiosas fuerzas que
había que movilizar en la industria y mencionó el conflicto que
tenía con Göring de una manera sorprendentemente franca:
—Este hombre no se puede hacer cargo del armamento
dentro del marco del Plan Cuatrienal.
Hitler siguió diciendo que era necesario establecer una
separación entre aquella cuestión y el Plan Cuatrienal, y que por
ello me la asignaba a mí. A veces se le daba a uno un cargo y
luego se le quitaba; son cosas que pasan, continuó.
Técnicamente era posible aumentar la producción, pero se
habían cometido muchas negligencias. En la cárcel Funk me
dijo que Göring, durante el proceso de Nuremberg, había
pedido que le entregaran una copia escrita de estas palabras de
Hitler, equivalentes a una destitución, para utilizarla como
descargo ante la acusación de haber utilizado a trabajadores
forzados.
Hitler evitó rozar siquiera el problema de la dirección
unificada, y se refirió en exclusiva al armamento del Ejército de
Tierra y de la Marina, excluyendo a propósito el aéreo. Como se
trataba de una decisión política, y dadas las costumbres del
sistema, me guardé muy bien de plantearle aquel punto tan
conflictivo. Concluyó su parlamento con una llamada a la buena
voluntad de los asistentes: habló de mi capacidad organizativa
en el campo de la construcción —cosa que dudo que
convenciera a los presentes—, calificó de gran sacrificio personal
mi nueva actividad —algo en lo que, viendo lo crítico de la
325
situación, todos debieron de estar de acuerdo— y expresó
finalmente la esperanza de que no sólo recibiría todo su apoyo
en el desempeño de mi cargo, sino que también sería tratado
con honestidad:
—¡Compórtense con él como unos gentlemen! —dijo,
recurriendo a una palabra que era de lo más inusual en él.
Lo que no hizo fue delimitar con claridad mis cometidos, y
eso me pareció bien.
Hitler nunca había presentado antes a un ministro de
aquella forma. Incluso en un sistema menos autoritario,
semejante debut habría supuesto una valiosa ayuda. En nuestro
Estado, las consecuencias resultaron asombrosas incluso para mí:
durante mucho tiempo pude moverme en un espacio en cierto
modo vacío y desprovisto de toda resistencia, con lo que pude
hacer casi todo lo que quise.
Funk, que acompañó conmigo a Hitler al salir de la sala de
sesiones, prometió emocionado mientras nos dirigíamos a la
residencia del canciller que pondría a mi disposición todo lo que
necesitara y que haría cuanto estuviera en su mano para
ayudarme. Mantuvo su promesa, salvo pequeñas excepciones.
Bormann y yo estuvimos charlando unos minutos con
Hitler en la sala de estar. Antes de retirarse a sus habitaciones,
volvió a aconsejarme que confiara en la industria, en la que
encontraría a las personas más capaces. Ese pensamiento no era
nuevo para mí, pues Hitler había destacado con frecuencia que
lo mejor era dejar las grandes tareas directamente en manos de la
economía, ya que la burocracia ministerial —que le inspiraba
una gran aversión— no hacía sino frenar sus iniciativas.
Aproveché para asegurarle, en presencia de Bormann, que tenía
la intención de recurrir sobre todo a los técnicos de la industria,
pero que para ello era necesario que no se tuviera en cuenta si
pertenecían o no al Partido, pues, como era sabido, muchos de
326
aquellos técnicos no estaban afiliados. Hitler se declaró
conforme y encargó a Bormann que respetara mis deseos; de
este modo, y al menos hasta el atentado del 20 de julio de 1944,
mi Ministerio quedó a cubierto de las desagradables
comprobaciones de Bormann.
Aquella misma noche hablé abiertamente con Milch, quien
me prometió colaborar conmigo en todo y abandonar el espíritu
de rivalidad que hasta entonces había marcado la conducta de la
Aviación hacia el Ejército y la Marina en cuestión de
armamento. En especial durante los primeros meses sus consejos
me resultaron imprescindibles, y no tardó en surgir entre
nosotros una cordial amistad que todavía perdura.
327
CAPÍTULO XV
IMPROVISACIÓN ORGANIZADA
Disponía de cinco días antes de que se celebrara la reunión en el
Ministerio. Debía organizar mis ideas en ese lapso de tiempo.
Por extraño que pueda parecer, ya tenía una visión clara de lo
fundamental. Desde el primer momento fui avanzando como
un sonámbulo hacia el único sistema que me permitiría tener
éxito en el suministro de armamentos. Es verdad que ya durante
los dos años anteriores mi actividad me había permitido ver
«muchos errores sistemáticos que no habría podido apreciar de
haberlo contemplado todo desde arriba»[108].
Elaboré un organigrama en cuyas coordenadas verticales se
situaban los diversos productos finales, tales como tanques,
aviones o submarinos, es decir, el armamento de los tres
ejércitos de la Wehrmacht. Alrededor de esas columnas
verticales situé varios anillos, cada uno de los cuales representaba
un grupo de los suministros necesarios para hacer cañones,
tanques, aviones y otros tipos de armas. En esos anillos
imaginaba reunida la terminación de las piezas de forja, de los
rodamientos o de los equipos electrotécnicos. Acostumbrado,
por mi condición de arquitecto, a pensar de forma
tridimensional, diseñé el esquema en perspectiva.
El 19 de febrero volvieron a encontrarse, en la antigua sala
de sesiones de la Academia de Bellas Artes, los jefes de los
departamentos de economía de guerra y de armamento.
Después de haber hablado durante una hora, tomaron nota sin
328
discusión de mi esquema organizativo, y tampoco se opusieron a
un poder que, de acuerdo con lo discutido en la reunión del día
13, me asignaba la dirección unitaria para fabricar armamentos,
así que me dispuse a hacer pasar el documento entre los
presentes para que lo firmaran: el procedimiento era
completamente inusitado en las relaciones entre los
departamentos del Reich.
Sin embargo, la impresión causada por el discurso de Hitler
seguía surtiendo efecto. El primero en declararse del todo
conforme con mi proposición fue Milch, quien firmó enseguida
el poder que solicitaba. El resto de los asistentes formuló
algunos reparos formales que Milch resolvió gracias a su
autoridad. El único en resistirse hasta el último momento fue el
almirante Witzell, representante de la Marina, quien dio su
consentimiento con reservas.
Al día siguiente me dirigí al cuartel general de Hitler junto
con el mariscal Milch, el general Thomas y el general Olbricht,
que representaba al capitán general Fromm, para dar cuenta a
Hitler del resultado positivo de la reunión y exponerle mis
planes organizativos. Él se mostró de acuerdo en todo.
A mi regreso, Göring me citó en Karinhall, su finca de caza,
enclavada en la zona de Schorfheide, más de setenta kilómetros
al norte de Berlín. Después de ver el nuevo Berghof en 1935,
Göring hizo construir, en torno a su antigua y modesta casa de
cacería, una residencia señorial que superó en tamaño a la de
Hitler; la sala de estar tenía las mismas dimensiones que ésta,
pero la ventana corredera era mayor. A Hitler le disgustó el
dispendio; pero su arquitecto había construido una plataforma,
adecuada al afán de lujo de Göring, que ahora le servía de
cuartel general.
En tales reuniones siempre se perdía todo un valioso día de
trabajo. También esta vez, después de llegar puntualmente hacia
329
las once de la mañana tras un largo viaje en automóvil, tuve que
pasarme una hora contemplando los cuadros y gobelinos de la
sala de recepción de Göring, quien, al contrario que Hitler, no
se preocupaba demasiado por sus citas. Se presentó por fin,
descendiendo de forma romántico-decorativa de sus aposentos
vestido con una bata de terciopelo verde. Nos saludamos con
bastante frialdad. Me precedió hasta su sala de trabajo y tomó
asiento en su gigantesco escritorio mientras yo me sentaba
discretamente frente a él. Göring, muy excitado, se quejó con
amargura de que no lo hubiera invitado a la reunión celebrada
en la sala del Gabinete y me pasó por encima de la mesa un
dictamen del director de sección del Plan Cuatrienal Erich
Neumann sobre las consecuencias jurídicas del documento que
yo había pergeñado. Con una rapidez que no le habría supuesto
a causa de su corpulencia, se puso en pie de un salto y empezó a
caminar de prisa de un lado a otro por la espaciosa estancia,
fuera de sí. Dijo que sus apoderados eran unos cobardes sin
carácter. Al firmar aquel documento se habían subordinado a mí
para siempre sin consultar siquiera con él. No me dejó hablar,
pero en aquella situación me pareció muy bien. Indirectamente,
sus reproches también se dirigían contra mí, pero el hecho de
que no se atreviera a censurar mi conducta denotaba la
debilidad de su posición. Por fin declaró que no podía aceptar
que se socavara de aquel modo su autoridad. Iría enseguida a ver
a Hitler y renunciaría a su cargo de «delegado para la realización
del Plan Cuatrienal»[109]. Desde luego, eso no habría significado
ninguna pérdida, pues Göring, quien no hay duda de que al
principio impulsó con gran energía el plan, en 1942 era
considerado una persona letárgica y muy perezosa. Causaba una
impresión de inestabilidad cada vez mayor, emprendía
arbitrariamente demasiadas cosas a la vez, trabajaba a saltos y
por lo general se mostraba muy poco realista.
Por supuesto, Hitler no habría aceptado la dimisión de
330
Göring, lo que habría tenido unas consecuencias políticas que
no deseaba, y habría buscado una solución de compromiso, que
era justamente lo que había que evitar, pues todo el mundo
temía los compromisos de Hitler, que solían constituir unas
salidas que no resolvían las dificultades, sino que aún
complicaban más la situación.
Sabía que tenía que hacer algo para reforzar el quebrantado
prestigio de Göring. Le aseguré que las innovaciones que Hitler
deseaba y que sus apoderados generales habían aceptado no
menoscabarían de ningún modo su posición. Göring se mostró
satisfecho con mis palabras. Yo estaba dispuesto a subordinarme
a él y a realizar mis actividades en el marco del Plan Cuatrienal.
Tres días después me presenté de nuevo en la residencia de
Göring y le mostré un borrador en el que yo figuraba como
«apoderado general para las cuestiones de armamento dentro del
Plan Cuatrienal». Göring se mostró conforme, aunque me hizo
saber que me había propuesto hacer demasiadas cosas y que sería
mejor para mis propios intereses limitar mis objetivos. Dos días
más tarde, el 1 de marzo de 1942, Göring firmó un decreto que
suponía más para mi autoridad que el documento del 19 de
febrero al que ponía objeciones y que me facultaba para «dar al
armamento […], en el conjunto de la vida económica, la
primacía que le corresponde en caso de guerra»[110].
El 16 de marzo, poco después de que también Hitler —
satisfecho de que las dificultades con Göring se hubieran
resuelto— diese su conformidad al acuerdo, comuniqué mi
nombramiento a la prensa alemana, a la que facilité una vieja
fotografía en la que Göring me ponía amistosamente la mano en
el hombro, contento por mi proyecto para su departamento de
mariscal del Reich. Con ello quería dar a entender que la crisis
de la que ya se comenzaba a hablar en Berlín estaba cerrada. La
Oficina de Prensa de Göring me envió una nota de protesta
331
para indicarme que la fotografía y el decreto sólo podían haber
sido publicados por él.
Hubo más dificultades. Göring se me quejó de que el
embajador italiano le había dicho que, según la prensa
extranjera, él —Göring— había sido derrotado por el nuevo
ministro. ¡Esas noticias tenían que minar a la fuerza su prestigio
en la industria! Puesto que era un secreto a voces que la
economía nacional financiaba los grandes gastos de Göring, tuve
la sensación de que lo que temía en realidad era que estos
beneficios disminuyeran, así que le propuse invitar a los
industriales a una reunión en Berlín en la que yo me
subordinaría formalmente a él. Mi propuesta le agradó en
extremo y le hizo recobrar al instante su buen humor.
Por lo tanto, unos cincuenta industriales recibieron de
Göring la orden de presentarse en Berlín. La reunión se inició
con un breve discurso mío en el que cumplí mi promesa,
mientras que Göring hizo una larga disertación sobre la
importancia del armamento. Invitó a los industriales presentes a
dedicar todas sus energías a la tarea y siguió con los tópicos
consabidos. En cambio, no se pronunció ni a favor ni en contra
de mi cometido, que no mencionó en absoluto. En el futuro, la
desidia de Göring me permitiría actuar libremente y sin
inhibiciones. Aunque estaba celoso de mis éxitos, durante los
dos años siguientes apenas hizo intento alguno de interferir en
mis actividades.
Dada la mengua de la autoridad de Göring, no me
parecieron suficientes los poderes que éste me había concedido e
hice que poco después, el 21 de marzo, Hitler firmara lo
siguiente: «Las exigencias de la economía general alemana han
de subordinarse a las necesidades de la economía armamentista».
Las costumbres del régimen autoritario hacían que el decreto de
Hitler equivaliera a un pleno poder en todo el campo de la
332
economía.
La forma jurídica de nuestra organización era igualmente
improvisada. Consideré que la delimitación precisa de mis
competencias no me convenía y conseguí evitarla. Por
consiguiente, mi actividad podía regirse en cada caso en función
de los objetivos y de la capacidad de mis colaboradores. Una
formulación concreta de los derechos que se derivaban de mi
posición de poder casi ilimitado, reafirmada por el apoyo de
Hitler, no habría tenido otra consecuencia que las disputas con
otros Ministerios sobre cuestiones jurisdiccionales, sin que se
hubiera podido lograr un acuerdo satisfactorio.
Es cierto que estas ambigüedades eran un cáncer en la forma
de gobernar de Hitler; pero yo estaba de acuerdo con ellas si me
favorecían y siempre que él firmara los decretos que yo le
presentaba; sin embargo, cuando no aceptaba ciegamente mis
peticiones, y en determinados aspectos dejó de hacerlo muy
pronto, me veía sumido en la impotencia o condenado a
servirme de la astucia.
En la noche del 2 de marzo de 1942, cerca de un mes
después de mi nombramiento, invité a una cena de despedida a
todos los arquitectos que trabajaban en el nuevo Berlín. En mi
breve discurso les dije que cualquiera puede verse metido un día
precisamente en aquello contra lo que ha tratado de resistirse
toda la vida. Y que me parecía muy singular que mi nueva
ocupación no me resultara del todo extraña, a pesar de que, a
primera vista, se encontrara tan alejada de la anterior.
—Desde la época en que estuve en la Escuela Superior —
proseguí—, sé muy bien que, si uno quiere comprender las
cosas, tiene que dedicarse a ellas a fondo. El hecho de que ahora
me centre en los tanques me hará más fácil dedicarme a otros
muchos cometidos.
Continué diciendo que de momento había previsto que
333
necesitaría un plazo de dos años para llevar a cabo mi programa.
No obstante, esperaba poder regresar antes. Más adelante iba a
serme de utilidad mi misión de guerra, pues precisamente los
técnicos iban a ser llamados a solucionar los problemas del
futuro.
—Y la dirección de la técnica —concluí con cierta
exageración— será en el futuro tarea de los arquitectos[111].
Con los poderes que Hitler me había otorgado en el bolsillo
y con un Göring tranquilo, pude poner en marcha la
«autorresponsabilización de la industria» que mi esquema
establecía. Aunque hoy se da por cierto que la inesperada y
rápida mejora en la producción de armamento se ha de atribuir
a este sistema organizativo, sus bases no eran en absoluto
nuevas. Tanto el mariscal Milch como mi antecesor, el doctor
Todt, habían empezado a encomendar tareas de dirección a los
técnicos más notables de las principales fábricas. Sin embargo, el
doctor Todt había tomado esta idea de otro: el verdadero
promotor de la «autorresponsabilización de la industria» fue
Walther Rathenau, el gran organizador judío de la economía de
guerra durante la Primera Guerra Mundial. Su idea de que se
podía aumentar de manera considerable la producción mediante
el intercambio de experiencias técnicas, la división del trabajo
entre las distintas fábricas y la tipificación y normalización de
los productos lo llevó, ya en 1917, a establecer la tesis de que,
bajo estas premisas, «se podría garantizar el doble de producción
con las mismas instalaciones y los mismos costes»[112]. En un
rincón del Ministerio de Todt se hallaba un antiguo colaborador
de Rathenau que durante la Primera Guerra Mundial había
trabajado con él y que más adelante escribió un libro sobre su
organización. El doctor Todt obtuvo muchos datos de él.
Constituimos «comisiones principales» para cada tipo de
armas y «anillos principales» para los suministros, de tal modo
334
que trece de estas comisiones constituían las columnas de mi
organización armamentista, unidas entre sí por un número igual
de anillos[113].
Organicé también comisiones de desarrollo, constituidas por
oficiales del Ejército de Tierra e industriales, cuyo objeto era
inspeccionar la producción, introducir mejoras técnicas en ella
ya durante los trabajos preliminares y suprimir los pasos
innecesarios.
La primera premisa de la racionalización era que los comités
y equipos se asegurasen —esto era vital para nuestra idea— que
una fábrica determinada se concentrase en producir solo un
producto, pero que lo hiciera al máximo de su capacidad.
Debido a la inquietud de Hitler y Göring, que se traducía en
súbitos cambios de programa, había obligado a las empresas a
asegurarse de tener cuatro o cinco pedidos simultáneos —
preferiblemente de distintas secciones de la Wehrmacht—, con
el fin de, en caso de que se anulara alguno, poder desplazar su
capacidad industrial hacia otro. Además, la Wehrmacht solía
hacer pedidos a corto plazo. Por ejemplo, antes de 1942, la
petición de municiones aumentaba o disminuía según el
consumo, que seguía un ritmo espasmódico a causa de las
batallas relámpago, lo que obligaba a las empresas a no dedicarse
de manera permanente a producirlas. Nosotros garantizamos los
pedidos y procuramos que cada empresa fabricara productos de
un mismo tipo.
Estas pequeñas modificaciones consiguieron convertir en un
proceso industrial lo que durante los primeros años de la guerra
había tenido, en cierto modo, un carácter artesanal. No tardaron
en lograrse resultados sorprendentes. Es significativo que eso no
sucediera en las industrias que ya antes de la guerra trabajaban
de modo racionalizado, como la del automóvil, donde la
producción aumentó muy poco. Yo consideraba que mi tarea
335
fundamental consistía en descubrir y analizar los problemas
ocultos tras la rutina de los años; su solución la dejaba en manos
de los especialistas. Obsesionado por mi misión, no aspiraba a
que disminuyeran mis competencias, sino al contrario. El
aprecio de Hitler, el sentido del deber, el orgullo, la
autoestima…: todo se juntaba. Al fin y al cabo era, con mis
treinta y seis años de edad, el ministro más joven del Reich. La
«organización industrial» pronto estuvo compuesta por más de
diez mil colaboradores y auxiliares, en tanto que en nuestro
Ministerio sólo trabajaban 218 funcionarios[114]. Esta relación
respondía a mi idea de que el trabajo ministerial debía
subordinarse a la «autorresponsabilización de la industria».
La rutina de trabajo del Ministerio establecía que la mayor
parte de los casos llegaran al ministro a través del subsecretario,
quien decidía sobre su importancia siguiendo su propio criterio
y efectuaba, en cierto modo, una criba. Yo eliminé este
procedimiento y puse bajo mis órdenes directas a más de treinta
jefes de la organización de la industria y a diez jefes de sección
del Ministerio[115]. En principio todos tendrían que entenderse
entre ellos; yo me reservé únicamente el derecho a intervenir en
las cuestiones importantes o en los casos en que hubiera
discrepancia de opiniones.
Nuestro método de trabajo era también poco habitual. Los
funcionarios de la burocracia estatal, estancados en su rutina,
hablaban despectivamente de un «Ministerio dinámico», de un
«Ministerio sin planificación» o de un «Ministerio sin
funcionarios». Se me acusó de recurrir a métodos informales o
americanos. Al decir que «cuando las competencias se delimitan
estrictamente, se incita a la gente a despreocuparse de todo lo
demás»[116], lo que hacía era protestar contra la rigidez del
sistema burocrático, pero al mismo tiempo me acercaba a las
ideas de Hitler sobre una dirección estatal improvisada y
conducida por el impulso de un genio.
336
También fue motivo de enojo uno de los principios de mi
gestión de personal: en cuanto inicié mi actividad, como
demuestra el protocolo del Führer de 19 de febrero de 1942,
estipulé que, cuando los directivos ocupasen puestos de
importancia, «en caso de que superaran los cincuenta y cinco
años de edad, debería nombrarse al mismo tiempo a un suplente
que no tuviera más de cuarenta».
Mis organigramas no llegaban a interesar a Hitler. Tuve la
impresión de que no le agradaba ocuparse de estas cuestiones; de
hecho, en muchos campos se había mostrado siempre incapaz
de distinguir entre lo fundamental y lo accesorio. Tampoco le
gustaba delimitar claramente las competencias. A veces
encargaba a varios departamentos o a distintas personas el
mismo cometido o uno muy similar:
—Así —opinaba con satisfacción— se impone el más
fuerte.
•••
Seis meses después de hacerme cargo del Departamento
habíamos aumentado mucho la producción en todos los campos
que nos habían sido asignados. De acuerdo con el «índice de la
producción alemana de armamentos», en el mes de agosto de
1942 se fabricó un 27% más de armas que en febrero del mismo
año, un 25% más de tanques y un 97% más —casi el doble—
de municiones; el rendimiento total de la producción de
armamento aumentó un 59,6%.[117] No había duda de que
pusimos en movimiento reservas que hasta la fecha no habían
sido utilizadas.
A pesar de los bombardeos, que acababan de comenzar, en
dos años y medio aumentamos la producción de armamentos
desde un promedio de 98 en 1941 a una cifra punta de 322 en
julio de 1944. El número de trabajadores, por el contrario, sólo
aumentó un 30%, así que conseguimos reducir a la mitad el
337
gasto de trabajo. Se había conseguido exactamente lo que
predijo Rathenau en 1917 como efecto de la racionalización:
«Doblar la producción con las mismas instalaciones y los
mismos costes de trabajo».
Al contrario de lo que se acostumbra afirmar con frecuencia,
esos resultados no fueron de ningún modo la obra de un genio.
Muchos de los técnicos de mi departamento tenían gran talento
organizador y habrían sido sin lugar a dudas más apropiados que
yo para llevar a cabo la tarea, pero ninguno de ellos habría
podido tener éxito, pues no habrían contado con la confianza
que Hitler había depositado en mí. El prestigio y el poder
otorgados por el Führer lo eran todo.
Más allá de todas las nuevas medidas organizativas, un
aspecto decisivo para que se produjeran estos notables
incrementos de la producción fue que yo empleara métodos
propios de una gestión democrática de la economía. Y es que,
por principio, mi sistema implicaba confiar en los responsables
de la industria hasta que los hechos dieran motivos para dejar de
hacerlo. Así, se recompensaron las iniciativas, se despertó la
conciencia de la propia responsabilidad, se suscitó el deseo de
tomar decisiones…, cosas que habían sido sofocadas hacía
tiempo entre nosotros. Bien es verdad que la presión mantenía
en marcha el sistema productivo, pero impedía la
espontaneidad. Afirmé que «la industria no nos engaña ni nos
roba a sabiendas, ni intenta perjudicar de ningún otro modo a la
economía de guerra»[118].
El Partido se sintió desafiado por mi actitud, como pude
comprobar después del 20 de julio de 1944. Fui duramente
atacado por todos y tuve que defender mi sistema de la
delegación de responsabilidades en una carta a Hitler[119].
A partir de 1942, los Estados rivales siguieron una dirección
opuesta y en cierto modo paradójica: mientras los americanos,
338
por ejemplo, se veían obligados a disciplinar de forma
autoritaria la estructura de la industria, nosotros intentábamos
eliminar las trabas de nuestro reglamentado sistema económico.
Con el paso de los años, la exclusión de toda crítica hacia las
jerarquías superiores había llevado a que los altos mandos no
tuvieran en cuenta los fracasos, errores o fallos de
planteamiento. Ahora volvía a haber grupos en los que se
discutía, se descubrían defectos y errores y se podía hablar sobre
la manera de eliminarlos. A menudo decíamos en broma que
estábamos tratando de reimplantar el sistema parlamentario[120].
Nuestro sistema dio lugar a una de las condiciones necesarias
para compensar las flaquezas de un régimen autoritario. Los
asuntos importantes ya no se resolvían únicamente según el
principio militar, es decir, de abajo arriba y por el conducto
reglamentario. Eso sí, era fundamental que a la cabeza de los
grupos hubiera personas que permitieran expresar los pros y los
contras de cada asunto antes de adoptar una decisión clara y
bien fundamentada.
Resulta grotesco que este sistema fuera mirado con reservas
por los directores de las empresas, a quienes dirigí una circular
para invitarlos a «comunicarme sus necesidades y observaciones
con más fluidez que hasta entonces» en cuanto entré en
funciones. Esperaba un alud de respuestas, pero no hubo
ninguna. Me sentí lleno de desconfianza y creí que no se me
permitía el acceso al correo, pero realmente no había llegado
nada. Más tarde supe que temían las represalias de los jefes
regionales.
La crítica de arriba abajo era más que copiosa, pero su
complemento necesario, es decir, la del inferior al superior, era
muy difícil de obtener. Después de ser nombrado ministro, a
menudo tuve la sensación de estar flotando en el aire, pues mis
decisiones nunca topaban con ningún eco crítico.
339
Debíamos el éxito de nuestro trabajo a miles de técnicos que
habían destacado por su alto rendimiento, a los que confiamos
secciones completas de la producción de armamento. Eso
despertó su dormido entusiasmo; mi estilo poco ortodoxo
aumentó su nivel de compromiso. En el fondo, lo que hice fue
aprovechar la vinculación muchas veces acrítica del técnico con
su tarea. La aparente neutralidad moral de la técnica no dejaba
que aflorara la conciencia de lo que hacían. Una de las peligrosas
repercusiones de la progresiva tecnificación de nuestro mundo a
causa de la guerra era que no permitía a los que trabajaban en él
vincularse con las consecuencias de su actividad anónima.
Yo prefería «colaboradores incómodos a peones
cómodos»[121]; en cambio, el Partido mostraba una profunda
desconfianza hacia los especialistas apolíticos. Sauckel, uno de
los jerarcas más radicales del Partido, decía que si al principio se
hubiera fusilado a unos cuantos directores de empresa, los
demás habrían presentado un mejor rendimiento.
Durante dos años fui inatacable. Sin embargo, tras el
atentado militar del 20 de julio de 1944, Bormann, Goebbels,
Ley y Sauckel se tomaron el desquite. Dirigí entonces una carta
a Hitler para decirle que no me sentía lo bastante fuerte para
proseguir con mi trabajo si éste tenía que ser valorado
políticamente[122].
•••
En el Estado de Hitler, los colaboradores de mi Ministerio
no afiliados al Partido disfrutaban de una protección legal
inusitada, pues, en contra de la opinión del ministro de Justicia,
desde el principio establecí que las causas criminales por
actividades contra la producción de armamento sólo podrían
abrirse a petición mía[123]. Esta salvedad siguió protegiendo a mis
colaboradores incluso después del 20 de julio de 1944. Ernst
Kaltenbrunner, jefe de la Gestapo, me preguntó si los tres
340
directores generales Bücher (de la AEG), Vögler (de la
Asociación de Productores de Acero) y Reusch (de la compañía
siderúrgica Gutehoffnungshütte) habían de ser procesados por
sus palabras «derrotistas». Mi respuesta en el sentido de que
nuestro trabajo nos obligaba a hablar con franqueza sobre la
situación evitó su encarcelamiento. Por otra parte, se amenazaba
con duros castigos a los colaboradores que abusaran de mi
sistema de confianza y dieran por ejemplo unas cifras falsas,
sabiendo que no las comprobaríamos, para acaparar materias
primas esenciales, lo que habría retrasado el envío de armas al
frente[124].
Desde el primer día consideré nuestra gigantesca
organización como algo provisional. Así como yo deseaba
reintegrarme a la arquitectura una vez terminada la guerra y me
había parecido necesario que Hitler me diera su palabra al
respecto, prometí a la dirección de la industria que nuestro
sistema se mantendría sólo durante la guerra; no podíamos
esperar que las empresas renunciaran en tiempos de paz a sus
hombres más capacitados, ni que pusieran sus conocimientos a
disposición de la competencia[125].
Además de no olvidar este carácter provisional, me esforzaba
por mantener la espontaneidad. Me preocupaba que las formas
burocráticas invadieran mi trabajo, e invitaba continuamente a
mis colaboradores a no extender actas y a impedir, mediante
conversaciones informales y telefónicas, que su actividad se viera
condicionada por los «procedimientos». Por lo demás, los
ataques aéreos contra las ciudades alemanas nos obligaban a una
improvisación continua, aunque a veces llegué a considerarlos
beneficiosos, como lo demuestra mi irónica reacción a la
destrucción del Ministerio durante el ataque aéreo del 22 de
noviembre de 1943:
—Si bien hemos tenido la suerte de que ardiera una gran
341
parte de las actas del Ministerio, lo cual nos librará por un
tiempo de un lastre innecesario, no podemos confiar en que
sucesos de ese tipo nos aporten a menudo la frescura que
necesitamos en nuestro trabajo[126].
A pesar de todos los progresos técnicos e industriales, la
producción de armamento no era comparable a la de la Primera
Guerra Mundial ni siquiera en la época de las principales
victorias militares, en 1940 y 1941. Durante el primer año de la
campaña de Rusia sólo se fabricó la cuarta parte de cañones y
munición que en otoño de 1918. Incluso tres años después, en
la primavera de 1944, cuando nuestros continuos éxitos nos
aproximaron al máximo en la producción de municiones, ésta
seguía por debajo de la lograda en la Primera Guerra
Mundial…, y eso contando con las fábricas de la antigua
Alemania, Austria y Checoslovaquia[127].
Siempre he contado el exceso de burocracia entre las causas
de este retroceso y lo combatí en vano[128]. Por ejemplo, en la
Dirección General de Armamentos había diez veces más
personal que durante la Primera Guerra Mundial. Desde 1942
hasta fines de 1944 insistí, en mis discursos y cartas, en que se
simplificara la Administración. Tras llevar un tiempo luchando
contra la típica burocracia alemana, potenciada por el sistema
autoritario, mi crítica a la tutela estatal de la economía de guerra
fue adquiriendo el carácter de un dogma político que me
permitía explicarlo todo: en la mañana del 20 de julio, unas
horas antes del atentado, escribí a Hitler una carta en la que le
decía que los rusos y los americanos obtenían buenos
rendimientos con una organización sencilla, en tanto que
nosotros, debido a lo anticuado de nuestro método, no
conseguíamos alcanzar unos resultados comparables. Esta guerra
enfrentaba también dos sistemas: era la «lucha de nuestro
sistema organizativo, excesivamente meticuloso, contra la
improvisación de la parte contraria». Si no modificábamos
342
nuestro sistema, ligado a la tradición y poco ágil, la posteridad
constataría que habíamos perdido la batalla.
343
CAPÍTULO XVI
OMISIONES
Sigue pareciéndome asombroso que Hitler pretendiera evitar a
su pueblo aquellos sacrificios[129] que Churchill o Roosevelt
impusieron a los suyos sin reparo alguno durante la guerra. La
discrepancia entre la movilización total de las fuerzas en la
democrática Inglaterra y el descuido con que se trató esta
cuestión en la Alemania autoritaria habla de la preocupación del
régimen respecto a la posibilidad de perder el apoyo popular. La
clase dirigente no quería imponerse sacrificios ni imponérselos al
pueblo, al que se esforzaba por mantener lo más contento
posible. Hitler y la mayoría de sus colaboradores políticos
habían sido soldados durante la Revolución de noviembre de
1918 y nunca lograron superarla. En sus conversaciones
privadas, Hitler dejaba entrever con frecuencia que experiencias
como la de 1918 enseñaban que nunca se era lo bastante
cauteloso. Para anticiparse a cualquier brote de inquietud, se
gastó más que en los países democráticos en abastecimiento de
artículos de consumo, pensiones de guerra o indemnización a las
mujeres que tenían a sus maridos en el frente. Mientras que
Churchill no ofrecía a su pueblo más que «sangre, esfuerzo,
sudor y lágrimas», para nosotros era válida en todas las fases y
crisis de la guerra la consigna de Hitler, monótonamente
repetida: «La victoria final es segura». El temor a la pérdida de
popularidad, que habría podido llevar a una crisis interna,
revelaba una posición política débil.
344
Alarmado por los reveses sufridos en el frente ruso, en
primavera de 1942 no sólo intenté movilizar todos los recursos,
sino que al mismo tiempo insistí en que «la guerra tiene que
terminar lo antes posible o, de lo contrario, Alemania la perderá.
Tenemos que ganarla antes de finales de octubre, antes de que
comience el invierno ruso, o la habremos perdido para siempre;
sin embargo, sólo podemos ganarla con las armas de que
disponemos ahora y no con las que tendremos el año que
viene». Sigo sin entender cómo pudo llegar este análisis de la
situación a conocimiento del Times, que lo publicó el 7 de
septiembre de 1942[130], en un artículo que resumía una opinión
que compartíamos Milch, Fromm y yo.
En abril de 1942[131] también declaré públicamente que
«nuestra intuición nos dice a todos que este año significará un
punto de inflexión decisivo en nuestra historia», sin sospechar
que dicho punto de inflexión estaba a punto de producirse con
el cerco del VI Ejército en Stalingrado, el aniquilamiento del
Afrika Korps, las exitosas operaciones de desembarco en África
del Norte y los primeros ataques aéreos en masa a las ciudades
alemanas. También nos encontrábamos en un punto de
inflexión en el campo de la economía de guerra, que hasta otoño
de 1941 se dirigió a sostener distintas batallas entre las que se
producían grandes intervalos de tregua, mientras que ahora
comenzaba la guerra permanente.
A mi modo de ver, la movilización de todas las reservas
habría tenido que comenzar por la cúpula del Partido. Esto me
parecía tanto más justificado cuanto que el 1 de septiembre de
1939 el propio Hitler había declarado solemnemente ante el
Reichstag que no habría privación alguna que él no estuviese
dispuesto a imponerse.
Al menos ahora aceptó mi propuesta de paralizar los
proyectos que había seguido impulsando, incluidos los del
345
Obersalzberg. Apelé a esta disposición cuando, quince días
después de tomar posesión de mi nuevo cargo, hablé frente a
nuestro auditorio más difícil: el de los jefes nacionales y
regionales. «Los trabajos destinados al tiempo de paz tienen que
pasar a segundo término. Debo informar al Führer de todo lo
que contravenga estas órdenes y perturbe de modo irresponsable
la producción de armamentos». Eso era una clara amenaza,
aunque prosiguiera diciendo reconciliadoramente que hasta
aquel invierno todos habíamos abrigado la esperanza de que el
conflicto se resolvería con rapidez. Ahora la situación militar
exigía paralizar todas las obras superfluas en las distintas
regiones. Era nuestro deber predicar con el ejemplo incluso
aunque el ahorro en mano de obra y material no fuera muy
grande.
Yo estaba convencido de que, a pesar de la monotonía de mi
discurso, todos los asistentes responderían a este llamamiento.
Sin embargo, al acabarlo me vi rodeado por numerosos jefes
regionales y de circunscripción que deseaban obtener
autorizaciones especiales para proseguir con algún proyecto.
El primero fue el mismo jefe nacional Bormann, quien se
había procurado una contraorden de un Hitler indeciso.
Efectivamente, los trabajadores empleados en el Obersalzberg,
que también necesitaban camiones, material y carburante,
continuaron allí hasta el final de la guerra, a pesar de que tres
semanas más tarde hice que Hitler me otorgara una nueva orden
de paralización de los trabajos[132].
Después me apremió el jefe regional Sauckel para asegurarse
la construcción de su Foro del Partido en Weimar, que
prosiguió hasta el final de la guerra. Robert Ley quería hacer
unas pocilgas en su finca modelo. Me dijo que tenía que
apoyarlo, pues sus experimentos serían de gran importancia para
nuestra alimentación. Rechacé por escrito su solicitud, pero me
346
permití la broma de encabezar así el escrito: «Al jefe de
organización nacional del NSDAP y jefe del Frente Alemán del
Trabajo. Asunto: Sus pocilgas».
Después de mi llamamiento, el propio Hitler, además de
continuar las obras en el Obersalzberg, hizo transformar en una
lujosa residencia para invitados el muy deteriorado palacio de
Klessheim, cerca de Salzburgo, lo que costó varios millones de
marcos, y Himmler levantó cerca de Berchtesgaden una gran
casa de campo para su amante con tal discreción que no me
enteré hasta las últimas semanas de la guerra. Después de 1942,
Hitler animó a un jefe regional a reformar el palacio de Poznan
y un hotel, para lo que empleó una gran cantidad de material
racionado, además de permitirle levantar una residencia
particular cerca de la ciudad. En 1942 y 1943 se fabricaron
nuevos trenes especiales para Ley, Keitel y otros, a pesar de que
ello exigía el empleo de valiosas materias primas y de
trabajadores especializados. Desde luego, se me ocultaron la
mayoría de los proyectos personales de los funcionarios del
Partido; el inmenso poder de que disfrutaban los jefes
nacionales y regionales me impedía ejercer ningún control en
este sentido y, si alguna vez lograba vetarlos, mis prohibiciones
tampoco se tenían en cuenta. Incluso en verano de 1944, Hitler
y Bormann comunicaron a su ministro de Armamentos que
cierto fabricante muniqués de marcos para cuadros no debía ser
reclutado para prestaciones de guerra. Unos meses antes, ellos
mismos dieron la orden de que «las fábricas de gobelinos y otros
centros de producción de objetos artísticos similares», ocupados
en la fabricación de alfombras y tapices para las obras de Hitler
para tiempos de paz, quedaran exentas de participar en el
programa de armamento[133].
Tras sólo nueve años de gobierno, la clase dirigente había
llegado a corromperse de tal forma que ni siquiera en la fase
crítica de la guerra era capaz de renunciar a su lujoso tren de
347
vida. Debido a sus «deberes de representación», todos ellos
necesitaban grandes casas, fincas de caza, haciendas y palacios,
personal de servicio, una mesa opulenta y una bodega selecta[134].
También estaban grotescamente preocupados por su vida. El
propio Hitler, fuera adonde fuera, empezaba por ordenar que se
construyeran búnkers para su protección personal, cuyo espesor
aumentaba —llegó a alcanzar los cinco metros— a medida que
lo hacía el calibre de las bombas. Llegó a haber verdaderos
sistemas de búnkers en Rastenburg, Berlín, el Obersalzberg,
Munich, en el palacio de invitados cercano a Salzburgo y en los
cuarteles generales de Neuheim y el Somme. Y en 1944 hizo
abrir en la roca de las montañas de Silesia y Turingia dos
cuarteles generales subterráneos, para lo que fue necesario
emplear a cientos de imprescindibles técnicos mineros y a miles
de trabajadores[135].
El patente temor de Hitler y la sobrevaloración de su
persona llevaba a los que lo rodeaban a preocuparse
exageradamente de su propia protección. Göring se hizo
construir en Karinhall, y también en el apartado castillo de
Veldenstein, cerca de Nuremberg, que casi nunca visitaba, una
amplia instalación subterránea[136]. Los setenta kilómetros de
carretera de Karinhall a Berlín, que discurrían entre bosques
solitarios, tuvieron que ser provistos a intervalos regulares de
refugios de hormigón. Cuando Ley vio el efecto de una bomba
pesada en un bunker público, lo único que le interesó fue el
espesor del techo que había sido perforado, para compararlo con
el de su bunker privado en el suburbio de Grunewald, que no
estaba en una zona peligrosa. Además, los jefes regionales, por
orden de Hitler, que los consideraba insustituibles, se hicieron
construir más búnkers fuera de las ciudades.
•••
De todas las cuestiones apremiantes de las que tuve que
348
ocuparme durante mis primeras semanas en el cargo, lo más
urgente fue la falta de mano de obra. Una noche, por ejemplo,
al visitar una de las principales fábricas de armamento de Berlín,
la Rheinmetall-Borsig, vi que su valiosa maquinaria estaba
parada porque no disponía de trabajadores para cubrir un
segundo turno; en otras fábricas sucedía lo mismo. Por otra
parte, ya durante el día teníamos dificultades con el suministro
de corriente, que disminuía aún más a últimas horas de la tarde
y durante la noche. Como a la vez se estaban construyendo
nuevas instalaciones industriales por un valor aproximado de
once mil millones de marcos, para las que después iban a faltar
las máquinas-herramienta necesarias, me pareció que lo más
sensato era paralizar la mayor parte de aquellas obras y emplear a
los obreros así liberados en la cobertura de un segundo turno de
trabajo en las fábricas existentes.
Aunque Hitler acogió con agrado esta lógica propuesta y
firmó un decreto que reducía el volumen de nuevas
construcciones a un valor de tres mil millones de marcos, se
mostró obstinado cuando, a consecuencia de ese decreto, resultó
que también había que paralizar varios proyectos de la industria
química que suponían un total de unos mil millones de
marcos[137]. Siempre lo quería todo a la vez, y justificó su
oposición de esta manera:
—Es verdad que la guerra contra Rusia puede terminar
pronto; pero tengo proyectos de mayor alcance, para los que voy
a necesitar más carburante sintético que hasta ahora. Hay que
construir las nuevas fábricas, aunque tarden años en terminarse.
Un año después, el 2 de marzo de 1943, tuve que constatar
que no servía de nada «construir fábricas que se relacionaban
con grandes programas futuros y que no comenzarían a dar
rendimiento hasta después del 1 de enero de 1945»[138]. La
decisión de Hitler de no parar ciertos proyectos, tomada en
349
primavera de 1942, seguía siendo una carga para la producción
de armamentos en septiembre de 1944, cuando la situación
bélica era ya catastrófica.
Aunque la decisión de Hitler interfirió en mi plan de
paralizar una gran parte de la industria de la construcción,
conseguí que quedaran libres unos cien mil obreros, que fueron
transferidos a la producción de armamento. Pero entonces
surgió un obstáculo inesperado: el doctor Mansfeld, director del
«Grupo de asignación de trabajadores en el Plan Cuatrienal»,
me explicó con franqueza que carecía de autoridad para trasladar
de una región a otra a los obreros que quedaran sin empleo si los
jefes regionales se oponían a ello[139]. Y éstos, efectivamente, a
pesar de todas las rivalidades e intrigas, constituían una unidad
si consideraban que se atacaba uno de sus «derechos de
soberanía». Vi con claridad que, a pesar de la importancia de mi
posición, no podría con ellos estando solo. Necesitaba que uno
de los suyos, dotado de un poder especial de Hitler, me ayudara.
Elegí a mi viejo amigo Karl Hanke, largos años secretario de
Goebbels y jefe regional de la Baja Silesia desde enero de 1941.
Hitler estuvo de acuerdo en nombrar a un apoderado que me
asistiera, pero esta vez Bormann me salió al paso con éxito, pues
Hanke era considerado uno de mis partidarios. Su
nombramiento no sólo habría significado reforzar mi poder,
sino, al mismo tiempo, una intromisión en la esfera de
Bormann dentro de la jerarquía del Partido.
Cuando dos días después volví a exponer a Hitler mis
deseos, siguió mostrándose de acuerdo, pero rechazó mi
propuesta concreta:
—Hanke es un jefe regional demasiado joven y le costaría
mucho hacerse respetar. He hablado de este asunto con
Bormann. Nombraremos a Sauckel[140].
Bormann consiguió también que Hitler pusiera a Sauckel
350
bajo sus órdenes directas. Göring protestó con toda la razón,
pues el que sería su cometido se había llevado a cabo hasta
entonces dentro del marco del Plan Cuatrienal. Hitler, con la
despreocupación que lo caracterizaba respecto al aparato del
Estado, nombró a Sauckel «apoderado general» a la vez que lo
incorporaba a la organización del Plan Cuatrienal de Göring.
Éste protestó de nuevo, considerando que aquello constituía un
evidente menosprecio. No hay duda de que Hitler podría haber
convencido a Göring con unas pocas palabras de que él mismo
incorporara a Sauckel, pero no lo hizo. El prestigio de Göring,
ya vacilante, experimentó una nueva merma gracias a Bormann.
A continuación, Sauckel y yo fuimos convocados en el
cuartel general de Hitler. Durante la entrega del acta de
nombramiento, dijo que había que evitar por completo
cualquier problema de mano de obra y repitió lo que ya había
dicho el 9 de noviembre de 1941: «El territorio que trabaja
directamente para nosotros comprende a más de 250 millones
de personas; no debe haber ninguna duda de que conseguiremos
hacerlas trabajar a todas»[141]. Hitler dio a Sauckel la orden de
reclutar sin miramientos a los trabajadores que fueran necesarios
en los territorios ocupados. Y así comenzó una fase fatídica de
mi actividad, pues durante los dos años y medio siguientes no
dejé de apremiar a Sauckel para que me enviara mano de obra
extranjera para asignarla a la producción de armamentos.
Durante las primeras semanas no hubo roce alguno entre
nosotros. Sauckel nos aseguró a Hitler y a mí que se ocuparía de
la escasez de mano de obra y que sustituiría puntualmente a
todos los obreros cualificados que fueran llamados a filas por la
Wehrmacht. Por mi parte, lo ayudé a ganar autoridad y lo apoyé
en todo lo posible. Pero Sauckel había prometido demasiado: en
tiempo de paz, las bajas por vejez o muerte quedaban
compensadas por la nueva generación, compuesta por unos
600 000 jóvenes; sin embargo, éstos fueron reclutados por la
351
Wehrmacht, y no sólo ellos, sino también parte de los
trabajadores industriales. Por consiguiente, en 1942 hubo en la
industria de guerra un déficit muy superior al millón de
hombres.
Resumiendo: las promesas de Sauckel no se cumplieron. Las
esperanzas de Hitler de conseguir sin esfuerzo a todos los
trabajadores que necesitaba Alemania, teniendo en cuenta una
población de 250 millones de personas, quedaron frustradas
porque los militares alemanes que debían ejecutar las órdenes en
los territorios ocupados se mostraron débiles y porque los
afectados preferían huir a los bosques para luchar como
partisanos antes que dejarse evacuar a Alemania para realizar
trabajos forzosos.
Nuestra organización industrial me expresó una queja
cuando empezaron a llegar a las fábricas los primeros
trabajadores extranjeros. Sus objeciones principales eran las
siguientes: los insustituibles trabajadores especializados con los
que habían contado hasta entonces, que ahora iban a ser
reemplazados por los extranjeros, estaban ocupados en nuestras
producciones más importantes, que era donde más falta hacían;
los servicios de espionaje del enemigo lograrían sabotearnos
fácilmente si introducían a sus agentes en las filas de los obreros
de Sauckel. Además, en todas partes faltaban intérpretes que
pudieran entenderse con los distintos grupos lingüísticos.
Algunos de mis colaboradores me mostraron estadísticas que
reflejaban que el empleo de las mujeres alemanas había sido
mucho mayor durante la Primera Guerra Mundial que ahora;
me enseñaron fotografías de la salida de los obreros de la misma
fábrica de municiones en 1918 y en 1942: en las primeras se
veían sobre todo mujeres, en las segundas casi sólo hombres. Las
ilustraciones de revistas británicas y americanas me demostraron
que en estos países el número de mujeres empleadas en las
fábricas de armamento era mucho mayor que en el nuestro[142].
352
Cuando, a comienzos de abril de 1942, pedí a Sauckel que
incorporara a la mujer alemana a la producción de armamento,
me respondió sin ambages que era de su exclusiva competencia
elegir a los obreros, distribuirlos y decidir de dónde sacarlos.
Además, como jefe regional dependía directamente de Hitler.
No obstante, al final me propuso dejar la decisión en manos de
Göring, en su calidad de responsable del Plan Cuatrienal.
Göring se sintió a todas luces halagado con esta entrevista, que
volvió a celebrarse en Karinhall. De una amabilidad exagerada
con Sauckel, conmigo se mostró significativamente frío. Apenas
conseguí exponer mis razones, pues Göring y Sauckel me
interrumpían una y otra vez. El principal argumento de Sauckel
era el riesgo de degeneración moral de la mujer alemana a causa
del trabajo en las fábricas. Eso podía afectar no sólo a su «vida
anímica», sino también a su capacidad reproductora. Aunque
Göring aprobó con firmeza sus explicaciones, en cuanto acabó la
reunión, y sin que yo lo supiera, Sauckel solicitó, para ir del
todo sobre seguro, la conformidad de Hitler.
Era el primer golpe contra mi posición, que hasta entonces
se había tenido por inatacable. Sauckel comunicó su victoria a
sus colegas de la jefatura regional por medio de una proclama en
la que anunciaba, entre otras cosas: «Para procurar un alivio
sensible al ama de casa alemana, sobre todo a las madres de
familia numerosa, y no seguir poniendo en peligro su salud, el
Führer me ha encargado que incorpore al Reich a unas 400 000
ó 500 000 muchachas selectas, jóvenes y fuertes, procedentes de
los territorios orientales»[143]. Mientras que en 1943 Inglaterra
había reducido en dos tercios la cantidad de empleadas
domésticas, en Alemania siguió habiendo más o menos las
mismas, más de un 1 400 000 hasta el final de la guerra[144].
Además, pronto corrió la voz entre la población de que las
500 000 ucranianas se habían destinado sobre todo a resolver la
carencia de personal de servicio de los funcionarios del Partido.
353
La industria de armamentos de los países en guerra dependía
de la distribución del acero bruto. Durante la Primera Guerra
Mundial, la economía de guerra alemana destinó a este fin el
46,5% del acero, pero al hacerme cargo del Ministerio
comprobé que, en contraste con aquella cifra, entonces sólo se
dedicaba a esa partida el 37,5%.[145] Con el fin de aumentar la
cantidad de acero destinada a armamento, propuse a Milch que
distribuyéramos juntos las materias primas.
Así pues, el 2 de abril volvimos a dirigirnos a Karinhall. Al
principio Göring habló prolijamente de los temas más diversos,
pero al final se mostró dispuesto a aceptar nuestras ideas sobre el
establecimiento de una Central de Planificación dentro del Plan
Cuatrienal. Lo impresionó que apareciéramos juntos y preguntó
casi con timidez:
—¿Podrían acoger a mi Körner como tercer comisionado? Si
no, se pondrá triste[146].
La Central de Planificación no tardó en convertirse en el
dispositivo más importante de nuestra economía de guerra. En
realidad, resultaba incomprensible que no se hubiese creado
mucho tiempo atrás un estamento superior para gestionar los
distintos
programas
y
establecer
las
prioridades.
Aproximadamente hasta 1939 Göring se había encargado de
hacerlo, pero después no hubo nadie capaz de dirimir con
autoridad unos problemas cada vez más graves y complicados y
compensar su fracaso[147]. Aunque el decreto de Göring que
creaba la Central de Planificación preveía que él podría adoptar
cualquier decisión que creyera necesaria, nunca, tal como yo ya
esperaba, se le ocurrió hacerlo, y tampoco nosotros tuvimos
ningún motivo para pedírselo[148].
Las sesiones de la Central de Planificación tenían lugar en la
gran sala de juntas de mi Ministerio y resultaban interminables a
causa del gran número de participantes: los ministros y
354
subsecretarios, apoyados por sus correspondientes expertos,
solían pelear a brazo tendido para elevar sus cupos. Lo más
difícil era que había que asignar a la economía civil lo menos
posible, pero en cantidad suficiente para que la producción de
armamento no se viera perjudicada por el fallo del resto de
ramas productivas o por la falta de abastecimiento de la
población[149].
Yo me esforzaba por disminuir radicalmente la tasa de
bienes de consumo, habida cuenta de que, a principios de 1942,
la producción industrial en este sector era sólo un 3% inferior a
la de tiempos de paz. Sin embargo, en 1942 no conseguí
reducirla más que un 12%,[150] pues a los tres meses Hitler ya
lamentaba su decisión de «desplazar la producción hacia la de
armamentos», y el 28-29 de junio de 1942 estableció que «había
que reemprender la fabricación de productos para el
abastecimiento general de la población civil». Protesté alegando
que «tal consigna incitaría a una renovada resistencia contra la
línea actual a todos aquellos que hasta ahora han mostrado su
desagrado hacia la prioridad de los armamentos en la
industria»[151], palabras con las que atacaba sin ambages a los
funcionarios del Partido. Pero mis objeciones no hallaron
ningún eco en Hitler.
Una vez más, mi intención de implantar una economía de
guerra total había fracasado por culpa de las vacilaciones de
Hitler.
El aumento de la producción de armamentos no sólo exigía
más obreros y materias primas; también el transporte por
ferrocarril tenía que estar a la altura de las nuevas exigencias, a
pesar de que el tráfico ferroviario aún no se había recuperado de
la catástrofe derivada del invierno ruso. En el territorio del
Reich había largas filas de trenes que no podían llegar a su
destino, y muchos convoyes con material imprescindible para el
355
armamento sufrían retrasos intolerables.
El 5 de marzo de 1942, el doctor Julius Dorpmüller,
nuestro ministro de Transportes, un hombre ágil a pesar de sus
setenta y tres años, me acompañó al cuartel general con objeto
de exponer a Hitler el problema del transporte. Le expliqué lo
del caos ferroviario, pero como Dorpmüller sólo me apoyó con
reservas, Hitler, como siempre, eligió la interpretación más
optimista y demoró decidirse sobre un asunto tan importante
diciendo que «las repercusiones seguramente no serán tan graves
como las ve Speer».
Quince días después, Hitler accedió a mi insistente petición
de nombrar a un funcionario joven para suceder al actual
subsecretario del Ministerio de Transportes, que ya tenía sesenta
y cinco años. Pero Dorpmüller defendía un punto de vista muy
distinto:
—¿Que mi subsecretario es demasiado viejo? —dijo cuando
le transmití esta resolución—. ¡Pero si es un jovenzuelo! En
1922, cuando yo era presidente de una sección de los
Ferrocarriles del Reich, acababa de empezar como consejero…
Y consiguió suspender el nombramiento.
Sin embargo, ocho semanas después, el 21 de mayo de
1942, Dorpmüller no tuvo otro remedio que explicarme:
—Los Ferrocarriles del Reich disponen de tan pocas
locomotoras y vagones en territorio alemán que no pueden
garantizar ni siquiera los transportes más apremiantes.
Según decía en mi Crónica, estas palabras de Dorpmüller
«equivalían a una declaración de quiebra de los Ferrocarriles del
Reich». Aquel mismo día el ministro me ofreció un puesto
como director absoluto de transportes, pero lo rehusé[152].
Dos días después, Hitler me pidió que le presentara al
doctor Ganzenmüller, un joven consejero del ferrocarril que
durante el último invierno había conseguido restablecer el
356
tráfico ferroviario en una parte de Rusia (en el trayecto de
Minsk a Smolensk). Hitler estaba impresionado:
—Me gusta este hombre. Voy a nombrarlo subsecretario
enseguida. —A mi objeción de si no habría que consultarlo con
Dorpmüller, Hitler contestó—: ¡De ningún modo! Ni
Dorpmüller ni Ganzenmüller han de enterarse. En el cuartel
general los citaré sólo a usted, señor Speer, y a su hombre. El
ministro de Transportes vendrá por separado.
Por disposición de Hitler, Ganzenmüller y Dorpmüller
fueron alojados en distintos barracones del cuartel general, por
lo que el doctor Ganzenmüller no sospechaba nada cuando
entró en el despacho de Hitler sin su ministro de Transportes.
Un acta extendida aquel mismo día recoge las manifestaciones
de Hitler:
—El problema de los transportes es fundamental y hay que
solucionarlo. Durante toda mi vida, pero sobre todo el invierno
pasado, he tenido que ocuparme de cuestiones decisivas. Y
siempre había algún supuesto especialista o algún hombre con
autoridad que me decía: «Eso no es posible, no se puede hacer».
¡Pero yo no me puedo contentar con eso! Hay problemas que
deben resolverse como sea. Si los mandos son los adecuados,
siempre se solucionan y siempre se solucionarán, pero eso no se
consigue amablemente. A mí la amabilidad me trae sin cuidado,
como tampoco me importa lo que la posteridad pueda decir de
los métodos que tengo que emplear. Para mí, la cuestión es sólo
una: tenemos que ganar la guerra, o Alemania estará perdida.
Hitler siguió contando cómo había opuesto su voluntad a la
catástrofe del invierno anterior y a los generales que pretendían
batirse en retirada y pasó a hablar de algunas normas que yo le
había recomendado para restablecer el orden en los transportes.
Y sin consultar ni hacer entrar siquiera al ministro, que estaba
esperando fuera, nombró a Ganzenmüller nuevo subsecretario
357
de Transportes, ya que «había demostrado en el frente que
poseía la energía suficiente para restablecer el tráfico en
malísimas condiciones».
El ministro de Transportes y su director general Leibbrandt
no fueron invitados a participar en la reunión hasta ese
momento. Hitler les explicó que se había decidido a intervenir
en los transportes porque eran decisivos para obtener la victoria.
Y prosiguió con uno de sus típicos argumentos:
—En su día empecé sin nada, como un soldado
desconocido en la guerra mundial, y no tuve mi oportunidad
hasta que fracasaron todos los que parecían mucho más aptos
para el mando que yo. Sólo contaba con mi voluntad, y a pesar
de todo conseguí imponerme. Mi biografía demuestra que
nunca capitulo. Hay que vencer los problemas de la guerra.
Insisto: para mí no existe la palabra «imposible». —Y después
repitió, casi a gritos—: ¡No existe!
Sólo entonces comunicó al ministro de Transportes que
había nombrado nuevo subsecretario de su Ministerio al hasta
entonces consejero del ferrocarril; la situación resultó penosa
tanto para el ministro como para su nuevo subsecretario, y
también para mí.
Hitler hablaba siempre con gran respeto sobre los
conocimientos técnicos de Dorpmüller, y precisamente por eso
el ministro habría esperado que tratara antes con él la cuestión
de su ayudante. Pero era obvio que Hitler (como tantas otras
veces, cuando se las veía con expertos en alguna materia) había
recurrido a los hechos consumados para evitar una discusión
embarazosa. De hecho, Dorpmüller aceptó la humillación sin
despegar los labios.
En esa misma ocasión Hitler determinó que Milch y yo
actuáramos temporalmente como directores absolutos en lo
referente a los transportes. Debíamos ocuparnos de que las
358
exigencias formuladas «fueran satisfechas en el menor tiempo y
con el mayor alcance posible». Por fin, Hitler dio por terminada
la sesión con estas palabras, capaces de desarmar a cualquiera:
—No debemos perder la guerra por un problema de
transportes. ¡Así pues, hay que solucionarlo[153]!
Y efectivamente, se solucionó. El joven subsecretario empleó
medios sencillos para eliminar el atasco, acelerar la circulación y
satisfacer las crecientes necesidades del transporte de
armamentos. Una comisión directiva de los ferrocarriles se
ocupó de impulsar la reparación de las locomotoras dañadas por
el invierno ruso; además, las locomotoras, que se construían
hasta entonces artesanalmente, pasaron a fabricarse en serie, lo
que multiplicó la producción[154]. A pesar de que se hacía más
armamento, la fluidez de los transportes se mantuvo; por otra
parte, la reducción del territorio que ocupábamos también
implicaba que se acortaran los trayectos… Finalmente, los
ataques aéreos sistemáticos de otoño de 1944 volvieron a
convertir los transportes, ya de forma definitiva, en el mayor
escollo de nuestra economía de guerra.
Cuando Göring se enteró de que planeábamos incrementar
la producción de locomotoras, me hizo acudir a Karinhall y me
propuso muy en serio que las hiciéramos de hormigón, ya que
no disponíamos del acero suficiente. Dijo que, como las de
hormigón no durarían tanto como las de hierro, habría que
fabricar más. A pesar de que no sabía muy bien cómo se podría
llevar a cabo su propuesta, siguió insistiendo durante meses en
su disparatada idea, con la que me hizo perder las dos horas de
viaje en coche y otras dos de espera, además de hacerme pasar
hambre, pues era raro que en Karinhall se sirviera de comer a los
que eran convocados a una reunión: ésta era entonces la única
restricción que la economía de guerra total había impuesto en
casa de Göring.
359
Volví a visitar a Hitler una semana después del
nombramiento de Ganzenmüller, que había dado lugar a sus
lapidarias palabras sobre la solución de los problemas de
transporte. Fiel a mi idea de que los mandos debían predicar
con el ejemplo en una época crítica como aquélla, le propuse
que los altos cargos del Reich y del Partido dejaran de utilizar
sus vagones particulares hasta nueva orden, si bien, desde luego,
al decirlo no estaba pensando en él. Hitler eludió la decisión
afirmando que eran necesarios en el Este debido a las malas
condiciones de alojamiento. Para demostrarle que la mayoría de
aquellos coches no circulaban en el Este, sino en el Reich, le
mostré una larga lista con los innumerables altos cargos que los
utilizaban. Sin embargo, no tuve ningún éxito[155].
•••
Almorzaba a menudo con el capitán general Friedrich
Fromm en un reservado del restaurante Horcher. En uno de
estos encuentros, a fines de abril de 1942, me dijo que lo único
que nos daría alguna posibilidad de ganar la guerra era inventar
un arma completamente nueva. Me explicó que estaba en
contacto con un grupo de científicos que trabajaban en un arma
capaz de destruir ciudades enteras, quizá incluso de poner fuera
de combate a todas las Islas Británicas. Fromm me propuso
hacerles una visita. Le parecía importante que mantuviéramos
una entrevista con ellos.
También el doctor Albert Vögeler, director del principal
consorcio alemán del acero y presidente de la Kaiser-WilhelmGesellschaft, me llamó la atención en aquel tiempo sobre la
descuidada investigación atómica. Por él me enteré de los
escasos medios que el Ministerio de Educación y Ciencia del
Reich, lógicamente debilitado por la prioridad de la guerra,
dedicaba a investigación. El 6 de mayo de 1942 discutí el asunto
con Hitler y le propuse que Göring, como figura representativa,
360
encabezara el Consejo de Investigación del Reich[156]. Un mes
más tarde, el 9 de junio de 1942, Göring fue designado para el
cargo.
Hacia la misma época, los tres representantes de las distintas
armas (Milch, Fromm y Witzell) y yo nos reunimos en la
Harnackhaus, el centro berlinés de la Kaiser-WilhelmGesellschaft, para hacernos una idea general del estado de la
investigación nuclear alemana. Entre otros científicos cuyos
nombres ya no recuerdo, se hallaban presentes los futuros
premios Nobel Otto Hahn y Werner Heisenberg. Tras algunas
disertaciones relativas a distintos campos de investigación,
Heisenberg informó «sobre la desintegración atómica y el
desarrollo de la máquina de uranio y del ciclotrón»[157].
Heisenberg se lamentó de que el Ministerio de Educación no se
ocupara de fomentar la investigación nuclear, se quejó de la falta
de dinero y de materiales y mencionó que la incorporación a
filas de los científicos había hecho que la ciencia alemana
retrocediera en un campo que años atrás dominaba: los extractos
de las revistas científicas americanas permitían presumir que allí
se disponía de medios técnicos y económicos más que
suficientes para llevar adelante la investigación nuclear. Así pues,
era previsible que América nos llevara una ventaja que, dadas las
increíbles posibilidades que ofrecía la fisión nuclear, podría
llegar a tener tremendas consecuencias.
Después de su conferencia pregunté a Heisenberg cómo
podía emplearse la física nuclear para fabricar bombas atómicas.
Su respuesta no fue en absoluto alentadora. Dijo que, aunque la
solución científica se había encontrado ya, por lo que en teoría
nada obstaculizaba la fabricación de la bomba, seguramente
tendrían que transcurrir por lo menos dos años para prepararlo
todo, y eso siempre que se le prestara toda la ayuda que
solicitaba a partir de aquel mismo momento. Heisenberg
justificó un plazo tan largo alegando, entre otras razones, que en
361
toda Europa se disponía de un único ciclotrón que estaba en
París y que funcionaba aún imperfectamente. Le propuse
recurrir a mi autoridad como ministro de Armamentos para
construir ciclotrones como los que tenían en Estados Unidos o
mayores. Sin embargo, Heisenberg objetó que, con nuestra falta
de experiencia, por el momento sólo podríamos preparar un
modelo pequeño.
De todos modos, el capitán general Fromm prometió
licenciar a unos cien colaboradores científicos, y yo invité a los
investigadores a que me indicaran qué medidas había que
adoptar para fomentar la investigación nuclear, así como qué
materiales y cuánto dinero necesitaban. Pocas semanas después
nos pidieron varios cientos de miles de marcos, además de acero,
níquel y otros metales restringidos en pequeñas cantidades, así
como la construcción de un bunker y algunos barracones, y
solicitaron que se diera la máxima prioridad al primer ciclotrón
alemán, ya comenzado. Me extrañó la modestia de las peticiones
en un asunto tan decisivo, por lo que elevé el dinero a dos
millones de marcos y autoricé la entrega del material. Al parecer,
de momento no habría servido de nada emplear más
cantidades[158], y en cualquier caso me dio la impresión de que la
bomba atómica no iba a tener trascendencia en la guerra.
Como conocía la tendencia de Hitler a fomentar proyectos
fantásticos mediante exigencias insensatas, fue muy poco lo que
le dije el 23 de junio de 1942 acerca de la conferencia sobre la
fisión nuclear y de las medidas adoptadas para apoyar la
investigación en este campo[159]. Obtuvo informes más
detallados y optimistas de su fotógrafo Heinrich Hoffmann, que
tenía amistad con el ministro de Comunicaciones del Reich,
Ohnesorge, así como también, muy probablemente, por medio
de Goebbels. Ohnesorge se interesaba por la fisión nuclear y,
igual que las SS, mantenía un equipo de investigación
independiente, dirigido por el joven físico Manfred von
362
Ardenne. La circunstancia de que Hitler no se dirigiera a los
responsables directos para informarse, sino que eligiera hacerlo a
través de fuentes incompetentes y poco fiables, basadas en
rumores, demuestra una vez más su tendencia al diletantismo y
su escasa comprensión de lo que representa una investigación
científica.
Hitler me habló alguna vez de la posibilidad de fabricar una
bomba atómica, pero era evidente que la idea superaba su
capacidad de comprensión, igual que se le escapaba el carácter
revolucionario de la física nuclear. En las transcripciones que se
han conservado de mis conversaciones con Hitler, constituidas
por 2200 puntos, la fisión nuclear sólo aparece una vez, y se
trata además muy brevemente. Aunque alguna vez consideró las
perspectivas que ofrecía, mi informe sobre la entrevista que
había mantenido con los físicos lo ratificó en su decisión de no
dedicar un mayor interés al asunto. Es verdad que el profesor
Heisenberg no me había respondido de una manera categórica a
la pregunta de si, tras lograr una fisión nuclear, ésta podría
mantenerse con toda seguridad bajo control o si, por el
contrario, continuaría ininterrumpidamente, causando una
reacción en cadena. Estaba claro que a Hitler no lo
entusiasmaba la posibilidad de que la Tierra se convirtiera en
una estrella incandescente bajo su dominio. A veces bromeaba
con la idea de que los científicos, en su afán obsesivo por
descubrir todos los secretos terrenales, llegaran un día a prender
fuego al globo. Añadía que de todos modos hasta entonces aún
habrían de transcurrir muchos años y que era seguro que él no
lo vería.
La reacción de Hitler ante la última imagen de un noticiario
cinematográfico sobre el bombardeo de Varsovia en otoño de
1939 confirmaba que no habría vacilado ni un instante en
emplear bombas atómicas contra Inglaterra. Estábamos con él y
Goebbels en la sala de estar de su residencia berlinesa. Las nubes
363
de humo oscurecían el cielo y los bombarderos se arrojaban en
picado sobre sus objetivos. En un crescendo acentuado por las
tomas cinematográficas, se podía seguir la trayectoria de las
bombas, el ascenso de los aparatos y la nube de explosiones, que
adquiría dimensiones gigantescas. Hitler estaba fascinado. El
final de la película lo constituía un montaje en el que un avión
se precipitaba sobre Gran Bretaña, se veía una enorme llamarada
y la isla saltaba en pedazos. El entusiasmo de Hitler era
desbordante:
—¡Eso es! —exclamó, arrebatado—, ¡los aniquilaremos!
A propuesta de los físicos nucleares, en otoño de 1942
renunciamos a desarrollar la bomba atómica después de que, al
preguntarles nuevamente por los plazos, me explicaran que no se
podía contar con finalizarla antes de tres o cuatro años; en ese
tiempo, la guerra tenía que estar más que decidida. En su lugar
autoricé el desarrollo de un quemador de uranio que generara
energía motriz en el que estaba interesada la Marina para
emplearlo en los submarinos.
Durante una visita a las fábricas Krupp hice que me
mostraran algunos componentes de nuestro primer ciclotrón y
pregunté al técnico que lo construía si no podíamos intentar
hacer uno mayor. Su respuesta reiteraba lo que ya me había
dicho el profesor Heisenberg: nos faltaba experiencia. En verano
de 1944, cerca de la clínica de la Universidad de Heidelberg,
pude ver cómo se desintegraba un núcleo atómico en nuestro
primer ciclotrón. El profesor Walter Bothe me informó de que
este aparato nos permitiría realizar progresos médicos y
biológicos. Me di por satisfecho.
A consecuencia del bloqueo de las importaciones de
volframio de Portugal, en el verano de 1943 nos vimos
amenazados por una crisis en la producción de municiones en
las que se empleaban aleaciones de este metal, por lo que ordené
364
reemplazarlo por uranio[160], autorizando el empleo de unas
1200 toneladas de nuestras reservas, lo que demuestra que ya
entonces tanto mis colaboradores como yo habíamos
abandonado la idea de fabricar bombas atómicas.
•••
Quizá habría sido posible tener lista la bomba atómica en
1945, pero para ello habría sido indispensable que se hubieran
puesto a nuestra disposición, con el tiempo suficiente, unos
medios técnicos, económicos y personales similares a los
dedicados al desarrollo de los misiles. Desde este punto de vista
Peenemünde no sólo fue nuestro mayor proyecto, sino también
el más fallido[161].
El hecho de que no se dedicaran mayores esfuerzos a este
terreno también tenía que ver con consideraciones ideológicas.
Hitler admiraba al físico Philipp Lenard, que había recibido el
premio Nobel en 1905 y era uno de los pocos científicos que
estaban de su parte desde el principio. Lenard había dicho a
Hitler que los judíos ejercían una influencia perniciosa en la
física nuclear por medio de la teoría de la relatividad[162].
Invocando la opinión de su ilustre compañero de Partido, en sus
conversaciones de sobremesa Hitler había llegado a tachar la
física nuclear de «física judía», lo cual no sólo fue cogido al
vuelo por Rosenberg, sino que también hizo que el ministro de
Educación dudara sobre el apoyo que debía prestar a la
investigación nuclear.
De todos modos, aun en el caso de que Hitler no hubiese
aplicado sus doctrinas a la investigación nuclear, incluso aunque
el estado de nuestra investigación de base en junio de 1942
hubiese permitido a nuestros físicos nucleares invertir, en lugar
de varios millones, varios miles de millones de marcos para
desarrollar la bomba atómica, la crítica situación de nuestra
economía de guerra nos habría impedido aportar los materiales
365
y trabajadores cualificados necesarios. No fue sólo la mayor
capacidad de producción de Estados Unidos lo que permitió a
este país emprender un proyecto de tal envergadura. Hacía
tiempo que la industria armamentista alemana, debido a la
frecuencia cada vez mayor de los ataques aéreos, se hallaba en
una situación de emergencia que impedía los proyectos de largo
alcance. A lo sumo, y concentrando al máximo los esfuerzos,
Alemania habría podido disponer de la bomba atómica en 1947;
desde luego, no la habría tenido al mismo tiempo que América,
en agosto de 1945. La guerra habría acabado a más tardar el 1
de enero de 1946, al consumirse nuestras últimas reservas de
mineral de cromo.
•••
Así, desde el principio de mi trabajo como ministro fui
encontrando un fallo tras otro. Hoy suena extraño que durante
la guerra Hitler observara a menudo que la perderían «quienes
cometieran los mayores errores». Él mismo, con una cadena de
decisiones equivocadas en todos los campos, contribuyó a
acelerar el fin de una guerra que de todos modos estaba perdida,
a juzgar por nuestra capacidad productiva: por ejemplo, con su
confusa planificación de la guerra aérea contra Inglaterra, con la
falta de submarinos al comenzar la guerra y, sobre todo, por no
desarrollar un plan estratégico general. Tienen razón las
numerosas observaciones que, en los libros de memorias
alemanes, señalan los decisivos errores de Hitler; sin embargo,
eso no significa necesariamente que sin ellos pudiera haberse
ganado la guerra.
366
CAPÍTULO XVII
HITLER, COMANDANTE EN JEFE
El diletantismo era una de las peculiaridades características de
Hitler. No tenía profesión y, en el fondo, siempre fue por libre.
Como muchos autodidactas, no era capaz de comprender lo que
significaba ser experto en algo y por tanto, sin hacerse cargo de
las dificultades que entraña cualquier cometido de cierta
importancia, acaparaba sin cesar nuevas funciones. A veces, al
carecer del lastre de ideas preconcebidas, su rapidez de
comprensión lo llevaba a arriesgarse a adoptar medidas
inusitadas que jamás se le habrían ocurrido a un especialista. Los
éxitos estratégicos de los primeros años de la guerra pueden
atribuirse perfectamente a su incapacidad para aprender las
reglas del juego y al ingenuo placer que le proporcionaba tomar
decisiones. Como el contrario se atenía a unas reglas que Hitler,
en su prepotencia autodidacta, desconocía o no empleaba, se
produjeron efectos sorpresa que, unidos a la superioridad
militar, fueron la base de sus éxitos. Pero, como suele sucederles
a los inexpertos, naufragó tan pronto se produjeron los primeros
reveses. Entonces su desconocimiento de las reglas del juego se
convirtió en un defecto y su tendencia a la improvisación dejó
de ser una ventaja. Cuanto mayores eran los fracasos, con más
fuerza y rabia salía a flote su incorregible diletantismo. Durante
mucho tiempo, su propensión a tomar decisiones sorprendentes
e inesperadas había sido su fuerte; pero ahora aceleraba su
derrota.
•••
367
•••
Cada dos o tres semanas salía de Berlín para pasar unos días
en el cuartel general de Hitler, primero en el de la Prusia
Oriental y después en el de Ucrania, con objeto de que decidiera
sobre la gran cantidad de detalles técnicos por los cuales se
interesaba en su calidad de comandante en jefe del ejército de
tierra. Hitler conocía todas las clases de armas y municiones,
con su calibre, longitud de cañón y alcance. También sabía de
memoria con qué existencias de los principales armamentos
contábamos, así como su producción mensual. Podía comparar
con todo detalle nuestro programa con los suministros y sacar
sus conclusiones.
La ingenua alegría de Hitler por lucirse con su
memorización de cifras rebuscadas, ahora en la esfera de los
armamentos como antes en la producción automovilística o en
la arquitectura, demostraba a las claras que también aquí
actuaba como un diletante; constantemente parecía esforzarse
por mostrarse por lo menos a la misma altura que los
especialistas, aunque está claro que uno que lo sea de verdad no
se atiborrará de datos que puede suministrarle uno de sus
asistentes. Hitler necesitaba demostrarse a sí mismo sus
conocimientos; además, disfrutaba haciéndolo.
Extraía sus informaciones de un gran libro de tapas rojas
con una ancha franja transversal amarilla. Este catálogo, al que
se añadían continuamente suplementos, contenía información
relativa a toda clase de municiones y armas, y lo tenía siempre
en su mesilla de noche. A veces hacía que su criado se lo trajera
si, durante una conferencia militar, un colaborador daba una
cifra que Hitler hallaba incorrecta y corregía al instante.
Entonces se abría el libro, se confirmaban los datos de Hitler y
se ponía en evidencia la desinformación de un general. La
memoria de Hitler para los números era el terror de todo su
368
entorno.
Aunque podía intimidar de esta forma a la mayoría de los
oficiales que lo rodeaban, se sentía inseguro ante los
especialistas. Cuando topaba con la resistencia de uno de ellos,
ni siquiera persistía en su opinión.
Normalmente Todt, mi antecesor, hacía que lo
acompañaran a las reuniones dos de sus principales
colaboradores, Xaver Dorsch y Karl Saur, pero a veces también
iba con él uno de sus expertos. Sin embargo, daba mucha
importancia al hecho de proceder personalmente a las
exposiciones, y sólo recurría a sus colaboradores cuando se
trataba de difíciles cuestiones de detalle. Yo no me tomé siquiera
la molestia de memorizar cifras que Hitler siempre recordaría
mejor que yo. Así pues, para sacar partido de su respeto hacia los
especialistas, siempre llevaba a las reuniones a los técnicos que
mejor dominaban las cuestiones que debíamos tratar.
De esta forma me vi libre de la pesadilla de las «reuniones
con el Führer» en las que cualquiera terminaba acorralado por
un bombardeo de cifras y datos técnicos. Solía presentarme en el
cuartel general acompañado de unos veinte civiles. En la zona
restringida I no tardaron en bromear por esta invasión. Elegía a
los colaboradores, normalmente entre dos y cuatro, que debían
acompañarme a la reunión según el orden del día, y me dirigía
con ellos a una sala del cuartel general contigua a las
habitaciones de Hitler. Era una estancia de unos 80 m2,
decorada con sencillez y con las paredes revestidas de madera
clara; frente a un gran ventanal había una sólida mesa de roble,
de unos cuatro metros de largo, sobre la que se extendían los
mapas, aunque para las reuniones nos sentábamos alrededor de
una mesa más pequeña, rodeada de seis sillones, que había en un
rincón.
Durante estas entrevistas, yo procuraba mantener la mayor
369
reserva. Inauguraba la sesión aludiendo brevemente al tema del
día e invitaba después a uno de los especialistas a exponer sus
puntos de vista. Ni el entorno exterior, con sus numerosos
generales y asistentes, zonas de vigilancia, zonas restringidas y
pases, ni la aureola que todo este aparato proporcionaba a Hitler
intimidaban a mis expertos. Los largos años de satisfactorio
ejercicio de su profesión hacía que tuvieran clara conciencia de
su categoría y responsabilidad. A veces la conversación
degeneraba en un encendido debate, pues no era raro que
olvidasen a quién tenían delante. Hitler se tomaba todo esto con
una mezcla de humor y respeto; en este círculo se mostraba
discreto, trataba a mis asistentes con notable cortesía e incluso
renunciaba a la técnica con la que solía sofocar toda oposición
mediante largos, agotadores y paralizantes discursos. En esta
situación era capaz de distinguir entre lo fundamental y lo
accesorio, se mostraba ágil y sorprendía por la rapidez con que
sabía elegir entre varias posibilidades, razonando el motivo de su
elección. No le costaba ningún trabajo orientarse entre los
procesos técnicos, planos y diseños. Sus preguntas demostraban
que durante el breve lapso que duraba la reunión había
conseguido captar lo esencial incluso de las cuestiones
complicadas. Desde luego, no se daba cuenta de la desventaja
que esto entrañaba: llegaba con demasiada facilidad al meollo de
las cosas para poder captarlas en toda su profundidad.
Yo nunca podía predecir el resultado de nuestras reuniones.
A veces, Hitler autorizaba sin mediar palabra una propuesta
cuyas perspectivas parecían poco prometedoras, y en otras
ocasiones se negaba obstinadamente a que se aplicaran ciertas
medidas que él mismo había exigido en una entrevista anterior.
No obstante, mi sistema de eludir su dominio de los detalles
recurriendo a especialistas que los conocían mejor que él me
brindó más éxitos que reveses. Sus otros colaboradores
comprobaban con asombro y no sin envidia que después de
370
estas reuniones especializadas no era raro que Hitler modificara
unos criterios que en anteriores conferencias militares había
calificado de irrevocables[163].
Ciertamente, el horizonte técnico de Hitler, lo mismo que
su imagen del mundo, su concepción del arte y su estilo de vida,
se había detenido en la Primera Guerra Mundial. Sus intereses
técnicos se centraban en las armas tradicionales del Ejército de
Tierra y la Marina y, aunque siguió formándose en estos
terrenos e incrementando sus conocimientos de continuo, lo
que le permitió proponer varias innovaciones convincentes y
útiles, no tenía mucha visión para nuevos desarrollos como el
radar, la bomba atómica, los aviones a reacción y los misiles.
Cuando volaba en el nuevo avión Cóndor, lo que no hizo con
frecuencia, se preocupaba porque no funcionara el mecanismo
que desplegaba el tren de aterrizaje y decía que a pesar de todo
prefería el viejo Ju 52, con su tren de aterrizaje rígido.
Muchas veces, la misma noche que seguía a nuestras
reuniones Hitler exponía a su entorno militar los conocimientos
técnicos que acababa de adquirir y le encantaba exhibirlos como
si fueran de su propia cosecha.
Cuando apareció el tanque ruso T 34 Hitler se mostró
triunfante, pues pudo señalar que hacía tiempo que reclamaba
aquel cañón tan largo. Aun antes de ser nombrado ministro oí
cómo, después de la presentación del tanque IV, Hitler se
quejaba amargamente, en el jardín de la Cancillería del Reich,
de la terquedad de la Dirección General de Armamentos del
Ejército de Tierra, que no se había mostrado receptiva hacia su
sugerencia de aumentar la velocidad de los proyectiles alargando
el cañón porque sostenía que hacerlo comportaría una
sobrecarga en la parte frontal del tanque que haría que el
vehículo perdiera el equilibrio.
Hitler sacaba a relucir esto una y otra vez cuando hallaba
371
resistencias respecto a sus ideas.
—Entonces tuve razón y nadie quiso creerme. ¡Y ahora
vuelvo a tenerla!
Mientras que el Ejército de Tierra esperaba poder disponer
por fin de un tanque cuya velocidad superara al T 34,
relativamente rápido, Hitler insistía en que era preferible
aumentar la fuerza de penetración del proyectil y, al mismo
tiempo, proteger mejor el vehículo por medio de un blindaje
pesado. También en este terreno dominaba las cifras y conocía
las fuerzas de percusión y las velocidades de tiro. Solía demostrar
su teoría con el ejemplo de los buques de guerra:
—En una batalla naval, quien disponga de cañones de más
alcance podrá abrir fuego a mayor distancia, aunque sólo sea un
kilómetro más lejos. Y si encima el blindaje es más sólido…,
entonces tiene que ser superior a la fuerza. ¿Qué quieren
ustedes? Lo único que podrá hacer el buque más rápido es
aprovechar esta cualidad para escapar. ¿O es que pretenden
convencerme de que su velocidad le permitirá superar un
blindaje pesado y una artillería potente? Lo mismo podemos
decir de los tanques: el más ligero y rápido no tendrá más
remedio que apartarse del más pesado.
Mis expertos de la industria no participaban directamente
en estas discusiones. Nosotros teníamos que fabricar los tanques
tal como los pidiera el Ejército, tanto si quien establecía los
requisitos era el propio Hitler, el Estado Mayor o la Dirección
General de Armamentos. Las cuestiones relacionadas con la
estrategia de combate no eran asunto nuestro y solían discutirlas
los oficiales. En 1942, Hitler todavía evitaba cortar tales
discusiones con una voz de mando. Entonces aún escuchaba con
calma las objeciones y exponía con la misma calma sus
argumentos. Con todo, éstos tenían un valor especial.
Dado que el peso del Tigre, que debía ser de cincuenta
372
toneladas, había sido elevado a setenta y cinco por exigencias de
Hitler, decidimos desarrollar un nuevo tanque de treinta
toneladas cuyo nombre —Pantera— expresaba la mayor
agilidad que debía caracterizarlo; más ligero que el Tigre, pero
con el mismo motor, sería más veloz. Sin embargo, Hitler lo
sobrecargó hasta tal punto, reforzando el blindaje y alargando el
cañón, que acabó por tener, con sus cuarenta y ocho toneladas,
el peso previsto inicialmente para el Tigre.
Para compensar esta extraña transformación de una ágil
pantera en un lento tigre, más adelante fabricamos una serie de
tanques más pequeños, ligeros y veloces[164]. Para satisfacer y
tranquilizar a Hitler, la marca Porsche asumió al mismo tiempo
el diseño de un tanque superpesado, de más de cien toneladas,
que únicamente se podría fabricar a pequeña escala. Con el fin
de despistar a los espías, este nuevo monstruo recibió el nombre
de Ratón. Porsche hizo suya la predilección de Hitler por lo
superpesado y de vez en cuando lo informaba de desarrollos
paralelos del enemigo. En una ocasión Hitler hizo llamar al
general Buhle y le espetó:
—Acabo de enterarme de que existe un tanque enemigo
cuyo blindaje es muy superior al nuestro. ¿Tiene ya información
al respecto? Si es verdad, habrá que…, habrá que desarrollar un
nuevo cañón antitanque. La fuerza de percusión tiene que…,
hay que agrandar el cañón, o alargarlo, lo que sea, pero ¡hay que
reaccionar enseguida! ¡Inmediatamente[165]!
El error fundamental consistía en que Hitler no sólo se
había hecho cargo del mando supremo de la Wehrmacht, sino
también del Ejército de Tierra y, con él, de su hobby de
desarrollar tanques. En circunstancias normales, estas cuestiones
habrían sido debatidas por oficiales del Estado Mayor, de la
Dirección General de Armamentos del Ejército y de la
Comisión de Armamentos de la industria. El Comandante en
373
Jefe del Ejército de Tierra sólo habría intervenido en casos de
extrema gravedad. No era nada habitual que los oficiales
expertos recibieran instrucciones que se ocupaban hasta del
último detalle y éstas resultaban perniciosas, pues Hitler los
eximía de responsabilidades e instruía a sus oficiales para la
indiferencia.
Las decisiones de Hitler condujeron no sólo a que hubiera
muchos proyectos paralelos, sino también a problemas de
aprovisionamiento cada vez más difíciles de resolver. Era
especialmente molesto que Hitler no comprendiera la necesidad
de las tropas de recibir suficientes repuestos[166]. El inspector
general de las tropas acorazadas, el general Guderian, me dijo
varias veces que una reparación rápida, que requeriría mucho
menos tiempo que fabricar tanques nuevos, haría que estuvieran
en funcionamiento más de los que podrían producirse a costa de
las piezas de recambio. Apoyado por mi jefe de sección Saur,
Hitler insistió en que era prioritario hacer tanques nuevos; sin
embargo, arreglar los que estaban sólo averiados habría
permitido fabricar un 20% menos.
Alguna vez visité a Hitler con el capitán general Fromm, en
cuya jurisdicción, en su calidad de jefe del Ejército de Reserva,
se daban las anomalías descritas, con el fin de que le expusiera
los argumentos de las tropas. Fromm se expresaba con gran
claridad, se mostraba firme y tenía sentido de la diplomacia.
Sentado con el sable entre las rodillas y la mano en la
empuñadura, todo él manifestaba energía, y aún hoy creo que,
con su gran capacidad, habría podido impedir más de un error
en el cuartel general del Führer. De hecho, su influencia
aumentó después de algunas reuniones, pero enseguida se
hicieron perceptibles ciertas resistencias, tanto por parte de
Keitel, que veía amenazada su posición, como por la de
Goebbels, que lo presentó ante Hitler como un hombre en el
que no se podía confiar políticamente; el mismo Hitler chocó
374
con él por una cuestión de avituallamiento y, sin muchos
rodeos, me dio a entender que no deseaba que Fromm me
acompañara más.
El punto central de muchas de las reuniones mantenidas con
Hitler lo constituía la definición del programa de armamentos
del Ejército de Tierra. Él sostenía el siguiente punto de vista:
cuanto más exijo, más obtengo; el caso es que, para mi sorpresa,
algunos programas que los especialistas de la industria habían
calificado de irrealizables se cumplieron sobradamente. La
autoridad de Hitler liberaba unas reservas que nadie tenía en
cuenta al hacer sus cálculos. De todos modos, a partir de 1944
sus órdenes eran del todo utópicas; nuestros intentos de
imponerlas en las fábricas dieron muy poco rendimiento.
Me daba la impresión de que Hitler eludía con frecuencia su
responsabilidad militar refugiándose en aquellas larguísimas
reuniones sobre armamentos y producción bélica, que él mismo
me dijo alguna vez que le proporcionaban una distensión similar
a la que encontraba antaño cuando nos reuníamos para hablar
de arquitectura. Les dedicaba muchas horas incluso en
situaciones apremiantes, a veces justo cuando sus mariscales o
ministros deseaban hablarle con urgencia.
Nuestras conferencias técnicas solían estar vinculadas a la
presentación de algún arma nueva en un campo cercano.
Entonces todos tenían que formar; el jefe del Alto Mando de la
Wehrmacht, mariscal Keitel, se situaba a la derecha y, cuando
llegaba Hitler, lo informaba de los nombres de los generales y
técnicos presentes. Hitler daba gran valor a esta ceremoniosa
presentación, y subrayaba el carácter formal del acontecimiento
al emplear el coche oficial para recorrer los doscientos metros
escasos que lo apartaban del campo; yo debía tomar asiento en
la parte posterior.
El grupo se disolvía tan pronto Keitel terminaba el parte.
375
Hitler pedía que le mostraran los detalles, subía al vehículo
empleando las escalerillas preparadas al efecto y proseguía sus
discusiones con los expertos. Muchas veces Hitler y yo
opinábamos sobre los nuevos modelos con observaciones
elogiosas del tipo: «¡Qué cañón tan elegante!». «¡Qué forma tan
bella tiene este tanque!». Esto era un ridículo retroceso a la
terminología que empleábamos al examinar juntos las maquetas
arquitectónicas.
Durante una de estas inspecciones, Keitel tomó un cañón
antitanque de 7,5 cm por un mortero de campaña. Hitler
pareció pasar por alto este tropezón, pero se burló de él durante
el camino de regreso:
—¿Ha oído? Keitel y el antitanque. ¡Y eso que es general de
artillería!
En otra ocasión, la Luftwaffe había alineado el gran número
de variantes y modelos de su programa en un campo de aviación
cercano para que Hitler lo inspeccionara. Göring se había
reservado el privilegio de explicarle las características de cada
avión. Su Estado Mayor le había anotado en una chuleta el
nombre de los aparatos, las condiciones de vuelo y otros datos
técnicos justo en el orden en que se estaban dispuestos, pero
uno de ellos no estaba en su sitio y Göring no lo sabía, por lo
que, de un humor espléndido y ateniéndose a la lista, dio
explicaciones equivocadas a partir del que faltaba. Hitler, que
enseguida se dio cuenta del error, fingió no haber notado nada.
•••
A fines de junio de 1942 leí en el periódico, como cualquier
otro, que había comenzado una nueva gran ofensiva en el Este.
En el cuartel general reinaba un gran entusiasmo. Todas las
noches Schmundt, el asistente en jefe de Hitler, informaba al
personal civil del cuartel general sobre el avance de las tropas por
medio del gran mapa de la pared. Hitler estaba eufórico. Una
376
vez más había demostrado a sus generales, que le desaconsejaron
la ofensiva y le propusieron una táctica de defensa, que tenía
razón. También el capitán general Fromm parecía confiado,
aunque al comenzar el ataque me dijo que, dada la precariedad
de nuestra situación, éste constituía un verdadero lujo.
El ala izquierda, situada al este de Kiev, se alargaba cada vez
más. Las tropas se aproximaban a Stalingrado. Se hicieron
grandes esfuerzos para posibilitar el tráfico ferroviario en los
territorios recién conquistados y enviar refuerzos.
Apenas tres semanas después de comenzar el victorioso
avance, Hitler se trasladó a un cuartel general avanzado, cerca de
la ciudad ucraniana de Vinnitsa. Como los rusos no mostraban
actividad aérea y esta vez el Oeste se hallaba demasiado lejos
incluso para la habitual suspicacia de Hitler, no exigió que se
construyeran búnkers especiales y, en vez de las típicas
construcciones de hormigón, surgió una amable colonia de
bloques de viviendas dispersas por un bosque.
Mis vuelos al cuartel general me permitieron recorrer el país;
en una ocasión fui hasta Kiev. Mientras que inmediatamente
después de la Revolución de Octubre la arquitectura moderna
rusa se había visto influida por vanguardistas como Le
Corbusier, May o El Lissitzky, a fines de los años veinte y bajo
la égida de Stalin se orientó hacia un estilo clasicista y
conservador. El edificio de congresos de Kiev, por ejemplo,
podría haber sido diseñado por un buen alumno de la École des
Beaux Arts. Jugué con la idea de averiguar quién era el
arquitecto, con el fin de darle trabajo en Alemania. Había un
estadio clasicista adornado con atletas que seguían el modelo
antiguo, pero que, conmovedoramente, llevaban bañadores de
medio cuerpo o de cuerpo entero.
Hallé reducida a escombros una de las más famosas iglesias
de Kiev. Según me dijeron, un polvorín soviético alojado en ella
377
había volado por los aires. Más tarde supe por Goebbels que la
iglesia había sido destruida por orden del «comisario del Reich
para Ucrania», Erich Koch, con el fin de eliminar aquel símbolo
del orgullo nacional ucraniano. Goebbels me lo contó con
disgusto: estaba escandalizado por el curso brutal que seguía la
ocupación de Rusia. De hecho, en aquella época Ucrania
todavía estaba en paz y se podía viajar sin escolta por sus
extensos bosques, mientras que sólo medio año después todo el
territorio se había llenado de partisanos a causa de la errónea
política de los comisarios para el Este.
Otros viajes me llevaron al centro industrial de
Dniepropetrovsk. Lo que más me impresionó fue la ciudad
universitaria en construcción, que superaba cualquier escala
alemana y daba una idea imponente de la voluntad de la Unión
Soviética de convertirse en una potencia técnica de primer
orden. También visité la central eléctrica de Zaporozhie, volada
por los rusos, en la que se montaron turbinas alemanas después
de que un gran comando de obreros tapara la brecha abierta en
la presa por la explosión. Antes de retirarse, los rusos
interrumpieron el suministro de aceite a las máquinas mientras
éstas se hallaban en marcha, por lo que se sobrecalentaron y
terminaron convertidas en un inútil montón de chatarra: una
efectiva forma de destrucción que pudo ejecutar un solo hombre
moviendo una palanca. Más adelante, cuando Hitler declaró su
intención de transformar Alemania en un desierto, este recuerdo
me persiguió en mis horas de insomnio.
En el cuartel general, Hitler se atuvo a la costumbre de
comer en compañía de sus colaboradores más próximos; en la
Cancillería del Reich habían predominado los uniformes del
Partido, y ahora lo rodeaban los generales y oficiales de la plana
mayor. Al contrario que la sala lujosamente amueblada de la
Cancillería, este comedor tenía más bien el aspecto del
restaurante de la estación de un villorrio. Paredes cubiertas de
378
tablas, ventanas como las de un barracón y una larga mesa para
unas veinte personas, rodeada de simples sillas. Hitler tomaba
asiento cerca de la ventana, en el centro de la larga mesa. Keitel
se sentaba frente a él, y los dos lugares de honor, a la izquierda y
a la derecha de Hitler, estaban reservados a los visitantes, que
siempre eran distintos. Como en los viejos días de Berlín, Hitler
hablaba largamente de sus invariables temas favoritos y los
comensales quedaban degradados a la categoría de simples
oyentes. Estaba claro que se esforzaba por exponer sus ideas de
la forma más impactante posible a aquel círculo, tan alejado de
él y, además, tan superior en su origen y formación[167]. De este
modo, el nivel de las conversaciones de sobremesa del cuartel
general se distinguía ventajosamente del de la Cancillería.
En las primeras semanas de ofensiva, durante la comida
comentábamos con animación nuestro rápido avance por las
estepas de la Rusia meridional, pero dos meses después los
rostros fueron reflejando una opresión creciente, y también
Hitler comenzó a perder su seguridad.
Aunque nuestras tropas se adueñaron de los campos
petrolíferos de Maikop y la vanguardia acorazada luchó a orillas
del Terek y avanzó hasta el Volga meridional, cerca de Astracán,
a través de una estepa sin vías de comunicación, el avance perdía
la velocidad de las primeras semanas. Los refuerzos no podían
llegar tan lejos y las piezas de repuesto con que contaban las
tropas se habían acabado hacía tiempo, por lo que los efectivos
de los combatientes se iban reduciendo cada vez más. Tampoco
nuestra producción mensual de armamentos respondía a las
exigencias de una ofensiva que se extendía por tan gigantescos
espacios: entonces sólo fabricábamos una tercera parte de los
tanques y una cuarta parte de la artillería que lograríamos
producir en 1944. Por otra parte, aunque no se hallara
resistencia, aquellos grandes avances implicaban un
extraordinario desgaste. El centro de pruebas de Kummersdorf
379
sostenía que cualquier tanque pesado que hubiera recorrido 600
u 800 kilómetros necesitaría alguna reparación.
Hitler no entendía nada. Con la intención de sacar partido
de la presunta debilidad del enemigo, quería forzar el avance de
sus exhaustas tropas por el sur del Cáucaso, hacia Georgia. Por
consiguiente, desvió buena parte de los efectivos de la
vanguardia, ya muy debilitada, y quiso que avanzaran hacia
Sochi y que, tras rebasar Maikop, trataran de alcanzar Sujumi,
enclavada más al sur, moviéndose a lo largo de la estrecha
carretera de la costa. Ordenó llevar hacia allí al contingente
principal; creía que podría conquistar la región situada al norte
del Cáucaso sin dificultad.
Pero las unidades estaban exhaustas. A pesar de las órdenes
de Hitler, no conseguían avanzar. Durante las reuniones para
analizar la situación, Hitler pudo ver fotografías aéreas de los
impenetrables bosques de nogales de Sochi. Halder, jefe del
Estado Mayor, intentó convencerlo de que la empresa que
pretendía llevar a cabo en el sur fracasaría, pues los rusos podían
hacer intransitable durante mucho tiempo la carretera de la
costa mediante voladuras y, por otra parte, aquel camino era
demasiado estrecho y no permitía el paso de grandes unidades.
Pero Hitler no se dejó impresionar:
—¡Estas dificultades son superables, como todas! Antes de
nada tenemos que hacer nuestra la carretera. Entonces nos
quedará libre el camino hacia las estepas del sur del Cáucaso.
Allí podremos asentar tranquilamente a nuestras tropas e instalar
puntos de aprovisionamiento. Después, dentro de uno o dos
años, lanzaremos una ofensiva contra el bajo vientre del Imperio
Británico. Liberar Persia e Irak no nos costará mucho, y los
indios acogerán con entusiasmo a nuestras divisiones.
Cuando en 1944 hicimos una criba en el ramo de la
imprenta para suspender los trabajos innecesarios, tropezamos
380
en Leipzig con un pedido del Alto Mando de la Wehrmacht de
gran número de mapas de Persia y manuales de conversación,
que seguían imprimiéndose porque el encargo había sido
olvidado.
Ni siquiera a un profano le resultaba difícil darse cuenta de
que la ofensiva había alcanzado su límite logístico. Entonces
llegó la noticia de que un destacamento de las tropas alemanas
de montaña había conquistado la cima más alta del Cáucaso —
el Elbrús, de 5600 metros de altura, rodeado de extensos
glaciares—, en la que había clavado la bandera de guerra de
Alemania. Sin duda se trató de una operación innecesaria y, por
otra parte, de un alcance mínimo[168]: la aventura de unos
alpinistas apasionados. Todos nos mostramos comprensivos
frente a una acción que, por lo demás, nos pareció
insignificante. Vi a Hitler rabioso a menudo, pero pocas veces
llegó a estallar como al recibir esta noticia. Vociferó durante
horas, como si aquello hubiese echado a perder todo su plan de
campaña. Varios días después seguía maldiciendo a aquellos
«montañeros locos que deberían comparecer ante un consejo de
guerra», a los que en plena guerra se les había ocurrido perseguir
su ambición estúpida —opinaba Hitler, lleno de furor— y
alcanzar una cima igualmente estúpida, y eso a pesar de que
había dado la orden de que todas las fuerzas se concentraran en
Sujumi. Así podíamos ver todos cómo se obedecían sus órdenes,
exclamaba.
Asuntos urgentes reclamaron mi presencia en Berlín. Poco
después fue relevado de su cargo el comandante en jefe de los
ejércitos del Cáucaso, a pesar de que Jodl lo defendió con
energía. Cuando unos quince días después regresé al cuartel
general, Hitler se había enemistado con Keitel, Jodl y Halder.
No les daba la mano para saludarlos ni participaba en las
comidas comunes. Desde entonces y hasta el fin de la guerra se
hizo servir la comida en su bunker, al que ya sólo invitaba a
381
algún elegido de vez en cuando. Las relaciones de Hitler con el
entorno militar se habían roto para siempre.
¿Se debía sólo al fracaso de una ofensiva en la que había
puesto tantas esperanzas? ¿O quizá, por primera vez, presentía
un cambio general? Puede que se mantuviera alejado de sus
oficiales porque ya no se habría sentado entre ellos como un
triunfador, sino como un fracasado. Además, seguramente se le
habían agotado las ideas que exponía ante aquel círculo
extrayéndolas de su mundo de diletante, y a lo mejor también
percibió que su magia le había fallado por primera vez.
Hitler no tardó en tratar con más amabilidad a Keitel, que,
muy preocupado, lo había estado rondando varias semanas,
mostrando la máxima diligencia. Las aguas también volvieron a
su cauce con Jodl, quien, de acuerdo con su manera de ser, no
había manifestado reacción alguna. Pero el jefe del Estado
Mayor del Ejército de Tierra, el capitán general Halder, tuvo
que marcharse. Halder era un hombre sereno e introvertido que
posiblemente no estaba a la altura del dinamismo vulgar de
Hitler y siempre parecía algo desamparado. Su sucesor, Kurt
Zeitzler, era todo lo contrario: directo, insensible y vocinglero.
No respondía al tipo de militar capaz de pensar por sí mismo y
es posible que encarnara justo lo que quería Hitler: un
«ayudante» de confianza que, como le gustaba decir, «no pierda
el tiempo reflexionando sobre mis órdenes, sino que se ocupe de
cumplirlas con decisión». Posiblemente por eso no lo eligió
entre los militares de alta graduación; Zeitzler tenía un rango
menor, y fue ascendido dos grados para ocupar su nuevo
destino.
•••
Después del nombramiento del nuevo jefe del Estado
Mayor, Hitler me permitió asistir a las reuniones estratégicas
que se celebraban para analizar la situación, en las que al
382
principio yo era el único civil[169]. Podía tomármelo como una
prueba especial de que estaba satisfecho con mi trabajo, para lo
que, desde luego, tenía todos los motivos, dado el incremento
incesante de las cifras de producción. Sin embargo, no me
habría dado ese permiso si hubiese temido que las objeciones o
las disputas mermaran su prestigio ante mí. La tormenta se
había aplacado y Hitler había vuelto a dominarse.
La «gran sesión» tenía lugar cada día alrededor de las doce y
solía durar de dos a tres horas. Hitler era el único que se sentaba
ante la gran mesa de mapas, en una sencilla butaca de mimbre.
Alrededor de la mesa, en pie, se situaban los oficiales del Alto
Mando de la Wehrmacht, los del Estado Mayor del Ejército de
Tierra y los de enlace de la Aviación, de la Marina, de las
Waffen-SS y de Himmler; por lo general, se trataba de rostros
jóvenes y simpáticos, normalmente con el grado de comandante
o coronel. Entre ellos, sin ceremonia alguna, se situaban Keitel,
Jodl y Zeitzler. A veces también participaba Göring, quien,
como distinción especial o a causa de su corpulencia, se sentaba
en un taburete acolchado al lado de Hitler.
Unas lámparas de oficina con largos brazos extensibles
iluminaban los mapas. En primer lugar se deliberaba sobre el
frente oriental. Se ponían ante Hitler tres o cuatro mapas del
Estado Mayor formados por varios pedazos, cada uno de ellos de
unos 2,50 x 1,50 metros, en los que figuraban los avances del
día anterior, incluso las operaciones de reconocimiento, y casi
todas las indicaciones eran explicadas por el jefe del Estado
Mayor. Los mapas iban siendo desplazados fragmento a
fragmento, de manera que Hitler, que iba anotando las
modificaciones respecto a la víspera, tuviera siempre delante el
sector del que se hablaba. La preparación diaria de las
conferencias, en las que se dedicaban una o dos horas al frente
oriental y bastante más rato a los acontecimientos importantes,
si los había, representaba un enorme esfuerzo para el jefe del
383
Estado Mayor y sus oficiales, que tenían cosas más importantes
que hacer. Yo, profano en la materia, me asombraba al ver cómo
Hitler decidía objetivos, desplazaba divisiones o se ocupaba de
uno u otro detalle.
En tales ocasiones, al menos todavía en 1942, parecía
aceptar con calma los reveses graves; en todo caso, nunca
manifestaba reacciones extremas: trataba de mantener la imagen
del jefe imperturbable. Solía recalcar que su experiencia en las
trincheras durante la Primera Guerra Mundial lo había
familiarizado más con los asuntos bélicos de lo que lo habría
hecho la escuela de altos mandos, con todos sus asesores
militares. No hay duda de que esto era cierto en algunos
aspectos; sin embargo, muchos oficiales opinaban que
precisamente esta «perspectiva de trinchera» le impedía tener la
visión general que la jefatura requería, y que sus conocimientos
de detalle, en su caso los propios de un cabo, eran más bien un
estorbo. El capitán general Fromm, en el estilo lacónico que lo
caracterizaba, decía que un civil podría haber sido un
comandante en jefe mucho mejor que un cabo que además
nunca había luchado en el Este, por lo que era incapaz de
comprender los problemas especiales que presentaba aquel
frente.
Hitler procedía como un «zapatero remendón» de lo más
mezquino. A ello hay que añadir la desventaja de que los mapas
sólo permiten deducir de manera insuficiente la naturaleza del
terreno. A principios del verano de 1942 ordenó utilizar los
primeros seis tanques Tigre, de los que esperaba mucho, como
siempre que aparecía un arma nueva. Nos anticipó
imaginativamente cómo los cañones antitanque rusos de 7,7
cm, que perforaban el blindaje de nuestros Panzer IV incluso a
gran distancia, dispararían en vano proyectil tras proyectil, y
cómo finalmente los Tigre terminarían arrollando sus cañones.
El Estado Mayor le hizo notar que el subsuelo pantanoso que
384
había a ambos lados de la carretera elegida imposibilitaría toda
evolución táctica de los tanques. Pero Hitler rechazó de plano
esta objeción y se inició el primer ataque de los Tigre. Todo el
mundo esperaba ansioso el resultado y yo también estaba un
poco nervioso, pero la prueba general no llegó a producirse. Los
rusos dejaron tranquilamente que los tanques pasaran ante su
puesto de cañones antitanque y después dio de lleno al primero
y al último en el costado, donde el blindaje era más ligero. Los
cuatro restantes quedaron inmovilizados porque no podían
avanzar ni retroceder, ni tampoco escapar por los lados a causa
del suelo pantanoso, y pronto estuvieron también fuera de
combate. Hitler no dijo nada sobre aquel fracaso total, ni
entonces ni nunca.
El capitán general Jodl exponía la situación del escenario
occidental de la guerra, que entonces todavía se desarrollaba en
África, después del análisis del frente oriental. También aquí
Hitler tendía a entrometerse en todos los detalles. Rommel
provocó en distintas ocasiones su enojo, pues a veces se pasaba
varios días facilitando informes muy vagos sobre sus
movimientos, es decir, encubriéndolos frente al cuartel general,
para después lucirse por sorpresa con una posición distinta.
Hitler, que sentía un afecto personal por Rommel, se lo
toleraba, aunque a disgusto.
Jodl, en su calidad de jefe de la plana mayor de la
Wehrmacht, tendría que haber sido en realidad el coordinador
de los distintos escenarios bélicos, título que Hitler se había
arrogado aunque no lo ejerciera, por lo que Jodl en el fondo no
tenía ninguna tarea definida. Con el fin de tener al menos un
campo de actividad, la plana mayor de la Wehrmacht se hizo
cargo de la dirección independiente de cada uno de estos
escenarios, así que de hecho había dos estados mayores y Hitler
actuaba como árbitro entre ellos, cosa que respondía al principio
de la competencia al que ya he aludido varias veces. Cuanto más
385
crítica se volvía la situación, más duramente disputaban entre sí
los dos estados mayores para que se trasladaran más divisiones
del Este al Oeste, o viceversa.
Tras exponerse la situación del Ejército de Tierra, de la
Marina y aérea, se pasaba a informar concisamente sobre los
sucesos de las últimas veinticuatro horas, tarea de la que solía
encargarse un oficial de enlace o algún asistente del arma de que
se tratara, aunque alguna vez lo hacía el comandante en jefe
correspondiente. Los ataques contra Inglaterra y los bombardeos
de las ciudades alemanas se trataban con brevedad, al igual que
los últimos éxitos en la guerra submarina. Hitler dejaba
amplísima libertad a sus comandantes en jefe para dirigir las
batallas aéreas y navales y, al menos en aquel tiempo, intervenía
en ellas en contadas ocasiones y sólo como asesor.
Acto seguido, Keitel presentaba a Hitler algunos
documentos para que los firmara. Por lo general se trataba de
«órdenes de garantía», en parte temidas y en parte objeto de
burla, que tenían el objeto de cubrirlo a él o a otra persona de
futuros reproches. En aquella época califiqué este procedimiento
de intolerable abuso de la firma de Hitler, puesto que de ese
modo adquirían forma de orden unas ideas e intenciones
totalmente incompatibles, lo que generaba un embrollo
inextricable.
•••
La habitación donde tenían lugar aquellas reuniones era
relativamente pequeña, teniendo en cuenta que acudía a ellas
bastante gente, y por lo tanto el aire enseguida se viciaba, lo que
a mí, como a la mayoría, me adormecía. Había un dispositivo
para renovar el aire, pero Hitler opinaba que producía una
«sobrepresión» que daba dolor de cabeza y lo embotaba, y por
eso sólo funcionaba antes y después de las reuniones. Por otra
parte, la ventana solía estar cerrada y las cortinas corridas
386
aunque el tiempo fuera excelente. Todo esto hacía que la
atmósfera estuviera muy cargada.
Yo había esperado que durante las conferencias estratégicas
reinara un silencio respetuoso, y me sorprendió que los oficiales
a los que no les tocaba participar conversaran entre ellos, aunque
lo hacían en voz baja. También era frecuente que durante la
reunión se formara un grupo en el fondo que charlaba sin tener
en cuenta la presencia de Hitler. Todas aquellas conversaciones
secundarias hacían que hubiera un murmullo continuo que a mí
me habría puesto nervioso, pero a Hitler sólo lo molestaba que
las voces subieran de tono, y bastaba que levantara la cabeza
desaprobadoramente para que el ruido disminuyera.
Más o menos desde otoño de 1942, había que tener mucho
cuidado si se querían manifestar opiniones contrarias a las de
Hitler respecto a asuntos de importancia durante aquellas
reuniones. Aún permitía las objeciones de terceras personas,
pero no de los que pertenecían a su entorno habitual. Cuando
trataba de convencer a alguien, comenzaba a divagar y
procuraba generalizar tanto como podía. Apenas dejaba hablar a
sus interlocutores. Si en el transcurso de la discusión surgía un
punto controvertido, solía escurrirse con gran habilidad y el
asunto quedaba aplazado. Decía que los jefes militares no
estaban dispuestos a ceder en presencia de los oficiales de su
plana mayor. Es posible que también contara con sacar más
partido de su magia personal y su poder de convicción en una
entrevista privada. Como por teléfono estas dos cualidades
tenían menos efecto, Hitler mostró siempre una manifiesta
aversión a mantener discusiones telefónicas importantes.
Además de la «gran sesión», después se celebraba una «sesión
de tarde» en la que un joven oficial del Estado Mayor se
entrevistaba a solas con Hitler y le exponía la evolución de las
últimas horas. A veces Hitler hacía que lo acompañara en ellas
387
después de comer juntos. Sin duda se mostraba mucho más
relajado entonces que durante la «gran sesión». La atmósfera
resultaba mucho más respirable.
El entorno de Hitler tenía su parte de culpa en el hecho de
que éste se convenciera cada vez más de que tenía facultades
sobrehumanas. Ya al mariscal Blomberg, el primer y último
ministro de Guerra del Reich de Hitler, se había dedicado a
ensalzar su extraordinario genio estratégico. Incluso alguien que
tuviera una personalidad más controlada y modesta que él
habría perdido la capacidad de juzgarse a sí mismo a causa de los
continuos himnos de alabanza y de los atronadores aplausos que
recibía.
Por su manera de ser, a Hitler le gustaba aceptar consejos de
personas que vieran las cosas aún con más optimismo e ilusión
que él. Ése solía ser el caso de Keitel. Siempre que Hitler
adoptaba una resolución que los oficiales aceptaban sin expresar
asentimiento, sólo con un ostensible silencio, Keitel trataba de
apoyarlo con convicción. Siempre estaba cerca de él y se había
rendido por completo a su influencia. A lo largo de los años,
este general honorable y sólidamente burgués se había
convertido en un criado servil, hipócrita y sin instinto. En el
fondo, a Keitel lo hacía sufrir su propia debilidad. La inutilidad
de iniciar cualquier discusión con Hitler lo había llevado a
prescindir de sus propias opiniones. Por otra parte, si las hubiese
defendido con firmeza, Hitler lo habría sustituido por otro
Keitel.
Cuando, en 1943-1944, Schmundt, ayudante en jefe de
Hitler y jefe de personal del Ejército, intentó con muchos otros
que Keitel fuera sustituido por el enérgico mariscal Kesselring,
Hitler contestó que no podía prescindir de él, pues le era «fiel
como un perro». Quizás Keitel fuera la encarnación más perfecta
del tipo de hombre que Hitler necesitaba a su lado.
388
También eran raras las ocasiones en que el capitán general
Jodl contradecía abiertamente a Hitler. Solía proceder de un
modo estratégico. Por lo general se guardaba sus propias
opiniones, puenteando así las situaciones difíciles, pero sólo para
conseguir más tarde que Hitler modificara su actitud, llegando
incluso a hacer que rectificara resoluciones ya adoptadas. Las
palabras despectivas con que a veces aludía a Hitler demostraban
que había logrado conservar una visión relativamente clara de
los acontecimientos. Los subordinados de Keitel, como por
ejemplo su representante, el general Warlimont, difícilmente
iban a tener más coraje que él. Al fin y al cabo, Keitel no los
defendía cuando Hitler los atacaba. En ocasiones, mediante
insignificantes adiciones que Hitler no acertaba a comprender,
conseguían revocar órdenes claramente contraproducentes. Bajo
la dirección del sumiso y dependiente Keitel, el Alto Mando de
la Wehrmacht tenía que recurrir a toda clase de rodeos para
poder llegar a su meta.
Es posible que también cierto cansancio permanente haya
contribuido a la sumisión del generalato. El horario de trabajo
de Hitler no guardaba relación con la jornada habitual de
trabajo del Alto Mando de la Wehrmacht, lo que muchas veces
impedía a sus componentes dormir a horas regulares. Puede que
esta clase de sobreesfuerzos desempeñe un papel más importante
del que se suele admitir, sobre todo cuando se exige un
rendimiento máximo a largo plazo. También en el trato privado
tanto Keitel como Jodl daban la impresión de estar siempre
cansados. Con el fin de romper este círculo de agotamiento,
además de a Fromm quise introducir en el cuartel general
también a mi amigo el mariscal Milch, que ya me había
acompañado en varias ocasiones con el pretexto de exponer
asuntos de la Central de Planificación. Algunas veces salió bien y
Milch pudo ganar terreno frente a Hitler con su plan de
imponer un programa de producción de cazas en lugar de la
389
flota prevista de grandes bombarderos. Pero entonces Göring le
prohibió volver a presentarse en el cuartel general.
Cuando me reuní con él a fines de 1942 en el pabellón que
se había construido para sus breves estancias en el cuartel
general, Göring me pareció exhausto. Disponía de sillones
cómodos y no tenía que sufrir una instalación tan espartana
como la de Hitler en su bunker de trabajo. Me dijo con voz
apesadumbrada:
—Nos podremos dar por satisfechos si después de esta
guerra Alemania conserva las fronteras de 1933.
Aunque trató de corregir inmediatamente esta observación
con unas cuantas banalidades, tuve la impresión de que veía
acercarse la derrota, a pesar de la desfachatez con que siempre
seguía la corriente a Hitler.
Cuando llegaba al cuartel general del Führer, acostumbraba
retirarse unos minutos a su pabellón particular, mientras que
Bodenschatz, el general de enlace entre Hitler y Göring,
abandonaba la reunión estratégica para, según suponíamos,
informar por teléfono a Göring de las cuestiones más
conflictivas. Un cuarto de hora después éste entraba en la sala y
defendía con el mayor énfasis, sin necesidad de que se le invitara
a hacerlo, precisamente el mismo punto de vista que Hitler
acababa de intentar imponer a su generalato. Entonces Hitler
miraba significativamente en derredor suyo y decía:
—¿Lo ven? El mariscal del Reich opina exactamente lo
mismo.
•••
La tarde del 7 de noviembre de 1942 acompañé a Hitler en
su tren especial a Munich; durante estos viajes, liberado de la
rutina del cuartel general, era más accesible a las prolijas
discusiones sobre asuntos armamentistas de carácter general. El
tren disponía de radio, teletipo y centralita telefónica. Jodl y
390
algunos oficiales del Estado Mayor acompañaban a Hitler.
El ambiente era tenso. Llevábamos ya un retraso de muchas
horas, pues en cada estación importante se hacía una larga
parada para conectar el cable telefónico a la red de los
ferrocarriles y obtener así las últimas noticias. Desde primera
hora de la mañana, un impresionante convoy, escoltado por una
gran formación naval, estaba entrando en el Mediterráneo por el
estrecho de Gibraltar.
Años atrás, Hitler solía mostrarse al pueblo por la ventanilla
de su tren especial en cada parada. Sin embargo, ahora no
deseaba hacerlo, por lo que las cortinas que daban al andén se
bajaban en cada estación. Por la noche, cuando nos sentamos a
cenar con Hitler a la mesa ricamente servida del vagón comedor
revestido de palisandro, ninguno de nosotros se dio cuenta al
principio de que en la vía contigua a la nuestra se había
detenido un tren de mercancías: desde los vagones de transporte
de ganado, las caras de los soldados alemanes que llegaban del
Este derrotados, hambrientos y heridos miraban fijamente la
comida. Al alzar la vista, Hitler vio la siniestra escena a dos
metros de su ventana. Sin saludar, sin manifestar la menor
reacción, ordenó enseguida a su criado que bajara las cortinas.
Así fue como, en la segunda mitad de la guerra, terminó uno de
los raros encuentros de Hitler con simples soldados del frente
entre los que él mismo se contaba tiempo atrás.
En cada estación se comprobaba que el número de unidades
navales avistadas había aumentado. Se estaba iniciando una
operación sin igual. Por fin se terminó el paso del estrecho.
Todos los barcos de los que habían informado los aviones de
reconocimiento navegaban ahora por el Mediterráneo rumbo al
Este.
—Es la operación de desembarco más grande de la Historia
—declaró Hitler con respeto, a pesar de que quizá se daba
391
cuenta de que se dirigía contra él.
La flota de desembarco se mantuvo al norte de las costas de
Argelia y Marruecos hasta la mañana siguiente.
Durante la noche, Hitler desarrolló varias versiones distintas
para explicar aquel enigmático comportamiento. En su opinión,
lo más probable era que se tratara de una gran maniobra para
fortalecer la ofensiva contra el apurado Afrika Korps; las
unidades navales debían de estarse concentrando para cruzar el
canal entre Sicilia y África al amparo de la oscuridad, que las
protegería de los ataques de la aviación alemana. O bien, y esto
respondía mejor a su arriesgada visión de las operaciones
militares:
—El enemigo va a desembarcar esta misma noche en Italia
central. Ahí no topará con ninguna resistencia. No hay tropas
alemanas, los italianos echarán a correr, y así podrán separar el
norte de Italia del sur. ¿Qué será de Rommel entonces?
Enseguida estará perdido. No le quedan reservas y nosotros no
podremos enviarle refuerzos.
Hitler se embriagaba con la posibilidad de planear
operaciones de gran envergadura, lo que le estaba negado hacía
tiempo, y se ponía más y más en la piel del enemigo:
—Yo ocuparía Roma inmediatamente y formaría allí un
nuevo Gobierno italiano. O, y ésa sería la tercera posibilidad,
desembarcaría con esta gran flota en el sur de Francia. Siempre
hemos sido demasiado condescendientes. ¡Miren de qué nos
sirve! Allí no hay fortificaciones ni tropas alemanas. Es un error
que no tengamos nada allí. ¡Naturalmente, el gobierno de
Pétain no va a ofrecer resistencia!
Parecía haber olvidado que aquella amenaza mortal se
dirigía contra él.
Las reflexiones de Hitler dejaban a un lado la realidad. A él
nunca se le habría ocurrido no vincular semejante operación de
392
desembarco a un gran golpe. Hacer aterrizar las tropas en
posiciones seguras desde las que se pudieran extender de un
modo sistemático, no arriesgar más de lo necesario: ésta era una
estrategia totalmente ajena a su manera de ser. Pero sí tuvo algo
claro aquella noche: el segundo frente empezaba a ser una
realidad.
Todavía recuerdo lo escandalizado que me sentí cuando al
día siguiente Hitler pronunció un gran discurso con ocasión del
aniversario de su fracasado golpe de Estado del año 1923. En
vez de aludir a la gravedad de la situación y hacer un
llamamiento al pueblo alemán para que extremara sus esfuerzos,
se mostró banal, seguro de la victoria y lleno de confianza:
—Son bien tontos —dijo apostrofando a nuestros
enemigos, cuyas operaciones seguía con cierto respeto el día
anterior— si piensan que algún día podrán destruir Alemania…
Nosotros no vamos a caer; así pues, caerán ellos.
A fines de otoño de 1942, Hitler constató triunfante,
durante una reunión estratégica:
—Los rusos envían a combatir a sus cadetes[170]. Es la prueba
más segura de que están acabados. Uno sólo sacrifica a sus
futuros oficiales cuando ya no le queda nada más.
Unas semanas más tarde, el 19 de noviembre de 1942,
Hitler, retirado desde hacía unos días en el Obersalzberg, recibió
las primeras noticias de la gran ofensiva rusa de invierno, que
conduciría, nueve semanas después, a la capitulación de
Stalingrado[171]. Fuertes contingentes soviéticos habían abierto
brecha en las posiciones que el ejército rumano defendía en
Serafinov mediante violentas descargas de la artillería. Al
principio, Hitler trató de explicar y minimizar la catástrofe
hablando con menosprecio del valor combativo de sus aliados,
pero las tropas soviéticas no tardaron en derrotar también a las
divisiones alemanas. El frente comenzaba a desmoronarse.
393
Hitler se paseaba de un lado a otro de la gran sala del
Berghof diciendo:
—Nuestros generales están volviendo a cometer sus viejos
errores. Siempre sobrestiman la fuerza de los rusos. Según los
informes que llegan del frente, el enemigo no dispone de
bastantes hombres. Su posición es débil, ha perdido demasiada
sangre. Pero, naturalmente, nadie quiere tener en cuenta estos
informes. Y además, ¡qué mala formación tienen los oficiales
rusos! No se puede contar con ellos para organizar ninguna
ofensiva. ¡Nosotros sabemos lo que hace falta para eso! A la corta
o a la larga, se van a quedar simplemente inmovilizados.
Quemados por el esfuerzo. Entonces mandaremos allí a unas
cuantas divisiones de refresco que se ocuparán de poner orden.
Retirado en su montaña, Hitler no comprendía lo que se le
estaba viniendo encima. Sin embargo, tres días después, al ver
que las malas noticias no cesaban, se puso precipitadamente en
camino hacia la Prusia Oriental.
Unos días más tarde, en Rastenburg, pude ver en el mapa
del Estado Mayor que cubría el sector meridional, de Voronej a
Stalingrado, una extensión de 200 kilómetros marcada con gran
cantidad de flechas rojas que señalaban los movimientos
ofensivos de las tropas soviéticas, interrumpidas por pequeños
círculos azules que designaban los reductos de resistencia de las
divisiones alemanas y aliadas. Stalingrado estaba rodeada de
círculos rojos. Preocupado, Hitler ordenó que unidades
procedentes de todos los demás sectores del frente y de los
territorios ocupados se dirigieran a toda prisa hacia allí. Y es que
no había unidades de reserva, a pesar de que el general Zeitzler,
mucho antes de que el frente se derrumbara, había hecho
observar que las divisiones situadas en el sur de Rusia tenían que
defender un sector de inusual longitud[172], por lo que no
estarían en condiciones de resistir un ataque a fondo de las
394
tropas rusas.
Cuando Stalingrado ya estaba cercada, Zeitzler, cuya cara
enrojecida reflejaba falta de sueño, insistió enérgicamente en su
opinión de que el VI Ejército tenía que batirse en retirada hacia
el Oeste. Expuso con todo detalle que el avituallamiento de los
sitiados era insuficiente y se refirió a la falta de combustible, que
impedía que los soldados que luchaban entre las ruinas o en los
campos nevados, a muchos grados bajo cero, recibieran comida
caliente. Hitler permaneció tranquilo y firme, como si quisiera
dar a entender que la excitación de Zeitzler se debía a una
psicosis.
—La contraofensiva que he ordenado lanzar desde el sur
conseguirá levantar el sitio de Stalingrado, y la situación quedará
restablecida. No es la primera vez que nos las vemos con algo
así, y al final siempre hemos sabido imponernos.
Hitler ordenó que se estacionaran trenes de refuerzo y de
avituallamiento tras las tropas que se aprestaban a la
contraofensiva, con el fin de aliviar las penurias de los sitiados
en cuanto se levantara el cerco. Zeitzler contradijo a Hitler: las
fuerzas destinadas a la contraofensiva eran demasiado débiles.
No obstante, si conseguían unirse a un VI Ejército que se
hubiera retirado hacia el Oeste, estarían en situación de
establecer nuevas posiciones más al sur. Hitler sostenía lo
contrario, pero Zeitzler no cedía. Ya llevaban más de media hora
discutiendo cuando la paciencia de Hitler llegó a su fin.
—Tenemos que conservar Stalingrado y basta. Tenemos
que hacerlo, es una posición clave. Si interrumpimos el tráfico
por el Volga en este punto, causaremos grandes dificultades a los
rusos. ¿Cómo transportarán el trigo desde el sur de Rusia hacia
el norte?
No sonaba muy convincente; yo tuve más bien la impresión
de que Stalingrado era un símbolo para él. Sin embargo, por de
395
pronto la discusión terminó con estas palabras.
Al día siguiente, la situación había empeorado. Los ruegos
de Zeitzler eran más apremiantes. En la sala de reuniones
reinaba un ambiente opresivo, y el propio Hitler parecía abatido
y agotado. Incluso llegó a hablar de retirada, e hizo calcular de
nuevo cuántas toneladas de vituallas diarias hacían falta para
mantener la fuerza combativa de aquéllos más de 200 000
soldados.
Veinticuatro horas más tarde, el destino del ejército sitiado
quedó definitivamente decidido, pues en la sala de conferencias
hizo su aparición un Göring fresco y resplandeciente como un
tenor de opereta en el papel de mariscal victorioso del Reich.
Hitler, deprimido, con un tonillo suplicante en la voz, le
preguntó:
—¿Qué pasa con el abastecimiento de Stalingrado desde el
aire?
Göring se puso firmes y contestó solemnemente:
—¡Mein Führer, le garantizo que el VI Ejército, sitiado en
Stalingrado, será abastecido desde el aire! ¡Puede confiar en ello!
Según supe después por Milch, en realidad el Estado Mayor
de la Luftwaffe había dicho que el abastecimiento aéreo de los
sitiados era imposible. También Zeitzler expresó sus dudas al
respecto; pero Göring le contestó con aspereza que efectuar los
cálculos necesarios era asunto de la exclusiva competencia de la
Luftwaffe. Ese día Hitler, que podía ser tan concienzudo en
cuestión de números, ni siquiera pidió explicaciones sobre cómo
se iba a disponer de los aviones necesarios. Las simples palabras
de Göring lo habían hecho revivir y recuperar su antigua
decisión:
—¡Pues entonces tenemos que conservar Stalingrado! ¡No
tiene sentido seguir hablando de una retirada del VI Ejército!
Perdería todas sus armas pesadas y se quedaría sin fuerza de
396
combate. ¡El VI Ejército se quedará en Stalingrado[173]!
Aunque Göring sabía que el destino del ejército sitiado en
Stalingrado dependía de su palabra, el 12 de diciembre de
1942[174], con motivo de la reinauguración de la destruida
Staatsoper de Berlín, nos invitó a la representación de Los
maestros cantores de Nuremberg de Richard Wagner. Tomamos
asiento en el gran palco del Führer vestidos de frac o con
uniforme de gala. El alegre argumento de la ópera contrastaba
tanto con los acontecimientos del frente que pasé mucho
tiempo reprochándome haber aceptado la invitación.
Unos días después me encontraba de nuevo en el cuartel
general del Führer. Zeitzler informaba sobre las vituallas y
municiones que se habían suministrado al VI Ejército: sólo
constituían una ínfima parte de lo prometido. Aunque Hitler
pedía continuamente explicaciones a Göring, éste encontraba
siempre una salida: que el tiempo era malo, que la niebla, las
ventiscas o las nevadas habían impedido llevar a cabo la
operación; enviaría las cantidades prometidas en cuanto
cambiara el tiempo.
Así pues, las raciones de comida en Stalingrado tuvieron que
reducirse todavía más. En el casino del Estado Mayor, Zeitzler
se hacía servir ostentosamente las mismas raciones que comían
los soldados en el frente, y adelgazó a ojos vistas. Al cabo de
unos días, Hitler le dijo que consideraba inadecuado que el jefe
del Estado Mayor del Ejército desgastara los nervios de todos
con tales demostraciones de solidaridad y que debía proceder de
inmediato a alimentarse bien. A cambio, Hitler prohibió
durante algunas semanas que se sirviera champaña o coñac. El
ambiente era cada vez más opresivo; las caras se convertían en
máscaras rígidas y muchas veces permanecíamos juntos sin decir
nada. Nadie quería hablar del gradual hundimiento de un
ejército que pocos meses antes aún era victorioso.
397
Pero Hitler siguió sintiéndose confiado, incluso del 2 al 7 de
enero, cuando volví a visitar el cuartel general dos semanas
después del fracaso de la contraofensiva con la que había
esperado forzar el cerco de Stalingrado y llegar con refuerzos
hasta las tropas que estaban sucumbiendo. Quizá, si se adoptaba
la decisión de abandonar el cerco, aún quedara una pequeña
esperanza.
Uno de esos días presencié, en la habitación que había junto
a la sala de reuniones, cómo Zeitzler prácticamente suplicaba a
Keitel que lo apoyara ante Hitler para que diera la orden de
retirada. Insistió en que era la última oportunidad de evitar una
terrible catástrofe. Keitel le dio la razón y le prometió que le
prestaría su ayuda, pero durante la reunión, cuando Hitler
insistió en la necesidad de no abandonar Stalingrado, Keitel se
dirigió emocionado a él y, señalando en el mapa el pequeño
resto de la ciudad destruida, rodeada por gruesos círculos rojos,
exclamó:
—¡Mein Führer, esto lo conservaremos!
En aquella situación desesperada, el 15 de enero de
1943 Hitler dio al mariscal Milch un poder especial que lo
facultaba para adoptar, tanto respecto a la aviación militar como
a la civil, todas las medidas que considerara necesarias para el
abastecimiento de Stalingrado sin la intervención de Göring[175].
Yo llamé a Milch por teléfono varias veces porque me había
prometido salvar a mi hermano, que estaba con los sitiados. Sin
embargo, dada la confusión general, fue imposible localizarlo.
Nos llegaban cartas desesperadas: tenía ictericia y las
extremidades inflamadas y lo habían llevado a la enfermería,
pero no pudo soportar quedarse allí y se reunió a rastras con sus
camaradas en el puesto de observación de artillería. No volvimos
a saber nada de él. A cientos de miles de familias les ocurrió lo
mismo que a mis padres y a mí, y siguieron recibiendo cartas
398
por vía aérea desde la ciudad durante un tiempo, antes de que
todo terminara[176]. Hitler nunca dijo ni una palabra sobre
aquella catástrofe, cuyos únicos responsables eran Göring y él.
Por el contrario, ordenó que se creara enseguida un
nuevo VI Ejército con el que recuperar la gloria del que había
desaparecido.
399
CAPÍTULO XVIII
INTRIGAS
En invierno de 1942, durante la crisis de Stalingrado, Bormann,
Keitel y Lammers acordaron estrechar el círculo que rodeaba a
Hitler. Las disposiciones que tuviera que firmar el jefe del
Estado sólo podrían serle presentadas a través de uno de ellos
tres, con el fin de frenar la confusión que creaba la irreflexiva
firma de decretos contradictorios. A Hitler le bastaba con saber
que la última decisión sería suya. En el futuro, las distintas
peticiones debían ser «previamente esclarecidas» por este comité
de tres hombres. Hitler confiaba en recibir información objetiva
y en que se trabajara de forma imparcial.
El triunvirato se repartía las distintas esferas. Keitel, que
debía ocuparse de las disposiciones relacionadas con la
Wehrmacht, fracasó desde el mismo comienzo, pues los
comandantes en jefe de la Luftwaffe y la Marina se negaron
enérgicamente a someterse a su tutela. Los asuntos que tuvieran
que ver con los Ministerios, las cuestiones de derecho político y
los asuntos administrativos debían pasar por las manos de
Lammers, quien con el tiempo tuvo que ir dejando estas
cuestiones en manos de Bormann, pues éste no le daba ocasión
de hablar con Hitler con la frecuencia necesaria. En cuanto al
propio Bormann, se había reservado la exposición de lo que
tuviera que ver con la política interior, para lo que no sólo le
faltaba inteligencia, sino también contacto con el mundo
exterior. Hacía más de ocho años que era la sombra permanente
400
de Hitler; jamás se había atrevido a emprender viajes oficiales de
cierta duración o a tomarse unas vacaciones, temiendo que su
influencia disminuyera. Desde la época en que estuvo a las
órdenes de Hess sabía que los lugartenientes ambiciosos
constituían un peligro. Además, Hitler tendía a encomendar
alguna misión a los segundos en cuanto le eran presentados, y
los trataba como si pertenecieran a su plana mayor. Esta
peculiaridad no se debía tan sólo a su afán de dividir el poder,
sino que también le gustaba ver caras nuevas y ponerlas a
prueba. Para evitar una competencia semejante en su propia
casa, más de un ministro cauteloso evitaba nombrar a un
lugarteniente inteligente y enérgico.
La intención de cercar a Hitler, filtrar sus fuentes de
información y mantener su poder bajo control habría podido
alterar el principio de «gobierno de un solo hombre» de Hitler si
los miembros del triunvirato hubiesen tenido iniciativa,
imaginación y sentido de la responsabilidad. Sin embargo,
educados para actuar siempre en nombre de Hitler, dependían
como esclavos de su voluntad. Por lo demás, Hitler pronto dejó
de atenerse a este arreglo, que se le hizo molesto y que, además,
era contrario a su naturaleza. Con todo, resulta comprensible
que aquel círculo irritara y debilitara a quienes se encontraban
fuera de él.
En realidad, sólo Bormann consiguió una posición clave que
podía resultar peligrosa para los altos jefes del Partido.
Respaldado por la aquiescencia de Hitler, Bormann decidía qué
civil tendría una audiencia con él; o, mejor dicho, cuál no la
tendría. Casi ningún ministro, jefe nacional o regional podía
acceder a Hitler; todos exponían sus problemas a través de
Bormann. Éste trabajaba con gran rapidez, y por lo general el
ministro interesado recibía en pocos días una respuesta escrita
que, de otro modo, habría tenido que esperar durante meses. Yo
constituía una excepción. Como mi jurisdicción era militar,
401
podía ver a Hitler siempre que quería. Eran sus asistentes
militares quienes fijaban la fecha de mis audiencias.
A veces, después de mis entrevistas con Hitler, Bormann
entraba en el gabinete con sus expedientes tras ser anunciado de
manera informal por el asistente de servicio. Exponía en pocas
palabras, de forma monótona y aparentemente objetiva, el
contenido de los memorándum que había recibido, y acto
seguido proponía la solución. Hitler solía limitarse a asentir con
un breve «de acuerdo». Estas dos palabras bastaban a Bormann
para ejecutar instrucciones de gran complejidad, incluso cuando
Hitler se había expresado de una forma que no comprometía a
nada. De esta manera, bastaba media hora de trabajo para
adoptar diez o más resoluciones importantes. De hecho, era
Bormann quien llevaba la dirección de los asuntos internos del
Reich. Unos meses más tarde, el 12 de abril de 1943, Bormann
consiguió que Hitler firmara un escrito de apariencia irrelevante:
fue nombrado «secretario del Führer». Mientras que hasta
entonces, en un sentido estricto, su autoridad debería haberse
limitado a los asuntos del Partido, su nueva posición lo
facultaba para actuar oficialmente en cualquier campo.
•••
Después de mis primeros grandes éxitos en la producción de
armamento, el enojo que Goebbels me había mostrado tras su
affaire con Lida Baarova fue sustituido por la benevolencia. En
verano de 1942 le pedí que empleara en mi favor su aparato de
propaganda: los noticiarios semanales, las revistas ilustradas y los
periódicos fueron instados a hacer reportajes que acrecentaron
mi prestigio. Un gesto del Ministerio de Propaganda me había
convertido en una de las personalidades más conocidas del
Reich, lo que ayudaba a mis colaboradores en sus roces
cotidianos con los departamentos estatales y del Partido.
Sería erróneo pensar que el fanatismo rutinario de los
402
discursos de Goebbels procedía de un hombre de sangre
ardiente y de gran temperamento. En realidad era un trabajador
eficiente, de una exactitud minuciosa en la ejecución de sus
ideas, pero que no por ello perdía la visión de conjunto. Tenía el
don de aislar los problemas de las circunstancias que los
rodeaban, por lo que estaba en situación —así me lo parecía
entonces— de formarse un juicio objetivo. Esta impresión no
sólo me la transmitía su cinismo, sino también el trasfondo
lógico de sus ideas, en el que se traslucía su formación
universitaria. Sólo ante Hitler se mostraba extremadamente
cohibido.
Goebbels no había manifestado ambición alguna en la
primera fase de la guerra. Al contrario, ya en 1940 había
declarado tener intención de dedicarse a sus diversas aficiones
privadas después de la victoria final, ya que entonces sería la
siguiente generación la que debería encargarse de todo.
En diciembre de 1942, la catastrófica situación lo llevó a
invitar con frecuencia a tres de sus colegas: Walter Funk, Robert
Ley y yo. Una típica elección suya, pues los tres éramos hombres
de cumplida formación universitaria.
Stalingrado nos había conmocionado; no sólo por la
tragedia ocurrida al VI Ejército, sino por la pregunta de cómo
había podido producirse aquella catástrofe bajo el mando de
Hitler. Hasta entonces, cada derrota se había visto compensada
por una victoria que hacía olvidar todos los errores, pérdidas o
fracasos, pero ahora habíamos sufrido por primera vez una
derrota absoluta.
Durante una de las conversaciones que mantuvimos a
comienzos de 1943, Goebbels opinó que los grandes éxitos
militares obtenidos al principio de la guerra nos habían
permitido no adoptar más que medidas parciales en el interior
del país y creer que podíamos seguir victoriosos sin mayores
403
esfuerzos. Los ingleses, en cambio, habían tenido más suerte,
pues la derrota de Dunkerque, ocurrida en los primeros
momentos de la guerra, les había permitido justificar una
limitación radical de las exigencias civiles. ¡Stalingrado era
nuestro Dunkerque! La guerra ya no se podía ganar
limitándonos a mantener el buen humor de la población.
Para apoyar esta opinión, Goebbels se remitía a los informes
que le facilitaba su ramificadísimo aparato, que hablaban de la
inquietud y desaliento de la gente. Esta exigía la renuncia a
todos los lujos de los que no pudiera beneficiarse también el
pueblo. Por otra parte, no sólo se percibía una gran disposición
a someterse a los más arduos esfuerzos, sino que las restricciones
perceptibles eran necesarias para que el pueblo volviera a confiar
en sus mandos.
También la producción de armamentos requería grandes
sacrificios. Hitler no sólo exigía que aquélla siguiera en
aumento, sino también que, para compensar las espantosas
pérdidas sufridas en el frente oriental, se incorporaran a la
Wehrmacht 800 000 jóvenes[177], lo que comportaría una
reducción de la plantilla de trabajadores y haría mayores las
dificultades que ya afrontaban las fábricas.
Por otra parte, los ataques aéreos demostraron que la vida
proseguía con normalidad en las ciudades más afectadas. Es más,
la recaudación de impuestos apenas disminuyó a pesar de que
los bombardeos destruyeron todos los documentos de la
Hacienda pública. Basándome en el sistema de
autorresponsabilización de la industria, propuse confiar en la
gente en vez de desconfiar de ella, lo que nos permitiría reducir
el número de oficinas administrativas y de inspección, en las que
trabajaban casi tres millones de personas. Se discutieron planes
para que los contribuyentes estimaran ellos mismos sus
impuestos, por ejemplo estableciéndolos en un porcentaje fijo
404
del salario. Dado que la guerra consumía mensualmente miles
de millones de marcos, ¿qué importancia —argumentábamos
Goebbels y yo— tenía que la falta de honradez de algunos
individuos pudiera sustraer al Estado cien millones más o
menos?
Aún causó más revuelo mi propuesta de equiparar la jornada
laboral de todos los funcionarios a la de los trabajadores de la
industria armamentista, con lo que unos 200 000 empleados de
la administración podrían dedicarse a producir armamento.
Además, pretendía liberar a otros cien mil reduciendo
drásticamente el nivel de vida de las clases superiores. En
aquellos días expuse con extraordinaria dureza, en una sesión de
la Central de Planificación, las consecuencias de mis radicales
iniciativas:
—Hablando en plata, estas propuestas significan que
mientras dure la guerra, y aunque dure mucho, vamos a
proletarizarnos[178].
Hoy me satisface no haber logrado imponerme: en caso
contrario, en los primeros meses de la posguerra Alemania
habría tenido que enfrentarse también a una economía nacional
debilitada y a una Administración desorganizada. Pero también
estoy convencido de que en Inglaterra, por ejemplo —en la
misma situación—, estas ideas habrían sido llevadas a la práctica
de forma consecuente.
•••
Hitler había dado una aprobación más bien vacilante a
nuestro plan para simplificar la Administración, restringir el
consumo y limitar las actividades culturales. Sin embargo, mi
intento de que esta misión fuera encomendada a Goebbels
fracasó gracias al siempre vigilante Bormann, que temía un
aumento de poder de su ambicioso rival, y se nombró para ello
al doctor Lammers, aliado suyo en el triunvirato, que era un
405
funcionario sin iniciativa ni imaginación al que se le ponían los
pelos de punta ante semejante desprecio por la burocracia, a sus
ojos imprescindible.
Fue también Lammers quien sustituyó a Hitler en la
presidencia de las sesiones del Gabinete, que volvieron a
celebrarse a partir de enero de 1943. No se convocaba a ellas a
todos los miembros del Gobierno, sino sólo a los que tenían que
ver con el orden del día. El lugar en que se celebraban, la sala de
sesiones del gabinete del Reich, demostraba bien a las claras el
poder que había conseguido, o se había atribuido, el triunvirato.
Las sesiones eran muy controvertidas: Goebbels y Funk
apoyaban mis ideas radicales, mientras que el ministro del
Interior Frick y el propio Lammers formulaban los reparos que
eran de esperar. Sauckel declaró sin más que él podía
proporcionar tantos trabajadores como se le pidieran, así como
especialistas extranjeros[179]. Ni siquiera cuando Goebbels
reclamó que los dirigentes del Partido renunciaran a su nivel de
vida, de lujo casi ilimitado, consiguió cambiar nada. Y Eva
Braun, de ordinario tan reservada, hizo actuar a Hitler cuando
oyó decir que se quería prohibir que las mujeres se hicieran la
permanente y paralizar la producción de cosméticos. Hitler
enseguida se sintió inseguro: recomendó que, en lugar de la
prohibición absoluta, se procediera a una discreta «interrupción
del suministro de tintes para el cabello y otros productos de
belleza», así como a la «paralización de las reparaciones de los
aparatos utilizados para hacer la permanente»[180].
Después de algunas reuniones del Gabinete, Goebbels y yo
vimos con claridad que no podíamos esperar que la producción
de armamentos se viera activada por Bormann, Lammers o
Keitel; nuestros esfuerzos se habían atascado en los detalles sin
importancia.
•••
406
El 18 de febrero de 1943, Goebbels pronunció su discurso
sobre la «guerra total». No habló sólo a la población, sino
también, indirectamente, a las capas dirigentes, que no estaban
dispuestas a unirse a nuestros esfuerzos por recurrir de forma
radical a todas las reservas de la nación. En el fondo, se trataba
de poner a Lammers y a los demás bajo la presión de la calle.
Sólo había tenido ocasión de ver a un público tan excitado
en los mejores actos de Hitler. De nuevo en su casa, Goebbels,
para mi asombro, fue analizando el efecto psicológico de sus
aparentes explosiones de emoción, como podría haberlo hecho
un actor consumado. Aquella noche se mostró satisfecho con su
auditorio.
—¿Se ha dado usted cuenta? —me preguntó—.
Reaccionaban al más leve matiz y aplaudían justo en el
momento adecuado. Ha sido el público políticamente mejor
formado que se pueda encontrar en Alemania.
Las organizaciones del Partido habían reunido, entre otros, a
intelectuales y actores populares, como Heinrich George, cuyas
entusiásticas reacciones debían impresionar al pueblo cuando se
transmitieran en los noticiarios. Pero el discurso también tenía
un objetivo de política exterior, complementando el
pensamiento militar de Hitler. Goebbels creyó que con su
discurso había emitido un impresionante llamamiento a las
naciones occidentales, a las que invitó a recordar el peligro que
representaba para Europa entera la amenaza del Este. Unos días
después se declaró muy satisfecho al comprobar que la prensa
occidental comentaba precisamente estas frases de manera
aprobadora.
Goebbels abrigaba en aquella época la ambición de llegar a
ministro de Asuntos Exteriores. Intentó, con toda su elocuencia,
predisponer a Hitler contra Ribbentrop, y al principio pareció
tener éxito. Al menos Hitler escuchó en silencio sus
407
explicaciones sin desviar, como solía, la conversación hacia
temas menos desagradables. Goebbels ya se creía cerca del
triunfo cuando Hitler comenzó inesperadamente a elogiar el
magnífico trabajo de Ribbentrop y su habilidad para negociar
con los «aliados», y terminó afirmando de forma terminante:
—Tiene usted un concepto muy equivocado de Ribbentrop.
Es uno de los hombres más grandes que tenemos, y llegará el día
en que la Historia lo situará por encima de Bismarck. Es más
grande que Bismarck.
Al mismo tiempo, prohibió a Goebbels que continuara
extendiendo sus tentáculos hacia Occidente como había hecho
en su discurso del Palacio de Deportes.
No obstante, a aquel discurso lo siguió un gesto que contó
con el aplauso del pueblo: Goebbels hizo cerrar todos los
restaurantes de lujo y los lugares de esparcimiento más caros de
Berlín. Göring acudió enseguida a proteger su restaurante
favorito, el Horcher; pero cuando aparecieron algunos
manifestantes enviados por Goebbels, dispuestos a destrozar los
cristales del establecimiento, tuvo que ceder. El asunto originó
una grave desavenencia entre ellos.
•••
La noche después de que pronunciara su discurso sobre la
guerra total hubo muchas personalidades de visita en casa de
Goebbels, un palacio que había hecho levantar, poco antes de
comenzar la guerra, cerca de la Puerta de Brandenburgo. Entre
ellos se hallaban el mariscal Milch, el ministro de Justicia
Thierack, el subsecretario del Interior Stuckart y el subsecretario
Körner, además de Funk y Ley. Allí se discutió por primera vez
una propuesta de Milch y mía: emplear los poderes de Göring
como «presidente del Consejo de Ministros para la defensa del
Reich» para fortalecer la política interior.
Nueve días después, Goebbels nos invitó de nuevo a Funk,
408
Ley y a mí. El descomunal edificio, con su costosa decoración,
causaba ahora una impresión sombría, porque, para predicar
con el ejemplo en la «guerra total», Goebbels había hecho cerrar
los grandes salones destinados a fines de representación y quitar
la mayoría de las bombillas del resto de salas y habitaciones. Se
nos invitó a entrar en una de las salas más pequeñas, de entre
cuarenta y cincuenta metros cuadrados. Criados vestidos de
librea sirvieron coñac francés y té; luego, Goebbels les indicó
que nos dejaran solos.
—Las cosas no pueden seguir así —empezó—. Nosotros
estamos en Berlín, Hitler no se entera de lo que tenemos que
decir sobre la situación, y yo no puedo influir en él; ni siquiera
puedo exponerle las medidas más urgentes que deben tomarse.
Todo pasa a través de Bormann. Tenemos que hacer que Hitler
venga a Berlín más a menudo.
Goebbels siguió diciendo que la política interior se le había
escapado completamente de las manos. Ahora la dominaba
Bormann, un hombre que sabía dar a Hitler la sensación de que
era él quien seguía llevando las riendas. A Bormann sólo lo
movía la ambición, era doctrinario y un gran peligro para toda
evolución sensata. En primer lugar había que disminuir su
influencia.
Muy en contra de su costumbre, Goebbels ni siquiera
excluyó a Hitler de sus constataciones críticas:
—¡No sólo tenemos una «crisis de jefatura», sino, en sentido
estricto, una «crisis del Führer»[181]!
Para él, político nato, era incomprensible que Hitler hubiera
abandonado la política, un instrumento tan importante, para
ocuparse de ejercer el mando respecto al desarrollo de la guerra,
una función en el fondo trivial. Nosotros no pudimos más que
asentir; ninguno de los presentes se podía comparar con
Goebbels en cuanto a peso político. Su crítica ponía de
409
manifiesto lo que significaba realmente Stalingrado. Goebbels
había comenzado a dudar de la buena estrella de Hitler y, por
consiguiente, de la victoria…, y nosotros con él.
Repetí mi propuesta de hacer que Göring desempeñara la
función que se había previsto para él al comienzo de la guerra.
De hacerlo, habría dispuesto de plenos poderes; incluso tenía el
derecho de promulgar leyes sin el consentimiento de Hitler.
Con su ayuda podríamos quebrantar la posición de poder de
Bormann y Lammers, quienes no tendrían más remedio que
someterse a esta instancia, lo que abriría grandes posibilidades.
Pero como Göring y Goebbels estaban enemistados por el
incidente del restaurante Horcher[182], los presentes me pidieron
que fuera yo quien hablara con él.
La elección de este hombre, que llevaba años vegetando en
la apatía y el lujo, puede resultar sorprendente para el
observador actual, teniendo en cuenta que aquél constituía un
último intento de movilizar todas nuestras fuerzas. Pero es que
Göring, que no había sido siempre así, conservaba la fama de ser
el hombre enérgico e inteligente, aunque violento, que en su día
organizó la Luftwaffe y el Plan Cuatrienal. Yo no excluía que
Göring, espoleado por una misión, pudiera recuperar algo de su
antigua energía irreflexiva. Y si no, pensábamos, el Consejo de
Ministros para la Defensa del Reich era el instrumento que nos
permitiría adoptar decisiones radicales.
Sólo ahora, al echar una mirada retrospectiva, me doy
cuenta de que una merma del poder de Bormann y Lammers
apenas habría modificado nada, pues el cambio de rumbo a que
aspirábamos no se habría podido conseguir derribando a los
secretarios, sino actuando contra el propio Hitler, y eso quedaba
fuera de lo imaginable. Por el contrario, es probable que
nosotros —en el caso de que hubiéramos recuperado nuestras
posiciones, amenazadas por Bormann— estuviéramos
410
dispuestos a seguir a Hitler de forma aún más incondicional que
el intrigante Bormann y que Lammers, en nuestra opinión
demasiado precavido. El hecho de que diéramos importancia a
diferencias mínimas no hace sino poner de manifiesto la
estrechez del mundo en que nos movíamos todos.
Con aquella acción abandoné por primera vez la reserva en
que me mantenía por mi condición de técnico y me mezclé en
política. Siempre había tenido mucho cuidado en evitar ese
paso, y cuando lo di me di cuenta de que me había engañado a
mí mismo pensando que podía dedicarme exclusivamente a mi
trabajo. En un sistema autoritario, y siempre que uno quiera
seguir perteneciendo a la esfera del poder, resulta inevitable
acabar tomando partido.
•••
Göring estaba en su casa de veraneo del Obersalzberg. Supe
por Milch que se había retirado a pasar unas largas vacaciones,
molesto por los duros reproches que Hitler le había dirigido a
causa de su forma de dirigir la Luftwaffe. Se mostró dispuesto a
recibirme enseguida y al día siguiente, 28 de febrero de 1943,
me entrevisté con él.
Hablamos durante varias horas en un ambiente distendido
y, dentro del marco íntimo de aquella casa relativamente
pequeña, bastante informal. Me parece curioso que se me haya
quedado grabada en la memoria la sorpresa que me causó verle
las uñas pintadas de un color rojizo y la cara ostensiblemente
maquillada. En cuanto al descomunal broche de rubíes que
adornaba su bata de terciopelo verde, ya estaba acostumbrado a
verlo.
Göring escuchó con calma nuestra propuesta y mi informe
sobre la conversación que habíamos mantenido en Berlín.
Mientras tanto, sacaba a veces unas piedras preciosas sin montar
de su bolsillo y jugueteaba con ellas. Pareció alegrarle que
411
hubiéramos pensado en él. Estuvo de acuerdo en que la forma
de actuar de Bormann era peligrosa y se mostró conforme con
nuestros planes. Aunque seguía enojado con Goebbels, le
propuse que lo invitara para seguir hablando de nuestro plan.
Al día siguiente Goebbels se trasladó a Berchtesgaden,
donde lo informé del resultado de la entrevista. Fuimos juntos a
ver a Göring y me retiré, y entonces estos dos hombres, entre los
cuales siempre había existido tirantez, pudieron desahogarse.
Cuando se me invitó a entrar de nuevo, encontré a Göring
frotándose las manos de contento al pensar en la lucha que se
avecinaba y mostrando su faceta más encantadora. Lo primero
que tenía que hacer, dijo, era constituir el Consejo de Ministros
para la Defensa del Reich. Goebbels y yo formaríamos parte de
él. También se habló de la necesidad de sustituir a Ribbentrop:
el ministro de Asuntos Exteriores, que era quien tenía que
conseguir que Hitler adoptara una política sensata, era sólo un
simple portavoz suyo, por lo que no estaba capacitado para dar
una salida política a la complicada situación militar en que nos
encontrábamos.
Goebbels, cada vez más excitado, prosiguió:
—En cuanto a Lammers, el Führer lo ha calado tan poco
como a Ribbentrop.
—¡Siempre se entromete en todo! —Saltó entonces Göring
—. ¡Pero eso se va a acabar! ¡Yo mismo voy a ocuparme de ello,
señores!
Aunque Goebbels disfrutaba a las claras con el enojo de
Göring y procuraba enardecerlo, al mismo tiempo temía la
impulsividad del mariscal del Reich, torpe en cuestiones
estratégicas:
—Cuente con ello, señor Göring; haremos que el Führer se
dé cuenta de quiénes son en realidad Bormann y Lammers. Pero
tampoco debemos exagerar. Tenemos que proceder despacio. Ya
412
conoce usted al Führer. —Y agregó, cauteloso—: De ningún
modo debemos hablar con demasiada claridad a los demás
miembros del Consejo de Ministros. Es mejor que no sepan que
nos proponemos bloquear poco a poco al triunvirato.
Simplemente seremos unos aliados leales al Führer, sin ninguna
ambición personal. Pero si cada uno de nosotros habla del otro
en términos positivos ante el Führer, podremos levantar una
sólida muralla a su alrededor.
Durante el viaje de regreso, Goebbels se mostró muy
contento.
—¡Lo conseguiremos! ¿No le parece que Göring está de lo
más animado?
Tampoco yo había visto a Göring tan fresco, decidido y
osado en los últimos años. Durante el largo paseo que dimos por
el pacífico Obersalzberg, Göring y yo hablamos de Bormann. Le
declaré abiertamente que a lo que aspiraba era a suceder a Hitler
y que no retrocedería ante ningún medio para ponernos a todos
fuera de combate, y le conté que no dejaba escapar la menor
ocasión de socavar el prestigio del mariscal del Reich. Göring
me había estado escuchando con una tensión creciente. Le hablé
también de las tertulias del Obersalzberg, de las que él estaba
excluido. Le dije que allí había podido observar muy de cerca la
táctica de Bormann:
Nunca hacía ataques directos, sino que iba intercalando con
cautela pequeños sucesos que sólo resultaban efectivos en
conjunto. Así, por ejemplo, Bormann, para perjudicar a
Schirach, contaba anécdotas negativas sobre él a la hora del té,
pero evitaba cuidadosamente unirse a las observaciones con que
Hitler le respondía. Al contrario, a continuación estimaba más
prudente aplaudirlo, aunque la índole de sus elogios tenía que
provocar a la fuerza un cierto disgusto en Hitler. Al cabo de un
año, Bormann había conseguido que Hitler rechazara a Schirach
413
y que muchas veces le mostrara una franca hostilidad. Entonces
—cuando Hitler no estaba presente— podía avanzar
despectivamente un paso más y afirmar, como sin dar
importancia a sus palabras, de las que se servía como de un arma
destructiva, que resultaba muy adecuado que Schirach estuviera
en Viena, donde todos intrigaban contra todos. Finalmente,
añadí que Bormann iba minando del mismo modo el nombre
de Göring.
Es verdad que en eso Bormann lo tenía fácil, pues Göring
daba motivos de crítica más que suficientes. Por aquellos días el
propio Goebbels, disculpándolo un poco, aludió a sus «ropajes
barrocos», que podían parecer cómicos a quien no lo conociera.
Por otra parte, Göring tendía a olvidar sus propios fallos como
comandante en jefe de la Luftwaffe. Mucho más tarde —en la
primavera de 1945—, cuando Hitler ofendió con su desprecio
al mariscal del Reich ante todos los asistentes a una reunión
estratégica, Göring le dijo a Below, el asistente de Hitler en la
Luftwaffe:
—Speer tenía toda la razón. Bormann ya lo ha conseguido.
Pero Göring estaba equivocado: Bormann lo había
conseguido ya en la primavera de 1943.
Unos días después, el 5 de marzo de 1943, me dirigí en
avión al cuartel general para tratar algunas cuestiones de
armamento, aunque mi objetivo principal era preparar el
camino a mi alianza con Goebbels y Göring. No me costó
conseguir que Hitler concediera una audiencia a Goebbels. Le
gustó la idea de que el divertido ministro de Propaganda pasara
un día haciéndole compañía en la soledad del cuartel general.
Goebbels se presentó tres días después que yo. Lo primero
que hizo fue llamarme aparte:
—¿De qué humor está el Führer, señor Speer? —me
preguntó.
414
Le contesté que, en mi opinión, Hitler no miraba con
benevolencia a Göring y le recomendé prudencia. Quizá fuera
mejor no tratar de momento el asunto. Después de algunos
tanteos, yo había optado por no seguir insistiendo. Goebbels se
mostró de acuerdo:
—Es posible que tenga usted razón. Por ahora no podemos
venirle al Führer con Göring. ¡Eso lo echaría todo a perder!
Los ataques masivos de la aviación enemiga, que se habían
sucedido de manera continua durante semanas sin encontrar
apenas oposición, debilitaron aún más la quebrantada posición
de Göring. Cuando se mencionaba su nombre, Hitler se perdía
en irritadas acusaciones contra los fallos de la estrategia aérea, y
aquel día expresó repetidamente el temor de que si proseguían
los bombardeos no sólo llegarían a destruir las ciudades, sino
que también podrían infligir un daño irreparable en la moral del
pueblo alemán; era víctima del mismo error que cometían los
estrategas británicos en los bombardeos del territorio enemigo.
Hitler nos invitó a Goebbels y a mí a comer. Resulta curioso
que en tales ocasiones no invitara también a Bormann, que de
ordinario le resultaba imprescindible; lo trataba como a un
simple secretario. Estimulado por Goebbels, se mostró más
enérgico y conversador de lo que solía observar en mis visitas al
cuartel general. Hitler aprovechó la ocasión para desahogarse, y,
como casi siempre, hizo manifestaciones despectivas respecto a
casi todos sus colaboradores, a excepción de nosotros, que
estábamos presentes.
Después de la comida me pidieron que los dejara solos y
pasaron juntos varias horas. No volví a ver a Hitler hasta la hora
de la reunión estratégica. Después cenamos los tres juntos.
Hitler hizo encender la chimenea. El criado trajo una botella de
vino para nosotros y Fachinger para Hitler. Estuvimos reunidos
hasta primeras horas de la madrugada en un ambiente
415
distendido, casi agradable. Yo hablé muy poco, pues Goebbels
sabía cómo entretener a Hitler; con gran elocuencia, frases
brillantes, ironía en el momento adecuado, muestras de
admiración allí donde Hitler las esperaba y sentimentalismo
cuando la ocasión lo exigía, además de rumores y aventuras
amorosas. Lo mezclaba todo magistralmente: teatro, películas y
viejos tiempos. Y Hitler, como siempre, pedía a Goebbels que le
contara muchas cosas sobre sus hijos; también esta noche las
palabras de los pequeños, sus juegos preferidos y sus
observaciones muchas veces acertadas lo distrajeron de sus
preocupaciones.
Cuando Goebbels acertaba a emplear el recuerdo de los
viejos tiempos de dificultades y su posterior superación para
robustecer la confianza de Hitler en sí mismo y halagar su
orgullo, que tan pocas satisfacciones encontraba en la sobriedad
del trato militar, Hitler, por su parte, se mostraba agradecido
elogiando los servicios prestados por su ministro de Propaganda,
con lo que aumentaba a su vez la confianza de éste. En el Tercer
Reich, la gente gustaba de hacerse alabanzas mutuas y de
acreditarse unos a otros sin cesar.
A pesar de todo, Goebbels y yo habíamos acordado
mencionar nuestros proyectos para impulsar el Consejo de
Ministros para la Defensa del Reich. Ya se había creado un
ambiente apropiado para nuestro objetivo, que debía exponerse
con mucho cuidado para que Hitler no lo consideraba una
crítica indirecta a su manera de gobernar, cuando aquella
situación idílica ante el fuego se vio bruscamente interrumpida
por la noticia de que se había lanzado un duro ataque aéreo
contra Nuremberg. Como si presintiera nuestros propósitos, o
quizá advertido por Bormann, Hitler hizo una escena que pocas
veces había tenido ocasión de presenciar. Mandó sacar
inmediatamente de la cama al general de brigada Bodenschatz,
asistente en jefe de Göring, y lo colmó de durísimos reproches
416
contra el «inepto mariscal del Reich». Goebbels y yo tratamos de
calmarlo y finalmente conseguimos que se moderara. Sin
embargo, nuestro trabajo preparatorio no nos llevó a ningún
sitio; también a Goebbels le pareció aconsejable abandonar el
tema por el momento, aunque todas las expresiones de
reconocimiento de Hitler hicieron que sintiera muy reforzada su
posición política. No volvió a hablar de «crisis del Führer». Al
contrario, parecía como si aquella noche hubiera recuperado su
antigua confianza en él. Con todo, decidió que la lucha contra
Bormann debía proseguir.
El 17 de marzo, Goebbels, Funk, Ley y yo nos reunimos
con Göring en su palacio de la Leipziger Platz de Berlín. Göring
nos recibió de manera oficial en su despacho, sentado en su
butaca estilo Renacimiento tras una mesa descomunal. Los
demás nos sentamos frente a él en incómodas sillas. Por el
momento, la cordialidad del Obersalzberg había desaparecido;
parecía como si Göring hubiera lamentado a posteriori su
franqueza.
Sin embargo, mientras los demás permanecíamos sentados
casi sin hablar, Göring y Goebbels no tardaron en enzarzarse en
una conversación en la que pintaron con vivos colores los
peligros que suponía el triunvirato que rodeaba a Hitler,
perdiéndose en esperanzas e ilusiones sobre nuestras
posibilidades de librarlo de su aislamiento. Goebbels parecía
haber olvidado por completo el desprecio que Hitler había
manifestado hacia Göring unos días antes. Ambos veían la meta
ante sus ojos. Göring, alternando como siempre la apatía con la
euforia, minimizaba la influencia de la camarilla del cuartel
general:
—¡Tampoco tenemos que sobrevalorarlos, señor Goebbels!
En realidad, Bormann y Keitel no son sino secretarios del
Führer. No sé qué se habrán creído. ¡En cuanto a poder oficial,
417
son unos ceros a la izquierda!
Lo que más parecía inquietar a Goebbels era que Bormann
pudiera utilizar su contacto directo con los jefes regionales para
organizar en todo el Reich focos de resistencia contra nuestras
aspiraciones. Recuerdo cómo intentó movilizar a Ley, en su
calidad de jefe de Organización del Partido, contra Bormann, y
finalmente propuso que el Consejo de Ministros para la Defensa
del Reich gozara del derecho de emplazar a los jefes regionales
para pedirles cuentas sobre sus actividades. Propuso que se
celebraran reuniones cada semana y, sabiendo que Göring
difícilmente acudiría a ellas con tanta frecuencia, añadió que
podía hacerse cargo de la presidencia en funciones en el caso de
que aquél no pudiera asistir a alguna[183]. Sin ver sus intenciones,
Göring dio su consentimiento. Las viejas rivalidades seguían
actuando en la gran lucha por el poder. Hacía ya mucho tiempo
que los obreros que Sauckel decía proporcionar a la industria y
que solía anunciar a Hitler con pretenciosas explicaciones no
concordaban con el número real de trabajadores que había en
las fábricas. La diferencia era de unos cientos de miles de
personas. Así pues, propuse a nuestra coalición unir las fuerzas
para obligar a Sauckel, la avanzadilla de Bormann, a facilitar
datos fidedignos.
Por orden de Hitler se había construido cerca de
Berchtesgaden un gran edificio en estilo rural bávaro para alojar
la Cancillería del Reich. Lammers y sus más estrechos
colaboradores despachaban en él los asuntos de la Cancillería
durante las largas estancias de Hitler en el Obersalzberg. A
través del señor de la casa, Lammers, Göring convocó a nuestro
grupo, junto con Sauckel y Milch, en la sala de reuniones para
el día 12 de abril de 1943. Antes de comenzar la sesión, Milch y
yo repetimos a Göring nuestras aspiraciones. Él se frotó las
manos y dijo:
418
—¡Ya veréis cómo os lo arreglo!
Pero, sorprendentemente, Himmler, Bormann y Keitel
también acudieron a la reunión. Para colmo de desgracias,
nuestro aliado Goebbels se disculpó diciendo que poco antes de
llegar a Berchtesgaden había sufrido un cólico nefrítico y
guardaba cama en su coche especial. Aún hoy sigo sin saber si se
debió a su buen olfato. Aquel día se acabó nuestra alianza.
Sauckel puso en duda que faltaran 2 100 000 trabajadores, se
remitió a los buenos resultados de su trabajo, con el que había
cubierto todas las necesidades planteadas, y se mostró colérico
cuando le dije que sus cifras no se ajustaban a la realidad[184].
Milch y yo esperábamos que Göring pidiera aclaraciones a
Sauckel y que, acto seguido, lo obligara a modificar su política
de reclutamiento de trabajadores. Pero en vez de eso, y para
horror nuestro, Göring inició un vivo ataque contra Milch e,
indirectamente, contra mí. Dijo que era increíble que Milch
causara tales dificultades. ¡Nuestro buen compañero Sauckel,
que trabajaba con tanto afán y había logrado tales éxitos…!
Desde luego, él le estaba muy agradecido. Milch, sencillamente,
se mostraba ciego ante los logros de Sauckel… Parecía como si
Göring hubiese puesto en el gramófono un disco equivocado.
En la larga discusión que siguió sobre los trabajadores que
faltaban, cada uno de los ministros asistentes dio su opinión al
respecto, aunque no sabían nada del tema. Himmler dijo muy
en serio que a lo mejor aquellos cientos de miles de obreros
habían muerto.
La reunión resultó un fracaso. No sólo no conseguimos
poner en claro la cuestión de la mano de obra que faltaba, sino
que también fracasó la batalla contra Bormann.
Al terminar, Göring me llevó aparte y me dijo:
—Sé que a usted le gusta trabajar con Milch, mi
subsecretario. Pero quisiera prevenirlo amistosamente contra él.
419
No es de fiar y, cuando se trata de su propio interés, no respeta
ni al mejor de sus amigos.
Informé a Milch de estas palabras enseguida y se echó a reír:
—Hace unos días, Göring me dijo exactamente lo mismo de
ti.
Los intentos de Göring para sembrar la desconfianza eran
justo lo contrario de lo que habíamos convenido: formar un
bloque. Por pura desconfianza, las amistades se consideraban
una amenaza.
Algunos días después de esta reunión, Milch me dijo que
Göring había caído en desgracia porque la Gestapo había
obtenido pruebas de su adicción a la morfina. Hacía tiempo que
Milch me había hecho notar la dilatación de sus pupilas.
Durante el proceso de Nuremberg mi abogado, el doctor
Fläschner, me confirmó que era morfinómano desde antes de
1933: él mismo lo había defendido en un proceso incoado
contra él por empleo irregular de morfina[185].
Es probable que los motivos económicos tuvieran que ver
con el fracaso de nuestro proyecto de movilizar a Göring contra
Bormann, pues, según se desprende de uno de los documentos
de Nuremberg, Bormann había entregado a Göring seis
millones de marcos procedentes de la «Contribución Adolf
Hitler de la Industria alemana».
•••
Después del fracaso de nuestra alianza, Göring recuperó algo
de su actividad, aunque, sorprendentemente, la empleó contra
mí. Muy en contra de su costumbre, unas semanas después me
ordenó que invitara a una reunión en el Obersalzberg a los
principales directores de la industria siderúrgica. La reunión
tuvo lugar en torno a las mesas de dibujo forradas de papel de
mi casa-taller, y sólo el extraño comportamiento de Göring la
hace digna de mención. Se presentó eufórico, con las pupilas
420
ostensiblemente contraídas, y dio a los asombrados especialistas
de la industria siderúrgica una prolija conferencia sobre la
producción de hierro, luciendo todos sus conocimientos sobre
altos hornos y metalurgia, a la que siguió una sarta de lugares
comunes: había que producir más; no había que resistirse a las
innovaciones; la industria se encontraba anclada en la tradición;
tenía que aprender a sacudirse sus rémoras, etc. Tras un torrente
de palabras que duró dos horas, el habla de Göring fue
perdiendo agilidad y su expresión se hizo cada vez más ausente
hasta que apoyó sin más la cabeza sobre la mesa y se durmió con
placidez. Consideramos lo más oportuno ignorar al mariscal del
Reich, que descansaba en todo el esplendor de su uniforme,
aunque sólo fuera por no ponerlo en una situación embarazosa,
y continuamos discutiendo nuestros problemas hasta que se
despertó y declaró finalizada la sesión.
Al día siguiente Göring había dispuesto celebrar una
conferencia sobre el programa de radares que terminó con un
fracaso semejante. De nuevo hizo gala de un espléndido humor
y de una actitud mayestática mientras, sin el menor
conocimiento del asunto, propinaba una lección tras otra a los
especialistas presentes, terminando con una nube de
disposiciones. Después de que abandonara la reunión, el trabajo
fue mío para remediar todos aquellos desaguisados sin
desautorizarlo explícitamente. De todos modos, el episodio fue
tan grave que me vi obligado a informar a Hitler, quien convocó
en el cuartel general a los industriales del ramo tan pronto como
pudo (el 13 de mayo de 1943) con objeto de restablecer el
prestigio del Gobierno[186].
Algunos meses después del fracaso de nuestros planes me
encontré con Himmler en los terrenos del cuartel general. Me
dijo sin preámbulos y con voz amenazadora:
—Considero inoportuno que intente usted de nuevo
421
impulsar la actividad del mariscal del Reich.
De todos modos, eso ya no era posible. Göring había
recaído en su letargo, esta vez definitivamente. Cuando despertó
ya estábamos en Nuremberg.
422
CAPÍTULO XIX
EL SEGUNDO HOMBRE DEL ESTADO
Algunas semanas después del fiasco de nuestra asociación,
Goebbels se apresuró a reconocer en Bormann, a comienzos de
mayo de 1943, las cualidades que había atribuido a Göring poco
antes. Garantizó que, en lo sucesivo, sus informes a Hitler
pasarían por él, y le rogó que se encargara de pedirle que tomara
ciertas decisiones. Bormann recompensó esta sumisión con sus
servicios. Goebbels había tachado a Göring de su lista; ya sólo
había que apoyarlo como figura representativa.
Ahora Bormann tenía más poder. Aunque debía de haberse
enterado de mi fracasado intento de destronarlo, como después
de todo no podía saber si no llegaría el día en que pudiera
necesitarme, se mostraba muy amable conmigo e insinuó que
podía hacer lo mismo que Goebbels: ponerme de su lado. No
obstante, el precio me pareció demasiado alto: habría terminado
dependiendo de él.
También Goebbels siguió manteniendo un estrecho
contacto conmigo, pues todavía teníamos un objetivo común:
acaparar todas las reservas nacionales, sin reparar en los medios.
Seguro que me mostré demasiado confiado con él; me
cautivaban su deslumbrante cordialidad y su impecable
comportamiento casi tanto como su fría lógica.
Así pues, en apariencia las cosas cambiaron poco. El mundo
en que vivíamos nos obligaba a la hipocresía, al disimulo, a la
perfidia. Entre rivales pocas veces se decía nada con sinceridad:
423
cualquier palabra podía llegar desvirtuada a oídos de Hitler, con
cuya volubilidad se contaba para conspirar; era un juego felino
en el que siempre alguien ganaba y alguien perdía. Sin ningún
escrúpulo, también yo jugaba a tejer relaciones en aquel teclado
disonante.
En la segunda quincena de mayo de 1943, Göring me
comunicó que deseaba pronunciar un discurso sobre armamento
en el Palacio de Deportes conmigo. Acepté. Para mi sorpresa,
Hitler determinó unos días después que el orador sería Goebbels
y, cuando nos dispusimos a concertar los textos de nuestros
discursos, el ministro de Propaganda me aconsejó que acortara
el mío, pues el suyo duraría una hora.
—Si su discurso dura más de media hora, el público perderá
el interés.
Como de costumbre, enviamos a Hitler el texto de ambos
discursos, con la observación de que el mío se acortaría bastante.
Hitler me hizo acudir al Obersalzberg. Leyó en mi presencia los
manuscritos que le había entregado Bormann y, sin ninguna
consideración y con aparente deleite, en unos minutos redujo el
de Goebbels a la mitad.
—Tenga, Bormann, comunique esto al doctor y dígale que
el discurso de Speer me parece magnífico.
Hitler me había hecho ganar prestigio sobre Goebbels ante
el intrigante Bormann. Después de este incidente, los dos
supieron que yo continuaba gozando de su aprecio. Por mi parte
podía contar con que, llegado el caso, también me apoyaría
frente a sus colaboradores más cercanos.
Mi discurso del 5 de junio de 1943, en el que di a conocer
por primera vez los notables progresos en la producción de
armamentos, fue un fracaso por partida doble. Las jerarquías del
Partido opinaban que «la cosa también marcha sin necesidad de
tanto sacrificio, así que ¿para qué inquietar al pueblo adoptando
424
medidas drásticas?», mientras que el generalato y el frente
pusieron en duda la veracidad de mis afirmaciones a causa de las
dificultades que hallaban para obtener armas o municiones.
•••
La ofensiva rusa de invierno se había estancado. El aumento
de nuestra producción no sólo contribuyó a cerrar las brechas
abiertas en el frente del Este, sino que los suministros de
armamento permitieron a Hitler preparar una nueva ofensiva
para realizar un ataque en tenaza en la región de Kursk a pesar
de las grandes pérdidas sufridas durante el invierno. El
comienzo de esta ofensiva, preparada bajo el nombre clave de
«operación ciudadela», fue demorado una y otra vez, pues Hitler
daba gran importancia al empleo de los nuevos tanques. Sobre
todo, esperaba milagros de un tanque de propulsión eléctrica
construido por el profesor Porsche.
Durante una sencilla cena en un cuarto trasero,
rústicamente amueblado, de la Cancillería del Reich, oí por
casualidad que Sepp Dietrich decía que Hitler pensaba dar la
orden de que esta vez no se tomaran prisioneros. Al parecer, las
avanzadillas de las SS habían comprobado que las tropas rusas
asesinaban a los prisioneros, por lo que Hitler anunció de forma
espontánea que se tomaría un desquite mil veces más sangriento.
Me quedé consternado, pero también me alarmó ver cómo
nos perjudicábamos a nosotros mismos. Hitler calculaba que se
harían cientos de miles de prisioneros; hacía meses que
tratábamos en vano de cerrar una brecha de igual envergadura
en la oferta de mano de obra. Por eso aproveché la primera
ocasión que tuve para presentar a Hitler mis objeciones respecto
a aquella orden. No resultó difícil hacerle cambiar de idea;
incluso creo que se sintió aliviado al poder retirar la promesa
que había hecho a las SS. Aquel mismo día, 8 de julio de 1943,
ordenó a Keitel que promulgara un decreto en virtud del cual
425
todos los prisioneros de guerra habrían de ser puestos al servicio
de la producción de armamentos[187].
Estas consideraciones sobre el trato que había que dar a los
prisioneros resultaron superfluas. La ofensiva comenzó el 5 de
julio, pero, a pesar del empleo masivo de nuestras armas más
modernas, no se logró formar un cerco; la confianza de Hitler
resultó ilusoria. Tras dos semanas de combate, decidió
abandonar. Aquel fracaso indicaba que también en las estaciones
favorables era el enemigo soviético quien imponía las reglas.
Después de la segunda catástrofe invernal, después de
Stalingrado, el Estado Mayor del Ejército de Tierra ya había
estado presionando para que se estableciera una segunda
posición bastante más a retaguardia, pero no obtuvo la
conformidad de Hitler. Ahora, tras el fracaso de la nueva
ofensiva, también él se mostró dispuesto a establecer unas
posiciones defensivas entre veinte y veinticinco kilómetros tras
la línea de fuego[188]. El Estado Mayor propuso establecer como
línea fija la orilla occidental del Dniéper, que, con su pendiente
de casi cincuenta metros, permitía dominar las llanuras que se
extendían ante ella. Seguramente habría habido tiempo
suficiente para construir una línea defensiva allí, pues el Dniéper
se encontraba a más de 200 kilómetros del frente. Sin embargo,
Hitler se negó en redondo a hacerlo. Mientras que antes,
cuando las campañas eran victoriosas, solía elogiar al soldado
alemán como al mejor del mundo, ahora dijo:
—Por motivos psicológicos, es preferible no establecer una
posición a retaguardia. Si la tropa se entera de que hay un
puesto fortificado unos cien kilómetros tras la línea de combate,
nadie los moverá a luchar. Retrocederán sin resistencia a la
primera ocasión[189].
Hitler se enteró por Dorsch, mi lugarteniente, de que la
Organización Todt, a pesar de la prohibición, había empezado a
426
levantar en diciembre de 1943, por orden de Manstein y con la
tácita aquiescencia de Zeitzler, un puesto defensivo a orillas del
Bug, situado a unos 150 ó 200 kilómetros del frente ruso, y una
vez más, alegando la misma razón que seis meses antes, ordenó
con inusual dureza que se suspendieran inmediatamente
aquellos trabajos[190]. Esa posición de retaguardia, según
manifestó excitado, constituía una nueva prueba de la postura
derrotista de Manstein.
La testarudez de Hitler hizo que las tropas soviéticas
mantuvieran a nuestros ejércitos en constante movimiento,
porque en Rusia, con el suelo congelado, no se podía pensar en
abrir ninguna trinchera a partir de noviembre. Por lo tanto, los
soldados no disponían de ninguna protección para protegerse de
las inclemencias del tiempo. Además, la mala calidad de
nuestros equipos de invierno ponía a las tropas alemanas en peor
posición que al enemigo, perfectamente equipado para el frío.
Ésta no era la única prueba de que Hitler se resistía a aceptar
el nuevo curso de los acontecimientos. En la primavera de 1943
ordenó que se construyera un puente de cinco kilómetros de
largo sobre el estrecho de Kerch, con vías férreas y carretera,
aunque allí ya se estaba instalando un funicular que entró en
funcionamiento el 14 de junio, con un rendimiento diario de
mil toneladas. Aunque este volumen de avituallamiento apenas
bastaba para cubrir las necesidades del XVII Ejército, Hitler no
renunciaba a su proyecto de avanzar hacia Persia a través del
Cáucaso y argumentó que había que enviar refuerzos hasta la
cabeza de puente del Kubán para iniciar una ofensiva[191]. Sus
generales, en cambio, hacía tiempo que habían abandonado esta
idea y, durante una inspección de esta cabeza de puente,
expresaron sus dudas incluso respecto a la posibilidad de
mantener las posiciones, a la vista de las fuerzas con que contaba
el enemigo. Cuando comuniqué a Hitler estos temores, dijo con
desprecio:
427
—¡Todo son excusas! Tanto a Jänicke como al Estado
Mayor les falta fe en una nueva ofensiva.
Poco después, en verano de 1943, el general Jänicke,
comandante en jefe del XVII Ejército, se vio obligado a solicitar
a Hitler, a través de Zeitzler, la retirada de las tropas de la
desprotegida cabeza de puente del Kubán. Quería prepararse en
Crimea, en una posición más favorable, para la esperada
ofensiva rusa de invierno. Hitler, por el contrario, exigió con
redoblada terquedad que se acelerara la construcción del puente,
a pesar de que ya entonces estaba bien claro que jamás llegaría a
terminarse. Las últimas unidades alemanas empezaron a
desalojar la cabeza de puente de Hitler en el continente asiático
el 4 de septiembre.
•••
Del mismo modo en que habíamos discutido en casa de
Göring la forma de superar la crisis de la jefatura política,
Guderian, Zeitzler, Fromm y yo discutimos ahora la crisis de la
jefatura militar. El capitán general Guderian, inspector general
de las tropas acorazadas, me rogó en verano de 1943 que le
concertara una entrevista con Zeitzler, jefe del Estado Mayor del
Ejército de Tierra —yo mantenía una relación casi amistosa con
ambos, y de ahí que actuara como mediador—, para resolver
algunas diferencias respecto a los límites de sus respectivas
jurisdicciones, aunque se puso de manifiesto que en aquel
encuentro los objetivos de Guderian iban un poco más lejos:
pretendía concertar una estrategia común que llevara a nombrar
a un nuevo comandante en jefe del Ejército de Tierra. Nos
reunimos en mi vivienda del Obersalzberg.
Las diferencias entre Guderian y Zeitzler pronto perdieron
toda importancia. La conversación se centró en los problemas
que creaba que Hitler se hubiera nombrado comandante en jefe
del Ejército y que no ejerciera como tal: Zeitzler opinaba que
428
era preciso defender con más energía los intereses del Ejército de
Tierra frente a las otras dos armas de la Wehrmacht y frente a
las SS, y que Hitler, en su calidad de comandante en jefe de
todos los ejércitos de la Wehrmacht, debía permanecer
imparcial. Guderian añadió que un comandante en jefe tenía la
obligación de estar en estrecho contacto con los jefes de los
ejércitos, de apoyar las necesidades de sus tropas y también de
tomar las necesarias decisiones respecto al avituallamiento. Y
ambos, Zeitzler y Guderian, coincidían en que Hitler no tenía
tiempo ni ganas de hacer nada de aquello. Nombraba y destituía
a generales a los que apenas conocía. Sólo un comandante en
jefe que tuviera un trato personal con sus oficiales superiores
estaría en situación de decidir sobre ellos. Pero, en opinión de
Guderian, el Ejército de Tierra sabía que Hitler dejaba la
gestión de personal casi por completo en manos de los
comandantes en jefe de la Marina y de la Luftwaffe, así como de
Himmler. Sólo en el caso del Ejército de Tierra actuaba de otro
modo.
Acordamos que cada uno de nosotros intentaría persuadir a
Hitler para que nombrara a un nuevo comandante en jefe del
Ejército de Tierra, pero las primeras insinuaciones que le
hicimos por separado Guderian y yo fracasaron por completo;
Hitler se mostró muy ofendido y las rechazó de un modo
inusualmente brusco. Yo no sabía que muy poco antes los
mariscales Von Kluge y Von Manstein habían dado ya un paso
en este sentido, por lo que debió de pensar que aquello era una
conspiración.
•••
Había quedado ya muy atrás la época en que Hitler accedía
de buen grado a todos mis deseos personales y organizativos. El
triunvirato que formaban Keitel, Bormann y Lammers intentó
impedir que aumentara mi poder, aunque sólo quisiera
429
dedicarlo a producir más armamento. Sin embargo, no hallaron
ningún pretexto convincente para oponerse a Dönitz y a mí
cuando, en un asalto conjunto, nos hicimos cargo del programa
armamentista de la Marina.
A Dönitz lo conocí en el mes de junio de 1942, poco
después de ser nombrado ministro de Armamentos, cuando era
comandante en jefe de la división de submarinos. Me recibió en
París, en un sencillo edificio de apartamentos que resultaba
ultramoderno para los conceptos de entonces. Aquel ambiente
sencillo me pareció muy acogedor, sobre todo porque yo venía
de un opulento banquete, en el que se sirvieron muchos platos y
costosos vinos, ofrecido por el mariscal Sperrle, comandante en
jefe de las fuerzas aéreas estacionadas en Francia, quien había
establecido su cuartel general en el Palais Luxembourg, el
antiguo palacio de María de Médicis. El mariscal no se quedaba
a la zaga de su comandante en jefe, Göring, ni en cuanto a
necesidad de lujo y representación ni en cuanto a corpulencia.
Durante los meses siguientes, Dönitz y yo nos vimos con
frecuencia para tratar sobre el levantamiento de grandes refugios
para submarinos en el Atlántico. Raeder, el comandante en jefe
de la Marina, no parecía verlo con buenos ojos y, sin mayores
rodeos, prohibió a Dönitz que tratara las cuestiones técnicas
directamente conmigo.
A fines de diciembre de 1942, el eficaz capitán de
submarino Schütze me dijo que se habían producido serias
diferencias entre Dönitz y la jefatura de la Marina, y que la
división de submarinos sospechaba que su comandante en jefe
iba a ser relevado al cabo de poco. Unos días después supe por el
subsecretario Naumann que el censor de la Marina del
Ministerio de Propaganda había tachado el nombre de Dönitz
de los pies de las fotografías de un viaje de inspección que éste
había realizado con Raeder.
430
A principios de enero de 1942 me hallaba en el cuartel
general; Hitler estaba irritado por las noticias aparecidas en la
prensa extranjera sobre una batalla naval de la que el Alto
Mando de la Marina no lo había informado con suficiente
detalle[192]. En nuestra siguiente entrevista, derivó la
conversación hacia la posibilidad de racionalizar la construcción
de submarinos, aunque pronto mostró más interés por lo
insatisfactorio de mi colaboración con Raeder. Le informé de
que había prohibido a Dönitz tratar conmigo las cuestiones
técnicas, de que los oficiales estaban preocupados por su
comandante y de la censura de las fotografías. Como ya había
observado, gracias a Bormann, que era preferible despertar sus
recelos de forma cautelosa y que cualquier intento de influir en
él de forma directa estaba abocado al fracaso, porque no
aceptaba ninguna decisión que creyera que le había sido
impuesta, me limité a dejar entrever que a través de Dönitz
podrían eliminarse todos los obstáculos con que tropezaba
nuestro programa de submarinos, aunque lo que en realidad
pretendía era que destituyera a Raeder. Sabiendo con qué
tenacidad solía mantener Hitler a sus viejos colaboradores, no
abrigaba demasiadas esperanzas al respecto.
El 30 de enero, Dönitz fue nombrado gran almirante y
comandante en jefe de la Marina de Guerra, y Raeder fue
rebajado a inspector almirante de la Marina, un cargo que tan
sólo le aseguraba un entierro de Estado.
Con su argumentación técnica y su profesionalidad, Dönitz
supo preservar a la Marina de la volubilidad de Hitler hasta el
fin de la guerra. A partir de entonces me reuní con él a menudo
para tratar de los problemas que planteaba el refugio de
submarinos. No obstante, esta colaboración comenzó de una
manera disonante. Sin pedir mi consejo, tras recibir un informe
de Dönitz, Hitler ordenó a mediados de abril que se diera
prioridad máxima a todo el armamento naval, cuando tres meses
431
antes, el 22 de enero de 1943, había calificado de objetivo
prioritario el programa de tanques, que en consecuencia fue
ampliado. De aquel modo, los dos programas se hacían la
competencia. No fue necesario que me quejara a Hitler, pues
Dönitz, antes de que se produjera una controversia, se dio
cuenta de que la colaboración con el poderoso aparato
armamentista del Ejército de Tierra le resultaría más ventajoso
que las promesas de Hitler, y acordamos enseguida poner bajo
mi competencia la producción del armamento de la Marina. Le
garanticé que se cumpliría el programa que reclamaba: en lugar
del máximo mensual alcanzado hasta el momento, que era de
veinte submarinos de un modelo pequeño, que en total
desplazaban 16 000 toneladas, en el futuro deberían producirse
cuarenta, que desplazarían más de 50 000. También se acordó
doblar la fabricación de dragaminas y lanchas rápidas.
Dönitz me explicó que la única forma de evitar que la guerra
submarina quedara interrumpida era construir un nuevo tipo de
submarino. La Marina deseaba desprenderse del «buque de
superficie» utilizado hasta entonces, capaz de navegar sólo
ocasionalmente bajo el agua, y sustituirlo por otro que pudiera
alcanzar una velocidad submarina superior y que tuviera más
autonomía, para lo que habría que darle una forma
completamente hidrodinámica, duplicar la potencia de los
motores eléctricos y multiplicar la capacidad de los
acumuladores de energía.
Como ocurre siempre en estos casos, lo más importante era
encontrar a la persona adecuada para ocuparse de aquella
misión. Elegí a un suabo, Otto Merker, que hasta ese momento
había hecho méritos construyendo coches de bomberos: era una
auténtica provocación para todos los ingenieros navales. El 5 de
julio de 1943, Merker expuso su nuevo sistema constructivo al
Alto Mando de la Marina. Igual que se hacía en Estados Unidos
para producir los buques Kayser en serie, nuestros submarinos
432
serían construidos por partes en el interior del país, donde
recibirían todo el equipamiento mecánico y eléctrico necesario,
y después serían montados en muy poco tiempo. Así se eludía la
necesidad de construir astilleros, lo que había constituido el
mayor obstáculo para la ampliación del programa de
construcciones navales[193]. Dönitz, casi emocionado, declaró al
final de esta reunión:
—Ahora comenzamos una nueva vida.
Pero por el momento lo único que teníamos era una idea de
cómo iban a ser los nuevos submarinos. Para desarrollarlos y
definirlos con detalle se nombró una comisión cuya presidencia,
en contra de lo habitual, no recayó en un ingeniero, sino en el
almirante Topp, que fue nombrado por Dönitz sin que
tratáramos siquiera de dilucidar las complicadas cuestiones
jurisdiccionales que eso planteaba. La colaboración entre él y
Merker fue tan armoniosa como la que había entre Dönitz y yo.
Unos cuatro meses escasos después de la primera reunión de
la Comisión de Construcciones Navales, el 11 de noviembre de
1943, todos los planos y diseños estaban terminados. Un mes
después Dönitz y yo pudimos examinar una gran maqueta de
madera del nuevo submarino de 1600 toneladas. La industria
recibió el encargo de empezar a construir algunas secciones antes
incluso de que se concluyeran los planos: un procedimiento que
ya habíamos empleado con éxito en la fabricación de los nuevos
tanques Pantera. Sólo así fue posible que en 1944 la Marina
pusiera a prueba los primeros prototipos. Habríamos cumplido
nuestra promesa de suministrar cuarenta submarinos mensuales
durante el primer trimestre de 1945 a pesar de las catastróficas
circunstancias si los ataques de la aviación no hubiesen
destruido una tercera parte de los buques que había en los
astilleros[194].
En aquel entonces, Dönitz y yo nos preguntamos a menudo
433
qué había impedido construir antes el nuevo tipo de
submarinos, en el que no se empleó ninguna innovación
técnica, ya que sus fundamentos se conocían desde hacía años.
Según aseguraron los expertos, con los nuevos submarinos
habríamos iniciado una nueva serie de éxitos en la guerra bajo el
agua, y la Marina americana ratificó este parecer después de la
guerra, al incorporar el nuevo modelo a su programa de
fabricación.
•••
Tres días después de haber firmado con Dönitz nuestro
decreto conjunto sobre el nuevo programa de la Marina, el 26
de julio de 1943 pedí a Hitler su conformidad para que toda la
producción fuera dirigida desde mi Ministerio. Por motivos
tácticos argumenté esta petición con las cargas adicionales
surgidas a consecuencia del programa de la Marina y de otros
cometidos encargados por Hitler. Por otra parte, le expuse que
si algunas de las grandes empresas de producción de bienes de
consumo se transformaban en fábricas de armamentos, no sólo
podríamos poner a disposición de los programas más urgentes a
500 000 obreros alemanes, sino también a los cuadros directivos
y las instalaciones fabriles correspondientes. Sin embargo, la
mayoría de los jefes regionales se pronunciaron en contra de
tales modificaciones. El Ministerio de Economía se mostró
demasiado débil y yo, por mi parte, también lo era, como no
tardaría en comprender.
Después de un lento y pesado proceso de comunicación
mediante circulares en el que se rogó a los ministros del Reich
relacionados con el asunto y a los departamentos del Plan
Cuatrienal competentes que presentaran sus objeciones, el 26 de
agosto Lammers convocó a todos los ministros a una reunión en
la sala del Gabinete del Reich. Gracias a Funk, quien pronunció
«con espíritu y humor su propia oración fúnebre», se pudo
434
conseguir unanimidad para que en lo sucesivo toda la
producción de guerra dependiera de mi Ministerio. Tanto si le
gustaba como si no, Lammers tuvo que prometer que Bormann
comunicaría esta resolución a Hitler. Unos días después Funk y
yo nos dirigimos al cuartel general del Führer para obtener su
aquiescencia definitiva.
Me llenó de asombro que Hitler, en presencia de Funk,
interrumpiera mis explicaciones y me comunicara enojado que
no quería seguir escuchándome, que Bormann le había
advertido hacía unas horas que yo pretendía inducirlo a firmar
una ley que no había sido debatida ni con el ministro Lammers
ni con el mariscal del Reich y que no toleraba verse mezclado de
aquel modo en nuestras rivalidades. Cuando intenté explicarle
que Lammers, en su calidad de ministro del Reich, y tal como
correspondía al desempeño de sus funciones, había conseguido
la anuencia del delegado de Göring en el Plan Cuatrienal, me
volvió a cortar la palabra de una manera inusitadamente seca:
—Me alegro de poder contar al menos con la lealtad de
Bormann.
Estas palabras decían bien a las claras que me atribuía la
intención de obrar a sus espaldas.
Funk comunicó a Lammers lo ocurrido; después nos
dirigimos al encuentro de Göring, que se dirigía en su cochesalón hacia el cuartel general de Hitler desde su coto de caza, en
las praderas del valle del Rominte. Al principio, también él se
mostró airado; no hay duda de que alguien lo había puesto en
guardia contra nosotros. Pero la amable elocuencia de Funk
consiguió por fin romper el hielo e ir debatiendo punto por
punto nuestra ley. Göring se manifestó conforme con todo
después de que añadiéramos el siguiente artículo: «No quedan
coartadas en forma alguna las atribuciones del mariscal del Gran
Reich alemán en su calidad de encargado del Plan Cuatrienal».
435
Una restricción irrelevante en la práctica, puesto que yo ya
dirigía, a través de la Central de Planificación, la mayor parte de
los sectores relacionados con el Plan Cuatrienal.
Göring firmó nuestro borrador como señal de su
conformidad y Lammers manifestó, por medio de un telegrama,
que no tenía nada que objetar al proyecto, y después también
Hitler se mostró dispuesto a firmarlo, lo que hizo dos días más
tarde, el 2 de septiembre. Había pasado de ministro de
Armamentos y Munición a ministro de Armamentos y
Producción Bélica.
La intriga de Bormann había fracasado. No presenté
ninguna queja a Hitler. En vez de hacerlo, lo dejé reflexionar
sobre si Bormann lo había servido con verdadera lealtad en este
caso. La experiencia me había enseñado que era más prudente
no airear sus maniobras y evitar a Hitler las situaciones
embarazosas.
Estas resistencias, más o menos francas o encubiertas, contra
la ampliación de mi Ministerio se debían sin duda a la alarma de
Bormann, quien tenía que darse cuenta de que yo actuaba fuera
del terreno que él controlaba y de que mi poder aumentaba
continuamente. Por otra parte, mi trabajo me había llevado a
tratar como camaradas a los jefes militares: Guderian, Zeitzler,
Fromm, Milch y, ahora, Dönitz. También en el entorno de
Hitler tenía buenas relaciones precisamente con quienes sentían
aversión hacia Bormann: los generales Engel, Von Below y
Schmundt, asistentes de Hitler en el Ejército de Tierra, en la
Luftwaffe y en la Wehrmacht, respectivamente. Mantenía
además una estrecha relación con el médico de cabecera de
Hitler, el doctor Karl Brandt, quien también consideraba a
Bormann un adversario personal.
Una noche, después de haber tomado algunas Steinhäger y
varias cervezas con Schmundt, afirmó que yo era la gran
436
esperanza del Ejército. Me dijo que los generales tenían plena
confianza en mí, mientras que a Göring lo juzgaban con
desprecio. Y concluyó, en tono un poco patético:
—Siempre podrá contar con el Ejército de Tierra, señor
Speer; lo apoyará en todo.
No he comprendido jamás qué pretendía Schmundt con
esta observación, aunque supongo que estaba confundiendo al
Ejército con los generales. Con todo, tengo motivos para
suponer que debió de expresarse en términos parecidos ante
otras personas. Y, dado el reducido ámbito del cuartel general,
sus manifestaciones tuvieron que llegar a oídos de Bormann.
Por la misma época —debió de ser hacia el otoño de 1943
— Hitler me puso en una situación algo embarazosa cuando,
antes de una reunión estratégica y en presencia de algunos
colaboradores, nos saludó a Himmler y a mí como a «sus dos
iguales». Dada su indiscutible posición de poder, al jefe nacional
de las SS difícilmente podía agradarle que Hitler lo equiparara
conmigo, fuera cual fuese el fin que perseguía al hacerlo.
También Zeitzler me dijo en aquellos días, muy contento:
—¡El Führer está encantado con usted! Hace poco comentó
que tenía grandes esperanzas puestas en usted, y que por fin ha
nacido un nuevo sol después de Göring[195].
Rogué a Zeitzler que no difundiera estas palabras. Pero
como también llegaron a mis oídos a través de otras personas del
entorno de Hitler, era seguro que Bormann se habría enterado
de ellas. El poderoso secretario del Führer no tuvo más remedio
que constatar que no había conseguido indisponerme con Hitler
en el transcurso de aquel verano, sino todo lo contrario.
Y como Hitler era más bien parco en ese tipo de
declaraciones elogiosas, Bormann debió de tomarse aquella
como una seria amenaza a su posición. Yo era más peligroso
para él porque no procedía de la jerarquía del Partido, que le era
437
sumisa. A partir de aquel momento afirmó ante sus
colaboradores que yo era no sólo un enemigo del Partido, sino
que aspiraba ni más ni menos que a suceder a Hitler[196]. Esta
suposición no era del todo descabellada. Recuerdo haber
mantenido con Milch algunas conversaciones al respecto.
No hay duda de que a Hitler se le presentaba un dilema para
elegir a un sucesor: Göring estaba acabado; Hess se había
descartado a sí mismo; Schirach había quedado fuera de
combate a causa de las intrigas de Bormann; y éste, Himmler y
Goebbels no respondían al tipo de «hombre artístico» que Hitler
imaginaba. Es probable que reconociera en mí rasgos afines a él:
a sus ojos, yo era un artista de talento que en muy poco tiempo
había conquistado una posición de peso en la jerarquía política y
que también había demostrado capacidades especiales en el
ámbito militar gracias a los éxitos obtenidos en el campo de los
armamentos. Sólo en política exterior, el cuarto dominio de
Hitler, no había destacado todavía. Puede que me viera como
un genio artístico que había triunfado en la política y que,
indirectamente, mi trayectoria vital le pareciera una
confirmación de la suya.
En la intimidad yo llamaba a Bormann «el hombre con las
tijeras de podar», pues se dedicaba a impedir que nadie
destacara, y lo hacía con energía, astucia y brutalidad. Desde
aquel momento, Bormann hizo todo lo que pudo para cercenar
mi poder. A partir de octubre de 1943, los jefes regionales
crearon un frente común contra mí, y un año después hubo
momentos en los que quise abandonar mi cargo. La lucha entre
Bormann y yo continuó hasta el final de la guerra. Hitler
mantenía a raya a Bormann y, aunque no me dejaba de lado y
me distinguía a veces con su favor, otras se volvía con dureza
contra mí. Bormann no podía arrebatarme mi exitoso aparato
industrial. Estaba tan estrechamente vinculado a mí que mi
caída habría significado su fin y habría puesto en peligro la
438
marcha de la guerra.
439
CAPÍTULO XX
BOMBAS
A la embriaguez de los primeros meses, motivada por el
establecimiento de mi nueva organización, su éxito y su
reconocimiento, sucedió pronto una época de enormes
preocupaciones y dificultades que crecían sin cesar. Los
problemas no se debían sólo a la falta de trabajadores, la
carencia de materias primas y las intrigas cortesanas: los
bombardeos de las fuerzas aéreas inglesas y sus repercusiones en
la producción me hicieron olvidar temporalmente a Bormann,
Sauckel y la Central de Planificación, aunque al mismo tiempo
constituían una de las bases de mi creciente prestigio, pues, a
pesar de las mermas sufridas, nuestra producción iba en
aumento.
Estos ataques llevaron la guerra al centro del país. La
experimentábamos a diario en las ciudades incendiadas y
aniquiladas, y esa visión nos espoleaba a rendir al máximo.
Tampoco la voluntad de resistencia de la población civil se
quebrantó a causa de las penalidades que le fueron impuestas; al
contrario, durante mis visitas a las fábricas de armamentos y en
mis contactos con el hombre de la calle tuve más bien la
impresión de un endurecimiento creciente. Es posible que la
mengua en la producción, estimada en un 9%[197] se viera
ampliamente compensada por un mayor esfuerzo.
Las mermas más notables se debieron a las amplias medidas
de defensa que hubo que adoptar. En 1943, diez mil cañones
440
antiaéreos apuntaban al cielo desde el Reich y en el frente
occidental[198]; en Rusia podríamos haberlos empleado contra los
tanques y otros objetivos terrestres. Sin aquel segundo frente, el
antiaéreo en nuestro país, habríamos doblado la capacidad de las
fuerzas antitanque. Además, la defensa antiaérea retenía a
cientos de miles de jóvenes soldados. Un tercio de la industria
óptica se dedicaba a producir aparatos de puntería para las
baterías antiaéreas; cerca de la mitad de la producción de la
industria electrotécnica eran radiotelémetros y dispositivos de
comunicación para la defensa antiaérea. Por eso el equipamiento
de nuestras tropas del frente quedó muy por detrás del de los
ejércitos occidentales, a pesar del alto nivel de las industrias
eléctrica y óptica alemanas[199].
•••
La primera idea de las duras pruebas que nos esperaban en
1943 la tuvimos en la noche del 30 al 31 de mayo de 1942,
cuando los ingleses, reuniendo todas sus fuerzas, lanzaron un
ataque aéreo contra Colonia con 1046 bombarderos.
Casualmente, Milch y yo teníamos una cita con Göring a la
mañana siguiente. La reunión no se celebró en Karinhall, sino
en el castillo de Veldenstein, en la Suiza francesa, donde Göring
residía entonces. Hallamos a un mariscal del Reich de pésimo
humor; se resistía a creer las informaciones sobre el ataque aéreo
contra Colonia.
—Es imposible; no se pueden arrojar tantas bombas en una
noche —dijo con malos modos a sus asistentes—.
Comuníquenme con el jefe regional de Colonia.
Un instante después tuvo lugar en nuestra presencia una
conversación telefónica absurda.
—¡El informe de su jefe superior de policía es una solemne
mentira!
Pero el jefe regional pareció contradecirlo.
441
—Le digo, en mi calidad de mariscal del Reich —siguió
Göring—, que esas cifras son muy altas. ¿Cómo puede
comunicar al Führer semejante patraña? —El jefe regional,
desde el otro extremo del hilo, insistía en la exactitud de sus
informes—. ¿Cómo pretende contar usted el número exacto de
bombas? ¡Eso no son más que estimaciones! ¡Le vuelvo a decir
que el número es exageradísimo! ¡No es cierto en absoluto!
¡Rectifique inmediatamente esas cifras! ¿O es que pretende decir
que estoy mintiendo? Yo he transmitido al Führer mi informe
con las cifras exactas. ¡Y así se van a quedar!
Después, como si no hubiese ocurrido nada, Göring nos
enseñó la casa, que había sido de sus padres. Como si no
estuviéramos en guerra, hizo traer unos planos y nos explicó el
grandioso palacio en el que iba a convertirse la modesta casa de
estilo Biedermeier que había en el patio del antiguo castillo. En
primer lugar se haría construir un bunker de gran seguridad. Ya
tenía el proyecto listo.
Tres días más tarde estuve en el cuartel general del Führer,
donde aún no se había disipado la excitación por el bombardeo
de Colonia. Informé a Hitler de la extraña conversación
telefónica entre Göring y el jefe regional Grohé. Desde luego, di
por sobreentendido que los informes de Göring debían de ser
más fidedignos que los del jefe regional de Colonia. Hitler, sin
embargo, ya se había formado una opinión. Mostró a Göring las
noticias de la prensa enemiga respecto al número de aviones y
bombas empleados en el ataque a Colonia; daban una cifra muy
superior a la que le había indicado el jefe superior de policía de
Colonia[200]. Hitler se mostró muy irritado por la táctica de
ocultamiento de Göring, aunque consideró parcialmente
responsable al Estado Mayor de la Luftwaffe. Al día siguiente,
Göring fue recibido como siempre. El asunto nunca volvió a
mencionarse.
442
•••
Ya el 20 de septiembre de 1942 señalé a Hitler que nuestras
dificultades serían insuperables si se interrumpía la llegada de
tanques desde Friedrichshafen y la producción de rodamientos
en Schweinfurt, por lo que ordenó acto seguido aumentar los
cañones antiaéreos que protegían estas dos ciudades. Pronto me
di cuenta de que la guerra se podría haber decidido en gran
medida en 1943 si, en lugar de proceder a insensatos
bombardeos de zonas extensas, se hubiese intentado paralizar los
centros de producción de armamento: el 11 de abril de 1943
propuse a Hitler que confiara a una comisión de industriales la
búsqueda de objetivos estratégicos en la producción de energía
soviética. Pero no fuimos nosotros, sino los ingleses, quienes
cuatro semanas después realizaron el primer ensayo en este
sentido, tratando de influir de manera decisiva en el curso de la
contienda destruyendo un centro neurálgico de la economía de
guerra. Al igual que un motor puede ser inutilizado si se le quita
una pequeña pieza, el 17 de mayo de 1943 diecinueve
bombarderos de la RAF intentaron paralizar el centro de nuestra
producción de armamentos atacando las presas de la cuenca del
Ruhr.
Los informes que me llegaron a primeras horas de la mañana
eran muy alarmantes. La mayor de las presas, la del valle del
Möhne, había sido destruida y se había vaciado. Aún no había
noticias sobre las otras tres. Estaba amaneciendo cuando
aterrizamos en el campo de aviación de Werl después de haber
examinado el desastre desde el aire: la central eléctrica que se
hallaba al pie de la presa había sido borrada del mapa con toda
su maquinaria.
El agua escapada del embalse había inundado el valle del
Ruhr, con la consecuencia al parecer insignificante, pero en
realidad grave, de que los grupos eléctricos de las estaciones de
443
bombeo del valle quedaron llenos de lodo, por lo que la
industria se paralizó y el abastecimiento de agua a la población
estuvo a punto de quedar interrumpido. El informe de los
daños, que entregué poco después en el cuartel general del
Führer, causó «una profunda impresión al Führer, quien se ha
guardado los informes», según consta en el acta pertinente[201].
No obstante, los ingleses no lograron destruir las otras tres
presas, cuya rotura habría significado la interrupción casi total
del suministro de agua a la región del Ruhr durante los meses de
verano que se avecinaban. Aunque consiguieron hacer un blanco
perfecto en la mayor de las presas —la del valle del Sorpe—, que
inspeccioné aquel mismo día, tuvimos la gran suerte de que el
boquete abierto por la bomba quedara un poco por encima del
nivel del agua. Unos cuantos centímetros más abajo… y el
pequeño arroyuelo se habría convertido rápidamente en una
espantosa corriente que se habría llevado por delante toda la
presa[202]. Utilizando sólo un pequeño número de bombarderos,
los ingleses habían estado a punto de conseguir un éxito
muchísimo mayor en una noche que con miles de bombas en
todo lo que llevábamos de guerra. Cometieron únicamente un
error que todavía no he logrado comprender: dividieron sus
fuerzas y destruyeron a la vez la presa del valle del Eder, a 70 km
de distancia, a pesar de que no tenía nada que ver con el
abastecimiento de agua de la cuenca del Ruhr[203].
Pocos días después del ataque ya estaban trabajando en la
reconstrucción de las presas 7000 hombres a los que hice
trasladar de la muralla del Atlántico a la región del Möhne y del
Eder. La brecha abierta en la del Möhne —de 22 metros de
ancho y 77 de alto— pudo cerrarse el 23 de septiembre de
1943, antes de que comenzara el período de lluvias[204], lo que
permitió embalsar las precipitaciones del otoño y el invierno de
1943 para satisfacer las necesidades del verano siguiente.
Mientras se realizaban aquellas obras, la aviación inglesa
444
desperdició una nueva oportunidad: unas cuantas bombas
habrían bastado para destruir las desprotegidas instalaciones y
convertir el andamiaje de madera en pasto de las llamas.
•••
Tras estas experiencias volví a preguntarme por qué nuestra
Luftwaffe, a pesar de sus modestos medios, no efectuaba ataques
puntuales como aquél, cuyas consecuencias podían ser
devastadoras. A fines de mayo de 1943, quince días después del
ataque británico, repetí a Hitler mi propuesta del 11 de abril:
que se formara una comisión de trabajo para buscar objetivos
cruciales en el campo enemigo. Él, como tantas otras veces,
dudaba:
—Me parece inútil tratar de convencer al Estado Mayor de
la Luftwaffe de que sus colaboradores industriales pueden
contribuir a establecer los objetivos de los ataques en el campo
enemigo. Ya se lo he comentado varias veces al general
Jeschonnek. Pero —terminó diciendo con resignación— hable
usted una vez más con él.
Era evidente que Hitler no estaba dispuesto a hacer valer su
autoridad en el asunto. Carecía de visión para calcular la
importancia decisiva de aquella clase de operaciones. No hay
duda de que ya se había equivocado entre 1939 y 1941, cuando
ordenó bombardear las ciudades inglesas en vez de coordinar la
acción aérea y submarina y, por ejemplo, atacar sobre todo los
puertos ingleses en los que se reunían los convoyes marítimos.
Tampoco ahora tuvo sentido de la oportunidad. Y los ingleses,
si exceptuamos el ataque aislado contra las presas, copiaban
irreflexivamente su insensatez.
A pesar del escepticismo de Hitler y de mi falta de capacidad
para influir en la estrategia de la Luftwaffe, no me desanimé.
El 23 de junio reuní en una comisión a algunos expertos con el
fin de estudiar los objetivos militares estratégicos[205]. Nuestra
445
primera propuesta afectaba a la industria inglesa del carbón,
sobre cuyos centros, puntos de ubicación, capacidad y demás
detalles estábamos bien informados gracias a las publicaciones
británicas especializadas; sin embargo, llegó con dos años de
retraso: ya no teníamos fuerzas suficientes.
Dada la parquedad de nuestros medios, se nos imponía una
vez más un objetivo de gran eficacia: las centrales de energía
rusas. La experiencia nos decía que en Rusia no cabía esperar
una defensa antiaérea sistemática. Por otra parte, la economía
eléctrica de la Unión Soviética se distinguía de la de los países
occidentales en un punto decisivo. Mientras que el crecimiento
industrial paulatino de Occidente había hecho surgir gran
cantidad de centrales de tamaño medio vinculadas entre sí, en la
Unión Soviética se construyeron algunas centrales gigantescas en
puntos concretos, por lo general en el centro de grandes
complejos industriales[206]. Por ejemplo, gran parte del
suministro de energía de Moscú procedía de una gran central
situada en el curso superior del Volga. Según nuestras
informaciones, en la capital soviética se concentraba el 60% de
la producción de aparatos ópticos y equipamiento eléctrico. Si se
destruían algunas de las grandes centrales de los Urales, se
podría paralizar de forma permanente la industria del acero y la
de tanques y municiones. Un blanco en las turbinas o en sus
tubos de alimentación liberaría unas masas de agua cuyo poder
destructivo sería mayor que el de muchas bombas. Y los
informes de que disponíamos eran fidedignos, pues buena parte
de las grandes centrales soviéticas de producción de energía se
habían levantado con el concurso de la industria alemana.
El 26 de noviembre, Göring dio la orden de reforzar con
bombarderos de gran autonomía el VI Cuerpo Aéreo, al mando
del general de división Rudolf Meister. En diciembre se
concentraron las unidades cerca de Bialystok[207]. Hicimos
construir maquetas de madera de las centrales de energía para
446
adiestrar a los pilotos. Yo informé a Hitler a primeros de
noviembre[208] y Milch habló de nuestros planes a Günther
Korten, amigo suyo y nuevo jefe del Estado Mayor de la
Luftwaffe. El 4 de febrero le escribí que «todavía existen hoy
buenas perspectivas […] de una guerra aérea operativa contra la
Unión Soviética. […] Tengo la firme esperanza de que con estas
operaciones [me refería a los ataques contra las centrales de
energía de la zona de Moscú-curso superior del Volga] se
lograrán resultados que repercutirán de manera notable en la
potencia combativa de la Unión Soviética». El éxito —como
siempre en tales empresas— dependía del azar. Yo no confiaba
en conseguir una victoria decisiva, pero, tal como escribí a
Korten, esperaba debilitar la potencia ofensiva soviética de tal
modo que incluso los refuerzos americanos tardarían meses en
compensar los daños.
Una vez más, llegamos dos años tarde. La ofensiva rusa de
invierno obligó a nuestras tropas a retroceder. La situación se
había vuelto crítica. Hitler, que era de una sorprendente miopía
en las situaciones de emergencia, me dijo a finales de febrero
que el Cuerpo Meister había recibido la orden de destruir las
líneas férreas para interrumpir los suministros que recibían las
tropas soviéticas. Mis objeciones de que el suelo ruso estaba
endurecido por las heladas, de que las bombas sólo conseguirían
un efecto superficial y de que sabíamos, por propia experiencia,
que vías férreas alemanas mucho más delicadas podían repararse
en unas horas, resultaron completamente infructuosas. El
Cuerpo Meister se consumió en una operación inútil que no
afectó a los movimientos del Ejército soviético.
Cualquier interés que Hitler pudiera tener en la estrategia
quedaba ahogado por sus tercos propósitos de venganza contra
Inglaterra. Incluso después de que el Cuerpo Meister fuera
aniquilado, disponíamos de bastantes bombarderos para poner
en práctica nuestros proyectos. Pero Hitler alentaba la vana
447
esperanza de que algunos ataques masivos sobre Londres
obligarían a los ingleses a renunciar a su ofensiva aérea contra
Alemania. Sólo por eso en 1943 seguía exigiendo que se
desarrollaran y produjeran bombarderos más pesados. El hecho
de que en el Este pudieran encontrarse objetivos mucho más
provechosos lo dejaba indiferente, aunque en ocasiones, incluso
en el verano de 1944, se mostrara de acuerdo con mis
argumentos[209]: ni él ni el Estado Mayor de la Luftwaffe eran
capaces de hacer una guerra aérea basada en consideraciones
tecnológicas, en vez de en anticuados conceptos militares. Al
principio también al enemigo le sucedió lo mismo.
Mientras me esforzaba en demostrar a Hitler y al Estado
Mayor de la Luftwaffe la existencia de objetivos ventajosos, el
enemigo occidental desencadenó, en ocho días (del 25 de julio
al 2 de agosto), cinco grandes ataques aéreos contra una sola
ciudad: Hamburgo[210]. Y aunque esta acción contradecía
cualquier reflexión táctica, sus consecuencias fueron
catastróficas. En los primeros ataques resultaron destruidas las
tuberías de conducción de agua, por lo que los bomberos no
pudieron extinguir ningún incendio durante los ataques
siguientes. Las lenguas de fuego de las gigantescas hogueras
bramaban como ciclones. Ardió el asfalto de las calles y las
personas se asfixiaban en los refugios o quedaban carbonizadas
en la vía pública. El efecto de aquella serie de bombardeos sólo
podría compararse al de un terremoto. El jefe regional
Kaufmann telegrafió repetidamente a Hitler rogándole que
visitara la ciudad. Como no tuvo éxito, le pidió que recibiera al
menos a una delegación compuesta por grupos de salvamento
que se hubieran distinguido de manera especial, pero Hitler
también rechazó hacerlo.
En Hamburgo se produjo lo que Hitler y Göring habrían
deseado hacer con Londres; en 1940, durante una cena en la
Cancillería del Reich, Hitler se había ido dejando dominar por
448
el ansia de destrucción:
—¿Han visto ustedes alguna vez un mapa de Londres? La
ciudad está tan apiñada que un solo foco de incendio bastaría
para destruirla, como pasó hace más de doscientos años. Göring
quiere emplear una gran cantidad de un nuevo tipo de bombas
incendiarias para que se inicie el fuego en distintos barrios.
Incendios por todas partes. Miles de incendios que se unirán
para formar una enorme hoguera. Göring ha tenido una buena
idea: las bombas explosivas no sirven, pero con las incendiarias
sí se puede hacer: ¡Destruir Londres por completo! ¿De qué les
van a servir sus bomberos cuando empiece todo esto?
Lo ocurrido en Hamburgo me alarmó en extremo. Al
reunirse la Central de Planificación en la tarde del 29 de julio,
expuse lo siguiente:
—Si los ataques aéreos prosiguen al mismo ritmo que hasta
ahora, dentro de doce semanas nos veremos libres de un
montón de los problemas con que nos enfrentamos ahora, pues
caeremos con bastante rapidez por la pendiente… ¡Y entonces
podremos celebrar la sesión de clausura de la Central de
Planificación!
Tres días después comuniqué a Hitler que la producción de
armamentos se había visto seriamente afectada por aquellos
ataques y que, si seguían y se ampliaban a otras seis grandes
ciudades, quedaría paralizada en toda Alemania[211]. Hitler me
escuchó sin mostrar ninguna emoción.
—Usted lo arreglará —fue lo único que dijo.
Y, en efecto, Hitler tenía razón: conseguimos arreglarlo.
Pero no gracias a nuestra organización, que, aun con toda su
buena voluntad, no podía hacer otra cosa que dar directrices
generales, sino por los tremendos esfuerzos que hicieron los
afectados,
sobre
todo
los
propios
trabajadores.
Afortunadamente, la serie de ataques lanzados contra
449
Hamburgo no se repitió con la misma dureza en otras ciudades.
De ese modo, el enemigo volvió a darnos ocasión de adaptarnos
a sus ataques.
El 17 de agosto de 1943, sólo quince días después de lo de
Hamburgo, recibimos un nuevo golpe. La flota aérea americana
lanzó el primero de sus ataques estratégicos. Lo dirigió contra
Schweinfurt, donde se concentraban grandes industrias de
fabricación de rodamientos, ámbito que ya de por sí constituía
un escollo en nuestros esfuerzos para acrecentar la producción
armamentista.
Ahora bien, ya en aquel primer ataque el enemigo cometió
un error decisivo: en lugar de concentrar sus bombas sobre las
fábricas de producción de cojinetes, dividió la respetable
cantidad de 376 Fortalezas Volantes atacando simultáneamente
una fábrica de montaje de aviones en Ratisbona con 146
aparatos; a pesar del éxito de aquella acción, tuvo pocas
consecuencias. Y resultó aún más decisivo que las fuerzas aéreas
británicas prosiguieran con sus ataques dispersos sobre otras
ciudades.
Después de aquella ofensiva, la producción de rodamientos
de 6,4 a 24 cm de diámetro, especialmente importante,
disminuyó en un 38%.[212] A pesar del riesgo que corría la
ciudad de Schweinfurt, tuvimos que reactivar en ella la mayor
parte de la producción, pues un traslado de las fábricas habría
supuesto paralizarla durante tres o cuatro meses. Nuestra
situación de emergencia hizo también imposible trasladar las
fábricas de rodamientos de Berlín-Erkner, Cannstatt o Steyr, a
pesar de que el enemigo debía de conocer su ubicación.
En junio de 1945, el Estado Mayor de la RAF me preguntó
qué consecuencias habrían podido tener los ataques contra las
fábricas de rodamientos.
—La producción de armamentos habría estado muy
450
debilitada a los dos meses —contesté—, y habría quedado
paralizada por completo al cabo de unos cuatro, si: 1) se
hubieran atacado al mismo tiempo todas las fábricas de
rodamientos (en Schweinfurt, Steyr, Erkner, Cannstatt, Francia
e Italia), 2) estos ataques se hubiesen repetido tres o cuatro veces
cada quince días, y 3) se hubiera impedido después cualquier
trabajo de reconstrucción lanzando dos fuertes ataques aéreos
cada ocho semanas durante seis meses[213].
Tras aquel primer golpe, conseguimos resolver las mayores
dificultades empleando los rodamientos que la Wehrmacht
había almacenado para reparaciones. Además, se consumieron
las existencias que se encontraban en el llamado período de
prueba del proceso de fabricación. Una vez terminado este
período, que duraba de seis a ocho semanas, la escasa
producción se llevaba desde las fábricas a los talleres de montaje,
muchas veces en simples mochilas. Por aquellos días nos
preguntábamos, muy preocupados, si la estrategia aérea del
enemigo se dirigía a paralizar miles de fábricas de armamentos
destruyendo tan sólo cinco o seis objetivos relativamente
pequeños.
Sin embargo, el segundo golpe no se produjo hasta dos
meses más tarde. El 14 de octubre de 1943, mientras se
celebraba una reunión con Hitler en el cuartel general de la
Prusia Oriental para tratar cuestiones de armamento, Schaub
nos interrumpió diciendo:
—El mariscal del Reich desea hablar con usted
urgentemente. ¡Esta vez trae una buena noticia!
Según nos comunicó Hitler, un nuevo ataque contra
Schweinfurt había terminado con una gran victoria de la
artillería antiaérea[214]. Al parecer, el campo estaba cubierto de
bombarderos americanos derribados. Las novedades me
intranquilizaron y pedí a Hitler que me permitiera suspender la
451
reunión, pues quería ponerme en contacto telefónico con
Schweinfurt. Sin embargo, las líneas estaban cortadas; por fin,
con ayuda de la policía, logré hablar con el jefe de taller de una
de las fábricas de rodamientos: me dijo que todas habían sufrido
graves destrozos; los baños de aceite habían ocasionado graves
incendios en las naves donde estaba la maquinaria y, por lo
tanto, la devastación era mucho peor que tras el primer ataque.
Esta vez, la producción de rodamientos (de 6,3 a 24 cm de
diámetro) se redujo un 67%.
La primera medida que adopté después del segundo ataque
fue la de nombrar comisario especial para la producción de
rodamientos a uno de mis colaboradores más enérgicos, el
director general Kessler. Las reservas estaban agotadas, y los
esfuerzos para traer cojinetes de Suiza o de Suecia apenas habían
dado resultado. No obstante, logramos evitar una catástrofe
sustituyendo los rodamientos por cojinetes deslizantes[215]
siempre que era posible. Pero también contribuyó a evitarla el
hecho de que el enemigo, para asombro nuestro, suspendiera
una vez más los ataques contra la industria de rodamientos[216].
Aunque el 23 de diciembre el centro de producción de
Erkner resultó muy dañado, no pudimos esclarecer si se había
tratado de un ataque premeditado contra este lugar, pues las
bombas habían caído diseminadas por todo Berlín. La situación
no cambió hasta febrero de 1944: en cuatro días, Schweinfurt,
Steyr y Cannstatt fueron objeto de dos duros ataques. Luego
Erkner y, de nuevo, Schweinfurt y Steyr. Nuestra producción
(de más de 6,3 cm de diámetro) descendió al 29% en sólo seis
semanas[217].
Sin embargo, a comienzos de abril de 1944 los ataques
contra la industria de rodamientos cesaron repentinamente. Por
culpa de su inconsecuencia, los aliados dejaron escapar de nuevo
el éxito. Si hubiesen proseguido con la misma energía sus
452
ataques de marzo y abril, pronto habríamos llegado al final[218];
sin embargo, ni un solo tanque, avión o aparato dejó de
funcionar por falta de rodamientos, a pesar de que la
producción armamentista se había incrementado en un 17%
desde julio de 1943 hasta abril de 1944[219]. En cualquier caso, al
menos por lo que se refiere a los armamentos parecía hacerse
realidad la teoría de Hitler de que se podía hacer posible lo
imposible y de que todos los pronósticos y temores eran
excesivamente pesimistas.
•••
No supe hasta después de la guerra a qué se había debido el
fallo del enemigo: el Alto Mando de sus ejércitos supuso que en
el Estado autoritario de Hitler las producciones más importantes
serían evacuadas con rapidez y energía de las ciudades
amenazadas. El 20 de diciembre de 1943, Harris estaba
convencido de que «en esta fase de la guerra, los alemanes ya
hace tiempo que han hecho todos los esfuerzos posibles para
repartir por el país una producción tan importante como la de
los rodamientos». Harris sobrevaloraba la efectividad de un
sistema que desde el exterior parecía muy compacto.
El 19 de diciembre de 1942, es decir, ocho meses antes del
primer ataque contra Schweinfurt, publiqué un decreto dirigido
a toda la industria armamentista: «La creciente intensidad de los
ataques aéreos del enemigo obliga a adoptar rápidamente
medidas para trasladar las industrias de armamento más
importantes». Sin embargo, tropecé con toda clase de
resistencias. Los jefes regionales no querían que se instalaran
nuevas fábricas en su territorio, pues temían ver perturbada la
calma de sus villas rurales, casi propia de tiempos de paz, y los
responsables de la producción no deseaban exponerse a
dificultades políticas. Así pues, no cambió casi nada.
Tras el segundo gran ataque contra Schweinfurt, que tuvo
453
lugar el 14 de octubre de 1943, volvió a decidirse diseminar por
los pueblos circundantes una parte de la producción y trasladar
el resto a otras ciudades del este de Alemania que todavía
parecían seguras[220]. Con está «política de dispersión» se
pretendía evitar nuevos desastres; sin embargo, el proyecto
tropezó con toda clase de resistencias. En enero de 1944 se
seguía discutiendo sobre el traslado de la producción de
rodamientos al interior de cuevas[221], y en agosto del mismo año
mi delegado se lamentó de las dificultades que hallaba para
«realizar las obras necesarias para trasladar la producción de
rodamientos»[222]. En vez de paralizar sectores técnicos de la
producción, la Royal Air Force comenzó una ofensiva aérea
contra Berlín. El 22 de noviembre de 1943, durante una
reunión en mi despacho, sonó la alarma a las siete y media de la
tarde: se anunció que una gran flota de bombarderos volaba
hacia nosotros. Suspendí la reunión cuando los atacantes
llegaron a Potsdam y me dirigí en coche, como solía hacer, a
una cercana torre de defensa antiaérea desde donde deseaba
observar el bombardeo. En cuanto llegué arriba tuve que
refugiarme en el interior de la torre, pues los violentos impactos
hacían temblar su estructura a pesar de que los muros eran muy
gruesos. Numerosos soldados de la defensa antiaérea que habían
sufrido el impacto de la onda expansiva pugnaban por bajar. Las
bombas cayeron sin interrupción durante veinte minutos. En la
entrada de la torre había una multitud apiñada, envuelta por el
polvo cada vez más denso que caía de las paredes de hormigón.
Cuando la lluvia de bombas cesó, salí de nuevo a la plataforma
superior; mi cercano Ministerio era una hoguera gigantesca.
Corrí hacia allí. Algunas secretarias, provistas de cascos de acero
que hacían que parecieran amazonas, se esforzaban por salvar
expedientes, y en las inmediaciones seguía estallando alguna que
otra bomba. Donde antes estaba mi despacho no hallé más que
un gran cráter.
454
El rápido avance de las llamas nos impidió salvar gran cosa.
Cerca de allí se encontraba el edificio de la Dirección General
de Armamentos del Ejército de Tierra, de ocho pisos; como el
fuego amenazaba con adueñarse también de él, nosotros,
dominados por un nervioso afán de hacer algo, penetramos en él
para salvar al menos los valiosos aparatos telefónicos especiales.
Los arrancamos de sus conexiones y los amontonamos en el
sótano del edificio, en un lugar seguro. El general Leeb, jefe de
la Dirección General, me visitó a la mañana siguiente y me dijo:
—Hemos podido extinguir el gran incendio de mi edificio a
primeras horas de la mañana. Pero, desgraciadamente —me dijo
sonriendo—, no podemos trabajar. Alguien ha arrancado esta
noche todos los teléfonos de las paredes.
Cuando Göring, que estaba en Karinhall, se enteró de mi
visita nocturna a la torre antiaérea, ordenó que no se me
permitiera volver a subir a ella. Sin embargo, los oficiales habían
trabado conmigo una relación que tuvo más peso que la orden
de Göring, así que no se me impidieron las visitas.
Los ataques aéreos contra Berlín ofrecían desde la torre una
imagen inolvidable, y había que llamarse continuamente a la
cruel realidad para no dejarse fascinar por el espectáculo: la
iluminación de los paracaídas de las bombas incendiarias,
llamadas «árboles de Navidad» por los berlineses; los relámpagos
de las explosiones que se entremezclaban con las nubes de
humo; los incontables reflectores que buscaban aviones en el
cielo; el excitante juego del aparato intentando rehuir el haz
luminoso al ser descubierto; una antorcha que se encendía
cuando era alcanzado por el proyectil antiaéreo…: el Apocalipsis
ofrecía un espectáculo grandioso.
En cuanto los aviones daban media vuelta, me dirigía en
automóvil a las fábricas importantes situadas en los distritos
afectados. Avanzábamos por calles recién destruidas y cubiertas
455
de escombros; las casas ardían; quienes habían perdido su
vivienda se apiñaban en torno a las ruinas; algunos muebles y
pertenencias salvados de las llamas salpicaban las aceras; la
atmósfera, llena de un humo acre, hollín y llamas, era sombría.
Algunas personas mostraban esa singular hilaridad histérica que
se observa con frecuencia como reacción ante las catástrofes. La
ciudad estaba cubierta por una densa humareda de unos seis mil
metros de altura que hacía que incluso a pleno día aquella
escena macabra se hallara sumida en la oscuridad.
Traté varias veces de describir a Hitler mis impresiones, pero
siempre me interrumpía diciendo:
—Por cierto, Speer, ¿cuántos tanques tendrá listos el mes
que viene?
Cuatro días después de la destrucción de mi Ministerio, el
26 de noviembre de 1943 otro violento bombardeo de Berlín
dañó seriamente nuestra principal fábrica de tanques, situada en
Allkett. Puesto que la Central de Comunicaciones de Berlín
estaba destrozada, a mi colaborador Saur se le ocurrió llamar al
cuartel general del Führer por la línea directa, que estaba intacta,
para que avisaran a los bomberos desde allí. Hitler se enteró así
del incendio y, sin pedir más detalles, ordenó que se
concentraran inmediatamente en la fábrica todos los servicios de
bomberos, incluso los que había en los alrededores de la capital.
Entretanto, yo había llegado a Allkett. La mayor parte de las
naves había sido destruida por el fuego, pero los bomberos de
Berlín ya lo habían apagado. La orden de Hitler hizo que se
presentaran ante mí, uno tras otro, los capitanes de varios
regimientos de extinción de incendios, que acudían sin cesar al
lugar del siniestro desde ciudades muy alejadas, como
Brandenburgo, Oranienburg y Potsdam. Como habían recibido
órdenes directas del Führer, no pude enviarlos a extinguir otros
incendios, y a primeras horas de la mañana las calles que
456
rodeaban la fábrica estaban ocupadas por una gran cantidad de
unidades de extinción de incendios inactivas, mientras el fuego
seguía propagándose libremente por otros barrios de la ciudad.
•••
Milch y yo organizamos en septiembre de 1943 una reunión
en el Centro de Experimentación de la Luftwaffe de Rechlin, a
orillas del lago Müritz, para comentar con mis colaboradores los
problemas del armamento aéreo. Milch y sus especialistas
hablaron, entre otras cosas, de la futura producción de aviones
enemigos. Nos mostraron imágenes de los distintos tipos y
comparamos las curvas de producción americanas con las
nuestras. Las cifras que más nos asustaron fueron las
relacionadas con los cuatrimotores de bombardeo diurno; de
acuerdo con ellas, lo que habíamos sufrido hasta entonces no era
más que un preludio.
Naturalmente, surgió la pregunta de hasta qué punto Hitler
y Göring estaban al corriente de aquellas cifras. Milch me
explicó con amargura que hacía meses que intentaba en vano
que sus expertos en armamento enemigo expusieran la situación
a Göring, quien no quería ni oír hablar del asunto. Al parecer,
Hitler le había dicho que todo aquello no era más que
propaganda y él había aceptado su explicación. También yo
fracasé cada vez que traté de llamar la atención de Hitler al
respecto.
—¡No se deje usted engañar! —Me contestaba—. Todos
esos informes están amañados, y los derrotistas del Ministerio
del Aire caen en la trampa como niños.
Hitler ya rechazaba con observaciones de este tipo nuestras
advertencias en invierno de 1942, y seguía en sus trece mientras
nuestras ciudades eran reducidas a escombros una tras otra.
Por la misma época fui testigo de un altercado entre Göring
y el comandante de los pilotos de caza, Galland, quien informó
457
a Hitler de que algunos cazas que escoltaban a las escuadrillas de
bombarderos americanos habían sido derribados cerca de
Aquisgrán y le habló del peligro que correríamos si los
americanos, utilizando unos depósitos de combustible mayores,
lograban que sus aparatos se internaran más en territorio
alemán. Hitler comunicó estas preocupaciones a Göring, quien
se disponía a ir en su tren especial hacia el valle del Rominte
cuando apareció Galland.
—¿Cómo se le ha ocurrido —preguntó Göring encarándose
con él— decirle al Führer que los pilotos americanos han
penetrado en el territorio del Reich?
—Señor mariscal del Reich —respondió Galland sin
inmutarse—, pronto llegarán aún más lejos.
Göring reaccionó con vehemencia:
—¡Eso son tonterías, Galland! ¿De dónde saca esas fantasías?
¡Es mentira!
—¡Son hechos, señor mariscal del Reich! —dijo Galland
negando con la cabeza. Tenía aspecto tranquilo, con la gorra un
poco ladeada y el cigarrillo entre los labios—. Hemos derribado
cazas americanos cerca de Aquisgrán. De eso no hay duda.
—Sencillamente, eso no es verdad, Galland. ¡Es imposible!
—insistió Göring:
—Puede usted ordenar que alguien compruebe si hay cazas
americanos cerca de Aquisgrán, señor mariscal del Reich —
respondió Galland, algo burlón.
Göring cambió de tono:
—Mire, Galland, déjeme que le diga una cosa: soy un piloto
de caza experto y sé lo que es posible y lo que no. Confiese que
se ha equivocado.
En lugar de responder, Galland se limitó a negar con la
cabeza. Göring terminó diciendo:
458
—Sólo queda la posibilidad de que fueran derribados
mucho más al Oeste. Quiero decir que, si estaban muy altos
cuando los derribaron, pudieron planear un buen trecho
durante la caída.
Galland permaneció imperturbable.
—¿Hacia el Este, señor mariscal? Si yo fuera alcanzado por
un proyectil…
—Bueno, señor Galland —dijo Göring enérgico, tratando
de zanjar la disputa—, le ordeno oficialmente que admita que
los cazas americanos no llegaron hasta Aquisgrán.
Galland intentó protestar por última vez.
—¡Pero si estaban allí, señor mariscal del Reich!
En ese momento, Göring perdió los estribos.
—¡Le ordeno oficialmente que admita que no estaban allí!
¿Lo ha entendido? ¡Los cazas americanos no estaban allí! Queda
claro, ¿verdad? Voy a comunicárselo al Führer. —Göring se
volvió para irse, aunque lo miró amenazadoramente una vez más
—: Tiene usted una orden, oficial.
—A sus órdenes, señor mariscal del Reich —replicó Galland
con una sonrisa inolvidable.
En el fondo, no es que Göring se negara a ver la realidad, y
en varias ocasiones lo oí enjuiciar la situación con acierto.
Actuaba más bien como un banquero a punto de quebrar que
quiere engañar a los demás y a sí mismo hasta el último
momento. Su arbitrariedad y despreocupación ante los
acontecimientos ya llevaron al famoso piloto de caza Ernst Udet
a buscar la muerte en 1941, y otro de los más estrechos
colaboradores de Göring, jefe del Estado Mayor de la Luftwaffe
desde hacía más de cuatro años, el capitán general Jeschonnek,
fue encontrado muerto en su despacho en agosto de 1943.
También se había suicidado. Según supe por Milch, Jeschonnek
459
dejó una nota sobre la mesa: no quería que Göring asistiera a su
entierro. Sin embargo, éste asistió y depositó en su tumba una
corona de flores de parte de Hitler[223].
•••
Siempre consideré una virtud en extremo deseable ser capaz
de ver la realidad y no dejarse llevar por ideas delirantes. No
obstante, cuando reflexiono sobre mi vida antes de ingresar en
prisión, veo que en ningún momento me libré de las visiones
engañosas.
El alejamiento creciente de la realidad no es una
característica específica del régimen nacionalsocialista. Ahora
bien, mientras que en circunstancias normales esto se ve
compensado por el entorno, por las burlas, las críticas y la
pérdida de credibilidad, en el Tercer Reich no se daban tales
correctivos, sobre todo entre la clase dirigente. Al contrario:
igual que en una sala de espejos, cada autoengaño se
multiplicaba en la imagen, Confirmada una y otra vez, de un
mundo quimérico que no tenía nada que ver con la sombría
realidad exterior. En estos espejos sólo podía ver reflejada
repetidamente mi propia imagen; ninguna mirada extraña
perturbaba la uniformidad de cien rostros siempre iguales y que
siempre eran el mío.
Existían distintos grados de evasión. No hay duda de que
Goebbels estaba muchísimo más cerca de la realidad que, por
ejemplo, Göring o Ley. Pero las diferencias se reducen si
tenemos en cuenta lo alejados que vivíamos, tanto los ilusos
como los supuestos realistas, de lo que realmente estaba
pasando.
460
CAPÍTULO XXI
HITLER EN OTOÑO DE 1943
Los antiguos colaboradores de Hitler coincidían con sus
asistentes en que éste había sufrido un cambio durante el último
año. Eso no podía sorprender a nadie, pues durante aquel
período vivió la catástrofe de Stalingrado, vio impotente cómo
más de 250 000 soldados capitulaban en Túnez y presenció la
destrucción de ciudades alemanas sin poder ofrecer apenas
resistencia; al mismo tiempo, tuvo que renunciar a una de sus
mayores esperanzas bélicas y aceptar la decisión de la Marina de
retirar los submarinos del Atlántico. No hay duda de que Hitler
se daba cuenta del giro que estaban tomando los
acontecimientos, ni de que reaccionó ante ellos como un ser
humano: sintiéndose desengañado y abatido; su optimismo era
cada vez más forzado. Puede que hoy en día Hitler se haya
convertido en un objeto de frío estudio para el historiador; pero
para mí sigue siendo una persona, sigue estando físicamente
presente.
Entre la primavera de 1942 y el verano de 1943 se mostró
deprimido algunas veces, pero después pareció producirse en él
una extraña transformación. Incluso en las situaciones
desesperadas solía mostrar plena confianza en la victoria. Apenas
recuerdo una palabra suya sobre nuestra catastrófica situación en
los últimos tiempos, aunque yo la esperaba. ¿Se había
autosugestionado hasta tal punto sobre la victoria que creía
ciegamente en ella? En todo caso, se mostraba más firme y
461
convencido de la infalibilidad de sus decisiones cuanto más
inevitable parecía la catástrofe.
Su entorno más íntimo veía con preocupación su creciente
reserva. Adoptaba sus decisiones en un aislamiento consciente.
También se fue volviendo menos flexible y apenas se interesaba
por las novedades. En cierto modo, avanzaba por un camino
trazado de antemano y no encontraba fuerzas para apartarse de
él.
La causa principal de su anquilosamiento era lo forzado de
la situación a que lo había arrastrado la superioridad de sus
enemigos, que en enero de 1943 acordaron proseguir la lucha
hasta obtener la capitulación incondicional de Alemania. Es
posible que Hitler fuera el único que no se hacía ilusiones sobre
la seriedad del momento. Goebbels, Göring y otros jugaban en
sus conversaciones con la idea de aprovechar las desavenencias
políticas entre los aliados. También había quien esperaba que
Hitler trataría al menos de paliar las consecuencias políticas de
sus derrotas. Antes, desde la ocupación de Austria hasta el pacto
con la Unión Soviética, ¿no se le habían ocurrido siempre, con
aparente facilidad, nuevas artimañas, nuevos giros, nuevos
refinamientos? En cambio, en las reuniones estratégicas decía
cada vez con más frecuencia: «No se hagan ustedes ilusiones. Ya
no podemos volver atrás. Sólo podemos seguir adelante; se han
roto todos los puentes que había a nuestras espaldas». El
trasfondo de estas palabras, con las que Hitler privó a su propio
gobierno de toda capacidad de negociación, no se vería con
claridad hasta el proceso de Nuremberg.
•••
Una de las causas del cambio que experimentó Hitler fue, en
mi opinión, la incesante sobrecarga a que lo sometía una forma
de trabajar a la que no estaba acostumbrado. Desde que
comenzó la campaña de Rusia, su antigua manera de solucionar
462
los asuntos, consistente en despacharlo todo de golpe y después
intercalar fases de ocio, fue sustituida por una larga jornada de
trabajo que se repetía diariamente. Si antes había sabido
conseguir, con gran habilidad, que otros trabajaran por él,
cuando los problemas crecieron se ocupó cada vez más de los
detalles. Quiso convertirse en un trabajador disciplinado, pero
eso no respondía a su manera de ser y no mejoró su capacidad
de tomar decisiones.
Es verdad que antes de la guerra Hitler ya había sufrido
estados de agotamiento que se reflejaban en un chocante horror
a tomar decisiones, en fases de ausencia o en su inclinación a
pronunciar enrevesados monólogos. Entonces se quedaba sin
palabras o respondía a su interlocutor con un simple «sí» o «no»,
y no había forma de saber si seguía prestando atención o se
había sumido en cavilaciones muy alejadas del tema que se
estaba tratando. Sin embargo, en aquel tiempo solía recuperarse
pronto. Después de pasar unas semanas en el Obersalzberg se lo
veía más despierto, la vida volvía a sus ojos, aumentaba su
capacidad de reacción y recobraba las ganas de decidir.
En 1943, su entorno insistía para que se tomara unas
vacaciones. A veces cambiaba de residencia y pasaba algunas
semanas, incluso unos meses, en el Obersalzberg[224], aunque eso
no alteraba su jornada de trabajo. Bormann no dejaba de acudir
a él para que decidiera sobre cuestiones de detalle y siempre
tenía visitas que trataban de aprovechar su presencia en el
Berghof o en la Cancillería del Reich, donde exigían verlo jefes
regionales o ministros a los que no recibía en el cuartel general.
Además, las largas reuniones estratégicas se mantenían, pues el
Estado Mayor en pleno lo seguía a todas partes. Cuando le
expresábamos nuestra preocupación por su salud, solía
responder:
—Resulta muy fácil aconsejarme que me tome unas
463
vacaciones. Pero es imposible. No puedo dejar que otros tomen
las decisiones militares ni siquiera durante veinticuatro horas.
Los que componían su entorno militar estaban
acostumbrados a trabajar intensamente cada día desde muy
jóvenes, por lo que no se podía esperar de ellos que entendieran
la sobrecarga a la que se encontraba sometido Hitler. Tampoco
Bormann comprendía que le estaba exigiendo demasiado.
Aparte de esto, Hitler no hacía lo que cualquier director de
fábrica habría hecho: nombrar delegados capaces para dirigir
cada departamento. No sólo le faltaba un presidente del
Gobierno eficaz y un jefe enérgico de la Wehrmacht, sino
también un buen comandante del Ejército de Tierra. No cesaba
de violar la antigua regla, que antes había seguido, de que
cuanto más elevada es la posición en que uno se encuentra, más
tiempo libre necesita.
El sobreesfuerzo y el aislamiento lo llevaron a un peculiar
estado de petrificación y endurecimiento, de torturada
vacilación, de permanente irritabilidad. Tenía que exprimir su
extenuado cerebro para tomar las decisiones que antes adoptaba
de forma casi lúdica[225]. Como deportista, yo sabía lo que era el
sobreentrenamiento: en esta situación, a un menor rendimiento
se une el desánimo, la impaciencia y la pérdida de elasticidad, y
uno se vuelve un autómata hasta el punto de no desear ningún
momento de descanso y de querer prolongar el entrenamiento
indefinidamente. El sobreesfuerzo intelectual puede tener las
mismas consecuencias. Durante los momentos difíciles de la
guerra observé en mí mismo cómo el pensamiento continúa
trabajando mecánicamente al tiempo que pierde la frescura y
rapidez de percepción y adopta decisiones en un estado parecido
al sopor.
•••
Que Hitler saliera sigilosamente de la oscura Cancillería del
464
Reich en la noche del 3 de septiembre de 1939 para dirigirse al
frente resultó ser un indicio de lo que ocurriría en el futuro. Su
relación con el pueblo cambió: incluso aunque todavía entrara
en contacto con la multitud, lo que ahora hacía muy de vez en
cuando, el entusiasmo y la capacidad de las masas de apasionarse
se habían extinguido en la misma medida que el afán de Hitler
por convencerlas.
Al principio de los años treinta, durante las últimas batallas
por el poder, Hitler se exigió casi tanto a sí mismo como en la
segunda mitad de la guerra, aunque seguramente los mítines a
los que acudía a pesar de su agotamiento le daban más fuerzas
de las que perdía en ellos. Incluso entre 1933 y 1939, cuando la
posición que había alcanzado le facilitaba la existencia, estaba
claro que la procesión diaria de admiradores entusiastas que
desfilaba frente a él en el Obersalzberg lo reanimaba, y las
manifestaciones de la época anterior a la guerra se convirtieron
para él en un estimulante del que no podía prescindir. Después
se lo veía más firme y seguro de sí mismo que nunca.
Es probable que el círculo privado (secretarias, médicos y
asistentes) en que se movía en el cuartel general fuera aún menos
estimulante que el que lo rodeaba antes de la guerra en el
Obersalzberg y la Cancillería del Reich. No tenía ante él a
personas fascinadas e incapaces de hablar por la emoción. El
trato diario con Hitler, y eso es algo que ya observé en la época
en que nos dedicábamos a soñar juntos en nuestras obras
arquitectónicas, lo bajaba del pedestal de semidiós al que lo
había subido Goebbels y lo ponía al nivel de cualquier otro ser
humano, con todas sus carencias y debilidades, por mucho que
su autoridad siguiera intacta.
También su entorno militar tenía que resultarle agotador,
pues cualquier gesto notorio de admiración habría causado un
efecto desagradable en la atmósfera desapasionada del cuartel
465
general. Al contrario, los oficiales se comportaban con completa
frialdad, incluso aunque no fueran así por naturaleza, porque
aquella actitud reservada formaba parte de su educación. A su
lado, el servilismo de Keitel y Göring resultaba chocante y a
nadie le parecía auténtico; Hitler no fomentaba la sumisión de
sus colaboradores militares. En aquel círculo predominaba la
objetividad.
Hitler no toleraba que se criticara su forma de vivir, y su
entorno la aceptaba a pesar de la inquietud que sentía por él.
Cada vez rehuía más las conversaciones de carácter personal, y
sólo mantenía algunas con sus camaradas de los tiempos de
lucha, como Ley, Goebbels o Esser. Sin embargo, su manera de
dirigirse a mí o a los demás era impersonal y distante. Que
Hitler tomara alguna decisión con la frescura y espontaneidad
de antes o que escuchara atentamente los argumentos que se
oponían a los suyos resultaba muy poco frecuente y que lo
hiciera provocaba siempre comentarios entre nosotros.
•••
A Schmundt y a mí nos pareció que sería buena idea
presentar a Hitler a jóvenes oficiales llegados del frente, que
podrían introducir algo del espíritu del mundo exterior en la
sofocante y cerrada atmósfera del cuartel general, pero nuestro
intento fue un fracaso. Por un lado, Hitler no mostró grandes
deseos de emplear en ello su escaso tiempo, y además tuvimos
que reconocer que más bien creaba contratiempos. Por ejemplo,
un joven oficial de una división acorazada le habló del avance en
el Terek, en el que su unidad casi no había encontrado
resistencia y sólo se había visto detenida por la falta de
municiones. Hitler se excitó mucho e insistió durante varios días
en el tema.
—¡Eso es lo que ocurre! ¡Falta munición del siete y medio!
¿Qué pasa con la producción? Hay que aumentarla rápidamente
466
como sea.
De hecho, a pesar de la escasez de nuestros recursos,
disponíamos de existencias suficientes de aquel tipo de
munición, pero la impetuosidad del avance había hecho
imposible que el suministro llegara a tiempo; debe tenerse en
cuenta que la trayectoria de abastecimiento era desmesurada.
Pero Hitler se negaba a aceptarlo.
Sus encuentros con jóvenes oficiales del frente le
permitieron averiguar otros detalles en los que quiso ver
enseguida serias negligencias del Estado Mayor. En realidad, la
mayor parte de las dificultades se debían a la velocidad que
Hitler imponía a las tropas, pero a los especialistas les resultaba
imposible hacérselo ver porque no conocía bien el complicado
aparato que implicaba un avance de tal naturaleza.
Hitler siguió recibiendo, aunque no con mucha frecuencia,
a aquellos oficiales y soldados, a los que distinguía con altas
condecoraciones. Dada su desconfianza respecto a la capacidad
del Estado Mayor, esas visitas solían ir seguidas de toda clase de
enfados y órdenes. Para evitarlo, Keitel y Schmundt trataban de
neutralizar en la medida de lo posible a los visitantes antes de
que se entrevistaran con él.
•••
El té nocturno de Hitler, al que también nos invitaba en el
cuartel general, se había ido retrasando paulatinamente hasta las
dos de la madrugada y terminaba a las tres o a las cuatro. Hitler
demoraba cada vez más la hora de acostarse y no se iba a la cama
hasta altas horas de la mañana, lo que me hizo decir en una
ocasión:
—Si la guerra dura mucho más, conseguiremos ajustarnos al
horario de los madrugadores y los tés nocturnos de Hitler se
convertirán en nuestro té de la mañana.
No hay duda de que Hitler sufría de insomnio. Hablaba de
467
torturantes horas en blanco si se acostaba demasiado pronto.
Durante la hora del té solía quejarse de que la noche anterior no
había conseguido conciliar el sueño hasta primeras horas de la
mañana y que aquel rato se le había hecho interminable.
Sólo eran admitidos al té los conocidos más íntimos: sus
médicos, sus secretarias, sus asistentes militares y civiles, el
delegado del jefe de prensa, el embajador Hewel, a veces su
cocinera vienesa, algún visitante que le fuera muy próximo y el
inevitable Bormann. También yo era bien acogido en todo
momento. Tomábamos asiento en el comedor, en incómodas
butacas. A Hitler le gustaba seguir creando una atmósfera
«agradable», a ser posible frente al fuego del hogar. Servía el
pastel a las secretarias con gesto caballeroso y se ocupaba
afectuosamente de sus invitados, como un anfitrión
despreocupado. A mí me daba pena; sus intentos de irradiar
calidez para poder recibirla eran del todo inútiles.
Como en el cuartel general la música estaba mal vista, sólo
nos quedaba la conversación, cuyo peso llevaba Hitler casi
exclusivamente. Aunque sus archisabidos chistes eran recibidos
con las mismas risas de la primera vez y sus relatos sobre su dura
juventud o sus «tiempos de lucha» se escuchaban con el mismo
interés que el primer día, aquel círculo no podía contribuir
mucho a animar la velada. Una ley no escrita prohibía hablar de
política o de los sucesos del frente, y también criticar a los
dirigentes. Es comprensible que Hitler no tuviera ganas de
hablar de eso. El único que se permitía hacer comentarios
provocativos era Bormann. También las cartas de Eva Braun
podían romper aquella regla si escribía, por ejemplo, sobre la
extrema cerrazón de los departamentos oficiales. Cuando en
pleno invierno se prohibió a los muniqueses practicar el esquí en
las montañas cercanas, Hitler se mostró muy alterado y
pronunció unas parrafadas interminables sobre su lucha eterna y
vana contra la estupidez de la burocracia. Al final Bormann
468
recibía el encargo de ocuparse del asunto.
La insignificancia de los temas tratados demostraba hasta
qué punto había descendido el umbral del interés de Hitler.
Con todo, las nimiedades servían para relajarlo, pues lo
devolvían a una escala pequeña en la que su criterio seguía
teniendo valor y le hacían olvidar, al menos por unos
momentos, la impotencia que sentía desde que era el enemigo
quien determinaba el curso de los acontecimientos y sus órdenes
militares no conseguían los objetivos deseados.
Sin embargo, a pesar de todos sus intentos de evadirse,
Hitler no se podía sustraer ni siquiera en aquel reducido círculo
a la conciencia de la situación. Entonces le gustaba repetir sus
viejas lamentaciones de que en realidad se había hecho político
en contra de su voluntad, que en el fondo era un arquitecto
frustrado y que si no había logrado ejercer era sólo porque había
tenido que convertirse en promotor estatal para encargar las
únicas obras que estaban a su altura. Se dejaba llevar por la
autocompasión y solía decir que sólo le quedaba un deseo:
—Volveré a colgar la guerrera gris en cuanto me sea
posible[226]. Cuando la guerra concluya y hayamos logrado la
victoria, la misión de mi vida habrá terminado y me retiraré en
Linz, cerca del Danubio. Y entonces, ¡que mi sucesor se apañe
con todos los problemas!
Aunque ya había expresado a veces tales pensamientos antes
de la guerra, durante las relajadas tertulias de té del
Obersalzberg, entonces sólo se trataba de una especie de
coquetería. Ahora, sin embargo, formulaba estas ideas sin nada
de patetismo, en un tono normal y mostrando una amargura
que parecía real.
También su interés siempre vivo por los proyectos
relacionados con la ciudad a la que pensaba retirarse parecía
cada vez más una forma de evadirse de la realidad. En los
469
últimos tiempos de la guerra, Hermann Giessler, el arquitecto
jefe de Linz, era llamado cada vez con más frecuencia al cuartel
general para presentar sus proyectos, mientras que Hitler apenas
se acordaba de los proyectos de Hamburgo, Berlín, Nuremberg
o Munich, que tanto habían significado para él. Después decía
abatido que los tormentos que tenía que soportar hacían que la
muerte sólo significara una liberación. Al examinar los planos de
Linz, ese estado de ánimo lo llevaba a mirar una y otra vez los
bocetos de su tumba, que debía situarse en una de las torres de
las instalaciones del Partido en Linz. De este modo dejaba claro
que ni siquiera después de ganar la guerra estaba dispuesto a ser
enterrado junto a sus mariscales en la «Galería de los Soldados»
de Berlín.
En las conversaciones nocturnas mantenidas en los cuarteles
generales de Ucrania o de la Prusia Oriental, Hitler daba a
menudo la impresión de estar desequilibrado. A los pocos que
participábamos en ellas nos afectaba la plúmbea pesadez de las
primeras horas de la mañana. Sólo la cortesía y el sentido del
deber nos movían a quedarnos, aunque a duras penas
lográbamos mantener los ojos abiertos, ya que aquellas
monótonas charlas tenían lugar después de las agotadoras
reuniones estratégicas. Antes de que Hitler se presentara, alguien
preguntaba:
—¿Dónde está Morell esta noche?
Y otro respondía con desgana:
—Ya hace tres noches que no viene.
Y una de las secretarias observaba:
—Ese bien se podría quedar despierto un rato más. Siempre
somos los mismos… A mí también me gustaría dormir.
Otra secretaria añadía:
—En realidad deberíamos quedarnos por turnos. No puede
ser que siempre tengamos que quedarnos los mismos mientras
470
otros se escabullen.
Por supuesto, Hitler seguía siendo venerado en aquel
círculo, pero su aureola se había diluido.
•••
Después de que Hitler hubiera desayunado, a última hora
de la mañana, se le presentaban los periódicos del día y los
comunicados de prensa. Este servicio era de crucial importancia
para que se formara una opinión e influía mucho en su estado
de ánimo. Ciertas noticias del extranjero provocaban en él una
reacción inmediata; daba entonces réplicas oficiales, por lo
general agresivas, que solía dictar a su jefe de prensa, el doctor
Dietrich, o a su representante, Lorenz. Se inmiscuía sin
reflexionar en asuntos que incumbían a uno u otro Ministerio y
no informaba siquiera a los ministros responsables,
normalmente Goebbels o Ribbentrop.
A continuación, Hewel le exponía cuestiones de política
exterior, que Hitler se tomaba con más calma que los
comunicados de prensa. Visto en retrospectiva, tengo la
impresión de que daba más importancia al efecto que a la
realidad y de que las noticias impresas le interesaban más que los
propios acontecimientos. Acto seguido, Schaub le facilitaba los
informes sobre los ataques aéreos de la noche anterior, que
habían sido transmitidos a Bormann por los jefes regionales.
Como uno o dos días después yo solía inspeccionar las fábricas
de las ciudades destruidas, estoy en disposición de afirmar que
Hitler era correctamente informado sobre la magnitud de los
daños. De hecho, habría sido poco inteligente que los jefes
regionales trataran de restarles importancia, puesto que su
prestigio aumentaba si conseguían reactivar la producción y la
vida normal de la ciudad a pesar de los terribles desperfectos.
Hitler quedaba visiblemente abatido tras escuchar estos
informes, aunque menos por las bajas sufridas por la población
471
o porque se hubieran destruido zonas habitadas que por la
pérdida de edificios valiosos, sobre todo si eran teatros. Al igual
que antes de la guerra con sus proyectos para «reestructurar las
ciudades alemanas», lo que le interesaba por encima de todo era
la representación. En cambio, pasaba por alto la penuria social y
el sufrimiento humano; sus exigencias casi siempre incluían que
se reedificaran los teatros destruidos por las llamas. Le hice notar
más de una vez las dificultades por las que pasaba la
construcción y, al parecer, también los departamentos políticos
locales vacilaban antes de poner en práctica unas órdenes tan
impopulares; Hitler, absorbido por la situación militar, apenas
se informaba nunca sobre el estado de los trabajos. Sólo se
impuso en dos ciudades: insistió en que los teatros de ópera de
Munich, su segunda ciudad natal, y Berlín fueran reconstruidos
a cualquier precio[227].
Por lo demás, demostraba un notable desconocimiento de la
verdadera situación y del ambiente de la calle cuando rechazaba
todas las objeciones diciendo:
—Las representaciones teatrales deben proseguir
precisamente para elevar el estado de ánimo de la población.
No cabe duda de que la gente que vivía en las ciudades tenía
otras preocupaciones. Las palabras de Hitler demostraban una
vez más su «espíritu burgués».
Durante la lectura de los informes de daños, Hitler
acostumbraba insultar groseramente al Gobierno británico y a
los judíos, a los que consideraba culpables de los ataques. Decía
que sólo la creación de una gran flota de bombarderos podría
obligar al enemigo a suspenderlos. Si yo objetaba que
carecíamos de aviones y explosivos suficientes para una guerra
de bombardeos prolongada, su respuesta era siempre la
misma[228].
—Usted ha hecho posibles tantas cosas, Speer, que también
472
conseguirá esto.
Visto en retrospectiva, creo que el hecho de que nuestra
producción aumentara continuamente a pesar de los
bombardeos enemigos fue una de las razones de que Hitler no se
tomara en serio la batalla aérea que se estaba librando en los
cielos de Alemania y de que rechazara las propuestas que le
hacíamos Milch y yo de disminuir de manera radical la
fabricación de bombarderos y aumentar la de cazas hasta que fue
demasiado tarde.
Intenté que Hitler viajara por las poblaciones arrasadas y se
dejara ver en ellas[229]; el propio Goebbels fracasó en el empeño a
pesar de su ascendiente sobre Hitler, y se refería con envidia al
comportamiento de Churchill:
—¡Con el partido propagandístico que yo podría sacarle a
una visita así!
Hitler, sin embargo, no quería hacerlo. Cuando se dirigía
desde la estación de Stettin a la Cancillería del Reich o acudía a
su domicilio de Munich, en Prinzregentenstrasse, ordenaba que
se tomara el camino más corto, cuando antiguamente siempre le
había encantado dar grandes rodeos. Algunas veces lo acompañé
en esos viajes y pude constatar el desinterés y la indiferencia con
que tomaba nota de las imágenes que ofrecía el enorme campo
de ruinas que atravesaba su coche.
•••
A pesar de que Morell le había recomendado dar largos
paseos, no le hizo demasiado caso. ¡Con lo sencillo que habría
sido trazar algunos caminos en los bosques de la Prusia Oriental!
Pero Hitler se oponía a ello, y su paseo diario se limitaba a un
breve trayecto circular, de apenas cien metros de longitud,
dentro de la zona restringida número I.
Durante sus paseos, el interés de Hitler no se centraba en su
acompañante, sino en su perro pastor Blondi, al que intentaba
473
amaestrar. Después de algunos ejercicios de cobrado de piezas, el
perro tenía que hacer equilibrios sobre una pasarela de unos
veinte centímetros de anchura y ocho metros de longitud,
montada a una altura de dos metros. Naturalmente, Hitler sabía
que para el perro no hay otro amo que el que le lleva la comida,
y antes de dar al criado la orden de abrir la puerta de la perrera
hacía que el animal, excitado por la alegría y el hambre, se
pasara algunos minutos saltando contra la cerca de tela metálica
entre ladridos y aullidos. Como yo disfrutaba del favor de
Hitler, alguna vez me permitió acompañarlo a dar de comer al
perro, mientras que todos los demás tenían que asistir a esta
operación desde lejos. Es probable que aquel perro pastor
desempeñara el papel principal en la vida privada de Hitler; era
más importante que sus más estrechos colaboradores.
Cuando en el cuartel general no había ningún invitado que
le resultara agradable, Hitler comía sólo en compañía del perro.
Por supuesto, cuando yo me encontraba en el cuartel general —
solía quedarme dos o tres días—, Hitler me invitaba a comer
una o dos veces. Más de uno del cuartel general debió de pensar
que nos ocupábamos de cosas generales de cierta importancia o
de temas personales. Sin embargo, me resultaba imposible
hablar con Hitler de los aspectos globales de la guerra o de la
situación económica, y nos entreteníamos con trivialidades o
repasábamos áridas cifras de producción.
Al principio todavía se interesaba por asuntos que tiempo
atrás nos habían absorbido a los dos, como la futura
configuración de las ciudades alemanas. También nos
ocupábamos a menudo de su deseo de proyectar, una vez
terminada la guerra, una red de ferrocarriles transcontinentales
que aglutinara económicamente a su futuro Estado. Fijó un
ancho de vía mayor que el usual y ordenó que los Ferrocarriles
del Reich diseñaran distintos tipos de vagones e hicieran
cálculos detallados sobre la carga útil de los trenes de
474
mercancías, todo lo cual estudiaba en sus noches de
insomnio[230]. El Ministerio de Comunicaciones consideró que
tener dos sistemas de vías férreas supondría más inconvenientes
que ventajas, pero Hitler estaba empeñado en aquella idea, a la
que, en su función de abrazadera del Imperio, daba mayor
importancia que a las autopistas.
A medida que transcurrían los meses, Hitler se iba tornando
más y más silencioso. También puede ser que en mi presencia se
sintiera relajado e hiciera menos esfuerzos por mantener una
conversación que con otros invitados menos íntimos. De todos
modos, desde otoño de 1943 comer con él se convirtió en un
martirio. Tomábamos la sopa en silencio y, durante la pausa que
se producía hasta la llegada del nuevo plato, hacíamos quizá
algún comentario sobre el tiempo, que Hitler aprovechaba para
lanzar algunas frases despectivas sobre la incapacidad del servicio
meteorológico, y la conversación recaía finalmente en la calidad
de la comida. Estaba muy satisfecho con su cocinera, especialista
en dietética, y alababa sus platos vegetarianos. Cuando alguno le
parecía particularmente bueno, me invitaba a probarlo. Siempre
tuvo miedo de engordar.
—¡No puede ser! Imagínese que me paseara por ahí con un
barrigón. ¡Eso me destrozaría políticamente! —Muchas veces
hacía que su criado pusiera fin a la tentación diciéndole—:
Haga el favor de llevarse esto, me está gustando demasiado.
Seguía burlándose de los que comían carne, aunque nunca
trató de influir en mis gustos. Tampoco tenía nada en contra de
que me tomara una Steinhäger después de una comida muy
grasa, aunque solía decir, con expresión afligida, que con lo que
él comía no le hacía falta ningún digestivo. Cuando había caldo
de carne, podía estar seguro de que Hitler no tardaría en
referirse a la «infusión de cadáveres». Si nos servían cangrejos,
repetía la historia de una abuela que había sido arrojada por sus
475
deudos al arroyo para atraerlos, y, si se trataba de anguilas,
afirmaba que la mejor forma de cebarlas y capturarlas era
empleando gatos muertos.
En los tiempos de la Cancillería del Reich, Hitler no se
avergonzaba de repetir estas historias una y otra vez; ahora, en
época de retiradas y derrotas, indicaban que se sentía de buen
humor, lo que era poco frecuente, pues por lo general reinaba
en la mesa un silencio de muerte. Yo teñía la impresión de estar
frente a un hombre que se iba extinguiendo poco a poco.
Durante las reuniones, que solían durar horas, o en las
comidas, Hitler ordenaba a su perro que se tendiera en un
rincón que tenía asignado y el animal se tumbaba allí con un
gruñido de disgusto. Cuando sentía que no lo observaban, se iba
aproximando lentamente al lugar en que se encontraba su amo
y, tras complejas maniobras, terminaba con el hocico sobre su
rodilla, y entonces Hitler lo desterraba de nuevo a su rincón con
una orden seca. Como cualquier otro invitado de Hitler
medianamente listo, evité despertar la confianza del perro. Eso
no siempre resultaba fácil, por ejemplo si el animal me ponía la
cabeza en la rodilla durante las comidas y se dedicaba a
contemplar fijamente la carne que tenía en el plato, que parecía
interesarle más que los alimentos vegetarianos de su amo.
Cuando Hitler percibía esos intentos de aproximación, llamaba
al perro con voz enojada. En el fondo, éste era el único ser
viviente del cuartel general que sabía animarlo tal como
Schmundt y yo habríamos deseado poder hacer. La única pega
es que el perro no hablaba.
•••
Hitler fue perdiendo el contacto con sus semejantes
paulatinamente, de una forma casi imperceptible. Una
observación que repetía con frecuencia desde otoño de 1943
hacía patente su infeliz aislamiento:
476
—Speer, llegará el día en que ya no tendré más que dos
amigos: la señorita Braun y mi perro.
Su tono era tan misantrópico y directo que yo no podía
recordarle mi lealtad ni mostrarme herido. Visto desde fuera,
esta parece haber sido la única predicción en la que acertó de
pleno, aunque no se debiera a sus propios méritos, sino más
bien a la valentía de su amante y a la dependencia de su perro.
Más tarde, durante mis largos años de prisión, comprendí lo
que significa vivir sometido a una gran presión psíquica.
Entonces me di cuenta de que la vida de Hitler era muy
semejante a la de un preso. En su bunker, que entonces aún no
era el enorme mausoleo en que se convertiría en julio de 1944,
paredes y techos eran gruesos como los de una prisión, puertas y
contraventanas de hierro cerraban las pocas aberturas, y los
escasos paseos que daba por la zona cercada con alambre de
espino no le hacían llegar más aire que a un presidiario que
hiciera la ronda en el patio de una cárcel.
La gran hora de Hitler llegaba después del almuerzo, cuando
hacia las dos de la tarde daba comienzo la reunión estratégica.
Las conferencias no parecían haber sufrido cambio alguno desde
la primavera de 1941. Alrededor de Hitler, frente a la gran mesa
de los mapas, seguían agrupándose casi los mismos generales y
asistentes, pero ahora se los veía más viejos y apagados debido a
los acontecimientos del último año y medio. Recibían las
consignas y órdenes con expresión indiferente, más bien
resignada.
Se discutían las expectativas. El interrogatorio de los
prisioneros y las noticias que llegaban del frente ruso parecían
indicar que el enemigo estaba agotado. Las pérdidas
experimentadas por los rusos parecían mucho mayores que las
nuestras, incluso teniendo en cuenta la población total de ambos
países. Los partes sobre éxitos insignificantes iban adquiriendo
477
importancia durante la conversación, hasta que para Hitler se
convertían en la prueba irrebatible de que Alemania podría
contener el ataque ruso el tiempo suficiente para que se agotara
por sí mismo. Por otra parte, muchos de nosotros creíamos que
Hitler podría terminar la guerra cuando lo considerara
oportuno.
Jodl preparó un informe para Hitler con objeto de establecer
la evolución más probable de los acontecimientos en los meses
siguientes. Con ello trataba también de ejercer su cargo de jefe
de la plana mayor de la Wehrmacht, cuyas funciones había ido
acaparando Hitler. Jodl sabía que éste desconfiaba de los
cálculos; a fines de 1943 seguía hablando con sarcasmo de un
estudio del general Georg Thomas, responsable de la economía
de guerra, que consideraba que el potencial bélico de los
soviéticos era extraordinario, y siempre se enojaba al recordarlo:
poco después de serle expuesto, prohibió a Thomas y al Alto
Mando de la Wehrmacht realizar más investigaciones como
aquélla. Cuando mi Departamento de Planificación, con la
mejor voluntad, preparó un memorando para ayudar a la cúpula
militar a tomar decisiones acertadas, Keitel nos comunicó la
prohibición de enviar estudios de esa clase al Alto Mando de la
Wehrmacht.
Jodl sabía que tendría que superar dificultades para
conseguir lo que quería. Por eso eligió a un joven coronel de la
Luftwaffe, Christian, que debía empezar exponiendo algunos
argumentos generales durante una de las reuniones estratégicas.
El coronel gozaba de la nada despreciable ventaja de estar casado
con una de las secretarias de Hitler que siempre participaba en
sus tés nocturnos. El análisis estudiaba los planes tácticos del
enemigo a largo plazo y sus consecuencias para nosotros. Salvo
algunos grandes mapas de Europa sobre los que Christian estuvo
dando explicaciones a un Hitler que permanecía mudo, no
recuerdo nada más de aquella tentativa, que fracasó
478
lastimosamente.
Sin mayor discusión y sin que los asistentes protestaran, las
cosas siguieron como siempre: Hitler continuaba tomando todas
las decisiones sin disponer de estudios concretos. Renunció a
analizar la situación, a considerar qué consecuencias logísticas
comportaba la puesta en práctica de sus ideas; no quiso saber
nada de comisiones de estudio que examinaran las distintas
ofensivas desde todos los puntos de vista para establecer tanto
sus posibilidades de éxito como las contramedidas que podría
tomar el enemigo. El Estado Mayor que se reunía en el cuartel
general estaba perfectamente preparado para responder a las
exigencias de una guerra moderna; sólo había que permitirle
actuar. Aunque Hitler exigía ser informado de todos los aspectos
parciales, los datos así reunidos sólo constituían una visión de
conjunto en su cabeza. Así pues, sus mariscales y sus inmediatos
colaboradores en realidad no ejercían más que de asesores, pues
normalmente Hitler tenía sus decisiones tomadas de antemano y
sólo cabía modificarlas en aspectos de matiz. Además, evitó
extraer las necesarias consecuencias de la campaña del Este de
1942-1943.
•••
La tremenda presión de la responsabilidad hacía que nada
fuera mejor acogido en el cuartel general que una orden
superior, lo que obviaba las propias decisiones y servía tanto de
alivio como de excusa. En contadas ocasiones oí que alguno de
los interesados había pedido el traslado voluntario al frente para
escapar al permanente conflicto de conciencia al que uno se veía
sometido en el cuartel general. Éste es uno de esos fenómenos
que aún hoy sigo sin explicarme, pues, a pesar de todas las
críticas, ninguno de nosotros planteaba nunca una objeción. La
verdad es que tampoco teníamos nada que objetar. En el mundo
insensibilizador del cuartel general no nos conmovía lo que
479
significaban las decisiones de Hitler para el frente, donde se
estaba combatiendo y muriendo, como, por ejemplo, cuando las
tropas quedaban sitiadas sólo porque Hitler demoraba una y
otra vez ordenar la retirada que le proponía el Estado Mayor.
Es verdad que nadie puede esperar de un jefe del Estado que
inspeccione el frente con regularidad, pero Hitler estaba
obligado a hacerlo en su calidad de comandante en jefe del
Ejército, más aún teniendo en cuenta que, como tal, tomaba
decisiones relativas incluso a los asuntos de menor importancia.
Si estaba demasiado enfermo, tendría que haber nombrado a
otro, y si temía por su vida, entonces no podía ser comandante
en jefe de un ejército.
Algunos viajes al frente habrían hecho evidentes, tanto para
él como para su Estado Mayor, los errores fundamentales que
tanta sangre estaban costando. Sin embargo, Hitler y sus
colaboradores militares creían poder dirigir la guerra desde sus
mapas. No conocían el invierno ruso, las condiciones de las
carreteras o las fatigas que soportaban los soldados, que, sin
alojamiento, mal equipados, exhaustos y medio congelados,
tenían que vivir en agujeros abiertos en la tierra, con una
capacidad de resistencia quebrantada desde hacía mucho
tiempo. Durante las reuniones estratégicas, Hitler consideraba
que estas unidades estaban en plena forma. Desplazaba de un
lado a otro sobre el mapa a unas divisiones extenuadas, sin
armas ni municiones, y a menudo les imponía unos plazos que
era del todo imposible cumplir. Como solía ordenar ataques
inmediatos, la vanguardia se hallaba en la línea de fuego antes de
que el resto de las tropas pudieran desplegar en bloque toda su
potencia combativa. Así se las conducía frente al enemigo y se
las aniquilaba paulatinamente.
El servicio de información del cuartel general era ejemplar
para su época. Podía comunicarse al instante con los principales
480
escenarios de la guerra. Pero Hitler sobrestimaba las
posibilidades que le ofrecían el teléfono, la radio y el telégrafo.
Al mismo tiempo, y esto constituyó una gran diferencia respecto
a las guerras anteriores, impedía que los mandos
correspondientes actuaran con independencia, ya que intervenía
continuamente en todos los sectores del frente. El servicio de
enlace permitía dirigir a las distintas divisiones, en todos los
escenarios de la guerra, desde la mesa de mapas de Hitler.
Cuanto más difícil era la situación, mayor era el distanciamiento
que la técnica moderna abría entre la realidad y la fantasía con
que se operaba desde aquella mesa.
•••
Se dice que ser un líder militar es cuestión de inteligencia,
tenacidad y nervios de acero: Hitler creía poseer estas cualidades
en grado mucho mayor que sus generales. Desde la catástrofe
del invierno de 1941 a 1942, no cesaba de predecir que
quedaban por superar situaciones aún más difíciles y que hasta
entonces no se demostraría realmente su firmeza y la resistencia
de sus nervios[231].
Esas manifestaciones ya eran de por sí bastante humillantes
para los oficiales, pero no era raro que Hitler también dirigiera
palabras ofensivas directamente a los miembros del Estado
Mayor que estaban junto a él; los acusaba de ser poco
resistentes, de favorecer siempre las retiradas, de abandonar sin
razón alguna el terreno conquistado. Acusaba a aquellos
cobardes del Estado Mayor de no haber entrado jamás en una
guerra. Decía que no cesaban de oponerse a él, de decirle que
nuestras fuerzas eran demasiado débiles. Pero ¿a quién le daba la
razón el éxito sino a él? Hitler reiteraba la acostumbrada
enumeración de sus antiguas victorias militares y de la postura
negativa adoptada por el Estado Mayor ante las operaciones que
las permitieron. Dada la situación a la que se había llegado, todo
481
aquello resultaba bastante increíble. En algunos momentos
Hitler llegaba a perder los estribos y, rojo de cólera, gritaba
atropelladamente:
—¡No sólo son unos cobardes declarados, sino que además
son unos hipócritas! ¡Unos embusteros redomados! ¡La
educación del Estado Mayor sólo enseña a mentir y estafar!
¡Zeitzler, estos datos son falsos! ¡También a usted lo engañan!
¡Créame, nos presentan la situación como si fuera desfavorable
para forzarme a la retirada!
Naturalmente, Hitler ordenaba que se mantuviera la línea
del frente a cualquier precio, y con la misma naturalidad las
fuerzas soviéticas tomaban esa posición unos días o semanas
después. Esto generaba nuevos exabruptos de Hitler, unidos a
nuevas afrentas a los oficiales y frecuentemente acompañados de
juicios desfavorables sobre los soldados alemanes:
—Los soldados de la Primera Guerra Mundial eran mucho
más resistentes. ¡Lo que tuvieron que aguantar en Verdún, en el
Somme! Si hoy se encontraran en una situación así, echarían a
correr.
Más de uno de los que tuvieron que sufrir sus afrentas
participó después en el atentado del 20 de julio. Hitler iba
sembrando vientos. Antes había tenido una aguda capacidad
para dirigirse de la manera más adecuada a cada una de las
personas que lo rodeaban. Ahora se mostraba incapaz de
dominarse. Su torrente de palabras se desplegaba sin límites,
como el de un detenido que revela peligrosos secretos a su
acusador. Hitler, me parecía a mí, hablaba como si estuviera
bajo presión.
•••
Con objeto de poder demostrar a la posteridad que sus
órdenes siempre habían sido acertadas, ya a finales de otoño de
1942 Hitler hizo venir del Reichstag a unos taquígrafos jurados
482
que se sentaban a la mesa de la sala de reuniones estratégicas
para tomar nota de cada palabra.
A veces, cuando creía haber encontrado la solución de un
dilema, añadía:
—¿Lo ha anotado? Sí, algún día se me dará la razón, aunque
estos idiotas del Estado Mayor no quieran hacerme caso. —
Incluso cuando las tropas retrocedían en masa, seguía diciendo
triunfante—: ¿No ordené hace tres días que esto se hiciera de tal
y tal modo? Han vuelto a desoír mis órdenes. Ustedes no me
obedecen y luego me vienen con la excusa de los rusos. Me
mienten diciendo que los rusos les han impedido llevarlas a
cabo.
Hitler no quería admitir que sus fracasos se debían a la
debilidad de la posición a que nos había conducido su guerra de
varios frentes.
Puede que, unos meses antes, los taquígrafos que habían ido
a parar por sorpresa a aquella casa de locos todavía creyeran en
la imagen ideal de un Hitler dotado de un espíritu superior que
Goebbels había creado, pero allí no tenían más remedio que ver
la realidad. Es como si aún los estuviera viendo escribir con cara
de susto, ir afligidos de un lado a otro por el cuartel general en
sus ratos libres. Para mí eran como delegados del pueblo,
condenados a ser testigos de primera fila de la tragedia.
•••
Mientras que al principio Hitler, dominado por su teoría del
subhombre eslavo, calificó la guerra contra los rusos como un
«juego de castillos de arena», éstos fueron despertando su respeto
a medida que se prolongaba la campaña. Admiraba la entereza
con la que aceptaban sus derrotas. Hablaba de Stalin con gran
aprecio, acentuando sobre todo el paralelismo de su capacidad
de resistencia: el peligro al que se vio expuesto Moscú en el
invierno de 1941 le parecía similar a la situación en que él se
483
encontraba en ese momento. Cuando lo invadía la fe en la
victoria[232], decía a veces con socarronería que lo mejor sería
confiar a Stalin la administración de Rusia después de
conquistarla —bajo soberanía alemana, naturalmente—, pues
era el mejor hombre que cabía imaginar para manejar a los
rusos. En general veía en Stalin a una especie de colega. Quizá
este respeto explica que ordenara dar un trato especial al hijo de
Stalin cuando cayó prisionero. Habían cambiado mucho las
cosas desde los días que siguieron al armisticio con Francia,
cuando Hitler vaticinó que la guerra contra Rusia sería como
derribar castillos de arena.
Sin embargo, a pesar de que llegó a convencerse de que tenía
que vérselas con un enemigo decidido en el Este, Hitler se
obstinó en su idea preconcebida acerca del escaso valor
combativo de las tropas occidentales hasta los últimos días de la
guerra. Ni siquiera los éxitos conseguidos por los aliados en
África e Italia pudieron disuadirlo de su convicción de que
echarían a correr en cuanto se vieran frente al primer ataque
serio. En su opinión, la democracia debilitaba a los pueblos. En
el verano de 1944 seguía repitiendo que todos los territorios del
Oeste serían reconquistados pronto. Y su opinión sobre los
estadistas occidentales no era mejor. En las reuniones
estratégicas afirmaba con frecuencia que Churchill era un
demagogo incapaz, entregado a la bebida, y decía muy en serio
que Roosevelt no padecía las secuelas de una parálisis infantil,
sino de origen sifilítico, por lo que no era responsable de sus
actos. También aquí se evidenciaba la evasión de la realidad que
caracterizó los últimos años de su vida.
En Rastenburg se había construido una casa de té en la zona
restringida I; su decoración destacaba agradablemente frente a la
sobriedad del cuartel general. Aquí nos encontrábamos de vez en
cuando para tomar un vermut, o esperaban los mariscales el
comienzo de sus entrevistas con Hitler, quien evitaba aquella
484
estancia para no tropezarse con los generales y oficiales del
Estado Mayor y del Alto Mando de la Wehrmacht. Sin
embargo, unos días después de que el fascismo terminara
silenciosamente en Italia, lo que ocurrió el 25 de julio de 1943,
y de que Badoglio asumiera el poder, Hitler acudió allí una
tarde para tomar el té con unos diez de sus colaboradores
militares y políticos, entre ellos Keitel, Jodl y Bormann. De
pronto, Jodl espetó:
—En realidad, todo el fascismo ha estallado como una
pompa de jabón.
Se produjo entonces un aterrorizado silencio que alguien
rompió sacando otro tema; Jodl, muy asustado, enrojeció
violentamente.
Unas semanas después, el príncipe Felipe de Hesse fue
invitado al cuartel general. Era uno de los partidarios de Hitler a
los que éste siempre trató con consideración y respeto. Felipe lo
había apoyado con frecuencia y le había procurado los contactos
necesarios con los líderes del fascismo italiano, sobre todo
durante los primeros años del Reich. Además, fue de gran ayuda
cuando Hitler quiso comprar unas valiosas obras de arte que se
pudieron traer de Italia gracias al parentesco del príncipe con la
casa real italiana.
Cuando unos días después el príncipe quiso partir, Hitler le
dijo sin ambages que no se le permitiría alejarse del cuartel
general. Aunque siguió tratándolo con la más exquisita cortesía
y lo invitaba a comer con él, los miembros de su entorno, que
poco antes se habían mostrado satisfechos de codearse con un
«príncipe auténtico», ahora lo evitaban como si padeciera una
enfermedad contagiosa. El 9 de septiembre, por orden de Hitler,
el príncipe y la princesa Mafalda, hija del rey de Italia, fueron
internados en un campo de concentración.
Semanas después de tomar aquella decisión, Hitler se seguía
485
felicitando por haber sospechado que el príncipe facilitaba
informes a la casa real italiana. Lo estuvo vigilando y dio orden
de que se intervinieran sus conversaciones telefónicas, y de ese
modo había descubierto que el príncipe transmitía códigos
cifrados a su esposa. Aun así, lo había seguido tratando con toda
amabilidad. Eso formaba parte de su táctica, decía regodeándose
visiblemente en su éxito detectivesco.
La detención del príncipe y de su esposa hizo recordar a
todos los que rodeaban a Hitler que habían caído en sus manos
sin remedio. De forma inconsciente se fue extendiendo la
sensación de que podía espiar con la misma alevosía a cualquier
miembro de su círculo y entregarlo a un destino similar, sin
darle la menor oportunidad de explicarse.
Mussolini, después de apoyar a Hitler durante la crisis
austríaca, mantuvo hacia él una actitud que para todos nosotros
correspondía a una relación amistosa. Tras la caída y
desaparición del jefe del Estado italiano, Hitler dio muestras de
una especie de lealtad propia de nibelungos. En las reuniones
estratégicas exhortaba una y otra vez a hacer todo lo posible por
localizar al desaparecido. Hablaba de la pesadilla que no lo
abandonaba ni de día ni de noche.
El 12 de septiembre de 1943 se convocó una reunión a la
que asistimos los jefes regionales del Tirol y de Carintia y yo. En
ella se estableció por escrito que no sólo el Tirol meridional,
sino también una parte del territorio italiano, hasta cerca de
Verona, quedaba bajo la jurisdicción del jefe regional del Tirol,
Hofer, y que grandes regiones del Véneto que limitaban con la
región de Carintia, incluida Trieste, se asignaban al jefe regional
Rainer. Ese día no me costó ningún esfuerzo conseguir el
control, a efectos armamentistas y de producción, sobre el resto
del territorio italiano, pasando por encima de las autoridades
italianas. La sorpresa fue grande cuando, a las pocas horas de
486
firmar estos tres decretos, se dio a conocer la liberación de
Mussolini. Los dos jefes regionales vieron su reciente
incremento de poder tan perdido como yo el mío: «¡El Führer
no irá a imponer al Duce nada parecido!». Poco después me
encontré con Hitler y le propuse que revocara la ampliación de
mis atribuciones. Supuse que aprobaría mi sugerencia. Sin
embargo, para mi asombro, la rechazó enérgicamente: el decreto
seguiría en vigor a pesar de todo. Hice notar a Hitler que la
formación de un nuevo gobierno fascista bajo el mando de
Mussolini podía hacer fracasar su plan de injerencia en la
soberanía italiana. Hitler reflexionó unos instantes y dispuso:
—Presénteme otra vez el decreto a la firma, pero con fecha
de mañana. Así no habrá duda de que mi orden no se ha visto
afectada por la liberación del Duce[233].
Seguramente Hitler ya sabía, unos días antes de amputar el
norte de Italia, que se había averiguado el paradero de
Mussolini, y sospeché que al citarnos en el cuartel general quería
adelantarse a su liberación, que estaba a punto de producirse.
Al día siguiente, Mussolini llegó a Rastenburg. Hitler lo
abrazó, sinceramente conmovido. En el aniversario del Pacto
Tripartito, Hitler expresó por carta «al Duce amigo y aliado […]
los más ardientes deseos por el futuro de una Italia que ha
recuperado su honrosa libertad gracias al fascismo».
Quince días antes había mutilado Italia.
487
CAPÍTULO XXII
DECLIVE
El desarrollo de la producción de armamentos fortaleció mi
posición hasta otoño de 1943. Después de haber agotado casi
por completo las reservas industriales de Alemania, traté de
aprovechar el potencial del resto de los países europeos que
estaban bajo nuestra influencia[234]. Al principio, Hitler se
resistió a aprovechar totalmente la capacidad industrial de
Occidente. Incluso proyectaba desindustrializar los territorios
orientales ocupados; decía que la industria fomentaba el
comunismo y daba pie a la formación de un estamento
intelectual nada deseable. Sin embargo, las circunstancias
pronto demostraron ser más fuertes que las ideas de Hitler en
todos los territorios ocupados, y él tenía el suficiente sentido
práctico para admitir que una industria intacta permitiría
abastecer mejor a las tropas.
En términos industriales, Francia era el más importante de
los países ocupados. Hasta la primavera de 1943, su capacidad
en este sentido apenas nos benefició. El reclutamiento forzoso
de mano de obra efectuado por Sauckel nos causó más
perjuicios que otra cosa, pues los obreros franceses huían de las
fábricas, muchas de las cuales trabajaban para nuestra industria
de armamentos, para eludir el servicio obligatorio. Me quejé a
Sauckel por primera vez en mayo de 1943. En julio del mismo
año, durante una reunión celebrada en París, propuse que al
menos las industrias francesas que cooperaban con nosotros
488
quedaran protegidas de la intervención de Sauckel[235].
Mis colaboradores y yo pretendíamos fabricar bienes de
consumo en grandes cantidades para la población civil alemana,
como ropas, zapatos, artículos textiles y muebles, sobre todo en
Francia, aunque también en Bélgica y Holanda, con el fin de
que las fábricas alemanas pudieran dedicarse al armamento.
Inmediatamente después de hacerme cargo, en los primeros días
de septiembre, de la totalidad de la producción alemana, invité a
Berlín al ministro de industria francés, Bichelonne, que era
profesor de la Sorbona y tenía fama de ser un hombre eficiente y
enérgico.
No sin algunos enfrentamientos con el Ministerio de
Asuntos Exteriores, conseguí que el ministro francés fuera
recibido como invitado oficial. Para ello tuve que apelar a la
influencia de Hitler, a quien dije que Bichelonne no iba a entrar
en mi Ministerio por la «puerta de servicio». Así pues, fue
alojado en el edificio que el Gobierno del Reich había habilitado
en Berlín para sus invitados oficiales.
Además, cinco días antes de que Bichelonne llegara a Berlín
hice que Hitler me confirmara que estaba de acuerdo con la
planificación industrial a nivel europeo y que Francia
participaría en ella con los mismos derechos que los demás
países. Tanto Hitler como yo partíamos de la base de que
Alemania seguiría llevando la voz cantante también en este
campo[236].
El 17 de septiembre de 1943 recibí a Bichelonne, con el que
pronto me unió una relación casi personal. Los dos éramos
jóvenes, los dos creíamos tener el futuro en nuestras manos y,
por la misma razón, los dos nos prometimos evitar en el futuro
los errores cometidos por la generación belicista que
actualmente estaba a cargo del gobierno. Incluso habría estado
dispuesto a revocar posteriormente la mutilación de Francia que
489
Hitler había proyectado, tanto más cuanto que, a mi modo de
ver, en una Europa industrialmente unida las fronteras
nacionales serían irrelevantes. Bichelonne y yo nos perdíamos
por entonces en tales utopías, que revelan el mundo ilusorio en
que nos movíamos.
El último día de las conversaciones, Bichelonne me rogó que
habláramos a solas. Comenzó explicándome que, por indicación
de Sauckel, su jefe de Gobierno, Laval, le había prohibido tratar
conmigo el asunto del traslado de mano de obra francesa a
Alemania[237]. ¿Estaría yo dispuesto a hablar de ello a pesar de
todo? Le dije que sí. Bichelonne me expuso sus preocupaciones
y yo terminé preguntándole si le serviría de ayuda que
protegiéramos a las empresas industriales francesas de las
deportaciones.
—Si eso fuera posible, todos mis problemas, incluso los
relacionados con el programa que acabamos de acordar, habrían
desaparecido —contestó Bichelonne con expresión de alivio—;
pero eso también implicaría el fin del traslado de trabajadores
franceses a Alemania. Se lo digo con sinceridad.
No tenía ninguna duda al respecto, pero sólo así podía
conseguir que el aparato industrial francés trabajara para
nosotros. Ambos hicimos algo insólito: Bichelonne desoyó las
órdenes de Laval y yo desautoricé a Sauckel, y de este modo, en
realidad sin respaldo alguno, establecimos un importante
acuerdo[238].
A continuación nos dirigimos a una reunión conjunta en la
que los juristas discutieron largo y tendido sobre algunos puntos
controvertidos. La discusión podría haber durado varias horas,
pero ¿para qué? El hecho de que los artículos estuvieran mejor
redactados no tenía nada que ver con la voluntad de
cooperación. Por consiguiente, interrumpí aquellas fatigosas
deliberaciones y propuse considerar concertado nuestro pacto
490
mediante un simple apretón de manos. Los juristas de ambas
partes quedaron muy sorprendidos. No obstante, yo respeté
hasta el fin este acuerdo informal y me preocupé por conservar
la industria francesa incluso cuando ya no tenía ningún valor
para nosotros y Hitler había ordenado destruirla.
Nuestro plan era ventajoso para ambas partes: yo podía
ganar en potencial armamentista y los franceses, por su parte,
supieron apreciar la oportunidad de reactivar su producción de
tiempos de paz en plena guerra. Con ayuda del comandante en
jefe de las tropas de ocupación en Francia, se designaron
empresas protegidas por todo el país y, mediante carteles que me
comprometían personalmente, pues iban sellados con un
facsímil de mi firma, se prometió protección frente a Sauckel a
todos los obreros que trabajaran en tales fábricas. También hubo
que reforzar la industria básica francesa, garantizar los
transportes, asegurar el sustento de la población…, de modo
que casi todas las empresas importantes, finalmente unas diez
mil, se vieron a salvo de las intromisiones de Sauckel.
Bichelonne y yo pasamos el fin de semana en la casa de
campo de mi amigo Arno Breker. A principios de la semana
siguiente informé a los colaboradores de Sauckel de los acuerdos
adoptados y los exhorté a que en el futuro encaminaran sus
esfuerzos a conseguir que los obreros franceses trabajaran en las
empresas francesas. Su número sería incluido en la cuota de
«producción alemana de armamento»[239].
Diez días más tarde me encontraba en el cuartel general.
Quería adelantarme a Sauckel con mi informe, pues la
experiencia nos había enseñado que el primero en exponer sus
argumentos llevaba siempre ventaja. Hitler se mostró satisfecho,
aprobó mis acuerdos e incluso consideró soportable el posible
riesgo de déficit a consecuencia de huelgas o disturbios[240]. Eso
puso fin en la práctica a las actuaciones de Sauckel en Francia.
491
Los 50 000 obreros que había traído mensualmente a Alemania
hasta entonces se redujeron pronto a 5000[241]. Unos meses más
tarde, el 1 de marzo de 1944, Sauckel informó con enojo:
—¡Mis secciones oficiales en Francia me han dicho que allí
todo se ha acabado, que no tiene sentido continuar! En todas las
prefecturas se les dice que el ministro Bichelonne ha llegado a
un acuerdo con el ministro Speer. Y Laval me ha dicho que no
va a poner a más gente a disposición de Alemania.
Poco tiempo después procedí de la misma forma con
Holanda, Bélgica e Italia.
•••
El 20 de agosto de 1943, Heinrich Himmler fue nombrado
ministro del Interior del Reich. Aunque hasta entonces había
sido el jefe nacional de las omnipotentes SS, calificadas de
«Estado dentro del Estado», como jefe de policía era,
curiosamente, un subordinado del ministro Frick.
Con el respaldo de Bormann, el poder de los jefes regionales
había originado una descomposición de la autoridad del Reich.
Entre ellos había dos categorías: por una parte los antiguos, que
ya habían sido jefes regionales antes de 1933 y que eran
sencillamente incapaces de gobernar un aparato administrativo,
y los de una nueva clase, perteneciente a la escuela de Bormann,
que había ido ascendiendo con el paso de los años. Estos
últimos eran funcionarios jóvenes, por lo general con formación
jurídica, capacitados para reforzar la influencia del Partido
dentro del Estado.
A causa de la duplicidad de funciones que Hitler fomentaba,
los jefes regionales dependían de Bormann en su calidad de
funcionarios del Partido y del ministro del Interior por su
condición de comisarios de Defensa del Reich; la debilidad de
Frick hacía que esta reglamentación no supusiera ningún peligro
para Bormann. Sin embargo, los observadores políticos
492
conjeturaron que, con Himmler como ministro del Interior, a
Bormann le había salido un serio rival.
También yo compartía esta opinión y confié en el poder de
Himmler. Sobre todo tenía la esperanza de que pondría coto a
Bormann y a la progresiva descomposición organizativa de la
administración unificada del Reich. Himmler también me
aseguró enseguida que pediría cuentas a todos los jefes
regionales del Reich que fueran demasiado ineficaces en asuntos
administrativos[242].
•••
El 6 de octubre de 1943 pronuncié un discurso ante los jefes
nacionales del Partido y los jefes regionales. La acogida de mi
discurso señalaría un punto de inflexión. Quería hacer que la
jefatura política del Reich se diera cuenta del verdadero estado
de cosas, disipar sus esperanzas de que pronto podríamos contar
con un cohete de gran tamaño e intentar que comprendiera que
ahora era el enemigo quien dictaba lo que teníamos que
producir. Había que transformar de una vez por todas la
estructura económica de Alemania, que en gran parte seguía
como en tiempos de paz, de tal modo que, de los seis millones
de personas que trabajaban en la industria de bienes de
consumo, que ahora serían fabricados en Francia, un millón y
medio pasaran a la fabricación de armamento. Confesé que esto
daría a Francia una buena posición de partida en la posguerra.
—No obstante, soy de la opinión —expuse frente a un
auditorio aparentemente petrificado— de que, si queremos
ganar la guerra, vamos a tener que ser los primeros en
sacrificarnos.
Los jefes regionales se sintieron más alterados cuando seguí
diciendo, con cierto exceso de franqueza:
—Les ruego que tengan en cuenta lo siguiente: algunas
regiones se han librado hasta ahora del cierre de la industria de
493
bienes de consumo, pero eso no podrá seguir tolerándose, y si
las regiones en cuestión no obedecen mis instrucciones en un
plazo de quince días, tomaré medidas al respecto. ¡Puedo
asegurarles que tengo la intención de imponer la autoridad del
Reich, cueste lo que cueste! He hablado del asunto con el jefe
nacional de las SS y, a partir de ahora, trataré como es debido a
las regiones que no ejecuten estas medidas.
Probablemente, el hecho de que yo fuera partidario de una
línea dura no debió de irritar tanto a los jefes regionales como
estas dos últimas frases. En cuanto terminé mi discurso, algunos
de ellos se precipitaron coléricos hacia mí. A gritos y
gesticulando, liderados por uno de los más antiguos, Bürkel, me
echaron en cara que los había amenazado con el campo de
concentración. Para poner en claro al menos este punto, pedí a
Bormann que me cediera de nuevo la palabra, pero éste rechazó
mi petición. Con hipócrita amabilidad, opinó que no era
necesario, pues no le parecía que hubiera ningún malentendido.
La noche después de la reunión, debido a sus excesos
alcohólicos, muchos de los jefes regionales necesitaron ayuda
para llegar al tren especial que debía trasladarlos al cuartel
general. A la mañana siguiente pedí a Hitler que pronunciara
algunas palabras a favor de la templanza de sus colaboradores
políticos; pero, como siempre, respetó a sus camaradas de los
viejos tiempos. Por otra parte, Bormann lo informó de mi
enfrentamiento con los jefes regionales[243]. Hitler me dio a
entender que éstos estaban muy agitados, pero no me indicó los
motivos. Se vio pronto que Bormann había logrado minar, al
menos en parte, mi prestigio frente a él, y siguió machacando
sobre el asunto hasta lograr cierto éxito por primera vez. Yo
mismo le había facilitado la palanca que necesitaba. A partir de
entonces no pude seguir dando por sobreentendida la lealtad de
Hitler.
494
Tampoco tardé en comprender lo que cabía esperar de la
promesa de Himmler de que en el futuro impondría las
disposiciones de las autoridades del Reich. Le envié cierta
documentación relativa a graves enfrentamientos con jefes
regionales y pasé varias semanas sin recibir respuesta hasta que el
subsecretario de Himmler, Stuckart, me comunicó, con visible
embarazo, que el ministro del Interior había remitido las actas a
Bormann, y que su contestación había llegado hacía poco: todos
los casos habían sido revisados por los jefes regionales y se había
visto, tal como se esperaba, que mis disposiciones eran
equivocadas y que sus resistencias frente a mí estaban
completamente justificadas. Himmler había aceptado este
informe. Así pues, el esperado fortalecimiento de la autoridad
del Reich fue un absoluto fracaso, al igual que la alianza SpeerHimmler. Unos meses más tarde conseguí averiguar por qué
aquel plan estaba abocado al fracaso: me enteré por Hanke, jefe
regional de la Baja Silesia, de que Himmler había intentado
atacar la soberanía de algunos jefes regionales. Les había
transmitido órdenes a través de sus subordinados de las SS en la
región, lo que equivalía a una afrenta, y posteriormente se había
visto obligado a reconocer que los jefes regionales contaban con
toda clase de apoyos en la jefatura del Partido, regida por
Bormann; unos días después, este último consiguió que Hitler
prohibiera las intromisiones de Himmler: si había que elegir,
siempre terminaba imponiéndose la relación de compañerismo
que existía entre Hitler y los camaradas que lo habían ayudado a
ascender en los años veinte, a pesar del desprecio que sentía por
ellos. Ni siquiera Himmler y las SS eran capaces de quebrantar
aquel sentimiento. Tras su derrota en una acción tan torpe, el
jefe de las SS renunció definitivamente a poner la autoridad del
Reich contra la de los jefes regionales. Aunque Himmler había
pretendido que los «comisarios de Defensa del Reich» fueran
convocados a las reuniones de Berlín, tuvo que contentarse con
495
reunir a los alcaldes y gobernadores civiles, políticamente menos
señalados, y a establecer una alianza con ellos. Bormann y
Himmler, que ya se tuteaban antes de aquello, volvieron a ser
buenos amigos. Mi discurso evidenció el juego de intereses, dio
a conocer las relaciones de poder existentes y minó mi posición.
•••
Mi intento de desarrollar el poder y las posibilidades del
régimen había fracasado tres veces en pocos meses. Aquello me
planteaba un dilema que traté de resolver pasando a la ofensiva.
Sólo cinco días después de pronunciar el discurso mencionado,
conseguí que Hitler incluyera entre mis competencias la futura
planificación de todas las ciudades dañadas por los bombardeos.
Obtuve así plenos poderes en un campo que muchos de mis
rivales, entre ellos Bormann, tenían más en cuenta que los
problemas de la guerra. Ya entonces consideraban que la
reconstrucción de las ciudades sería su principal misión en el
futuro, y el decreto de Hitler les recordó que dependerían de mí
para llevarla a cabo.
Por lo demás, al hacer esto intentaba también salir al paso
del peligro que implicaba el radicalismo ideológico de los jefes
regionales: la destrucción de las ciudades les daba una excusa
para demoler edificios históricos, incluso aunque todavía
pudieran ser restaurados. Por ejemplo, cuando, después de un
duro bombardeo, contemplé desde la terraza de un edificio las
ruinas de Essen junto al jefe regional, éste me comentó que
habría que demoler la catedral, muy dañada por las bombas,
porque era un obstáculo para la modernización de la ciudad. El
alcalde de Mannheim me pidió que lo ayudara a impedir la
demolición del palacio y el Teatro Nacional, devastados por el
fuego. También me enteré de que el jefe regional de Stuttgart se
proponía derribar el palacio de su ciudad, que también se había
incendiado[244].
496
En todos los casos, el argumento era siempre el mismo:
¡Fuera palacios e iglesias! ¡Después de la guerra levantaremos
nuestros propios monumentos! Con esto se hacía patente el
complejo de inferioridad de los grandes del Partido respecto al
pasado, y también resultó reveladora la razón que me dio uno de
los jefes regionales para justificar la demolición de un edificio:
los palacios e iglesias eran reductos de un pasado reaccionario y
no hacían más que obstaculizar nuestra revolución. Aquí se
hacía patente el fanatismo de la primera época del Partido, que
se había ido perdiendo debido a los compromisos con el poder.
Consideré tan importante conservar la sustancia histórica de
las ciudades alemanas y preparar una reconstrucción razonable
que yo mismo, en el momento crucial de la guerra, en
noviembre y diciembre de 1943, dirigí a todos los jefes
regionales una circular cuyas directrices quedaban muy lejos de
los planes que tenía antes de la guerra: nada de ideas altamente
artísticas, sino ahorro; una planificación generosa del tráfico que
impidiera la asfixia de las ciudades; saneamiento del casco
antiguo, construcción industrial de viviendas y casas comerciales
en el centro de las ciudades[245]. Nadie hablaba ya de obras
monumentales. A mí se me habían pasado las ganas, y a Hitler,
con quien estudié las líneas generales de la nueva concepción
urbanística, seguramente también.
•••
A comienzos de noviembre, las tropas soviéticas se
aproximaron a Níkopol, centro de las minas de manganeso. En
aquella época ocurrió algo que puso a Hitler bajo una luz no
menos singular que a Göring cuando ordenó a su general en jefe
de los cazas que mintiera.
A primeros de noviembre de 1943, Zeitzler, jefe del Estado
Mayor, me comunicó excitado por teléfono que acababa de
tener una fuerte disputa con Hitler. Éste había insistido en
497
convocar a todas las divisiones que estuvieran disponibles en las
proximidades de Níkopol para defender esta posición y había
manifestado acaloradamente que, sin manganeso, la guerra se
perdería en muy poco tiempo, porque Speer tendría que
suspender a los tres meses la producción de armamento por falta
de materias primas[246]. Zeitzler me suplicó encarecidamente que
lo ayudara: en vez de concentrar a las tropas, sería mejor iniciar
la retirada, a no ser que quisiéramos repetir lo de Stalingrado.
Inmediatamente después de esta conversación me reuní con
Röchling y Rohland, los especialistas de la industria del hierro,
para esclarecer nuestra situación respecto al manganeso, uno de
los principales aditivos en el proceso de fabricación del acero;
después de hablar con el jefe del Estado Mayor tuve claro que
había que dar por perdidas las minas de la Rusia meridional.
Mis entrevistas dieron un resultado sorprendentemente positivo.
El 11 de noviembre envié a Zeitzler y a Hitler sendos telegramas
con el siguiente texto: «Manteniendo el procedimiento de
fabricación seguido hasta la fecha, el Reich tiene asegurada la
provisión de manganeso durante diez o doce meses. La industria
alemana del hierro garantiza que, en el caso de perder Níkopol,
las existencias de manganeso podrían durar hasta dieciocho
meses gracias a la introducción de otros procedimientos que no
supondrán ningún perjuicio para otras aleaciones»[247]. Añadía
que, aunque se perdiera también el cercano centro de Krivói
Rog, que Hitler pretendía sostener a toda costa, la producción
alemana de acero podría continuar sin problemas.
Cuando, dos días más tarde, llegué al cuartel general del
Führer, éste se dirigió a mí con malos modos y me dijo con
desacostumbrada brutalidad:
—¿Cómo se le ha ocurrido enviar al jefe del Estado Mayor
su informe sobre la situación del manganeso?
Yo, que había esperado encontrar a un Hitler satisfecho, me
498
quedé perplejo y sólo supe decir:
—¡Pero, mein Führer, si es un resultado excelente!
Sin embargo, no transigió.
—¡No tiene por qué enviar informes al jefe del Estado
Mayor! ¡Cuando quiera usted algo, haga el favor de decírmelo a
mí! Me ha puesto en una situación insostenible. Acabo de
ordenar que todas las tropas disponibles se concentren para la
defensa de Níkopol. ¡Por fin tenía una razón que obligara al
grupo de ejércitos a combatir! Y entonces me viene Zeitzler con
su informe. ¡He quedado como un mentiroso! Si ahora
perdemos Níkopol, la culpa será suya. ¡Le prohibo de una vez
para siempre —terminó gritando— que envíe ningún tipo de
informe a nadie más que a mí! ¿Me ha entendido? ¡Se lo
prohibo!
A pesar de todo, mi informe hizo su efecto, pues poco
después Hitler dejó de insistir en la batalla para defender las
minas de manganeso; sin embargo, como al mismo tiempo
remitió la presión soviética en la región, Níkopol no se perdió
hasta el 18 de febrero de 1944.
Nuestras existencias de todos los metales empleados en las
aleaciones figuraban en una segunda memoria que entregué a
Hitler aquel mismo día. En ella, que incluía la observación de
que «no se han tenido en cuenta las entradas procedentes de los
Balcanes, Turquía, Finlandia y Noruega septentrional»,
insinuaba cautelosamente que consideraba probable la pérdida
de estos territorios. Los resultados se resumían como sigue:
Manganeso:
Existencias nacionales: 140 000 t.
Entradas de Islandia: 8100 t.
Consumo: 15 000 t.
Meses cubiertos: 19.
499
Níquel:
Existencias nacionales: 6000 t.
Entradas de Islandia: 190 t.
Consumo: 750 t.
Meses cubiertos: 10.
Cromo:
Existencias nacionales: 21 000 t.
Entradas de Islandia: −
Consumo: 3751 t.
Meses cubiertos: 5,6.
Volframio:
Existencias nacionales: 1330 t.
Entradas de Islandia: −
Consumo: 160 t.
Meses cubiertos: 10,6.
Molibdeno:
Existencias nacionales: 425 t.
Entradas de Islandia: 15.5 t.
Consumo: 69,5 t.
Meses cubiertos: 7,8.
Silicio:
Existencias nacionales: 17 900 t.
Entradas de Islandia: 4200 t.
Consumo: 7000 t.
Meses cubiertos: 6,4.
Añadí a la memoria el siguiente comentario: «Según esta tabla,
las existencias más escasas son las de cromo, material muy
importante, dado que sin cromo no se puede mantener una
industria de armamentos altamente desarrollada. Si se pierden
500
los Balcanes, y con ellos Turquía, las existencias de cromo sólo
están garantizadas para 5,6 meses. Esto significa que, tras
agotarse las existencias del mineral en bruto, lo que sucedería
dos meses después del plazo indicado, se produciría la
paralización de distintas ramas de importancia (aviones,
tanques, camiones, granadas para tanques, submarinos, casi toda
la fabricación de municiones) entre uno y tres meses más tarde,
ya que entonces se habrán agotado todas las reservas»[248].
Esto quería decir, ni más ni menos, que la guerra acabaría a
los diez meses de perder los Balcanes. Hitler escuchó en silencio
mi exposición, según la cual eran los Balcanes, y no Níkopol, los
que determinarían el curso de la guerra. Después me volvió la
espalda, malhumorado, y se dirigió a mi colaborador Saur para
discutir con él los nuevos programas de fabricación de tanques.
Hasta el verano de 1943, Hitler me llamaba por teléfono al
principio de cada mes para enterarse de las cifras de producción
más recientes, que anotaba en una lista que ya tenía preparada.
Yo le iba dando los números y Hitler solía recibirlos con estas
exclamaciones:
—¡Muy bien! ¡Eso es realmente maravilloso! ¿De verdad
tenemos ciento diez Tigres? Es más de lo que me prometió
usted… ¿Y cuántos cree que se podrán fabricar el mes que viene?
Ahora cada tanque más es importante…
A veces concluía estas conversaciones aludiendo brevemente
a la situación:
—Hoy hemos tomado Jarkov. Las cosas marchan bien.
Bueno, gracias por todo. Salude a su esposa de mi parte.
¿Todavía está en el Obersalzberg? Bien, dele recuerdos de mi
parte.
Cuando le daba las gracias y me despedía con la fórmula
habitual: «Heil, mein Führer!», Hitler respondía a veces: «Heil,
Speer!». Esta respuesta, que empleaba en muy contadas ocasiones
501
con Göring, Goebbels y otros íntimos, suponía una distinción
en la que se podía percibir una leve ironía respecto al «Heil,
mein Führer!» que se había implantado oficialmente. En esos
momentos sentía que mi trabajo era reconocido, y no me daba
cuenta del fondo condescendiente de aquella familiaridad.
Aunque la fascinación del principio y la intimidad del trato
privado habían desaparecido hacía mucho tiempo; aunque yo
había dejado de tener la peculiar posición única del arquitecto;
aunque me había convertido en uno más de los muchos
componentes del aparato gubernamental, las palabras de Hitler
no habían perdido para mí ni un ápice de su mágica fuerza.
Bien mirado, todas las intrigas y luchas por el poder tenían
como meta conseguirlas, al menos por lo que implicaban. La
posición de cada uno de nosotros dependía de ellas.
Las llamadas fueron cesando poco a poco. Me resulta difícil
fijar el momento exacto. En todo caso, puede que a partir de
otoño de 1943 Hitler adoptara la costumbre de ponerse en
contacto telefónico con Saur para que le diera las cifras
mensuales[249]. No me puse a la defensiva contra esto, ya que
reconocía a Hitler el derecho de quitarme lo que me había
confiado; sin embargo, como además Bormann estaba en
buenas relaciones con Saur y con Dorsch, viejos camaradas del
Partido, comencé a sentirme inseguro en mi propio Ministerio.
Por el momento, intenté afianzar mi posición asignando a
cada uno de mis diez jefes de sección un representante en la
industria[250], aunque precisamente Dorsch y Saur consiguieron
impedir que esta medida afectara a sus respectivos campos. Los
indicios de que en mi Ministerio se había formado una especie
de partido de oposición dirigido por Dorsch iba adquiriendo
fuerza, y el 21 de diciembre de 1943 di una especie de «golpe de
Estado»: Escogí a dos de mis antiguos colaboradores de
confianza, de mi época de arquitecto, y los nombré jefes de las
secciones de Personal y Organización[251], y puse también bajo
502
sus órdenes la Organización Todt, que hasta ese momento había
sido autónoma.
Al día siguiente escapé a la dura carga del año 1943, con sus
innumerables intrigas y desengaños, dirigiéndome al rincón más
alejado y solitario de los territorios que habíamos ocupado:
Laponia del Norte. Aunque en 1941 y 1942 Hitler me impidió
viajar a Noruega, Finlandia y Rusia, por estimarlo demasiado
peligroso y considerarme insustituible, esta vez dio su
aprobación sin vacilar.
Despegamos al alba con mi nuevo avión, un cuatrimotor
Condor Focke-Wulf, que contaba con unos depósitos de reserva
que le daban una gran autonomía[252]. El violinista Siegfried
Borries y un mago aficionado que se haría famoso después de la
guerra bajo el nombre de Kalanag viajaban conmigo porque
quería dar una alegría navideña a los soldados y trabajadores de
la Organización Todt que se encontraban en el norte, en vez de
dedicarme a pronunciar discursos. Contemplamos de cerca el
sistema de lagos de Finlandia, una de las metas más anheladas de
mi juventud, que en su día mi esposa y yo habíamos intentado
recorrer con una tienda y un bote plegable. A primeras horas de
la tarde, las últimas del crepúsculo en aquella región
septentrional, aterrizamos en un primitivo campo cubierto de
nieve y señalizado con lámparas de petróleo cerca de Rovaniemi.
Al día siguiente recorrimos en descapotable seiscientos
kilómetros en dirección norte, hasta alcanzar el pequeño puerto
ártico de Petsamo. El paisaje, de tipo alpino, resultaba
monótono, pero los innumerables matices de la luz, del amarillo
al rojo, a que daba origen la posición del sol tras el horizonte
eran de una hermosura que parecía irreal. En Petsamo se
celebraron varías fiestas navideñas con obreros, soldados y
oficiales, a las que seguirían otras muchas en el resto de
cuarteles. Pasamos la segunda noche en la cabaña de troncos del
503
general que estaba al mando del frente del Ártico, y desde allí
visitamos unas bases avanzadas de apoyo situadas en la península
de Fischer, nuestro sector de frente más septentrional e
inhabitable, a sólo ochenta kilómetros de Murmansk. La luz
pálida y verdosa que atravesaba oblicuamente el velo de niebla y
nieve daba un aire de tristeza a aquel paisaje muerto, sin árboles,
de una angustiosa soledad. Acompañados por el general Hengl,
esquiamos lenta y trabajosamente hasta la base avanzada. En una
de las posiciones, una unidad me demostró la eficacia de nuestro
cañón de infantería de 15 cm disparando contra un refugio
soviético. Fue el primer «ejercicio de tiro real» que contemplé en
mi vida, pues aunque anteriormente ya había visto en acción
una de las baterías pesadas del cabo Gris Nez, cuyo objetivo era
la ciudad de Dover, el comandante me explicó después que en
realidad había hecho disparar al mar. En cambio, donde me
encontraba ahora vi volar por los aires, tras un blanco certero,
las vigas de madera del refugio ruso. Al instante, y a poquísima
distancia de donde yo me encontraba, un cabo se desplomó sin
proferir un solo gemido: un tirador soviético le había dado en la
cabeza por debajo del casco. No deja de ser sorprendente que
aquélla fuera la primera vez que me veía ante la realidad de la
guerra. Mientras que hasta entonces, en las presentaciones que
realizábamos en el campo de tiro, había tenido a nuestro cañón
de infantería por un mero producto técnico útil que
contemplaba teóricamente, de repente me di cuenta de que era
capaz de destruir vidas humanas.
Durante aquel viaje de inspección, todos los soldados y
oficiales se quejaron de la escasez de armas ligeras de infantería.
Sobre todo echaban en falta buenas ametralladoras; los soldados
se las arreglaban con las que podían quitar a las tropas soviéticas.
El reproche afectaba directamente a Hitler. Como antiguo
soldado de infantería de la Primera Guerra Mundial, seguía
confiando en la carabina. En verano de 1942 rechazó nuestra
504
propuesta de dotar a la tropa de un modelo de ametralladora
arguyendo que el fusil servía mejor al objetivo de la infantería.
También se debía a sus experiencias como soldado de trincheras,
tal como constaté en aquel momento, que privilegiara las armas
pesadas y los tanques que tanto admiraba y negligiera el
desarrollo y fabricación de armas de infantería.
A mi regreso traté de subsanar esta omisión. Nuestro
programa de infantería contó con el apoyo de peticiones
precisas, formuladas a principios de enero por el Estado Mayor
del Ejército y por el comandante en jefe del Ejército de Reserva.
Sin embargo, Hitler no dio su conformidad hasta seis meses
después, y a partir de entonces nos reprochó que nuestro
programa no avanzara según los plazos previstos. En nueve
meses logramos notables incrementos de producción en este
campo, llegando a multiplicar por veinte el número de
ametralladoras (fusil de asalto 44) fabricadas, que hasta entonces
había sido mínimo[253]. Habríamos podido alcanzar esas cifras
dos años antes, porque para fabricar estas armas no se requerían
los recursos que estaban destinados al armamento pesado.
•••
Al día siguiente inspeccioné la planta de níquel de
Kolosiokki, nuestra única fuente de obtención de dicho metal y,
en realidad, el verdadero objetivo de mi viaje navideño. Había
allí una gran cantidad de metal que se amontonaba por falta de
camiones, mientras que, simultáneamente, nuestros medios de
transporte estaban concentrados en el levantamiento de una
central de energía con protección antiaérea. Atribuí a la central
un grado de urgencia medio, lo que incrementó la capacidad de
transporte de las existencias de níquel. En medio del bosque
virgen, mucho más allá del lago Inari, se reunieron en un claro
leñadores alemanes y lapones alrededor de una hoguera
pintoresca que servía al mismo tiempo de fuente de calor y de
505
iluminación, y Siegfried Borries inició la velada con la famosa
chacona de la Partita en re menor de Bach. Después, tras varias
horas de esquí nocturno, nos dirigimos a un campamento
lapón. Sin embargo, a una temperatura de treinta grados bajo
cero y bajo la luz polar, dormir en la tienda no resultaba
precisamente idílico, pues el viento la llenaba de humo. Salí al
aire libre y hacia las tres de la madrugada me eché a descansar en
mi saco de dormir de piel de reno. A la mañana siguiente sentí
un agudo dolor en la rodilla.
Unos días después volvía a hallarme en el cuartel general.
Por sugerencia de Bormann había convocado una gran reunión,
a la que debían asistir los ministros más importantes, para
establecer el programa de trabajo de 1944 y para que Sauckel
formulara sus quejas contra mí. El día anterior propuse a Hitler
celebrar antes otra, presidida por Lammers, para solventar las
diferencias que pudiera haber entre nosotros, pero se mostró casi
despectivo al oírme y me dijo, con voz helada, que me prohibía
influir en los asistentes a la reunión. No quería que se le
expusieran opiniones preconcebidas; quería ser él mismo quien
adoptara la decisión pertinente.
Después de esta reprimenda, fui con mis técnicos a ver a
Himmler, que, según mi deseo, ya se hallaba en compañía del
mariscal Keitel[254]. Quería al menos convenir con ellos una
táctica conjunta para impedir que Sauckel reemprendiera las
deportaciones de obreros procedentes de los territorios
occidentales ocupados; Keitel, en su calidad de jefe de todos los
mandos militares, y Himmler, como responsable del orden
público en aquellos territorios, temían que el reclutamiento
forzoso de trabajadores contribuyera a engrosar el número de
partisanos. Nos pusimos de acuerdo en que los dos declararían
durante la reunión que no disponían de la necesaria capacidad
ejecutiva para llevar a cabo las nuevas acciones de reclutamiento
de Sauckel, por lo que éstas podrían comportar desórdenes.
506
Esperaba terminar de una vez por todas con las deportaciones de
obreros e incrementar el empleo eficaz de las reservas alemanas,
particularmente de las mujeres.
Al parecer, Bormann había preparado a Hitler para estos
problemas del mismo modo que yo lo había hecho con
Himmler y Keitel. Ya cuando nos saludamos demostró a todos
los asistentes, con su frialdad y descortesía, que estaba de mal
humor. Viéndolo así, todos los que lo conocían, sabiendo que
era un mal momento, procuraban evitar las decisiones. También
yo habría dejado reposar en el fondo de mi cartera de mano lo
más importante y me habría limitado a tratar cuestiones
inocuas, pero no había forma de eludir el tema de la reunión.
Cuando comencé mi exposición, Hitler me cortó la palabra
irritado:
—Le prohibo, señor Speer, que intente adelantarse otra vez
al resultado de una reunión. Soy yo quien preside ésta y seré yo
quien decida al final lo que va a pasar. ¡No usted! ¡Téngalo en
cuenta!
Nadie plantó cara a aquel Hitler malhumorado y colérico.
Tampoco mis aliados Keitel y Himmler pensaron ya en exponer
sus opiniones. Al contrario, aseguraron que harían todo lo que
estuviera en su mano para apoyar el programa de Sauckel. Hitler
comenzó a preguntar a los ministros presentes por el número de
trabajadores que necesitaban para el año 1944, anotó con
cuidado todas las peticiones, sumó él mismo las cifras y se
dirigió después a Sauckel[255].
—Camarada Sauckel, ¿puede usted proporcionarnos cuatro
millones de trabajadores este año? ¿Sí o no? Sauckel se lanzó al
ruedo:
—¡Naturalmente, mein Führer, se lo prometo! Puede estar
seguro de que lo haré, pero necesito tener por fin las manos
libres en los territorios ocupados.
507
Hitler interrumpió con dureza mis objeciones de que creía
posible movilizar a una buena parte de aquellos obreros en la
propia Alemania:
—¿Quién es el responsable de buscar la mano de obra, usted
o el camarada Sauckel?
En un tono que impedía toda réplica, Hitler ordenó a Keitel
y a Himmler que crearan los organismos necesarios para
impulsar el programa de reclutamiento de trabajadores. Keitel
sólo decía: «Sí, mein Führer», y Himmler permaneció mudo. La
batalla parecía perdida. Intentando salvar algo, pregunté a
Sauckel si, a pesar de los reclutamientos, podía garantizar que se
cubrirían las demandas de personal de las empresas de los países
occidentales consideradas intocables. Sauckel contestó con
fanfarronería que eso no suponía ninguna dificultad. A
continuación traté de establecer prioridades y de conseguir que
Sauckel se comprometiera a no enviar trabajadores a Alemania
hasta que quedaran cubiertas las necesidades de aquellas
empresas, petición a la que Sauckel accedió con un simple gesto.
Hitler intervino al instante:
—¿Qué más quiere, señor Speer? ¿No se lo está asegurando
el camarada Sauckel? Con eso, sus reparos en relación con la
industria francesa ya no tienen razón de ser.
De seguir con aquello, no habría hecho más que fortalecer la
posición de Sauckel. Terminada la reunión, Hitler se volvió a
mostrar accesible e intercambió también conmigo unas palabras
amables. Por otra parte, las deportaciones de Sauckel nunca se
reemprendieron, aunque debo admitir que esto tuvo muy poco
que ver con mis intentos, realizados a través de mis delegaciones
francesas y con ayuda de las autoridades de la Wehrmacht, de
obstaculizar sus planes[256], cuya ejecución resultó impedida
tanto por la pérdida de autoridad en los territorios ocupados y
por la creciente actividad de los partisanos, además de la
508
creciente reluctancia de los administradores alemanes de
ocupación en aumentar sus dificultades. El resultado de la
reunión celebrada en el cuartel general del Führer sólo tuvo
consecuencias para mí. El trato que me había dado Hitler
mostró a todo el mundo que había caído en desgracia. El
vencedor de la disputa entre Sauckel y yo se llamaba Bormann.
A partir de aquel momento, mis colaboradores en la industria se
vieron expuestos a ataques que, aunque al principio eran
disimulados, no tardaron en ser cada vez más claros. Tuve que
defenderlos con frecuencia en la cancillería del Partido de
distintas sospechas e incluso me vi obligado a intervenir en su
favor frente al Servicio de Seguridad[257].
•••
Tampoco la última reunión de la flor y nata del Reich, que
tuvo lugar en un escenario espléndido, pudo distraerme de mis
preocupaciones. Fue la fiesta de gala organizada por Göring en
Karinhall el 12 de enero de 1944 para celebrar su cumpleaños.
Todos acudimos con los valiosos regalos que él esperaba:
cigarros de Holanda, lingotes de oro de los Balcanes y cuadros y
esculturas de gran valor. Göring me había hecho saber que le
gustaría tener un busto monumental de Hitler en mármol hecho
por Breker. La mesa de regalos había sido instalada en la gran
biblioteca y Göring se complacía en mostrarla a sus distinguidos
invitados. Extendió también sobre ella los planos que había
preparado su arquitecto para ese día: la residencia palaciega de
Göring debía duplicar su tamaño.
En la mesa, suntuosamente dispuesta, del espléndido
comedor, unos criados vestidos con librea blanca sirvieron una
comida no demasiado abundante, acorde con las circunstancias.
Durante el banquete, Funk pronunció como cada año el
discurso de cumpleaños; éste sería el último. Elogió, en tono
muy elevado, la capacidad, las cualidades y las virtudes de
509
Göring y terminó brindando por «uno de los alemanes más
grandes». Las entusiastas palabras de Funk contrastaban de
forma grotesca con la situación real. Una fiesta fantasmagórica
se estaba celebrando sobre el trasfondo del amenazador ocaso del
Reich.
Después de comer, los invitados se diseminaron por las
amplias estancias de Karinhall. Milch y yo nos preguntamos de
dónde podría proceder el dinero necesario para pagar todo aquel
lujo. Hacía poco que Loerzer, un antiguo amigo de Göring y
famoso piloto de caza de la Primera Guerra Mundial, había
enviado a Milch un vagón lleno de objetos (medias, jabón y
otros artículos escasos) procedentes del mercado negro italiano
diciéndole que podría venderlos con facilidad; la remesa incluía
una lista de precios, posiblemente para unificar los del mercado
negro en el Reich, que indicaba también las ganancias de Milch,
pero éste ordenó que las mercancías fueran distribuidas entre los
empleados de su Ministerio. Poco después oyó decir que el
importe de la venta de los artículos contenidos en muchos otros
vagones había ido a parar a los bolsillos de Göring. Más adelante
Plagemann, intendente del Ministerio del Aire y encargado de
realizar ese tipo de negocios para Göring, pasó a trabajar
directamente a las órdenes de este último.
Yo tenía mi propia experiencia respecto a los cumpleaños de
Göring. Desde que era miembro del Consejo de Estado de
Prusia y, como tal, me correspondían seis mil marcos anuales,
poco antes de la fecha del cumpleaños recibía un escrito en el
que se me comunicaba que una parte importante de mis
ingresos iba a ser retenida para el regalo que le haría el Consejo
de Estado. Nadie me preguntó nunca si estaba de acuerdo. Tras
contárselo a Milch, éste me informó de que pasaba algo
parecido con los fondos del Ministerio del Aire. En cada
cumpleaños, una buena suma era desviada a la cuenta de
Göring, y el propio mariscal del Reich determinaba qué cuadro
510
había de comprarse con ella.
No obstante, éramos conscientes de que todo esto sólo
podía cubrir una pequeña parte de los tremendos dispendios de
Göring. No sabíamos exactamente qué industriales le pagaban
contribuciones, pero que lo hacían es algo que Milch y yo
pudimos comprobar más de una vez, siempre que Göring nos
llamaba porque alguno de sus favoritos había sido tratado con
poca delicadeza por alguna de nuestras organizaciones.
Mis recientes experiencias y encuentros en Laponia
contrastaban de un modo casi inimaginable con la atmósfera
artificial de aquel mundo corrompido e hipócrita. Seguramente
la inseguridad de mi relación con Hitler me afligía más de lo
que yo estaba dispuesto a admitir. Poco a poco fui notando las
consecuencias de haber mantenido la tensión durante casi dos
años. A mis treinta y ocho años me encontraba físicamente
agotado. El dolor de la rodilla no me abandonaba casi nunca. Ya
no me quedaban reservas. ¿O acaso fue una forma de evadirme?
El 18 de enero de 1944 ingresé en un hospital.
511
TERCERA PARTE
512
CAPÍTULO XXIII
ENFERMEDAD
El profesor Gebhardt, general de División de las SS y conocido
en el mundo del deporte europeo como especialista en lesiones
de rodilla[258], era director del Hospital Hohenlychen de la Cruz
Roja, enclavado a orillas de un lago y rodeado de bosques, unos
cien kilómetros al norte de Berlín. Sin saberlo, me había puesto
en manos de un médico que era uno de los pocos amigos de
Heinrich Himmler que lo tuteaban. Residí durante más de dos
meses en una sencilla habitación de este hospital, mis secretarias
ocuparon otras estancias y se instaló una línea telefónica directa
con el Ministerio, pues tenía intención de continuar trabajando.
En el Tercer Reich, enfermar siendo ministro era muy
problemático. Hitler había prescindido con harta frecuencia de
personas que ocupaban cargos importantes por motivos de
salud. Por lo tanto, la noticia de que alguien había «enfermado»
despertaba gran interés en los círculos políticos. Y, como yo
estaba enfermo de verdad, parecía lo más aconsejable continuar
lo más activo posible. Además, no podía dejar de la mano mi
aparato ministerial, pues, al igual que Hitler, no disponía de un
representante apropiado. A pesar de todos los esfuerzos de mi
entorno para que disfrutara de tranquilidad, las conversaciones
telefónicas, entrevistas y dictados hechos desde la cama no solían
cesar antes de medianoche.
Apenas ingresé en el hospital, Bohr, mi recién nombrado
jefe de personal, me llamó muy afligido. En su despacho había
513
un archivador cerrado; Dorsch había ordenado transportarlo
enseguida a la jefatura de la Organización Todt. Dispuse que el
archivador se quedara donde estaba. Unos días después
aparecieron unos representantes de la Jefatura Regional de
Berlín acompañados de varios empleados de mudanzas. Bohr
me dijo que tenían el encargo de llevarse el archivador y que
sostenían que tanto el mueble como su contenido eran
propiedad del Partido. Bohr no sabía qué hacer. Gracias a una
conversación telefónica con Naumann, uno de los más íntimos
colaboradores de Goebbels, se pudo demorar la acción: los
funcionarios del Partido se limitaron a sellar la puerta del
archivador. Acto seguido, ordené que se desatornillara la parte
posterior. Al día siguiente se presentó Bohr con un paquete de
fotocopias de expedientes sobre varios de mis antiguos
colaboradores; casi todos expresaban juicios negativos sobre
ellos. La mayoría eran acusados de observar una conducta hostil
al Partido, e incluso se recomendaba que la Gestapo vigilara a
algunos. Leí también que el Partido tenía un hombre de
confianza en el Ministerio: Xaver Dorsch. El hecho en sí me
sorprendió menos que saber quién era la persona elegida.
Yo había estado tratando de ascender a un funcionario de
mi Ministerio desde otoño. Sin embargo, este empleado no era
bien visto por la camarilla que últimamente se había formado en
el Ministerio y mi primer jefe de personal presentó excusas de
toda clase hasta que finalmente le obligué a tramitar la
propuesta de ascenso. Poco antes de caer enfermo recibí una
negativa brusca y hostil de Bormann. Entre los expedientes
encontramos el borrador de la carta de Bormann, que resultó
haber sido redactado por el mismo Dorsch y por mi antiguo jefe
de personal, Haasemann, y que Bormann había copiado
literalmente en la carta que me dirigió[259]. Desde la cama del
hospital llamé por teléfono a Goebbels, pues, como jefe regional
de Berlín, los delegados del Partido en los Ministerios estaban a
514
sus órdenes. Sin la menor vacilación, se mostró conforme con
que mi antiguo colaborador Frank ocupara el cargo:
—Es intolerable que haya un gobierno paralelo.
Actualmente, todos los ministros son camaradas del Partido. ¡O
podemos confiar en él, o que se largue!
Sin embargo, me quedé sin saber qué personas de confianza
tenía la Gestapo dentro de mi Ministerio.
Más difícil todavía me resultó mantener mi posición
mientras estuve enfermo. Tuve que pedir a Klopfer, secretario
de Bormann, que mantuviera a raya a las autoridades del
Partido, e hice especial hincapié en que no se pusieran
dificultades a los industriales. Inmediatamente después de caer
enfermo, los consejeros económicos regionales del Partido se
arrogaron atribuciones que afectaban al núcleo de mi actividad.
Pedí a Funk y a su colaborador Ohlendorf, que le había sido
cedido por Himmler, que mostraran una actitud positiva
respecto al concepto de autorresponsabilización de la industria y
que me apoyaran frente a los consejeros económicos regionales
de Bormann. También Sauckel aprovechó mi ausencia para «en
un llamamiento nacional, pedir a los operarios de armamentos
que trabajaran hasta sus últimas fuerzas». A la vista de los
intentos de mis enemigos para sacar provecho de mi ausencia y
menoscabar mi posición, me dirigí por escrito a Hitler para
comunicarle mis preocupaciones y solicitar su ayuda. Veintitrés
páginas mecanografiadas en cuatro días son señal del
nerviosismo que se había apoderado de mí. Me quejé de las
pretensiones de Sauckel y de la actuación de los consejeros
regionales de Bormann y le rogué que confirmara mi autoridad
incondicional respecto a todas las cuestiones relacionadas con
mi cometido. En el fondo, mis peticiones no hacían sino repetir
exactamente lo que había exigido sin éxito, y para enojo de los
jefes regionales, con las drásticas palabras de la reunión de
515
Pozna. Seguía diciendo que sólo sería posible dirigir de forma
planificada el conjunto de la producción si se reunían bajo mi
mando «la gran cantidad de departamentos oficiales que
establecen disposiciones y reglamentos, formulan reparos y dan
consejos a la dirección de las empresas»[260].
Cuatro días después volví a dirigirme a Hitler por escrito.
Con una franqueza que en realidad ya no respondía a nuestra
relación, lo informé sobre la camarilla del Ministerio que, a mis
espaldas, se dedicaba a obstaculizar que se ejecutaran mis
órdenes. Lo informé de que había sido engañado y de que un
pequeño círculo de antiguos colaboradores de Todt, encabezado
por Dorsch, había quebrantado la lealtad que me debía. Y que
por ello me veía obligado a sustituir a Dorsch por un hombre de
mi confianza[261].
No hay duda de que esta última carta, en la que comunicaba
a Hitler, sin haberle consultado, la destitución de uno de sus
favoritos, fue particularmente torpe, porque olvidaba una de las
reglas del régimen: insinuar a Hitler con habilidad y en el
momento apropiado los asuntos personales. Yo, en cambio, le
expuse sin rodeos que un colaborador había quebrantado la
lealtad debida y no era de fiar. El hecho de que, además, enviara
a Bormann una copia de mis quejas sólo podía deberse a un
ataque de locura o entenderse como una provocación. Al hacerlo
daba la espalda a toda la experiencia adquirida como
diplomático hábil en el intrigante entorno de Hitler. Es posible
que dictara mi conducta cierta terquedad a la que me inducía mi
aislamiento.
La enfermedad me había alejado demasiado de Hitler, el
polo de poder que todo lo decidía. No reaccionó negativa ni
positivamente a mis propuestas, peticiones y quejas: estuve
hablando en el vacío, pues no me hizo llegar ninguna respuesta.
Yo ya no era el ministro favorito de Hitler y uno de sus posibles
516
sucesores; unas cuantas insinuaciones de Bormann y algunas
semanas de enfermedad me habían apartado por completo de la
escena política. También tuvo algo que ver en ello la peculiar
manera de ser de Hitler, tantas veces observada, de borrar sin
más de su lista a cualquiera que hubiera desaparecido por cierto
tiempo de su esfera visual. Si después el afectado volvía a
aparecer cerca de él, su imagen podía cambiar otra vez. Durante
mi enfermedad pude vivir varias veces esta experiencia, que me
defraudó y me alejó íntimamente de Hitler. Con todo, durante
aquellos días no me sentí furioso ni desesperado por mi nueva
situación. Estaba muy débil y lo único que sentía era cansancio
y resignación.
Tuve que darme cuenta de que Hitler no tenía ninguna
intención de renunciar a Dorsch, compañero de Partido de los
años veinte. Durante aquellas semanas lo distinguió de forma
casi ostentosa concediéndole entrevistas en privado que
fortalecían su posición. Göring, Bormann y Himmler
comprendieron enseguida que se había desplazado el centro de
gravedad e intentaron aprovechar la situación para acabar, por
fin, con mi autoridad como ministro. Estoy seguro de que los
tres actuaron de forma independiente, por motivos distintos y
sin haberse puesto de acuerdo. No podía seguir pensando en
destituir a Dorsch.
•••
Pasé veinte días tendido boca arriba, con la pierna
inmovilizada por la escayola, y tuve tiempo de sobra para
reflexionar sobre mi enojo y mis desengaños. Unas horas
después de levantarme por primera vez sentí vivos dolores en la
espalda y en la caja torácica, y una expectoración sanguinolenta
indicó una posible embolia pulmonar. Sin embargo, el profesor
Gebhardt me diagnosticó reumatismo muscular, me dio masajes
en el tórax con veneno de abejas (Forapin) y me administró
517
sulfamidas, quinina y narcóticos[262]. Dos días después sufrí un
segundo ataque, muy fuerte. Mi estado empezó a ser
preocupante; sin embargo, Gebhardt continuó insistiendo en su
diagnóstico de reumatismo muscular. Entonces mi esposa
comunicó lo ocurrido al doctor Brandt, quien envió aquella
misma noche a Hohenlychen al profesor Friedrich Koch,
internista de la Universidad de Berlín y colaborador de
Sauerbruch. Brandt, médico de cabecera de Hitler y «delegado
de Sanidad», transfirió expresamente a Koch la responsabilidad
única de mi tratamiento, al tiempo que prohibía al profesor
Gebhardt adoptar ninguna disposición médica. Por orden del
doctor Brandt, al profesor Koch le fue asignada una habitación
contigua a la mía y se le encargó no abandonarme ni de noche
ni de día[263].
Según hizo constar el profesor Koch en su informe médico,
permanecí tres días en un estado «extremadamente grave.
Máxima disnea, fuerte amoratamiento, notable aceleración del
pulso, altas temperaturas, molesta tos irritativa, dolores y
expectoración sanguinolenta. De acuerdo con estos síntomas, el
cuadro de la enfermedad sólo puede ser interpretado como un
infarto». Los médicos prepararon a mi esposa diciéndole que
cabía esperar lo peor. En cambio, a mí aquella situación
transitoria me sumió en una euforia casi dichosa: la pequeña
habitación se amplió hasta convertirse en una sala grande y
maravillosa; un pobre armario de madera que había estado tres
semanas ante mi vista se tornó una pieza suntuosa, ricamente
tallada en maderas preciosas; me sentí alegre y a gusto como
pocas veces en mi vida.
Cuando me hube recuperado un poco, mi amigo Robert
Frank me habló de la conversación que había tenido una noche
con el profesor Koch. Desde luego, lo que me contó sonaba
novelesco: estando yo grave, Gebhardt pidió al profesor que me
practicara una pequeña intervención que habría puesto en
518
peligro mi vida. Al principio, el profesor Koch pretendió no
comprenderlo, y después se negó en redondo a efectuar la
intervención. Entonces el profesor Gebhardt desvió el golpe
alegando que sólo había querido ponerlo a prueba.
Frank me suplicó que no tomara ninguna medida, pues el
profesor Koch temía acabar en un campo de concentración,
mientras que mi propio informador habría tenido serias
dificultades con la Gestapo. Tuve que guardar silencio, pues ni
siquiera podía recurrir a Hitler. Su reacción era previsible: en un
acceso de cólera, lo habría tachado todo de sencillamente
imposible, habría pulsado el timbre que siempre tenía a mano
para llamar a Bormann y habría ordenado detener a los
difamadores de Himmler.
En aquel tiempo este asunto no me sonó tan novelesco
como pueda parecer hoy. Incluso en los círculos del Partido,
Himmler tenía fama de ser un hombre cruel, frío y consecuente;
nadie se atrevía a enfrentarse seriamente a él. Además, la ocasión
que se le ofrecía era demasiado favorable: yo no habría podido
resistir la menor complicación, por lo que no habría habido
sospechas. Mi caso era una lucha de diádocos; era un indicio de
que mi posición seguía siendo poderosa, aunque ya estaba tan
debilitada que después de aquel fracaso se podían urdir nuevas
intrigas.
Funk no me contó los detalles de un asunto sobre el que en
1944 sólo se atrevió a hacer vagas alusiones hasta que nos
encontramos en Spandau: hacia otoño de 1943 el Estado Mayor
del Ejército de las SS de Sepp Dietrich había celebrado una
francachela en la que, además de Gebhardt, participó también
Horst Walter, asistente y amigo de Funk durante muchos años y
entonces asistente de Dietrich. Gebhardt declaró en aquel
círculo de jefes de las SS que, en opinión de Himmler, Speer era
un peligro y tenía que desaparecer.
519
Empecé a sentir prisa por salir de aquel hospital, que me
empezaba a parecer siniestro, aunque seguramente mi estado de
salud no hiciera recomendable mi traslado. El 19 de febrero
ordené que se me encontrara una nueva residencia
urgentemente. Al principio, Gebhardt se opuso con argumentos
médicos; pero cuando a comienzos de marzo pude levantarme
de la cama siguió resistiéndose a que me trasladara. Ocho días
más tarde, un hospital cercano fue alcanzado por las bombas de
la VIII Flota Aérea americana; Gerbhardt creyó que el ataque se
dirigía contra mí y entonces cambió de opinión de la noche a la
mañana. El 17 de marzo pude abandonar por fin aquél
deprimente lugar.
Poco antes de que terminara la guerra le pregunté a Koch
qué había ocurrido en realidad. Pero ni siquiera entonces quiso
aclarármelo. Sólo me confirmó que había tenido una fuerte
disputa sobre mi caso con Gebhardt, quien le había dicho que él
no era un simple médico, sino un «médico político». Desde
luego, Gebhardt hizo grandes esfuerzos para retenerme en su
clínica el mayor tiempo posible[264].
El 23 de febrero de 1944, Milch me hizo una visita en el
hospital. Me dijo que las flotas aéreas americanas VIII y XV
habían concentrado sus bombardeos sobre la industria alemana
de aviación, por lo que al mes siguiente sólo podríamos fabricar
un tercio de los aviones terminados en los meses anteriores.
Milch trajo consigo una propuesta escrita: del mismo modo que
el llamado Estado Mayor del Ruhr trabajaba con gran éxito
reparando los daños causados por las bombas en aquella región,
debería constituirse un Estado Mayor de Cazas para, en un
esfuerzo común de ambos Ministerios, superar las dificultades
que atravesaba el armamento aéreo. Quizá habría sido más
inteligente responderle con evasivas, pero yo quería intentar
todo lo posible para ayudar a la apurada Luftwaffe y di mi
conformidad a su propuesta. Tanto Milch como yo teníamos
520
plena conciencia de que el Estado Mayor de Cazas sería el
primer paso para que las armas, incluso las del último ejército de
la Wehrmacht, se fusionaran con mi Ministerio.
Lo primero que hice fue telefonear a Göring desde la cama;
se negó a suscribir nuestra iniciativa para trabajar en
colaboración diciendo que me estaba entrometiendo en sus
competencias. No acepté sus objeciones y llamé por teléfono a
Hitler, quien encontró buena la idea, aunque se mostró distante
y frío cuando le comuniqué que habíamos pensado en el jefe
regional Hanke para desempeñar el cargo de jefe del Estado
Mayor de Cazas:
—Cometí un gran error cuando encargué a Sauckel el
reclutamiento de trabajadores —respondió Hitler por teléfono
—. A su posición como jefe regional sólo corresponden
disposiciones irrevocables, y sin embargo tiene que andar
continuamente negociando y buscando fórmulas de
compromiso. No volveré a encargar nunca más a un jefe
regional esta clase de tareas. —Hitler se había ido enojando
gradualmente—. El ejemplo de Sauckel ha mermado la
autoridad de todos los jefes regionales. ¡Saur se ocupará de esta
misión!
Hitler terminó abruptamente la conversación con estas
palabras; por segunda vez en poco tiempo se había entrometido
en mi política personal. Mientras hablábamos, su voz fue fría y
hostil; pensé que quizá otro asunto lo había puesto de mal
humor. Pero como también Milch prefirió para el cargo a Saur,
cuyo poder había aumentado aún más durante mi enfermedad,
acepté sin reservas la orden de Hitler.
Con los años me había familiarizado con las diferencias que
hacía Hitler cuando su asistente Schaub le recordaba un
cumpleaños o le anunciaba la enfermedad de alguno de sus
numerosos conocidos. Un breve «flores y carta» significaba una
521
misiva de texto prefijado que le era presentada a la firma,
quedando la elección de las flores a cargo del asistente. En tales
casos, podía considerarse una distinción que Hitler añadiera
algunas palabras de su puño y letra. Sin embargo, cuando se
trataba de personas por las que sentía especial afecto, ordenaba
que Schaub le alcanzara papel y pluma y escribía personalmente
unas cuantas líneas, y a veces incluso decidía las flores que había
que enviar. Antes yo había sido uno de los más distinguidos,
junto a las estrellas cinematográficas y las cantantes. Por eso,
cuando poco después de la crisis que puso en peligro mi vida
recibí un ramo de flores acompañado de un texto convencional
escrito a máquina, fui consciente de que, aunque me había
convertido en uno de los miembros más importantes de su
Gobierno, me hallaba en el último escalón de la jerarquía real.
Como estaba enfermo, reaccioné con cierta hipersensibilidad
que a lo mejor no estaba del todo justificada, pues también es
verdad que Hitler me llamó por teléfono dos o tres veces para
preguntarme por mi salud, aunque me daba la culpa de mi
enfermedad:
—¿Por qué tuvo usted que ponerse a esquiar? Siempre he
dicho que eso es una locura. ¡Pasearse con esas tablas en los pies!
¡Échelas a la hoguera cuanto antes! —Añadía cada vez con la
intención, torpemente expresada, de concluir la conversación
con una broma.
•••
El internista profesor Koch no quería exponer de ningún
modo mis pulmones al aire de las alturas del Obersalzberg. En el
parque del palacio de Klessheim, la residencia de invitados de
Hitler situada cerca de Salzburgo, los obispos electores habían
hecho que el arquitecto barroco Fischer von Erlach construyera
un pabellón de deliciosas líneas curvas, conocido con el nombre
de Palacete de la Hoja de Trébol. El 18 de marzo se me asignó
522
éste edificio renovado como lugar de residencia, pues el
«regente» húngaro Horthy ocupaba entonces el palacio principal
a causa de unas negociaciones que terminarían veinticuatro
horas después con la última entrada de las tropas de Hitler en
un país extranjero: Hungría. La misma noche de mi llegada,
Hitler me hizo una visita durante una pausa en las
conversaciones.
Al volver a verlo al cabo de diez semanas, me llamó la
atención por primera vez en todos los años que nos conocíamos
la anchura excesiva de su nariz, su palidez y lo repelente de su
cara; un primer síntoma de que estaba empezando a ganar
distancia respecto a él y a mirarlo sin prejuicios. Durante casi un
trimestre no sólo había dejado de estar sometido a su influencia
personal, sino que me había sentido vejado y relegado. Tras
años de embriaguez y de movimiento febril, había empezado a
cuestionarme por primera vez mi actuación a su lado. Mientras
que antes, con algunas palabras o con un gesto, Hitler lograba
hacer desaparecer mi abatimiento y liberar en mí energías
extraordinarias, ahora, incluso durante este reencuentro y a
pesar de la cordialidad de Hitler, mi cansancio no desaparecía.
Lo único que deseaba era poder viajar lo antes posible a Meran
con mi esposa y nuestros hijos, pasar allí varias semanas y
recuperar fuerzas, aunque sin saber realmente para qué, pues ya
no tenía ningún objetivo.
No obstante, mi voluntad de autoafirmación se despertó de
nuevo cuando, durante los cinco días que permanecí en
Klessheim, me vi obligado a constatar que, mediante mentiras e
intrigas, estaban tratando de arrinconarme definitivamente. Al
día siguiente Göring vino a verme para felicitarme por mi
cumpleaños. Cuando aproveché la ocasión para informarlo,
exagerando un poco, de mi buena salud, Göring me contestó, y
no en tono de lamento, sino más bien con gran satisfacción:
523
—¡Vaya, eso no es verdad! El profesor Gebhardt me dijo
ayer que está usted gravemente enfermo del corazón y que no
hay perspectivas de mejora. ¡Quizá no lo sepa usted aún!
Acto seguido, y con muchas palabras de elogio hacia el
trabajo que había realizado hasta entonces, Göring insinuó mi
próxima sustitución. Le dije que las radiografías y los
electrocardiogramas no revelaban ninguna afección[265]. Repuso
que estaba claro que alguien me había informado mal y se negó
en redondo a escucharme. Sin embargo, era a él a quien
Gebhardt había informado mal.
También Hitler, visiblemente impresionado, declaró a los
que lo rodeaban, entre los que se encontraba mi mujer:
—Ya no se puede contar con Speer.
También él había hablado con Gebhardt, quien me había
calificado de ruina humana incapaz de trabajar.
Quizá Hitler recordara nuestros sueños arquitectónicos
comunes, cuya ejecución ya no podría emprender debido a una
enfermedad cardíaca incurable, o quizá se acordara de la muerte
prematura de su primer arquitecto, el profesor Troost; en
cualquier caso, ese mismo día se presentó de nuevo en
Klessheim para sorprenderme con un gigantesco ramo de flores
que su criado le había preparado, en un gesto totalmente
desacostumbrado en él. Unas horas después de que se marchara,
Himmler se hizo anunciar y me comunicó oficialmente que
Hitler había encargado a Gebhardt que, como general de
división de las SS, respondiera de mi seguridad y que, como
médico, velara por mi salud. De esta forma mi internista
quedaba fuera de juego, mientras que se asignaba a las órdenes
de Gebhardt una sección de escolta de las SS para
protegerme[266].
El 23 de marzo Hitler acudió de nuevo a visitarme, esta vez
para despedirse, como si notara el distanciamiento que se había
524
apoderado de mí durante mi enfermedad. En efecto, a pesar de
que volvía a demostrarme la vieja cordialidad, mi relación con él
había sufrido un perceptible cambio de matiz. Seguía
afectándome mucho que sólo recordara que me sentía cercano a
él cuando me veía y que mis servicios como arquitecto y como
ministro no hubieran tenido peso suficiente para resistir una
separación de varias semanas. Naturalmente, comprendía que
un hombre como Hitler, sobrecargado de trabajo y sometido a
una presión extrema, tenía derecho a descuidar a los
colaboradores que estuvieran lejos de su vista. Sin embargo, su
conducta de las últimas semanas me había demostrado lo poco
que yo contaba en el círculo de sus seguidores y también lo poco
dispuesto que estaba él a dejarse guiar por la sensatez y la
imparcialidad en sus decisiones. Quizá porque percibía mi
frialdad, o quizá para consolarme, me dijo con aire deprimido
que tampoco su salud era buena. Incluso había indicios seguros
de que no tardaría en quedarse ciego. No hizo ningún
comentario cuando le dije que el profesor Brandt lo informaría
sobre el buen estado de mi corazón.
•••
El castillo de Goyen se alzaba sobre una colina que
dominaba Meran. Aquí pasé las seis semanas más hermosas de
mi época ministerial, las únicas que estuve junto a mi familia.
Gebhardt estableció su cuartel general en el valle, lejos de donde
yo vivía, y apenas aprovechó el derecho de prioridad de que
gozaba sobre mi agenda.
Durante los días que permanecí en Meran, Göring, sin
preguntarme ni informarme siquiera, mantuvo varias entrevistas
con Hitler a las que acudió acompañado de mis colaboradores
Dorsch y Saur, en un arrebato de actividad del todo inusual. Era
evidentísimo que deseaba aprovechar la oportunidad que se le
ofrecía de lograr el puesto de segundo hombre del Reich y
525
resarcirse de los numerosos reveses sufridos hasta entonces, lo
que pasaba por fortalecer a mi costa la posición de mis
colaboradores, que para él no suponían ningún peligro. Además,
propagó el rumor de que se esperaba mi destitución y preguntó
al jefe regional del Alto Danubio, Eigruber, cuál era la opinión
del Partido acerca del director general Meindl, amigo de
Göring. Fundamentó esta pregunta diciendo que tenía el
propósito de presentar a Meindl como sucesor mío en su
entrevista con Hitler[267]. También Ley, jefe nacional del Partido
y saturado de cargos, formuló sus pretensiones: si Speer se
marchaba, dijo sin que nadie le preguntara nada, él también
podría asumir su trabajo. ¡Él se ocuparía de todo!
Entretanto, Bormann y Himmler intentaron rebajar a los
ojos de Hitler la valía de mis restantes jefes de sección haciendo
recaer graves sospechas sobre ellos. De manera indirecta, pues
Hitler no consideró necesario tenerme informado, supe que
estaba tan enojado con tres de ellos —Liebel, Waeger y Schieber
— que se podía contar con su pronto despido. Al parecer habían
bastado unas semanas para que Hitler olvidara los días de
Klessheim. Aparte de Fromm, Zeitzler, Guderian, Milch y
Dönitz, el ministro de Economía Funk fue el único del pequeño
círculo de los dirigentes del régimen que me mostró afecto
durante las semanas de mi enfermedad.
Hacía meses que Hitler, para evitar las repercusiones de los
bombardeos aéreos, había exigido que la industria fuera
trasladada a cuevas y a grandes refugios de tipo bunker. Yo le
había replicado que no se podía luchar con hormigón contra los
bombarderos, pues ni siquiera tras muchos años de trabajo se
podrían instalar bajo tierra u hormigón las industrias de
armamento. Además, y para nuestra suerte, para atacar la
producción de armamentos el enemigo debía repartirse, por así
decirlo, por un amplio delta fluvial que tenía muchos brazos
secundarios. Si protegíamos el delta, haríamos que lanzara sus
526
ataques sobre el punto en que se concentraba la industria, en
una cuenca estrecha y profunda. Al decir esto pensaba en la
química, el carbón, las centrales de energía y otras de mis
pesadillas. No hay ninguna duda de que en aquellos momentos
(primavera de 1944), a Inglaterra y América les habría sido
posible aniquilar por completo, en un plazo muy corto, una de
estas ramas de la producción, y todo esfuerzo por protegerla
habría sido inútil.
El 14 de abril, Göring tomó la iniciativa y convocó a
Dorsch a una entrevista: sólo cabía imaginar la construcción de
los grandes refugios que Hitler exigía, le dijo en tono revelador,
si se ocupaba de ello la Organización Todt. Dorsch repuso que,
como tales instalaciones se hallaban en Alemania, no eran de la
competencia de este organismo, que se ocupaba de las obras en
los territorios ocupados. No obstante, podía presentarle de
inmediato un proyecto terminado que se quería construir en
Francia. Aquella misma noche, Hitler llamó a Dorsch:
—Ordenaré que en el futuro se encargue sólo usted de estas
grandes obras, incluso en territorio del Reich.
Al día siguiente Dorsch propuso algunos emplazamientos y
enumeró los detalles técnico-administrativos que requería la
construcción de aquellos seis grandes búnkers, de 100 000 m2
de superficie cada uno. Prometió que las obras estarían
terminadas en noviembre de 1944[268]. En uno de sus temidos
decretos espontáneos, Hitler puso a Dorsch a sus órdenes
directas y dio a estos búnkers tal prioridad que Dorsch pudo
modificar a su antojo el resto de proyectos para primar el suyo.
No obstante, no resultaba difícil prever que aquellas gigantescas
obras no estarían terminadas en el plazo prometido de seis
meses; es más, que ni siquiera llegarían a ponerse nunca en
servicio. Es fácil saber la verdad cuando la mentira es tan burda.
Hitler no consideró necesario informarme de las medidas
527
con las que había ido minando aún más mi posición sin vacilar.
Seguramente, mi orgullo herido y el sentimiento de las
vejaciones sufridas influyeron en la carta que le escribí el 19 de
abril; en ella ponía abiertamente en duda el acierto de las
decisiones adoptadas e inauguraba la larga serie de cartas y
memorándums en los que, a menudo oculta tras diferencias de
opinión objetivas, se hacía patente que iba adquiriendo
conciencia de mí mismo después de años de ofuscación causada
por la fuerza mágica de Hitler. En esta carta alegué que
emprender en aquellos momentos tan grandes proyectos
constructivos era quimérico, pues «sólo con muchas dificultades
podrán satisfacerse simultáneamente las necesidades más
perentorias para alojar a la población obrera alemana y
extranjera y para reconstruir nuestras fábricas de armamentos.
Ya no se me plantea la posibilidad de iniciar obras a largo plazo
[…], y continuamente tengo que paralizar las fábricas que se
están construyendo para garantizar la producción alemana de
armamentos durante los meses siguientes».
Después de exponerle los hechos objetivos, le censuré no
haberse comportado correctamente: «Ya desde que era su
arquitecto, siempre me he ajustado al principio de dejar que mis
colaboradores trabajen con independencia, aunque esta forma
de actuar me ha causado más de un desengaño, pues no todo el
mundo es capaz de resistirse a la atracción del poder, y más de
uno me ha vuelto la espalda […] tras haber adquirido el
prestigio suficiente». A Hitler no le resultaría difícil adivinar que
con esta frase me refería a Dorsch. No sin cierto tono de
reproche, proseguí diciendo: «Sin embargo, tales decepciones no
me impedirán jamás continuar ateniéndome férreamente a este
principio, que, a mi modo de ver, es el único con el que se
puede gobernar y crear desde una posición elevada». Añadía
que, tal como estaban las cosas, la construcción y los
armamentos constituían un todo indivisible. Sin duda, Dorsch
528
podía continuar al frente de las obras que se realizaran en los
territorios ocupados; pero, en lo que se refería al territorio
alemán, yo quería entregar la dirección de tales obras a Willi
Henne, antiguo colaborador de Todt. Ambos desempeñarían
sus cometidos bajo la dirección única de Walter Brugmann, un
leal colaborador[269]. Hitler rechazó mis propuestas y cinco
semanas después, el 26 de mayo de 1944, Brugmann perdió la
vida de la misma forma que mi predecesor, Todt: en un
accidente de aviación cuyas circunstancias nunca se aclararon.
Mi antiguo colaborador Frank entregó a Hitler el escrito en
la víspera de su cumpleaños, y también el ruego de que aceptara
mi dimisión si no estaba de acuerdo conmigo. Johanna Wolf, la
secretaria de dirección de Hitler y la mejor fuente posible en este
caso, me dijo que se había enfurecido mucho con mi carta y
que, entre otras cosas, había observado:
—Incluso Speer tiene que atenerse a la razón de Estado.
Ya se había expresado de forma similar mes y medio antes,
cuando paralicé provisionalmente la construcción de búnkers
para altos mandos en Berlín que él había ordenado para reparar
los graves daños causados por los ataques aéreos. Al parecer, a
Hitler le había dado la impresión de que yo interpretaba sus
disposiciones como me daba la gana, o al menos empleó este
reproche para expresar su enojo contra mí. Entonces encargó a
Bormann que, sin consideración hacia mi enfermedad, me
comunicara de forma contundente que «las órdenes del Führer
tenían que ser obedecidas por todos los alemanes, y que no
podían suspenderse o demorarse sin más ni más». Al mismo
tiempo, Hitler amenazó con «hacer detener de inmediato por la
policía estatal e internar en un campo de concentración al
funcionario competente por resistencia a las órdenes del
Führer»[270].
Acababa de conocer —como siempre, de manera indirecta
529
— la reacción de Hitler cuando Göring me llamó por teléfono
desde el Obersalzberg: me dijo que se había enterado de mis
intenciones de dimitir, pero que tenía el encargo de
comunicarme que sólo al Führer le era dado disponer cuándo un
ministro podía retirarse de su servicio. Estuvimos hablando
durante media hora muy excitados y finalmente llegamos a un
compromiso:
—En vez de dimitir, alargaré mi enfermedad y simplemente
desapareceré como ministro.
Göring aceptó mi propuesta casi con entusiasmo:
—¡Sí, ésa es la solución! ¡Podemos hacerlo así! Y también el
Führer estará de acuerdo.
Hitler, que en los casos desagradables siempre trataba de
evitar la confrontación, no se atrevió a convocarme para decirme
cara a cara que, después de lo ocurrido, tenía que sacar sus
consecuencias y enviarme de vacaciones. Un año después,
cuando la situación llegó a la ruptura, ese mismo reparo le
impidió obligarme a pedir la dimisión. Ahora, visto en
retrospectiva, me parece perfectamente posible que alguien
pudiera enojar a Hitler hasta el punto de ser destituido. Sin
embargo, los que permanecían en su círculo íntimo lo hacían
voluntariamente.
Fueran cuales fuesen mis motivos, el caso es que me
agradaba la idea de retirarme; podía ver casi a diario a los
mensajeros del fin de la guerra en el cielo azul meridional,
cuando los bombarderos de la XV Flota Aérea americana
sobrevolaban los Alpes a una altura desafiantemente baja,
procedentes de las bases italianas, para destruir la industria
alemana. En ninguna parte se veía un caza, ni se oía un solo
disparo de la artillería antiaérea. Aquella imagen de total y
absoluta indefensión resultaba más impresionante que ningún
informe. Aunque hasta entonces se había conseguido reemplazar
530
una y otra vez las armas perdidas durante las retiradas, la
ofensiva aérea enemiga haría que eso terminara pronto, pensaba
yo con pesimismo. ¿Qué era más fácil que aprovechar la
oportunidad que me había ofrecido Göring y no ocupar una
posición responsable cuando ocurriera la catástrofe que estaba
cada vez más cerca, sino desaparecer sigilosamente? Sin
embargo, y a pesar de todas las diferencias, no se me ocurrió la
idea de renunciar a mi cargo para, al dejar de colaborar con él,
acelerar el fin de Hitler y de su régimen; probablemente
tampoco hoy se me ocurriría en una situación similar.
Mis propósitos de fuga se vieron perturbados en la tarde del
20 de abril por la visita de Rohland, el más íntimo de mis
colaboradores. Por lo visto habían llegado a oídos de la industria
algunos rumores sobre mi intención de dimitir y Rohland venía
a verme para que desistiera de hacerlo:
—La industria lo ha seguido hasta hoy y no debe dejarla en
manos de quienes vengan detrás de usted. ¡Cabe imaginar cómo
serán! Hay, ante todo, algo decisivo para nuestro futuro: ¿cómo
conservar la potencia industrial necesaria para enfrentarnos a la
derrota? ¡Tiene usted que permanecer en su puesto!
Por lo que recuerdo, el espectro de la «tierra quemada»
apareció ante mis ojos por primera vez cuando Rohland,
después de estas palabras, habló del peligro de que unos líderes
desesperados pudieran ordenar destruirlo todo. En aquel
momento sentí nacer en mi interior algo que,
independientemente de Hitler, ya sólo tenía en cuenta al pueblo
y a la nación: una responsabilidad que por el momento aún
sentía vaga y oscura.
Unas horas después, hacia la una de la madrugada, se
presentaron el mariscal Milch, Saur y el doctor Frank. Habían
emprendido el viaje a últimas horas de la tarde y venían
directamente del Obersalzberg. Milch me traía un mensaje de
531
Hitler: en él me hacía saber la gran estima en que me tenía y lo
inalterable que era su relación conmigo. Sonaba casi como una
declaración de amor, a pesar de que, según supe por Milch
veintitrés años más tarde, había surgido sólo gracias a su
insistencia. Unas semanas atrás me habría sentido al mismo
tiempo conmovido y feliz por tal distinción; pero ahora, en
cambio, contesté:
—¡No, estoy harto! ¡No quiero oír nada más[271]!
Milch, Saur y Frank insistieron para que accediera y yo me
resistí bastante rato a hacerlo. Aunque la nueva actitud de Hitler
me pareció de mal gusto e inverosímil, después de que Rohland
echara sobre mis espaldas una nueva responsabilidad había
dejado de desear poner fin a mi actividad ministerial, por lo que
al cabo de varias horas cedí, poniendo como condición que
Dorsch quedara subordinado de nuevo a mí y que se
restableciera el estado de cosas anterior. Respecto a los grandes
refugios, estaba dispuesto a transigir: ya no me importaban. Al
día siguiente Hitler firmó un escrito que yo redacté durante la
noche en el que se satisfacía este requisito: Dorsch continuaría
construyendo los refugios con la máxima urgencia, pero
sometido a mi autoridad[272].
Sin embargo, tres días después me di cuenta de que mi
decisión había sido demasiado precipitada. Por consiguiente, me
decidí a escribir a Hitler de nuevo, pues vi con claridad que
aquello me pondría en una situación sumamente ingrata,
porque si apoyaba a Dorsch para construir aquellas grandes
obras y le facilitaba materiales y mano de obra, me vería frente
al desagradable cometido de escuchar y rechazar las quejas de las
autoridades del Reich cuyos programas resultaran perjudicados
por este motivo, y, si no satisfacía las exigencias de Dorsch,
estaríamos intercambiando cartas de queja y de «cobertura»
continuamente. Por consiguiente, sería más lógico —proseguía
532
— que Dorsch asumiera también la responsabilidad de los
proyectos de obras «cuya marcha se viera perjudicada por la
construcción de los grandes refugios». A continuación señalaba
que, dadas las circunstancias, lo mejor sería separar la actividad
constructiva de los armamentos y la producción bélica y, en
consecuencia, proponía nombrar a Dorsch Inspector General de
Construcciones, cargo directamente subordinado a Hitler.
Cualquier otra regulación acarrearía serias dificultades
personales entre Dorsch y yo.
Al llegar a este punto interrumpí la redacción del borrador,
pues mientras lo estaba escribiendo tomé la decisión de
suspender inmediatamente mi convalecencia e ir a ver a Hitler al
Obersalzberg. Al principio también esto me causó dificultades.
Gebhardt se remitía una y otra vez a los plenos poderes que le
había otorgado Hitler y formulaba objeciones de carácter
médico. En cambio, el profesor Koch me había dicho unos días
antes que podía viajar en avión sin ningún problema[273].
Finalmente, Gebhardt llamó por teléfono a Himmler, quien se
manifestó conforme con mi vuelo a condición de que, antes de
entrevistarme con Hitler, fuera a visitarlo.
Himmler me habló con franqueza, cosa que en tales
situaciones es un alivio. La separación entre las actividades
constructivas y el Ministerio de Armamentos y la transferencia
de aquéllas a Dorsch había sido decidida tiempo atrás en
entrevistas con Hitler en las que estuvo presente Göring. Y él,
Himmler, me invitaba a no causar más dificultades a partir de
aquel momento. Aunque todo lo que dijo era una insolencia,
como respondía plenamente a mis intenciones, la conversación
transcurrió en una atmósfera agradable.
En cuanto llegué a mi casa del Obersalzberg, el asistente de
Hitler me pidió que acudiera a tomar el té. Sin embargo, quería
hablar con Hitler de modo oficial. Estaba seguro de que el
533
ambiente íntimo de la hora del té habría limado todas las
asperezas, y eso era algo que quería evitar. Por tanto, rechacé la
invitación. Hitler comprendió la razón de aquel gesto inusitado
y poco después me concedió una cita en el Berghof.
Hitler llevaba puesta la gorra del uniforme y, con los
guantes en la mano, me esperaba oficialmente en la entrada del
Berghof; después me acompañó a la sala de estar, tratándome
como si yo fuera un huésped de Estado. Me sentí muy
impresionado, pues no acerté a comprender la intención
psicológica de esta actitud. A partir de entonces, mi relación con
él entró en una fase de esquizofrenia aguda: por una parte, me
destacaba y me dispensaba favores especiales que no me
resultaban indiferentes; pero, por otra parte, su actuación, de la
que fui adquiriendo conciencia poco a poco, era cada vez más
comprometida para el pueblo alemán. Y aunque el antiguo
encanto de Hitler seguía teniendo efecto, y aunque seguía
mostrando su certero instinto en el trato a las personas, me iba
resultando cada vez más difícil seguir siéndole
incondicionalmente leal.
No sólo en aquella cordial salutación, sino también durante
la entrevista que mantuvimos acto seguido, los frentes señalaron
un curioso desplazamiento: ahora era Hitler el que no quería
renunciar a mi colaboración. Cuando le propuse que una parte
de las competencias que yo había tenido hasta la fecha fueran
traspasadas a Dorsch, Hitler se negó:
—No voy a separar estos ámbitos de ninguna manera.
Tampoco tengo a nadie a quien pueda encomendar la
construcción. Por desgracia, el doctor Todt está muerto, y usted
sabe, señor Speer, lo que esta actividad significa para mí.
¡Compréndalo! Además, me declaro conforme de antemano con
todas las medidas que usted considere convenientes en este
campo[274].
534
Con estas palabras se contradecía a sí mismo, pues sólo unos
días antes había decidido, también en presencia de Himmler y
Göring, nombrar a Dorsch para este cometido. De forma
completamente arbitraria, como siempre, pasaba por alto su
reciente declaración y, en el fondo, también los sentimientos de
Dorsch: la arbitrariedad de sus opiniones era un signo harto
elocuente del profundo desprecio que sentía por el género
humano. Todo me permitía suponer que tampoco aquel cambio
de actitud sería muy duradero, por lo que le repuse que había
que adoptar una decisión a largo plazo:
—Para mí resulta impensable que volvamos a discutir este
asunto.
Hitler prometió mantenerse firme:
—Mi resolución es definitiva. No pienso volver a cambiarla.
A continuación se extendió en reproches de poca monta
contra tres de mis jefes de sección, con cuya destitución yo ya
había contado[275].
Una vez concluida la entrevista, Hitler me acompañó de
nuevo hasta el guardarropa, volvió a coger la gorra y los guantes
y se dispuso a acompañarme hasta la salida. Como esto me
pareció un exceso de formalismo, le dije en el tono
despreocupado propio de su entorno íntimo que todavía tenía
una cita con Von Below, su asistente de la Luftwaffe, en el piso
superior. Por la noche participé en la tertulia, rodeado como
antaño por Hitler, Eva Braun y los miembros de su corte. La
conversación transcurrió con indiferencia y Bormann propuso
poner unos discos. Se comenzó con un aria de Wagner para
pasar muy pronto a El murciélago.
Después de tanto ir y venir, después de las tensiones e
inquietudes de los últimos tiempos, aquella noche me sentí
satisfecho: todas las dificultades y conflictos parecían orillados.
La inseguridad de las últimas semanas me había afectado
535
profundamente. Yo no podía trabajar sin sentirme apreciado y
reconocido, y ahora podía considerarme el vencedor en una
lucha por el poder que Göring, Himmler y Bormann habían
dirigido contra mí. Sin duda estarían muy decepcionados, pues
seguro que habían creído que ya estaba en la cuneta. Ya en aquel
tiempo me pregunté si Hitler no se habría dado cuenta del juego
que los tres se traían entre manos y en el que se había dejado
enredar de una forma inadmisible.
Al analizar la complejidad de los motivos que me llevaron a
regresar de forma tan sorprendente al círculo íntimo de Hitler,
me parece que fue sin duda una razón importante el deseo de
seguir conservando mi posición de poder. Si bien es verdad que
no hacía más que participar en el poder de Hitler, extremo sobre
el que seguramente no llegué a engañarme nunca, siempre me
pareció apetecible que, estando a su lado, también recayera
sobre mí algo de su popularidad, de su esplendor, de su
grandeza. Hasta 1942 seguí pensando que mi vocación de
arquitecto me permitía gozar de una conciencia de mí mismo
independiente de Hitler, pero el afán de ejercer un poder puro,
de efectuar nombramientos, de decidir sobre cuestiones
importantes, de disponer de miles de millones, finalmente había
conseguido sobornarme y embriagarme. A pesar de que había
estado dispuesto a dimitir, me habría costado renunciar a los
estimulantes que proporciona la embriaguez del mando. Por
otra parte, los reparos que la reciente evolución de los
acontecimientos habían suscitado en mí fueron borrados de mi
conciencia por el llamamiento de la industria, así como por la
sugestión inalterablemente fuerte que podía ejercer Hitler.
Aunque nuestra relación había experimentado un salto y mi
lealtad se hallaba debilitada y nunca volvería a ser lo que había
sido, cosa de la que me estaba dando cuenta, por lo pronto
había regresado al círculo íntimo de Hitler… y me sentía
satisfecho.
536
•••
Dos días después fui de nuevo con Dorsch a ver a Hitler
para presentárselo como recién nombrado jefe del sector de
construcciones. Hitler reaccionó a este cambio tal como yo
había esperado:
—Dejo completamente a su cargo, querido Speer, las
disposiciones que quiera usted adoptar en su Ministerio; es cosa
suya a quién encomiende las tareas. Desde luego, estoy de
acuerdo con el nombramiento de Dorsch, pero la
responsabilidad en lo que se refiere a la construcción sigue
siendo sólo suya[276].
Parecía una victoria. Pero yo ya había aprendido que las
victorias no contaban mucho. Al día siguiente todo podía ser
distinto.
Informé a Göring de la nueva situación con frialdad. Ni
siquiera lo tuve en cuenta cuando me decidí a nombrar a
Dorsch mi representante en el campo de la construcción en el
Plan Cuatrienal; pues, tal como le escribí no sin cierto tono
sarcástico, «al hacerlo así supuse que usted, dada la confianza
que tiene en el director general señor Dorsch, estaría
plenamente de acuerdo». Göring contestó con pocas palabras y
de mala gana: «Estoy de acuerdo en todo. Ya he sometido a
Dorsch todo el sector de la construcción de la Luftwaffe»[277].
Himmler no mostró ninguna reacción; en tales
circunstancias era escurridizo como un pez. Sin embargo, en lo
que se refiere a Bormann, el viento comenzó a soplar
visiblemente a mi favor por primera vez en dos años; enseguida
se dio cuenta de que yo había salido reforzado de la
conspiración y de que todas sus laboriosas intrigas de los últimos
meses habían fracasado. No tenía el valor ni el poder suficientes
para, dejándose llevar por su rencor hacia mí, no tener en cuenta
el nuevo giro de los acontecimientos. Yo lo trataba con una
537
indiferencia ostensible; en la primera ocasión que tuvo, durante
uno de los paseos en grupo hacia la casa de té y con una
cordialidad exagerada, me aseguró que él no había participado
en las maquinaciones urdidas contra mí. A lo mejor decía la
verdad, aunque me resultaba difícil creerlo; en cualquier caso, al
decirme aquello no hacía sino reconocer que habían existido
maquinaciones en mi contra.
Poco después nos invitó a Lammers y a mí a su casa del
Obersalzberg, amueblada de un modo impersonal. Sin que
viniera a cuento y de forma bastante forzada, nos incitó a beber
y hacia la medianoche sugirió que nos tuteáramos en señal de
confianza. Al día siguiente restablecí las distancias, pero
Lammers quedó atrapado en el tuteo, lo que no impidió a
Bormann arrinconarlo muy pronto sin mayores miramientos,
mientras que aceptaba mi desplante sin reacción aparente y con
gran cordialidad, pues se daba cuenta de que seguía gozando del
favor de Hitler.
A mediados de mayo de 1944, durante una visita a los
astilleros de Hamburgo, el jefe regional Kaufmann me dijo en
confianza que, a pesar del medio año transcurrido, seguía sin
aplacarse el disgusto que les había causado aquel discurso mío.
Casi todos los jefes regionales estaban en mi contra y Bormann
apoyaba y animaba esta actitud. Kaufmann me previno contra el
peligro que esto suponía.
Aquella advertencia me pareció lo bastante grave para llamar
la atención de Hitler al respecto en mi siguiente conversación
con él. Me había distinguido de nuevo con un pequeño gesto y
por primera vez me invitó a visitarlo en su despacho del primer
piso del Berghof, donde acostumbraba mantener entrevistas
personales o muy confidenciales. En tono quedo, casi como si
yo fuera su amigo íntimo, me aconsejó que evitara hacer nada
que pudiera soliviantar a los jefes regionales y ponerlos en mi
538
contra, y añadió que no debía subestimar nunca el poder de los
jefes regionales, pues ello podía perjudicarme en un futuro
inmediato. Me dijo que ya sabía que la mayoría de ellos tenían
un carácter difícil y que muchos eran unos auténticos matones,
más bien rudos, pero muy leales. Había que aceptarlos como
eran. La postura de Hitler me dio a entender que de ningún
modo estaba dispuesto a dejar que Bormann dictara su conducta
hacia mí:
—Es verdad que me han llegado quejas, pero, por lo que a
mí respecta, el asunto está resuelto.
Estas palabras dejaban claro que esta parte de la ofensiva de
Bormann también había fracasado.
Hitler parecía preso de sentimientos encontrados cuando
dicho esto me comunicó, casi como si me pidiera comprensión
por no distinguirme con un honor equivalente, que pensaba
conceder a Himmler la máxima condecoración del Reich. El
Reichsführer-SS había hecho unos méritos muy especiales,
añadió como disculpándose[278]. Le respondí de buen humor que
esperaba que después de la guerra me fuera concedida, por mis
méritos arquitectónicos, la no menos valiosa condecoración del
Arte y la Ciencia. Desde luego, Hitler no había estado seguro de
mi reacción ante aquella muestra de preferencia hacia Himmler.
Aquel día me intranquilizaba más que Bormann pudiera
presentar a Hitler, con unas cuantas observaciones bien
enfocadas, un artículo aparecido en el Observer inglés del 9 de
abril de 1944 en el que se me calificaba de cuerpo extraño en el
doctrinario engranaje del Partido. Con el fin de adelantarme,
entregué a Hitler una traducción de este artículo haciendo a la
vez unas cuantas observaciones jocosas. Hitler se caló las gafas
con cierta torpeza y comenzó a leer: «Speer es hoy, en cierto
modo, más importante para Alemania que Hitler, Himmler,
Göring, Goebbels o los generales. En realidad, todos ellos no
539
son sino colaboradores de este hombre, que es quien realmente
dirige la gigantesca máquina bélica y saca de ella el máximo
rendimiento. Vemos en él la precisa materialización de la
revolución del ejecutivo. Speer no es uno de esos nazis
extravagantes y pintorescos. De hecho ni siquiera se sabe si tiene
opiniones políticas. Se habría podido adscribir a cualquier otro
Partido político, si hacerlo le hubiera servido para conseguir
trabajo y una carrera. Es un prototipo destacado del hombre
medio, triunfador, bien vestido, cortés, incorruptible. Su estilo
de vida, con esposa y seis hijos, es característico de la clase
media. Speer se asemeja a algo típicamente nacionalsocialista o
típicamente alemán muchísimo menos que cualquier otro líder
alemán. Más bien simboliza un tipo de hombre que se está
volviendo cada día más importante en todos los Estados que
participan en la guerra: el técnico puro, el hombre brillante que
no proviene de una clase social ni tiene antepasados gloriosos y
cuyo único objetivo es abrirse camino en el mundo gracias a sus
facultades como técnico y organizador. Precisamente su falta de
lastre psicológico y anímico y la desenvoltura con que maneja la
temible maquinaria técnica y organizativa de nuestro tiempo
hace que esta tipología insignificante llegue tan lejos en nuestros
días. Éste es su tiempo. Puede que nos deshagamos de los Hitler
y de los Himmler, pero los Speer, sea lo que fuere lo que pueda
pasarle a éste en particular, seguirán mucho tiempo entre
nosotros». Hitler leyó el comentario con toda calma, dobló la
hoja y me la devolvió sin despegar los labios, pero con mucho
respeto.
A pesar de todo, en las semanas y los meses que siguieron se
fue haciendo cada vez más evidente para mí la distancia que se
había creado entre Hitler y yo, que no dejaba de aumentar.
Nada hay más difícil que restablecer una autoridad que ha sido
puesta en tela de juicio. Ahora, tras haberle ofrecido resistencia
por primera vez, mi forma de pensar y actuar se había hecho
540
más independiente de Hitler, quien, en vez de mostrarse
colérico ante mi rebeldía, había reaccionado más bien como un
hombre desamparado, con gestos que expresaban un favor
especial, y, finalmente, había llegado incluso a renunciar a sus
intenciones, a pesar de habérselas anunciado a Himmler, Göring
y Bormann. Aunque yo también hubiera tenido que ceder, eso
no desvirtuaba la experiencia de que, si me oponía a él con
decisión, también a Hitler podía imponerle proyectos difíciles.
De todos modos, nada de todo aquello consiguió que se me
crearan más que unas primeras dudas sobre el carácter del
régimen, cuestionable desde su misma base. Lo que me
escandalizaba era que los jerarcas continuaran sin mostrarse
dispuestos en absoluto a someterse a las mismas privaciones que
esperaban que aceptara la nación; que continuaran disponiendo
de las vidas de los demás sin consideración alguna; que siguieran
demostrando su degradación moral y entregándose a sus banales
intrigas. Es posible que todo esto influyera en mi lento
distanciamiento. Poco a poco, todavía vacilante, comencé a
despedirme de la vida que había llevado, de las tareas y vínculos
anteriores, así como de la irreflexión que me había conducido
hasta allí.
541
CAPÍTULO XXIV
LA GUERRA, PERDIDA POR PARTIDA TRIPLE
El 8 de mayo de 1944 regresé a Berlín para reanudar mi trabajo.
Siempre recordaré la fecha del 12 de mayo, cuatro días después,
cuando se decidió técnicamente la guerra[279]. Hasta entonces
habíamos logrado suministrar a la Wehrmacht casi tantas armas
como necesitaba, a pesar de las grandes pérdidas sufridas. Con el
ataque lanzado por 935 bombarderos diurnos de la VIII Flota
Aérea americana contra varias fábricas de carburante en el centro
y el este de Alemania comenzó una nueva época de la guerra
aérea; una época que significó el fin de la producción alemana
de armamentos.
Al día siguiente, junto a los especialistas de las fábricas
atacadas de la ciudad de Leuna, tratamos de abrirnos camino a
través de un entramado de tuberías retorcidas y destrozadas. Las
fábricas de productos químicos resultaron muy dañadas por las
bombas; ni siquiera los mejores pronósticos permitían esperar
que pudiera reemprenderse la producción antes de varias
semanas. Tras este ataque, nuestra producción diaria de 5850
toneladas de carburante para aviones quedó reducida a 4820.
Con todo, la reserva de 574 000 toneladas, aunque sólo
constituía algo más de tres meses de producción, pudo
compensar este déficit durante más de diecinueve meses.
Después de hacerme una idea de las consecuencias del
ataque, el 19 de mayo de 1944 volé al Obersalzberg, donde
Hitler me recibió en presencia de Keitel. Le anuncié la catástrofe
542
que se avecinaba:
—El enemigo nos ha golpeado en uno de nuestros puntos
más débiles. Si esta vez insiste, dentro de poco no podremos
producir el carburante que necesitamos. ¡Sólo nos queda la
esperanza de que el enemigo cuente con un Estado Mayor del
Aire que piense de manera tan poco planificada como nosotros!
Keitel, en cambio, que siempre se esforzaba por agradar a
Hitler, trivializó la situación alegando que disponía de
suficientes reservas para afrontar aquellas dificultades, y
concluyó con el argumento estándar de Hitler:
—¡Cuántas situaciones difíciles no habremos superado ya!
—Y después, volviéndose a Hitler, añadió—: ¡También
superaremos ésta, mein Führer!
Pero Hitler no parecía compartir el optimismo de Keitel:
convocó a los industriales Krauch, Pleiger, Bütefisch y E. R.
Fischer, así como al jefe del Departamento de Planificación y
Materias Primas, Kehrl, además de a Göring, Keitel y Milch,
para estudiar la situación[280]. Göring se opuso a que los
delegados de la industria asistieran a la reunión, pues, según
dijo, en temas de tanta importancia era mejor que todo quedara
entre nosotros. Pero Hitler ya estaba decidido.
Cuatro días después, todos nosotros esperábamos a Hitler,
que estaba celebrando una entrevista en la sala de estar, en la
poco acogedora escalera del Berghof. Aunque yo había rogado a
los representantes de la industria de carburantes que dijeran la
verdad tal cual era, Göring aprovechó los últimos minutos para
instar a los industriales a no expresarse con excesivo pesimismo.
Probablemente temía que los reproches de Hitler se dirigieran
sobre todo contra él.
Los oficiales de alta graduación que habían estado
conferenciando con Hitler pasaron apresuradamente ante
nosotros; acto seguido, uno de los asistentes nos invitó a entrar.
543
Hitler, con aire ausente, nos saludó a todos con un apretón de
manos. A continuación nos rogó que tomáramos asiento,
explicó que nos había convocado para informarse de las
consecuencias de los últimos ataques y pidió a los delegados de
la industria que expusieran su opinión. Entonces éstos,
acostumbrados a considerar los hechos con frialdad,
demostraron sin ambages lo desesperado de la situación en caso
de que los ataques continuaran de forma sistemática. Al
principio Hitler intentó hacer frente a su pesimismo con
argumentos estereotipados, tales como «ustedes lo conseguirán»
o «hemos pasado por situaciones más difíciles», y desde luego
Keitel y Göring se agarraron de inmediato a estas consignas para
aumentar la fe de Hitler en el futuro y debilitar la impresión que
hubieran podido causarle nuestras explicaciones; Keitel no
dejaba de referirse a sus reservas de carburante. Pero los
industriales estaban hechos de un material más duro que el
entorno de Hitler: sin dejarse influir, prosiguieron con las
mismas advertencias, fundamentándolas en datos y cifras
comparativas. De pronto Hitler pareció animarlos a analizar la
situación de forma totalmente objetiva: era como si, de una vez
por todas, quisiera escuchar la desagradable verdad, como si
estuviera cansado de tanto ocultamiento, falso optimismo y
servilismo hipócrita. Él mismo resumió así el resultado de la
reunión:
—Al parecer, las fábricas de carburante, buna y nitrógeno
constituyen un punto clave para la guerra, ya que en un
pequeño número de fábricas se producen las materias primas
imprescindibles para los armamentos[281].
A pesar de lo embotado y ausente que pudiera haber
parecido al principio, Hitler dio entonces la impresión de ser un
hombre concentrado, práctico y capaz de comprender la
situación; sin embargo, unos meses después, cuando la catástrofe
ya era una realidad, no quiso admitir lo que ahora había
544
comprendido. Göring, por su parte, en cuanto nos hallamos de
nuevo en la antesala nos reprochó haber descargado sobre Hitler
tantas preocupaciones y futilidades pesimistas.
Llegaron los automóviles y los congregados se dirigieron al
Berchtesgadener Hof para tomar un refresco, pues en tales
ocasiones el Berghof no era para Hitler más que un lugar para
celebrar reuniones y no se sentía obligado como anfitrión. Por
otra parte, cuando aquéllos se hubieron marchado, salieron de
las habitaciones del piso de arriba los miembros del círculo
privado de Hitler. Éste, que se había retirado unos minutos
mientras nosotros lo esperábamos en la escalera, cogió un
bastón, el sombrero y su abrigo negro: comenzaba el paseo
diario hasta la casa de té, donde nos esperaban café y bollos. El
fuego crepitaba en la chimenea y hablamos de cosas
intrascendentes. Hitler se dejó apartar de las preocupaciones
para sumergirse en un mundo más agradable: resultaba
ostensible lo mucho que lo estaba necesitando y no volvió a
hablar del peligro que se cernía sobre nosotros, ni siquiera
conmigo.
Cuando, tras diecisiete días de febriles reparaciones,
acabábamos de alcanzar de nuevo unas cifras de producción
elevadas, el 28 y el 29 de mayo de 1944 nos alcanzó la segunda
oleada de bombardeos. Esta vez, sólo 400 bombarderos de la
VIII Flota Aérea americana nos causaron más daños que en el
primer ataque, en el que tomaron parte el doble de aparatos. Al
mismo tiempo, la XV Flota Aérea americana atacó las
importantes refinerías de los campos petrolíferos rumanos de
Ploesti. Ahora la producción quedó reducida a la mitad[282]. Con
ello, el pesimismo que manifestamos en el Obersalzberg quedó
plenamente justificado al cabo de sólo cinco días, al tiempo que
los hechos rebatían las palabras tranquilizadoras de Göring.
Alguna que otra observación de Hitler nos permitió deducir que
el prestigio de éste había vuelto a descender mucho.
545
No tardé en aprovechar la debilidad de la posición de
Göring, y no únicamente por razones de oportunismo. Aunque
nuestros éxitos en la fabricación de cazas eran razón más que
suficiente para proponer a Hitler que mi Ministerio se hiciera
cargo de todo el armamento aéreo[283], me seducía mucho la idea
de devolver a Göring el golpe que había intentado darme
durante mi enfermedad. El 4 de junio pedí a Hitler, que seguía
dirigiendo la guerra desde el Obersalzberg, «que influyera en el
mariscal del Reich para que partiera de él la propuesta de
invitarme a una entrevista y de poner bajo mi autoridad todo el
armamento de la aviación». Hitler aceptó este desafío sin
replicar; al contrario, se mostró comprensivo, dado que mi
táctica respetaba de forma evidente el orgullo y el prestigio de
Göring. Y añadió, no sin mordacidad:
—El armamento aéreo tiene que quedar integrado en su
Ministerio, sobre eso no cabe discusión. Haré venir enseguida al
mariscal del Reich y le comunicaré mis intenciones. Usted
discutirá con él los detalles del traspaso[284].
Sólo unos meses antes, Hitler no se atrevía a decirle su
opinión a la cara a su viejo paladín. A fines del año anterior, por
ejemplo, me había encomendado que fuera a verlo a las alejadas
praderas del valle del Rominte para comunicarle alguna noticia
desagradable no muy importante y que hace mucho que he
olvidado. En contra de sus costumbres, Göring, que debía de
estar enterado de la misión que me llevaba a él, me trató como a
un invitado de honor, hizo preparar el coche de caballos para
dar conmigo un largo paseo por el extenso coto de caza y no
dejó de hablar ni un momento, por lo que regresé sin haberle
dicho ni una sola palabra de lo que me había llevado a verlo.
Con todo, Hitler se mostró comprensivo hacia mi postura
evasiva.
Esta vez, en cambio, Göring no intentó refugiarse en una
546
rutinaria cordialidad. Nuestra entrevista tuvo lugar en el
despacho de su casa del Obersalzberg. Ya estaba informado,
pues Hitler había hablado con él. Göring se quejó con palabras
muy duras de su veleidad. Hacía sólo quince días, él me había
querido arrebatar la construcción, todo estaba preparado, y
entonces Hitler, tras hablar brevemente conmigo, se había
vuelto atrás. Siempre era así, continuó lamentándose Göring,
pues el Führer, desgraciadamente, había demostrado demasiadas
veces que no era hombre de decisiones firmes. Desde luego,
opinó resignado, si Hitler se empeñaba, me daría el armamento
aéreo, aunque no acertaba a comprenderlo, pues poco antes le
había dicho que tenía demasiadas competencias.
Aunque aquel súbito cambio me pareció significativo y vi
también en él el mayor de los peligros para mi futuro, confieso
que estimé que no era una compensación injusta que se
hubieran trocado los papeles. Sin embargo, renuncié a humillar
a Göring de forma ostensible. En lugar de proponer a Hitler que
firmara un decreto, convine con Göring que sería él mismo
quien transfiriera la responsabilidad del armamento aéreo a mi
ministerio[285].
La asunción del armamento aéreo constituyó un intermedio
insignificante al lado de los acontecimientos que tuvieron lugar
en Alemania a causa de la superioridad de la aviación enemiga.
Aunque ésta tuvo que concentrar sus fuerzas para apoyar la
invasión, tras un respiro de dos semanas una nueva serie de
ataques puso fuera de servicio numerosas fábricas de carburante.
El 22 de junio se habían paralizado nueve décimas partes de la
producción: ya sólo se fabricaban 632 toneladas diarias. Cuando
los bombardeos menguaron nos volvimos a situar, el 17 de julio,
en 2307 toneladas, lo que suponía aproximadamente el 40% de
la producción primitiva, pero sólo cuatro días después, el 21 de
julio, descendimos a 120 toneladas diarias. Había quedado
paralizado el 98% de la producción de carburante.
547
Como el enemigo permitió que siguieran funcionando
parcialmente las grandes empresas químicas de Leuna, a finales
de julio pudimos llegar a las 609 toneladas. Ahora nos parecía
un éxito haber alcanzado una décima parte de la producción.
Pero los numerosos ataques habían desquiciado de tal forma los
sistemas de tuberías de las empresas químicas que ya no sólo los
blancos directos, sino incluso las sacudidas ocasionadas por las
bombas que estallaban en las inmediaciones provocaban escapes,
y las reparaciones resultaban casi imposibles. En agosto
alcanzamos el 10%, el 5,5% en septiembre y, en octubre, de
nuevo el 10% de nuestra antigua capacidad. En noviembre de
1944 nos sorprendió llegar al 28% (1633 toneladas diarias)[286].
«Los informes sospechosamente optimistas de los departamentos
de la Wehrmacht hacen temer al ministro que no se ha
percibido completamente el alcance de nuestra crítica situación
respecto a los carburantes; algunos párrafos concordaban casi
literalmente con la del 30 de junio[287]. Ambas señalaban
claramente que la paralización que cabía esperar que se
produjera en julio y agosto acabaría sin lugar a dudas con la
mayor parte de las reservas de carburante para la aviación y de
otros tipos, lo que tendría “consecuencias trágicas”»[288].
Al mismo tiempo, propuse a Hitler diversas medidas que
debían permitirnos evitar tan graves consecuencias o al menos
demorarlas; le pedí plenos poderes para movilizar todas las
fuerzas necesarias para luchar contra la devastación causada por
los ataques y también que diera a Edmund Geilenberg, nuestro
excelente jefe de producción de municiones, autoridad para
confiscar material, intervenir en otras industrias y contratar a
especialistas, con el fin de restablecer en lo posible la fabricación
de carburante. Al principio, Hitler rechazó la propuesta:
—Si otorgo estos poderes, en seguida nos faltarán tanques.
¡No puede ser! No puedo permitirlo.
548
Era evidente que aún no había comprendido la gravedad de
la situación, a pesar de que ya habíamos hablado con bastante
frecuencia sobre lo crítico de los acontecimientos y de que yo
siempre le repetía que los tanques no tendrían ningún sentido si
no conseguíamos producir el carburante suficiente. Sólo después
de que le prometiera una elevada producción de tanques y de
que Saur confirmara mi promesa, Hitler se avino a firmar. Dos
meses más tarde, 150 000 nuevos trabajadores, entre los que se
contaba un alto porcentaje de excelentes especialistas
indispensables para fabricar armamentos, se dedicaban a
reconstruir las plantas hidrogenadoras. A fines de otoño de 1944
eran ya 350 000.
Mientras dictaba mi memoria, me sentía escandalizado por
la falta de comprensión de los altos mandos. Tenía frente a mí
los informes de mi Departamento de Planificación sobre las
pérdidas diarias, las paralizaciones y los plazos para reactivar la
producción; sin embargo, era imprescindible impedir los
ataques enemigos o, al menos, reducirlos. En mi memoria del
28 de julio de 1944 casi supliqué a Hitler «que se destinara a la
defensa de la patria una cantidad de cazas mucho mayor»[289], y
le pregunté si no sería mucho más adecuado «proteger de
momento, como medida de emergencia, las plantas
hidrogenadoras situadas en territorio alemán mediante los cazas,
a fin de poder remontar la producción en agosto y septiembre,
en vez de seguir con el método anterior, que conduciría con
seguridad a que en septiembre u octubre la Luftwaffe, tanto la
que combatía en el frente como la que lo hacía en nuestro
territorio, quedara paralizada por falta de carburante»[290].
Era ya la segunda vez que planteaba a Hitler estas
cuestiones. Después de la reunión celebrada en el Obersalzberg a
finales de mayo, dio su conformidad a un plan del general
Galland para destinar una parte del gran número de cazas que
fabricábamos a constituir una flota de defensa del suelo alemán.
549
Göring, por su parte, en una gran conferencia celebrada en
Karinhall —después de que los delegados de la industria de los
carburantes le expusieran una vez más lo desesperado de la
situación—, prometió solemnemente que la flota aérea «Reich»
nunca sería enviada al frente. Sin embargo, cuando comenzó la
invasión, Hitler y Göring la destinaron a Francia, donde los
cazas se perdieron en pocas semanas sin ningún provecho. A
finales de julio, Hitler y Göring renovaron su promesa: de
nuevo se constituyó una flota aérea de dos mil cazas para la
defensa del territorio alemán. Los aparatos debían estar listos
para el despegue en el mes de septiembre, pero una vez más la
incomprensión hizo fracasar el proyecto.
El 1 de diciembre de 1944, durante una reunión sobre
armamentos, tras analizar retrospectivamente la situación dije:
—Debemos tener claro que los que planifican los
bombardeos estratégicos desde el campo enemigo tienen algún
conocimiento de la vida económica alemana y que, al contrario
de lo que ocurre con nuestros ataques aéreos, realizan una
planificación inteligente. Hemos tenido la suerte de que esta
planificación no haya sido ejecutada de manera consecuente
hasta los dos o tres últimos trimestres… y de que anteriormente,
desde su mismo punto de vista, hayan hecho el tonto.
Al decir esto yo no sabía que ya el 9 de diciembre de 1942,
o sea, dos años antes, un informe de trabajo de la Economic
Warfare Division estadounidense había llegado a la conclusión
de que sería mejor «causar graves daños en algunas industrias
verdaderamente indispensables que daños leves en muchas. De
este modo, los resultados se multiplicarían. Una vez aceptado el
plan, debe llevarse adelante con inflexible decisión»[291]. La idea
era acertada, pero su realización, defectuosa.
•••
Ya en agosto de 1942 Hitler había manifestado en sus
550
conferencias con el Alto Mando de la Marina que para que una
invasión tuviera éxito se requería un puerto de gran tamaño[292].
Sin él, a la larga no sería posible suministrar a las tropas
enemigas que hubieran desembarcado en cualquier lugar de la
costa los refuerzos necesarios para resistir el contraataque de las
fuerzas alemanas. Establecer una línea continua de búnkers a lo
largo de las costas francesa, belga y holandesa, a poca distancia
unos de otros para que se protegieran mutuamente, era una
tarea que superaba ampliamente la capacidad de nuestra
industria. Además, no disponíamos de bastantes soldados para
ocuparlos. Por lo tanto, sólo se rodearon con un semicírculo de
búnkers los puertos de cierto tamaño, mientras que en las zonas
costeras intermedias se levantaron búnkers de observación
separados por grandes distancias. Unos 15 000 búnkers
pequeños debían proteger a los soldados que se prepararan para
un ataque de artillería; Hitler imaginaba que los soldados
saldrían al exterior cuando tuviera lugar el ataque, ya que una
posición protegida iría en detrimento del valor y la iniciativa
personal necesarios para el combate. Hitler proyectó estas
instalaciones defensivas hasta el menor detalle; incluso diseñó
los diversos tipos de bunker, normalmente durante la noche.
Eran simples bocetos, pero estaban realizados con notable
precisión. Sin temor a caer en el autoelogio, Hitler solía observar
que sus proyectos respondían de forma ideal a las necesidades de
un soldado en el frente. Fueron aceptados casi sin cambios por
el general de zapadores y enviados para su ejecución.
Estas obras, realizadas en apenas dos años de construcción
precipitada, consumieron 13 302 000 m3 de hormigón[293],
costaron 3 700 000 000 marcos e implicaron además retirar
1 200 000 toneladas de hierro de la producción de armamentos.
Gracias a una sola idea técnicamente genial, todo este esfuerzo
fue reducido a la nada por el enemigo a los catorce días del
primer desembarco; como es sabido, las tropas de invasión
551
trajeron consigo sus propios puertos y construyeron, en la costa
abierta de Arromanches y Omaha, rampas de descarga y otras
instalaciones, con arreglo a planes precisos, que les permitieron
asegurar el abastecimiento de munición y equipo, así como el
desembarco de unidades de refuerzo[294]. Todo el plan defensivo
quedó invalidado.
Rommel, a quien Hitler había nombrado a fines de 1943
inspector de las defensas costeras occidentales, mostró una
mayor previsión. Al poco de su nombramiento fue convocado
en el cuartel general de la Prusia Oriental. Tras una larga
entrevista, Hitler acompañó al mariscal hasta su bunker, donde
yo ya lo estaba esperando para la siguiente reunión. Parecían
haber discutido, y Rommel le dijo a Hitler sin rodeos:
—Tenemos que contener al enemigo en el primer
desembarco. Los búnkers y los puertos no son adecuados para
eso. Hay que disponer barreras y obstáculos, primitivos pero
eficaces, a lo largo de toda la costa para dificultarle el
desembarco y hacer que nuestras contramedidas sean efectivas.
—Rommel hablaba de forma decidida y concisa—. Si no lo
conseguimos, la invasión será un hecho a pesar de la muralla del
Atlántico. Además, últimamente han arrojado tal cantidad de
bombas sobre Trípoli y Túnez que incluso nuestras mejores
tropas están desmoralizadas. Si no puede usted frenar esto, todas
las demás medidas serán ineficaces, incluso las barreras.
Rommel se mostraba cortés pero distante y evitaba de forma
casi manifiesta dirigirse a Hitler con el acostumbrado «mein
Führer». Había adquirido fama de especialista; Hitler lo
consideraba una especie de técnico para combatir las ofensivas
occidentales. Sólo por eso aceptaba con calma las críticas de
Rommel. Ahora pareció haber estado esperando este último
argumento sobre los ataques aéreos masivos:
—Precisamente eso es lo que quería mostrarle hoy, señor
552
mariscal.
Hitler nos guió hasta un vehículo de pruebas, un coche
completamente blindado sobre el que se había montado un
cañón antiaéreo de 8,8 centímetros. Los soldados demostraron
su capacidad de tiro y su estabilidad durante el disparo.
—¿Cuántas unidades de este tipo podrá suministrarnos en
los próximos meses, señor Saur? Saur contestó que unas cien.
—¿Lo ven? Este cañón antiaéreo acorazado nos permitirá
acabar con la concentración de bombarderos sobre nuestras
divisiones.
¿Había renunciado Rommel a presentar argumentos contra
tanto diletantismo? En todo caso, reaccionó con una sonrisa
desdeñosa, casi compasiva. Cuando Hitler se dio cuenta de que
no podía generar la confianza que esperaba, se despidió
rápidamente y, malhumorado, se encaminó con Saur y conmigo
a su bunker para celebrar la reunión, sin pronunciar una sola
palabra sobre el incidente. Más tarde, después de la invasión,
Sepp Dietrich me informó de un modo muy elocuente sobre el
efecto desmoralizador que las nubes de bombas habían tenido
en su división de élite. Los soldados supervivientes perdían el
equilibrio anímico, se tornaban apáticos y su capacidad de
lucha, aunque hubieran salido ilesos, quedaba quebrantada
durante días.
•••
Serían sobre las diez de la mañana del 6 de junio cuando,
encontrándome en el Berghof, uno de los asistentes militares de
Hitler me informó de que a primeras horas de la mañana había
comenzado la invasión.
—¿Han despertado al Führer?
El asistente negó con la cabeza:
—No, recibirá la noticia cuando haya tomado su desayuno.
553
Dado que Hitler había dicho una y otra vez a lo largo de los
últimos días que era previsible que el enemigo iniciara la
invasión con un falso ataque, destinado a alejar a nuestras tropas
del verdadero lugar de desembarco, nadie quería despertarlo
para no ser acusado de haber enjuiciado mal la situación.
Durante la reunión estratégica que tuvo lugar unas horas
más tarde en la sala de estar del Berghof, Hitler parecía aún más
seguro de que el enemigo sólo pretendía engañarlo:
—¿Se acuerdan ustedes? Entre los muchos informes que
hemos recibido, había uno que señalaba exactamente el punto,
el día y la hora del desembarco, lo que refuerza mi idea de que
no puede tratarse de la verdadera invasión.
Hitler sostenía que el contraespionaje enemigo nos había
facilitado aquellos informes con el único objeto de desviar su
atención del verdadero punto de desembarco y hacer que se
precipitara a destinar a sus tropas a un lugar equivocado.
Inducido a error por una información correcta, rechazó la idea,
que él mismo había tenido en un principio, de que la costa de
Normandía era el frente de invasión más probable.
En las semanas precedentes, Hitler había recibido
comunicados de los servicios de información de las SS, de la
Wehrmacht y del Ministerio de Asuntos Exteriores,
instituciones que rivalizaban entre sí y que presentaron
estimaciones contradictorias respecto al lugar y la hora de la
invasión. Al igual que en otros muchos campos, también en este
Hitler había tomado sobre sí la tarea, que ya resulta difícil para
los expertos en la materia, de considerar qué noticia podía ser la
auténtica, qué servicio de información merecía más confianza y
cuál de ellos había conseguido adentrarse más profundamente
en campo enemigo. Ahora incluso se mofaba de la incapacidad
de los distintos servicios de información y acababa lanzando
invectivas contra su insensatez:
554
—¿Cuántos de estos agentes «limpios» no están al servicio
de los aliados? Nos dan noticias confusas a propósito. Y
tampoco pienso dejar que esta llegue a París. No se lo diremos;
lo único que conseguiríamos sería que el Estado Mayor se
pusiera nervioso.
Hasta mediodía no se tomó la principal decisión del día:
emplear la «reserva del Alto Mando de la Wehrmacht», instalada
en Francia, contra la cabeza de puente establecida por los
ingleses y americanos. Hitler se había reservado la capacidad de
decidir sobre los movimientos de cualquier división y accedió
muy a disgusto al ruego del comandante en jefe del frente
occidental, el mariscal Rundstedt, de dejar que estas divisiones
lucharan. Debido a esa demora, dos divisiones acorazadas no
pudieron aprovechar la noche del 6 al 7 de junio para avanzar.
Los bombarderos enemigos los atacaron durante su marcha a la
luz del día, por lo que sufrieron grandes pérdidas humanas y de
material incluso antes de entrar en contacto con el enemigo.
Este día tan decisivo para el curso de la guerra no discurrió
de manera febril, como habría cabido esperar. Precisamente en
las situaciones más dramáticas Hitler trataba de conservar la
calma… y su Estado Mayor imitaba este autodominio. Mostrar
nerviosismo o preocupación habría ido contra las convenciones.
Durante los días y semanas siguientes, Hitler, dejándose
llevar por su característica desconfianza, que resultaba cada vez
más absurda, siguió defendiendo la idea de que sólo se trataba
de un amago de invasión destinado a hacerle disponer
equivocadamente sus fuerzas defensivas. Sostenía que la
verdadera invasión tendría lugar en una región distinta y
totalmente desprotegida. Según decía, incluso la Marina
consideraba que aquel terreno era inadecuado para desembarcos
a gran escala. Hitler esperaba que el ataque decisivo se
produciría en la región de Calais, como si exigiera incluso de su
555
enemigo que le diera la razón, ya que en 1942 había hecho
instalar allí pesados cañones, protegidos por gruesas paredes de
hormigón, con objeto de destruir la flota de desembarco. Ésta
fue otra de las razones de que no empleara al XV Ejército,
estacionado en las inmediaciones de Calais, en el campo de
batalla de la costa normanda[295].
Había otro motivo que llevaba a suponer a Hitler que el
ataque se produciría en el paso de Calais, donde se habían
preparado cincuenta y cinco bases desde las cuales debían
lanzarse diariamente a Londres alrededor de un centenar de
bombas volantes. Le parecía que la verdadera invasión habría de
dirigirse contra estas bases. De algún modo, no estaba dispuesto
a admitir que también desde Normandía los aliados podrían
ocupar pronto esta parte de Francia. Más bien contaba con que
llegaría a estrechar mediante duros combates la cabeza de puente
del enemigo.
Tanto Hitler como nosotros teníamos la esperanza de que la
nueva arma, la V1, causaría terror y confusión en el campo
enemigo. Sobrestimábamos su efecto. La verdad es que yo sentía
cierta prevención por la escasa velocidad de estas bombas
volantes, por lo que aconsejé a Hitler que sólo permitiera que se
lanzaran cuando hubiera nubes muy bajas[296]. No me hizo caso.
Cuando el 12 de junio, obedeciendo a una orden urgente de
Hitler, se lanzaron precipitadamente los primeros cohetes V1, la
falta de organización hizo que no partieran más que diez de
estos ingenios, y sólo cinco alcanzaron Londres. Hitler olvidó
que era él quien había apremiado a lanzarlos y descargó su cólera
por aquel fracaso sobre los constructores de las bombas. En la
siguiente reunión estratégica, Göring se apresuró a echarle las
culpas a su rival Milch y Hitler estuvo a punto de suspender la
fabricación de las bombas volantes, supuestamente tan
defectuosas. Sin embargo, su estado de ánimo cambió por
completo cuando el jefe de prensa del Reich le presentó unas
556
noticias sensacionalistas y exageradas, aparecidas en los
periódicos londinenses, que hablaban del efecto de las V1.
Entonces exigió que se aumentara la producción. Llegados a este
punto, Göring dijo que él siempre había exigido e impulsado
aquella gran labor de su Luftwaffe. No se volvió a hablar de
Milch, el chivo expiatorio del día anterior.
Antes de la invasión, Hitler había recalcado que en cuanto
se produjera el desembarco se encargaría de dirigir
personalmente las operaciones desde Francia. Para este fin se
tendieron cientos de miles de kilómetros de cable telefónico, lo
que supuso un gasto de muchos millones de marcos, y la
Organización Todt construyó dos cuarteles generales,
empleando para ello grandes cantidades de hormigón y costosas
instalaciones. Hitler había fijado el emplazamiento y las
dimensiones de los cuarteles. En esos días en los que Francia se
le estaba escapando de las manos justificó el tremendo gasto
diciendo que, al menos, uno de los dos cuarteles generales se
encontraba exactamente en la futura frontera occidental
alemana y, por lo tanto, podría ser utilizado como parte de un
sistema de fortificaciones. El 17 de junio visitó este cuartel,
llamado W2 y ubicado entre Soisson y Laon, para regresar aquel
mismo día al Obersalzberg. Estaba de mal humor:
—Rommel ha perdido los nervios y se ha vuelto pesimista;
hoy en día sólo pueden conseguir algo los optimistas.
Esos comentarios hacían pensar que el relevo de Rommel
era sólo cuestión de tiempo, puesto que Hitler seguía
considerando que su posición defensiva frente a la cabeza de
puente era insuperable. Aquella misma noche me dijo que el
cuartel W 2 le parecía demasiado inseguro, ya que se encontraba
en medio de una Francia infestada de partisanos.
Casi coincidiendo con los primeros grandes éxitos de la
invasión, el 22 de junio de 1944 comenzó una ofensiva de las
557
tropas soviéticas que pronto habría de causar la pérdida de
veinticinco divisiones alemanas. Ya no era posible contener el
avance del Ejército Rojo, ni siquiera durante el verano. No hay
duda de que incluso durante estas semanas, cuando se estaban
desplomando tres frentes bélicos (el del Oeste, el del Este y el
aéreo), Hitler demostró ser dueño de sus nervios y poseer una
sorprendente capacidad de resistencia. Es posible que su larga
lucha por la conquista del poder y los numerosos reveses
sufridos lo fortalecieran, igual que había sucedido, por ejemplo,
con Goebbels u otros de sus compañeros. Quizá también
aprendiera, durante este «período de lucha», que frente a los
colaboradores no debe manifestarse ni la más mínima
preocupación. Su entorno admiraba el aplomo que mostraba en
los momentos críticos. Puede que ésta fuera en gran medida la
base de la confianza con que se acogían sus decisiones. Estaba
claro que era siempre consciente de los muchos ojos que estaban
puestos en él y del gran desánimo que habría causado que
perdiera la calma siquiera un momento. Este dominio de sí
mismo, que perduró hasta el último momento, fue un
extraordinario logro de su voluntad: se mantuvo firme a pesar
del envejecimiento, de la enfermedad, de los experimentos de
Morell y de las presiones que aumentaban sin cesar. Muchas
veces su voluntad me parecía desbocada y tosca como la de un
niño de seis años al que nada puede desanimar o fatigar; sin
embargo, por ridícula que, en parte, pudiera resultar, lo cierto es
que también imponía respeto.
No obstante, su gran energía no basta para explicar aquella
confianza en la victoria en una época de continuas derrotas.
Cuando estábamos en la prisión de Spandau, Funk me dijo que,
como Hitler creía en sus propias mentiras, sólo podía orientar a
los médicos de forma errónea sobre su estado de salud. Añadió
que esta tesis había constituido la base de la propaganda de
Goebbels. Desde luego, no puedo explicarme la rigidez de
558
Hitler más que partiendo de la base de que se obligaba a creer
en su victoria final. En cierto sentido, se adoraba. En todo
momento tenía frente a sí su propio reflejo y en él no se
contemplaba sólo a sí mismo, sino que veía también confirmada
su misión por la divina Providencia. Su religión era el «gran
azar» que tendría que beneficiarlo; su método, un refuerzo de sí
mismo por autosugestión. Cuanto más lo arrinconaban los
acontecimientos, tanto mayor era su confianza en su destino.
Naturalmente que constataba con realismo las circunstancias
militares, pero las transfería al campo de su fe y percibía, incluso
en las derrotas, una constelación oculta creada por la
Providencia para el éxito que habría de venir. Aunque a veces
era capaz de apreciar lo desesperado de su situación, su
esperanza de que el destino le depararía un giro propicio en el
último momento era inquebrantable. Si había algo enfermizo en
Hitler era esta fe inconmovible en su buena estrella. Respondía a
la tipología del creyente; sin embargo, su capacidad para la fe se
había pervertido, convirtiéndose en fe en sí mismo[297].
La crédula obsesión de Hitler no dejó de surtir efecto en su
entorno. En cuanto a mí, aunque en parte era consciente de que
pronto habría terminado todo, me refería con frecuencia,
aunque sólo en el ejercicio de mis funciones, al
«restablecimiento de la situación». Esta confianza se hallaba
curiosamente separada de la conciencia de nuestra inevitable
derrota.
Cuando el 24 de junio de 1944, durante una reunión sobre
armamentos en Linz y en medio de la triple catástrofe militar
que se estaba produciendo, traté de seguir aparentando
confianza, fracasé totalmente. Hoy, al releer el texto de mi
discurso, me asusta la audacia casi grotesca que me indujo a
intentar inculcar a hombres serios la idea de que un esfuerzo
máximo todavía podría llevarnos al éxito. Al final de mis
explicaciones expresé el convencimiento de que seríamos capaces
559
de superar la crisis que se avecinaba y de que la producción de
armamentos seguiría creciendo al mismo ritmo que el año
anterior. La misma inercia me impulsó, durante mi improvisado
discurso, a expresar unas esperanzas que a la luz de la realidad
resultaban más que fantásticas, a pesar de que en los meses
siguientes se produjo un incremento efectivo de la producción.
Con todo, ¿no fui al mismo tiempo lo bastante realista para
dirigir a Hitler una serie de memorias en las que le anunciaba la
catástrofe que se nos venía encima y que terminó por
imponerse? Lo segundo procedía del conocimiento; lo primero,
de la fe. La separación absoluta entre una y otra forma de
considerar los hechos evidencia la especial perturbación de los
sentidos con que cualquier persona del entorno de Hitler se
enfrentaba al inevitable fin.
Sólo en la última frase de mi discurso expresé la idea de una
responsabilidad que iba más allá de la lealtad personal, ya fuera a
Hitler o a mis colaboradores. Sonaba como una simple
muletilla, pero quería decir algo más con ella:
—Seguiremos cumpliendo con nuestro deber respecto al
pueblo alemán.
Esto era lo que el círculo de industriales quería oír. Al
decirlo asumía por primera vez abiertamente aquella
responsabilidad superior a la que apeló Rohland cuando me
visitó en abril. Aquel pensamiento se había ido fortaleciendo
dentro de mí, y cada vez me parecía más una misión por la que
era necesario trabajar.
No quedaba lugar a dudas: no logré convencer a los jefes de
la industria. Después de mi discurso y en los días que siguieron
oí muchas voces de desesperanza. Diez días antes Hitler me
había prometido hablar a los industriales. Ahora esperaba que su
discurso ejerciera una influencia positiva en aquel desolado
estado de ánimo.
560
Antes de la guerra y por orden de Hitler, Bormann había
mandado levantar en las proximidades del Berghof un hotel que
ofreciera a los innumerables visitantes que acudían casi en
peregrinación al Obersalzberg la posibilidad de descansar o
incluso de pasar la noche en las proximidades. El 26 de junio se
reunieron en una de las salas del Platterhof los cerca de cien
representantes de la industria de armamentos. Durante nuestra
reunión en Linz me había dado cuenta de que su descontento se
debía en parte al continuo aumento de poder del aparato del
Partido en la vida económica. Efectivamente, en la mente de
numerosos funcionarios del Partido iba ganando terreno la idea
de una especie de socialismo estatal. Ya habían tenido cierto
éxito las aspiraciones de hacer depender de las autoridades
regionales las empresas propiedad del Estado, y las numerosas
industrias instaladas bajo tierra, construidas y financiadas por el
Estado, pero cuyo personal directivo, especialistas y maquinaria
habían sido facilitados por las empresas comerciales, parecían
correr el riesgo de quedar bajo control estatal después de la
guerra[298]. Precisamente nuestro sistema industrial condicionado
por la guerra, que por lo demás había demostrado ser tan
efectivo, podía convertirse en la base de un orden económico
socialista, por lo que, al mejorar su rendimiento, la propia
industria parecía suministrar en cierto modo a los jefes del
Partido las herramientas necesarias para hundirla.
Rogué a Hitler que tuviera en cuenta estas preocupaciones.
Me pidió unas cuantas frases clave para su discurso, y le anoté
que debía prometer a todos los que habían colaborado en la
autorresponsabilización industrial que se los ayudaría en la dura
época de crisis que cabía esperar; además, que serían protegidos
contra las intromisiones de las autoridades locales del Partido y
que «la propiedad privada de las empresas no sería vulnerada,
aunque durante su alojamiento subterráneo provisional
funcionaran como empresas estatales; economía libre después de
561
la guerra y rechazo radical a la nacionalización de la industria».
Durante su discurso, Hitler, que se atuvo a mis consignas,
dio la impresión de estar algo cohibido. Se equivocaba con
frecuencia, se detenía, se quedaba cortado en medio de las frases
y se confundía de vez en cuando. Todo ello revelaba su
espantoso estado de agotamiento. Precisamente aquel día habían
empeorado de tal modo las cosas en el frente de la invasión que
no se pudo evitar la pérdida del primer gran puerto: Cherburgo.
Esta victoria significaba la solución de todos los problemas de
aprovisionamiento de los aliados y reforzaría sin duda la
potencia de sus tropas.
Hitler rechazó cualquier clase de reserva ideológica, «pues
sólo puede haber un dogma, y este dogma dice únicamente: lo
acertado es lo que resulta útil». Con eso reafirmaba su manera
pragmática de pensar y, en el fondo, estaba retirando todas las
promesas que acababa de hacer a la industria.
Dio también rienda suelta a su gusto por las teorías
histórico-filosóficas, por vagos conceptos sobre la evolución, y
aseguró de forma confusa:
—La fuerza creadora no sólo da forma a las cosas, sino que
también se ocupa de administrarlas. Esto es el origen de lo que
conocemos con el nombre de capital privado o propiedad
privada en general. Por consiguiente, al contrario de lo que
predica el comunismo, el futuro no será el ideal de igualdad
comunista, sino que cuanto más evolucione la humanidad,
tanto más diferenciados serán los resultados y, por lo tanto, lo
más apropiado será asignar la administración de lo conseguido a
quienes hayan generado el rendimiento… El fomento de la
iniciativa privada es la única premisa que permite la evolución
real de toda la humanidad. Cuando esta guerra acabe con
nuestra victoria, la iniciativa privada de la economía alemana
vivirá su mejor época. ¡Entonces sí que habrá que trabajar! No
562
crean ustedes que me daré por satisfecho con unas pocas oficinas
estatales para fomentar la construcción o con un par de
dependencias económicas del Estado… Y cuando llegue la paz y
se reinicie la gran época de la economía alemana, tendré un
único interés: dejar trabajar a los mayores genios de la
economía… Les estoy agradecido por haberme prestado su
apoyo para afrontar la guerra. Les expreso mi máximo
agradecimiento, pero tienen que aceptar la promesa de que más
adelante seguiré mostrándome agradecido, y de que ningún
miembro del pueblo alemán podrá echarme en cara haber
vulnerado alguna vez mi programa. Eso significa que si les digo
que la economía alemana experimentará después de esta guerra
su máximo florecimiento, quizá el mayor de todos los tiempos,
tienen que tomarlo también como una promesa que algún día
llegará a verse cumplida.
Hitler apenas cosechó aplausos durante este deshilvanado
discurso. Todos estábamos perplejos. Quizá fuera esta reserva la
que lo incitó a asustar a los jefes de la industria con las
perspectivas que los esperaban si se perdía la guerra:
—No hay duda de que si llegáramos a perder esta guerra no
quedaría nada que pudiera calificarse de industria privada
alemana, sino que, naturalmente, la aniquilación de todo el
pueblo alemán comportaría la de la economía alemana. No sólo
porque los enemigos pudieran no desear la competencia
alemana, pues éstas son consideraciones totalmente superficiales,
sino porque se está tratando de algo fundamental. Nos
enfrentamos a una lucha para decidir entre dos puntos de vista:
o la regresión de la humanidad al estado primitivo de hace unos
miles de años, con una producción masiva gestionada
exclusivamente por el Estado, o su desarrollo mediante el
fomento de la iniciativa privada.
Unos minutos más tarde volvió sobre este pensamiento:
563
—Si la guerra se pierde, señores, no será necesario que se
planteen la transformación hacia la economía pacífica. Entonces
ya sólo quedará que cada cual reflexione sobre su propia
transformación: si quiere hacerlo personalmente, si desea dejarse
ahorcar, si quiere morir de hambre o si quiere trabajar en
Siberia; estas serán las únicas consideraciones que tendrá que
tomar el individuo.
Hitler había pronunciado estas frases de una manera casi
sarcástica y con cierto tono de desprecio por aquellas «cobardes
almas burguesas». Esto no pasó desapercibido y bastó por sí solo
para destruir mis esperanzas de que los jefes de la industria se
sintieran espoleados por su discurso.
Quizá irritado por la presencia de Bormann, o quizá
advertido por él, el apoyo de Hitler a la economía libre en
tiempos de paz, que yo le había pedido y él me había
prometido, resultó más confusa de lo que esperaba[299]. Con
todo, algunas frases de su discurso fueron lo bastante notables
para ser recogidas en nuestro archivo. Hitler accedió a mi
petición de que se grabara el discurso y me rogó que le hiciera
una propuesta de reelaboración. Sin embargo, Bormann
impidió que se publicara, por lo que tuve que recordar a Hitler
que me había dado su conformidad. Sin embargo, esta vez
eludió la cuestión y me dijo que antes tendría que revisar de
nuevo el texto[300].
564
CAPÍTULO XXV
DISPOSICIONES ERRÓNEAS, ARMAS
MILAGROSAS Y SS
A medida que la situación empeoraba, Hitler se fue volviendo
más y más inaccesible a todo argumento que se opusiera a sus
opiniones y empezó a mostrarse aún más prepotente que hasta
entonces. Su anquilosamiento tuvo también consecuencias
decisivas en el campo técnico, donde iba a inutilizar
precisamente la más valiosa de nuestras «armas maravillosas»: el
Me 262, nuestro caza más moderno, accionado por dos
reactores, cuya velocidad (que podía rebasar los 800 km por
hora) y capacidad de ascensión lo hacían muy superior a todos
los aparatos enemigos.
Ya en 1941, todavía como arquitecto, al visitar la fábrica de
aviones Heinkel situada en Rostock oí el ruido ensordecedor de
un motor a reacción en un banco de pruebas. Su constructor, el
profesor Ernst Heinkel, insistió en que se evaluara la adaptación
de aquel invento revolucionario a los aviones[301]. Durante la
sesión sobre armamentos celebrada en septiembre de 1943 en el
campo de pruebas de la Luftwaffe en Rechlin, Milch me tendió
sin mediar palabra un telegrama que le habían entregado;
transmitía la orden de Hitler de paralizar los preparativos para la
fabricación en serie del Me 262. Aunque decidimos hacer caso
omiso de la orden, no pudimos proseguir los trabajos con la
misma celeridad.
Aproximadamente tres meses después, el 7 de enero de
565
1944, Milch y yo fuimos llamados urgentemente al cuartel
general. Un recorte de la prensa inglesa en el que se informaba
de que las pruebas hechas en aquel país para fabricar aviones a
reacción estaban muy adelantadas impuso un cambio de rumbo,
y ahora Hitler exigía con impaciencia que se produjera un gran
número de aviones de este tipo en el tiempo más breve posible.
Sin embargo, como habíamos negligido todos los preparativos,
sólo pudimos prometer que a partir de julio de 1944
entregaríamos 60 unidades mensuales; en enero de 1945 ya
serían 210[302]. En el transcurso de la entrevista Hitler insinuó
que pensaba emplear este avión como bombardero rápido en vez
de como caza. Los especialistas de la Luftwaffe se sintieron
defraudados, aunque esperaban hacerle cambiar de opinión con
sus argumentos respecto al peso del aparato. Sin embargo, el
resultado fue el contrario: Hitler ordenó tercamente que se
quitaran todas las armas de a bordo para poder transportar más
bombas. Decía que los aviones a reacción no necesitaban
defenderse, puesto que su velocidad hacía imposible que los
atacaran los cazas enemigos. No confiaba demasiado en aquel
invento y determinó que, con el fin de proteger la cabina y el
motor, de momento realizara sobre todo vuelos rectos a gran
altura, y que por lo pronto se disminuyera la velocidad para
reducir los esfuerzos a que se sometía un sistema todavía poco
ensayado[303].
Con una carga de unos quinientos kilos de bombas y un
primitivo dispositivo de puntería, el efecto de estos pequeños
bombarderos resultó ridículo e insignificante. Sin embargo,
utilizados como cazas, estos aviones a reacción, gracias a su
superioridad, habrían estado en condiciones de abatir varios de
los cuatrimotores americanos que, operación tras operación,
arrojaban miles de toneladas de explosivos sobre las ciudades
alemanas.
A fines de junio de 1944, Göring y yo volvimos a intentar
566
persuadir a Hitler, aunque fue otra vez en vano. Los pilotos de
la flota de cazas habían probado los nuevos aparatos y pedían
emplearlos contra los bombarderos americanos. Hitler no nos
hizo caso: aprovechando cualquier cosa como argumento,
alegaba que la velocidad de giro y la rapidez con que estos
aparatos cambiaban de altitud expondrían a los pilotos a un
esfuerzo físico excesivo, y que precisamente la mayor velocidad
de los nuevos cazas supondría una desventaja en el combate
aéreo, debido a que los del enemigo podrían maniobrar mejor
porque eran más lentos[304]. Que estos nuevos aparatos pudieran
volar a mayor altura que los cazas de escolta americanos y que,
por su mayor velocidad, pudieran atacar a las lentas
agrupaciones americanas de bombardeo no fueron argumentos
que convencieran al empecinado Hitler. Cuanto más
intentábamos disuadirlo de sus ideas, más tercamente se aferraba
a ellas, y trató de consolarnos prometiéndonos que en un futuro
lejano ordenaría que estos aparatos fueran empleados en algunas
misiones de caza.
Los aviones sobre cuyo posible destino ya discutíamos en
junio sólo existían de momento en forma de prototipos. Aun
así, la orden de Hitler tuvo que influir a la fuerza en la táctica
militar a largo plazo, porque el Estado Mayor esperaba que
precisamente gracias a estos aparatos la guerra aérea diera un
giro decisivo. Dado lo desesperado de nuestra situación en este
frente, todos los que tenían cierta autoridad en este tema
intentaron que cambiara de parecer: Jodl, Guderian, Model,
Sepp Dietrich y, por supuesto, los generales que estaban al
mando de la Luftwaffe se pronunciaron insistentemente contra
esta diletante decisión de Hitler. Sin embargo, lo único que
consiguieron fue provocar su enojo, pues en cierto modo se
daba cuenta de que aquellas iniciativas ponían en duda sus
conocimientos militares y técnicos. En otoño de 1944 prohibió
de plano que se volviera a discutir aquel tema, con lo que se
567
libró de la disputa y a la vez de demostrar su creciente
inseguridad.
Cuando comuniqué por teléfono al general Kreipe, nuevo
jefe del Estado Mayor de la Luftwaffe, lo que pensaba escribir a
Hitler en mi informe de mediados de septiembre sobre la
cuestión de los aviones, insistió en que me abstuviera de volver a
mencionar el asunto. Me dijo que si le hablaba del Me 262
Hitler se saldría de sus casillas y le pondría las cosas muy
difíciles, pues, naturalmente, creería que la iniciativa había
partido del jefe del Estado Mayor de la Luftwaffe. Sin hacer caso
al general, expuse de nuevo a Hitler que no tenía sentido
emplear como bombardero aquel aparato, fabricado para
misiones de caza, y que hacerlo constituía un error, dada nuestra
situación militar. Le dije que no sólo los pilotos compartían
aquella opinión, sino también todos los oficiales del Ejército de
Tierra[305]. No obstante, Hitler no atendió a razones, y yo,
después de tantos esfuerzos inútiles, me retiré de nuevo a lo mío.
Desde luego, el destino que se diera a los aviones me incumbía
tan poco como decidir qué tipo de aparato había que fabricar.
•••
El avión a reacción no era la única arma nueva y superior
que habría podido abandonar el estadio experimental para ser
fabricada en serie en 1944. También teníamos una bomba
volante teledirigida, un avión cohete aún más rápido que los
aparatos a reacción, una bomba cohete que se dirigía
automáticamente contra los aviones enemigos por las ondas de
calor, un torpedo que podía captar sonidos y, de esta forma,
perseguir y hacer blanco en los buques aunque éstos huyeran en
zigzag. También se había concluido el desarrollo de un cohete
tierra-aire. El constructor Lippisch había diseñado aviones a
reacción, según el principio monoplano, muy avanzados para el
estado de la técnica aérea de aquel tiempo.
568
Casi adolecíamos de un exceso de proyectos en fase de
desarrollo; si nos hubiéramos concentrado en algunos con la
suficiente antelación, es probable que hubiésemos podido
terminar antes muchas cosas. Por este motivo se decidió,
durante una conferencia con las autoridades competentes, no
fomentar tanto las nuevas ideas e impulsar enérgicamente una
cantidad de prototipos adecuada a nuestra capacidad de
desarrollo de aquellas sobre las que ya se estaba trabajando.
Fue otra vez Hitler quien, a pesar de todos los errores
tácticos de los aliados, realizó unas jugadas que contribuyeron al
éxito de la ofensiva aérea enemiga en 1944: no sólo puso trabas
al desarrollo del caza y después lo convirtió en un
cazabombardero, sino que pretendió vengarse de Inglaterra
empleando los nuevos cohetes. Por orden suya, a partir de julio
de 1943 nuestra enorme capacidad industrial se orientó a la
construcción de los pesados cohetes autopropulsados conocidos
con el nombre de V2, de catorce metros de longitud y más de
trece toneladas de peso, de los cuales quería que se produjeran
900 unidades cada mes. Resultaba absurdo querer vengarse en
1944 de las flotas de bombarderos enemigas, que con sus 4100
trimotores arrojaron diariamente sobre Alemania un promedio
de 3000 toneladas de bombas durante varios meses, empleando
para ello un arma que habría enviado a Inglaterra 24 toneladas
de material explosivo al día: el equivalente a lo que arrojaban en
un solo ataque seis Fortalezas Volantes[306].
Es posible que uno de los errores más graves que cometí
mientras dirigía el armamento alemán fue que no sólo aprobé
esta decisión de Hitler, sino que incluso la apoyé, cuando
habríamos hecho mejor en concentrar nuestros esfuerzos en
producir cohetes defensivos tierra-aire. Este programa, que
recibió el nombre de Cascada, había alcanzado ya tal desarrollo
en el año 1942 que pronto habría sido posible fabricar los
cohetes en serie si a partir de entonces hubiéramos concentrado
569
en la tarea la capacidad de los técnicos y científicos que
trabajaban en Peenemünde bajo la dirección de Wernher von
Braun[307].
El cohete tierra-aire, de ocho metros de largo, podía
transportar unos 300 kilos de explosivo hasta 15 000 metros de
altura y estaba dirigido por un sensor que le permitía alcanzar
con absoluta seguridad los bombarderos enemigos,
independientemente de que fuera de día o de noche o de que
hubiera nubes o niebla. Así como más adelante pudimos
producir 900 unidades del gran cohete ofensivo cada mes, sin
lugar a dudas también habríamos podido fabricar unos cuantos
miles de estos pequeños cohetes, menos costosos. Sigo pensando
que los cohetes defensivos, junto a los cazas a reacción, habrían
hecho fracasar, a partir de 1944, la ofensiva aérea de los aliados
occidentales contra nuestras industrias. En cambio, se dedicó
una enorme cantidad de dinero y esfuerzo al desarrollo y
producción de cohetes de largo alcance, los cuales, cuando por
fin estuvieron listos para su empleo en otoño de 1944,
demostraron ser un fracaso casi total. El más caro de nuestros
proyectos fue al mismo tiempo el más insensato. Nuestro
orgullo y la que constituyó temporalmente mi meta
armamentista favorita resultó la única inversión equivocada.
Además, fue una de las causas de que se perdiera la guerra aérea
defensiva.
•••
Ya desde el invierno de 1939 mantenía un estrecho contacto
con la base experimental de Peenemünde, aunque al principio
sólo era responsable de ejecutar sus proyectos de edificación. Me
encontraba a gusto en aquel círculo de jóvenes científicos e
inventores apolíticos a la cabeza del cual se encontraba Wernher
von Braun, de veintisiete años, hombre de ideas claras y que
pensaba en el futuro de una manera realista. Resultaba
570
extraordinario que un equipo tan joven e inexperto tuviera la
oportunidad de recibir cientos de millones de marcos para
desarrollar un proyecto de tan largo plazo de ejecución. Bajo el
mando del paternal coronel Walter Dornberger, estos jóvenes
podían trabajar, libres de trabas burocráticas, en ideas que a
veces parecían utópicas.
Lo que en 1939 no empezaba más que a perfilarse en aquel
lugar ejercía sobre mí una extraña fascinación: en cierto modo
parecían estar planificando un milagro. Esos técnicos con sus
fantásticas visiones, esos románticos calculadores, me
impresionaban profundamente en cada visita que hacía a
Peenemünde y me sentí de algún modo identificado con ellos.
Este sentimiento se mantuvo incluso cuando Hitler, a fines de
otoño de 1939, despojó de todo carácter de urgencia al proyecto
de producción de cohetes, con lo que éste perdió
automáticamente la mano de obra y el material que necesitaba.
Mediante un acuerdo tácito con la Dirección General de
Armamentos y sin autorización expresa, seguí construyendo las
instalaciones de Peenemünde; una actitud que posiblemente
sólo yo podía permitirme.
Por supuesto, al ser nombrado ministro de Armamentos me
interesé aún más por aquel gran proyecto. Sin embargo, Hitler
siguió contemplándolo con escepticismo: con la desconfianza
sistemática que le inspiraba cualquier innovación que, como el
avión a reacción o la bomba atómica, se encontraban más allá
del horizonte técnico de la generación de la Primera Guerra
Mundial y pertenecían a un mundo desconocido para él.
El 13 de junio de 1942 los jefes de Armamentos de los tres
ejércitos de la Wehrmacht (mariscal Milch, almirante Witzell y
capitán general Fromm) y yo volamos a la base de Peenemünde.
En un claro del bosque de pinos se elevaba frente a nosotros, sin
ningún apoyo, un proyectil de aspecto irreal que tenía una
571
altura de cuatro pisos. El coronel Dornberger, Wernher von
Braun y su equipo esperaban con la misma tensión que nosotros
el resultado del primer lanzamiento. Yo conocía las esperanzas
que el joven inventor tenía puestas en este experimento, que
para él y su equipo no representaba el desarrollo de una nueva
arma, sino un paso hacia la tecnología del futuro.
Unos ligeros vapores anunciaron que se estaban llenando los
tanques de combustible. En el segundo previsto, como vacilante
al principio, pero con el rugido de un gigante desbocado a
continuación, el cohete empezó a elevarse lentamente, por una
fracción de segundo pareció permanecer inmóvil sobre su cola
de fuego y acto seguido desapareció, silbando, entre las nubes
bajas que cubrían el cielo. Wernher von Braun estaba radiante;
yo, en cambio, me quedé atónito ante la precisión de aquella
maravilla técnica, así como por lo que tenía de anulación de
todas las leyes de la gravedad el hecho de que trece toneladas se
elevaran verticalmente hacia el cielo sin que ningún dispositivo
mecánico las pilotara.
Los especialistas nos estaban explicando a qué distancia se
encontraba el proyectil cuando, minuto y medio después, un
silbido que se oía cada vez más fuerte nos indicó que el cohete
descendía cerca de allí. Quedamos petrificados cuando el
proyectil cayó a un kilómetro de donde nos encontrábamos.
Más tarde supimos que el mecanismo de control del cohete
había fallado; pero, a pesar de ello, los técnicos se mostraron
satisfechos, ya que habían solucionado el problema más difícil,
el del despegue. Hitler, por el contrario, continuó oponiendo
«gravísimos reparos» al proyectil, y puso en duda que alguna vez
«pudiera garantizarse» la exactitud del disparo[308].
El 14 de octubre de 1942 pude comunicarle que sus reparos
carecían ya de fundamento: el segundo cohete había recorrido
con éxito el trayecto previsto de 190 kilómetros y había
572
alcanzado el blanco con una desviación de sólo cuatro
kilómetros. Por primera vez en la historia, un producto del
ingenio humano había rozado el espacio a más de cien
kilómetros de altura; era como avanzar hacia un sueño. Por fin
también Hitler se mostró vivamente interesado. Y, como de
costumbre, sus deseos superaron todas las posibilidades: pidió
que cuando se empleara por primera vez el cohete con fines
bélicos se dispararan 5000 proyectiles, «con el fin de realizar un
ataque en masa»[309].
Tras este éxito tuve que encargarme de adelantar el
comienzo de la producción en serie. Aunque el cohete no estaba
preparado todavía para ello, el 22 de diciembre de 1942
presenté a la firma de Hitler la orden correspondiente[310]. Creí
poder asumir el riesgo que esto implicaba, pues el nivel de
desarrollo alcanzado y las promesas del equipo de Peenemünde
debían permitirnos tener asentadas las bases técnicas definitivas
antes de julio de 1943.
Por encargo de Hitler, en la mañana del 7 de julio de 1943
invité a Dornberger y a Von Braun a acudir al cuartel general:
Hitler deseaba ser informado sobre los detalles del V2. Una vez
estuvimos reunidos, nos encaminamos a la sala de proyección,
donde algunos colaboradores de Wernher von Braun habían
dispuesto lo necesario para mostrar el proyecto. Tras una breve
introducción y con la sala a oscuras se proyectó una película en
color en la que Hitler fue testigo, por primera vez, del
majestuoso espectáculo de un gran cohete que despegaba del
suelo por impulso propio y desaparecía en la estratosfera. Sin la
menor inhibición y con un entusiasmo totalmente juvenil, Von
Braun explicó sus planes, y no hay duda: se metió a Hitler
definitivamente en el bolsillo. Dornberger discutió algunas
cuestiones organizativas y yo propuse a Hitler que Von Braun
fuera nombrado profesor.
573
—Sí, organícelo enseguida con Meissner —contestó con
viveza—. En este caso incluso firmaré personalmente el
nombramiento.
Hitler se despidió con gran cordialidad de los componentes
del equipo de Peenemünde; estaba impresionado y lleno de
entusiasmo al mismo tiempo. De regreso a su bunker, se
embriagó por completo con las perspectivas que ofrecía este
proyecto:
—La A4 será decisiva para la guerra. ¡Y qué alivio para la
patria cuando ataquemos con ella a los ingleses! Esta arma es
definitiva y, además, se puede fabricar con medios relativamente
reducidos. Usted, Speer, tiene que impulsar la A4 con todas sus
fuerzas. Tiene que poner de inmediato a su disposición todo el
material y la mano de obra que necesiten. Yo ya iba a firmar el
decreto sobre el programa de fabricación de tanques, pero ahora
debe modificarlo de modo que la producción de A4 tenga la
misma importancia. Sin embargo —añadió Hitler a
continuación—, solamente podremos emplear a alemanes para
fabricar estas armas. ¡Que Dios se apiade de nosotros si en el
extranjero se enteran de este asunto[311]!
Cuando volvimos a estar solos me habló de lo único que no
estaba dispuesto a creer:
—¿No se ha equivocado usted? ¿Ese muchacho tiene
veintiocho años? ¡Yo le habría echado aún menos!
De todos modos, le pareció sorprendente que un hombre
tan joven hubiese podido llevar a la práctica una idea técnica
que cambiaba las perspectivas del futuro. Más tarde, cuando
explicaba a veces su teoría de que los hombres de nuestro siglo
desperdiciaban sus mejores años en futilidades, mientras que
Alejandro Magno ya había establecido un gran imperio a los
veintitrés años y Napoleón había conseguido sus geniales
victorias a los treinta, podía suceder que mencionara también a
574
Wernher von Braun, que en plena juventud había creado en
Peenemünde un milagro técnico.
En otoño de 1943 nos dimos cuenta de que nos habíamos
precipitado con nuestras expectativas. Los últimos esquemas
constructivos no pudieron entregarse en julio, tal como se había
prometido, por lo que tampoco se pudo pasar a la pronta
fabricación en serie. Hubo muchos fallos. En los primeros
experimentos de disparo real se produjeron inexplicables
explosiones prematuras cuando el cohete regresaba a la
atmósfera[312]. Quedaban todavía muchos problemas por
resolver, como advertí en un discurso que pronuncié el 6 de
octubre de 1943, por lo que era prematuro «hablar de un
empleo seguro de esta nueva arma». La enorme complicación
del mecanismo aumentaba la distancia, siempre grande, entre
fabricarlo pieza por pieza y producirlo en serie.
Hubo de transcurrir casi un año más: los primeros cohetes
fueron lanzados contra Inglaterra a primeros de septiembre de
1944. A pesar de los deseos de Hitler, no se lanzaron 5000 de
una sola vez, sino 25 en diez días.
•••
También Himmler despertó al ver que el proyecto V2
suscitaba el entusiasmo de Hitler. Seis semanas más tarde le hizo
una propuesta que permitía garantizar de la forma más sencilla
imaginable la confidencialidad de un programa de armamentos
que se esperaba que fuera decisivo para la guerra: si los
internados en los campos de concentración se ocupaban de todo
el proceso, quedaría excluido todo contacto con el exterior, ya
que ni siquiera existía el correo; se comprometía también a
suministrar los especialistas necesarios, que conseguiría entre los
propios prisioneros. La industria sólo debería facilitarle los
ingenieros y los directores de producción. Hitler aceptó la
propuesta, mientras que a Saur y a mí no nos quedó más
575
remedio que hacer lo mismo, ya que no podíamos formular
ninguna más efectiva[313].
La consecuencia fue que hubimos de negociar con la jefatura
de las SS el reglamento de una empresa común: la «fábrica
mixta». Mis colaboradores se pusieron a la tarea con cierta
vacilación y sus temores no tardaron en verse confirmados.
Aunque en el terreno formal seguíamos controlando la
producción, en los casos dudosos nos vimos obligados a
someternos a la mayor autoridad de la jefatura de las SS. Por
decirlo así, Himmler había metido un pie en nuestra puerta y
nosotros mismos le habíamos ayudado a abrirla.
Mi colaboración con Himmler había comenzado con una
desavenencia que se produjo entre nosotros en cuanto fui
nombrado ministro. Casi todos los ministros del Reich cuyo
peso personal o político debiera ser tenido en cuenta por
Himmler recibían de él un cargo honorífico en las SS. A mí me
ofreció una distinción particularmente elevada: quería
nombrarme Oberstgruppenführer de las SS, categoría equivalente
a la de capitán general y que hasta entonces había sido otorgada
en contadas ocasiones. Aunque Himmler me hizo saber lo
inusitado que resultaba aquel honor, rechacé cortésmente su
oferta diciéndole que también había declinado las ofertas del
Ejército de Tierra[314] y de las SA y el NSKK de distinguirme con
cargos honoríficos. De todos modos, para quitar hierro a mi
negativa, le propuse recuperar mi antigua adscripción a las SS de
Mannheim, sin sospechar que no se me contaba como miembro
de aquella organización.
Concediendo tales distinciones, Himmler intentaba
conseguir influencia y entrometerse en campos que estaban al
margen de sus competencias. En mi caso, la desconfianza que yo
abrigaba demostró estar más que justificada, porque Himmler
hizo enseguida todo lo posible para inmiscuirse en asuntos del
576
armamento del Ejército de Tierra, para lo que nos ofrecía de
buen grado un número incontable de sus internados en los
campos de concentración y hacía uso de su poder, ya en 1942,
para presionar a varios de mis colaboradores. Por lo que cabía
deducir, pensaba convertir los campos de concentración en
grandes y modernos centros productivos dedicados sobre todo a
fabricar armamento bajo el control directo de las SS. Fromm me
hizo notar entonces que aquello podía poner en peligro la
dotación armamentística del Ejército de Tierra y Hitler, como
se vio enseguida, estuvo de mi parte. Antes de la guerra ya
habíamos experimentado lo que significaba que las SS fabricaran
ladrillos y se ocuparan de trabajar el granito; los resultados
habrían asustado a cualquiera. El 21 de septiembre de 1942
Hitler resolvió la disputa: los internados en los campos
trabajarían en empresas sometidas a la organización industrial de
armamentos. De momento, los afanes de expansión de
Himmler en este terreno quedaban frenados[315].
Al principio, los directores de las fábricas se quejaron de que
los internos llegaban en un estado de gran debilidad y que al
cabo de unos meses estaban completamente agotados y había
que devolverlos a los campos. Teniendo en cuenta que el
período de aprendizaje llevaba unas semanas y que andábamos
escasos de instructores, no podíamos permitirnos repetir cada
pocos meses el período de formación de los recién llegados.
Gracias a nuestras quejas, las condiciones sanitarias y la
alimentación en los campos de las SS experimentaron una
mejora notable. Durante mis visitas de inspección a las fábricas
de producción de armamentos no tardé en ver prisioneros con
caras más satisfechas y mejor alimentados[316].
•••
Hitler quebrantó la regla según la cual en la producción de
armamentos trabajábamos con independencia cuando dio la
577
orden de instalar una fábrica para producir cohetes a gran escala
bajo el mando de las SS.
Antes de la guerra se había establecido, en un apartado valle
del Harz, un sistema de cuevas subterráneas muy ramificado en
el que se almacenaban productos químicos necesarios para el
combate. Aquí visité el 10 de diciembre de 1943 las amplias
instalaciones subterráneas en donde debían fabricarse los
cohetes V2 en el futuro. En naves de longitud interminable, los
internos de los campos de concentración se ocupaban en montar
máquinas y tender instalaciones. No mostraban expresión
alguna al verme; tenían la mirada perdida en el vacío y a nuestro
paso se quitaban mecánicamente la gorra de dril azul de
presidiarios.
No puedo olvidar a un profesor del Instituto Pasteur de
París que declaró como testigo en el proceso de Nuremberg.
Había trabajado en la fábrica mixta que visité aquel día.
Imparcialmente, sin la menor excitación, expuso las condiciones
inhumanas de aquella fábrica igualmente inhumana: me resulta
inolvidable y me sigue inquietando su acusación desprovista de
odio; sólo estaba triste, quebrantado y aturdido por tanta
degeneración humana.
Desde luego, las condiciones en que vivían aquellos
prisioneros eran realmente bárbaras, y cada vez que pienso en
ello me invade un sentimiento de honda consternación y de
culpa personal. Según supe por los vigilantes después de la visita
de inspección, las condiciones sanitarias eran deficientes,
proliferaban las enfermedades y, como los prisioneros se
alojaban en húmedas cuevas situadas en el mismo lugar de
trabajo, la mortalidad era muy elevada[317]. Aquel mismo día di
las órdenes oportunas para que se levantara enseguida un
campamento de barracones en una colina cercana y autoricé el
suministro de los materiales necesarios. Además, insté a la
578
dirección del campo de las SS a adoptar de inmediato toda clase
de medidas para mejorar las condiciones sanitarias y la
alimentación de los hombres.
En realidad, hasta entonces apenas me había preocupado de
aquellas cuestiones; como los jefes de campamento me
garantizaron que todo se haría como yo había dispuesto, las
descuidé durante un mes más. Sin embargo, el 13 de enero de
1944 el doctor Poschmann, asesor médico de todos los
departamentos de mi Ministerio, me volvió a pintar con los
colores más negros las condiciones higiénicas de la fábrica mixta,
y al día siguiente envié allí a uno de mis jefes de Sección[318]. Al
mismo tiempo, el doctor Poschmann comenzó a ordenar
medidas sanitarias adicionales. Algunos días más tarde, yo
mismo caí enfermo. Poco después de mi regreso, el 26 de mayo,
el doctor Poschmann me informó de que había médicos civiles
empleados en numerosos campos de trabajo, pero que tropezaba
con algunas dificultades. Aquel mismo día recibí un grosero
escrito de Robert Ley en el que este se quejaba, por razones de
procedimiento, de la actividad del doctor Poschmann. Opinaba
que la atención médica en los campos era únicamente de su
incumbencia y me exigía, muy enojado, no sólo que amonestara
al doctor Poschmann, sino que le prohibiera volver a interferir
en sus competencias, que le pidiera cuentas y lo sometiera a
expediente disciplinario. Le contesté sin demora que no veía
ningún motivo que me obligara a someterme a sus exigencias y
que, al contrario, todos teníamos el máximo interés en que los
prisioneros disfrutaran de una atención médica suficiente[319];
aquel mismo día discutí con el doctor Poschmann la posibilidad
de tomar medidas médicas complementarias. Como lo había
puesto todo en marcha con la aquiescencia del doctor Brandt y,
más allá de las consideraciones humanitarias, también el sentido
común estaba de nuestra parte, no me preocupé en absoluto por
la reacción de Ley. Estaba seguro de que Hitler no sólo le
579
recordaría sus límites a la burocracia del Partido, sino que se
burlaría de ésta.
No volví a tener noticias de Ley. Tampoco Himmler tuvo
éxito cuando intentó demostrarme que podía obrar a su antojo
incluso contra personas importantes. El 14 de marzo de 1944
ordenó detener a Wernher von Braun y a dos de sus
colaboradores. Se comunicó al jefe del departamento central que
habían violado una de mis disposiciones al dejarse distraer de
sus importantes cometidos bélicos por proyectos pacíficos.
Efectivamente, Von Braun y sus colaboradores habían hablado
muchas veces, sin ninguna inhibición, de sus ideas respecto a la
posibilidad de que, en un futuro lejano, un cohete transportara
el correo entre Estados Unidos y Europa. Se aferraban a sus
sueños con imprudencia e ingenuidad y dejaron que una revista
ilustrada reprodujera unos dibujos llenos de fantasía. Cuando
Hitler acudió a visitarme a Klessheim mientras estaba enfermo,
aproveché que me trataba con sorprendente consideración para
hacerle prometer que liberaría a los tres detenidos. Tardó una
semana en hacerlo, y un mes y medio después seguía
refunfuñando por lo duro que le había resultado adoptar aquella
medida. Según consta en el Acta de reuniones del Führer del 13
de mayo de 1944, Hitler sólo accedía a mis deseos «en el
asunto B […] mientras aquél [hombre] me fuera indispensable y
no estuviera involucrado en ningún procedimiento criminal, por
graves que pudieran ser las consecuencias generales derivadas de
esta actuación». No obstante, Himmler consiguió su objetivo:
de entonces en adelante, ni siquiera los principales miembros del
equipo de desarrollo de cohetes se sintieron seguros frente a la
arbitrariedad de sus decisiones. Al fin y al cabo, era
perfectamente posible que yo no siempre estuviera en situación
de conseguir su libertad con rapidez.
•••
580
Hacía mucho tiempo que Himmler se proponía establecer
un consorcio económico privativo de las SS, pero Hitler —o al
menos así me lo parecía— era reacio a la idea y yo también.
Quizá fuera esta una de las razones de la extraña conducta de
Himmler durante mi enfermedad. En aquellos meses convenció
definitivamente a Hitler de que una gran empresa económica de
las SS podría ofrecer innumerables ventajas, y a principios de
junio de 1944 éste me pidió que apoyara la aspiración de las SS
de montar un imperio económico que abarcara desde las
materias primas hasta la industria de acabados. Para apoyar su
exigencia alegó un argumento que sonaba bastante inadecuado:
que las SS debían disponer de poder suficiente para que sus
futuros sucesores pudieran enfrentarse, por ejemplo, a un
ministro de Hacienda que pretendiera limitar sus medios.
Esto era lo que yo había temido desde el comienzo de mi
actividad ministerial. Sin embargo, logré que Hitler estableciera
que las empresas de Himmler «tendrían que estar sometidas a
los mismos controles que el resto de la producción bélica y de
armamentos», con el fin de que «una parte de la Wehrmacht no
emprendiera el camino de la independencia después de que yo,
tras dos años de arduos esfuerzos, consiguiera unificar el
armamento de las tres armas de la Wehrmacht»[320]. Hitler me
prometió apoyarme frente a Himmler, pero no tenía ninguna
certeza respecto a su capacidad de imponerse; por otra parte, no
cabía duda de que Himmler había sido informado por Hitler de
esta entrevista cuando me invitó a su casa de Berchtesgaden.
Aunque a veces el Reichsführer SS parecía un visionario
cuyos delirios ideológicos le resultaban ridículos incluso a
Hitler, también podía ser una persona realista que pensaba con
lucidez y tenía bien claras sus ambiciosas metas políticas. En las
reuniones era de una corrección amable, a veces algo forzada,
nunca cordial, y siempre procuraba tener como testigo a uno de
los miembros de su plana mayor. Tenía la virtud —rara en
581
aquella época— de escuchar con paciencia los argumentos de
sus visitantes. En las discusiones solía dar una impresión de
suspicacia y pedantería y parecía meditar sus palabras a fondo y
sin prisas. Era evidente que no le importaba si de aquel modo
sugería rigidez o limitación intelectual. Su departamento
trabajaba con la precisión de una máquina bien engrasada, lo
que al mismo tiempo podía ser reflejo de su falta de
personalidad; en cualquier caso, siempre tuve la sensación de
que su carácter indefinido se reflejaba en el estilo totalmente
neutro de su secretaría. Sus escribientes eran muchachas jóvenes
que de ningún modo podían considerarse bellas, pero que
siempre parecían muy diligentes y concienzudas.
Himmler sometió a mi consideración una idea de vasto
alcance que había meditado a fondo. A pesar de todos los
esfuerzos de Saur, las SS se habían apropiado, durante mi
enfermedad, de la importante factoría de armamentos húngara
Manfred-Weiss. Himmler me explicó que quería crear en torno
a aquel núcleo un gran consorcio económico y me pidió que le
sugiriera un especialista para ocuparse de tan gigantesca
empresa. Tras reflexionar unos instantes le propuse para el cargo
a Paul Pleiger, que había levantado grandes empresas de acero
para el Plan Cuatrienal y que era un hombre enérgico y
obstinado que, dadas sus numerosas relaciones con la industria,
no se lo pondría fácil a Himmler para ampliar
desmesuradamente su compañía. Pero a Himmler no le gustó
mi consejo y no volvió a hablarme de sus planes de futuro.
Tres de los colaboradores de Himmler, Pohl, Jüttner y
Berger, eran hombres medianamente bonachones, a pesar de su
forma terca y desconsiderada de negociar: tenían esa clase de
banalidad que en una primera impresión resulta agradable. Sin
embargo, otros dos colaboradores exteriorizaban la misma
frialdad que su jefe: tanto Heydrich como Kammler eran rubios,
de ojos azules y cráneo alargado, siempre bien vestidos y bien
582
educados. Los dos eran capaces de adoptar decisiones
inesperadas en cualquier momento y sabían imponerlas con una
rara tenacidad frente a toda clase de resistencias. La elección de
Kammler era significativa porque, a pesar de todo su fanatismo
ideológico, en cuestiones de personal no daba ningún valor al
hecho de que alguien fuera un viejo miembro del Partido; para
Himmler era más importante haber encontrado a un hombre
enérgico, de comprensión rápida y exceso de celo. En primavera
de 1942 Himmler nombró a Kammler, hasta entonces un alto
funcionario del Ministerio del Aire, jefe de construcciones de las
SS y en verano de 1943 lo destinó al programa de desarrollo de
cohetes. Durante la colaboración que resultó de este
nombramiento, el nuevo hombre de confianza de Himmler
demostró ser un hombre calculador, frío, despiadado, fanático
en la persecución de sus metas, que sabía definir con tanto
cuidado como falta de escrúpulos.
Himmler le asignaba una misión tras otra y lo acercaba a
Hitler siempre que podía; pronto empezaron a circular rumores
de que pretendía que Kammler fuera mi sucesor[321]. En ese
tiempo me agradaba la objetiva frialdad de aquel hombre que
era mi asociado en muchas tareas, mi rival en cuanto a su
supuesta posición futura y mi reflejo en su forma de trabajar y
su trayectoria; también él procedía de una familia burguesa
acomodada, tenía estudios universitarios, había sido descubierto
por su actividad en el ramo de la construcción y había hecho
una rápida carrera en campos que, en el fondo, no eran de su
especialidad.
•••
Durante la guerra, el número de trabajadores determinaba
en gran medida la capacidad de las empresas. Ya a principios de
los años cuarenta, y después con una rapidez creciente, las SS
comenzaron a montar campos de trabajo en secreto y a procurar
583
que se llenaran. En una carta del 7 de mayo de 1944, el jefe de
sección Schieber me hizo notar que las SS aspiraban a emplear
su poder para obtener la mano de obra necesaria para llevar a
cabo su expansión económica. Además, las SS tendían cada vez
más irreflexivamente a sustraer mano de obra extranjera de
nuestras fábricas, arguyendo transgresiones insignificantes que
les permitían detener a los delincuentes y llevarlos a sus propios
campos[322]. Mis colaboradores estimaron que durante la
primavera de 1944 las SS nos habían quitado por este
procedimiento entre 30 000 y 40 000 trabajadores al mes. Por
consiguiente, a comienzos de junio de 1944 expliqué a Hitler
que yo «no podía resistir una reducción anual de 500 000
trabajadores, menos aún teniendo en cuenta que en gran parte
se trataba de obreros cualificados a los que había costado gran
trabajo instruir». Estos hombres «debían ser devueltos lo antes
posible a su profesión primitiva». Hitler me prometió que
después de mantener una entrevista con Himmler y conmigo
decidiría a mi favor[323]. Pero Himmler, tanto delante de mí
como de Hitler, se limitó sencillamente a negar que se llevaran a
cabo tales prácticas, a pesar de la incuestionable realidad.
Los mismos prisioneros, según pude confirmar en ocasiones,
temían la creciente ambición económica de Himmler. Recuerdo
un recorrido que hice en verano de 1944 por las fábricas de
acero de Linz, un lugar en que los prisioneros se movían con
libertad entre el resto de los trabajadores. Estaban al pie de las
máquinas montadas en las naves de la fábrica y servían de
auxiliares a los obreros cualificados, que conversaban
despreocupadamente con ellos. No los vigilaban hombres de las
SS, sino soldados del ejército. Cuando nos encontramos con un
grupo de veinte rusos, les pregunté por medio del intérprete si
estaban satisfechos del trato que se les daba. Dijeron que sí con
gestos de apasionada aprobación. Su aspecto confirmaba lo que
decían; al contrario que los hombres que se iban consumiendo
584
lentamente en las cuevas de la fábrica mixta, estaban bien
alimentados. Y cuando, por decirles algo, les pregunté si no
preferirían regresar al campo de donde procedían, vi que se
asustaban; sus rostros expresaron un terror no disimulado.
No seguí haciendo preguntas. ¿Para qué? En el fondo sus
caras ya lo decían todo. Cuando hoy trato de profundizar en las
sensaciones que experimenté entonces; cuando, después de toda
una vida, intento averiguar lo que realmente me guiaba, si la
lástima, la irritación, la pena o el enojo, me parece que la
desesperada carrera contra el tiempo, la testarudez obsesiva por
las cifras de producción se superpusieron a todas las
consideraciones y sentimientos de humanidad. Un historiador
americano ha dicho de mí que yo amaba más a las máquinas que
a los seres humanos[324]. No le falta razón; me doy cuenta de que
ver a hombres sufriendo sólo influía en mis sensaciones, no en
mi forma de comportarme. En el nivel emotivo me permitía el
sentimentalismo, pero en el nivel de las decisiones, por el
contrario, seguía dominando el principio de la utilidad. En el
proceso de Nuremberg, el empleo de prisioneros en las fábricas
de armamentos fue motivo de acusación y de reproche contra
mí.
El tribunal estableció que mi culpa habría sido mayor si,
oponiéndome a Himmler, hubiera conseguido incrementar el
número de nuestros prisioneros y, con ello, las posibilidades de
supervivencia de algunos hombres más. Paradójicamente, hoy
me sentiría mejor si hubiera sido más culpable en este sentido.
Pero ni los criterios de Nuremberg ni la enumeración de las
víctimas salvadas inciden en lo que actualmente siento. Lo que
me intranquiliza mucho más es no haber visto reflejada en las
caras de aquellos prisioneros la fisonomía del régimen, cuya
existencia yo trataba tan obsesivamente de prolongar en aquellas
semanas y meses. No supe ver la posición moral que había fuera
del sistema y que yo debería haber adoptado, y a veces me
585
pregunto quién era aquel joven, tan extraño a mí, que hace
veinticinco años recorría la sala de máquinas de la fábrica de
Linz o descendía a las galerías de la fábrica mixta.
Un día, allá por el verano de 1944, recibí la visita de mi
amigo Karl Hanke, jefe regional de la Baja Silesia. En años
anteriores me había hablado mucho de las campañas polaca y
francesa; al informarme de los muertos y heridos, de dolores y
tormentos, se había mostrado como un hombre compasivo. Esta
vez, sin embargo, sentado en un sillón de cuero verde de mi
despacho, parecía confuso y hablaba a trompicones. Me dijo que
no aceptara nunca el ofrecimiento de visitar un campo de
concentración en la Alta Silesia. Nunca, bajo ningún concepto.
Había visto allí algo que no le estaba permitido describir, y
tampoco podría hacerlo aunque quisiera.
No le hice ninguna pregunta, ni tampoco a Himmler, ni a
Hitler, ni hablé de ello con mis amigos. No hice ninguna
investigación. No quería saber lo que estaba ocurriendo allí.
Debía de tratarse de Auschwitz. En aquel momento, mientras
Hanke me ponía sobre aviso, toda mi responsabilidad se hacía
real. Tuve que pensar sobre todo en aquellos instantes cuando
en el proceso de Nuremberg constaté frente al tribunal
internacional que yo, como miembro destacado de la jefatura
del Reich, tenía que correr con parte de la responsabilidad por
todo lo que había ocurrido, pues a partir de aquel momento
quedé moralmente aprisionado de forma irremediable por los
crímenes, ya que, por miedo a descubrir algo que me habría
obligado a ser consecuente, cerré los ojos. Mi ceguera voluntaria
contrarresta todo lo positivo que quise y debí hacer en el último
período de la guerra. Comparadas con esta ceguera, mis
actividades se reducen a nada. Precisamente porque en aquella
ocasión fallé, aún hoy me sigo sintiendo personalmente
responsable de Auschwitz.
586
CAPÍTULO XXVI
OPERACIÓN VALQUIRIA
Durante un vuelo sobre una planta hidrogenadora destruida por
las bombas me sorprendió la precisión con que las flotas de
bombarderos aliados hacían blanco en sus objetivos. De repente
cruzó por mi cabeza el pensamiento de que, con esa exactitud, a
los aliados tendría que resultarles muy fácil destruir todos los
puentes del Rin en un solo día. Los expertos a quienes
encomendé señalar la situación de esos puentes en las fotografías
aéreas de los campos de cráteres abiertos por las bombas
confirmaron mis temores. Me ocupé a toda prisa de que se
prepararan las vigas metálicas adecuadas para poder, en caso
necesario, reparar los puentes con rapidez. Además, ordené
construir diez transbordadores y un buque-puente[325].
Diez días más tarde, el 29 de mayo de 1944, escribí
preocupado a Jodl: «Me atormenta la idea de que un día puedan
destruir todos los puentes del Rin, algo que, de acuerdo con la
densidad de los bombardeos de los últimos meses, podría llegar
a suceder. ¿En qué situación nos encontraríamos si el enemigo,
después de cortar el paso a los ejércitos que se encuentran en los
territorios occidentales ocupados, efectuara sus desembarcos en
la costa alemana del mar del Norte en lugar de hacerlo por la
parte de la muralla del Atlántico? Creo que eso sería
perfectamente posible, pues el enemigo cuenta con una
superioridad aérea absoluta, primera condición para el éxito de
un desembarco en la costa norte de Alemania. En cualquier
587
caso, de hacerlo así sus pérdidas serían menores que las que
podría sufrir atacando directamente la muralla del Atlántico».
Apenas disponíamos de tropas en suelo alemán. Mis temores
me decían que si se ocupaban, mediante unidades de
paracaidistas, los campos de aviación de Hamburgo y Bremen y
acto seguido se tomaban, lo que requeriría pocas fuerzas, los
puertos de estas ciudades, los ejércitos de invasión podrían
ocupar Berlín e incluso Alemania entera en unos cuantos días
sin hallar resistencia, puesto que los tres ejércitos que combatían
en el Oeste no podrían pasar el Rin y los del frente oriental se
encontrarían inmovilizados por los duros combates defensivos y,
además, estarían demasiado lejos para poder intervenir a tiempo.
Esos temores eran casi tan peregrinos como las ideas que a
veces tenía Hitler. En mi siguiente estancia en el Obersalzberg,
Jodl me dijo con ironía que, para colmo, yo me había pasado al
grupo de estrategas, pero Hitler no descartó mi idea. El 5 de
junio de 1944, Jodl anotó en su diario: «Deben crearse en
Alemania unas formaciones tales que, en caso de necesidad,
puedan incorporar a los soldados de permiso y a los
convalecientes al producirse una emergencia. Speer pondrá a su
disposición las armas que se requieran para una acción de
choque. Siempre hay unos 300 000 soldados de permiso en
casa, lo que supone entre diez y doce divisiones»[326].
Esta idea había sido estudiada desde mucho antes sin que
Jodl ni yo lo supiéramos. Desde mayo de 1942, bajo el nombre
de «Operación Valquiria», se habían tomado disposiciones para
reunir rápidamente, en caso de disturbios o de situaciones de
emergencia, las unidades que se encontraran en Alemania[327].
Ahora el asunto despertó el interés de Hitler y el 7 de junio de
1944 se celebró una reunión en el Obersalzberg para tratarlo; en
ella, además de Keitel y Fromm, participó también el coronel
Von Stauffenberg.
588
El conde Stauffenberg había sido elegido por el general
Schmundt, asistente jefe de Hitler, para ocuparse, como jefe del
Estado Mayor, del trabajo de Fromm, que daba muestras de
fatiga. Según me dijo Schmundt, Stauffenberg era considerado
uno de los oficiales más inteligentes y capacitados de todo el
ejército alemán[328]. El mismo Hitler me invitó en ocasiones a
colaborar estrecha y confidencialmente con él. A pesar de las
graves heridas sufridas, Stauffenberg conservaba un encanto
juvenil y tenía un aire extrañamente poético y preciso al mismo
tiempo; lo habían marcado dos experiencias formativas
aparentemente irreconciliables: el círculo del poeta Stefan
George y el Estado Mayor. Nos habríamos llevado bien incluso
sin los comentarios de Schmundt. Después del suceso que ha
quedado indisolublemente unido a su nombre he reflexionado a
menudo sobre él y no he encontrado ningún pensamiento que
lo defina tan bien como este de Hölderlin: «Un carácter
extremadamente antinatural y absurdo si no es visto a la luz de
las circunstancias que impusieron esta forma rígida a su delicado
espíritu».
Las reuniones prosiguieron el 6 y el 8 de julio. Además de
Hitler, alrededor de la mesa redonda situada junto a la gran
ventana de la sala de estar del Berghof se sentaban Keitel,
Fromm y otros oficiales; Von Stauffenberg, que llevaba una
cartera muy abultada, tomó asiento junto a mí y explicó el plan
de acción de la «Operación Valquiria». Hitler lo escuchaba
atentamente y en la discusión que siguió aceptó la mayoría de
sus propuestas. Al final decidió que, en caso de haber acciones
combativas dentro del territorio del Reich, a los mandos
militares les correspondía un poder ejecutivo ilimitado, mientras
que los departamentos políticos —por consiguiente, sobre todo
los jefes regionales en su calidad de comisarios de defensa del
Reich— sólo actuarían como asesores. Esto significaba que las
autoridades militares podían dar todas las instrucciones
589
necesarias directamente a los departamentos estatales y
municipales, sin necesidad de consultar a los jefes regionales[329].
•••
Ya fuera por casualidad o porque estaba preparado así, en
aquellos días se hallaban reunidos en Berchtesgaden los
principales militares conjurados, los mismos que, tal y como sé
hoy, habían acordado unos días antes con Stauffenberg llevar a
cabo el atentado contra Hitler con una bomba que tenía
dispuesta el general de brigada Stieff. El 8 de julio me entrevisté
con el general Friedrich Olbricht para discutir sobre la
incorporación de trabajadores al Ejército, ya que no había
podido ponerme de acuerdo en este sentido con Keitel, con
quien había estado hablando poco antes. Como tantas otras
veces, volvió a lamentarse de las dificultades que ocasionaría
dividir en cuatro la organización de la Wehrmacht. Señaló
también que resolviendo ciertas anomalías sería posible trasladar
a cientos de miles de jóvenes soldados de la Luftwaffe al Ejército
de Tierra.
Al día siguiente me reuní en el hotel Berchtesgadener Hof
con el aposentador general Edward Wagner, con el general de
transmisiones Erich Fellgiebel, con el general del Estado Mayor
Fritz Lindemann y con el jefe de organización del Alto Mando
del Ejército de Tierra, el general de brigada Helmut Stieff.
Todos estaban implicados en la conjura y ninguno de ellos iba a
sobrevivir a los meses siguientes. Quizá precisamente porque la
resolución tanto tiempo demorada de dar un golpe de Estado
era ya irrevocable, aquella tarde todos mostraron una actitud
más bien despreocupada, como suele suceder después de adoptar
grandes decisiones. La crónica de mi Ministerio consigna la
estupefacción que sentí al constatar la forma en que estos
oficiales trivializaban la desesperada situación de los frentes:
«Según las palabras del aposentador general, las dificultades son
590
de poca monta[…]. Los generales tratan la situación del frente
oriental con superioridad, como si no tuviera ninguna
importancia»[330].
Sólo una o dos semanas antes, el general Wagner pintaba la
situación con los colores más negros y formulaba peticiones de
armamento tan desmesuradas para el caso de nuevas retiradas
que yo de ningún modo habría podido satisfacerlas.
Actualmente creo que sus exigencias sólo podían tener por
objeto demostrar a Hitler que ya no era posible conseguir que el
ejército dispusiera de suficientes armas y que íbamos camino de
la catástrofe. En mi ausencia, mi colaborador Saur, apoyado por
Hitler, había sermoneado al aposentador general, mucho mayor
que él, como si se tratara de un colegial. Ese día me dirigí a él
para expresarle mis simpatías, pero pude comprobar que aquello
hacía tiempo que no lo preocupaba.
Hablamos extensamente de los problemas que se habían
presentado en la dirección de la guerra por la falta de un mando
superior adecuado. El general Fellgiebel describió el innecesario
derroche de soldados y material que representaba que cada uno
de los ejércitos de la Wehrmacht tuviera que disponer de una
red de comunicaciones propia; la Luftwaffe y el Ejército de
Tierra habían llegado a tender cables por separado hasta Atenas
y Laponia. Aparte de las consideraciones económicas, la fusión
de los distintos sistemas evitaría los roces. Sin embargo, Hitler
siempre reaccionaba negativamente y con aspereza si se le
insinuaba algo por el estilo. Yo mismo puse algunos ejemplos
que demostraban las ventajas que comportaría la dirección
unitaria del armamento de todas las ramas de la Wehrmacht.
Aunque solía mantener conversaciones inusitadamente
francas con los conjurados, no me di cuenta de sus intenciones.
Sólo una vez percibí que se estaba tramando algo, aunque no fue
hablando con ellos, sino por unas palabras de Himmler. Sería a
591
fines del otoño de 1943 cuando éste mantuvo una conversación
con Hitler en los terrenos del cuartel general; yo me hallaba
cerca, así que fui testigo involuntario del siguiente diálogo:
—Así pues, ¿está usted de acuerdo, mein Führer, en que
hable con la «eminencia gris» y haga como si colaborara con
ellos?
Hitler asintió.
—Están tramando algo; quizá me entere de algo más si me
gano su confianza. Si usted, mein Führer, tuviera conocimiento
de mi actuación por terceras personas, ya sabrá mis motivos.
Hitler hizo un gesto de asentimiento.
—Naturalmente, tengo plena confianza en usted.
Después le pregunté a un asistente si sabía quién era
apodado «eminencia gris».
—Ah, sí —repuso—. ¡Ése es Popitz, el ministro prusiano de
Hacienda!
•••
El azar se encargó de distribuir los papeles. Durante un
tiempo pareció vacilar sobre si el 20 de julio de 1944 me haría
estar en pleno centro del golpe de Estado, en la Bendlerstrasse, o
en el centro de la defensa, el domicilio de Goebbels.
El 17 de julio, Fromm me expresó el deseo de Von
Stauffenberg, jefe de su Estado Mayor, de que el 20 de julio
acudiera a la Bendlerstrasse a comer con él para celebrar después
una reunión. Sin embargo, como hacía tiempo que tenía
concertado para última hora de esa mañana un discurso a los
representantes del Gobierno del Reich y de la economía para
explicarles la situación armamentística, tuve que excusar mi
asistencia. A pesar de mi negativa, el jefe del Estado Mayor de
Fromm insistió en invitarme el 20 de julio: era absolutamente
necesario que fuera a verlo. Pero como no deseaba hacer el
592
esfuerzo adicional de debatir asuntos armamentísticos
importantes con Fromm tras el acto sin duda fatigoso de aquella
mañana, rehusé también esta segunda vez.
Mi conferencia comenzó hacia las once de la mañana en la
representativa sala del Ministerio de Propaganda, decorada y
pintada por Schinkel, que Goebbels había puesto a mi
disposición. Se habían reunido unas doscientas personas: todos
los ministros que estaban en Berlín y todos los secretarios y
funcionarios importantes; acudió el círculo político berlinés al
completo. Empecé repitiendo mi llamamiento para que se
emplearan más a fondo los recursos nacionales; lo había
formulado ya tantas veces que podía recitarlo casi
maquinalmente. Después les mostré, por medio de gráficos, el
estado en que se encontraba nuestra producción de
armamentos.
Más o menos a la misma hora en que terminaba mi discurso
y Goebbels, como anfitrión, pronunciaba algunas palabras de
despedida, estalló en Rastenburg la bomba de Stauffenberg. Si
los golpistas hubieran sido más hábiles, podrían haber
aprovechado para detener a la vez, de forma paralela al atentado,
el Gobierno del Reich prácticamente en pleno y a sus
principales colaboradores, empleando para ello sólo a la figura
casi proverbial del subteniente y a diez hombres más. Sin
sospechar nada, Goebbels nos llevó a Funk y a mí a su despacho
del Ministerio. Como era habitual en los últimos tiempos,
estuvimos conversando sobre oportunidades fallidas o todavía
posibles para movilizar a las fuerzas; entonces, un pequeño
altavoz anunció:
—El cuartel general desea hablar urgentemente con el señor
ministro. El doctor Dietrich está al aparato.
Goebbels repuso:
—Páseme la comunicación aquí.
593
Entonces se dirigió a su escritorio, levantó el auricular y
preguntó:
—¿Doctor Dietrich? ¿Sí? Aquí Goebbels… ¿Qué? ¿Un
atentado contra el Führer? ¿Hace un instante?… El Führer está
vivo, dice usted… Ajá, en el barracón de Speer. ¿Se sabe algo
más concreto? ¿Que el Führer cree que ha sido alguien de la
Organización Todt?
Dietrich tenía prisa y la conversación terminó. Se había
puesto en marcha la Operación Valquiria, el plan de acción de
los conjurados para movilizar las reservas nacionales sobre el que
deliberaban abiertamente desde hacía meses, incluso con Hitler.
«¡Sólo me faltaba esto!», pensé cuando Goebbels nos repitió
lo que acababa de oír y mencionó que se sospechaba de alguien
de la Organización Todt. Si se confirmaba esta suposición, mi
prestigio estaría en juego, porque Bormann podría recurrir a mi
responsabilidad como pretexto para urdir nuevas intrigas y
reanudar sus insinuaciones. Goebbels ya se mostró colérico sólo
porque no pude informarlo sobre las medidas de control a las
que habían tenido que someterse los trabajadores de la
Organización Todt antes de ser seleccionados para Rastenburg.
Le dije que cientos de trabajadores entraban diariamente en la
zona restringida I para reforzar el bunker de Hitler y que éste
trabajaba actualmente en mi barracón porque era el único que
disponía de una sala grande para reuniones y, además, estaba
vacío durante mi ausencia. En tales circunstancias, dijo negando
con la cabeza ante tanta irreflexión, debió de ser empresa fácil
acceder al recinto mejor protegido y vigilado del mundo.
—¿Qué sentido tienen entonces todas las medidas de
seguridad? —preguntó en el aire, como dirigiéndose a un
responsable imaginario.
Goebbels se despidió de nosotros al cabo de poco; incluso
en un caso así, tanto él como yo nos encontrábamos atados por
594
la rutina ministerial. Cuando por fin, a una hora avanzada, me
fui a comer, ya me estaba esperando el coronel Engel, antiguo
asistente de Hitler en el Ejército de Tierra. Me interesaba la
opinión que pudiera tener de una memoria en la que yo exigía el
nombramiento de un «subdictador», es decir, de un hombre
provisto de unos poderes inhabituales que eliminara de una vez
la inextricable organización triple y cuádruple de la Wehrmacht,
sin consideración alguna hacia su prestigio, y estableciera por fin
una organización efectiva. Aunque esta memoria, preparada
hacía días, llevaba la fecha del 20 de julio sólo por casualidad,
no dejaba de reflejar muchas de las ideas discutidas en las
conversaciones con los que habían participado en la conjura[331].
Entretanto, no se me ocurrió la idea elemental de telefonear
al cuartel general del Führer para informarme de los detalles del
suceso. Probablemente pensé que, dada la excitación que un
acontecimiento semejante tenía que suscitar a la fuerza, mi
llamada sólo ocasionaría molestias; además, me pesaba la
sospecha de que el autor del atentado pudiera proceder de mi
organización. Después de comer, siguiendo mi agenda, recibí a
Clodius, delegado del Ministerio de Asuntos Exteriores, que me
informó sobre el modo de proteger el petróleo rumano. Sin
embargo, antes de que la entrevista hubiera terminado recibí
una llamada de Goebbels[332].
Su voz había sufrido un cambio notable desde la mañana;
sonaba ronca y alterada.
—¿Puede usted interrumpir su trabajo enseguida? ¡Venga a
verme! ¡Es muy urgente! No, no le puedo decir nada por
teléfono.
Suspendí la entrevista y, a eso de las cinco de la tarde, me
encaminé al domicilio de Goebbels. El ministro de Propaganda
me recibió en un despacho del primer piso de su palacio
residencial, situado al sur de la Puerta de Brandenburgo. Me
595
dijo apresuradamente:
—Acabo de saber por el cuartel general que se ha puesto en
marcha un golpe militar en todo el Reich. Quiero tenerlo
conmigo en esta situación. A veces me precipito en mis
decisiones. Usted, con su aplomo, me será útil. Tenemos que
obrar reflexivamente.
En realidad, la noticia me causó no menos excitación que a
Goebbels. De repente acudieron a mi memoria las
conversaciones que había tenido con Fromm, Zeitzler,
Guderian, Wagner, Stieff, Fellgiebel, Olbricht o Lindemann. A
la desesperada situación en todos los frentes, el éxito de la
invasión enemiga, la superioridad del Ejército Rojo y la amenaza
de ruina del abastecimiento de carburante se unía el recuerdo de
nuestras críticas, a menudo amargas, sobre el diletantismo de
Hitler, sus insensatas decisiones, sus continuas ofensas a oficiales
de alta graduación, sus incesantes destituciones y afrentas.
Desde luego, no pensé que Stauffenberg, Olbricht, Stieff y su
círculo ejecutaran el golpe; más bien se lo habría atribuido a un
hombre de temperamento colérico como Guderian. Más tarde
descubrí que en aquel momento Goebbels ya estaba informado
de que las sospechas se dirigían hacia Stauffenberg. Sin
embargo, no me dijo nada. Tampoco me comunicó que justo
antes de que yo llegara había estado hablando por teléfono con
el propio Hitler[333].
Aun sin saber nada de esto, yo ya había tomado una
decisión: en realidad me pareció que en aquel momento un
golpe de Estado sería catastrófico; pero, una vez más, no supe
ver su dimensión moral. Goebbels podía contar conmigo.
Las ventanas del despacho daban a la calle. Unos minutos
después de mi llegada vi a unos soldados completamente
equipados, con cascos de acero, granadas de mano en el
cinturón y ametralladoras, dirigiéndose en pequeños grupos
596
hacia la Puerta de Brandenburgo. Una vez allí instalaron las
ametralladoras e interrumpieron el tráfico mientras dos de ellos,
fuertemente armados, se dirigían a la puerta de entrada del
parque y montaban guardia. Llamé a Goebbels, quien
comprendió enseguida lo que aquello significaba. Desapareció
en el dormitorio contiguo, cogió unas pastillas de un estuche y
se las guardó en el bolsillo de la chaqueta, y dijo, muy tenso:
—¡Por lo que pudiera pasar!
Enviamos a un asistente a averiguar qué órdenes tenían
aquellos centinelas, pero no sacamos gran cosa en claro. Los
soldados que hacían guardia se mostraron poco locuaces y,
finalmente, se limitaron a declarar:
—Aquí no entra ni sale nadie.
Las múltiples llamadas telefónicas de un Goebbels
incansable generaron novedades confusas: Tropas de Potsdam
habían iniciado su marcha hacia Berlín, adonde también se
dirigían, al parecer, guarniciones de distintas provincias.
Personalmente, a pesar de mi rechazo espontáneo del
levantamiento, me sentía invadido por la extraña sensación de
ser un simple testigo imparcial, como si no me importara lo más
mínimo aquella febril actividad de Goebbels, que se mostraba
nervioso y decidido. En algunos momentos la situación pareció
más bien desesperada y se mostró muy preocupado. Sólo el
hecho de que el teléfono continuara funcionando y que la radio
no emitiera todavía ninguna proclama de los sublevados le hizo
deducir que la parte contraria vacilaba. Desde luego, es
incomprensible que los conjurados no pusieran fuera de servicio
los medios de comunicación ni los utilizaran para sus propios
fines, a pesar de que semanas atrás habían establecido un
detallado programa que preveía no sólo detener a Goebbels, sino
también ocupar la Central de Telecomunicaciones de Berlín, la
Jefatura Superior de Telecomunicaciones, la Central de
597
Comunicaciones de las SS, la Central de Correos del Reich, las
emisoras más importantes, situadas en los alrededores de Berlín,
y la Jefatura de Radio[334]. Sólo se habrían necesitado unos
cuantos soldados para penetrar en el domicilio de Goebbels y
detener al ministro sin hallar resistencia, pues no disponíamos
más que de un par de pistolas para defendernos. Es probable
que Goebbels hubiera tratado de impedir la detención tomando
las pastillas de cianuro que tenía preparadas, con lo cual los
conjurados se habrían deshecho de su enemigo más capacitado.
También resultó muy sorprendente que, durante unas horas
tan críticas, Goebbels no pudiera comunicarse con Himmler, el
único que disponía de gente de incuestionable confianza para
sofocar el levantamiento. Como no conseguía encontrar una
razón plausible que explicara aquella falta de contacto, expresó
varias veces su desconfianza hacia el jefe nacional de las SS y
ministro del Interior, y siempre me ha parecido un síntoma de
la incertidumbre que reinaba en aquellos momentos el hecho de
que dudara abiertamente de que un hombre como Himmler
mereciera su confianza.
¿Expresaba también su recelo hacia mí que durante una
conversación telefónica me invitara a entrar en una habitación
contigua? Me dejó sentir su escepticismo sin mucho disimulo.
Después se me ha pasado por la cabeza que quizá creyera que la
mejor forma de estar seguro de mí era tenerme cerca de él, sobre
todo teniendo en cuenta que las primeras sospechas habían
recaído sobre Stauffenberg y, por lo tanto, también
forzosamente sobre Fromm. Al fin y al cabo, Goebbels conocía
mi amistad con este último, al que hacía tiempo que calificaba
de «enemigo del Partido».
También yo pensé enseguida en él. Cuando Goebbels me
hubo dejado a solas, pedí que me comunicaran con la central
telefónica de la Bendlerstrasse para hablar con Fromm, quien
598
estaría en mejores condiciones que nadie para facilitarme
detalles.
—El capitán general Fromm no puede ponerse —me
dijeron.
Ignoraba que en aquellos momentos ya estaba encerrado en
una habitación de la Bendlerstrasse.
—Entonces comuníqueme con su asistente.
Me respondieron que nadie contestaba en ese número.
—Pues entonces haga el favor de ponerme con el general
Olbricht.
Éste se puso enseguida al aparato.
—¿Qué pasa, mi general? —le pregunté, empleando el
habitual tono de broma que contribuía a salvar situaciones
difíciles—. Tengo que trabajar y aquí hay unos soldados que me
impiden salir de casa de Goebbels.
Olbricht se disculpó:
—Lo siento mucho; en su caso, se trata de un error. Lo
arreglaré enseguida.
El general colgó el teléfono antes de que yo pudiera seguir
preguntándole nada. Por mi parte, evité dar cuenta a Goebbels
de mi conversación con Olbricht, cuyo tono y contenido
insinuaban un acuerdo que podía suscitar su desconfianza.
Schacht, jefe regional en funciones de Berlín, entró entonces
en la habitación en la que yo estaba. Un conocido suyo llamado
Hagen acababa de responderle de la integridad nacionalsocialista
del comandante Remer, cuyo batallón había cercado el distrito
gubernamental. Goebbels trató enseguida de hacerlo venir.
Cuando obtuvo su conformidad, me hizo volver al despacho.
Confiaba por completo en que podría ganar a Remer para su
causa y me rogó que estuviera presente cuando llegara. Me dijo
que Hitler estaba informado de que iba a mantener aquella
599
entrevista, que esperaba el resultado en el cuartel general y que
hablaría personalmente con el comandante si era necesario.
Minutos después entró el comandante Remer. Goebbels
daba la impresión de mantener el control, pero estaba nervioso.
Parecía saber que el destino de la rebelión y, por consiguiente, el
suyo iban a decidirse en aquel momento. Al cabo de unos
minutos extrañamente carentes de dramatismo todo había
pasado y el golpe había fracasado.
Lo primero que hizo Goebbels fue recordar al comandante
su juramento de lealtad al Führer. Remer contestó afirmando su
lealtad a éste y al Partido, pero añadió que Hitler había muerto.
Por consiguiente, tenía que obedecer las órdenes de su jefe, el
teniente general Von Hase. Goebbels le opuso el argumento
decisivo que anulaba cualquier otro:
—¡El Führer vive! —Al notar que Remer comenzaba a
vacilar y que luego se mostraba visiblemente inseguro, añadió—:
¡Vive! ¡Acabo de hablar con él! ¡Una pequeña camarilla de
generales ambiciosos ha intentado dar un golpe militar! ¡Es una
infamia! ¡La mayor infamia de la historia!
La posibilidad de que Hitler siguiera vivo fue un alivio para
aquel hombre acosado e irritado por la orden de cercar el
distrito gubernamental. Remer nos miró fijamente, feliz aunque
todavía algo incrédulo. Goebbels le hizo notar la hora que
estaban viviendo, su tremenda responsabilidad ante la Historia,
una responsabilidad que pesaba sobre sus jóvenes hombros:
pocas veces el destino había reservado una oportunidad
semejante a una sola persona; de él dependía aprovecharla o no.
Quien hubiera visto a Remer en aquel momento, quien hubiera
observado la transformación que obraban en él aquellas
palabras, habría sabido que Goebbels había ganado la partida.
Fue entonces cuando éste jugó su mejor baza:
—Ahora hablaré con el Führer y también usted lo hará. El
600
Führer puede darle órdenes que dejen sin efecto las de su
general, ¿verdad? —concluyó en tono levemente irónico.
Y entonces estableció comunicación con Rastenburg.
Goebbels podía ponerse directamente en contacto con el
cuartel general del Führer a través de una línea especial del
Ministerio. Unos segundos después, Hitler estaba al aparato;
Goebbels, tras un par de observaciones sobre la situación, le
pasó el teléfono al comandante. Remer reconoció al instante la
voz del supuestamente difunto Hitler y como sin querer, con el
auricular en la mano, adoptó la posición de firmes. Sólo se le oía
repetir:
—Sí, mein Führer…, sí. ¡A sus órdenes, mein Führer!
A continuación, Goebbels se puso otra vez al habla y
preguntó a Hitler por el resultado de la conversación: en vez del
general Hase, sería el comandante quien se encargara de tomar
todas las medidas militares necesarias en Berlín, y se le había
dado la orden de ejecutar todas las instrucciones que le diera
Goebbels. Una única línea telefónica intacta había hecho
fracasar definitivamente el levantamiento. Goebbels pasó a la
ofensiva y ordenó que todos los hombres del batallón de la
guardia disponibles fueran concentrados rápidamente en el
jardín de su domicilio.
•••
Aunque la rebelión había fracasado, aún no había sido
sofocada por completo cuando Goebbels, sobre las siete de la
tarde, hizo transmitir por radio la noticia de que Hitler había
sufrido un atentado con explosivos, pero que vivía y había
reanudado su trabajo. De nuevo empleaba uno de los medios
técnicos que los sublevados habían negligido durante las pasadas
horas, con tan graves consecuencias para sus planes.
Esta confianza era engañosa: el éxito volvió a quedar en
entredicho cuando, poco después, se comunicó a Goebbels que
601
había llegado a la plaza de Fehrbellin una brigada de tanques
que se resistía a obedecer a Remer. Alegó someterse únicamente
a las órdenes del capitán general Guderian; sus instrucciones,
expresadas con laconismo militar, eran: «El que no obedezca
será fusilado». Su capacidad combativa era tan claramente
superior que su postura no determinaría sólo lo que ocurriera en
las próximas horas.
Hablaba de la incertidumbre de nuestra situación que nadie
supiera decir a ciencia cierta si aquellas tropas acorazadas a las
que Goebbels no podía oponer ninguna fuerza equivalente
pertenecían a los sublevados o al Gobierno. Tanto Goebbels
como Remer consideraban posible que Guderian participara en
la sublevación[335]. El coronel Bollbrinker estaba al mando de la
brigada. Como era un buen conocido mío, intenté ponerme en
contacto con él por teléfono. Su respuesta fue tranquilizadora:
los tanques habían acudido a aplastar la insurrección.
Unos ciento cincuenta soldados del batallón de la guardia de
Berlín, por lo general hombres de cierta edad, se habían
concentrado entretanto en el jardín de la residencia de
Goebbels. Antes de dirigirse a ellos, el ministro me dijo:
—Cuando los haya convencido, habremos ganado el juego.
¡Fíjese en cómo lo hago!
Ya era de noche y la escena sólo estaba iluminada por la luz
que salía por una puerta que daba al jardín. Los soldados
escucharon con la mayor atención el largo discurso de Goebbels,
quien en el fondo no decía nada. No obstante, se mostró muy
seguro de sí mismo, como si fuera el gran triunfador del día.
Precisamente porque supo centrar en lo personal los tópicos de
siempre, su parlamento tuvo un efecto fascinante. Casi podía
leer en los rostros de aquellos hombres la impresión que les
causaba; se ganó a quienes formaban frente a él en la penumbra
sin emplear órdenes ni amenazas, sino la persuasión.
602
El coronel Bollbrinker llegó hacia las once de la noche a la
habitación que me había sido asignada. Me dijo que Fromm
tenía la intención de someter a los conjurados ya detenidos a un
consejo de guerra en la Bendlerstrasse. Me di cuenta enseguida
de que eso tendría que resultarle extremadamente difícil;
además, en mi opinión tenía que ser el propio Hitler quien
decidiera lo que tenía que pasar con los sublevados. Poco
después de medianoche me puse en marcha para tratar de
impedir cualquier ejecución. Bollbrinker y Remer me
acompañaban en el automóvil. En medio de un Berlín a oscuras,
la Bendlerstrasse estaba vivamente iluminada por reflectores: era
una imagen irreal y fantasmagórica. Tenía el efecto teatral de un
escenario cinematográfico iluminado por los focos en un gran
estudio oscuro. Unas sombras largas y nítidamente recortadas
daban plasticidad al edificio.
Cuando quise enfilar la Bendlerstrasse, un oficial de las SS
me ordenó detenerme junto al bordillo de la Tiergartenstrasse.
Ocultos en la oscuridad de los árboles se encontraban, casi
indistinguibles, el jefe de la Gestapo, Kaltenbrunner, y
Skorzeny, el que liberó a Mussolini, rodeados de numerosos
subordinados. La conducta de aquellos hombres parecía tan
irreal como sus oscuras figuras. Nadie juntó los talones para
saludar; toda la firmeza de la que habitualmente se hacía gala
había desaparecido; todo discurría con suavidad; incluso las
conversaciones se mantenían en voz baja, como en un entierro.
Expliqué a Kaltenbrunner que quería impedir que Fromm
celebrara el consejo de guerra; tanto aquel como Skorzeny, de
los que más bien habría esperado expresiones de odio o de
triunfo por la derrota moral de su rival, el Ejército de Tierra, me
contestaron, casi con indiferencia, que los acontecimientos del
día eran competencia del ejército.
—No queremos mezclarnos en esto y no vamos a intervenir
de ningún modo. Por otra parte, creo que el consejo de guerra
603
ya se ha celebrado.
Kaltenbrunner me informó de que no se iba a emplear a las
SS para sofocar la revuelta o ejecutar las sentencias, porque eso
sólo ocasionaría nuevas discordias con el Ejército de Tierra y
agravaría las tensiones[336]. Incluso había prohibido a su gente
entrar en el edificio de la Bendlerstrasse. Sin embargo, aquellas
consideraciones tácticas, surgidas en el momento, no se
respetaron: al cabo de dos horas los órganos de las SS ya habían
empezado a perseguir a los oficiales del Ejército de Tierra que
habían participado en la conjura.
Cuando Kaltenbrunner terminó de hablar, se hizo visible
una poderosa sombra que se recortaba en el fondo claramente
iluminado de la Bendlerstrasse; Fromm, vestido de uniforme y
completamente solo, se acercaba con paso cansado hacia
nosotros. Me despedí de Kaltenbrunner y sus acompañantes y
salí de la oscuridad de los árboles al encuentro de Fromm.
—El golpe ha terminado —empezó a decir el capitán
general, dominándose con esfuerzo—. Acabo de dar las órdenes
pertinentes a todos los destacamentos de la región militar.
Durante un buen rato se me ha impedido dar órdenes al
Ejército establecido en suelo alemán. ¡Me han encerrado en una
habitación! ¡El jefe de mi Estado Mayor, mis colaboradores más
cercanos! —Su enojo y también su inquietud se hacían
perceptibles cuando, con voz cada vez más fuerte, trató de
justificar el fusilamiento de los componentes de su Estado
Mayor—: En mi calidad de juez, tenía la obligación de formar
inmediatamente un consejo de guerra a todos los que hubieran
participado en la conjura. —Y en voz baja añadió, atormentado
—: El general Olbricht y el jefe de mi Estado Mayor, el coronel
Von Stauffenberg, están muertos.
El próximo paso que Fromm pensaba dar era telefonear a
Hitler. Le rogué en vano que fuera antes a mi Ministerio, pero
604
insistió en ver a Goebbels, aunque sabía tan bien como yo que el
ministro sentía hacia él animosidad y desconfianza.
En el domicilio de Goebbels ya se había detenido al
comandante militar de Berlín, el general Hase. Fromm explicó
brevemente los acontecimientos en mi presencia y rogó a
Goebbels que lo pusiera en comunicación con Hitler. Sin
embargo, en vez de responderle, Goebbels le pidió que entrara
en una habitación contigua y llamó él mismo a Hitler. Cuando
obtuvo la comunicación me invitó a dejarlo solo. Unos veinte
minutos después salió a la puerta y ordenó a un centinela que
hiciera guardia frente a la habitación en la que se encontraba
Fromm.
Mucho después de medianoche llegó al domicilio de
Goebbels el hasta entonces ilocalizable Himmler. Sin que nadie
lo invitara a hacerlo, comenzó a explicar el motivo de su
alejamiento con una vieja regla muy acreditada para sofocar
levantamientos: había que mantenerse siempre lejos del centro e
iniciar las contraofensivas desde el exterior[337]. Era una cuestión
de estrategia. Goebbels pareció aceptar esta explicación. Se
mostró de muy buen humor y disfrutó demostrando a
Himmler, mediante un pormenorizado relato de los
acontecimientos, cómo había dominado prácticamente sólo la
situación.
—¡Si no hubiesen sido tan torpes! Han tenido una gran
oportunidad. ¡Qué triunfos tenían! ¡Qué chiquilladas! ¡Cuando
pienso en cómo lo habría hecho yo…! ¿Por qué no han ocupado
la radio y no han difundido las más increíbles mentiras? ¡Me
ponen centinelas delante de la puerta, pero me dejan que llame
al Führer con toda tranquilidad y que movilice a todo el mundo!
Ni siquiera me han cortado el teléfono. ¡Con los triunfos que
tenían en la mano…! ¡Menudos principiantes!
Prosiguió diciendo que aquellos militares habían confiado
605
demasiado en la trasnochada idea de la obediencia, según la cual
cualquier orden es ejecutada con toda naturalidad por los
oficiales subordinados y las tropas. Sólo eso ya habría
condenado el golpe al fracaso, pues, añadió con una satisfacción
singularmente fría, en los últimos años los alemanes habían sido
educados por el Estado nacionalsocialista para pensar
políticamente.
—Hoy ya no se los puede someter como muñecos a las
órdenes de una camarilla de generales. —Goebbels se detuvo
repentinamente al llegar a este punto. Y añadió, como si le
molestara mi presencia—: Tengo que hablar a solas de unas
cuantas cosas con el Reichsführer, mi querido señor Speer.
Buenas noches.
•••
Al día siguiente, 21 de julio, los ministros más importantes
fueron llamados al cuartel general de Hitler para felicitarlo. En
mi invitación se me indicaba que llevara conmigo a Dorsch y
Saur, mis dos principales colaboradores. La petición era insólita,
tanto más cuanto que los demás ministros llegaron sin
acompañamiento. Durante la recepción, Hitler los saludó de
forma ostensiblemente cordial, mientras que al pasar junto a mí
me estrechó mecánicamente la mano. También el entorno de
Hitler se comportaba de una manera inexplicablemente
reservada. Tan pronto entraba en una habitación, cesaban las
conversaciones y los presentes se retiraban o se apartaban.
Schaub, el asistente civil de Hitler, me dijo con mirada
significativa:
—Ahora sabemos quién estaba detrás del atentado.
Y dicho esto me dejó plantado. No logré averiguar nada
más. Saur y Dorsch incluso fueron invitados sin mí al té
nocturno del entorno íntimo. Todo era inquietante y yo me
sentía muy intranquilo.
606
Keitel, en cambio, había vencido definitivamente las
sospechas que quienes rodeaban a Hitler habían expresado en las
últimas semanas. Según contaba Hitler, tras levantarse del polvo
inmediatamente después del atentado y ver que éste se
encontraba en pie, ileso, se precipitó hacia él exclamando:
«¡Mein Führer, está vivo, está vivo!», y lo abrazó con vehemencia
sin respetar ninguna convención. Estaba claro que después de
esto Hitler ya no lo dejaría de su mano, sobre todo teniendo en
cuenta que Keitel le parecía el hombre apropiado para tomar
dura venganza de los conjurados.
—Keitel ha estado a punto de morir. No va a tener
compasión.
Al día siguiente Hitler volvió a mostrarse más amable
conmigo y su entorno hizo lo mismo. Presidida por él, se
celebró en la casa de té una reunión en la que participé al lado
de Keitel, Himmler, Bormann y Goebbels. Aunque sin
declararlo así, Hitler había hecho suya la idea que yo le había
propuesto por escrito quince días antes y nombró a Goebbels
«apoderado del Reich para la guerra total»[338]. Su salvación lo
empujaba a tomar decisiones. En pocos minutos se alcanzaron
objetivos por los que Goebbels y yo habíamos luchado durante
más de un año.
Acto seguido, Hitler se centró en los acontecimientos de los
últimos días y dijo con expresión de triunfo que había llegado
por fin el gran giro positivo de la guerra. Según él, había
quedado atrás la época de la traición; unos generales nuevos y
mejores iban a tomar el mando. Prosiguió diciendo que ahora se
daba cuenta de que Stalin, con su proceso contra Tujachevski,
había dado un paso decisivo para llevar adelante la guerra con
éxito. Al liquidar al Estado Mayor, había dejado sitio a gente
fresca que ya no procedía de la época de los zares. Siempre había
tenido por falsas las acusaciones formuladas en el año 1937,
607
durante los procesos de Moscú; sin embargo, después de la
experiencia del 20 de julio, se preguntaba si no habría habido
algo de verdad en todo aquello. Aunque seguía sin tener pruebas
concretas, siguió diciendo, no podía excluir la posibilidad de
que los dos Estados Mayores hubieran conspirado
conjuntamente.
Todos dijeron estar de acuerdo. Goebbels se dedicó
entonces a verter frases despectivas y burlas sobre el generalato.
Cuando traté de matizar su postura, enseguida se encaró
conmigo con dureza y hostilidad. Hitler escuchaba en
silencio[339].
El hecho de que el general Fellgiebel, jefe de transmisiones,
fuera también uno de los conjurados dio ocasión a Hitler para
un exabrupto en el que se mezclaban la satisfacción, la cólera y
el triunfo con la conciencia de su propia justificación:
—Ahora sé por qué en los últimos años han fracasado todos
mis grandes planes en Rusia. ¡Todo era traición! ¡Sin esos
traidores, hace mucho tiempo que habríamos vencido! ¡Ésta es
mi justificación ante la Historia! ¡Ahora hay que comprobar sin
falta si Fellgiebel tenía contacto directo con Suiza para
comunicar desde allí todos mis planes a los rusos! Hay que
emplear todos los medios para interrogarlo… ¡He vuelto a tener
razón! ¿Quién quería creerme cuando me oponía a todo intento
de unificar la jefatura de la Wehrmacht? ¡Gobernada por una
sola mano, la Wehrmacht es un peligro! ¿Siguen pensando que
fue casualidad que hiciera organizar la mayor cantidad posible
de divisiones de las Waffen-SS? Yo sé por qué he dado esa orden
contra toda resistencia… Por eso nombré a un inspector general
de las tropas acorazadas: todo lo hice única y exclusivamente
para dividir aún más al Ejército de Tierra.
Luego montó en cólera al hablar de los conjurados; iba a
«exterminarlos y aniquilarlos» a todos. Entonces se le ocurrieron
608
varios nombres de personas que se le habían enfrentado de algún
modo y a las que ahora incluía en el círculo de los conjurados.
Schacht, por ejemplo, había sido un saboteador en el campo de
los armamentos. Por desgracia, él siempre se había mostrado
demasiado tolerante. Ordenó que se detuviera enseguida a
Schacht.
—También Hess será ahorcado sin miramientos,
exactamente igual que esos cerdos, esos oficiales criminales. Fue
él quien dio el primer ejemplo de traición.
Después de esos exabruptos, Hitler se tranquilizaba. Con el
alivio de alguien que acaba de superar un tremendo peligro,
habló de las circunstancias que habían originado el atentado, del
giro que éste había dado a la situación y de la victoria, ahora ya
cercana. Lleno de euforia, extrajo una nueva confianza del
fracaso del atentado y también nosotros nos dejamos convencer
demasiado fácilmente por su optimismo.
Poco después del 20 de julio quedó terminado el bunker
cuyas obras habían obligado a Hitler a celebrar la conferencia en
mi barracón el día del atentado. Si hay algo que se pueda
considerar símbolo de una situación y que se exprese por medio
de un edificio, eso era el bunker de Hitler: semejante por fuera a
un monumento funerario del Egipto faraónico, en realidad sólo
era un gran bloque de hormigón carente de ventanas, sin
entrada de aire directa, cuya sección presentaba un espacio útil
muchísimo menor que el que ocupaban las masas de hormigón.
Hitler vivía, trabajaba y dormía en aquella tumba. Parecía como
si los muros de cinco metros de espesor que lo rodeaban
también lo separaran en sentido metafórico del mundo exterior
y lo encerraran en su propio delirio.
Aproveché mi estancia en el cuartel general para hacer una
visita de despedida al jefe del Alto Estado Mayor del Ejército de
Tierra, Zeitzler, que había sido destituido de su cargo la misma
609
noche del 20 de julio. Me dirigí a su cercano cuartel general sin
poder evitar que Saur me acompañara. Durante nuestra
conversación se presentó el asistente de Zeitzler, teniente
coronel Günther Smend, que sería ajusticiado unas semanas más
tarde. Saur concibió sospechas al instante:
—¿Se ha fijado en la mirada de complicidad que han
intercambiado al saludarse?
Repliqué enojado con un «no». Poco después, cuando
Zeitzler y yo nos quedamos solos, supe que Smend venía de
Berchtesgaden, donde había vaciado la caja fuerte del Estado
Mayor. Precisamente el hecho de que Zeitzler me hablara de
ello con tanta tranquilidad confirmó mi impresión de que los
conjurados no lo habían iniciado en sus intrigas. Nunca he
sabido si Saur comunicó a Hitler su observación.
Regresé a Berlín a primeras horas de la mañana del 24 de
julio, tras haber permanecido tres días en el cuartel general del
Führer.
•••
Kaltenbrunner, capitán general de las SS y jefe de la
Gestapo, se presentó en mi domicilio, donde no había estado
nunca antes. Lo recibí tumbado, pues la pierna volvía a
dolerme. Kaltenbrunner, tan peligrosamente cordial ahora como
durante la noche del 20 de julio, pareció mirarme inquisitivo.
Sin mayores preámbulos, comenzó:
—En la caja fuerte de la Bendlerstrasse hemos encontrado la
lista del Gobierno del 20 de julio. Figura usted en ella como
ministro de Armamentos.
Me preguntó si sabía algo del cargo que me había sido
asignado por los conjurados; por lo demás, se mostró correcto y
con su buena educación habitual. Quizá puse una cara tan
consternada ante su revelación que se convenció de que lo que
yo decía era cierto. Pronto renunció a seguir haciendo pesquisas
610
y, en vez de eso, sacó un documento del bolsillo: el plan de
organización del Gobierno golpista. Parecía obra de un oficial,
pues la estructuración de la Wehrmacht había sido estudiada
con particular esmero. Un «Alto Estado Mayor» abarcaba las
tres ramas de la Wehrmacht. Subordinado a él se encontraba el
comandante en jefe del Ejército, que al mismo tiempo era el jefe
supremo de todo lo relacionado con los armamentos.
Dependiente de éste y entre otras muchas casillas, limpiamente
escrito con letra de imprenta leí: «Armamentos: Speer». Un
escéptico había escrito al lado con lápiz: «Si es posible»,
añadiendo un signo de interrogación. Este desconocido, y el
hecho de que no hubiera aceptado la invitación de Fromm para
comer en la Bendlerstrasse el 20 de julio, me salvaron.
Curiosamente, Hitler nunca me habló de ello[340].
Por supuesto, en aquel entonces me pregunté qué habría
hecho si el golpe del 20 de julio hubiera triunfado y me
hubiesen invitado a seguir desempeñando mi cargo. Es posible
que lo hubiese hecho durante un período de transición, aunque
no sin reservas. Con todo lo que sé hoy sobre las personas y los
motivos de la conjura, creo que mi colaboración con ellos me
habría desligado en poco tiempo de mis vínculos con Hitler y
me habría ganado para su causa. Sin embargo, precisamente esos
vínculos habrían hecho muy problemático en el primer
momento que yo estuviera en el Gobierno y me lo habrían
imposibilitado ante mí mismo, pues una consideración moral
acerca de la naturaleza del régimen y de mi posición personal en
él tendría que haber comportado que en la Alemania posterior a
Hitler no fuera imaginable que yo ocupara un puesto dirigente.
•••
Aquella misma tarde, al igual que se hizo en todos los
Ministerios, organizamos un acto de adhesión que se celebró en
la sala de reuniones y al que asistieron los colaboradores más
611
relevantes. No duró más de veinte minutos. En él pronuncié el
más vacilante y débil de mis discursos. Mientras que hasta
entonces había solido evitar las fórmulas estereotipadas, en
aquella ocasión resalté con vehemencia la grandeza de Hitler y
nuestra fe en él, y acabé por primera vez un discurso con un
«Sieg Heil!». Nunca había tenido necesidad de recurrir a esos
bizantinismos, tan opuestos a mi temperamento como a mi
arrogancia. Pero ahora me sentía inseguro, comprometido y, a
pesar de todo, implicado en turbios procesos.
Desde luego, mis temores no carecían de fundamento.
Circulaban rumores de que me habían detenido, mientras que
otros pretendían saberme ya ajusticiado; era un síntoma de que
la opinión pública, que subsistía a pesar de todo, veía peligrar
mi posición[341].
Todos estos temores se disiparon cuando Bormann me
transmitió la invitación a dar una nueva charla sobre armamento
el 3 de agosto, durante una reunión de jefes regionales en
Poznan. Los asistentes todavía estaban bajo la impresión del 20
de julio; a pesar de que la invitación me rehabilitaba de forma
oficial, tropecé desde el principio con una helada reserva. Me
hallé sólo entre los numerosos jefes regionales que se habían
reunido allí. Nada podía definir mejor la situación que unas
palabras que dijo Goebbels aquella mañana a los jefes regionales
y nacionales del Partido que lo rodeaban:
—Ahora sabemos por fin dónde está Speer[342].
Precisamente en julio de 1944 nuestra producción de
armamentos había alcanzado su punto culminante. Para no
irritar de nuevo a los jefes del Partido y perjudicar aún más mi
posición, esta vez me mostré muy cauteloso con las
observaciones genéricas y en cambio volqué sobre ellos un alud
de cifras que demostraban el éxito alcanzado hasta entonces con
nuestra actividad y el cumplimiento de los nuevos programas
612
que Hitler había confiado a mi Ministerio. Todo aquello se
dirigía a demostrar incluso a los jefes del Partido que mi aparato
y yo éramos insustituibles. Logré relajar un poco la tensión
reinante cuando, recurriendo a numerosos ejemplos, demostré
que la Wehrmacht disponía de grandes reservas que no estaban
siendo utilizadas. Goebbels gritó: «¡Sabotaje, sabotaje!»,
evidenciando así hasta qué punto, desde el 20 de julio, la
dirección del Partido veía traiciones, conjuras y perfidias por
todas partes. Con todo, los jefes regionales quedaron
impresionados por mi informe de rendimiento.
Después, los asistentes fueron desde Poznan al cuartel
general, donde al día siguiente Hitler les dirigió la palabra en la
sala de proyecciones. Me invitó expresamente a participar en la
reunión, aunque, de acuerdo con mi categoría oficial, no
pertenecía a aquel círculo[343]. Tomé asiento en la última fila.
Hitler habló sobre las consecuencias del 20 de julio,
atribuyó de nuevo los fracasos que había sufrido hasta entonces
a la traición de los oficiales del ejército y se mostró lleno de
esperanza ante el futuro: dijo haber adquirido ahora una
confianza «como jamás la he sentido en mi vida»[344]. Añadió
que hasta aquel momento todos sus esfuerzos habían sido
saboteados, pero ahora se había descubierto y eliminado por fin
la camarilla de criminales, por lo que quizá esta intentona fuera
un acontecimiento prometedor para nuestro futuro. Hitler, por
lo tanto, no hizo sino repetir casi palabra por palabra lo que
había dicho ya, ante un círculo más reducido, justo después del
fracaso del golpe. Yo ya estaba a punto, a pesar de todas mis
reservas, de dejarme prender por la magia de sus palabras
cuando pronunció unas frases que, como si hubiera recibido un
latigazo, me despertaron de mi autoengaño:
—Si el pueblo alemán sucumbe en esta lucha, será que ha
sido demasiado débil. En ese caso, no habrá superado su prueba
613
ante la Historia y únicamente estará destinado al
hundimiento[345].
Sorprendentemente, en aquel discurso Hitler, rompiendo su
costumbre de no destacar a ningún colaborador, hizo alusión a
mi trabajo y a mis méritos. Es posible que supiera o sospechara
que, teniendo en cuenta la postura hostil de los jefes regionales,
era necesario que me rehabilitara si quería que continuara
teniendo éxito en mi trabajo en el futuro, y de aquel modo
demostró de una forma inequívoca a los dirigentes del Partido
que sus relaciones conmigo no se habían enfriado después del
20 de julio.
Aproveché la renovada firmeza de mi posición para ayudar a
conocidos y colaboradores que se habían visto afectados por la
ola de persecuciones provocada por el atentado del 20 de
julio[346]. Saur, en cambio, denunció a dos altos oficiales de la
Dirección General de Armamentos del Ejército de Tierra, el
general Schneider y el coronel Fichtner, cuya detención fue
ordenada por Hitler inmediatamente. A pesar de todo, Saur sólo
le había hablado de unas supuestas declaraciones de Schneider
en las cuales este habría dicho que él, Hitler, no estaba
capacitado para juzgar sobre cuestiones técnicas; para detener a
Fichtner bastó que no hubiese impulsado con toda energía la
fabricación del nuevo tipo de tanques que le solicitó al principio
de la guerra, lo cual lo hizo sospechoso de sabotaje. Sin
embargo, la inseguridad de Hitler hizo que se manifestara
conforme de inmediato en poner en libertad a aquellos dos
oficiales cuando intercedí por ellos[347], si bien puso la condición
de que no volvieran a trabajar en la Dirección General de
Armamentos del Ejército de Tierra.
Un ejemplo que demuestra la inquietud que embargó a
Hitler por la supuesta falta de fiabilidad de sus oficiales fue el
acontecimiento que viví el 18 de agosto en el cuartel general.
614
Durante un viaje que había emprendido tres días antes a la zona
ocupada por el VIII Ejército, el mariscal Kluge, comandante en
jefe del frente occidental, estuvo ilocalizable durante varias
horas. Al tener noticia de que Kluge se había aproximado al
frente acompañado únicamente por su asistente, que llevaba un
transmisor, Hitler comenzó a hacer suposiciones que se fueron
concretando hasta que ya no le cupo ninguna duda de que
Kluge se había dirigido a un lugar prefijado donde, opinaba él,
habrían de celebrarse unas negociaciones pactadas con los
aliados occidentales para la capitulación de los ejércitos
alemanes del frente del Oeste; si las negociaciones no se
efectuaron, decía, era sólo porque un ataque aéreo había
interrumpido el viaje del mariscal y había hecho fracasar sus
traidoras intenciones. Cuando llegué al cuartel general, Hitler ya
había destituido a Kluge y le había ordenado presentarse ante él.
Cuando finalmente se recibió la noticia de que el mariscal había
muerto durante el viaje a consecuencia de un ataque cardíaco,
Hitler, guiándose por su sexto sentido, ordenó inmediatamente
que la Gestapo practicara la autopsia al cadáver. Cuando se
demostró que la muerte había sido causada por un veneno,
Hitler se mostró triunfal: ahora estaba completamente
convencido de los traidores manejos de Kluge, a pesar de que
antes de suicidarse el mariscal le había dejado una carta en la
que le aseguraba su fidelidad hasta la muerte.
Durante esta estancia en el cuartel general vi, en la mesa de
mapas de Hitler, los informes de los interrogatorios efectuados
por Kaltenbrunner. Un asistente de Hitler con quien me unía
una relación de amistad me los dejó dos noches enteras para que
los leyera, porque yo seguía sin sentirme seguro. Mucho de lo
que antes del 20 de julio se habría considerado una crítica
justificada, ahora constituía una prueba de cargo. Sin embargo,
ninguno de los detenidos había declarado contra mí. Los
conjurados tan sólo habían tomado de mí el remoquete de
615
«asnos cabeceantes» con que yo había bautizado a los miembros
del entorno de Hitler que decían amén a todo.
En aquellos días también había sobre la mesa un montón de
fotografías. Un día las tomé distraídamente, pero volví a dejarlas
enseguida. En la primera foto se veía a un hombre ahorcado;
llevaba ropas de presidiario con una amplia franja de tela de
color en los pantalones. Un jefe de las SS que se encontraba a
mi lado me explicó:
—Es Witzleben. ¿Quiere ver también las otras? Son
fotografías de las ejecuciones.
Por la noche se proyectaron películas de las ejecuciones en la
sala de proyección. Yo no podía ni quería verlas. Para no llamar
la atención, pretexté estar sobrecargado de trabajo, pero vi entrar
en la sala a mucha gente, sobre todo paisanos y jefes de poca
categoría de las SS. Sin embargo, no vi a un solo oficial de la
Wehrmacht.
616
CAPÍTULO XXVII
LA OLA DE OCCIDENTE
Cuando, a primeros de julio, propuse a Hitler que encomendara
a Goebbels, en vez de al ineficaz triunvirato, ocuparse de los
problemas derivados de la implicación bélica total de Alemania,
no podía imaginar que unas semanas después el entendimiento
que existía entre Goebbels y yo se habría roto, muy en perjuicio
mío, a causa de la pérdida de prestigio que yo había sufrido por
haber sido candidato de los conjurados. Además, eran cada vez
más numerosos los jefes del Partido que opinaban que las
pasadas derrotas se debían sobre todo a la insuficiente
intervención del Partido. Incluso habrían designado ellos
mismos a los generales. Los jefes regionales se lamentaban
abiertamente de que en 1934 las SA hubieran sido supeditadas a
la Wehrmacht; en los antiguos esfuerzos de Röhm por formar
un ejército popular veían ahora una oportunidad perdida; un
ejército popular habría sabido forjar a tiempo un cuerpo de
oficiales impregnado del espíritu nacionalsocialista, y ahora
atribuían a su falta los fracasos de los últimos años. El Partido
creía que ahora, por fin, debía hacer presión por lo menos en el
sector civil y dar órdenes rigurosas y enérgicas al Estado y a
todos nosotros.
Una semana después de la reunión con los jefes regionales
en Poznan, el jefe de la Comisión Principal de Armas, Tix, me
manifestó que «los jefes regionales, los mandos de las SA y otros
estamentos del Partido, repentinamente y sin consulta previa»,
617
estaban tratando de intervenir en las empresas. Tres semanas
después, debido a la intromisión del Partido, había surgido «un
mando doble». Las centrales de armamentos estaban sometidas
«en parte a la presión de los jefes regionales, cuyas arbitrarias
intervenciones daban lugar a una confusión que clamaba al
cielo»[348].
Los jefes regionales se vieron animados en su ambición y en
sus actividades por Goebbels, quien de pronto se sentía menos
ministro del Reich que jefe del Partido y, apoyado por Bormann
y Keitel, preparaba amplias movilizaciones. Era de esperar que
aquellas arbitrariedades causaran graves perturbaciones en la
producción de armamentos. El 30 de agosto de 1944
comuniqué a los jefes de sección que pensaba hacer responsables
de los suministros de armamentos a los jefes regionales[349].
Quería capitular.
Entre otras cosas, me había quedado indefenso; ni a mí ni a
la mayoría de los ministros nos quedaba la posibilidad de
exponer a Hitler tales sucesos, sobre todo si afectaban al Partido.
En cuanto la conversación tomaba un rumbo desagradable, él la
eludía. Últimamente me resultaba más eficaz presentarle mis
quejas por escrito.
Éstas se dirigieron contra las crecientes intromisiones del
Partido. El 20 de septiembre escribí a Hitler una extensa carta
en la que le expuse sin rodeos todos los reproches que me hacía
el Partido, sus esfuerzos por prescindir de mí y desautorizarme,
sus suspicacias y sus tácticas vejatorias.
Los sucesos del 20 de julio, le decía en mi carta, «habían
alimentado nuevamente la desconfianza hacia la lealtad de mi
extenso círculo de colaboradores industriales». Además, el
Partido estaba convencido de que mi entorno más inmediato era
«reaccionario, con intereses económicos particulares y contrario
al Partido». Goebbels y Bormann me habían dicho claramente
618
que la autorresponsabilización de la industria que yo había
creado y mi propio Ministerio podían considerarse «focos de
atracción de economistas reaccionarios y hasta hostiles al
Partido». Yo no me sentiría «lo bastante fuerte para ejecutar con
éxito y sin obstáculos mi propio trabajo, ni tampoco podrán
hacerlo mis colaboradores, si ha de medirse con un rasero de
política partidista»[350].
Sólo bajo dos condiciones, seguía diciendo en mi carta,
estaría dispuesto a acceder a que el Partido interviniera en la
organización armamentista; tanto los jefes regionales como los
delegados económicos de Bormann en las distintas regiones
(asesores económicos regionales) deberían estar directamente
subordinados a mí en todos los asuntos del armamento. Debería
haber «claridad sobre la jerarquía de mando y sobre la
jurisdicción»[351]. Además, exigía que Hitler apoyara de nuevo el
principio con arreglo al cual yo había orientado la industria de
armamentos: «Es preciso decidir categóricamente si en el futuro
debe seguir rigiendo el principio de autorresponsabilización de
la industria, basado en la confianza hacia los empresarios, o si la
industria ha de ser dirigida por otro sistema. En mi opinión,
debe mantenerse la responsabilidad de los empresarios,
acentuándola todo lo posible. No debe cambiarse un sistema
que ha demostrado su eficacia», concluía, pero consideraba
necesario que se tomara una decisión «que indicara claramente,
incluso de cara al exterior, qué dirección iba a tomar el gobierno
económico en el futuro».
•••
El 21 de septiembre me presenté en el cuartel general y
entregué mi escrito a Hitler, quien lo leyó en silencio. Sin darme
respuesta alguna, oprimió el timbre y pasó el documento a su
asistente, con la indicación de que se lo entregara a Bormann. Al
mismo tiempo encargó a su secretario que dictaminara junto a
619
Goebbels, que se encontraba en el cuartel general, sobre el
contenido del escrito. Aquello era mi derrota definitiva. Por lo
visto, Hitler se había cansado de intervenir en aquellas disputas
que le resultaban tan confusas.
Horas después, Bormann me llamó a su despacho, situado a
pocos pasos del bunker de Hitler. Iba en mangas de camisa, con
los tirantes sobre su torso voluminoso. Goebbels, en cambio,
vestía impecablemente. Invocando el decreto de Hitler de 25 de
julio, el ministro me espetó que pensaba hacer uso ilimitado de
los plenos poderes que lo facultaban para darme órdenes.
Bormann se mostró de acuerdo: yo debía someterme a
Goebbels. Por lo demás, me prohibía todo intento de influir en
Hitler. Llevaba aquel enfrentamiento, cada vez más
desagradable, en tono grosero, mientras Goebbels escuchaba con
aire amenazador y hacía comentarios cínicos ocasionales.
Aquella iniciativa por la que yo tanto había luchado era una
realidad, aunque adoptaba la forma más inesperada, la
connivencia entre Goebbels y Bormann.
Dos días después, Hitler, que había guardado silencio
respecto a mis peticiones, me dio pruebas de su buena
disposición y firmó un llamamiento, redactado por mí y
destinado a los directores de las fábricas, que, en el fondo, no era
sino la concesión de lo que le había pedido en mi carta. En
circunstancias normales, esto habría equivalido a un triunfo
sobre Bormann y Goebbels. En aquellos momentos, sin
embargo, la autoridad de Hitler dentro del Partido distaba de
ser sólida. Los jerarcas más fanáticos se limitaron a hacer caso
omiso del llamamiento y siguieron entrometiéndose a su antojo
en la economía; eran los primeros síntomas de una
descomposición que ahora también atacaba al aparato del
Partido y a la lealtad de sus líderes. La lucha sorda, cada vez más
enconada, que siguió librándose en las semanas siguientes no
hizo sino acentuar estos síntomas[352]. Naturalmente, el propio
620
Hitler tenía parte de culpa en su pérdida de autoridad. Se
mostraba impotente entre las peticiones de más soldados con
que lo asediaba Goebbels y las mías para aumentar la
producción de armamento, accedía a unas y a otras, dando así
su conformidad a órdenes contradictorias hasta que las bombas
y el avance de los ejércitos enemigos las hicieron totalmente
inocuas, quitaron todo sentido a aquel forcejeo y, por último,
convirtieron la cuestión de la autoridad de Hitler en algo
superfluo.
•••
Acosado en igual medida por la política interior y por el
enemigo exterior, encontraba un gran alivio cada vez que podía
alejarme de Berlín. Pronto empecé a prolongar cada vez más mis
visitas al frente. Desde luego, nada podía hacer para mejorar el
suministro, pues las experiencias que ahora recogía ya no tenían
ninguna utilidad. Sin embargo, esperaba que mis observaciones
y los informes que me daban los comandantes me permitieran
influir en algunas medidas del cuartel general.
Sin embargo, en conjunto puede decirse que mis informes,
tanto de palabra como por escrito, no surtieron el menor efecto
a medio plazo. Por ejemplo, muchos generales del frente con los
que hablé me pidieron que renovara sus viejas unidades
proveyéndolas de nuevas armas y tanques de nuestra todavía
abundante producción. Pero Hitler y su nuevo comandante en
jefe del Ejército de Reserva, Himmler, opinaban, contra toda
argumentación, que las tropas rechazadas por el enemigo habían
perdido su espíritu de resistencia y, por lo tanto, era preferible
formar a toda prisa nuevas unidades, las llamadas Divisiones de
Infantería del Pueblo. Como dijeron con reveladora metáfora,
había que dejar que las divisiones que ya estaban diezmadas se
«desangraran» del todo.
A fines de septiembre de 1944, durante una visita a una
621
división blindada de instrucción en Bitburg, pude comprobar
las consecuencias de este sistema. Su comandante, curtido por
muchos años de guerra, me mostró el campo de batalla en el que
pocos días antes se había consumado una tragedia con una
brigada acorazada inexperta. Insuficientemente adiestrados,
durante la marcha, a causa de un avance incorrecto, habían
perdido diez de los treinta y dos nuevos tanques Pantera. Los
veintidós restantes fueron conducidos al campo de batalla tan
desacertadamente, según me demostró el comandante, que
quince de ellos fueron destruidos por una unidad de artillería
antitanque americana con tanta facilidad como si estuvieran en
un campo de pruebas.
—Era la primera batalla de esta unidad, recién formada. ¡Lo
que habrían podido hacer mis veteranos con todos esos tanques!
—dijo el capitán con amargura.
Al terminar de explicarle el caso a Hitler, comenté
irónicamente que «la creación de nuevas unidades está muchas
veces en franca desventaja frente a la renovación de las
existentes»[353]. Pero Hitler no se dejó impresionar. Durante una
reunión estratégica afirmó que sabía por experiencia que los
soldados sólo cuidan bien sus armas cuando se escatima en los
suministros.
Otras visitas me demostraron que en el frente occidental se
trataba a veces de llegar a acuerdos con el enemigo respecto a
temas puntuales. Cerca de Arnheim encontré enfurecido a
Bittrich, general de las Waffen-SS; su II Cuerpo Acorazado
había tenido la víspera un encuentro con la División
Aerotransportada británica. Durante la lucha, el general había
establecido con los ingleses un acuerdo que los autorizaba a
gestionar un hospital de campaña situado tras las líneas
alemanas. Funcionarios del Partido habían dado muerte a los
pilotos ingleses y americanos, por lo que los esfuerzos de Bittrich
622
quedaban desautorizados. Los duros reproches que oí aquel día
contra el Partido resultaban muy sorprendentes porque
procedían de un general de las SS.
También el coronel Engel, antiguo asistente de Hitler para
el Ejército de Tierra que ahora mandaba la 12.a División de
Infantería en Duren, había establecido por propia iniciativa un
acuerdo con el enemigo para retirar a los heridos durante las
treguas. No era aconsejable hablar de estos acuerdos en el
cuartel general, pues era bien sabido que Hitler los consideraba
prueba de debilidad. Todos lo habíamos oído hablar en tono
sarcástico de la supuesta caballerosidad de los oficiales prusianos.
Por el contrario, según él, la dureza e implacabilidad con que
ambos bandos luchaban en el Este acrecentaban el espíritu de
resistencia del soldado, al no dar cabida a cuestiones
humanitarias.
Recuerdo un solo caso en el que Hitler consintió, aunque
contra su voluntad, en llegar a un acuerdo con el enemigo. A
fines de otoño de 1944, la flota británica dejó incomunicadas a
las tropas alemanas que se encontraban en las islas griegas. A
pesar de la absoluta superioridad naval de los ingleses, las
unidades alemanas pudieron ser transportadas sin contratiempos
a tierra firme y algunas de ellas cruzaron ante la vista de los
navíos ingleses. En compensación, los alemanes habían accedido
a emplear aquellas tropas para defender Salónica de los rusos
hasta que pudieran tomarla los ingleses. Cuando terminó la
operación, que había sido propuesta por Jodl, Hitler declaró:
—No volveremos a prestarnos a nada semejante.
•••
En septiembre de 1944, los generales del frente, los
industriales y los jefes regionales del sector occidental esperaban
que los ejércitos ingleses y americanos aprovecharían al máximo
su superioridad y arrollarían a nuestras fuerzas, cansadas y casi
623
sin armas, en una ofensiva sin tregua[354]. Nadie contaba ya con
poderlos detener, nadie que conservara el sentido de la realidad
confiaba en un «milagro del Marne» a favor nuestro.
Competía a mi Ministerio preparar la destrucción de todo
tipo de instalaciones industriales, incluso en los territorios
ocupados. En nuestras retiradas de la Unión Soviética, Hitler
había dado la orden de amargar en cierto modo al enemigo la
recuperación de territorio recurriendo al procedimiento de la
«tierra quemada». Tampoco vaciló en dar instrucciones análogas
para los territorios ocupados occidentales en cuanto los ejércitos
de invasión empezaron a avanzar desde la cabeza de puente de
Normandía. En un principio, esta política de destrucción se
fundaba en frías razones operativas. Había que impedir que el
enemigo consolidara sus posiciones, que obtuviera refuerzos en
los territorios liberados, que utilizara los servicios técnicos de
reparación y los suministros de gas y electricidad y que, más a
largo plazo, pudiera levantar una industria armamentista.
Mientras el final de la guerra fue imprevisible, estos
procedimientos me parecieron justificados, pero perdieron
sentido desde el momento en que la derrota pareció ineluctable
y próxima.
Ante lo desesperado de la situación, era natural que yo
tratara de evitar innecesarios destrozos que harían más difícil la
futura reconstrucción; el espíritu apocalíptico que iba
impregnando a ojos vistas al séquito de Hitler no se apoderó de
mí. Por medio de un ardid asombrosamente sencillo, conseguía
una y otra vez vencer con sus propios argumentos a Hitler, que
cada día se mostraba más brutal y obstinado en la organización
de la catástrofe. Puesto que hasta en las situaciones más
calamitosas insistía en que los territorios perdidos serían
reconquistados enseguida, no tenía más que hacer hincapié en
que entonces volveríamos a necesitar las industrias que allí había
para mantener nuestros suministros de armamento.
624
Al comienzo de la invasión, el 20 de junio, cuando los
americanos rompieron el frente defensivo alemán y cercaron
Cherburgo, este argumento hizo que Hitler decidiera que «a
pesar de las actuales dificultades de transporte en el frente», de
ningún modo había que pensar en «renunciar al potencial
industrial de la zona»[355]. Al mismo tiempo, esto permitió al
comandante militar eludir una orden anterior de Hitler para
que, en el caso de que se produjera una invasión, fueran
deportados a Alemania un millón de obreros franceses de las
industrias protegidas[356].
Sin embargo, ahora Hitler volvía a hablar de la necesidad de
destruir por completo la industria francesa. A pesar de ello, el 19
de agosto, cuando las tropas aliadas todavía estaban al noroeste
de París, obtuve su consentimiento para que las industrias y
centrales eléctricas que cayeran en manos del enemigo fueran
únicamente paralizadas, no destruidas[357].
Con todo, me fue imposible conseguir que Hitler tomara
una decisión general a este respecto; tenía que servirme en cada
caso del argumento, de peor gusto cada vez, de que nuestras
retiradas sólo eran transitorias.
Cuando, a fines de agosto, las tropas enemigas se
aproximaban a la cuenca minera de Longwy y Brie, la situación
tomó un cariz distinto porque, como el territorio de Lorena ya
había sido prácticamente anexionado por el Reich en 1940, tuve
que vérmelas por primera vez con la jurisdicción de un jefe
regional. Era inútil que tratara de convencerlo de que cediera al
adversario el territorio intacto, así que me dirigí directamente a
Hitler y fui autorizado a conservar las minas de hierro y las
industrias e informar de ello al jefe regional competente[358].
A mediados de septiembre de 1944, Röchling me comunicó
en Sarrebruck que habíamos entregado las minas francesas en
perfecto estado de explotación. Pero, casualmente, la central
625
eléctrica que alimentaba las bombas de las minas estaba en
nuestro lado del frente. Röchling me preguntó cautelosamente si
podría suministrar energía a las bombas por la línea de alta
tensión, que permanecía intacta. Yo accedí, como había
accedido también a la proposición de un comandante de enviar
fluido eléctrico a Lieja, ya en manos del enemigo, con destino a
los hospitales y centros sanitarios de la zona, dado que el
desplazamiento del frente había aislado a la ciudad de sus
fuentes de suministro.
Pocas semanas después, en la segunda mitad de septiembre,
tuve que tomar una decisión sobre lo que debía ocurrir con la
industria alemana. Por supuesto, los industriales no estaban
dispuestos a permitir que se destruyeran sus fábricas; por
asombroso que pueda parecer, algunos jefes regionales de los
territorios amenazados se solidarizaron con ellos. Empezó
entonces una etapa singular. En aquellas conversaciones de
doble intención, llenas de trampas y de evasivas, cada uno
exploraba las intenciones del otro, se establecían complicidades
y, por fin, cada cual se ponía en manos del otro.
A fin de preparar el terreno, por si a Hitler le llegaban
noticias de que en el frente alemán no se estaban llevando a
cabo las destrucciones, en el informe de un viaje que efectué
entre el 10 y el 14 de septiembre le comuniqué que los
industriales podían seguir trabajando bastante bien a muy poca
distancia del frente. Por ejemplo, en la ciudad próxima al frente
de Aquisgrán había una fábrica que producía cuatro millones de
proyectiles mensuales para la infantería, y traté de hacer que mis
propuestas fueran creíbles para Hitler diciendo que sería muy
conveniente que dicha fábrica siguiera produciendo hasta el
último momento, incluso bajo el fuego enemigo, para abastecer
a las tropas que combatían en el sector. Añadí que no tendría
sentido paralizar las explotaciones de coque de Aquisgrán
cuando éstas permitían seguir asegurando el suministro de gas a
626
Colonia al tiempo que producían varias toneladas diarias de
benzol, que nos servían para cubrir las necesidades de esas
tropas. Sería igualmente un error inutilizar las centrales
eléctricas situadas cerca del frente, ya que tanto los servicios
postales como las comunicaciones telefónicas dependían de ellas.
Al mismo tiempo, amparándome en decisiones anteriores de
Hitler, cursé un telegrama a todos los jefes regionales para
comunicarles que las instalaciones industriales no debían sufrir
daños[359].
•••
De pronto todo pareció estar de nuevo en peligro. Ya en
Berlín, de regreso de aquel viaje, Liebel, jefe del Departamento
Central, me recibió en la residencia de ingenieros de Wannsee
con la noticia de que se habían cursado a todos los ministerios
importantes órdenes de Hitler según las cuales el principio de
«tierra quemada» debía aplicarse sin restricciones en todo el
territorio alemán.
A fin de protegernos de posibles indiscreciones, nos
sentamos en el jardín de la quinta. Era un día soleado de fines
de verano. Ante nosotros navegaban lentamente los balandros.
Liebel resumió los propósitos de Hitler diciendo que a ningún
alemán se le debía permitir que viviera en los territorios
ocupados por el enemigo. Y quien, pese a todo, se quedara,
debería vegetar en un desierto sin rastro de civilización. No sólo
debían ser destruidas las industrias y las centrales de agua, gas,
electricidad y teléfonos, sino todo lo necesario para seguir
viviendo: la documentación de las tarjetas de racionamiento, las
actas del Registro Civil, las listas de empadronamiento, las
relaciones de cuentas bancarias; también había que destruir las
reservas de alimentos, prender fuego a las granjas y dar muerte al
ganado. Ni siquiera de las obras de arte que habían resistido los
ataques aéreos debía quedar nada: los edificios representativos y
627
monumentos, castillos, palacios, iglesias y teatros estaban
condenados a la destrucción. Unos días antes, el 7 de septiembre
de 1944, apareció, por orden de Hitler, un artículo en el
Völkischer Beobachter que plasmaba en palabras esta explosión de
vandalismo: «Que ninguna espiga alemana alimente al enemigo,
que ninguna boca alemana le dé información, que ninguna
mano alemana le ofrezca ayuda. Que encuentre destruidos todos
los puentes y cerrados todos los caminos. Que sólo le salgan al
encuentro la muerte, la desolación y el odio»[360].
Traté en vano de despertar la compasión de Hitler con el
informe de mi viaje: «En la región de Aquisgrán se ven las tristes
columnas de evacuados que, al igual que en Francia en 1940,
marchan con niños y ancianos. Si las evacuaciones aumentan,
estas escenas se harán cada vez más frecuentes, lo cual aconseja
proceder con prudencia al cursar las órdenes de retirada». Le
instaba también a viajar «al Oeste, para comprobar por sí mismo
la situación… El pueblo espera que lo haga»[361].
Pero Hitler no fue. Cuando se enteró de que el jefe comarcal
de Aquisgrán, Schmeer, no había empleado todos los medios
coercitivos de que disponía para efectuar la evacuación, lo
desposeyó de su cargo, lo expulsó del Partido y lo envió al frente
como soldado raso. Habría sido inútil tratar de convencerlo para
que revocara su decisión y mi autoridad no me permitía actuar
por mi cuenta. Movido por la inquietud y la preocupación,
dicté de improviso un telegrama que, una vez autorizado por
Hitler, debía ser cursado por Bormann a los ocho jefes
regionales del sector occidental. Quería obligar a Hitler a
desmentirse a sí mismo: haciendo caso omiso de las radicales
disposiciones de los últimos días y resumiendo las decisiones
particulares aplicadas hasta entonces, lo invitaba a dar
instrucciones generales. Psicológicamente, mi texto volvía a
apoyarse en la fe de Hitler, auténtica o simulada, en la victoria
final: traté de atraparlo alegando que, si no rectificaba sus
628
órdenes de destrucción, estaba reconociendo que daba la guerra
por perdida y desproveía de fuerza a la exigencia de resistir hasta
el final. Lapidariamente, empezaba diciendo: «El Führer ha
comprobado que en breve podrá reconquistar los territorios
perdidos. Dado que los territorios del Oeste tienen gran
importancia para la producción de armamentos y de material de
guerra en general, durante las retiradas se tomarán las medidas
necesarias para que las industrias de la zona puedan volver a
trabajar a pleno rendimiento. […] Las instalaciones industriales
no deberán ser “paralizadas” hasta el último momento, y lo
serán de forma que queden inutilizadas durante bastante
tiempo. […] Las centrales eléctricas de las cuencas mineras
deberán seguir en funcionamiento, a fin de que el nivel del agua
permita mantener los pozos en las debidas condiciones. Si dejan
de funcionar las bombas y se inundan los pozos, las minas no
podrán volver a explotarse en varios meses». Poco después llamé
por teléfono al cuartel general para preguntar si se le había
presentado el telegrama a Hitler. Efectivamente, ya había sido
cursado, aunque con una rectificación. Supuse que se habría
hecho alguna tachadura aquí y allá y se habría enfatizado el
pasaje que se refería a las medidas de paralización. En realidad,
Hitler había dejado intacto el cuerpo del telegrama y sólo había
hecho una añadidura respecto a su seguridad en la victoria.
Ahora, la segunda frase decía: «La reconquista de una parte de
los territorios perdidos en el Oeste no queda de ningún modo
descartada».
Bormann cursó el telegrama a los jefes regionales con la
siguiente nota: «Por encargo del Führer, adjunto le remito un
escrito del ministro del Reich, Speer, que deberá ser obedecido
sin falta»[362]. El propio Bormann había colaborado. Parecía
comprender mejor que Hitler las devastadoras consecuencias
que podía tener la total destrucción de los territorios que había
que abandonar.
629
Pero, en el fondo, Hitler ya sólo trataba de salvar la cara
cuando hablaba de «la reconquista de una parte de los territorios
perdidos en el Oeste», porque hacía más de una semana que
sabía que, incluso si se lograba estabilizar el frente, la guerra
acabaría en algunos meses por falta de material. Entretanto, Jodl
corroboró con datos estratégicos mis pronósticos del año
anterior relativos a la política de armamentos, expuso que el
ejército ocupaba un área demasiado extensa e ilustró sus
argumentos con la imagen de la serpiente inmovilizada por
haber devorado una presa demasiado grande. Por lo tanto,
proponía abandonar Finlandia, el norte de Noruega, la Italia
septentrional y la mayor parte de los Balcanes, a fin de que, a
costa de reducir los territorios ocupados, pudiéramos elegir
posiciones defensivas geográficamente favorables junto a los ríos
Tisza y Sava y en las estribaciones meridionales de los Alpes.
Esperaba poder liberar así numerosas divisiones. Al principio,
Hitler se resistió a la idea de autoliquidación que implicaba
aquel plan, pero, finalmente, el 20 de agosto de 1944 me
autorizó a estudiar los efectos que podría tener renunciar a las
materias primas de aquellos territorios[363].
Sin embargo, tres días antes de terminar mi informe, el 2 de
septiembre de 1944, Finlandia y la Unión Soviética concertaron
un alto el fuego y conminaron a las tropas alemanas a
abandonar el territorio antes del día 15. Jodl me llamó
enseguida y me preguntó cuál era el resultado de mis cálculos.
Hitler había cambiado de parecer. No quería ni oír hablar de
una retirada voluntaria. Jodl, por el contrario, insistía más que
nunca en retirarse de inmediato de Laponia, aprovechando el
buen tiempo: todas las armas se perderían irremisiblemente si
durante la retirada las tropas eran sorprendidas por las
tormentas de nieve que solían producirse a principios de otoño.
Hitler esgrimió el mismo argumento de un año antes, durante la
disputa sobre el abandono de los yacimientos de manganeso del
630
sur de Rusia:
—Si perdemos las minas de níquel del norte de Laponia, en
unos meses quedará paralizada la producción de armamentos.
Este argumento no resistió mucho tiempo. Tres días
después, el 5 de septiembre, cursé mi informe a Hitler y a Jodl a
través de un mensajero. En él demostraba que no era sólo la
pérdida de los yacimientos de níquel fineses, sino también el
cese de los suministros de mineral de cromo de Turquía, lo que
nos iba a hacer perder materialmente la guerra. Suponiendo que
la producción de armamentos siguiera marchando a pleno
rendimiento —lo cual, teniendo en cuenta los bombardeos, no
era más que una hipótesis—, la última entrega de cromo a la
industria tendría lugar el 1 de junio de 1945. «Habida cuenta
del plazo de almacenaje y elaboración de la industria
manufacturera, toda la producción que dependa del cromo, es
decir, la producción total de armamentos, cesará
irremediablemente el 1 de enero de 1946»[364].
Hacía ya tiempo que las reacciones de Hitler eran
imprevisibles. Yo estaba preparado para una explosión de rabia
impotente, pero aceptó con calma el contenido de mi informe,
no sacó consecuencias de él y, pese a los consejos de Jodl,
demoró el comienzo de la retirada hasta mediados de octubre.
Es probable que, dada la situación militar del momento, tales
previsiones lo dejaran indiferente. Una vez rotos los frentes del
Este y del Oeste, aquella fecha del 1 de enero de 1946 tenía que
parecerle utópica incluso a Hitler.
Por el momento, lo más acuciante era la escasez de
combustible. En julio había comunicado a Hitler que todos los
movimientos tácticos tendrían que cesar en septiembre de 1944
por falta de carburante; ahora se confirmaba la previsión. A fines
de septiembre le escribí: «Una agrupación de cazas, estacionada
cerca de Krefeld, que dispone de 37 aviones en perfecto estado,
631
se ha visto forzada a permanecer inactiva durante dos días a
pesar del buen tiempo; al tercer día ha conseguido veinte
toneladas de carburante y ha podido hacer una corta incursión
hasta Aquisgrán, aunque sólo con veinte aviones». Cuando, al
cabo de poco, aterricé en un campo de aviación situado al este
de Berlín, en Werneuchen, el comandante del centro de
adiestramiento me dijo que los aprendices de vuelo sólo podían
entrenarse una hora a la semana, puesto que aquella unidad no
recibía más que una parte del carburante que necesitaba.
También el Ejército de Tierra estaba casi paralizado por falta
de combustible. A fines de octubre informé a Hitler de mi visita
nocturna al X Ejército, que se encontraba al sur del Po. Encontré
allí «una columna de 150 camiones tirados cada uno por cuatro
bueyes; otros eran remolcados por tanques y tractores». A
principios de diciembre me preocupaba que «la formación de los
pilotos de tanques dejara mucho que desear», debido a «la falta
de carburante para los ejercicios»[365]. Naturalmente, el capitán
general Jodl conocía mejor que yo lo precario de la situación.
Para conseguir las 17 500 toneladas de carburante necesarias
para la ofensiva de las Ardenas, que anteriormente habrían
supuesto dos días y medio de producción, el 10 de noviembre
de 1944 tuvo que suspender el suministro a otros grupos de
ejércitos[366].
Entretanto, los efectos del bombardeo de las fábricas de
hidrogenación habían empezado a notarse en toda la industria
química. Tuve que informar a Hitler de que «para poder llenar
las cápsulas disponibles, había que alargar el explosivo
mezclándolo con sal, llegando al límite de lo asumible».
Efectivamente, desde octubre de 1944 los explosivos contenían
un 20% de sal mineral, lo cual disminuía su eficacia en la misma
proporción[367].
•••
632
En aquella desesperada situación, Hitler ni siquiera supo
jugar su último triunfo estratégico. Por grotesco que pueda
parecer, precisamente en aquellos meses fabricábamos cada vez
más cazas; durante la última fase de la guerra, en sólo seis meses
se entregaron 12 720 cazas a las tropas, que en 1939 disponían
sólo de 771 aparatos[368]. A fines de julio, Hitler accedió por
segunda vez a que se diera un entrenamiento especial a dos mil
pilotos, pues todavía creíamos que con ataques masivos
podríamos infligir grandes pérdidas a la aviación americana y
obligarla a suspender los bombardeos, aprovechando que, en el
vuelo de ida y en el de vuelta, sus escuadrillas de bombarderos
ofrecían, por término medio, un flanco de más de mil
kilómetros de longitud.
El general de los pilotos de caza Adolf Galland y yo
calculamos que se perdería un caza alemán por cada
bombardero derribado en nuestro territorio, pero que la
proporción de pérdidas materiales de uno y otro lado sería de
uno a seis y la de bajas de pilotos, de uno a dos. Teniendo en
cuenta que la mitad de los pilotos alemanes derribados podría
salvarse arrojándose en paracaídas, mientras que las tripulaciones
de los aviones adversarios que cayeran en suelo alemán serían
hechas prisioneras, en esta lucha todas las ventajas estaban de
nuestra parte, incluso a pesar de la superioridad del enemigo en
cuanto a hombres, material y entrenamiento[369].
Hacia el 10 de agosto, Galland, muy excitado, me pidió que
volara enseguida con él al cuartel general: tomando una de sus
arbitrarias decisiones, Hitler había dado la orden de que la flota
aérea «Reich», compuesta por 2000 cazas y próxima a formarse,
fuera destinada al frente occidental, donde, a juzgar por nuestra
experiencia, sería destruida en poco tiempo. Desde luego, Hitler
ya se figuraba por qué íbamos a verle. Sabía que había roto la
promesa que me hizo en julio de proteger con los cazas las
fábricas de hidrogenación. Con todo, evitó un enfrentamiento
633
durante la reunión estratégica y determinó que nos recibiría
después, a solas.
Empecé cautelosamente por poner en duda la eficacia de
aquella orden y, a pesar de mi excitación, le expuse con relativa
calma la catastrófica situación de los armamentos, le di algunas
cifras y le describí las consecuencias de un bombardeo
continuado. Sólo con hablarle de esto, Hitler empezó a dar
muestras de nerviosismo e impaciencia. Aunque me escuchaba
en silencio, pude percibir en sus facciones, en el rápido
movimiento de sus manos y en su forma de mordisquearse las
uñas que se sentía cada vez más tenso. Cuando terminé y creí
haberle demostrado que era preciso destinar a luchar contra los
bombarderos hasta el último caza del Reich, Hitler ya no era
dueño de sí. Su cara había enrojecido violentamente y su mirada
se había vuelto fija e inanimada. Entonces rompió a gritar sin
contenerse:
—¡Las operaciones militares son asunto mío! ¡Usted haga el
favor de ocuparse de sus armamentos! ¡Esto no es asunto suyo!
Tal vez habría aceptado mejor mis recomendaciones si
hubiéramos estado solos. La presencia de Galland le hacía
imposible rectificar. Puso fin bruscamente a la entrevista,
atajando así cualquier argumentación:
—No tengo más tiempo para ustedes.
Perplejo, me fui con Galland a mi barracón de trabajo.
Al día siguiente, cuando ya nos disponíamos a regresar a
Berlín sin haber cumplido nuestro propósito, Schaub nos
comunicó que debíamos volver a ver a Hitler. En un tono
mucho más brusco y atropellado que el de la víspera, nos gritó:
—No quiero que se fabriquen más aviones. Vamos a
renunciar a los cazas. ¡Detenga inmediatamente la producción
de aviones! ¡Inmediatamente! ¿Entendido? ¿No se queja usted
siempre de que falta mano de obra especializada? Pues pásela a la
634
fabricación de artillería antiaérea. ¡Todos los obreros a los
antiaéreos! ¡Y el material también! ¡Es una orden! ¡Haga venir
enseguida a Saur al cuartel general! Hay que establecer un
programa de fabricación de artillería antiaérea. Dígaselo. Un
programa diez veces más amplio… Cientos de miles de obreros
pasarán a la producción de antiaéreos. En la prensa extranjera
leo todos los días lo peligrosa que es la artillería antiaérea. Esto
aún les causa respeto, pero nuestros cazas ya no.
Galland trató de replicar que los cazas podrían derribar más
aviones que los antiaéreos si los utilizábamos sobre suelo
alemán, pero no pudo terminar ni una frase. Volvió a
despedirnos bruscamente; en realidad, nos echó de su despacho.
Lo primero que hice al llegar a la cantina fue servirme un
vermut de la botella que había allí preparada para estos casos; la
escena me había afectado los nervios. Galland, de ordinario tan
sereno y reposado, parecía trastornado por primera vez desde
que lo conocía. No lograba asimilar que el arma que estaba bajo
su mando fuera a ser disuelta por cobardía ante el enemigo. A
mí, por el contrario, ya no me sorprendían aquellos exabruptos
de Hitler y sabía que en la mayoría de los casos, con una táctica
adecuada, se podía conseguir que rectificara. Tranquilicé a
Galland: con las industrias de los cazas no se podían fabricar
cañones. Además, no eran cañones antiaéreos lo que escaseaba,
sino municiones, sobre todo por la falta de explosivos.
Saur coincidía conmigo en el temor de que Hitler hubiera
planteado exigencias imposibles de cumplir. Al día siguiente le
expuso en privado que el aumento en la producción de cañones
antiaéreos dependía del suministro de unas máquinasherramienta especiales para el vaciado de tubos largos.
Poco después me dirigí de nuevo con Saur al cuartel general
para discutir los detalles de aquella orden, que Hitler, encima,
nos había cursado también por escrito. Después de mucho
635
bregar, su pretensión inicial de quintuplicar la producción
quedó reducida a un incremento de dos veces y media. Para
cumplir el programa nos dio un plazo que expiraba en
diciembre de 1945 y, además, exigió que se duplicara la
producción de los proyectiles correspondientes[370]. Pudimos
discutir tranquilamente con él más de veintiocho puntos del
orden del día, pero cuando quise llamar de nuevo su atención
sobre la necesidad de que los cazas fueran utilizados en el
territorio nacional, volvió a interrumpirme enfurecido, repitió la
orden de aumentar la producción de cañones antiaéreos y
disminuir la de los cazas y levantó la sesión.
Fue la primera orden de Hitler que Saur y yo
desobedecimos. Actuando por mi cuenta y riesgo, al día
siguiente manifesté a los directivos de la industria de
armamentos que era preciso «mantener a toda costa la
producción de cazas al máximo». Tres días después reuní a los
representantes de la industria aeronáutica y, en presencia de
Galland, les expliqué la importancia de su misión, que,
«mediante el aumento de la producción de cazas», consistía en
«conjurar el mayor de los peligros que nos amenazaban: la
destrucción de la industria de armamentos en Alemania»[371].
Entretanto, Hitler se había calmado y hasta me concedió
repentinamente autorización para dar máxima prioridad a un
programa —limitado, eso sí— de cazas. Había pasado la
tormenta.
•••
A la vez que nos veíamos obligados a limitar la producción y
hasta a suspender el desarrollo de nuevas armas, en sus
conversaciones con los mandos militares y políticos Hitler
empezó a hacer insinuaciones cada vez más inequívocas sobre la
próxima utilización de unas armas nuevas que iban a decidir la
guerra. Cuando visitaba a las divisiones, se me preguntaba con
636
frecuencia, con una sonrisita irónica, cuándo llegarían esas
armas milagrosas. Aquellas ilusiones me resultaban
desagradables; algún día tenía que producirse el desengaño, por
lo que a mediados de septiembre, cuando las V2 ya habían
entrado en servicio, dirigí a Hitler estas líneas: «Se halla muy
extendida entre las tropas la creencia de que en breve vamos a
utilizar una nueva arma decisiva para la guerra. Esperan que
entre en servicio dentro de unos días. Incluso algunos oficiales
de alta graduación comparten seriamente esta idea. No creo que
en momentos tan difíciles como los que atravesamos sea
aconsejable alentar unas esperanzas que en ningún caso podrán
verse realizadas en tan breve plazo, lo que provocará una
decepción que forzosamente afectará a la moral de los soldados.
Puesto que también la población civil espera día tras día el arma
milagrosa y está empezando a dudar de que sepamos que está
acercándose la hora crítica, y opina que una nueva demora en el
empleo de estas armas, que supone que tenemos almacenadas,
resulta intolerable, cabe preguntar si este tipo de propaganda
resulta aconsejable»[372].
En una entrevista que mantuvimos a solas, Hitler reconoció
que yo tenía razón; sin embargo —como no tardé en comprobar
—, no renunció a hacer alusiones a las armas milagrosas. Por lo
tanto, el 2 de noviembre de 1944 escribí a Goebbels que me
parecía «desacertado dar a la opinión pública unas esperanzas
cuya realización no puede garantizarse en un futuro previsible…
Por consiguiente, le ruego que tome las medidas oportunas para
que en la prensa diaria y en las revistas técnicas se eviten en lo
sucesivo las alusiones a futuros éxitos de nuestra industria de
guerra».
En efecto, a partir de aquel momento Goebbels dejó de dar
informaciones sobre nuevas armas. Sin embargo,
paradójicamente, los rumores se hicieron más insistentes.
Mucho después, durante el proceso de Nuremberg, me enteré
637
por Fritzsche, uno de los principales colaboradores del ministro
de Propaganda, de que Goebbels había montado un dispositivo
especial para difundir estos rumores, que se ajustaban bastante a
lo que se esperaba que sucediera en el futuro. ¡Cuántas veces, al
terminar la sesión de trabajo de la Junta de Armamentos, nos
habíamos reunido por la noche para comentar los últimos
avances de la técnica! Incluso hablábamos de la posibilidad de
fabricar una bomba atómica. Muchas veces asistieron a nuestras
reuniones unos reporteros próximos a Goebbels que también
participaban en las informales veladas nocturnas[373].
En aquellos tiempos de ansiedad, en los que todos deseaban
conservar la esperanza, estos rumores encontraban campo
abonado. Por otra parte, hacía ya tiempo que nadie daba crédito
a lo que decían los periódicos. Sin embargo, durante los últimos
meses de la guerra, las secciones dedicadas a la astrología
constituyeron una excepción para un número creciente de
desesperados. Como tales secciones dependían, por múltiples
motivos, del Ministerio de Propaganda, según me dijo Fritzsche
en Nuremberg, se emplearon como medio para influir en la
opinión pública. Los horóscopos manipulados hablaban de
profundos valles que debían cruzarse, vaticinaban giros
sorprendentes para un futuro inmediato y se extendían en
prometedoras especulaciones. El régimen sólo seguía teniendo
futuro en las páginas astrológicas.
638
CAPÍTULO XXVIII
LA CAÍDA
A fines de otoño de 1944, el servicio de armamentos que había
estado concentrado en mi Ministerio desde la primavera estaba
empezando a disolverse. No era sólo que la fabricación de los
grandes cohetes, considerada decisiva, hubiera pasado a las SS,
sino que algunos jefes regionales habían logrado imponer su
autonomía para organizar la producción de armamentos en sus
respectivas demarcaciones. Hitler apoyaba estas iniciativas. Por
ejemplo, dio su consentimiento para que Sauckel construyera en
su región de Turingia una gran fábrica subterránea para
producir en serie un caza monomotor a reacción al que Hitler
dio el nombre de «caza popular». No obstante, como ya nos
encontrábamos al principio de la agonía económica, la
disgregación no llegó a consumarse.
Simultáneamente surgían, indicando un creciente
desconcierto, ciertas esperanzas de que incluso mediante el uso
de armas primitivas podríamos alcanzar éxitos que compensaran
nuestra situación de emergencia en la cuestión del armamento.
La eficacia técnica de las armas debía ser sustituida por el valor
del hombre. En abril de 1944 Dönitz nombró al ingenioso
vicealmirante Heye delegado para la construcción de
submarinos monoplaza y otras naves de combate. Sin embargo,
la producción no pudo ser muy elevada hasta el mes de agosto,
cuando la invasión ya se había producido y, por lo tanto, era
demasiado tarde. Himmler, por su parte, insistía en crear un
639
«Comando de la Muerte» constituido por aviones-cohete
tripulados que debían destruir los bombarderos enemigos
lanzándose contra ellos. Otro medio de combate primitivo era el
llamado «puño de tanque», un pequeño cohete lanzado a mano
que debía sustituir a la inexistente artillería antitanque[374].
A fines de otoño de 1944, Hitler intervino inesperadamente
en la producción de caretas antigás y nombró a un delegado
especial, dependiente de él. Con toda urgencia se elaboró un
programa que debía proteger a toda la población de los efectos
de una guerra de gases. Si bien, por orden expresa de Hitler, a
partir de octubre de 1944 se consiguió triplicar la producción,
que llegó a 2 300 000 unidades, la protección de la población
urbana no podría garantizarse hasta varios meses después, por lo
que los órganos del Partido publicaron consejos para fabricarse
protecciones rudimentarias hechas de papel.
Aunque por aquel entonces Hitler solía hablar del peligro de
un ataque enemigo con gases venenosos contra las ciudades
alemanas[375], mi amigo el doctor Karl Brandt, a quien él había
encomendado las medidas de protección, contemplaba la
posibilidad de que aquellos febriles preparativos estuvieran
destinados a protegernos de una guerra de gases iniciada por
nosotros. Entre nuestras «armas milagrosas» había un gas
venenoso, llamado tabún, que penetraba a través de los filtros de
todas las máscaras antigás conocidas y tenía efectos letales
incluso en cantidades mínimas.
En otoño de 1944, Robert Ley, químico de profesión, me
llevó de regreso en su coche-salón tras una reunión en
Sonthofen. Como era habitual en él, nos sentamos junto a una
botella de vino. La excitación acentuaba su tartamudeo.
—Pero ahora tenemos ese nuevo gas, he oído hablar de él.
El Führer tiene que usarlo, es preciso, y tiene que ser ahora.
¿Cuándo, si no? ¡Es la última oportunidad! También usted
640
debería decirle que no puede esperar más.
Me callé. Pero, al parecer, Ley ya había sostenido una
conversación parecida con Goebbels, quien preguntó a nuestros
colaboradores de la industria química por el veneno y sus efectos
e intervino ante Hitler para que se empleara el nuevo gas.
Aunque éste siempre se había resistido a utilizarlo, ahora,
durante una reunión estratégica celebrada en el cuartel general,
insinuó que si se usara en el frente del Este se podría contener el
avance de las tropas soviéticas. Con ello expresaba la vaga
esperanza de que las potencias occidentales aceptarían una
guerra de gases contra el Este, ya que en aquella fase los
gobiernos de Inglaterra y Estados Unidos estarían interesados en
detener el avance de los rusos. Como ninguno de los que
asistíamos a la reunión reaccionó positivamente, Hitler no
volvió a hablar del tema.
No hay duda de que el generalato temía las imprevisibles
consecuencias de una decisión semejante. En cuanto a mí, el 11
de octubre de 1944 escribí a Keitel para comunicarle que,
debido al colapso de la industria química, las materias primas
cianuro y metanol se habían agotado[376]. Por lo tanto, a partir
del 1 de noviembre debería suspenderse la fabricación de tabún
y reducirse a la cuarta parte la de gas mostaza. Aunque Keitel
logró que Hitler diera la orden de no reducir la producción de
gas venenoso bajo ningún concepto, esas órdenes ya no tenían
nada que ver con la realidad. Sin darle ninguna respuesta, la
asignación de las materias primas fundamentales para las
industrias químicas se ajustó a mi propuesta.
•••
El 11 de noviembre tuve que añadir un nuevo aviso de
alarma a mi memoria sobre las carencias de la industria del
carburante: hacía más de seis semanas que el territorio del Ruhr
se encontraba prácticamente incomunicado. Escribí a Hitler que
641
«dada la estructura económica general del Reich, resulta
evidente que, a la larga, la pérdida de la zona industrial de
Renania y Westfalia sería insoportable tanto para la economía
alemana como para continuar con éxito la guerra. […] Varias
fábricas de armamento de importancia capital se encuentran al
borde de la paralización y en las presentes circunstancias no
existe posibilidad de evitarla».
Añadí que, como el carbón ya no podía ser transportado al
resto del territorio del Reich, las existencias con que contaban
los ferrocarriles disminuían rápidamente, las fábricas de gas
amenazaban detenerse, las de aceites y margarinas tampoco
podrían seguir trabajando y hasta las entregas de coque a los
hospitales eran insuficientes[377].
En efecto, por todas partes se veía el final. Se advertían
síntomas de una creciente anarquía. Los transportes de carbón
no llegaban a su destino porque eran detenidos por el camino y
requisados por los jefes regionales para satisfacer sus necesidades.
Los edificios de Berlín estaban sin calefacción y los suministros
de gas y electricidad sólo funcionaban algunas horas al día.
Llegó una enfurecida queja de la Cancillería del Reich porque
nuestra Central de Carbón le había denegado el suministro para
el resto del invierno.
La situación ya no nos permitía llevar a cabo nuestros
programas y sólo podíamos tratar de producir las piezas que
faltaran. Cuando se agotara el resto de las existencias, el
programa de armamentos quedaría cerrado. Sin embargo,
subestimé —como también lo hicieron los estrategas de la
aviación enemiga— la gran reserva de piezas sueltas que se había
acumulado en las fábricas[378]. Una investigación a fondo reveló
que seguíamos pudiendo producir una buena cantidad de
armamentos, aunque sólo durante unos meses. Hitler aceptó
con una calma casi tétrica la necesidad de recurrir a un último
642
Programa de Emergencia o de Complemento, como nosotros lo
llamamos. No pronunció ni una palabra sobre sus
consecuencias, si bien éstas quedaban muy claras.
En aquel tiempo, durante una reunión estratégica, Hitler
comentó, en presencia de todos los generales:
—Tenemos la suerte de contar con un verdadero genio en el
suministro de armamentos. Me refiero a Saur. Es capaz de
vencer cualquier dificultad.
—Mein Führer, el ministro Speer está aquí —le hizo notar
el general Thomale.
—Ya lo sé —respondió él con sequedad, molesto por la
interrupción—. Pero Saur es el genio que sabrá dominar la
situación.
Por curioso que pueda parecer, tomé esta ofensa deliberada
sin inmutarme, casi con indiferencia: ya estaba empezando a
despedirme.
•••
El 12 de octubre de 1944, cuando se había vuelto a
consolidar la situación militar en el Oeste y se pudo volver a
hablar de un frente y no sólo de hombres indefensos que
retrocedían en oleadas, Hitler me llevó aparte después de una
reunión estratégica. Me hizo prometer silencio y me dijo que
pensaba reunir todos los efectivos disponibles en el Oeste para
llevar a cabo una gran ofensiva:
—Es preciso que organice usted a los obreros de la
construcción en un cuerpo que esté lo bastante motorizado para
encargarse de levantar puentes de todas clases, aunque se
interrumpan las comunicaciones ferroviarias. Aténgase para ello
a las formas de organización que ya demostraron su eficacia en
la campaña occidental de 1940[379].
Yo objeté que apenas dispondríamos de camiones suficientes
643
para semejante empresa.
—En un caso así, todo lo demás tiene que esperar —dijo en
tono tajante—. No importan las consecuencias. Ésta será la gran
batalla y hay que ganarla a toda costa.
Hacia fines de noviembre, Hitler declaró una vez más que
todo lo cifraba en aquella ofensiva y, como estaba seguro del
triunfo, no le importaba reconocer que aquélla iba a ser la
última tentativa:
—Si fracasa, no veo otra posibilidad de ganar la guerra…
Pero nos abriremos paso —añadió, perdiéndose de nuevo en
unas quimeras cada vez más irreales—. ¡Una sola brecha en el
frente del Oeste! ¡Ya lo verán! Eso provocará el pánico entre los
americanos. Cruzaremos por el centro y tomaremos Amberes.
Entonces habrán perdido su puerto de avituallamiento y se
formará un cerco enorme alrededor del ejército británico;
tomaremos cientos de miles de prisioneros. ¡Igual que hicimos
en Rusia!
Cuando por aquellas mismas fechas me reuní con Albert
Vögler para tratar de la desesperada situación que los
bombardeos habían creado en el Ruhr, me preguntó sin
ambages:
—¿Cuándo va a terminar esto?
Yo le insinué que Hitler quería concentrar todos los
efectivos para hacer un último esfuerzo, pero Vögler insistió:
—Supongo que tiene claro que después de eso todo habrá
acabado, ¿no? Estamos perdiendo demasiadas cosas sustanciales.
¿Cómo vamos a llevar a cabo la reconstrucción si continúan
bombardeando las industrias, aunque esto sólo dure unos meses
más?
—Yo creo que Hitler se dispone a jugar su última carta y
que él lo sabe —respondí.
644
Vögler me miró con escepticismo.
—Desde luego, será su última carta, porque nuestra
producción se está resquebrajando en todos los frentes. ¿La
acción será contra el Este, para darnos un respiro por ese lado?
Le respondí con una evasiva.
—Seguro que será en el frente del Este —afirmó Vögler—.
Nadie puede estar tan loco como para desprotegerlo e intentar
contener al enemigo en el Oeste.
En las reuniones estratégicas celebradas a partir de
noviembre, el capitán general Guderian, jefe del Alto Estado
Mayor del Ejército de Tierra, no dejaba de llamar la atención de
Hitler sobre la amenaza que representaba para la Alta Silesia la
concentración de tropas en el frente oriental. Naturalmente,
pretendía que las divisiones que se habían formado para lanzar
la ofensiva en el Oeste fueran trasladadas al Este para evitar una
catástrofe. Por cierto que en el proceso de Nuremberg varios
acusados trataron de justificar la prolongación de la guerra más
allá del invierno de 1944-1945 aduciendo que Hitler prosiguió
la lucha con el fin de salvar la vida de los refugiados del Este y
exponer al menor número posible de soldados alemanes a ser
capturados por los rusos. Sin embargo, las decisiones que tomó
en aquel tiempo demuestran precisamente lo contrario.
Yo defendía la opinión de que era necesario jugar la «última
carta» de Hitler con la mayor eficacia posible. Por consiguiente,
acordé con el comandante en jefe del Grupo de Ejércitos B,
mariscal Model, que durante la ofensiva se le prestaría un apoyo
armamentístico improvisado. El 16 de diciembre, fecha del
ataque, me instalé en un pequeño cuartel habilitado en un
pabellón de caza de los alrededores de Bonn. Ya durante el viaje
nocturno hacia el Oeste, en un automotor de los ferrocarriles del
Reich, pude ver las estaciones de maniobras del este de
Alemania llenas a rebosar de trenes de mercancías; los
645
suministros para la ofensiva se habían quedado atascados allí a
consecuencia de los ataques aéreos.
El cuartel general de Model se hallaba en el fondo de un
estrecho valle boscoso del Eifel, en el pabellón de caza de un rico
industrial. Al igual que el Estado Mayor del Ejército, también
Model había renunciado a construir ningún bunker allí, a fin de
no llamar la atención de los servicios de espionaje enemigos
sobre aquel lugar. Model estaba satisfecho, pues el ataque por
sorpresa había sido un éxito y se había roto el frente; sus tropas
avanzaban con rapidez. El tiempo era favorable, justo como lo
había deseado Hitler antes de la ofensiva:
—Tiene que hacer mal tiempo; si no, la operación no
resultará.
En mi calidad de merodeador de batallas, traté de acercarme
al frente todo lo posible. Las tropas avanzaban satisfechas, pues
las nubes bajas impedían que actuaran las fuerzas aéreas. Sin
embargo, al segundo día la situación de los transportes era ya
caótica. Los camiones pesados avanzaban metro a metro por la
carretera de tres carriles. Para recorrer de tres a cuatro
kilómetros, mi coche, rodeado por camiones de municiones,
necesitaba un promedio de una hora. Temía que el tiempo
pudiera aclarar.
Model encontró varias razones para explicar aquel
desconcierto, entre otras la falta de disciplina de las nuevas
unidades y el caos de la retaguardia. Sea como fuere, era
evidente que el Ejército de Tierra había perdido su proverbial
capacidad de organización, sin lugar a dudas a causa de los tres
años de ser dirigido por Hitler.
El primer objetivo de nuestro trabajoso avance era un
puente que había sido destruido y que se hallaba al norte de la
posición ocupada por el VI Ejército Acorazado de las SS. En mi
deseo de ayudar, había prometido a Model que trataría de hallar
646
el medio de repararlo a la mayor brevedad. Los soldados
reaccionaron con escepticismo al verme aparecer. Mi asistente
oyó a uno de ellos explicar así el motivo de mi visita:
—El Führer le habrá calentado las orejas porque el puente
aún no está listo. Ahora le habrá dado la orden de arreglárselas él
sólito.
Efectivamente, la reparación de los puentes progresaba con
gran lentitud, porque las unidades de ingenieros de la
Organización Todt que con tanto esmero habíamos formado
estaban atrapadas en el inmenso atasco de la orilla oriental del
Rin, junto con la mayor parte del material. Por lo tanto, aunque
no fuese más que por la falta de elementos para reconstruir los
puentes, la ofensiva estaba condenada a acabar pronto.
También el deficiente suministro de carburante
obstaculizaba la buena marcha de las operaciones. Las unidades
acorazadas iniciaron el ataque con escasas reservas de
combustible. Hitler había confiado ingenuamente en que los
tanques podrían abastecerse en los depósitos que se conquistaran
a los americanos. Cuando la ofensiva amenazó con atascarse,
acudí en ayuda de Model y ordené por teléfono a las fábricas de
benzol de la cercana cuenca del Ruhr que organizaran un
convoy improvisado de camiones cisterna con destino al frente.
Pocos días después, las líneas de abastecimiento quedaron
desarticuladas cuando las nubes se disiparon y el claro cielo se
pobló de innumerables cazas y bombarderos enemigos. Viajar de
día era un problema, incluso en un rápido utilitario; cada vez
que la carretera penetraba en un bosque nos sentíamos aliviados.
A partir de ese momento, los suministros tuvieron que
transportarse de noche, avanzando casi a tientas[380]. El 23 de
diciembre, víspera de Nochebuena, Model me comunicó que la
ofensiva había fracasado; sin embargo, Hitler ordenó continuar
con ella.
647
Permanecí en el territorio de la ofensiva hasta fines de
diciembre; visité varias divisiones, fui ametrallado por aviones y
artillería y vi el espantoso efecto de un ataque alemán a una
posición de ametralladoras: cientos de soldados acribillados
yacían tirados en un campo. La última noche visité a Sepp
Dietrich, simple cabo del antiguo ejército alemán y entonces
comandante de un ejército acorazado de las SS, en su cuartel
general, situado en las inmediaciones de la ciudad fronteriza
belga de Houffalize. Era uno de los pocos que quedaban de la
primera época del Partido y con el tiempo, a su sencilla manera,
también se había distanciado de Hitler. Nuestra conversación
no tardó en versar sobre las últimas órdenes; Hitler exigía con
creciente energía que «a cualquier precio» se tomara la ciudad de
Bastogne. Sepp Dietrich refunfuñó que Hitler no estaba
dispuesto a entender que las divisiones de élite de las SS no
pudieran arrollar sin el menor esfuerzo a los americanos. Era
imposible convencerlo de que eran unos adversarios duros y del
mismo fuste que sus hombres.
—Además —agregó—, no recibimos municiones. Las líneas
de aprovisionamiento han sido cortadas por los bombardeos.
Como para ilustrar nuestra impotencia, la conversación de
aquella noche se vio interrumpida por un ataque a baja altura de
grandes unidades de bombarderos cuatrimotores. Bombas que
silbaban en el aire y estallaban, llamaradas rojas y amarillas que
iluminaban las nubes, bramido de motores y ni la más mínima
defensa; me dejó anonadado aquella imagen de indefensión
militar que se alzaba sobre el fondo grotesco de los errores de
cálculo de Hitler.
Hacia las cuatro de la mañana del 31 de diciembre, cuando
la oscuridad aún nos protegía de los ataques enemigos a las
carreteras, Poser y yo nos dirigimos al cuartel general de Hitler,
al que no llegamos hasta el día siguiente hacia las dos de la
648
madrugada. Una y otra vez nos vimos obligados a ponernos a
cubierto de los cazas; para cubrir una distancia de 340
kilómetros, con pausas muy cortas, necesitamos veintidós horas.
El cuartel general occidental de Hitler, desde donde dirigió
la ofensiva de las Ardenas, estaba situado en el extremo de un
valle solitario cubierto de prados, dos kilómetros al noroeste de
Ziegenberg, en Bad Nauheim. Escondidos en el bosque y
camuflados como casas prefabricadas, los búnkers estaban tan
bien protegidos por gruesos techos y paredes como todos los
lugares de residencia de Hitler.
Desde que fui nombrado ministro, había tratado de felicitar
en persona el Año Nuevo a Hitler en tres ocasiones sin
conseguirlo; en 1943 se me había congelado el avión y en 1944
se averió el motor del aparato que me traía de regreso del frente
del Ártico.
Habían transcurrido ya dos horas de 1945 cuando por fin,
tras cruzar numerosas barreras, entré en su bunker particular.
Llegué a tiempo: los asistentes, médicos, secretarias y Bormann
—todos, a excepción de los altos mandos militares del cuartel
general del Führer— estaban reunidos en torno a Hitler y
bebían champaña. En aquel ambiente de moderada animación
causada por el alcohol, Hitler parecía el único ebrio, incluso sin
ninguna bebida estimulante, presa de una euforia crónica.
Aunque el comienzo de un nuevo año en nada hacía
cambiar la desesperada situación del anterior, todos los presentes
parecían aliviados de poder empezar de nuevo, por lo menos
sobre el calendario. Hitler hacía pronósticos optimistas para
1945: el mal momento que atravesábamos pronto quedaría
atrás; al final nos esperaba la victoria. Su auditorio guardaba
silencio. Sólo Bormann lo apoyaba con frases de entusiasmo.
Después de más de dos horas de oír hablar a Hitler en aquel
tono de crédulo optimismo, los miembros de su entorno, yo
649
entre ellos, empezamos a sentirnos cada vez más
despreocupados, a pesar de nuestro escepticismo. Él seguía
conservando su mágico poder, aunque racionalmente nadie
pudiera convencerse. La sola reflexión de que Hitler, al
establecer un paralelismo con la situación de Federico el Grande
al final de la guerra de los Siete Años[381], estaba reconociendo su
propia derrota militar, debería habernos abierto los ojos. Pero
ninguno de nosotros pensó en ello.
Tres días después, durante una importante conferencia con
Keitel, Bormann y Goebbels, se reavivaron aquellas vanas
esperanzas. Había que conseguir una levée en masse que haría
cambiar el rumbo de los acontecimientos. Goebbels se mostró
insultante cuando me opuse aduciendo que eso sería muy
perjudicial para el resto de programas y haría que la producción
se desmoronara[382]. Me miró perplejo y furioso. Luego,
volviéndose hacia Hitler, exclamó con voz solemne:
—¡En tal caso, señor Speer, suya será la culpa histórica de
que por falta de unos cientos de miles de soldados perdamos la
guerra! ¿Por qué no se decide por fin a decir que sí? ¡Piénselo!
¡Sería culpa suya!
Permanecimos un momento de pie, indecisos, irritados,
imperturbables…, hasta que, por fin, Hitler se decidió por
Goebbels y, en consecuencia, por ganar la guerra.
A aquel encuentro siguió una reunión sobre armamentos a
la que, como invitados de Hitler, también asistieron Goebbels y
su subsecretario, Naumann. Como era habitual en él desde
hacía tiempo, Hitler se desentendió por completo de mí durante
el debate, no me pidió mi opinión y se dirigió exclusivamente a
Saur. Mi papel se reducía más bien al del oyente mudo. Después
de la reunión, Goebbels me dijo que lo había impresionado la
pasividad con que me dejaba desplazar por Saur. Pero todo
aquello ya no eran más que charlas insustanciales. Con la
650
ofensiva de las Ardenas, la guerra había terminado. Lo que ahora
seguía no era más que un esfuerzo confuso e impotente para
retrasar la ocupación del país.
No era yo el único que rehuía los conflictos. En todo el
cuartel general se notaba una indiferencia que no podía
atribuirse tan sólo al letargo, al exceso de trabajo y al influjo
psíquico de Hitler. En lugar de los violentos choques y de las
tensiones de los años y meses anteriores entre las distintas
facciones, intereses y grupos hostiles entre sí que luchaban por
conquistar el favor de Hitler y se echaban mutuamente la culpa
por las derrotas cada vez más frecuentes, ahora reinaba una
calma apática que anunciaba el fin. Cuando, por ejemplo,
durante aquellos días Saur consiguió que el general Buhle
sustituyera a Himmler en el cargo de Jefe de Armamentos del
Ejército de Tierra[383], este paso, que significaba una reducción
del poder de éste, apenas se notó. En realidad, ya no había
ambiente de trabajo; los acontecimientos ya no causaban
ninguna impresión, pues la certeza de que el ineludible final
estaba próximo borraba todo lo demás.
Mi viaje al frente me mantuvo alejado de Berlín durante
más de tres semanas, porque ya no era posible gobernar desde la
capital. Las caóticas circunstancias generales hacían cada vez más
complicado dirigir desde un puesto central la organización de
Armamentos. Pero también hacían que ésta fuera cada vez más
inútil.
•••
El 12 de enero se inició en el Este la gran ofensiva soviética
vaticinada por Guderian. Nuestras líneas defensivas se
hundieron en un ancho frente. Ni siquiera los 2000 modernos
tanques alemanes que se hallaban en el Oeste habrían podido
neutralizar la superioridad de las tropas soviéticas.
Varios días después estábamos todos en el llamado Salón de
651
Embajadores de la Cancillería del Reich, una antesala cubierta
de tapices que daba acceso al despacho de Hitler, esperando el
comienzo de la reunión estratégica. Cuando llegó Guderian, que
se había retrasado porque había ido a visitar al embajador
japonés Oshima, un criado, vestido con el sencillo uniforme
negro y blanco de las SS, abrió la puerta del despacho de Hitler.
Pisando la gruesa alfombra anudada a mano nos acercamos a la
mesa de mapas que había junto a la ventana. La enorme losa de
mármol de la mesa, de una sola pieza, procedía de Austria y,
sobre un fondo rosa, mostraba los cortes de un blanco
amarillento producidos por un banco de coral. Nos colocamos
al lado de la ventana. Hitler tomó asiento frente a nosotros.
El ejército alemán de Curlandia había quedado rodeado sin
remedio. Guderian trató de convencer a Hitler de que aquella
posición debía ser abandonada y las tropas evacuadas por el
Báltico. Hitler lo contradijo, como siempre que se trataba de
aprobar una retirada. Guderian no dio su brazo a torcer, Hitler
insistió, el tono se agrió y, finalmente, Guderian se opuso a
Hitler con una claridad totalmente insólita en aquellas esferas.
Animado sin duda por el licor que había tomado en casa de
Oshima, Guderian se desinhibió por completo. Con los ojos
chispeantes y el bigote literalmente erizado se mantenía erguido
frente a Hitler, quien, a su vez, también se había puesto en pie.
Entre los dos se extendía la mesa de mármol.
—¡Sencillamente, es nuestro deber salvar a esos hombres! —
exclamó Guderian, desafiante—. ¡Todavía estamos a tiempo de
evacuarlos!
Hitler, furioso y muy excitado, replicó:
—¡Seguirán luchando allí! ¡No podemos renunciar a ese
territorio!
Guderian insistió tercamente:
—Pero es inútil sacrificar a esos hombres de una forma tan
652
absurda. ¡No hay tiempo que perder! ¡Tenemos que embarcar a
esos soldados de inmediato!
Entonces ocurrió lo que nadie habría creído posible. Hitler
se mostró intimidado por aquel vehemente ataque. En realidad,
no podía aceptar la pérdida de prestigio que suponía el tono de
Guderian. Sin embargo, para mi sorpresa, se escabulló
remitiéndose a razones militares. Dijo que una retirada hacia los
puertos provocaría un descontrol general y unas pérdidas
mayores que si se proseguía la defensa. Una vez más, Guderian
insistió con energía en que la retirada había sido
estratégicamente preparada hasta el último detalle y era
perfectamente posible. Pero se impuso la decisión de Hitler.
¿Era aquello un síntoma de pérdida de autoridad? Como
siempre, Hitler se había salido con la suya, nadie había dejado la
sala furioso, nadie había declarado que no podía seguir
asumiendo aquella responsabilidad. Por este motivo el prestigio
de Hitler permaneció inalterable hasta el final, a pesar de que
durante unos minutos aquella infracción del protocolo nos dejó
a todos atónitos. Zeitzler habló en un tono más comedido;
incluso cuando discrepaba, en él seguían apreciándose respeto y
lealtad. Pero por primera vez se había producido una disputa
declarada ante testigos. El distanciamiento se había hecho casi
palpable, se había hundido un mundo. Es cierto que Hitler
salvó la cara, y eso era mucho, pero al mismo tiempo era
también muy poco.
•••
En vista del rápido avance de los ejércitos rusos, me pareció
conveniente hacer una nueva visita a la zona industrial de
Silesia, para convencerme de que mis órdenes de conservar la
industria no habían sido contravenidas por organismos
subordinados. Cuando el 21 de enero de 1945 me reuní en
Oppeln con el recién nombrado comandante en jefe de un
653
grupo de ejércitos, mariscal Schörner, éste me comunicó que de
su agrupación ya no quedaba más que el nombre; los tanques y
las armas pesadas se habían perdido durante la batalla. Nadie
sabía lo cerca de Oppeln que podían estar ya los rusos; en
cualquier caso, los oficiales del cuartel general se estaban
marchando y en nuestro hotel quedaban ya muy pocos
huéspedes.
En mi habitación había un grabado de Käthe Kollwitz, La
Carmagnole. Una turba delirante, con los rostros marcados por
el odio, baila alrededor de la guillotina; a un lado, en el suelo,
llora una mujer. Yo también me sentía cada vez más deprimido
por la desesperada situación de aquella guerra que estaba
acabando. Mi sueño inquieto se vio turbado por las figuras
espectrales del grabado. El miedo a tener yo mismo un final
terrible, que durante el día conseguía reprimir o sofocar con el
trabajo, me acometió aquella noche con más fuerza que nunca.
¿Se levantaría el pueblo, movido por la indignación y el
desengaño, contra sus antiguos dirigentes y los liquidaría como
la turba del grabado? En círculos íntimos, entre amigos y
conocidos, hablábamos a veces del sombrío porvenir que nos
aguardaba. Milch solía asegurar que el enemigo no se andaría
con chiquitas con los dirigentes del Tercer Reich. Yo compartía
su opinión.
Una llamada telefónica del coronel Von Below, mi enlace
con Hitler, me sacó de las pesadillas de aquella noche. El 16 de
enero ya le había indicado a Hitler que, después de la separación
de la cuenca del Ruhr del resto del Reich, la pérdida de la Alta
Silesia acarrearía a la fuerza un inmediato colapso económico, y
poco después le insistí, por medio de un telegrama, sobre la
importancia de la Alta Silesia y le pedí que se asignara al Grupo
de Ejércitos de Schörner «por lo menos entre el 30% y el 50%
de la producción de armamentos de enero»[384].
654
Con ello también pretendía apoyar a Guderian, quien seguía
reclamando que Hitler desistiera de sus esfuerzos de ofensiva en
el Oeste y que las escasas unidades acorazadas de que aún
disponíamos fueran enviadas al Este. Asimismo, yo había hecho
notar que «los rusos están obteniendo sin preocupación sus
abastecimientos en líneas bien cerradas y visibles desde muy
lejos gracias a la nieve. Dado que el empleo de los cazas
alemanes en el Oeste apenas procura ya un alivio perceptible,
quizá sería conveniente aplicar esta arma, todavía muy valiosa,
de forma concentrada». Below me dijo entonces que Hitler, con
una risa sarcástica, había estimado correctas mis apreciaciones;
sin embargo, no dio ninguna orden. ¿Consideraba que
Occidente era su verdadero enemigo? ¿Sentía solidaridad o
incluso simpatía hacia el régimen de Stalin? Recordé entonces
algunas observaciones anteriores que podían interpretarse en
este sentido y que tal vez explicaran su conducta de entonces.
Al día siguiente traté de continuar el viaje hasta Katowice,
en el centro de la zona industrial de Silesia; pero no conseguí
llegar. Al salir de una curva, mi coche patinó sobre el hielo y
choqué contra un camión. Rompí el volante con el pecho e
incluso llegué a doblar la barra de la dirección. Sentado en los
escalones de la entrada de una fonda de pueblo, pálido y
descompuesto, luchaba por recobrar la respiración.
—Parece usted un ministro que ha perdido la guerra —
comentó Poser.
El coche quedó averiado y una ambulancia me llevó de
regreso. Tuve que renunciar al viaje. Cuando pude levantarme,
llamé por teléfono a mis colaboradores en Katowice, quienes me
confirmaron que se estaban cumpliendo todas nuestras
instrucciones.
Mientras regresábamos a Berlín, Hanke, jefe regional de
Breslau, me mostró el viejo edificio del Gobierno, construido
655
tiempo atrás por Langhans y que acababa de ser restaurado.
—Los rusos jamás se apoderarán de esto —exclamó,
patético—. ¡Antes lo quemo!
Yo puse objeciones, pero Hanke se mostró inflexible. Todo
Breslau le sería indiferente si caía en manos del enemigo. Por fin
conseguí convencerlo de la importancia histórica de aquel
edificio y disuadirlo de sus propósitos de vandalismo[385].
De nuevo en Berlín, mostré a Hitler infinidad de fotografías
del drama de los refugiados que había mandado tomar durante
mi viaje. Alimentaba la vaga esperanza de que aquellas imágenes
de los fugitivos —mujeres, niños y ancianos— que con un frío
glacial iban al encuentro de un destino miserable conmoverían a
Hitler. Creía que quizá podría inducirlo, por lo menos, a tratar
de frenar el avance de los rusos retirando algunas tropas del
Oeste. Pero él, con ademán enérgico, apartó las fotografías. No
se podía saber si era que no le interesaban o que lo afectaban
demasiado.
El 24 de enero de 1945, Guderian fue a visitar al ministro
de Asuntos Exteriores, Von Ribbentrop. Le expuso la situación
militar y le dijo sin rodeos que habíamos perdido la guerra.
Atemorizado, Von Ribbentrop se abstuvo de tomar partido y
trató de zafarse del compromiso informando enseguida a Hitler,
en tono de asombro, de que el jefe del Alto Estado Mayor se
había formado su propia opinión sobre el punto en que se
hallaba la guerra. Dos horas después, durante la reunión
estratégica, Hitler advirtió excitado que en el futuro castigaría
con el mayor rigor aquella clase de manifestaciones derrotistas.
Sus colaboradores sólo podían dirigirse directamente a él.
—¡Queda terminantemente prohibido generalizar y sacar
conclusiones sobre la situación general! ¡Eso seguirá siendo
asunto mío! Todo aquel que en el futuro se permita afirmar ante
terceros que hemos perdido la guerra será tratado como traidor a
656
la patria, y las consecuencias recaerán en él y en su familia. ¡Sean
cuales sean su rango y su prestigio!
Nadie se atrevió a abrir la boca. Lo escuchamos en silencio y
salimos del despacho igualmente en silencio. A partir de
entonces, en las reuniones estratégicas solía haber un invitado
más. Se mantenía apartado, pero su sola presencia resultaba del
todo eficaz: era el jefe de la Gestapo, Ernst Kaltenbrunner.
•••
En vista de las amenazas de Hitler y de su carácter cada vez
más impredecible, tres días después, el 27 de enero de 1945,
envié a los trescientos colaboradores industriales más
importantes de mi organización un informe final sobre la labor
que habíamos llevado a cabo en el campo de los armamentos
durante los tres últimos años. También mandé llamar a los que
habían colaborado conmigo como arquitecto y les pedí que
reunieran las fotografías de nuestros proyectos y las pusieran en
lugar seguro. No tenía tiempo ni tampoco el propósito de
comunicarles mis preocupaciones y mis sentimientos. Pero lo
comprendieron: era la despedida del pasado.
El 30 de enero de 1945 entregué a mi oficial de enlace Von
Below un informe para Hitler. Casualmente, llevaba la fecha del
duodécimo aniversario de la «toma de poder». En él exponía
punto por punto que, en el campo de la economía y los
armamentos, la guerra había terminado y que, en aquellas
circunstancias, los alimentos, los combustibles de uso doméstico
y la electricidad debían tener preferencia sobre los tanques, los
motores de avión y las municiones.
A fin de refutar las exageradas esperanzas que Hitler
expresaba respecto a la producción de armamentos en 1945,
añadí a mi informe una lista de la producción residual de
tanques, armas y municiones que podía esperarse para los tres
meses siguientes. Mi informe concluía así: «Después de la
657
pérdida de la Alta Silesia, el armamento alemán no estará en
absoluto en condiciones de cubrir las necesidades del frente en
cuanto a municiones, armas y tanques. No podemos
enfrentarnos a la superioridad material del adversario sólo con el
valor de nuestros soldados». En el pasado, Hitler solía decir que,
en cuanto el soldado alemán peleara en suelo alemán por la
conservación de su patria, nuestra inferioridad quedaría
compensada por milagros de valor. Mi memoria trataba de
replicar a esa afirmación.
Después de recibir mi escrito, Hitler me ignoró y también
hizo caso omiso de mi presencia durante la reunión estratégica.
No me hizo llamar hasta el 5 de febrero. Exigió que también
acudiera Saur. Con aquellos precedentes, me preparé para un
choque desagradable. Pero el mero hecho de que nos recibiera
en la intimidad del despacho de su residencia en la Cancillería
era un indicio de que no pensaba aplicar las severas medidas que
había anunciado. No nos dejó de pie, como solía hacer cuando
quería expresar su enfado, sino que nos ofreció amablemente los
sillones tapizados de felpa. Luego se dirigió a Saur. Su voz
sonaba forzada; parecía sentirse incómodo. Me pareció que se
sentía algo turbado y que intentaba pasar sencillamente por alto
mis discrepancias y limitarse a discutir los problemas del día
respecto a la producción de armamentos. Con exagerada calma,
expuso las posibilidades que ofrecían los meses siguientes. Saur,
por su parte, haciendo mención de algún que otro detalle
favorable, suavizó la deprimente impresión que causaba mi
informe. Su optimismo no parecía totalmente injustificado. Al
fin y al cabo, en no pocas ocasiones mis pronósticos habían
resultado erróneos en los últimos años, ya que el enemigo no
respondía con las consecuencias en las que yo basaba mis
cálculos.
Yo los escuchaba contrariado, sin intervenir en el diálogo.
Sólo hacia el final Hitler se dirigió a mí:
658
—Aunque puede usted informarme por escrito de su
opinión sobre el estado de los armamentos, le prohibo que
ponga al corriente de ella a nadie más. Tampoco lo autorizo a
entregar a nadie una copia de su informe. En cuanto al último
párrafo… —Aquí su voz se hizo helada y cortante—, ni siquiera
a mí puede usted escribirme algo así. Podría haberse ahorrado
estas conclusiones. Debe dejar que sea yo quien saque las
consecuencias de nuestra situación armamentística.
Lo dijo sin mostrar la menor excitación, en voz muy baja,
silbando ligeramente entre dientes. El efecto fue no sólo mucho
más eficaz, sino infinitamente más amenazador que el de sus
accesos de ira, cuyos efectos podían quedar anulados al día
siguiente. Aquella vez pude darme cuenta enseguida de que se
trataba de su última palabra. Nos despidió. A mí, secamente. A
Saur, con más cordialidad.
El 30 de enero había entregado a Poser seis copias del
informe para que las distribuyera entre otras tantas secciones del
Estado Mayor del Ejército de Tierra. A fin de cumplir la orden
de Hitler, pedí que me fueran devueltas. A Guderian y a otros,
Hitler les dijo que había guardado mi informe en la caja fuerte
sin leerlo.
Procedí de inmediato a preparar un nuevo informe. A fin de
implicar a Saur, quien, en el fondo, compartía mi parecer sobre
el estado de los armamentos, acordé con los jefes de las
principales comisiones que esta vez sería él quien lo redactara y
lo firmara. Para dar una idea de mi situación, baste decir que
trasladé en secreto el lugar de la reunión a Bernau, donde Stahl,
jefe de nuestra producción de municiones, tenía una fábrica.
Todos los asistentes prometieron tratar de convencer a Saur para
que corroborara por escrito mi declaración de quiebra.
Saur se retorcía como una anguila. No logramos
convencerlo de que hiciera una declaración por escrito, pero al
659
fin accedió a confirmar mis pronósticos negativos en la próxima
entrevista que tuviéramos con Hitler. Sin embargo, ésta se
desarrolló como siempre. Cuando acabé de exponer la situación,
Saur empezó a intentar suavizar la nota pesimista. Habló de una
conversación que acababa de sostener con Messerschmidt y sacó
de la cartera el boceto de un bombardero de cuatro reactores. A
pesar de que, incluso en circunstancias normales, para fabricar
un avión capaz de llegar a Nueva York se habrían requerido
varios años, Hitler y Saur se embriagaban pensando en el
terrible efecto psicológico que causaría un bombardeo en la
ciudad de los rascacielos.
Durante los meses de febrero y marzo de 1945, Hitler
aludió alguna que otra vez a ciertos contactos que, por distintos
medios, había mandado establecer con el enemigo, aunque sin
dar pormenores. Sin embargo, yo tenía más bien la impresión
de que lo que perseguía era crear un ambiente de absoluto
desacuerdo. Durante la conferencia de Yalta le oí dar
instrucciones al delegado de prensa, Lorenz. Descontento ante la
reacción de los periódicos alemanes, exigía un tono más duro y
agresivo:
—Tenemos que insultar a esos belicistas de Yalta; debemos
atacarlos e insultarlos de tal modo que no les quede la menor
posibilidad de hacer ninguna propuesta al pueblo alemán. No
podemos permitir que nos ofrezcan nada. Lo único que quiere
esa pandilla es apartar al pueblo de sus dirigentes. Lo he dicho
siempre: ¡no volveremos a capitular! —Y, tras vacilar un
momento, añadió—: ¡La Historia no se repite!
En su último discurso radiado, Hitler desarrolló esta idea y
aseguró «de una vez por todas a esos estadistas que cualquier
tentativa de influir en la Alemania nacionalsocialista con frases
que recuerdan las de Wilson presupone una ingenuidad que la
Alemania de hoy no conoce». Del deber de representar sin
660
transigencias los intereses de su pueblo, añadió, sólo podría
relevarlo quien le había encargado hacerlo. Se refería al
«Todopoderoso», al que mencionó varias veces en aquel
discurso[386].
•••
A medida que se acercaba el fin de su dominio, Hitler, que
había pasado los años de conquistas triunfales rodeado de sus
generales, se iba retrayendo de forma evidente a la esfera íntima
de los camaradas del Partido con los que tiempo atrás iniciara su
carrera. Pasaba todas las veladas en compañía de Goebbels, Ley
y Bormann. No se admitía a nadie más ni era posible saber de
qué hablaban, si estaban recordando sus comienzos o si
especulaban sobre el fin y lo que ocurriría después. Esperé
inútilmente que al menos uno de ellos tuviera una sola frase de
compasión por el futuro del pueblo vencido. Pero ellos se
agarraban a un clavo ardiendo, se aferraban al más vago indicio
de un posible cambio de rumbo y no estaban dispuestos a dar ni
siquiera la misma importancia al destino de todo el pueblo
alemán y al suyo.
—A los americanos, a los ingleses y a los rusos no vamos a
dejarles más que un desierto.
No era raro que terminaran con esta frase sus discusiones
sobre la situación. Aunque Hitler no se expresaba en términos
tan radicales como Goebbels, Bormann y Ley, se mostraba de
acuerdo con ellos. Sin embargo, semanas después se vería que
era el más radical de todos. Mientras los demás hablaban, él
ocultaba su punto de vista tras la pose del estadista para dar
después la orden de destruir las bases de la existencia del pueblo.
Cuando en una reunión estratégica de principios de febrero
los mapas mostraban un catastrófico panorama de innumerables
rupturas de frentes y asedios, llevé aparte a Dönitz y le dije:
—Hay que hacer algo.
661
Él me respondió con llamativa sequedad:
—Yo aquí tan sólo represento a la Marina. Lo demás no es
asunto mío. El Führer sabe lo que hace.
Resulta revelador que el grupo de personas que día tras día
se reunía alrededor de la mesa de mapas frente a un Hitler
cansado y testarudo no se planteara nunca la posibilidad de
emprender una acción conjunta. Seguramente Göring hacía
tiempo que estaba demasiado corrompido y se sentía cada vez
más extenuado; sin embargo, desde el día que estalló la guerra
fue uno de los pocos que vieron con realismo y sin hacerse
ilusiones el giro que Hitler había provocado con aquel conflicto.
Si Göring, como segundo hombre del Estado, junto con Keitel,
Jodl, Dönitz, Guderian y conmigo, hubiera dado a Hitler un
ultimátum exigiéndole que nos expusiera sus planes sobre la
forma en que pensaba terminar la guerra, se habría visto
obligado a explicarse. No es sólo que Hitler siempre hubiera
temido esta clase de conflictos, sino que en aquellos momentos
se habría podido permitir menos que nunca renunciar a la
ficción de un mando unánime.
Una noche de mediados de febrero visité a Göring en
Karinhall. Yo había descubierto sobre el mapa de posiciones que
había concentrado su división de paracaidistas alrededor de su
residencia de caza. Hacía tiempo que se había convertido en el
chivo expiatorio de los fracasos de la Luftwaffe; de todos los
oficiales, él era quien se llevaba los más duros reproches de
Hitler durante las reuniones estratégicas. Y es posible que las
escenas que debía de hacerle cuando estaban a solas fueran aún
peores. Algunas veces, mientras esperaba en la antesala, podía
oír cómo Hitler lo ahogaba a reproches.
Aquella noche, en Karinhall, fue la primera y única vez que
me sentí personalmente cerca de Göring. Ordenó servir un
Rothschild-Lafitte añejo junto a la chimenea y dijo al criado que
662
no se nos molestara. Yo le expuse con toda franqueza la
decepción que me había causado Hitler y Göring me respondió
con la misma franqueza que me comprendía perfectamente y
que muchas veces se sentía igual que yo. De todos modos, mi
situación era menos comprometida que la suya, ya que yo había
conocido a Hitler mucho más tarde y, por lo tanto, podía
apartarme de él con facilidad. Él, por el contrario, estaba
estrechamente unido a Hitler por los años de experiencias y
preocupaciones comunes y ya no podía liberarse. Pocos días
después, Hitler hizo trasladar al frente la división de
paracaidistas concentrada en Karinhall.
En aquella época, un alto jefe de las SS me insinuó que
Himmler estaba preparando medidas decisivas. En febrero de
1945, el jefe nacional de las SS había tomado el mando del
grupo de ejércitos del Vístula, aunque no tuvo más éxito que sus
predecesores en el intento de detener el avance de los rusos.
También él era ahora el blanco de los violentos reproches de
Hitler, por lo que el prestigio personal que aún le quedaba
quedó consumido por unas pocas semanas de mando en el
frente.
Sin embargo, seguía siendo temido por todos, y el día en
que mi asistente me dijo que Himmler había anunciado que iría
a verme por la noche me sentí alarmado. Fue, por cierto, la
única vez que me hizo una visita. Mi intranquilidad aumentó
cuando Hupfauer, el nuevo jefe de nuestro departamento
central, con el que yo había hablado varias veces con bastante
franqueza, me comunicó muy agitado que el jefe de la Gestapo,
Kaltenbrunner, lo visitaría a él a la misma hora.
Antes de que entrara Himmler, mi asistente me susurró:
—Ha venido solo.
Las ventanas de mi despacho no tenían cristales; como cada
dos días se rompían a causa de los bombardeos, ya no los
663
mandábamos reponer. Encima de la mesa había una triste vela,
pues el suministro de electricidad estaba interrumpido.
Envueltos en nuestros abrigos, nos sentamos frente a frente.
Himmler habló de asuntos intrascendentes, me pidió varios
datos sin importancia, aludió a la situación en el frente y,
finalmente, soltó esta trivialidad:
—Cuando las cosas van cuesta abajo, siempre se acaba por
llegar al fondo de un valle, y entonces, señor Speer, se vuelve a
subir.
Como yo nada dije para rebatir ni aprobar esta primitiva
filosofía y, además, sólo le respondía con monosílabos, se
despidió pronto. Se mostró cordial hasta el último momento,
pero también impenetrable. Nunca llegué a saber qué quería de
mí ni por qué Kaltenbrunner fue a ver a Hupfauer a la misma
hora. Tal vez se hubieran enterado de lo crítico de mi posición;
tal vez sólo querían investigar sobre nosotros.
El 14 de febrero escribí al ministro de Hacienda para
proponerle que «recaudara en favor del Reich el incremento del
patrimonio nacional, que desde el año 1933 había alcanzado un
importe considerable». Esta medida tenía por objeto contribuir
a la estabilización del marco, cuyo poder adquisitivo se
mantenía trabajosamente con medidas coercitivas y que, cuando
éstas desaparecieran, se hundiría sin remedio. Cuando el
ministro de Hacienda, el conde Schwerin-Krosigk, discutió mi
sugerencia con Goebbels, tropezó con una tenaz y elocuente
oposición, pues esta medida lo habría perjudicado.
Aún menos posibilidades de éxito tuvo otra idea mía que en
la actualidad revela el mundo sentimental ilusorio y romántico
en que yo vivía. A fines de enero discutí cautelosamente lo
desesperado de la situación con Naumann, secretario del
ministro de Propaganda. Un azar nos había reunido en el
refugio subterráneo del Ministerio. Partiendo del supuesto de
664
que al menos Goebbels era capaz de ver la situación y ser
consecuente, esbocé vagamente la idea de un gran punto final:
yo tenía en mente un acto conjunto del Gobierno, el Partido y
el alto mando. Bajo la dirección de Hitler, debía emitirse una
proclama por la cual se haría saber que los líderes del Reich
estaban dispuestos a entregarse al enemigo si éste garantizaba al
pueblo alemán unas condiciones de subsistencia aceptables. En
esta idea un tanto melodramática se conjugaban reminiscencias
históricas y el recuerdo de Napoleón, quien se entregó a los
ingleses tras su derrota en Waterloo. Wagnerianismos de
autoinmolación y redención… Me alegro de que nunca llegaran
a realizarse.
•••
De entre todos mis colaboradores industriales, el doctor
Lüschen, jefe de la industria eléctrica alemana y consejero y jefe
de desarrollo de la empresa Siemens, era uno de los más
próximos a mí. Este septuagenario al que tanto me agradaba
escuchar veía acercarse una época difícil para el pueblo alemán,
pero no dudaba de que terminaría remontándola.
A primeros de febrero, Lüschen me visitó en mi pequeño
apartamento, situado en la parte trasera de mi Ministerio de la
Pariser Platz, sacó una hoja del bolsillo y me la entregó mientras
me decía:
—¿Sabe cuál es la frase de Mi lucha de Hitler que más se
está citando por ahí?
En la hoja se leía: «Un servicio diplomático debe procurar
que un pueblo no se hunda heroicamente, sino que se conserve
en la práctica. Cualquier camino que conduzca a ello será lícito,
y no seguirlo debe considerarse un delito de omisión». Lüschen
agregó que había encontrado otra cita muy a propósito que
decía: «La autoridad del Estado no puede existir como un fin en
sí mismo, ya que en tal caso todas las tiranías de la Tierra serían
665
inatacables y quedarían consagradas. Si un Gobierno recurre a la
fuerza para llevar a un pueblo a la ruina, la rebelión no es sólo
un derecho, sino un deber para cada ciudadano de ese
pueblo»[387].
Lüschen se despidió sin decir nada y me dejó a solas con
aquel papel. Empecé a pasear por la habitación, nervioso. El
propio Hitler expresaba allí lo que yo había estado sosteniendo
durante los últimos meses. Sólo cabía una conclusión: incluso
midiéndolo con su propio programa político, Hitler cometía
deliberadamente un delito de alta traición contra su propio
pueblo, que se había sacrificado a sus objetivos y al que se lo
debía todo; desde luego, más de lo que yo le debía a Hitler.
Aquella noche tomé la decisión de eliminarlo. Desde luego,
mis proyectos no pasaron a mayores y resultan algo ridículos,
pero son también testimonio del carácter del régimen y de la
deformación del de sus actores. Aún hoy me estremezco al
pensar hasta dónde había llegado, yo que en su día no aspiraba
más que a ser el arquitecto de Hitler. Seguía sentándome
ocasionalmente frente a él y a veces incluso hojeábamos los
viejos proyectos de obras…, mientras yo iba pensando en la
forma de procurarme el gas venenoso que necesitaba para quitar
de en medio al hombre que, pese a todas nuestras desavenencias,
aún me apreciaba y era más indulgente conmigo que con
cualquier otro. Durante años viví en un ambiente en el que una
vida humana no significaba nada y nunca pareció importarme.
Pero ahora me daba cuenta de que aquellas experiencias no
habían pasado por mi lado sin más. Ya no era sólo que estuviera
enredado en aquella maraña de engaños, intrigas, vilezas y
conjuras, sino que yo mismo me había convertido en parte de
aquel mundo pervertido. Durante doce años viví
irreflexivamente entre asesinos y en pleno ocaso del régimen me
disponía a sacar precisamente de una cita de Mi lucha el impulso
moral necesario para asesinar a Hitler.
666
Durante el proceso de Nuremberg, Göring se burló de mí y
dijo que yo era «un segundo Bruto». Algunos acusados también
me reprocharon que quebrantara el juramento que había
prestado al Führer. Pero el recuerdo de aquel juramento carecía
de peso y no era más que una forma de sustraerse a la obligación
de pensar por uno mismo. Además, el propio Hitler les había
arrebatado ese argumento, como me lo arrebató a mí en febrero
de 1945.
•••
Durante mis paseos por el parque de la Cancillería me fijé
en el conducto de ventilación del bunker de Hitler. El orificio
de entrada se encontraba a ras de suelo, entre unos matorrales,
protegido por una fina rejilla. El aire pasaba a través de un filtro.
Un filtro que, como todos los demás, era ineficaz contra nuestro
gas venenoso tabún.
Una casualidad me permitió trabar cierta amistad con el
director de nuestras fábricas de municiones, Dieter Stahl.
Debido a unas palabras derrotistas, tuvo que rendir cuentas ante
la policía secreta del Estado. Me pidió que interviniera, a fin de
que no se le instruyera proceso. Puesto que yo conocía bastante
bien al jefe regional de Brandenburgo, el caso pudo resolverse
satisfactoriamente. Hacia mediados de febrero, unos días
después de la visita de Lüschen, Stahl y yo coincidimos en una
cabina del refugio antiaéreo de Berlín durante un bombardeo.
La situación contribuyó a que conversáramos con franqueza. En
aquella cámara sombría, de paredes de hormigón y puerta de
acero, amueblada con unas simples sillas, hablamos de lo que
sucedía en la Cancillería del Reich y de la política catastrófica
que desde allí se dictaba. De pronto, Stahl me agarró del brazo y
gritó:
—¡Va a ser espantoso, espantoso!
Le pregunté con mucha cautela por el nuevo gas venenoso y
667
traté de averiguar si podría conseguirlo. A pesar de lo extraño de
la pregunta, Stahl no se mostró reservado. Tras una pausa, le
dije:
—Es el único medio de acabar la guerra. Voy a tratar de
introducir el gas en la Cancillería del Reich.
A pesar de la relación de confianza que se había instaurado
entre nosotros, por un momento yo mismo me asusté de mi
sinceridad. Pero él no pareció consternado ni nervioso, sino que
me prometió con gran serenidad que en los días siguientes
buscaría un medio para obtener el gas.
Al cabo de varios días, Stahl me comunicó que había
establecido contacto con el comandante Soyka, jefe del
Departamento de Munición de la Dirección General de
Armamentos del Ejército de Tierra. Quizá existiera la
posibilidad de rectificar las granadas que se producían en la
fábrica de Stahl y emplearlas para lanzar gases venenosos. En
realidad, cualquier empleado medio de las fábricas de gases
podía acceder más fácilmente al tabún que el ministro de
Armamentos. Durante nuestras conversaciones se puso de
manifiesto que el tabún sólo resultaba efectivo al ser
explosionado. Eso lo hacía inutilizable, pues una explosión
destruiría las delgadas paredes de los conductos de aire.
Entonces ya debíamos de estar a principios de marzo. Yo seguía
firme en mi propósito, ya que me parecía el único medio de
suprimir no sólo a Hitler, sino también, al mismo tiempo, a
Bormann, Goebbels y Ley, para lo que el atentado tendría que
realizarse a la hora en que celebraban sus reuniones nocturnas.
Stahl creyó poder procurarme pronto uno de los gases
convencionales. Yo conocía a Henschel, jefe de los servicios
técnicos de la Cancillería, desde que ésta se construyó. Le sugerí
que tal vez fuera necesario cambiar los filtros del aire, pues
llevaban ya mucho tiempo en servicio y Hitler se había quejado
668
algunas veces en mi presencia de que el aire del bunker estaba
viciado. Henschel actuó deprisa, mucho más que yo; los filtros
fueron desmontados y las dependencias del bunker quedaron sin
protección.
Sin embargo, aunque hubiéramos conseguido el gas, todos
los preparativos habrían sido inútiles, como verifiqué cuando,
uno de aquellos días, alegué un pretexto para inspeccionar el
conducto de ventilación y me topé con una escena bien distinta
a la que conocía. Sobre los tejados de todo el complejo había
apostados centinelas de las SS bien armados, se habían instalado
focos y, en el lugar donde se encontraba la toma del aire, se
había construido una chimenea de más de tres metros de altura
que dejaba fuera de alcance el orificio. Me sentí como si me
hubieran golpeado en la cabeza. Por un momento temí que mis
planes hubieran sido descubiertos, pero en realidad sólo había
intervenido el azar. Hitler, que durante la Primera Guerra
Mundial sufrió ceguera transitoria a causa de un gas venenoso,
había ordenado construir aquella chimenea porque el gas es más
pesado que el aire.
En el fondo, me sentí aliviado al ver que mi plan se había
desbaratado definitivamente. Durante tres o cuatro semanas me
persiguió el temor de que alguien pudiera delatar el complot;
además, a veces me obsesionaba la idea de que se me notara que
había estado conspirando. Al fin y al cabo, desde el 20 de julio
de 1944 había que contar con el riesgo de que también la
familia tuviera que rendir cuentas, de manera que mi castigo
habría alcanzado a mi esposa y a nuestros seis hijos.
De este modo no sólo se vino abajo aquel plan concreto,
sino que la sola idea del atentado se borró de mi mente con la
misma rapidez con que se había formado. Desde entonces ya no
pensé que mi misión era eliminar a Hitler, sino procurar que sus
órdenes de destrucción no se llevaran a cabo. También esto me
669
alivió, pues aún se entremezclaban por igual en mí los conceptos
de afecto, rebeldía, lealtad e indignación. Independientemente
del miedo que pudiera sentir, me habría resultado imposible
enfrentarme a Hitler pistola en mano. Cara a cara, su poder de
sugestión sobre mí sería demasiado fuerte hasta el final.
La confusión total de mis emociones se manifestaba en que,
aun siendo consciente de la amoralidad de su conducta, no
podía evitar sentir cierta tristeza por su irremediable caída y la
desintegración de su existencia, basada en la confianza en sí
mismo. En aquellos momentos me inspiraba una mezcla de
repugnancia, piedad y fascinación.
•••
Además, tenía miedo. Cuando, a mediados de marzo, quise
presentarme de nuevo a Hitler con un informe en el que
retomaba el tema prohibido de la derrota final, pensé
acompañarlo de una carta personal. Empecé a escribir el
borrador con letra nerviosa y con la tinta verde reservada a los
ministros. Quiso la casualidad que utilizara para el borrador el
dorso de la hoja en la que mi secretaria había copiado la cita de
Mi lucha con la escritura de gran tamaño con la que había que
dirigirse a Hitler. Aún quería recordarle su propio llamamiento
a la sublevación en el caso de perder la guerra.
«Tenía que escribir el informe adjunto —empezaba
diciendo—; en mi calidad de ministro de Armamentos y
Producción de Guerra del Reich, es mi deber para con usted y
con el pueblo alemán». Aquí vacilé y cambié el orden de la frase.
Mediante una corrección, puse al pueblo alemán en primer
lugar. Luego continué: «Sé que este escrito me acarreará graves
consecuencias personales».
Aquí se interrumpe el borrador. También en esta frase
introduje una enmienda. Todo lo dejaba en manos de Hitler. La
enmienda era insignificante: «… puede acarrearme graves
670
consecuencias personales».
671
CAPÍTULO XXIX
LA SENTENCIA
Durante aquella última fase de la guerra, el trabajo me distraía y
me apaciguaba. Dejé que Saur se encargara de la producción de
armamentos, que se acercaba a su fin[388]. Yo, por el contrario,
traté de vincularme lo más estrechamente posible con los
industriales para debatir los urgentes problemas de
abastecimiento y la transición a una economía de posguerra.
El Plan Morgenthau ofreció a Hitler y al Partido la
oportunidad de hacer saber a la población que la posible derrota
sellaría definitivamente el destino de todos los alemanes.
Amplios sectores se dejaron influir por esta amenaza. Nosotros,
sin embargo, hacía tiempo que teníamos otra idea de lo que iba
a ser el desarrollo futuro. Hitler y sus políticos de confianza en
los territorios ocupados habían perseguido alcanzar en estos
unas metas muy similares a las que definía el Plan Morgenthau,
aunque de forma mucho más dura y rigurosa. Sin embargo, la
experiencia demostraba que tanto en Checoslovaquia como en
Polonia, en Noruega como en Francia, las industrias se habían
recuperado incluso en contra del propósito de Alemania, ya que,
a la postre, el estímulo de reactivarlas para fines propios había
resultado mucho más fuerte que las aberraciones de unos
ideólogos amargados, y, si se empezaban a reactivar las
industrias, también había que mantener ciertas condiciones
socioeconómicas, alimentar y vestir a la población y pagar
salarios.
672
Así había ocurrido, por lo menos, en los territorios
ocupados. Nosotros opinábamos que la única condición
indispensable para ello era que el mecanismo de la producción
quedara prácticamente intacto. Hacia el final de la guerra, sobre
todo después de haber renunciado a mis planes para cometer un
atentado, mis actividades se centraron casi exclusivamente, sin
prejuicios ideológicos ni nacionalistas, y a pesar de todas las
dificultades, a salvar la capacidad industrial. Eso me obligó a
vencer no pocas resistencias y a seguir avanzando por el camino
de la mentira, la simulación y la esquizofrenia que había
emprendido. En enero de 1945, durante una reunión
estratégica, Hitler me tendió una noticia de la prensa extranjera:
—¡Pero si yo había ordenado que en Francia se destruyera
todo! ¿Cómo es posible que sólo unos meses después la industria
francesa ya se esté acercando a su nivel de producción de antes
de la guerra? —dijo, mirándome indignado.
—Quizá sólo sea propaganda —respondí con calma.
Hitler se mostraba receptivo a la idea de la falsa propaganda,
por lo que de momento la cuestión quedó salvada.
En febrero de 1945 volé nuevamente a los yacimientos
húngaros de petróleo, a lo que nos quedaba de la cuenca
carbonífera de la Alta Silesia, a Checoslovaquia y a Danzig. En
todas partes conseguimos contar con el apoyo de los delegados
locales del Ministerio y con la comprensión de los generales.
Junto al lago Balatón, en Hungría, pude contemplar el desfile
de varias divisiones de las SS que debían tomar parte en una
gran ofensiva ordenada por Hitler. Puesto que aquella operación
estaba calificada de altamente confidencial, resultaba grotesco
que aquellas unidades proclamaran con las insignias de sus
uniformes su carácter de formaciones de élite, aunque también
lo era, más aún que aquel despliegue descubierto de tropas para
preparar un ataque sorpresa, la idea de Hitler de que podría
673
destruir el poderío soviético recién establecido en los Balcanes
con unas cuantas divisiones acorazadas. Pensaba que, después de
haberlo sufrido durante unos meses, los pueblos del sudeste de
Europa estarían cansados del dominio soviético. En la
desesperación de aquellas semanas, Hitler se empeñó en
convencerse a sí mismo de que unos cuantos triunfos iniciales
supondrían un punto de inflexión. Sin lugar a dudas se
produciría un levantamiento contra la Unión Soviética y la
población haría causa común con nosotros hasta lograr la
victoria. Resultaba delirante.
Mi visita a Danzig me llevó al cuartel general de Himmler,
comandante en jefe del Grupo de Ejércitos del Vístula. Lo había
instalado en Deutsch-Krone, en un tren especial muy bien
acondicionado. Por casualidad oí que hablaba por teléfono con
el general Weiss; Himmler atajaba con toda clase de estereotipos
los argumentos del general para abandonar una posición
perdida:
—Le he dado una orden. Responde usted con su cabeza. Si
perdemos la posición, tendrá que rendirme cuentas
personalmente.
Sin embargo, cuando al día siguiente visité al general Weiss
en Preussisch-Stargard, supe que la posición había sido
abandonada durante la noche. Weiss no se mostró en absoluto
intimidado por las amenazas de Himmler.
—No pienso exponer a mis tropas a unas exigencias que es
imposible cumplir y que costarían cientos de bajas. Sólo hago lo
que es posible.
Las amenazas de Hitler y de Himmler empezaban a perder
efecto. También durante aquel viaje hice que el fotógrafo del
Ministerio registrara las interminables columnas de refugiados
que, presos de un pánico silencioso, se dirigían hacia el Oeste, y
Hitler volvió a negarse a mirar las fotos. Sin enojo, más bien con
674
resignación, las dejó tan lejos de sí como pudo sobre la gran
mesa de mapas.
Durante mi viaje a la Alta Silesia conocí de cerca al capitán
general Heinrici, en quien vi a un hombre sensato, y trabajé en
estrecha colaboración con él durante las últimas semanas de la
guerra. A mediados de febrero decidimos que las instalaciones
ferroviarias que en el futuro deberían utilizarse para transportar
carbón hacia el Sudeste debían ser respetadas. Juntos visitamos
una mina en Ribnyk. Las tropas soviéticas dejaban que siguiera
funcionando, a pesar de que se encontraba en las inmediaciones
del frente; también el enemigo parecía respetar nuestra política
de no destrucción. Los obreros polacos se habían acomodado al
giro de la situación y trabajaban a pleno rendimiento gracias a
nuestra promesa de conservar la mina intacta si renunciaban al
sabotaje.
A primeros de marzo me trasladé a la cuenca del Ruhr con el
fin de averiguar las medidas que exigían allí el inminente final y
la futura reconstrucción. Los medios de transporte eran lo que
más preocupaba a los industriales: aunque se conservaran
intactas las minas de carbón y las acerías, si se destruían los
puentes quedaría interrumpido el ciclo del carbón, acero y
laminado. Por ello, el mismo día de mi llegada fui al ver al
mariscal Model[389]. Me contó muy excitado que Hitler acababa
de ordenarle que atacara con unas divisiones determinadas al
enemigo en su flanco de Remagen y que recuperara el puente.
En tono resignado, dijo:
—Al haber perdido las armas, estas divisiones carecen de
toda fuerza combativa y su importancia militar es inferior a la de
una compañía. Como siempre, en el cuartel general no tienen ni
idea. Luego, naturalmente, me echarán a mí la culpa del fracaso.
El mal humor que le habían provocado las órdenes de Hitler
hizo que Model prestara atención a mis propuestas. Me aseguró
675
que durante la lucha en la cuenca del Ruhr se respetarían los
insustituibles puentes del sector y en especial las instalaciones
ferroviarias.
A fin de reducir en lo posible la destrucción de puentes, tan
comprometedora para el futuro, acordé con el capitán general
Guderian[390] redactar un decreto fundamental básico sobre
«Medidas destructivas en territorio propio» para prohibir
cualquier voladura que «impidiera el abastecimiento de la
población». Las destrucciones se limitarían al mínimo
indispensable, procurando que las interrupciones de servicio así
causadas pudieran restablecerse fácilmente. Guderian aceptó
dictar esta disposición, bajo su propia responsabilidad, para que
se aplicara en el frente oriental; cuando trató de convencer al
capitán general Jodl, a cuyo mando estaba al frente occidental,
para que firmara también el decreto, no tuvo más remedio que
enviárselo a Keitel, quien tomó el borrador y dijo que lo
discutiría con Hitler. El resultado era de prever: en la siguiente
reunión estratégica, éste ratificó las severas órdenes de
destrucción vigentes y se mostró muy irritado por la actitud de
Guderian.
•••
A mediados de marzo volví a presentarle a Hitler una
memoria en la que le daba sin ambages mi opinión sobre las
medidas que había que aplicar en aquel momento. Sabía muy
bien que mi escrito violaba todos los tabúes que él había
impuesto durante los últimos meses. Sin embargo, pocos días
antes había convocado a todos mis colaboradores de la industria
a una reunión en Bernau y en ella les dije que respondía con mi
cabeza de que, aunque la situación militar siguiera empeorando,
de ningún modo serían destruidas las industrias. Al mismo
tiempo, envié una circular a todas mis delegaciones en la que les
ordenaba que se abstuvieran de destruir nada[391].
676
A fin de conseguir que Hitler leyera la memoria, en la
primera página empleé el tono habitual, empezando con un
informe sobre la producción de carbón. Sin embargo, ya en la
segunda página el presupuesto para armamentos aparecía en el
último lugar de una lista que encabezaban las necesidades de la
población civil: alimentos, servicios, gas y electricidad[392]. La
memoria seguía diciendo que, «con toda seguridad, cabía
esperar el hundimiento definitivo de la economía alemana» en
unas cuatro u ocho semanas, después de las cuales «la guerra
tampoco podría proseguir en el terreno militar». Luego, con una
alusión directa a Hitler, decía: «Nadie puede pretender que el
destino del pueblo alemán esté ligado a su destino personal».
Durante aquellas últimas semanas de la guerra, el deber más
honroso del Gobierno tenía que ser «ayudar al pueblo en todo lo
posible». Y concluía con estas palabras: «En esta fase de la
guerra, no tenemos ningún derecho a provocar destrucciones
que puedan afectar a la vida del pueblo».
Hasta aquel momento había combatido los propósitos
devastadores de Hitler escudándome tras el hipócrita optimismo
de la línea oficial y arguyendo que las industrias no debían ser
destruidas, a fin de que «pudieran volver a utilizarse a la mayor
brevedad posible cuando fueran recuperadas». Hitler
difícilmente podía oponerse a este argumento. Por el contrario,
ahora le decía por primera vez que había que conservar el
potencial industrial «aun en el caso de que no pareciera posible
reconquistarlo. […] De ningún modo la actividad militar en
nuestra patria puede consistir en destruir tantos puentes que,
con los medios limitados de la posguerra, hagan falta años para
reconstruir la red de comunicaciones […]. Su destrucción
supone anular las posibilidades de supervivencia del pueblo
alemán»[393].
•••
677
Esta vez no me atreví a entregar mi memoria a Hitler sin
tomar ciertas medidas. Era demasiado imprevisible y podía
reaccionar con precipitación. Por lo tanto, di las veintidós
páginas de mi escrito al coronel Von Below, mi oficial de enlace
en el cuartel general del Führer, y le recomendé que se lo
presentara en el momento más oportuno. Después le pedí a
Julius Schaub, asistente personal de Hitler, que le solicitara una
foto con su dedicatoria personal con motivo de mi
cuadragésimo cumpleaños. Yo era el único de los colaboradores
cercanos de Hitler que no se la había pedido aún en doce años.
Ahora, al final de su dominio y de nuestras relaciones
personales, quería darle a entender que, aunque me oponía a él y
en mi escrito constataba abiertamente la derrota, seguía
venerándolo como siempre y daba valor a la distinción que
suponía una foto dedicada. De todos modos, me sentía inseguro
y dispuse todo lo necesario para situarme lejos de su alcance en
cuanto hubiera entregado la memoria. Aquella misma noche
quise trasladarme en avión a Königsberg, amenazada por los
ejércitos soviéticos; el pretexto me lo brindaba la habitual
entrevista con mis colaboradores para evitar destrucciones
innecesarias, y también quería despedirme de ellos.
Finalmente, la noche del 18 de marzo acudí a la reunión
estratégica para quitarme aquel papel de encima. Desde hacía
algún tiempo, las reuniones ya no se celebraban en el suntuoso
despacho que yo diseñara siete años antes. Hitler las había
trasladado definitivamente a su pequeño gabinete del bunker
subterráneo. Con melancólica amargura me dijo:
—Sabe, señor Speer, su hermosa arquitectura ya no resulta
un marco adecuado para las reuniones estratégicas.
El tema que debíamos tratar en la reunión del 18 de marzo
era la defensa del territorio del Sarre, duramente hostigado por
el ejército de Patton. Como había sucedido en el caso de los
678
yacimientos rusos de manganeso, Hitler se volvió hacia mí en
busca de apoyo:
—¡Dígales usted mismo a estos señores lo que supondría la
pérdida del carbón del Sarre!
Se me escapó esta frase espontáneamente:
—Eso no haría sino acelerar la derrota.
Nos miramos fijamente, estupefactos y desconcertados. Yo
estaba tan asombrado como Hitler. Tras un embarazoso
silencio, cambió de tema.
Aquel mismo día, el mariscal Kesselring, comandante en jefe
del frente occidental, informó de que la población entorpecía en
gran medida la lucha contra el avance de las tropas americanas.
Al parecer, era cada vez más habitual que la gente no dejara
entrar a las tropas alemanas en los pueblos. Los oficiales recibían
presiones para que los lugares no fueran destruidos con acciones
de guerra. La tropa accedía en muchos casos a aquella
desesperada petición. Sin reflexionar ni un momento sobre las
consecuencias, Hitler se volvió hacia Keitel y le ordenó que
cursara una orden al comandante en jefe del frente occidental y
a los jefes regionales para que toda la población fuera evacuada
por la fuerza. Diligentemente, Keitel se sentó enseguida a una
mesa que había en el rincón y se dispuso a redactar la orden.
Uno de los generales presentes trató de persuadir a Hitler
diciendo que sería imposible evacuar a cientos de miles de
personas. No disponíamos de trenes. Hacía tiempo que las
comunicaciones estaban cortadas. Hitler permaneció impasible.
—¡Pues que vayan andando! —replicó.
Tampoco eso era posible, insistió el general. Para ello se
necesitarían abastecimientos. La columna tendría que ser
dirigida a través de zonas poco pobladas. Además, la gente no
disponía de calzado adecuado. Sin embargo, no pudo terminar.
Imperturbable, Hitler le dio la espalda.
679
Keitel había escrito un borrador de la orden y se lo leyó a
Hitler, quien lo aprobó. La orden decía así: «La presencia de
población civil en los sectores amenazados por el enemigo es tan
gravosa para los combatientes como para la propia población.
Por lo tanto, el Führer ordena lo siguiente: la zona occidental
del Rin, es decir, el Palatinado del Sarre, deberá ser
inmediatamente evacuada de todos sus pobladores por detrás de
la línea del frente. […] La población deberá ser dirigida hacia el
Sudeste, al sur de la línea de Sankt Wendel-KaiserslauternLudwigshafen. Los detalles serán resueltos por el Grupo de
Ejércitos G, de acuerdo con los jefes regionales. Los jefes
regionales recibirán idénticas instrucciones del jefe de la
cancillería del Partido. Firmado: mariscal general Keitel, Jefe del
Alto Mando de la Wehrmacht»[394].
Nadie protestó cuando Hitler concluyó diciendo:
—Ya no podemos ser considerados con la población.
Abandoné la habitación con Zander, el enlace de Bormann
ante Hitler. Zander estaba desesperado.
—¡Pero eso no puede ser! ¡Va a provocar una catástrofe! ¡No
hay nada preparado!
Impulsivamente, le dije que suspendería mi vuelo a
Königsberg y que aquella misma noche saldría hacia el Oeste.
La reunión había terminado. Era más de medianoche y
había llegado mi cuadragésimo cumpleaños. Pedí a Hitler que
me permitiera hablar con él un instante. Hitler llamó al criado:
—Vaya a buscar el retrato que he firmado.
A continuación me entregó el estuche rojo de piel con la
insignia grabada en oro en el que solía hacer entrega de su
retrato en un marco de plata, al tiempo que me felicitaba
cordialmente. Le di las gracias y dejé el estuche encima de la
mesa para sacar la memoria. Entretanto, Hitler me decía:
680
—Últimamente me cuesta mucho trabajo escribir, aunque
sólo sean unas palabras. Ya sabe cómo me tiembla la mano. A
veces casi no puedo acabar de firmar. Lo que le he escrito me ha
salido bastante ilegible.
Al oír esto abrí el estuche para leer la dedicatoria.
Realmente, apenas era legible, pero estaba redactada con
extraordinaria afabilidad y en ella me daba las gracias por mi
trabajo y me aseguraba su firme amistad. Ahora me resultaba
difícil entregarle a cambio aquella memoria en la que hacía
constar de forma palmaria el derrumbamiento de la obra de su
vida.
Hitler la cogió en silencio. Con el fin de suavizar la tensión
del momento, le dije que aquella misma noche pensaba salir
hacia el Oeste. Luego me despedí. Cuando estaba pidiendo por
teléfono, desde el propio bunker, el coche y el chófer que
necesitaba, Hitler me mandó llamar de nuevo.
—Lo he pensado mejor: es preferible que coja uno de mis
coches y que le lleve Kempka, mi chófer.
Yo me resistí con algunos pretextos. Por fin, accedió a que
usara mi coche, pero con la condición de que lo condujera
Kempka. Me sentí un poco intranquilo, pues se había
desvanecido la cordialidad con la que Hitler casi me había
fascinado al entregarme el retrato. Me despidió visiblemente
contrariado. Yo estaba ya en la puerta cuando, como si no
quisiera darme ocasión de responder, me dijo:
—¡Esta vez contestaré a su memoria por escrito! —Tras una
breve pausa, añadió en tono glacial—: Si la guerra se pierde,
también el pueblo estará perdido. No es necesario pensar en lo
que precisará el pueblo para sobrevivir. Al contrario, es mejor
destruir incluso esto, porque este pueblo ha demostrado ser el
más débil, y el futuro pertenece en exclusiva a los más fuertes del
Este. ¡Los que queden después de esta lucha no serán más que
681
subhombres, pues los buenos han caído ya[395]!
Cuando me encontré sentado al volante de mi coche,
respirando el aire frío de la noche, con el chófer de Hitler a mi
lado y el teniente coronel Von Poser, mi oficial de enlace con el
Estado Mayor, en el asiento de atrás, respiré aliviado. Había
convenido con Kempka que conduciríamos por turnos. Era ya
la una y media de la madrugada y, si queríamos recorrer los 500
kilómetros de autopista que nos separaban del cuartel general
del comandante del frente occidental, situado en Nauheim,
antes de que se hiciera de día y aparecieran los bombarderos,
teníamos que darnos prisa. Sintonizamos en la radio la emisora
que transmitía para los cazas nocturnos e íbamos siguiendo con
exactitud la posición de las escuadrillas enemigas en el plano
cuadriculado que sosteníamos sobre las rodillas: «Cazas
nocturnos en la zona… Varios “mosquitos” en la zona… Cazas
nocturnos en la zona…». Cuando los aviones enemigos se
acercaban a nosotros, aminorábamos la marcha y avanzábamos
despacio por el arcén con las luces de posición, y en cuanto
nuestro sector quedaba despejado, encendíamos los potentes
faros Zeiss, las luces antiniebla y el foco orientable y nos
lanzábamos por la autopista a toda velocidad, haciendo rugir el
compresor. Aun así, la mañana nos sorprendió en ruta.
Afortunadamente, las nubes bajas habían hecho cesar la
actividad aérea. Al llegar al cuartel general me retiré a descansar
unas horas[396].
Hacia mediodía me reuní con Kesselring, pero nuestra
conversación no dio ningún resultado. Él adoptó una actitud de
soldado y no se avino a discutir las órdenes de Hitler. Por
asombroso que parezca, el delegado del Partido de su plana
mayor se mostró mucho más comprensivo. Mientras
paseábamos de un lado a otro por la terraza del castillo, me
aseguró que en el futuro haría todo lo posible para evitar que se
cursaran informes sobre la conducta de la población que
682
pudieran provocar reacciones indeseables en Hitler.
Durante el frugal almuerzo con su plana mayor, Kesselring
acababa de pronunciar un corto brindis por mi cuadragésimo
cumpleaños cuando de repente una escuadrilla de cazas
enemigos se abatió con gran estrépito sobre el castillo y unas
ráfagas de ametralladora rompieron las ventanas. Nos arrojamos
al suelo inmediatamente. Hasta entonces no sonó la sirena de
alarma, en el mismo momento en que pesadas bombas
empezaban a estallar muy cerca de nosotros. Mientras los
impactos se iban produciendo a derecha e izquierda, nos
dirigimos a toda prisa al bunker entre nubes de humo y polvo.
Evidentemente, el objetivo del ataque era el corazón de la
defensa occidental. Las explosiones se sucedían sin cesar. Las
paredes del bunker temblaron, pero no recibió ningún impacto
directo. Cuando pasó el ataque proseguimos la discusión, ahora
también en presencia del industrial del Sarre Hermann
Röchling. Kesselring manifestó al septuagenario Röchling que
en los días siguientes se iba a perder el Sarre. El anciano escuchó
con entereza, casi con indiferencia, la noticia de que perdería su
patria y su fábrica.
—Ya perdimos el Sarre una vez y luego lo recobramos. A
pesar de mi edad, aún he de ver el día en que vuelva a ser
nuestro.
Nuestra próxima etapa era Heidelberg, adonde había sido
trasladada la central de armamentos para el sudoeste de
Alemania. Yo quería aprovechar la ocasión para hacerles al
menos una corta visita de cumpleaños a mis padres. Durante el
día era imposible circular por la autopista, a causa de los
aviones; dado que yo conocía desde mi juventud las carreteras
secundarias, Röchling y yo fuimos por el Odenwald. El tiempo
era primaveral, cálido y soleado. Por primera vez hablamos con
absoluta franqueza; Röchling, antes gran admirador de Hitler,
683
no se contuvo al expresar su opinión de que seguir con la guerra
era un acto de fanatismo insensato. Ya casi era de noche cuando
llegamos a Heidelberg. Las noticias que llegaban del Sarre eran
esperanzadoras: apenas se habían hecho preparativos para
destruir las instalaciones. Como ya no quedaba tiempo, ni
siquiera una orden de Hitler podría causar graves daños.
El viaje por carreteras atestadas de soldados en retirada
resultó penoso; fuimos profusamente insultados por aquellos
hombres cansados y enflaquecidos. Hasta pasada la medianoche
no llegamos al cuartel al que nos dirigíamos, situado en un
pueblo vinícola del Palatinado. El general Hausser, de las SS,
tenía opiniones más razonables que su comandante en jefe
acerca de la forma de interpretar órdenes absurdas. Hausser
consideraba impracticable la evacuación que se había ordenado e
irresponsable la voladura de puentes. Cinco meses después,
procedente de Versalles, yo cruzaría el Sarre y el Palatinado
como prisionero, en un camión. Tanto las instalaciones
ferroviarias como los puentes estaban prácticamente intactos.
Stöhr, jefe regional del Palatinado y el Sarre, declaró sin
ambages que no pensaba obedecer las órdenes de evacuación
que había recibido. Entonces tuvo lugar un curioso diálogo
entre el jefe regional y yo, que hablaba como ministro:
—Si no lleva a cabo la evacuación y el Führer le pide cuentas
por ello, puede alegar que le he dicho que la orden ha sido
anulada.
—No; es usted muy amable, pero asumo la responsabilidad.
Yo insistía:
—Pero yo no tengo inconveniente en cargar con ello…
Stöhr negaba con la cabeza: —No, lo haré yo. Será sólo culpa
mía. Fue el único punto sobre el que no pudimos ponernos de
acuerdo.
Nuestro próximo destino era el cuartel general del mariscal
684
Model, situado en el Westerwald, a 200 kilómetros de distancia.
Por la mañana aparecieron de nuevo los aviones americanos en
vuelo rasante, por lo que abandonamos la carretera principal y,
por caminos secundarios, alcanzamos finalmente un apacible
pueblecito. Nada hacía suponer que allí se encontrara el mando
central de ningún grupo de ejércitos. No había ningún oficial,
ningún soldado, ni un coche, ni un letrero. Estaba prohibido
que circularan coches durante el día.
En la fonda del pueblo reanudé inmediatamente con Model
el debate que habíamos iniciado en Siegburg acerca de la
conservación de las instalaciones ferroviarias del Ruhr. Mientras
hablábamos, entró un oficial que traía un telegrama.
—Esto le concierne —dijo Model, confundido y perplejo.
Me temí algo muy grave.
Era la «respuesta por escrito» que daba Hitler a mi memoria.
Establecía en todos los puntos justo lo contrario de lo que yo
había solicitado el 18 de marzo. «Todas las instalaciones
militares, de comunicaciones, industriales y de servicios, así
como todos los bienes muebles» que se encontraran dentro del
territorio del Reich debían ser destruidos. Era la sentencia de
muerte para el pueblo alemán, el principio de la «tierra
quemada» en su forma más feroz. Yo mismo perdía mi poder
por aquel decreto y todas mis órdenes para la conservación de la
industria quedaban explícitamente invalidadas. A partir de
entonces, los jefes regionales serían los encargados de aplicar las
medidas de destrucción[397].
Las consecuencias habrían sido inimaginables; durante un
tiempo imprevisible no habría luz, ni gas, ni agua potable; no
habría carbón ni comunicaciones. Todas las vías férreas, los
canales, las esclusas, los muelles, los barcos, las locomotoras,
serían destruidos. Incluso en los lugares en los que se hubieran
respetado las industrias, éstas no podrían producir por falta de
685
electricidad, gas y agua; no habría reservas ni teléfono. En suma,
un país devuelto a la Edad Media.
El cambio de actitud del mariscal Model evidenciaba que mi
posición había cambiado. Continuó hablando, pero en un tono
mucho más frío, y rehuyó tratar del tema que en realidad era el
motivo principal de nuestro encuentro: la conservación de la
industria del Ruhr[398]. Afligido y fatigado, me fui a dormir a
una granja. Unas horas después salí al campo y subí a una
colina. Abajo, envuelto en una tenue neblina, el pueblo yacía
apaciblemente al sol. Se divisaba una gran extensión, hasta
mucho más allá de las colinas del Sauerland. ¿Cómo era posible
que alguien quisiera convertir aquella tierra en un desierto? Me
tumbé entre los helechos. Todo me parecía irreal. La tierra
exhalaba un aroma penetrante y ya asomaban del suelo los
nuevos brotes. Cuando regresé al pueblo, el sol se estaba
poniendo. Había tomado una decisión. Debía impedir que
aquella orden fuera ejecutada. Anulé las entrevistas que pensaba
celebrar aquella noche en el Ruhr; me dirigiría a Berlín para
reconocer la situación.
El coche fue sacado de los matorrales y, a pesar de la gran
actividad aérea que se registraba, aquella misma noche emprendí
el viaje hacia el Este con las luces de posición. Mientras Kempka
conducía, yo hojeaba mis notas. La mayoría se referían a las
conversaciones que había sostenido durante los dos últimos días.
Pasaba las páginas vacilante. Luego empecé a romperlas
disimuladamente y a arrojar los fragmentos por la ventanilla.
Durante una parada, mi mirada se posó en el estribo. A causa
del viento, los comprometedores papeles habían quedado
amontonados en un rincón. Los empujé discretamente hacia la
cuneta.
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CAPÍTULO XXX
EL ULTIMÁTUM DE HITLER
El cansancio nos mueve a la indiferencia. Así, no me sentí nada
excitado cuando la tarde del 21 de marzo de 1945 me encontré
con Hitler en la Cancillería del Reich. Me preguntó
lacónicamente por el viaje y se mostró muy reservado, sin aludir
a su «respuesta por escrito». A mí me pareció inútil hablar de
ella. A Kempka, por el contrario, estuvo interrogándolo durante
más de una hora sin consultarme sobre ello.
Contraviniendo las órdenes de Hitler, aquella misma noche
entregué a Guderian un duplicado de mi memoria. Keitel se
negó escandalizado a cogerla, como si se tratara de un peligroso
explosivo. En vano traté de averiguar en qué circunstancias
había dictado Hitler aquella orden. Igual que después de que se
descubriera mi nombre en la lista de ministros del 20 de julio,
en torno a mí se había hecho el vacío. Estaba claro que para el
entorno de Hitler yo había caído definitivamente en desgracia;
lo peor del caso era que había perdido toda influencia en el
terreno más importante: el de la conservación de las industrias
que de mí dependían.
Dos decisiones adoptadas por Hitler en aquellas fechas me
demostraron que estaba decidido a actuar con la mayor
brutalidad. En el informe de la Wehrmacht del 18 de marzo de
1945 leí que había sido ejecutada la sentencia de muerte dictada
contra cuatro oficiales por no haber ordenado a su debido
tiempo la voladura del puente sobre el Rin en Remagen; Model
687
acababa de decirme que aquellos oficiales eran completamente
inocentes. «El horror de Remagen», como se llamó al caso, haría
temblar a muchos responsables hasta el final de la guerra.
El mismo día oí rumores de que Hitler había ordenado
ejecutar al capitán general Fromm. Unas semanas antes, el
ministro de Justicia Thierack me dijo entre plato y plato
durante una comida, con la mayor indiferencia:
—¡También Fromm va a perder pronto su cabecita!
Los esfuerzos que hice aquella noche para que Thierack
cambiara de opinión resultaron inútiles; no se dejó impresionar
en lo más mínimo. Por lo tanto, varios días después le dirigí una
carta oficial de cinco pliegos en la que rebatía la mayor parte de
las acusaciones contra Fromm de las que tenía noticia y me
ofrecía al tribunal como testigo de la defensa.
Debió de tratarse de una petición insólita para un ministro
del Reich; sólo tres días después, el 6 de marzo de 1945,
Thierack me escribió escuetamente que para declarar ante el
tribunal necesitaba una autorización de Hitler. «El Führer acaba
de hacerme saber —proseguía— que de ningún modo piensa
concederle tal autorización para el caso Fromm. Por lo tanto, no
me es posible incluir su declaración en el sumario»[399]. La
ejecución de aquella sentencia de muerte me hizo ver también a
mí lo comprometido de mi situación.
Me encontraba en un callejón sin salida. Cuando, el 22 de
marzo, Hitler me convocó a una de sus conferencias de
armamentos, envié de nuevo a Saur en mi lugar. Sus notas de
aquella reunión me demostraron que ambos se habían
mantenido alegremente alejados de la realidad. A pesar de que la
producción de armamentos había llegado hacía tiempo a su fin,
estuvieron discutiendo proyectos y más proyectos, como si
pudieran disponer aún de todo el año 1945. No sólo hablaron
de una producción de acero bruto totalmente irreal, sino que
688
acordaron aumentar al máximo el suministro de cañones
antitanques de 8,8 cm, así como de lanzagranadas de 21 cm; se
entusiasmaron al tratar de la creación de nuevas armas, como un
fusil especial para los paracaidistas, que por supuesto «se
produciría en cantidades elevadas», y un lanzagranadas de 30,5
cm, un calibre desmesurado. En aquel acta también se registró
una orden de Hitler para que en el plazo de unas semanas le
fueran presentadas cinco nuevas variantes de los tanques
existentes. Además, quería que se investigara el efecto del «fuego
griego», conocido desde la Antigüedad, y que nuestro caza
reactor Me 262 fuera reconvertido a la mayor brevedad posible
en caza convencional. De este modo reconocía
involuntariamente el fallo estratégico que había cometido un
año y medio antes, cuando, contra la opinión de los técnicos,
hizo prevalecer su terquedad[400].
•••
Regresé a Berlín el 21 de marzo. Tres días después, a
primeras horas de la mañana, se me comunicó que, en un ancho
frente situado al norte del territorio del Ruhr, las tropas inglesas
habían cruzado el Rin sin encontrar resistencia. Yo ya sabía por
Model que nuestras tropas eran impotentes. En septiembre de
1944, el rendimiento extremo de nuestras fábricas de
armamentos había permitido dotar a un ejército sin armas de los
medios necesarios para establecer con rapidez una nueva línea de
defensa. Ahora ya no teníamos esa posibilidad; Alemania estaba
siendo arrollada.
Me puse otra vez al volante de mi coche para dirigirme de
nuevo hacia el Ruhr, cuya conservación era de importancia
decisiva para la posguerra. En Westfalia, poco antes de llegar a
nuestro destino, un pinchazo nos obligó a detenernos. Estuve
charlando con unos campesinos en una casa de labor sin ser
reconocido, gracias a la penumbra. Con gran asombro, descubrí
689
que la confianza en Hitler que les había sido inculcada durante
los últimos años seguía en pie incluso en aquellas circunstancias:
él, Hitler, no podía perder la guerra, me dijeron.
—El Führer se reserva algo que pondrá en juego en el
último momento. Entonces cambiarán las cosas. Ha dejado que
el enemigo llegue tan lejos sólo para tenderle una trampa.
Incluso entre los miembros del Gobierno se daban estos
casos de fe en el arma milagrosa que deliberadamente se había
reservado para el último momento y que destruiría al incauto
extranjero que tan despreocupadamente se había adentrado en el
país. Funk, por ejemplo, me preguntó en aquel tiempo:
—Pero todavía nos queda un arma especial, ¿verdad? Un
arma que lo cambiará todo…
Aquella misma noche inicié mis conversaciones con el
doctor Rohland, director de la plana mayor del Ruhr, y sus más
importantes colaboradores. Su informe era aterrador. Los tres
jefes regionales del Ruhr estaban decididos a ejecutar la orden de
destrucción de Hitler. Hörner, uno de nuestros colaboradores
técnicos, que, por desgracia, era también director de la Oficina
Técnica del Partido, había trazado un plan destructivo por
orden de los jefes regionales. Molesto, pero habituado a
obedecer, me dio pormenores de su proyecto, el cual,
técnicamente correcto, pondría fuera de servicio toda la
industria del Ruhr durante un tiempo imprevisible; hasta los
pozos de carbón debían ser anegados y, tras arrasar las
instalaciones transportadoras, quedarían inutilizables durante
años. Se hundirían barcazas cargadas de cemento para bloquear
todos los puertos y vías fluviales del Ruhr. Los jefes regionales
querían empezar al día siguiente con las primeras voladuras,
pues las tropas enemigas avanzaban rápidamente por el norte de
la cuenca del Ruhr. Por fortuna, disponían de tan pocos medios
de transporte que dependían de la ayuda de mi organización de
690
armamentos. Esperaban encontrar abundante dinamita,
detonadores y mecha en las minas.
Rohland mandó llamar inmediatamente al castillo Thyssen
de Landsberg, sede de la plana mayor del Ruhr, a una veintena
de representantes de confianza de la explotación carbonífera.
Tras un breve debate, y como si se tratara de lo más natural del
mundo, se acordó arrojar la pólvora, los detonadores y las
mechas a la «ciénaga» de las minas, para inutilizarlos. A uno de
nuestros colaboradores se le encomendó utilizar las escasas
existencias de carburante de que disponíamos para sacar del
Ruhr todos nuestros camiones. En caso necesario, los camiones
y el carburante debían ser puestos a disposición de los
combatientes, con lo cual quedarían definitivamente fuera del
alcance del sector civil. Finalmente, prometí a Rohland y a sus
colaboradores cincuenta ametralladoras de lo que quedaba de
nuestra producción para defender de las brigadas de destrucción
de los jefes regionales las centrales eléctricas y otras instalaciones
industriales relevantes. En aquel momento, en manos de
hombres decididos a defender sus fábricas, aquellas armas
constituían una fuerza muy importante, pues no hacía mucho
que la policía y los miembros del Partido habían tenido que
entregar las suyas al Ejército. A este respecto, incluso hablamos
de rebeliones abiertas.
Los jefes regionales Florian, Hoffmann y Schlessmann se
hallaban reunidos en el pueblo de Rummenohl, cerca de Hagen.
Pese a todas las prohibiciones de Hitler, al día siguiente traté
una vez más de convencerlos. Se produjo entonces una
acalorada discusión con el jefe regional de Dusseldorf, Florian,
quien venía a decir que si la guerra se había perdido no era por
culpa de Hitler o del Partido, sino del pueblo alemán. De todos
modos, sólo las criaturas más miserables podrían sobrevivir a
una catástrofe semejante. Hoffmann y Schlessmann, a diferencia
de Florian, terminaron por dejarse convencer. Sin embargo,
691
argüían, las órdenes del Führer debían ser obedecidas y nadie
podía eximirlos de su responsabilidad. No sabían qué hacer. Por
si fuera poco, Bormann acababa de comunicarles una nueva
orden de Hitler que llegaba aún más lejos que el decreto para
destruir las bases de la existencia del pueblo[401]. Hitler ordenaba
una vez más que «todos los territorios que por el momento no
podamos conservar y cuya ocupación por el enemigo sea
previsible» fueran evacuados. Para cortar de raíz toda posible
réplica, la orden añadía: «El Führer está perfectamente
informado de las enormes dificultades que entraña esta
disposición. Esta medida es el resultado de una reflexión precisa
y minuciosa. La necesidad de evacuar queda fuera de cualquier
discusión».
La evacuación de millones de personas de los sectores
situados al oeste del Rin y de la cuenca del Ruhr, de los centros
de población de Mannheim y Francfort, ya sólo podía efectuarse
hacia regiones poco pobladas, como Turingia y los llanos del
Elba. Una población civil mal vestida y peor alimentada debía
invadir una región carente de servicios sanitarios, alojamiento y
comida. El hambre, las epidemias y la miseria serían inevitables.
Los jefes regionales que estaban reunidos conmigo
coincidían en que el Partido ya no disponía de los medios
necesarios para aplicar aquellas órdenes, aunque Florian, con
gran asombro de todos, leyó el texto de un entusiasta
llamamiento, dirigido a los funcionarios del Partido de
Dusseldorf, que iba a mandar imprimir en carteles: cuando se
acercara el enemigo, todos los edificios de la ciudad que se
conservaran en pie debían ser incendiados y sus habitantes,
evacuados. El enemigo no debía hallar más que una ciudad
arrasada y vacía[402].
Los otros dos jefes regionales empezaron a vacilar. Se
mostraron de acuerdo con mi interpretación de la orden de
692
Hitler, según la cual la producción de la cuenca del Ruhr seguía
siendo de gran importancia para el armamento, ya que nos
permitiría suministrar municiones directamente a las tropas que
combatían en ese sector. Así, la destrucción de las centrales
eléctricas, prevista para el día siguiente, quedó aplazada y la
orden se transformó en una exigencia de paralización.
Inmediatamente fui a buscar al mariscal Model a su cuartel
general. Se mostró dispuesto a circunscribir los combates, en la
medida de lo posible, a los territorios alejados del núcleo
industrial, lo que permitiría reducir las voladuras al mínimo, y a
no ordenar que se destruyeran las fábricas[403]. Me prometió
también que durante las semanas siguientes se mantendría en
estrecho contacto con el doctor Rohland y sus colaboradores.
Supe por Model que las tropas americanas avanzaban hacia
Francfort, que era imposible determinar con exactitud las líneas
del frente y que el cuartel general de Kesselring iba a ser
desplazado al Este aquella misma noche. A eso de las tres de la
madrugada llegamos a Nauheim, donde había estado el cuartel
hasta entonces; una conversación con el jefe de su plana mayor,
general Westphal, dio como resultado que también él
prometiera moderarse al aplicar las órdenes de destrucción.
Como ni siquiera el jefe de la plana mayor del comandante en
jefe del frente occidental podía decirnos cuánto había avanzado
el enemigo durante la noche, dimos un rodeo hacia el Este por
el Spessart y el Oldenwald en dirección a Heidelberg y cruzamos
la pequeña ciudad de Lohr. Nuestras tropas ya se habían
retirado y en las calles y plazas se advertía un extraño ambiente
de expectación. En un cruce encontramos a un soldado con
unos cuantos lanzagranadas ligeros. Me miró sorprendido:
—¿A quién está esperando? —le pregunté.
—A los americanos.
—¿Y qué piensa hacer cuando lleguen?
693
No tuvo que pensar la respuesta:
—¡Largarme a toda prisa!
Al igual que aquí, en todas partes daba la impresión de que
la gente consideraba que la guerra había terminado.
En la Central de Armamentos de Heidelberg, de la que
dependían las regiones de Baden y Württemberg, se habían
recibido ya las órdenes del jefe regional de Baden para destruir
las centrales de agua y gas de mi ciudad natal y de todas las
demás de la región. El medio de evitar que se ejecutaran no
pudo ser más sencillo: las transmitimos por escrito, pero
depositamos las cartas en el buzón de una ciudad que pronto iba
a ser ocupada por el enemigo.
Los americanos ya habían tomado Mannheim, a sólo veinte
kilómetros, y avanzaban lentamente hacia Heidelberg. Tras una
entrevista nocturna con su alcalde, doctor Neinhaus, como
último servicio a mi ciudad natal pedí al general de las SS,
Hausser, a quien ya conocía del Sarre, que declarara Heidelberg
ciudad-hospital y la entregara sin oponer resistencia. Empezaba
a clarear cuando me despedí de mis padres. Durante las últimas
horas que pasamos juntos, también ellos mostraron la
inquietante conformidad que se había apoderado de la sufriente
población. Cuando mi coche arrancó, los dos estaban frente al
portal; mi padre corrió una vez más hacia la ventanilla y me
estrechó la mano mientras me miraba a los ojos en silencio.
Intuíamos que no íbamos a volver a vernos.
Tropas en retirada, sin armas y sin equipo, bloqueaban la
carretera que iba a Wurzburgo. A la luz del amanecer, varios
soldados persiguieron ruidosamente a un jabalí que había salido
del bosque. Cuando llegué a Wurzburgo fui a ver al jefe regional
Hellmuth, quien me invitó a un suculento desayuno. Mientras
comíamos salchichas y huevos, me dijo con la mayor
naturalidad que, en cumplimiento de las órdenes de Hitler,
694
había ordenado que se destruyera la industria de rodamientos de
Schweinfurt; en una habitación contigua se encontraban ya los
representantes de las fábricas y los funcionarios del Partido,
aguardando instrucciones. El plan estaba bien trazado: se
prendería fuego a los baños de aceite de las máquinas especiales.
Con ello, según habían demostrado los ataques aéreos, las
máquinas quedarían convertidas en chatarra. Al principio no
había manera de convencerlo de que aquello era un desatino, y
me preguntó cuándo pensaba emplear el Führer el arma
milagrosa. A través de Bormann y Goebbels había recibido
informes del cuartel general según los cuales el empleo de esta
arma era inminente. Como tantas otras veces, tuve que
explicarle también a él que no existía. Yo sabía que aquel jefe
regional pertenecía a la categoría de los razonables, por lo que le
pedí que no ejecutara la orden de Hitler. Añadí que en aquellas
circunstancias era un disparate arrebatar a la población las bases
imprescindibles de su existencia volando fábricas y puentes.
Le dije que las tropas alemanas se estaban concentrando al
este de Schweinfurt para realizar un contraataque y reconquistar
los centros de producción de armamentos, lo cual ni siquiera era
del todo falso, ya que el alto mando planeaba en efecto un
próximo contraataque. El viejo argumento de que Hitler no
podría continuar la guerra sin rodamientos volvió a ser eficaz.
Lo hubiera convencido o no, aquel jefe regional no estaba
dispuesto a cargar con la culpa histórica de haber eliminado
todas las perspectivas de triunfo al destruir las fábricas de
Schweinfurt.
Al salir de Wurzburgo, el tiempo aclaró. Muy de tarde en
tarde nos cruzábamos con pequeñas unidades que, a pie y sin
armas pesadas, iban al encuentro del enemigo. Eran unidades de
instrucción, destinadas a la última ofensiva. Los vecinos de los
pueblos se dedicaban a cavar fosas en sus jardines para enterrar
la plata y demás objetos de valor. La población rural nos recibía
695
en todas partes con amabilidad. Sin embargo, la gente no veía
con buenos ojos que nos arrimáramos a las casas para ponernos
a cubierto de los aviones, ya que con ello poníamos en peligro
sus hogares.
—Señor ministro, ¿no podría apartarse un poquito, hasta la
casa del vecino? —Me gritaron en cierta ocasión desde una
ventana.
Precisamente porque la población se mostraba resignada y
amigable y porque por ninguna parte se veían unidades bien
equipadas, el proyecto de destruir todos aquellos puentes me
afectaba mucho más que desde mi despacho de Berlín.
En las pequeñas ciudades y pueblos de Turingia
deambulaban sin rumbo uniformadas formaciones del Partido,
especialmente de las SA. Sauckel había llamado a las últimas
reservas, hombres maduros y niños de dieciséis años. El
Volkssturm, las milicias del pueblo, debía oponerse al enemigo,
pero ya nadie podía darle armas. Varios días después, Sauckel
hizo un vibrante llamamiento animándolo a luchar hasta el
final; acto seguido subió a su coche y se fue al sur de Alemania.
El 27 de marzo, a última hora de la tarde, llegué a Berlín.
Me encontré con una situación distinta.
•••
Entretanto, Hitler había ordenado que Kammler, general de
división de las SS, aparte de responsabilizarse de los cohetes se
ocupara en lo sucesivo del desarrollo y producción de todos los
aviones modernos. De este modo excluía de mi jurisdicción el
armamento aéreo, pero además dispuso que Kammler podía
servirse de mis colaboradores del Ministerio, lo cual originaba
una situación muy violenta, tanto en las cuestiones protocolarias
como organizativas, y ordenó explícitamente que Göring y yo
suscribiéramos el nombramiento de Kammler y nos
subordináramos a él. Yo firmé sin formular objeciones, aunque
696
me sentía furioso y herido por aquella humillación; aquel día no
asistí a la reunión estratégica. Casi al mismo tiempo, Poser me
comunicó que Guderian había sido retirado, oficialmente por
motivos de salud; sin embargo, todo el que conociera los
procedimientos habituales sabía que Guderian no iba a regresar.
Con él perdí a uno de los escasos consejeros militares de Hitler
que no sólo estaba de mi parte, sino que siempre había apoyado
mis actuaciones.
Por si fuera poco, mi secretaria me presentó las normas,
redactadas por el jefe de Transmisiones, para ejecutar la orden
de destrucción de todos los bienes nacionales dictada por Hitler.
Ajustándose exactamente a sus propósitos, ordenaban destruir
todos los establecimientos de transmisiones, no sólo los
dependientes de la Wehrmacht, sino también los de Correos,
Ferrocarriles, vías fluviales y policía, así como las líneas
eléctricas. Por medio de «voladura, incendio o demolición»,
debían quedar definitivamente fuera de servicio las centrales
telefónicas, telegráficas y repetidoras, las líneas eléctricas,
antenas y emisoras de radio. En los territorios ocupados por el
enemigo no debía ser posible llevar a cabo ni siquiera una
reconstrucción provisional de la red de comunicaciones, para lo
que no sólo debían destruirse todas las existencias de repuestos,
cables y conducciones, sino también los cuadros de distribución
y las descripciones técnicas de los aparatos[404]. De todos modos,
el general Albert Praun me dio a entender que pensaba
moderarse al aplicar aquella disposición tan radical.
Por otra parte, se me hizo saber confidencialmente que la
organización de los armamentos iba a ser confiada a Saur,
aunque bajo la autoridad de Himmler, el cual sería nombrado
inspector general de toda la producción bélica[405]. Aquella
noticia me daba a entender que Hitler pensaba prescindir de mí.
Poco después recibí una llamada de Schaub, quien, con
alarmante sequedad, me ordenó presentarme ante Hitler aquella
697
misma noche.
Sentí cierta opresión mientras me acompañaban al despacho
subterráneo de Hitler. Lo hallé solo; me recibió glacialmente,
sin ofrecerme la mano ni contestar apenas a mi saludo, y
enseguida, en un tono duro y en voz baja, entró en materia:
—He recibido un informe de Bormann sobre sus
conversaciones con los jefes regionales del Ruhr. Usted los ha
incitado a no ejecutar mis órdenes y les ha dicho que la guerra
estaba perdida. ¿Sabe usted lo que eso puede acarrearle?
Como si acabara de recordar algo muy lejano, cambió de
tono, se relajó y, casi como una persona normal, añadió:
—Si no fuera usted mi arquitecto, sería consecuente y
adoptaría las medidas que requiere un caso como el suyo.
En parte por franca insubordinación y en parte por fatiga, le
respondí, más impulsivo que valiente:
—Adopte las medidas que crea necesarias y no tenga
consideraciones hacia mi persona.
Al parecer, Hitler quedó desconcertado, pues se hizo una
breve pausa. En tono cordial, aunque en mi opinión muy bien
meditado, prosiguió:
—Está usted cansado y enfermo. Por eso he decidido que se
tome inmediatamente unos días de vacaciones. Otro dirigirá su
Ministerio por usted.
—No; me encuentro perfectamente —respondí con
decisión—. No voy a irme de vacaciones. Si no desea que siga
siendo su ministro, reléveme del cargo.
En el mismo instante me acordé de que hacía un año
Göring había rehusado aquella misma solución. Hitler me
respondió, en tono concluyente:
—No quiero relevarlo del cargo. Pero insisto en que se tome
inmediatamente un descanso por enfermedad.
698
Yo no cedí:
—No puedo conservar mi responsabilidad como ministro y
dejar que otro actúe en mi nombre. —En un tono algo más
conciliador, casi apremiante, añadí—: No puedo, mein Führer.
Era la primera vez que me dirigía a él con este tratamiento,
pero no se mostró conmovido:
—No tiene alternativa. ¡No me es posible relevarlo del
cargo! —Esbozando a su vez un gesto de debilidad, prosiguió—:
Por motivos de política interior y exterior, no puedo prescindir
de usted.
Envalentonado, repliqué:
—Me es imposible tomarme un permiso. Mientras esté en el
cargo, dirigiré el Ministerio. ¡No estoy enfermo!
Hubo una larga pausa. Hitler se sentó. Yo hice lo mismo,
aun sin haber sido invitado. En un tono más tranquilo, dijo:
—Speer, si pudiera usted convencerse de que la guerra no
está perdida, podría permanecer en el cargo.
Gracias a mis memorias, y seguramente también por el
informe de Bormann, estaba enterado de mi forma de ver la
situación y de afrontarla. Era evidente que intentaba obligarme
a hacer una declaración que en lo sucesivo me impidiera
divulgar las verdaderas circunstancias a otras personas.
—Usted sabe que no puedo convencerme de eso. La guerra
está perdida —respondí con sinceridad y sin ánimo de
desafiarlo.
Hitler se puso nostálgico y me habló de las situaciones
difíciles que había atravesado, en las que todo parecía perdido y
que, sin embargo, había conseguido dominar a fuerza de tesón,
energía y fanatismo. De una forma que se me antojó
interminable, se dejó llevar por los recuerdos de su época de
lucha; el invierno de 1941-1942, la amenaza de catástrofe que
699
pesaba sobre los transportes e incluso mis éxitos en la
producción de armamentos le sirvieron de ejemplo. Le había
oído referir todo aquello tantas veces que casi me sabía de
memoria su monólogo y, si lo hubieran interrumpido, habría
podido continuar recitándolo casi textualmente. Su voz apenas
cambiaba de registro, pero quizá fuera aquel tono desapasionado
y suplicante a la vez lo que daba una gran fuerza persuasiva a sus
intentos de convencerme. Me invadió una sensación parecida a
la que experimentara años atrás en la casa de té, cuando me
negué a desviar los ojos de su sugestiva mirada.
Como yo seguía callado y me limitaba a mirarlo con fijeza,
me sorprendió atenuando bruscamente sus exigencias:
—Si creyera usted que aún puede ganarse la guerra, si
pudiera al menos creerlo, entonces todo estaría bien.
Su tono era cada vez más suplicante y por un momento
pensé que resultaba mucho más persuasivo cuando se mostraba
débil que en sus arranques de altivez. En otras circunstancias
seguramente me habría ablandado y habría cedido. Pero el
recuerdo de sus propósitos de destrucción me salvó de su
influjo. Agitado y, por lo tanto, en voz tal vez demasiado alta,
respondí:
—No puedo, de ninguna manera. Y, finalmente, tampoco
querría ser uno de esos cerdos que lo rodean, que le aseguran
que creen en la victoria cuando ya hace tiempo que no es así.
Hitler no reaccionó. Permaneció unos momentos con la
mirada fija en el vacío y luego empezó a hablar otra vez de sus
experiencias de la época de lucha por el poder y, como tantas
otras veces durante aquellas semanas, sacó nuevamente a relucir
la inesperada salvación de Federico el Grande.
—Hay que creer que al final todo saldrá bien —dijo—.
¿Confía en que la guerra puede tomar de nuevo un rumbo
victorioso, o ha perdido por completo la fe? —Una vez más,
700
Hitler redujo su petición a una declaración formal que me
comprometiera—: Si por lo menos pudiera tener la esperanza de
que no hemos perdido… ¡Tendría que confiar en ello…! Con
eso me daría por satisfecho[406].
No le respondí.
Se hizo una pausa larga y embarazosa. Por fin, Hitler se
levantó bruscamente y, adoptando de nuevo el tono cortante y
frío del principio de la entrevista, me dijo:
—¡Tiene veinticuatro horas para meditar su respuesta!
Mañana me dirá si sigue confiando en que podemos ganar la
guerra.
Me despidió sin darme la mano.
Como para ilustrar lo que ocurriría en Alemania de
cumplirse la voluntad de Hitler, inmediatamente después de
aquella conversación recibí un télex del jefe del Servicio de
Transportes, fechado el 29 de marzo de 1945: «El objetivo es
crear un desierto de comunicaciones en el territorio perdido
[…]. La escasez de explosivos exige aprovechar con inventiva
todas las posibilidades para lograr una destrucción duradera».
Tal y como especificaba el decreto, debían destruirse toda clase
de puentes, vías férreas y garitas de señales, todos los servicios
técnicos de los centros de maniobras, fábricas y talleres, y
también las esclusas e instalaciones de nuestras vías de
navegación fluvial. Al mismo tiempo, había que destruir por
completo todas las locomotoras, los vagones de pasajeros y de
mercancías, los barcos mercantes y las gabarras, y debían
bloquearse eficazmente ríos y canales mediante el hundimiento
de barcos. Para ello debía recurrirse a cualquier tipo de
munición, al fuego o a la voladura de las piezas más
importantes. Sólo un especialista puede concebir la magnitud de
la catástrofe que habría supuesto para Alemania que se
ejecutaran unas órdenes tan precisas, que certificaban a la vez la
701
meticulosidad con la que se ponían en práctica las órdenes
genéricas de Hitler.
•••
Al llegar a mi pequeña vivienda provisional, situada en la
parte trasera del Ministerio, me tumbé en la cama, cansado, y
me puse a pensar de forma confusa cómo debía responder a
aquel ultimátum de veinticuatro horas que me había planteado
Hitler. Finalmente me levanté y empecé a redactar una carta. Al
principio el texto se movía de forma incongruente entre el deseo
de convencer a Hitler, la tentación de complacerlo y la
ineludible verdad. Pero poco a poco el tono se fue definiendo
con brutal claridad: «Cuando leí la orden de destrucción (del 19
de marzo de 1945) y, poco después, el edicto de evacuación, vi
en ellos los primeros pasos hacia la ejecución de estos
propósitos. —Acto seguido pasaba a dar respuesta al ultimátum
—: Pero ya no puedo seguir creyendo en el triunfo de nuestra
buena causa si en estos meses críticos procedemos deliberada y
sistemáticamente a destruir las bases de la vida de nuestro
pueblo. Se trata de una injusticia tan grave para con él que, de
llevarla a cabo, el destino ya no podrá estar de nuestro lado […].
Por lo tanto, le suplico que no ejecute estas medidas contra el
pueblo. Si usted pudiera desistir de algún modo de dar
semejante paso, yo recuperaría el valor y la fe necesarios para
seguir trabajando con la mayor energía. Ya no está en nuestra
mano —agregaba, aludiendo al ultimátum de Hitler— decidir
el curso del destino. Sólo la Providencia puede cambiar aún
nuestro futuro. Lo único que podemos hacer nosotros es
mantener una conducta firme y una fe inquebrantable en el
eterno futuro de nuestro pueblo».
No concluí, como era habitual en aquellos escritos privados,
con un «Heil, mein Führer!», sino que con las últimas palabras
me remití a lo único que aún cabía esperar: «Que Dios proteja a
702
Alemania»[407].
Al releer la carta, me pareció bastante floja. Quizá Hitler
creyó que hallaría en ella un tono de desafío que lo obligaría a
proceder contra mí, pues cuando le pedí a una de sus secretarias
que copiara en la máquina de escribir especial de Hitler, de letra
grande, aquella carta que, al ser estrictamente personal, estaba
escrita a mano y resultaba difícil de leer, me llamó para decirme:
—El Führer me ha prohibido que acepte cartas de usted.
Quiere que le dé su respuesta de palabra.
Al poco rato recibí la orden de presentarme inmediatamente
ante Hitler.
Hacia medianoche recorrí, por las ruinas de la
Wilhelmstrasse, totalmente destruida por las bombas, los pocos
cientos de metros que me separaban de la Cancillería del Reich,
sin saber qué debía hacer o responder. Habían pasado las
veinticuatro horas y, sencillamente, no tenía respuesta. Dejé que
decidiera el instante.
Hitler estaba delante de mí. No las tenía todas consigo,
incluso parecía algo temeroso, y me preguntó lacónicamente:
—¿Y bien?
Por un instante me quedé confuso. No tenía una respuesta
preparada. Pero entonces, como por decir algo, me vino a la
cabeza de forma irreflexiva la ambigua respuesta:
—Estoy incondicionalmente con usted, mein Führer.
Hitler no contestó, pero aquello lo conmovió. Tras una
breve vacilación me tendió la mano que no me había ofrecido al
recibirme y sus ojos, como tan frecuentemente ocurría entonces,
se humedecieron.
—Entonces todo está bien.
Demostró claramente el alivio que sentía. También yo, ante
aquella reacción cálida e imprevista, me sentí emocionado por
703
un momento. Entre nosotros volvía a haber algo de aquella
relación de antaño.
—Pero, como estoy incondicionalmente con usted —dije,
tomando la palabra enseguida para aprovechar la situación—,
tiene que volver a encomendarme a mí, y no a los jefes
regionales, la ejecución de su decreto.
Me autorizó a redactar un escrito al efecto, que él firmaría
inmediatamente; sin embargo, cuando salió el tema, se mantuvo
firme en su decisión de destruir las industrias y los puentes. Así
me despedí. Era la una de la madrugada.
En uno de los despachos de la Cancillería, redacté un
«Decreto de ejecución» que complementaba la orden de
destrucción de Hitler del 19 de marzo de 1945. A fin de evitar
cualquier discusión, ni siquiera intenté revocarla. Sólo
puntualicé dos cosas: «La ejecución de la orden será de la
exclusiva incumbencia de las centrales y delegaciones del
Ministerio de Armamentos y Producción de Guerra. El ministro
de Armamentos y Producción de Guerra cuenta con mi
aprobación para dictar las disposiciones necesarias para que se
ejecute la orden. Él podrá impartir instrucciones concretas a los
comisarios de defensa del Reich»[408]. De aquel modo, yo volvía
a ocupar mi cargo. Además, en otro párrafo había impuesto a
Hitler la idea de que en las instalaciones industriales «se puede
lograr el mismo resultado mediante una paralización eficaz»;
naturalmente, para tranquilizarlo añadí que en algunas fábricas
de especial importancia se procedería a ejecutar la destrucción
total cuando él lo indicara. Hitler nunca llegó a hacerlo.
Hitler, con mano temblorosa y casi sin hacer objeciones,
firmó el escrito con lápiz, después de introducir en él varias
enmiendas. Una que hizo en la primera frase del texto
demostraba que todavía estaba a la altura de la situación: yo la
había redactado en los términos más genéricos posibles, a fin de
704
establecer que las medidas de destrucción que se habían dictado
tenían exclusivamente por objeto impedir que el enemigo
aprovechara nuestras fábricas e instalaciones «para aumentar su
fuerza combativa». Sentado tras la mesa de mapas de la sala de
reuniones estratégicas, fatigado, limitó de su puño y letra esta
disposición a las instalaciones industriales.
Creo que Hitler comprendía claramente que, después de
aquello, buena parte de sus planes de destrucción no serían
ejecutados. Durante la conversación que siguió, logré ponerme
de acuerdo con él en que «la táctica de “tierra quemada” no
tenía sentido en un territorio tan pequeño como Alemania. Sólo
puede cumplir su objetivo en extensiones grandes, como Rusia».
Tomé nota de este acuerdo en un apartado del acta de la
reunión.
Como en la mayoría de los casos, Hitler obró con
ambigüedad. Aquella misma noche ordenó a todos los
comandantes en jefe «activar hasta el fanatismo la lucha contra
el enemigo. ¡Hoy por hoy no podemos tener en cuenta a la
población!»[409].
•••
Una hora después hice reunir todas las motocicletas, coches
y ordenanzas disponibles y mandé ocupar la imprenta y el
teletexto, con el fin de recuperar mi terreno y detener las
operaciones de destrucción que ya se habían iniciado. A las
cuatro de la mañana mandé cursar mis disposiciones, aunque sin
solicitar de Hitler la aprobación acordada. Sin el menor
escrúpulo, puse de nuevo en vigor todas mis normas, que Hitler
había anulado el 19 de marzo, para conservar las industrias,
centrales de agua, gas y electricidad y fábricas de productos
alimenticios. Para la total destrucción de las industrias, anuncié
que pronto se promulgarían unas instrucciones especiales… que
nunca llegaron a materializarse.
705
Aquel mismo día, y sin contar con la autorización de Hitler,
ordené que los terrenos en obras de la Organización Todt «se
prepararan por si el enemigo los flanqueaba», y que debían
enviarse de diez a doce convoyes de alimentos a las
inmediaciones del Ruhr, ya rodeado. Con el general Winter, del
Alto Mando de la Wehrmacht, acordé un decreto para detener
la voladura de puentes, aunque Keitel impidió que tuviera
efecto; con el capitán general de las SS Frank, responsable de
todos los almacenes de ropa y alimentos de la Wehrmacht,
convine distribuir las existencias entre la población civil, y
Malzacher, mi delegado en Checoslovaquia y Polonia, debía
impedir que se destruyeran puentes en el territorio de la Alta
Silesia[410].
Al día siguiente me reuní con Seyss-Inquart, comisario
general para los Países Bajos, en Oldenburg. Durante aquel
viaje, en una parada, me ejercité por primera vez en el tiro de
pistola. Después de los preámbulos de rigor, Seyss-Inquart
admitió, con gran asombro mío, que se había abierto una vía de
contacto con el bando contrario. No quería destruir nada en
Holanda y se proponía impedir las inundaciones previstas por
Hitler. Hallé una actitud semejante en Kaufmann, jefe regional
de Hamburgo, a quien visité al regresar de Oldenburg.
El 3 de abril, en cuanto regresé, prohibí que se volaran las
esclusas, baluartes, presas, pantanos y puentes de canales[411]. Los
télex, cada vez más numerosos y acuciantes, en los que se
solicitaban órdenes especiales para destruir industrias, eran
contestados invariablemente con la instrucción de proceder
únicamente a paralizarlas[412].
Al menos podía contar con apoyo al tomar estas decisiones.
Mi representante político, el doctor Hupfauer, se había aliado
con los secretarios más influyentes con el fin de neutralizar en lo
posible la política de Hitler. A su círculo pertenecía también
706
Klopfer, el representante de Bormann. Habíamos conseguido
que este último perdiera pie. En cierto modo, sus órdenes caían
en el vacío. Tal vez él dominara a Hitler durante aquella última
etapa del Tercer Reich, pero fuera del bunker regían otras leyes.
Incluso el mismo Ohlendorf, jefe del Servicio de Seguridad de
las SS, me aseguró durante el cautiverio que había estado en
todo momento al corriente de mis actos, pero que siempre se
abstuvo de dar parte.
De hecho, en abril de 1945 tenía la impresión de que, en
colaboración con los secretarios, podía conseguir en mi terreno
más que Hitler, Goebbels y Bormann juntos. En el lado militar
había entablado buenas relaciones con Krebs, nuevo jefe del
Estado Mayor, ya que procedía de la plana mayor de Model;
también Jodl, Buhle y Praun, jefe de Transmisiones, se
mostraban cada vez más comprensivos conmigo.
Era consciente de que, de haber conocido mis actividades,
Hitler habría obrado finalmente en consecuencia. Tenía que
partir de la base de que terminaría por atacar. Durante aquellos
meses de juego a dos bandas me regí por un principio muy
simple: mantenerme en todo momento lo más cerca posible de
Hitler. Cualquier intento de alejarme podía ocasionar sospechas
y, a la vez, cualquier sospecha que pudiera existir sólo podría ser
comprobada o eliminada de cerca. Yo no tenía ninguna
propensión al suicidio; me había preparado un refugio de
emergencia en un rústico pabellón de caza situado a cien
kilómetros de Berlín; además, Rohland me consiguió un
alojamiento en uno de los numerosos pabellones de caza del
príncipe Fürstenberg.
•••
En las reuniones estratégicas de principios de abril, Hitler
seguía hablando de operaciones de contraataque y de
incursiones sobre los flancos descubiertos del enemigo, que, tras
707
haber rebasado Kassel, avanzaba a marchas forzadas en dirección
a Eisenach. Hitler seguía moviendo divisiones de un lugar a
otro, en un juego de guerra terrible y siniestro. Cuando al
regresar de uno de mis viajes al frente vi marcados en el mapa
los movimientos de nuestras tropas, no pude sino constatar que
en el sector que yo había recorrido no se las veía por ninguna
parte; a lo sumo se divisaba a unos cuantos soldados sin armas
pesadas, equipados sólo con fusiles.
También en mi despacho se celebraba ahora cada día una
pequeña reunión estratégica a la que mi oficial de enlace con el
Estado Mayor aportaba las últimas noticias, desobedeciendo así
una orden de Hitler, que había prohibido informar sobre la
situación militar a los organismos no militares. Día tras día
Poser nos indicaba, con bastante exactitud, los territorios que
iban a ser ocupados por el adversario durante las siguientes
veinticuatro horas. Sus partes, sobrios y realistas, en nada se
parecían a los discursos encubiertos que se pronunciaban en el
bunker de la Cancillería. Allí no se hablaba de evacuaciones ni
de retiradas. Me daba la impresión de que el Estado Mayor
dirigido por el general Krebs había desistido definitivamente de
poner a Hitler al corriente de la realidad y que se limitaba en
cierto modo a entretenerlo jugando a la guerra. Cuando, en
contra de las previsiones de la víspera, caían ciudades y sectores,
Hitler se mostraba tranquilo. Ya no increpaba a sus
colaboradores como hacía semanas atrás. Parecía resignado.
A primeros de abril, Hitler llamó a Kesselring, comandante
en jefe del sector occidental. Casualmente, fui testigo del
grotesco diálogo que mantuvieron. Kesselring trataba de
exponer a Hitler lo desesperado de la situación, pero al cabo de
dos o tres frases éste monopolizó la conversación y dio una clase
magistral sobre cómo, atacando el flanco con unos cuantos
cientos de tanques, aniquilaría a la avanzadilla americana de
Eisenach, con lo que la sumiría en un pánico colosal y expulsaría
708
al enemigo occidental de Alemania. Hitler se perdió en una
larga perorata sobre la notoria incapacidad de los soldados
americanos para encajar una derrota, a pesar de que durante la
ofensiva de las Ardenas había tenido ocasión de comprobar todo
lo contrario. La reacción de Kesselring me irritó; tras resistírsele
un poco, se mostró de acuerdo con las fantasías de Hitler y
pareció tomar en serio sus planes. En cualquier caso, no tenía
ningún sentido irritarse por batallas que ya no iban a tener
lugar.
En una de las siguientes reuniones estratégicas, Hitler
expuso de nuevo su idea de atacar por el flanco. Con la mayor
sequedad, comenté:
—Si todo queda destruido, recuperar esos territorios no me
va a servir de nada. Ya no podré producir en ellos.
Hitler guardó silencio.
—No podría reconstruir los puentes con tanta rapidez —
añadí.
Entonces, visiblemente eufórico, Hitler me respondió:
—Tranquilícese, señor Speer. No se han destruido tantos
puentes como yo he ordenado.
Con la misma jovialidad, casi en broma, repliqué que
resultaba curioso alegrarse porque no se hubiera cumplido una
orden. Para mi sorpresa, Hitler se mostró dispuesto a examinar
un decreto que yo le presentara al efecto.
Cuando le mostré el texto a Keitel, perdió los estribos por
un momento:
—¿Por qué otra contraorden? ¡Pero si ya tenemos la orden
de destrucción…! ¡Sin volar puentes no se puede hacer una
guerra!
Finalmente, tras introducir algunas rectificaciones sin
importancia, Keitel aprobó el decreto y Hitler firmó que a partir
709
de entonces sólo se paralizarían las instalaciones de transportes y
comunicaciones, conservando intactos los puentes hasta el
último momento. Una vez más, tres semanas antes del fin, hice
que Hitler corroborara que, al aplicar «las medidas de
destrucción y evacuación, deberá procurarse que cuando se
recuperen los territorios perdidos estos puedan ser reutilizados
para la producción alemana»[413]. No obstante, tachó con lápiz
azul una frase que decía que había que demorar la destrucción,
aun a riesgo de que «en caso de producirse un rápido
movimiento del enemigo pudiera caer en sus manos un puente
intacto».
Aquel mismo día, el general Praun, jefe de los servicios de
Transmisiones, revocó su decreto del 27 de marzo de 1945,
suspendió todas las órdenes de destrucción e incluso dio la
orden interna de que se conservaran las existencias almacenadas,
pues después de la guerra servirían para restablecer la red de
comunicaciones. Manifestó que, de todos modos, la destrucción
de los medios de comunicación que Hitler había ordenado no
tenía sentido, puesto que el enemigo contaba con sus propios
cables y emisoras de radio. No sé si el jefe de Transportes revocó
también su decreto sobre la creación de un desierto de
comunicaciones. En todo caso, Keitel se negó a tomar el último
decreto de Hitler como base para redactar nuevas normas de
ejecución que eran susceptibles de múltiples interpretaciones[414].
Keitel me reprochaba, con razón, que la orden de Hitler del
7 de abril había creado confusión en la cadena de mando. En los
diecinueve días comprendidos entre el 18 de marzo y el 7 de
abril de 1945 se habían cursado doce órdenes contradictorias.
Sin embargo, aquella confusión contribuyó a aminorar el caos.
710
CAPÍTULO XXXI
LAS DOCE Y CINCO
En el mes de septiembre, Werner Naumann, secretario del
Ministerio de Propaganda, me había pedido que pronunciara un
discurso, que sería radiado por todas las emisoras, para reforzar
la voluntad de resistencia del pueblo. Como creí ver en aquella
propuesta una trampa de Goebbels, no accedí. Sin embargo,
ahora que Hitler, tras haber firmado el decreto redactado por
mí, parecía haberse puesto de mi parte, me pareció conveniente
aprovechar la resonancia que tendría un discurso radiado con el
fin de convencer a un sector lo más amplio posible de la opinión
pública para que evitara las destrucciones inútiles. Acepté
pronunciarlo y, una vez cursado el decreto de Hitler, me instalé
en el pabellón de caza de Milch, en el lejano Stechlinsee, en
Brandenburgo.
Durante aquella última etapa, estábamos preparados para
cualquier cosa. Con el fin de poder defenderme en caso
necesario, me dediqué a hacer prácticas de tiro a orillas del lago
disparando a una silueta humana, y trabajé en el borrador de mi
discurso. Al anochecer me sentía satisfecho: mis disparos hacían
blanco en rápida sucesión y el discurso me parecía totalmente
inequívoco, aunque sin llegar al extremo de comprometerme. Se
lo leí a Milch y a un amigo suyo mientras tomábamos una copa
de vino. «Es un error creer que aparecerán armas milagrosas que
puedan sustituir la acción del soldado». Seguía diciendo que no
habíamos destruido las industrias de los territorios ocupados y
711
que ahora considerábamos un deber conservar también las bases
de la existencia en nuestro país: «Todos aquellos que, con un
exceso de celo, se resistan a comprender el significado de estas
medidas, deberán ser castigados con el máximo rigor, pues —
añadía con el patetismo que se estilaba entonces— estará
pecando contra lo más sagrado que existe para el pueblo alemán:
contra la fuente de la fuerza vital de nuestro pueblo».
Mencionaba brevemente la teoría de la recuperación de
territorios y después me refería a la expresión «desierto de
comunicaciones» utilizada por el jefe del servicio de
Transportes: «Deben emplearse todas las fuerzas populares para
impedir que se lleven a cabo estos propósitos. Si todas las
medidas se aplican con prudencia, puede asegurarse la
alimentación del pueblo, aunque con ciertas dificultades, hasta
la próxima cosecha». Cuando terminé, Milch comentó con
ecuanimidad y estoicismo:
—El sentido se capta perfectamente, ¡pero también lo hará
la Gestapo!
El 11 de abril, el camión de la emisora de radio estaba ya
ante el Ministerio y unos obreros instalaban los cables en mi
despacho cuando recibí una llamada:
—Preséntese al Führer con el texto del discurso.
Yo había suavizado las expresiones más fuertes en una
versión para los periódicos[415], aunque sin renunciar al
propósito de leer mi texto original. Me llevé la versión atenuada.
Hitler estaba tomando el té en el bunker con una de sus
secretarias; pusieron una tercera taza para mí. Hacía tiempo que
no había tenido un encuentro tan informal y privado con
Hitler. Se caló torpemente sus gafas de montura metálica, que le
daban un cierto aire profesoral, cogió un lápiz y empezó a tachar
párrafos enteros del discurso desde las primeras páginas. Sin
prestarse a discusión, de vez en cuando decía en tono
712
perfectamente cordial: «Esto vamos a suprimirlo». O bien: «Este
pasaje es superfluo».
Su secretaria iba leyendo sin inmutarse las páginas que
Hitler dejaba a un lado y se lamentaba:
—¡Qué lástima, con lo bonito que estaba quedando!
Hitler me despidió amistosamente, casi afectuoso.
—Por qué no prepara otro borrador[416]…
En su versión corregida, el discurso había perdido todo
sentido. Sin embargo, mientras no tuviera la aprobación de
Hitler, no podría disponer de las emisoras del Reich. En vista de
que tampoco Naumann volvió a hablarme del asunto, dejé que
cayera en el olvido.
A mediados de diciembre, al finalizar el último concierto
que ofreció en Berlín Wilhelm Furtwängler con su Filarmónica,
éste me llamó a su camerino. Con una ingenuidad que
desarmaba, me preguntó si aún teníamos alguna posibilidad de
ganar la guerra. Cuando le respondí que el fin era inminente,
Furtwängler asintió; la respuesta debió de responder a sus
expectativas. Me pareció que corría peligro, ya que Bormann,
Goebbels y el mismo Himmler no habían olvidado muchas de
sus francas declaraciones ni su intercesión en favor del proscrito
compositor Hindemith. Así pues, le aconsejé que no regresara a
Alemania después de su próxima gira por Suiza.
—Pero ¿qué va a ser de mi orquesta? ¡Soy responsable de
ella!
Le prometí ocuparme de los músicos en los meses siguientes.
A primeros de abril de 1945, Gerhart von Westermann,
intendente de la Filarmónica, me comunicó que, por orden de
Goebbels, todos los miembros de la orquesta habían sido
llamados a luchar en la defensa de Berlín. Traté de conseguir
por teléfono que no fueran reclutados por el Volkssturm.
713
Goebbels me respondió secamente:
—Yo he encumbrado a esta orquesta. Ha llegado a ser lo
que hoy representa en el mundo gracias a mi iniciativa y a mi
dinero. Quienes vengan después de nosotros no tendrán ningún
derecho a ella. Que se hunda con nosotros.
Entonces recurrí al sistema por el cual Hitler, al principio de
la guerra, había impedido que se movilizara a sus artistas
predilectos y pedí al coronel Von Poser que destruyera los
papeles de los miembros de la Filarmónica que hubiera en las
oficinas de reclutamiento. A fin de apoyar también
económicamente a la orquesta, el Ministerio organizó algunos
conciertos.
—Cuando se interprete la Sinfonía romántica de Brückner,
será que ha llegado el fin —dije a mis amigos.
Aquel concierto de despedida se celebró el 12 de abril de
1945 por la tarde. En la sala de la Filarmónica, sin calefacción,
sentados en sillas traídas de casa y con el abrigo puesto, se
habían reunido todos los habitantes de la ciudad amenazada que
se enteraron de aquel último concierto. Los berlineses debieron
de llevarse una sorpresa, ya que aquel día, por orden mía, se
suprimió el corte de corriente habitual a aquella hora, a fin de
que pudiera iluminarse la sala. Para la primera parte había
elegido la última aria de Brunilda y el final de El crepúsculo de los
dioses; un gesto patético y melancólico a la vez ante el fin del
Reich. Después del Concierto para violín de Beethoven, la
Sinfonía de Brückner, con su último movimiento de corte
arquitectónico, cerró durante mucho tiempo todas las
experiencias musicales de mi vida.
Cuando regresé al Ministerio encontré un aviso de que
debía llamar inmediatamente al asistente de Hitler.
—¿Dónde se había metido? El Führer lo está esperando.
Al verme, Hitler se precipitó a mi encuentro con una
714
vivacidad inusitada, agitando en la mano una noticia de la
prensa:
—¡Tome, lea esto! Aquí, ¡aquí! Usted, que nunca ha querido
creerlo… —Hablaba atropelladamente—. Aquí tiene el gran
milagro que yo siempre había vaticinado. Y ahora, ¿quién tiene
razón? La guerra no está perdida. ¡Lea usted! ¡Roosevelt ha
muerto!
Era incapaz de tranquilizarse. Creía definitivamente
demostrado el carácter infalible de la Providencia que lo
protegía. Goebbels y muchos de los presentes confirmaban,
radiantes, que no se equivocaba en el convencimiento que había
expresado hasta la saciedad: ahora se repetía la historia que en el
último momento, cuando la derrota parecía inevitable, había
dado la victoria a Federico el Grande. ¡El milagro de la casa de
los Brandenburgo! La zarina había vuelto a morir, se había
producido el punto de inflexión, repetía Goebbels sin cesar. Por
un momento, aquella escena retiró el velo de optimismo fingido
de los últimos meses. Después, Hitler se dejó caer exhausto en
su butaca, como liberado y aturdido a la vez; a pesar de todo,
parecía desesperado.
Varios días después, como una más de las incontables
fantasías que brotaron por todas partes tras la noticia de la
muerte de Roosevelt, Goebbels me mandó decir que, puesto que
yo gozaba de tanto renombre en el Occidente burgués, quizá
fuera aconsejable que tomara el avión para visitar al nuevo
presidente, Truman. Tales ideas se desvanecían tan rápidamente
como aparecían.
•••
En la que antaño fuera la vivienda de Bismarck, en aquellos
mismos días de abril me encontré al doctor Ley rodeado de un
grupo de personas, entre ellas Schaub y Bormann, además de
varios asistentes y secretarios; reinaba una gran confusión. Ley
715
corrió a mi encuentro con estas palabras: —¡Se han inventado
los rayos de la muerte! Es un aparato sencillísimo que podemos
fabricar a gran escala. He estudiado bien los planos y no hay
duda: ¡con esto daremos el golpe!—. Mientras Bormann lo
animaba con un gesto de asentimiento, el doctor Ley prosiguió,
tartamudeando como siempre y en tono de reproche: —En su
Ministerio no quisieron escuchar al inventor, que por fortuna
me escribió a mí, y ahora va a tener que ocuparse personalmente
del asunto. Enseguida… ¡Ahora mismo no hay nada más
importante!
Ley la emprendió entonces con la insuficiencia de mi
organización; dijo que estaba demasiado burocratizada y que era
excesivamente rígida. Todo aquello resultaba tan absurdo que ni
siquiera lo contradije:
—¡Tiene toda la razón! ¿No quiere ocuparse personalmente
de ello? Estaré encantado de asignarle el cargo de «responsable
de los rayos de la muerte».
Ley se mostró entusiasmado con la propuesta.
—¡Desde luego! ¡Yo me encargaré! En este asunto, incluso
estoy dispuesto a subordinarme a usted. ¡Al fin y al cabo,
procedo de una familia de químicos!
Le sugerí que hiciera un experimento y le aconsejé que
utilizara conejos propios, ya que muchas veces los animales
preparados resultaban engañosos. Efectivamente, varios días
después me llamó su asistente desde un apartado lugar de
Alemania para darme la lista de los aparatos electrónicos que
necesitaban.
Decidimos seguir la comedia. Pusimos al corriente a nuestro
amigo Lüschen, jefe de la industria electrónica, y le pedimos que
suministrara al inventor los aparatos que solicitaba. Poco
después regresó diciendo:
—He podido darles todo lo que pedían, menos un
716
interruptor del circuito. No tenemos ninguno que dé la
velocidad de interrupción que quieren. Sin embargo, el
«inventor» insiste precisamente en este punto. ¿Sabe lo que he
averiguado? —añadió Lüschen entre risas—. Este interruptor
hace cuarenta años que no se fabrica y se menciona en una vieja
edición del Graetz, un manual de Física de enseñanza media, de
allá por el año 1900.
Casos como éste proliferaron cada vez más a medida que se
acercaba el enemigo. Ley defendía, completamente en serio, la
siguiente teoría:
—Si los rusos nos arrollan por el Este, la ola de refugiados
alemanes se hará tan fuerte que caerá sobre el Oeste como una
gran migración, lo invadirá y terminará dominándolo.
Aunque Hitler se burlaba de las ridículas fantasías de Ley,
por aquellos tiempos era uno de los miembros favoritos de su
entorno personal.
•••
Durante la primera mitad de abril, Eva Braun se presentó
por sorpresa y sin ser llamada en Berlín y manifestó que no
pensaba moverse del lado de Hitler. Él trató de convencerla para
que volviera a Munich y también yo le ofrecí una plaza en
nuestro avión correo. Pero ella lo rechazó todo obstinadamente,
y los que estábamos en el bunker supimos por qué había venido.
Con su presencia, un mensajero de muerte simbólico y real
había entrado a vivir en el bunker.
El doctor Brandt, médico personal de Hitler y asiduo
miembro del círculo del Obersalzberg desde 1934, había dejado
que su esposa y su hijo fueran «arrollados», como se decía
entonces, por los americanos en Turingia. Hitler le formó un
consejo de guerra constituido por Goebbels, el jefe de las
juventudes Axmann y el general Berger, de las SS; él intervino
en el proceso en calidad de fiscal y presidente del tribunal a la
717
vez, exigió la pena de muerte y formuló las acusaciones: Brandt
sabía que podía alojar a su familia en el Obersalzberg; además,
existía la sospecha de que, por mediación de su esposa, hubiera
hecho llegar informes secretos a los americanos. La señora Wolf,
secretaria de dirección de Hitler desde hacía muchos años, decía
entre lágrimas:
—Ya no puedo entenderlo.
Himmler entró en el bunker y calmó los ánimos de los
presentes: primero había que interrogar a un testigo de
importancia. Y, añadió taimado, «a ese testigo no vamos a
encontrarlo».
Aquel inesperado incidente me puso también a mí en una
situación incómoda, pues desde el 6 de abril había alojado a mi
familia lejos de las grandes ciudades, en el Báltico, en una
hacienda situada cerca de Kappeln, en Holstein[417]. De pronto
eso se había convertido en un crimen. Cuando Hitler, por
mediación de Eva Braun, se interesó por el paradero de mi
familia, mentí diciendo que estaba en casa de un amigo, cerca de
Berlín. La explicación tranquilizó a Hitler, pero me hizo
asegurarle que, cuando él se retirase al Obersalzberg, lo
acompañaríamos. Todavía tenía el propósito de librar su última
batalla en la llamada Fortaleza de los Alpes.
Goebbels, por su parte, declaró que aunque Hitler
abandonara Berlín, él pensaba acabar sus días en la capital.
—Mi mujer y mis hijos no deben sobrevivirme. Los
americanos no harían más que adiestrarlos para que hicieran
propaganda contra mí.
A la señora Goebbels, por el contrario, la idea de que sus
hijos tuvieran que morir le parecía insoportable, como me dijo
cuando acudí a visitarla en Schwanenwerder a mediados de
abril, pero, al parecer, acataba la voluntad de su marido. Unos
días más tarde le propuse enviarle en el último momento, por la
718
noche, una barcaza de nuestra flota de transporte al
embarcadero de la finca. Ella y los niños podrían esconderse
bajo cubierta hasta que la barca amarrara en algún afluente del
lado occidental del Elba. En el barco habría alimentos
suficientes para que pudieran vivir algún tiempo sin ser
descubiertos.
Después de que Hitler declarara que no iba a sobrevivir a
una derrota, muchos de sus más íntimos colaboradores se
apresuraron a manifestar que tampoco ellos veían más salida que
el suicidio. Yo, por el contrario, opinaba que debían aceptar el
sacrificio y someterse a un proceso judicial del enemigo. Dos de
los más eficientes oficiales de la Luftwaffe, Baumbach y Galland,
y yo elaboramos durante los últimos días de la guerra un
extravagante plan para poner a buen recaudo a los principales
colaboradores de Hitler e impedir que se suicidaran. Habíamos
averiguado que Bormann, Ley y Himmler salían de Berlín todas
las noches, cada uno por su lado, para pernoctar en distintas
localidades del entorno poco expuestas a las alarmas aéreas.
Nuestro plan era sencillo: cuando los bombarderos nocturnos
del enemigo dejaban caer sus bombas luminosas blancas, todos
los coches se detenían y sus ocupantes huían hacia los campos.
Unos cohetes luminosos parecidos, disparados por pistolas de
señales, tenían que producir una reacción similar; un pelotón
equipado con pistolas ametralladoras podría reducir a los seis
hombres de la escolta. La munición luminosa ya estaba en mi
casa, se había establecido la composición del pelotón y se habían
estudiado todos los detalles. La confusión general haría que no
resultara difícil llevar a los detenidos a lugar seguro. El doctor
Hupfauer, antaño el principal colaborador del doctor Ley,
insistió, con gran asombro por mi parte, en que el golpe de
mano contra Bormann debía ser ejecutado por miembros del
Partido con experiencia en el frente: no había nadie en el
Partido más aborrecido que él. El jefe regional Kaufmann
719
insistió en que le dejaran liquidar personalmente al «Mefistófeles
del Führer». Con todo, cuando se enteró de nuestros fantásticos
propósitos, el general Thomale, jefe del Estado Mayor de las
tropas acorazadas, me convenció, durante una conversación
nocturna en la carretera, de que nadie debía torcer la justicia
divina.
También Bormann tenía sus planes. Cuando Brandt, a
quien consideraba equivocadamente la piedra angular de mi
influencia sobre Hitler, fue encarcelado, el subsecretario Kopfer
me hizo una advertencia: no había sido Hitler, sino Bormann el
responsable de aquella detención, que también iba contra mí.
Me aconsejó que tuviera mucho cuidado con lo que decía[418].
Además, ciertas noticias difundidas por la radio del enemigo me
intranquilizaron: informaban de que yo habría ayudado a salir
en libertad a un sobrino que debía comparecer ante un consejo
de guerra por haber impreso escritos de Lenin[419]. Por si fuera
poco, Hettlage, que siempre había sido atacado por el Partido,
estaba a punto de ser detenido. Finalmente, se aseguraba que un
periódico suizo había informado de que Von Brauchitsch,
antiguo comandante en jefe del Ejército de Tierra, y yo éramos
los únicos con los que se podría negociar una capitulación. Tal
vez el enemigo tratara de dividir así al Gobierno, o quizá fueran
simples rumores.
Con la mayor cautela, durante aquellos días el Ejército de
Tierra instaló en mi casa a varios oficiales de confianza armados
con metralletas. Por si se producía una emergencia, teníamos
preparada una tanqueta de reconocimiento de ocho ruedas con
la que en principio habríamos podido escapar de Berlín.
Todavía hoy ignoro por orden de quién o a partir de qué
informaciones se tomaron estas medidas.
•••
El ataque a Berlín era inminente. Hitler ya había nombrado
720
al general Reymann comandante militar de la ciudad. Al
principio aún estuvo a las órdenes del capitán general Heinrici,
comandante en jefe del grupo de ejércitos que, a lo largo del río
Oder, se extendía desde el Báltico hasta unos cien kilómetros al
sur de Francfort del Oder. Heinrici contaba con mi confianza,
pues lo conocía desde hacía mucho tiempo y últimamente me
había ayudado a transferir intacta al enemigo la industria de la
cuenca carbonífera de Rybnick. Como Reymann insistía en
preparar todos los puentes de Berlín para volarlos, el 15 de abril,
un día antes de la gran ofensiva rusa contra Berlín, me dirigí al
cuartel general de Heinrici en Prenzlau. Para disponer del apoyo
técnico necesario, me acompañaban Langer, concejal de
urbanismo encargado de la construcción de calles y vías
subterráneas, y Beck, presidente de los Ferrocarriles del Reich;
Heinrici, a petición mía, había mandado llamar a Reymann.
Los dos especialistas demostraron que las destrucciones
proyectadas supondrían la muerte de Berlín[420]. El comandante
militar de la ciudad se remitió a la orden de Hitler de que Berlín
debía ser defendido por todos los medios.
—Yo tengo que combatir, y para eso tengo que poder
destruir los puentes.
—Pero sólo los del sector de la ofensiva principal —replicó
Heinrici.
—No; cualquiera donde se esté combatiendo —respondió el
general.
A mi pregunta de si también iban a ser destruidos los
puentes del centro de la ciudad en el caso de que produjeran
combates callejeros, Reymann respondió afirmativamente.
Como tantas otras veces, eché mano de mi mejor argumento:
—¿Lucha usted porque cree en la victoria?
El general titubeó un momento y luego no tuvo más
remedio que responder que sí también a esta pregunta.
721
—Si Berlín es arrasado —proseguí—, la industria quedará
fuera de servicio durante un tiempo indeterminado, y sin ella la
guerra estará perdida.
El general Reymann no sabía qué decir. La conversación no
habría llegado a ningún resultado si el capitán general Heinrici
no hubiese ordenado retirar los explosivos de algunas de las
principales arterias de Berlín y limitar la voladura de puentes a
las operaciones de combate más importantes[421].
Cuando nuestros colaboradores se hubieron marchado,
Heinrici me dijo:
—De acuerdo con estas instrucciones, ningún puente de
Berlín será destruido —manifestó—, ya que no habrá combates
alrededor de la ciudad. Cuando los rusos penetren en ella, un ala
del ejército se replegará hacia el norte y otra hacia el sur. En el
norte nos atrincheraremos en el sistema de canales Este-Oeste.
Allí, desde luego, no podré conservar los puentes.
Comprendí lo que me decía.
—Entonces, ¿Berlín va a ser tomado rápidamente?
El capitán general asintió.
—Al menos, sin una resistencia significativa.
A la mañana siguiente, 16 de abril, me despertaron muy
temprano. El teniente coronel Von Poser y yo queríamos
presenciar la última gran ofensiva de la guerra, el ataque
soviético a Berlín, desde una colina situada sobre el valle del
Oder, cerca de Wriezen. Una densa niebla impedía la
visibilidad; al cabo de unas horas, un guarda forestal trajo la
noticia de que todo el mundo se retiraba y de que los rusos
pronto estarían allí. Así que también nosotros nos fuimos.
Pasamos junto a las grandes esclusas de Nieder-Finow, una
maravilla técnica de los años treinta que era clave para la
navegación hacia Berlín por el Oder. Se habían colocado
722
explosivos en los puntos adecuados de la gran estructura de
hierro de 36 metros de altura. Oímos fuego de artillería a cierta
distancia; un teniente de zapadores nos informó de que todo
estaba dispuesto para volar las esclusas, por lo que nos dimos
cuenta de que allí todavía se obraba de acuerdo con la orden de
destrucción promulgada por Hitler el 19 de marzo. El teniente
oyó con visible alivio las instrucciones de Von Poser de no
efectuar la voladura. Con todo, aquel incidente resultaba
desesperanzador, ya que demostraba que la orden del 3 de abril
de 1945 de dejar intactas las vías fluviales no había trascendido.
En aquellos momentos, de nada habría servido tratar de
confirmar unas disposiciones cursadas semanas atrás, ya que la
red de comunicaciones se había ido deteriorando cada vez más.
En todo caso, me pareció insensato albergar la esperanza de que
haciéndolo podría impedir que se cumplieran unos propósitos
de destrucción dictados por tan ciego fanatismo. La
comprensión que había encontrado en el capitán general
Heinrici me indujo a reactivar mi plan de llamar a la opinión
pública a la cordura por medio de una proclama directa.
Confiaba en que, en la confusión del combate, Heinrici podría
poner a mi disposición una de las emisoras de radio de su grupo
de ejércitos.
Treinta kilómetros más adelante penetramos en el paraíso
animal de Göring, los solitarios bosques de Schorfheide. Pedí a
mis acompañantes que me dejaran solo, me acomodé en el
tocón de un árbol y, después de que cinco días antes el borrador
de mi discurso fracasara por culpa de Hitler, escribí de una
sentada uno de rebelión. Esta vez quise hacer un llamamiento a
la resistencia, a prohibir sin rodeos que se destruyeran las
fábricas, los puentes, los canales, las instalaciones ferroviarias y
de comunicaciones, a llamar a los soldados de la Wehrmacht y
del Volkssturm a que «por todos los medios y, en caso necesario,
por la fuerza de las armas» impidieran las destrucciones. En mi
723
borrador también exigía que los presos políticos y, por tanto,
también los judíos, fueran entregados indemnes a las fuerzas de
ocupación y que no se impidiera que los prisioneros de guerra y
los trabajadores extranjeros regresaran a su patria. Prohibía las
actividades de la organización de resistencia nazi Werwolf y
exigía que las ciudades y pueblos fueran entregados sin
combatir. Para concluir recurría una vez más a cierto exceso de
solemnidad y reiteraba nuestra «fe inquebrantable en el futuro
de nuestro pueblo, que perdurará por los siglos de los siglos»[422].
Por mediación de Poser, envié al doctor Richard Fischer,
director general de las centrales eléctricas de Berlín, una nota
que escribí a lápiz a toda prisa para pedirle que garantizara el
suministro eléctrico de la más potente emisora de radio
alemana, situada en Königswusterhausen, hasta que fuera
ocupada por el enemigo[423]. Esta emisora, que radiaba a diario
las emisiones de Werwolf, debía terminar difundiendo
precisamente un discurso en el que se prohibían todas las
actividades de esta organización.
A última hora de la tarde me reuní con el capitán general
Heinrici en su cuartel general, que había sido evacuado a
Dammsmühle. Quería pronunciar mi discurso en el breve
intervalo en que la emisora se hallaría en «zona de combate» y,
por lo tanto, habría pasado de la jurisdicción estatal a la de las
tropas. Heinrici creía que la emisora habría sido ocupada por los
rusos antes de que yo hubiera terminado de hablar. Por lo tanto,
propuso que grabara mi discurso en un disco en aquel momento
y se lo confiara. Él se encargaría de difundirlo poco antes de la
ocupación soviética. No obstante, a pesar de todos los esfuerzos
de Lüschen no fue posible encontrar un aparato de grabación
adecuado.
Dos días después, Kaufmann me llamó a Hamburgo con la
mayor urgencia, ya que la Marina de Guerra estaba preparando
724
la voladura de las instalaciones portuarias. Celebramos una
reunión con los principales representantes de las industrias,
astilleros, administración del puerto y la Marina y, gracias a la
determinación del jefe regional, se decidió no destruir nada[424].
Proseguí mi conversación con Kaufmann en una casa de la zona
de Aussenalster. Un grupo de estudiantes poderosamente
armados se encargaba de protegerlo.
—Usted se quedará en Hamburgo con nosotros —me dijo
Kaufmann—. Aquí estará seguro. En caso de emergencia,
podemos confiar en mis hombres.
Sin embargo, regresé a Berlín y le recordé a Goebbels que él,
que había pasado a la historia del Partido como el «conquistador
de Berlín», perdería su reputación si terminaba su vida como
destructor de la ciudad. Por grotescas que puedan parecer estas
palabras, se adaptaban a la visión del mundo que teníamos todos
nosotros, y muy especialmente a la de Goebbels, que creía que el
suicidio aumentaría su fama. La noche del 19 de abril, antes de
empezar la reunión estratégica, Hitler manifestó que se adhería a
una propuesta del jefe regional y que, con la entrada en acción
de todas las reservas, el combate decisivo tendría lugar frente a
las puertas de la capital del Reich.
725
CAPÍTULO XXXII
LA ANIQUILACIÓN
Según creí advertir, durante las últimas semanas de su vida
Hitler se liberó de la rigidez en la que había caído durante los
años anteriores. Volvía a mostrarse asequible y a veces incluso
estaba dispuesto a discutir sus decisiones. En el mismo invierno
de 1944 habría sido inconcebible que se aviniera a hablar
conmigo sobre las perspectivas de la guerra. También su
transigencia respecto a la orden de «tierra quemada» habría sido
inimaginable entonces, así como la muda corrección de mi
discurso radiofónico. Volvía a estar abierto a unos argumentos
que sólo un año antes no habría estado dispuesto a escuchar.
Con todo, no se trataba de un relajamiento interno, sino que
más bien daba la impresión de ser alguien cuya obra vital había
quedado destruida y que sólo se mantenía en movimiento por la
inercia de los años anteriores, a pesar de que en realidad lo ha
abandonado todo y se ha resignado.
Casi parecía carecer de esencia, aunque quizá en esto fue
siempre el mismo. Al mirar hacia atrás, a veces me pregunto si
aquella intangibilidad, aquella falta de esencia, no era una
característica que lo acompañó desde su juventud hasta su
muerte violenta. De este modo, las actitudes coléricas podían
apoderarse de él con gran vehemencia, ya que no eran
contrarrestadas por ninguna emoción humana. Nadie podía
aproximarse a su ser precisamente porque estaba muerto y vacío.
Ahora se trataba también de la falta de esencia de un
726
anciano. Le temblaban los miembros y andaba encorvado,
arrastrando los pies; hasta su voz era insegura y había perdido su
antigua determinación. Su vigor había dado paso a una forma
de hablar titubeante y monótona. Cuando se excitaba, lo que
sucedía con frecuencia, como suele pasar con los ancianos, casi
tenía voz de falsete. Seguía teniendo accesos de testarudez, pero
ya no me recordaban las rabietas de un niño, sino más bien las
de un viejo. Tenía la tez descolorida y la cara hinchada; su
uniforme, antes impecable, en aquellos últimos días de su vida
solía estar desaliñado y con manchas de la comida que había
ingerido con mano temblorosa.
No hay duda de que su estado conmovía al círculo que lo
había acompañado en los momentos culminantes de su vida.
También yo corría constantemente el riesgo de sucumbir a
aquel contraste, que resultaba sobrecogedor en múltiples
aspectos. Tal vez por eso todo el mundo lo escuchaba en silencio
cuando en aquella situación, que durante largo tiempo fue
desesperada, seguía trasladando divisiones inexistentes u
ordenaba efectuar transportes con unos aviones que no podrían
despegar por falta de carburante. Tal vez por ello también se
aceptaba que se evadiera cada vez con más frecuencia de la
realidad y que se perdiera en su mundo de fantasía y se pusiera a
hablar del gran conflicto que no podría dejar de producirse
entre Oriente y Occidente y que aseguraba que era inevitable.
Aunque su entorno debería haber visto lo quimérico de aquellas
ideas, su continua y sugestiva reiteración seguía ejerciendo un
efecto fascinante, como cuando aseguraba que sólo él, con su
personalidad y su fuerza y aliado con Occidente, estaba en
disposición de aplastar al bolchevismo; sonaba plausible cuando
aseguraba que todos sus esfuerzos ya no se encaminaban a otro
fin, aunque para sí mismo deseaba que llegara pronto su última
hora. Precisamente aquella entereza con que veía acercarse el fin
inspiraba piedad y aumentaba la veneración de los que lo
727
rodeaban.
Además, volvía a mostrarse afable y sencillo. En muchas
cosas me recordaba al Hitler que había conocido doce años
antes, cuando empecé a trabajar para él, sólo que ahora parecía
más carente de contornos. Su afabilidad se limitaba a las pocas
mujeres que estaban con él desde hacía años. Sus mayores
atenciones eran para la señora Junge, la viuda de su criado caído
en combate, aunque también su cocinera dietética vienesa
contaba con su favor; sus dos secretarias, la señora Wolf y la
señora Christian, formaban asimismo parte del círculo privado
en el que Hitler pasó las últimas semanas de su vida. Hacía
meses que comía y tomaba el té prácticamente sólo con ellas; los
hombres ya casi no tenían acceso a su intimidad. Tampoco yo
participaba en sus comidas desde hacía mucho tiempo. Por lo
demás, la llegada de Eva Braun introdujo algunos cambios en la
rutina diaria, sin que por eso cesara la relación, probablemente
inocua, que tenía con las otras mujeres de su entorno. Sin duda
actuaba movido por un concepto elemental de fidelidad, al que,
en la desgracia, las mujeres parecían responder mejor que los
hombres de su plana mayor, de quienes parecía desconfiar a
veces. Sólo con Bormann, Goebbels y Ley hacía una excepción,
como si con ellos se sintiera seguro.
En torno a aquel Hitler espectral, el aparato del Gobierno
seguía funcionando mecánicamente, como si también hubiera
acumulado la inercia necesaria para mantenerse en movimiento
a pesar de que su impulsor hubiera dejado de aportarle la
energía original. A mi modo de ver, este mismo automatismo
impulsaba también a los generales a seguir el camino trazado
incluso en aquella última etapa en que la magnética voluntad de
Hitler empezaba a debilitarse. Keitel, por ejemplo, seguía
exigiendo que se destruyeran los puentes cuando Hitler se había
resignado a dejarlos intactos.
728
Hitler tenía que darse cuenta de que la disciplina había
empezado a relajarse en su entorno. Antes, cuando él entraba en
una habitación, todos los presentes se ponían en pie y no
volvían a sentarse hasta que él lo había hecho. Ahora, en
cambio, proseguían las conversaciones y nadie se levantaba, los
criados hablaban con los invitados en su presencia y algunos
colaboradores alcoholizados dormían en las butacas mientras
otros discutían sin inhibiciones, a voz en grito. Tal vez pasara
deliberadamente por alto estos cambios. Aquellas escenas eran
como una pesadilla para mí. Parecían acordes con ellas los
cambios que se habían ido produciendo en los últimos meses en
la Cancillería: se habían quitado los tapices y los cuadros, que,
junto con las alfombras y los muebles valiosos, habían sido
puestos a buen recaudo en un bunker. Manchas claras en el
papel de las paredes, huecos en el mobiliario, periódicos tirados
aquí y allá, vasos vacíos, platos sucios, un sombrero que alguien
había lanzado sin más sobre una silla, todo ello daba la
impresión de estar en plena mudanza.
Hacía tiempo que Hitler había abandonado las habitaciones
superiores, aduciendo que los constantes bombardeos no lo
dejaban descansar y afectaban a su capacidad de trabajo. Al
menos en el bunker podía dormir de un tirón. Así pues, dejó
que su vida siguiera desarrollándose bajo tierra.
Aquella huida hacia su futura bóveda sepulcral siempre me
pareció dotada de un gran simbolismo. El aislamiento de aquel
bunker, totalmente apartado de la vida y rodeado de hormigón
y tierra, selló definitivamente la separación de Hitler de la
tragedia que tenía lugar en el exterior, a cielo abierto. Ya no
guardaba ninguna relación con ella. Cuando hablaba del fin, se
refería al suyo, no al del pueblo. Había llegado a la última
estación de su huida de la realidad, una realidad que ni siquiera
en su juventud quiso reconocer. En aquel entonces yo llamaba a
este mundo irreal la «Isla de los Bienaventurados».
729
Incluso en esta última época de su vida, en abril de 1945,
hubo ocasiones en las que Hitler y yo volvimos a inclinarnos en
el bunker sobre los planos de Linz y contemplamos en silencio
los sueños de antaño. Su despacho, situado bajo tierra y cubierto
de hormigón, era sin duda el lugar más seguro de Berlín.
Cuando cerca de allí explotaba alguna bomba de gran calibre, la
masa del bunker vibraba a consecuencia de la transmisión de la
onda expansiva por el suelo arenoso de la ciudad. Entonces
Hitler se sobresaltaba. ¡Qué transformación había sufrido aquel
intrépido cabo de la Primera Guerra Mundial! No era más que
una ruina, un manojo de nervios que ya no sabía ocultar sus
reacciones.
•••
En realidad, el último cumpleaños de Hitler no llegó a
celebrarse. A diferencia de otros años, en los que en aquella
fecha llegaban numerosos automóviles, la guardia rendía
honores y los dignatarios del Reich y de los países extranjeros
acudían a felicitarlo, esta vez reinaba la calma. Es verdad que
Hitler salió del bunker y subió a la Cancillería, que en su
descuido parecía ofrecer un marco muy adecuado a su lastimoso
estado. En el jardín le fue presentada una delegación de las
Juventudes Hitlerianas que se había distinguido en combate;
Hitler pronunció unas palabras y repartió alguna que otra
palmadita afectuosa. Su voz era débil. Al poco rato se fue. Sin
duda comprendía que no podía hacer que nadie sintiera más
que compasión. La mayoría eludió la embarazosa felicitación
formal acudiendo como siempre a la reunión estratégica. Nadie
sabía muy bien qué decir. De acuerdo con las circunstancias,
Hitler recibió las felicitaciones con frialdad, casi a la defensiva.
Al poco rato nos hallamos reunidos, como tantas otras veces, en
torno a la mesa de mapas del pequeño despacho del bunker.
Frente a Hitler se había sentado Göring. Éste, que siempre dio
tanta importancia a su atuendo, en los últimos días había
730
modificado notablemente su uniforme. Con gran asombro,
vimos que había sustituido la tela gris por el tejido marrón que
usaban los americanos, y que en lugar de las hombreras doradas,
de cinco centímetros de ancho, llevaba unas más simples de tela
en las que, por todo adorno, estaba prendida la insignia de su
rango, el águila de oro de mariscal del Reich.
—Igual que un general americano —me susurró uno de los
asistentes.
Pero Hitler tampoco pareció reparar en aquel cambio.
En la reunión se trató del inminente ataque al núcleo
urbano de Berlín. Hitler abandonó de la noche a la mañana la
idea de no defender la metrópoli y trasladarse a la fortaleza de
los Alpes y decidió que se lucharía por la ciudad en las calles de
Berlín. Todos lo instamos a revocar su decisión, ya que era no
sólo conveniente sino urgentísimo trasladar la sede del cuartel
general al sur, al Obersalzberg. Göring hizo notar que sólo nos
quedaba una vía de comunicación norte-sur, la que pasaba a
través del bosque de Baviera, y que en cualquier momento
podíamos perder la última posibilidad de escapar hacia
Berchtesgaden. Hitler se indignó ante la idea de abandonar
Berlín precisamente en aquellos momentos.
—¿Cómo voy a poder animar a las tropas a librar la batalla
decisiva por Berlín si yo me pongo a salvo?
Göring, con su uniforme nuevo, lo miraba con ojos muy
abiertos, pálido y sudoroso, mientras Hitler proseguía, cada vez
más excitado:
—¡Voy a dejar en manos del destino si he de morir en la
capital o si volaré al Obersalzberg en el último momento!
Apenas terminó la reunión y se hubieron despedido los
generales, Göring se volvió hacia Hitler, alterado: dijo tener
asuntos importantísimos que atender en el sur y que debía salir
de Berlín aquella misma noche. Hitler lo miró con expresión
731
ausente. Me pareció que en aquel momento él mismo se sentía
impresionado por su decisión de permanecer en Berlín y poner
en juego su vida. Con unas palabras que expresaban su
indiferencia, le estrechó la mano y no dejó traslucir que
comprendía perfectamente sus propósitos. Yo, que estaba a
pocos pasos de los dos, tuve la sensación de presenciar un acto
histórico: el Gobierno del Reich se escindía. Así terminó la
reunión del día del cumpleaños.
Yo había abandonado el despacho con los demás asistentes,
con la informalidad habitual, sin despedirme personalmente de
Hitler. Contradiciendo nuestra intención inicial, el teniente
coronel Von Poser me instó aquella misma noche a que también
yo me preparara para partir. El ejército soviético había iniciado
el ataque definitivo contra Berlín y era evidente que avanzaba
con rapidez. Hacía ya varios días que todo estaba dispuesto para
la huida; la mayor parte del equipaje ya había sido enviada a
Hamburgo y a orillas del lago Eutin, cerca del cuartel general de
Dönitz, situado en Plön, nos esperaban dos coches cama de los
Ferrocarriles del Reich.
En Hamburgo visité de nuevo al jefe regional Kaufmann.
Como a mí, le resultaba incomprensible que en aquellas
circunstancias se siguiera combatiendo a cualquier precio. Su
actitud me animó a darle a leer el texto del discurso que había
redactado unas semanas antes, sentado en un tocón de árbol en
los bosques de Schorfheide. No estaba muy seguro de cómo se
lo iba a tomar.
—Debería pronunciar este discurso. ¿Por qué no lo ha
hecho aún?
Después de haberle hablado de mis dificultades, me dijo:
—¿Quiere usted hablar a través de nuestra emisora de
Hamburgo? Yo respondo del director técnico. Al menos, en
nuestro estudio podrá grabar su discurso en un disco[425].
732
Kaufmann me condujo aquella misma noche al bunker en el
que estaban instalados los servicios técnicos de la emisora de
Hamburgo. Después de atravesar varias salas vacías llegamos a
un pequeño estudio de grabación en el que me presentó a dos
técnicos que al parecer ya estaban al corriente de mis propósitos.
Por un momento se me pasó por la cabeza que unos minutos
después estaría a merced de aquellos desconocidos. A fin de
cerciorarme de su fiabilidad y, al mismo tiempo, convertirlos en
cómplices, antes de empezar a grabar les informé del contenido
del discurso, para que después pudieran decidir por sí mismos si
lo aprobaban o, por el contrario, preferían destruir la placa.
Entonces me senté ante el micrófono y leí el discurso. Los
técnicos permanecieron mudos; quizá estaban asustados, o tal
vez los convenció lo que acababan de oír; el caso es que no
pusieron objeciones.
Kaufmann se hizo cargo de los discos. Le expliqué en qué
condiciones podía radiar aquel discurso sin necesidad de
solicitar antes mi aprobación; enumerarlas revela los
sentimientos que me dominaban en aquellos días: en el caso de
que yo fuera asesinado por iniciativa de algún adversario
político, entre los que debía situar en primer lugar a Bormann;
en el caso de que Hitler hubiera sido informado de mis
actividades y me condenara a muerte; en el caso de que Hitler
muriera y su sucesor tratara de seguir imponiendo su
desesperada política de destrucción.
Puesto que el capitán general Heinrici no tenía intención de
defender Berlín, había que contar con que en pocos días la
ciudad sería tomada y habría llegado el fin. Según me dijeron el
general Berger, de las SS[426], y también Eva Braun —ésta
durante mi última visita a Berlín—, Hitler había querido
suicidarse el 22 de abril. Sin embargo, Heinrici fue sustituido
por el teniente general de paracaidistas Student, a quien Hitler
consideraba uno de sus oficiales más eficaces y que en aquellas
733
circunstancias le inspiraba confianza porque era un hombre de
cortos alcances. Al mismo tiempo se ordenó a Keitel y a Jodl
que enviaran a Berlín a todas las divisiones disponibles.
Yo ya no tenía trabajo, pues no había industria de
armamentos. Sin embargo, una viva inquietud interior no me
dejaba parar ni un momento. Sin motivo ni razón, decidí que
aquella noche me quedaría en la granja de Wilsnack en la que
había pasado tantos fines de semana con mi familia. Allí
encontré a un colaborador del doctor Brandt, quien me dijo que
el médico de Hitler se encontraba preso en una torre de las
afueras, al oeste de Berlín. Me describió el lugar, me dio el
número de teléfono y me dijo que sus guardianes de las SS eran
personas razonables. Estuvimos discutiendo si, dado el caos que
reinaría en aquel momento en Berlín, me sería posible liberar a
Brandt; también quería ver una vez más a Lüschen y
convencerlo para que huyera de los rusos y se refugiara en
Occidente.
Éstos fueron los motivos que me indujeron a regresar por
última vez a Berlín. Sin embargo, tenía un poder mayor que
estos pretextos el magnetismo de Hitler. Quería verlo por última
vez y despedirme de él. Me parecía que mi partida dos días antes
había sido una escapada. ¿Debían terminar así todos aquellos
años de trabajo en común? Durante muchos días, mes tras mes,
habíamos discutido, casi como camaradas, nuestros proyectos
comunes. Durante años nos había recibido a mi familia y a mí
en el Obersalzberg y había sido un anfitrión amable y atento.
Aquel poderosísimo deseo de volver a verlo evidenciaba la
ambivalencia de mis sentimientos, porque racionalmente estaba
convencido de que era indispensable y urgente que Hitler
muriera, aunque hacía tiempo que era demasiado tarde. Todo lo
que había hecho contra él durante los meses anteriores estuvo
dictado por el propósito de impedir que arrastrara al pueblo en
su caída. ¿Qué podía demostrar nuestra oposición con mayor
734
elocuencia que aquel discurso que había grabado el día anterior
y el hecho de que esperara su muerte con impaciencia? Pero
precisamente en esto se hacía palpable mi vinculación
sentimental con Hitler: mi deseo de no radiar el discurso hasta
después de su muerte debía ahorrarle la constatación de que
también yo me había vuelto contra él. Mi compasión para con
el vencido era cada vez más fuerte. Tal vez muchos de los que
formaban su séquito sintieron aquellos días lo mismo que yo. El
sentido del deber, el juramento, la fidelidad, el agradecimiento
se alzaban frente al sufrimiento personal y a la catástrofe
nacional —todo ello causado por una misma persona: Hitler.
Aún hoy me alegro de haber cumplido mi propósito de ver a
Hitler por última vez. A pesar de todas nuestras diferencias,
ofrecerle este gesto después de doce años de colaboración era lo
correcto. Es verdad que en aquellos momentos, al salir de
Wilsnack, actuaba movido por un impulso casi mecánico. Antes
de partir escribí unas líneas a mi esposa para darle ánimos y al
mismo tiempo hacerle comprender que no pensaba morir con
Hitler. A unos noventa kilómetros de Berlín, una verdadera
avalancha de vehículos que se dirigían a Hamburgo obstruía la
carretera: modelos viejísimos y automóviles de lujo, camiones y
camionetas, motos y hasta autobombas del Servicio de
Bomberos de Berlín. Para mí era un misterio de dónde podía
haber salido de repente tanta gasolina. Seguramente la
guardaban hacía meses para esta ocasión.
En Kyritz encontré a la plana mayor de una división; desde
allí llamé por teléfono a la casa de Berlín en la que suponía que
se hallaba preso el doctor Brandt a la espera de que se ejecutara
su sentencia de muerte, pero lo habían trasladado a un lugar
seguro, en el norte de Alemania, por orden expresa de Himmler.
Tampoco pude localizar a Lüschen. Sin embargo, no alteré mis
planes y anuncié a uno de los asistentes de Hitler que era posible
que acudiera a hacerle una visita aquella misma tarde. Estando
735
todavía con la plana mayor en Kyritz supimos que las fuerzas
soviéticas avanzaban con rapidez, pero que no era de esperar que
Berlín fuera cercado enseguida; era previsible que el aeropuerto
de Gatow, a orillas del Havel, permaneciera aún cierto tiempo
en poder de nuestras tropas. Así pues, nos dirigimos al gran
aeropuerto de pruebas de Rechlin, en Mecklemburgo, donde
había presenciado muchas demostraciones y era bien conocido,
por lo que podía confiar en que pondrían un aparato a mi
disposición. De allí despegaban los cazas que combatían contra
las tropas soviéticas situadas al sur de Potsdam. El comandante
se mostró dispuesto a llevarme a Gatow en un caza de
entrenamiento. Al mismo tiempo, me reservaron dos «cigüeñas»
—monomotores de reconocimiento de baja velocidad de
aterrizaje— que nos llevarían a mí y a mi oficial de enlace al
interior de Berlín y que después podríamos utilizar para el vuelo
de regreso. Mientras preparaban el aparato para el despegue
estuve estudiando con la plana mayor las posiciones de las
fuerzas rusas que indicaban los mapas.
Escoltados por una escuadrilla de cazas, volamos a unos mil
metros de altitud en dirección sur; la visibilidad era buena y
estábamos lejos de la zona de combate. Desde aquella altura, la
batalla de Berlín parecía inofensiva; tras casi ciento cincuenta
años, la ciudad iba a ser conquistada otra vez por tropas
enemigas. Todo aquello tenía lugar en un paisaje siniestramente
tranquilo cuyas carreteras, pueblos y arrabales había recorrido
tantas veces. Sólo se divisaban los breves fogonazos de la
artillería, apenas más intensos que el breve destello de un
fósforo, y las granjas incendiadas que se consumían lentamente.
Es verdad que en la frontera oriental de Berlín se veían grandes
columnas de humo. El zumbido del motor ahogaba el lejano
fragor de la lucha.
Cuando aterrizamos en Gatow, la escuadrilla de cazas siguió
volando hacia sus objetivos, situados al sur de Potsdam. El
736
aeropuerto estaba casi desierto. El general Christian, que, en su
calidad de colaborador de Jodl, pertenecía al Estado Mayor de
Hitler, se estaba preparando para partir. Intercambiamos unas
frases triviales. Entonces mis acompañantes y yo subimos a las
dos «cigüeñas» que nos esperaban, aunque también habríamos
podido ir en coche, y sobrevolamos, en vuelo rasante y
saboreando con romanticismo la aventura, la misma pista que
recorrí con Hitler la víspera de su quincuagésimo cumpleaños.
Poco antes de la Puerta de Brandenburgo aterrizamos en plena
avenida, para asombro de los escasos coches que circulaban,
mandamos parar a un transporte de la Wehrmacht y nos
hicimos conducir a la Cancillería. Era más de media tarde, pues
habíamos tardado unas diez horas en recorrer los ciento
cincuenta kilómetros que separan Wilsnack de Berlín.
No estaba muy seguro de no correr ningún riesgo al
presentarme a Hitler; no sabía si en aquellos dos días habría
cambiado de humor. En cierto modo, sin embargo, todo me
daba igual. Aunque esperaba que la aventura terminara bien,
también habría aceptado un final funesto.
La Cancillería del Reich que yo había construido siete años
antes estaba ya bajo el fuego de la artillería pesada soviética, pero
en aquel momento los impactos eran todavía escasos. El efecto
de los proyectiles resultaba insignificante al lado del montón de
ruinas a que los ataques diurnos americanos habían reducido
mis edificios en las últimas semanas. Pasé por encima de un
montón de vigas retorcidas y por debajo de techos
desmoronados y entré en la sala donde durante varios años
habían tenido lugar nuestras aburridas reuniones nocturnas, la
misma sala en la que Bismarck había celebrado sus consejos y en
la que ahora Schaub, asistente de Hitler, estaba bebiendo coñac
con varios hombres, la mayoría desconocidos para mí. A pesar
de mi llamada telefónica, nadie me esperaba y todos se
mostraron asombrados al ver que había vuelto. Schaub me
737
saludó cordialmente, lo cual me tranquilizó, y pensé que no se
habían enterado de la grabación de mi discurso en Hamburgo.
Luego fue a anunciar mi llegada. Mientras esperaba pedí al
teniente coronel Von Poser que utilizara la central telefónica de
la Cancillería para localizar a Lüschen y hacerlo venir.
•••
El asistente de Hitler regresó:
—El Führer desea hablar con usted.
¡Cuántas veces, durante los últimos doce años, Hitler me
había mandado llamar recurriendo a esta fórmula estereotipada!
Pero no era en eso en lo que pensaba mientras bajaba los
cincuenta escalones que conducían a los sótanos, sino en si
volvería a subir sano y salvo. Al llegar abajo, al primero que vi
fue a Bormann. Su inusitada cortesía hizo que me sintiera
completamente seguro, porque la actitud de Bormann o de
Schaub había sido siempre una señal inequívoca del humor de
Hitler. Humildemente, me dijo:
—Si habla con el Führer…, seguramente le preguntará si
cree que debemos quedarnos en Berlín o irnos a Berchtesgaden;
es urgente que se haga cargo del mando en el sur de Alemania…
Dentro de unas horas ya no será posible llegar allí. ¿Verdad que
le recomendará que se vaya?
Era obvio que, si alguien en aquel bunker sentía apego por
la vida, ése era Bormann, por mucho que tres semanas antes
hubiera conminado a los funcionarios del Partido a vencer toda
debilidad y luchar hasta triunfar o morir[427]. Le respondí con
una evasiva y experimenté una tardía sensación de triunfo frente
a aquel hombre que me miraba casi suplicante.
Entonces fui conducido al despacho de Hitler. No me
recibió conmovido como unas semanas atrás, cuando le prometí
fidelidad. No mostró la menor emoción. Una vez más, me
pareció que estaba vacío, acabado, sin vida. Adoptó una
738
expresión profesional bajo la que podía ocultar cualquier cosa y
me preguntó qué pensaba de la manera de trabajar de Dönitz.
Comprendí claramente que su interés no era casual, sino que
tenía que ver con la elección de su sucesor. Aún hoy creo
firmemente que Dönitz liquidó la ingrata herencia que cayó
inesperadamente en sus manos con más inteligencia, dignidad y
consideración que la que habrían podido demostrar Bormann o
Himmler. Yo manifesté que mi impresión era francamente
positiva e ilustré mis palabras con algunos detalles que sabía que
iban a gustarle. Sin embargo, escarmentado por la experiencia,
no traté de influir en él a favor de Dönitz para no fomentar su
espíritu de contradicción. Hitler me preguntó de repente:
—¿Qué le parece? ¿Debo quedarme aquí o irme a
Berchtesgaden? Jodl me ha dicho que mañana se habrá acabado
el tiempo.
Mi respuesta espontánea fue que se quedara en Berlín. ¿Qué
iba a hacer en el Obersalzberg? Si Berlín caía, la lucha habría
terminado de todos modos.
—Creo que, si no hay más remedio, será mejor que termine
su vida de Führer aquí, en la capital, que en su casa de recreo.
De nuevo me sentí emocionado. En aquel momento me
pareció un buen consejo, pero no lo era, ya que seguramente
que no se fuera al Obersalzberg alargó una semana la batalla por
Berlín.
Aquel día no volvió a hablar de que fuera a producirse un
giro decisivo ni de que todavía quedaran esperanzas. Con cierta
apatía, con cansancio, como si fuera la cosa más natural, empezó
a hablar de su muerte.
—Yo también estoy decidido a quedarme. Sólo quería saber
su opinión. —Sin la menor emoción, prosiguió—: No voy a
luchar. El peligro de resultar herido y caer vivo en manos de los
rusos es demasiado grande. Tampoco quiero que mis enemigos
739
ultrajen mi cuerpo. He dispuesto que se me incinere. La señorita
Braun quiere morir conmigo, y antes tendré que matar a
Blondi. Créame, Speer, me resulta fácil poner fin a mi vida. Un
solo instante y quedaré libre de todo, de esta dolorosa existencia.
Me pareció estar hablando con un muerto. La atmósfera era
cada vez más siniestra. La tragedia llegaba a su fin.
Durante los últimos meses había habido momentos en que
lo odiaba, en que combatí contra él, le mentí y le engañé; pero
en aquel instante me sentí confuso y conmovido.
Entonces perdí el dominio de mí mismo y le confesé en voz
baja, para mi propio asombro, que no había llevado a cabo
destrucción alguna y que incluso las había impedido. Por un
momento, sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no reaccionó.
Aquellos asuntos, tan importantes hacía sólo unas semanas, ya
no lo afectaban. Me miró fija e inexpresivamente cuando le
ofrecí vacilante quedarme en Berlín. No me contestó. Tal vez
advirtiera mi falta de sinceridad. Desde entonces me he
preguntado muchas veces si no habría sabido siempre,
instintivamente, que en aquellos últimos meses había estado
trabajando contra él, si no habría sacado las conclusiones
pertinentes de mis informes; y también si, al dejarme actuar en
contra de sus órdenes, no había dado una prueba más de la
complejidad de su enigmática naturaleza. Nunca lo sabré.
En aquel momento se le anunció la llegada del general
Krebs, jefe del Estado Mayor del Ejército de Tierra, para darle
su informe[428]. Así pues, en eso no había cambiado nada: el
comandante en jefe de la Wehrmacht seguía recibiendo los
partes de todos los frentes. Sin embargo, mientras que tres días
antes en el gabinete del bunker apenas cabían los altos oficiales y
comandantes en jefe de las unidades de la Wehrmacht y de las
SS, ahora ya se habían ido casi todos. Además de Göring,
Dönitz y Himmler, también Keitel y Jodl, Koller, jefe del
740
Estado Mayor de la Luftwaffe, y los más importantes oficiales se
hallaban fuera de Berlín; ya sólo quedaban oficiales subalternos
de enlace. El tipo de informe también había cambiado: del
exterior sólo llegaban noticias muy vagas; el jefe del Estado
Mayor no podía exponer más que conjeturas. El mapa que
extendió ante Hitler cubría únicamente el sector de Berlín y
Potsdam, y ni siquiera allí los datos sobre el avance soviético
coincidían con lo que yo había observado mientras volaba pocas
horas antes. Las tropas soviéticas estaban mucho más cerca de lo
que indicaba el mapa. Asombrado, vi que Hitler trataba de
mostrarse optimista una vez más, a pesar de que acababa de
hablarme de su muerte y de lo que había decidido que se hiciera
con sus restos. Desde luego, había perdido buena parte de sus
antiguas dotes de persuasión. Krebs le escuchó con paciencia y
cortesía. Antes yo creía que Hitler se dejaba llevar por sus
propias y rígidas convicciones cuando, a pesar de lo desesperado
de la situación, aseguraba que al final todo se arreglaría. Pero
ahora se hacía patente que actuaba con duplicidad. ¿Cuánto
tiempo llevaba engañándonos? ¿Desde cuándo sabía que la
guerra estaba perdida? ¿Desde el invierno de la ofensiva sobre
Moscú? ¿Desde Stalingrado? ¿Desde la invasión? ¿Desde la
fallida ofensiva de las Ardenas de diciembre de 1944? ¿Hasta
dónde llegaba la hipocresía y dónde empezaba el cálculo?
También puede ser que lo que yo acababa de presenciar no fuera
más que uno de sus bruscos cambios de humor y que al hablar
con el general Krebs se estuviera mostrando tan sincero como
minutos antes conmigo.
El informe estratégico, que solía durar horas, terminó muy
pronto y mostraba con toda claridad el estado agónico en que se
encontraba aquel resto de lo que fuera un cuartel general. Aquel
día, Hitler renunció incluso a perderse de nuevo en su mundo
de fantasía hablando de un milagro de la Providencia. Fuimos
despedidos lacónicamente y abandonamos aquella habitación
741
que había sido escenario de un turbio capítulo de errores,
extravíos y crímenes. Como si yo no hubiera volado a Berlín
sólo por él, Hitler me trató como a un visitante habitual, sin
preguntarme si pensaba quedarme o quería despedirme. Nos
separamos sin darnos la mano, en la forma acostumbrada, como
si tuviéramos que volver a vernos al día siguiente. Fuera me
encontré con Goebbels:
—Ayer el Führer tomó una decisión capital. Una decisión
histórica. Ordenó que se suspendiera la lucha en el Oeste para
que los occidentales pudieran entrar en Berlín sin dificultad.
De nuevo pasaba uno de esos fantasmas que por aquel
entonces elevaban fugazmente los ánimos y hacían concebir
nuevas esperanzas que pronto eran sustituidas por otras.
Goebbels me dijo que ahora su esposa y sus seis hijos eran
huéspedes de Hitler en el bunker, y que pensaban acabar sus
vidas, como decía él, en aquel escenario histórico. Él, a
diferencia de Hitler, controlaba sus emociones con la máxima
precisión; al verlo nadie habría dicho que ya se había despedido
de la vida.
Era ya última hora de la tarde; un médico de las SS me dijo
que la señora Goebbels estaba en cama, aquejada de una gran
debilidad, y que había sufrido varios ataques al corazón. Le pedí
que me recibiera. Habría preferido hablar con ella a solas, pero
Goebbels me esperaba en la antecámara y me condujo a la
pequeña habitación donde se encontraba ella, acostada en una
sencilla cama. Estaba pálida y se limitó a decir trivialidades en
voz muy baja, aunque se notaba que sufría al pensar que cada
vez se aproximaba más la inevitable hora de la muerte violenta
de sus hijos. Goebbels permaneció a mi lado, por lo que la
conversación se limitó al estado de la enferma. Hasta el final no
aludió a lo que en realidad la atormentaba:
—Qué contenta estoy de que por lo menos Harald —el hijo
742
de su primer matrimonio— siga con vida.
También yo me sentí cohibido y no encontraba palabras.
¿Qué se puede decir en un caso así? Nos despedimos
emocionados y en silencio. Su marido no nos concedió ni unos
minutos para despedirnos a solas.
En el pasillo había una gran agitación. Había llegado un
telegrama de Göring y Bormann se apresuraba a llevárselo a
Hitler. Yo lo seguí sin guardar las formas, movido por la
curiosidad. En el telegrama, Göring se limitaba a preguntar si,
de acuerdo con el decreto de sucesión, debía hacerse cargo del
Gobierno del Reich en caso de que Hitler se quedara en la
fortaleza de Berlín, pero Bormann opinó que había dado un
golpe de Estado en toda regla; quizá fuera su último intento de
sugerir a Hitler, quien recibió la noticia con la misma apatía que
había demostrado durante todo el día, que se trasladara a
Berchtesgaden para poner las cosas en orden desde allí. El
apremio de Bormann se hizo más insistente cuando se le entregó
un nuevo comunicado de Göring. Yo me guardé un borrador
que, en medio de la confusión del momento, encontré tirado en
el bunker: «¡Asunto de mando! ¡Transmítase únicamente por
medio de un oficial! Radio n.o 1899. Emisora Robinson a
Kurfürst, emitido el 23-IV, 17.59. Al ministro del Reich Von
Ribbentrop. He pedido al Führer que me dé instrucciones antes
de las 22.00 del 23-IV. En caso de que a esta hora se hiciera
patente que el Führer ha perdido la libertad de acción para el
gobierno del Reich, entrará en vigor su decreto del 29-VI-41,
por el cual asumiré todas sus funciones en calidad de
representante suyo. Si a las 24.00 del 23-IV-45 no hubiera
recibido otra comunicación directa del Führer o mía, le ruego
que emprenda viaje hacia aquí sin demora, por vía aérea.
Firmado: Göring, mariscal del Reich». Con esto, Bormann
creyó tener un nuevo argumento:
743
—Göring ha cometido traición —dijo, muy excitado—. Ya
está mandando telegramas a los miembros del Gobierno y le
comunica a usted que, en virtud de sus poderes, asumirá su
cargo, mein Führer, esta noche a las veinticuatro horas.
Si ante el primer telegrama Hitler se había mostrado más
bien indiferente, ahora Bormann había ganado el juego. Por
medio de un radio redactado por el propio Bormann, le fueron
retirados a Göring, su antiguo rival, los derechos a la sucesión, al
tiempo que era acusado de traición a Hitler y al
nacionalsocialismo. Además, Hitler ordenó que se le comunicara
que renunciaría a tomar otras medidas si abandonaba todos sus
cargos alegando motivos de salud. De este modo, Bormann
consiguió por fin sacar a Hitler de su letargo. Siguió un acceso
de furia desatada en la que se mezclaban los sentimientos de
amargura, auto-compasión, impotencia y desesperación. Con la
cara colorada y los ojos fijos, Hitler parecía haberse olvidado de
nuestra presencia:
—Hace tiempo que lo sé. Sé que Göring es un vago. Por su
culpa se ha desmoronado la Luftwaffe. Era un hombre corrupto.
Su ejemplo ha hecho cundir la corrupción en nuestro Estado.
Además, hace años que es morfinómano. Hace tiempo que lo sé.
De manera que Hitler estaba enterado de todo eso; sin
embargo, no había hecho nada. Entonces, en un cambio
sorprendente, volvió a caer en su apatía:
—Aunque, lo que es por mí… Que se encargue él de
negociar la capitulación. De todos modos, si se pierde la guerra
ya da igual quién lo haga.
Había en estas palabras un marcado desprecio hacia el
pueblo alemán: así pues, Göring todavía era lo bastante bueno
para eso. Entonces Hitler llegó al límite de sus fuerzas y volvió a
adoptar el mismo tono de cansancio característico en él aquel
día. Durante años no dejó de hacer sobreesfuerzos; durante años
744
apartó de sí mismo y de los demás, empleando su inmensa
voluntad, la creciente certeza respecto al final. Ahora ya no le
quedaba energía para disimular su estado. Se daba por vencido.
Una media hora después, Bormann trajo el telegrama de
respuesta de Göring: a causa de una grave dolencia cardíaca,
dimitía de todos sus cargos. Cuántas veces no había recurrido
Hitler al pretexto de una enfermedad para deshacerse de un
colaborador incómodo sin llegar a destituirlo, para preservar la
fe del pueblo alemán en la unidad de su Gobierno. Incluso más
allá del fin, Hitler seguía siendo fiel a esta consideración.
Así pues, Bormann consiguió su propósito en el último
momento. Göring quedaba descartado. Es posible que también
Bormann estuviera convencido de su incapacidad; sin embargo,
si lo había odiado y derribado era porque concentraba
demasiado poder. En cierto modo, en aquellos momentos sentí
compasión por Göring. Recordé la conversación en la que me
declaró su lealtad hacia Hitler.
Aquella breve tormenta escenificada por Bormann había
pasado, se habían extinguido algunos acordes de El crepúsculo de
los dioses, el supuesto Hagen había hecho mutis. Para mi
sorpresa, Hitler acogió favorablemente una petición que al
principio sólo le formulé con titubeos. Algunos directores
checos de las fábricas Skoda temían, seguramente no sin razón,
que los rusos les depararan un triste destino por haber
colaborado con nosotros, aunque sus anteriores relaciones con la
industria americana les habían hecho concebir la esperanza de
volar al cuartel general de las fuerzas de Estados Unidos. Unos
días antes, Hitler se había negado rotundamente a acceder a una
petición similar, pero ahora se mostró dispuesto a firmar la
orden pertinente para que se resolvieran todas las formalidades.
Mientras trataba este asunto con Hitler, Bormann le recordó
que Ribbentrop esperaba que le concediera una entrevista.
745
Aquél reaccionó con nerviosismo.
—Ya le he dicho varias veces que no quiero hablar con él.
Parecía agobiarlo la idea de encontrarse con Ribbentrop.
Bormann insistió:
—Ribbentrop ha dicho que no piensa moverse. Esperará
ante la puerta como un perro fiel hasta que usted lo llame.
Esta comparación lo ablandó; mandó llamar a Ribbentrop.
Hablaron a solas. Por lo visto, Hitler le habló del viaje de los
directores checos. Incluso en aquella desesperada situación, el
ministro de Asuntos Exteriores seguía luchando por mantener
su autoridad. En el pasillo, me sermoneó:
—Esto es asunto de mi Ministerio. —Y, con más suavidad,
añadió—: En este caso no tengo nada que objetar a la orden,
siempre y cuando agregue usted: «A propuesta del ministro de
Asuntos Exteriores del Reich».
Yo extendí la orden con ese añadido, Ribbentrop se mostró
satisfecho y Hitler la firmó. Si no me equivoco, éste fue el
último asunto de Gobierno que Hitler despachó con su ministro
de Asuntos Exteriores.
Entretanto, Lüschen, mi paternal consejero de los últimos
años, había llegado a la Cancillería. Todos mis esfuerzos por
convencerlo de que abandonara Berlín fueron inútiles. Nos
despedimos; más adelante, en Nuremberg, supe que se había
suicidado tras la toma de Berlín.
Hacia medianoche, Eva Braun me pidió, por medio de un
ordenanza de las SS, que fuera a verla a su habitación del
bunker, un pequeño gabinete que era dormitorio y sala de estar
a la vez. Estaba muy bien arreglado. Había mandado traer los
suntuosos muebles del piso de arriba que yo había diseñado
años atrás para las dos habitaciones que ella ocupaba en la
residencia de la Cancillería. Ni las proporciones ni la forma de
las piezas elegidas se adaptaban a aquel lóbrego ambiente; en
746
uno de los ornamentos de marquetería de la cómoda figuraban
sus iniciales en forma de trébol de la suerte.
Pudimos hablar tranquilamente, pues Hitler se había
retirado a descansar. En realidad, ella era la única de los notables
condenados a muerte de aquel bunker que mostraba una
serenidad admirable y soberana. Mientras que los demás estaban
heroicamente exaltados como Goebbels, o decididos a salvarse
como Bormann, o apáticos como Hitler, o quebrantados como
la señora Goebbels, Eva Braun aparentaba una tranquilidad casi
alegre.
—¿Qué le parecería una botella de champaña como
despedida? Y unos pastelitos. Seguro que ya hace rato que no ha
comido.
El mero hecho de que fuera la primera que se planteara que
yo, tras haber pasado varias horas en el bunker, podía estar
hambriento me pareció una atención conmovedora. El
ordenanza nos trajo una botella de Moët et Chandon, pasteles y
bombones. Nos quedamos solos.
—¿Sabe? Ha estado bien que haya venido una vez más. El
Führer había supuesto que usted trabajaba contra él, pero su
visita le ha demostrado lo contrario, ¿no es verdad?
No contesté.
—Por cierto —prosiguió—, le ha gustado lo que usted le ha
dicho. Ha decidido quedarse aquí, y yo me quedaré con él. Lo
demás, ya lo sabe usted… Quería obligarme a volver a Munich,
pero me he negado; vine aquí para terminar. —Fue la única
persona del bunker que hizo una reflexión humana—: ¿Por qué
tienen que caer todavía tantos hombres? —preguntó—. Si ya
todo es inútil… Por cierto que por poco no nos encuentra. Ayer
la situación era tan angustiosa que pensamos que los rusos
ocuparían Berlín inmediatamente. El Führer quería abandonar,
pero Goebbels habló con él y aquí estamos todavía.
747
Conversaba conmigo con naturalidad. Lanzaba alguna que
otra invectiva contra Bormann, que seguía intrigando; pero
insistía una y otra vez en lo contenta que estaba de encontrarse
en el bunker.
Ya eran casi las tres de la mañana. Hitler había vuelto a
levantarse. Le hice decir que quería despedirme. El día me había
afectado mucho y temía no poder dominarme durante la
despedida. Aquel anciano tembloroso volvió a estar frente a mí
por última vez; aquél a quien decidí consagrar mi vida doce años
antes. Yo estaba emocionado y confuso al mismo tiempo. Él, en
cambio, no mostró la menor excitación cuando nos hallamos
cara a cara. Sus palabras fueron tan frías como la mano que me
tendió.
—Entonces, ¿se marcha? Bien. Adiós.
Ni un saludo a mi familia, ni buenos deseos, ni gracias,
nada. Por un momento perdí el control y le dije que pensaba
volver. Pero él pudo advertir con facilidad que se trataba de una
mentira piadosa y se volvió hacia otro lado. Ya me había
despedido.
Diez minutos después, acompañado por el silencio de los
que se quedaban, abandoné la vivienda de la Cancillería. Quise
recorrer por última vez el palacio de la Cancillería contiguo, que
yo había construido. Como la instalación eléctrica estaba
averiada, me conformé con unos minutos de despedida en el
Patio de Honor, cuyo contorno apenas se distinguía de la
negrura del cielo y cuya arquitectura ya no supe intuir. Reinaba
un silencio casi espectral, como el que sólo hay por la noche en
las montañas. El ruido de la ciudad que en años anteriores
llegaba hasta allí incluso a aquellas horas de la madrugada había
enmudecido. De tarde en tarde oía las detonaciones de las
granadas rusas: mi última visita a la Cancillería del Reich. La
había construido hacía años, lleno de proyectos y de ilusiones
748
para el futuro. Ahora abandonaba las ruinas no sólo de mi obra,
sino también de los mejores años de mi vida.
•••
—¿Cómo le ha ido? —me preguntó Poser.
—Gracias a Dios, no voy a tener que hacer de príncipe Max
von Baden —respondí aliviado[429].
Había interpretado acertadamente la frialdad de Hitler
durante la despedida, pues seis días después me suprimió de su
testamento político y nombró en mi lugar a Saur, que desde
hacía tiempo se había convertido en su favorito.
La calle que discurría entre la Puerta de Brandenburgo y la
Columna de la Victoria había sido convertida en pista de
despegue con ayuda de unas cuantas luces rojas. Unas brigadas
de operarios habían rellenado los hoyos producidos por los
últimos impactos de granadas. Despegamos sin dificultades; una
sombra cruzó fugazmente a nuestra derecha: la Columna de la
Victoria. Teníamos vía libre. En Berlín y sus alrededores
podíamos ver grandes incendios, fogonazos de artillería, bolas
luminosas que parecían luciérnagas; sin embargo, la escena no
podía compararse a la de cualquiera de los grandes bombardeos
que había sufrido Berlín. Pusimos proa hacia allí donde el aro
del fuego de artillería todavía dejaba un hueco de oscuridad. A
eso de las cinco, cuando empezaba a amanecer, llegamos al
campo de pruebas de Rechlin.
Hice explicar a un piloto de caza que debía presentar a Karl
Hermann Frank, gobernador de Hitler en Praga, la orden
firmada por el Führer relativa a los directores de Skoda, pero no
sé si llegó a su destino. Como deseaba evitar los aviones que
batían las carreteras de la zona de combate inglesa en vuelo
rasante, me quedaba tiempo hasta la noche para reanudar mi
viaje a Hamburgo. En el campo de aviación me enteré de que
Himmler se encontraba a sólo cuarenta kilómetros de allí,
749
precisamente en la misma clínica que me había albergado un
año antes en tan extrañas circunstancias. Aterrizamos con el
«cigüeña» en un prado cercano. Himmler se mostró sorprendido
al verme. Me recibió en la misma habitación que yo había
ocupado y, para que la situación fuera aún más grotesca,
también se hallaba presente el profesor Gebhardt. Como
siempre, Himmler hizo gala de aquel compañerismo profesional
que impedía toda familiaridad. Se interesó, sobre todo, por lo
que había visto en Berlín. Pasó por alto la destitución de Göring
decretada por Hitler, que tenía que haber llegado ya a sus oídos,
y también cuando, con ciertas reservas, le hablé de la renuncia
de aquél a todos sus cargos, actuó como si eso no significara
nada.
—No, al final Göring será el sucesor. Hace tiempo que he
acordado con él que seré su primer ministro. Incluso sin Hitler
puedo hacer de él un jefe de Estado… Usted ya lo conoce… —
dijo sin recato y con una sonrisa de complicidad—.
Naturalmente, mi influencia va a ser decisiva. Ya me he puesto
en contacto con varias personas a las que pienso incluir en mi
gabinete. Luego vendrá a verme Keitel…
Tal vez Himmler pensaba que había ido a verlo para
conseguir un nuevo cargo. El mundo en que se movía era
delirante.
—Sin mí, Europa tampoco podrá sobrevivir en el futuro —
aseguró—. Seguirá necesitándome como jefe de policía para
mantener el orden. ¡Una hora con Eisenhower y será de la
misma opinión! Muy pronto se darán cuenta de que no pueden
pasar sin mí, si no quieren que sobrevenga la anarquía.
Me habló de sus conversaciones con el conde Bernadotte
para ceder los campos de concentración a la Cruz Roja
Internacional. Entonces comprendí por qué había visto, unos
días antes, numerosos coches de la Cruz Roja en el Sachsenwald,
750
cerca de Hamburgo. Aunque siempre habían dicho que cuando
llegara el fin todos los presos políticos serían liquidados, ahora
Himmler trataba de concertar un arreglo por su cuenta con los
vencedores. El propio Hitler, como pude comprobar durante
nuestra última conversación, ya no se preocupaba de estas cosas.
Finalmente, Himmler terminó por dejar entrever una lejana
posibilidad de que fuera ministro con él. Yo, no sin ironía, le
ofrecí mi avión para que hiciera una visita de despedida a Hitler.
Rehusó sin alterarse. No tenía tiempo.
—Ahora tengo que preparar mi Gobierno. Y además soy
demasiado importante para el futuro de Alemania como para
correr el riesgo de tomar un avión.
La llegada de Keitel interrumpió nuestra conversación.
Entonces fui testigo de cómo el mariscal, con la misma firmeza
en la voz con que solía hacer sus patéticas declaraciones a Hitler,
expresaba a Himmler su adhesión incondicional. Afirmó quedar
completamente a su disposición.
Por la noche estaba de regreso en Hamburgo. El jefe
regional me propuso radiar mi discurso a la población de
inmediato, es decir, antes de la muerte de Hitler, pero al pensar
en el drama que aquellos días, en aquellas horas, tenía que
estarse desarrollando en el bunker de Berlín, el impulso que me
llevaba a la desobediencia se desvaneció. Hitler había
conseguido paralizarme psíquicamente una vez más. Justifiqué
ante mí mismo y quizá también ante los demás mi cambio de
opinión aduciendo que sería un error y una tontería tratar de
seguir interviniendo en la tragedia.
Me despedí de Kaufmann y me dirigí a Schleswig-Holstein.
Nos instalamos en nuestras caravanas, a orillas del lago Eutin.
De vez en cuando visitaba a Dönitz y a otros conocidos del
Estado Mayor que esperaban, tan inactivos como yo, la
evolución de los acontecimientos. Así pues, estaba con Dönitz
751
cuando el 1 de mayo de 1945 le fue entregado un radio por el
que se limitaban en gran medida sus poderes como sucesor de
Hitler[430]. En él, éste dictaba al nuevo presidente del Reich el
gobierno que debía formar: Goebbels como canciller, SeyssInquart como ministro de Asuntos Exteriores y Bormann como
ministro del Partido. Al mismo tiempo, Bormann anunciaba su
pronta llegada.
—¡Esto no puede ser! —exclamó Dönitz, consternado ante
semejante limitación de sus poderes—. ¿Ha visto alguien más
este radio?
Su asistente Lüdde-Neurath constató que había pasado
directamente del operador al almirante. Dönitz ordenó entonces
que se hiciera jurar al radiotelegrafista que guardaría silencio,
que se pusiera de inmediato el radiograma a buen recaudo y que
no lo viera nadie.
—¿Qué vamos a hacer si, efectivamente, Goebbels y
Bormann se presentan aquí? —preguntó Dönitz, añadiendo con
determinación—: De ningún modo voy a trabajar con ellos.
Aquella noche los dos coincidimos en que teníamos que
hallar la forma de protegernos de Bormann y Goebbels.
Así pues, Hitler obligó a Dönitz a iniciar su mandato con
un acto ilegal[431]. Aquella ocultación de un documento oficial
fue el último eslabón de la cadena de mentiras, traiciones,
hipocresías e intrigas que se había forjado durante las últimas
semanas: Himmler, que con sus negociaciones había traicionado
a su Führer; Bormann, que engañando a Hitler había triunfado
en su última gran intriga contra Göring; Göring, que trataba de
llegar a un arreglo con los aliados; Kaufmann, que había
entablado negociaciones con los ingleses y ponía la emisora de
Hamburgo a mi disposición; Keitel, que todavía en vida de
Hitler buscaba congraciarse con un nuevo amo; y finalmente yo
mismo, que durante los últimos meses había estado engañando a
752
mi descubridor y mecenas y que en algún momento llegué a
querer liquidarlo. Todos nos habíamos visto obligados a actuar
como lo hicimos por el sistema al que habíamos representado y
también por Hitler, que nos había traicionado a todos, al igual
que a sí mismo y a su pueblo. Así terminó el Tercer Reich.
•••
La noche de aquel 1 de mayo en que se difundió la noticia
de la muerte de Hitler, yo dormía en una pequeña habitación
del cuartel general de Dönitz. Al abrir la maleta hallé el estuche
rojo de piel, todavía cerrado, que albergaba el retrato de Hitler.
Mi secretaria lo había puesto allí. Tenía los nervios deshechos.
Cuando puse el retrato encima de la mesa, me acometió una
crisis de llanto. Hasta ese momento no acabó mi relación con
Hitler. Sólo entonces se rompió el hechizo, se extinguió su
magia. Lo que quedaba eran las imágenes de los campos
cubiertos de cadáveres, las ciudades arrasadas, los millones de
seres afligidos, los campos de concentración. En aquel momento
no desfilaron ante mí esas imágenes y, sin embargo, debí de
tenerlas presentes. Caí en un sueño profundo.
Dos semanas después, bajo la impresión que me produjo
descubrir los crímenes cometidos en los campos de
concentración, escribí a Von Schwerin-Krosigk, presidente del
gabinete ministerial: «Quienes han gobernado hasta ahora al
pueblo alemán cargan de forma general con la culpa del destino
que ahora aguarda a este pueblo. Sin embargo, esta culpa
general tiene que ser llevada de forma individual por cada uno
de los que intervinieron en el Gobierno, de manera que la parte
de culpa que, de otro modo, podría recaer sobre todo el pueblo
alemán, se circunscriba en la mayor medida posible a estos
individuos».
Así daba comienzo una fase de mi vida que aún hoy no ha
terminado.
753
EPÍLOGO
754
CAPÍTULO XXXIII
ETAPAS DEL CAUTIVERIO
Karl Dönitz, el nuevo jefe del Estado, al igual que yo y más de
lo que cualquiera de nosotros habría sospechado, estaba todavía
imbuido de las ideas del régimen nacionalsocialista. Habíamos
servido a sus objetivos durante doce años y, en consecuencia,
nos parecía un burdo oportunismo dar ahora un giro brusco.
Sin embargo, con la muerte de Hitler se había desvanecido al
menos aquella rigidez que durante tanto tiempo nos impidió
pensar con claridad. Muy pronto, el sentido práctico del militar
de carrera marcó la pauta. Desde el primer momento Dönitz
sostuvo la opinión de que debíamos acabar con la guerra lo
antes posible y que, una vez cumplida esta misión, nuestro
trabajo habría terminado.
El mismo 1 de mayo de 1945 se celebró una de las primeras
conferencias militares entre Dönitz, en cuanto nuevo jefe
supremo de la Wehrmacht, y el mariscal Ernst Busch. Busch
pretendía atacar a las fuerzas de combate británicas, muy
superiores a las nuestras, que marchaban sobre Hamburgo,
mientras que Dönitz consideraba fuera de lugar toda ofensiva.
Lo único que importaba era mantener abierto tanto tiempo
como fuera posible el camino hacia el Oeste, para permitir el
paso de los refugiados orientales que se estaban agrupando cerca
de Lübeck; las tropas alemanas sólo ofrecerían resistencia en el
sector occidental, con el fin de ganar tiempo para conseguir este
último objetivo. Irritado, Busch reprochó al gran almirante que
755
actuando así no obraba según la filosofía de Hitler. Pero Dönitz
no se dejó confundir.
A pesar de que el 30 de abril, durante una acalorada disputa
con el nuevo jefe del Estado, Himmler había tenido que
renunciar a la idea de ocupar un cargo de poder en el nuevo
Gobierno, al día siguiente se presentó en el cuartel general de
Dönitz sin hacerse anunciar. Era mediodía y Dönitz lo invitó a
almorzar con nosotros, aunque no precisamente por simpatía. A
pesar de que Himmler no le gustaba, a Dönitz le habría
parecido una descortesía tratar ahora con desprecio a un hombre
que había sido tan poderoso. Himmler trajo la noticia de que el
jefe regional Kaufmann tenía el propósito de entregar
Hamburgo sin lucha a los ingleses y que se estaban imprimiendo
octavillas dirigidas a la población con el fin de prepararla para la
entrada de las tropas británicas. Dönitz se enfureció; si cada cual
empezaba a actuar por su cuenta, su misión ya no tenía ningún
sentido. Me ofrecí para ir a ver a Kaufmann.
En su jefatura regional, bien custodiada por una guardia
compuesta por estudiantes, Kaufmann estaba tan furioso como
Dönitz; el comandante de la ciudad tenía la orden de luchar por
Hamburgo y los ingleses habían lanzado un ultimátum: si la
ciudad no se rendía, sus fuerzas aéreas la someterían a un
bombardeo aún más intenso que los anteriores.
—¿Es que tengo que hacer lo mismo que el jefe regional de
Bremen, que, después de dirigir un llamamiento a la población
para que luchara hasta el último hombre, se puso a salvo
mientras la ciudad era sometida a un espantoso bombardeo?
Estaba decidido a impedir el combate por Hamburgo y, en
caso necesario, movilizaría a las masas para que se opusieran de
forma activa a la defensa de la ciudad. Informé a Dönitz por
teléfono de que en Hamburgo existía el peligro de una rebelión
abierta; él pidió tiempo para reflexionar. Al cabo de una hora
756
dio al comandante de la ciudad la orden de entregar la ciudad
sin combatir.
El 21 de abril, cuando grabé mi discurso en la emisora de
Hamburgo, Kaufmann me propuso entregarnos juntos. Ahora
reiteró su ofrecimiento, pero yo lo rechacé, al igual que el plan
de huida provisional que nos había hecho anteriormente nuestro
mejor piloto de guerra, Werner Baumbach. Un hidroavión
cuatrimotor de gran autonomía que durante la guerra había
abastecido, partiendo del norte de Noruega, una base
meteorológica alemana en Groenlandia, podría llevarnos a
Baumbach, a mí y a varios amigos a una de las tranquilas bahías
groenlandesas, donde podríamos permanecer ocultos durante los
primeros meses de la ocupación de Alemania. Ya se habían
empaquetado libros, medicamentos, papel para escribir (pues
quería empezar a redactar mis memorias), fusiles y municiones,
mi bote plegable, esquíes, tiendas, granadas de mano para la
pesca y provisiones[432]. Desde que vi la película de Ernst Udet
SOS-Iceberg, Groenlandia fue siempre uno de mis lugares
preferidos para pasar las vacaciones. Sin embargo, cuando
Dönitz llegó al Gobierno renuncié también a este plan, que
combinaba, en extraña mezcla, sentimientos de pánico y de
romanticismo.
•••
Cuando regresaba a Eutin vi, al borde de la carretera,
camiones cisterna en llamas, alcanzados por los proyectiles que,
pocos minutos antes, les habían lanzado los cazas ingleses. En
Schleswig el tráfico se hizo más denso; una abigarrada mezcla de
vehículos militares y civiles y soldados y paisanos a pie. Los que
me reconocían no me lanzaban invectivas, sino que me trataban
con una reserva entre amistosa y compasiva.
Cuando el 2 de mayo por la noche llegué al puesto de Plön,
Dönitz, ante el rápido avance de las tropas inglesas, se había
757
retirado a Flensburg. De todos modos, aún encontré allí a Keitel
y a Jodl, dispuestos a reunirse con su nuevo señor. Dönitz se
había instalado en el barco de pasajeros Patria. Mientras
desayunábamos juntos en el camarote del capitán le presenté un
decreto por el que también se prohibía la destrucción de los
puentes; lo firmó en el acto. Con ello, aunque demasiado tarde,
conseguía imponer todos los puntos que había solicitado a
Hitler el 19 de marzo.
Dönitz estuvo de acuerdo en que yo pronunciara un
discurso haciendo un llamamiento al pueblo alemán para que
emprendiera con toda energía los trabajos de reconstrucción en
los territorios ocupados; mis palabras debían contrarrestar la
apatía en la que «el terror paralizante y el inmenso desengaño de
los últimos meses habían sumido al pueblo»[433], y únicamente
me pidió que sometiera el discurso a la aprobación del nuevo
ministro de Asuntos Exteriores, Schwerin-Krosigk, que se
encontraba en la Escuela Naval de Mürwik, cerca de Flensburg.
Éste también se mostró conforme con el discurso, aunque a
condición de añadir algunas frases que él me dictó para explicar
la política del Gobierno. Cuando leí el discurso en la emisora de
Flensburg, se conectaron las únicas estaciones que aún podían
emitir en nuestro sector, es decir, Copenhague y Oslo.
Cuando salí del estudio, Himmler me estaba esperando.
Dándose importancia, me recordó que aún nos quedaban
territorios valiosos, como Noruega y Dinamarca, que podríamos
utilizar como moneda de cambio para garantizar nuestra
seguridad. El enemigo los consideraría lo bastante importantes
para negociar algunas concesiones personales si los
entregábamos voluntariamente. De mis palabras se podía
deducir que íbamos a liberar aquellos territorios sin combates y
a cambio de nada; por lo tanto, mi discurso había resultado
perjudicial. Luego sorprendió a Keitel con la propuesta de
nombrar un censor de todas las declaraciones públicas del
758
Gobierno, cargo que él desempeñaría con mucho gusto. Pero
Dönitz había denegado aquel mismo día una petición similar
formulada por Terboven, gobernador de Hitler en Noruega, y el
6 de mayo firmó una orden por la que se prohibía llevar a cabo
destrucciones en los territorios aún ocupados por las tropas
alemanas, como ciertas regiones de Holanda, Checoslovaquia,
Dinamarca y Noruega. Con ello quedaba totalmente descartada
la política de garantías, como la llamaba Himmler.
El gran almirante se negó también rotundamente a
abandonar Flensburg, que podía ser ocupada por los ingleses de
un momento a otro, para huir a Dinamarca o a Praga y seguir
dirigiendo desde allí los asuntos del Gobierno. A Himmler le
atraía mucho la idea de escapar a Praga; según decía, una
antigua ciudad imperial era un lugar más apropiado para servir
de sede del Gobierno que la históricamente insignificante
Flensburg; se le olvidó añadir que en Praga abandonaríamos la
esfera de influencia de la Marina para entrar en la de las SS.
Dönitz zanjó definitivamente aquella discusión, que empezaba a
hacerse demasiado larga, manifestando que en ningún caso
proseguiríamos nuestras actividades fuera de las fronteras de
Alemania.
—Si los ingleses quieren venir a buscarnos, que lo hagan.
Himmler pidió entonces a Baumbach, que había quedado al
mando de la flota aérea del Gobierno, que le cediera un aparato
para volar hasta Praga. Baumbach y yo acordamos que lo
enviaríamos a un campo de aviación enemigo, pero el servicio
de información de Himmler seguía funcionando.
—Cuando uno vuela en sus aviones, no sabe nunca adónde
irá a parar —le espetó con furia contenida a Baumbach.
Algunos días después, tras haber establecido contacto con el
mariscal Montgomery, Himmler entregó a Jodl una carta con el
ruego de que se la hiciera llegar. El general Kinzl, oficial de
759
enlace con las fuerzas británicas, me dijo que Himmler pedía en
aquella carta una entrevista con el mariscal británico a cambio
de un salvoconducto. En caso de ser detenido, puntualizaba,
tenía derecho a ser tratado con las consideraciones estipuladas
por los acuerdos internacionales para las altas jerarquías
militares, ya que durante un tiempo había sido comandante en
jefe del Grupo de Ejércitos del Vístula. Pero aquella carta nunca
llegó a su destino, ya que Jodl, según me dijo en Nuremberg, la
destruyó. Como siempre en las situaciones críticas, durante
aquellos días se puso de manifiesto el carácter de cada uno. El
jefe regional Koch, de la Prusia Oriental, que durante algún
tiempo había sido comisario del Reich en Ucrania, vino a
Flensburg a pedir un submarino que lo llevara a América del
Sur, y el jefe regional Lohse expresó el mismo deseo. Dönitz se
negó rotundamente. Rosenberg, que a la sazón era el más
antiguo jefe nacional del NSDAP, quería disolver el Partido;
afirmó ser el único que podía hacerlo. Varios días después fue
ingresado en Mürwik casi sin vida; dijo algo sobre haberse
envenenado y se sospechó que había intentado suicidarse, pero
finalmente se constató que sólo estaba borracho.
Sin embargo, también se daban actitudes valerosas: más de
uno renunció a desaparecer entre las masas de refugiados de
Holstein. Seyss-Inquart, comisario del Reich en los Países Bajos
ocupados, atravesó de noche con una lancha el bloqueo enemigo
con el único objeto de conferenciar con Dönitz y conmigo;
rehusó quedarse con nosotros en la sede del Gobierno y volvió a
Holanda en la lancha.
—Mi sitio está allí —dijo melancólicamente—. En cuanto
regrese, seré detenido.
•••
El alto el fuego en el norte de Alemania fue seguido tres días
después, el 7 de mayo de 1945, por la capitulación
760
incondicional de todos los frentes, que un día más tarde sería
solemnemente ratificada con la firma de Keitel y de los tres
representantes de los tres cuerpos de la Wehrmacht en el cuartel
general de las fuerzas soviéticas de Karlshorst, cerca de Berlín.
Keitel nos contó que los generales rusos, a los que la propaganda
de Goebbels presentaba como bárbaros carentes de educación y
de modales, sirvieron una excelente comida a la delegación
alemana después de la firma, con caviar y champaña[434].
Evidentemente, Keitel no tenía suficiente sensibilidad para
pensar que, después de semejante paso, que significaba el fin del
Reich y condenaba a millones de soldados al cautiverio, habría
sido mejor no probar el champaña de los vencedores y
conformarse con lo más indispensable para calmar el hambre.
Su satisfacción por aquel gesto de los vencedores denotaba una
espantosa falta de dignidad y estilo. Sin embargo, ya se había
comportado de un modo similar después de Stalingrado.
Las tropas británicas cercaron Flensburg. Allí se formó un
minúsculo enclave en el que nuestro Gobierno todavía
conservaba fuerza ejecutiva. En el buque Patria se instaló el
Comité de Control para el Alto Mando de la Wehrmacht, a las
órdenes del general de brigada Rooks, que muy pronto pasó a
desempeñar las funciones de enlace con el Gobierno de Dönitz.
A mi parecer, al capitular quedaba cumplida la misión del
Gobierno de Dönitz de poner fin a una guerra que estaba
perdida. Por lo tanto, el 7 de mayo de 1945 propuse difundir
una última proclama por la que nosotros, ya sin libertad para
obrar, nos declaráramos dispuestos sólo a asumir las tareas que
conllevaba la pérdida de la guerra: «No obstante, esperamos que
el enemigo, a pesar de esta labor, nos pida cuentas por nuestras
anteriores actividades del mismo modo que a los restantes
responsables del Estado nacionalsocialista». Con esta
observación quería salir al paso de cualquier interpretación
errónea de nuestro ofrecimiento[435].
761
Sin embargo, el secretario Stuckart, ahora director general
del Ministerio del Interior, había preparado una memoria en la
que expresaba la opinión de que Dönitz, en su calidad de jefe
del Estado y legítimo sucesor de Hitler, no podía renunciar a su
cargo voluntariamente, porque si lo hacía se perdería la
continuidad del Reich alemán y peligrarían los futuros
gobiernos. Dönitz, que al principio se había mostrado dispuesto
a aceptar mi teoría, dio finalmente por válida la opinión de
Stuckart, lo que prolongó la vida de su Gobierno quince días
más.
Empezaron a llegar los primeros reporteros de los
campamentos inglés y americano; cada una de sus noticias
despertaba las más diversas esperanzas irreales. Al mismo
tiempo, desaparecieron los uniformes de las SS. De un día para
otro, Wegener, Stuckart y Ohlendorf se convirtieron en civiles,
y Gebhardt, íntimo de Himmler, se transformó nada menos que
en general de la Cruz Roja. Además, aprovechando la
inactividad, el Gobierno empezó a organizarse. Según la
costumbre imperial, Dönitz nombró a un jefe del Gabinete
Militar (el almirante Wagner) y a uno del Gabinete Civil (el jefe
regional Wegener). Tras algún tira y afloja se decidió seguir
dando el tratamiento de «gran almirante» al jefe del Estado; se
creó un servicio de información y un viejo aparato de radio
permitió escuchar las últimas noticias. Incluso uno de los
grandes Mercedes de Hitler había ido a parar a Flensburg y
ahora servía para conducir a Dönitz a su residencia, situada a
quinientos metros. Apareció alguien del estudio de Heinrich
Hoffmann, fotógrafo personal de Hitler, para retratar al
Gobierno mientras trabajaba. Así, uno de aquellos días le dije al
asistente de Dönitz que la tragedia se estaba empezando a
convertir en tragicomedia. Hasta el momento de la capitulación,
Dönitz había actuado con corrección y se había esforzado de
modo razonable por poner fin a la guerra cuanto antes; sin
762
embargo, ahora nuestra situación empezaba a resultar muy
confusa. Dos de los miembros del nuevo Gobierno, los
ministros Backe y Dorpmüller, desaparecieron sin dejar rastro;
corrían rumores de que habían sido llevados al cuartel general de
Eisenhower para encargarse de las primeras medidas
encaminadas a la reconstrucción de Alemania. El mariscal
Keitel, que seguía siendo jefe del alto mando de la Wehrmacht,
fue hecho prisionero. No es sólo que nuestro Gobierno fuera
impotente, sino que ni tan sólo era tenido en cuenta.
Redactábamos memorias que se perdían en el vacío y
tratábamos de cubrir nuestra insignificancia bajo una aparente
actividad. Todas las mañanas se celebraba a las diez un consejo
de ministros en la llamada Sala de Sesiones del Gabinete, en
realidad el aula de una vieja escuela; parecía como si SchwerinKrosigk quisiera resarcirse de todas las reuniones que habían
dejado de celebrarse durante el año anterior. La mesa estaba
pintada y las sillas eran de distintas procedencias. El ministro de
Abastecimientos trajo a una de aquellas reuniones unas cuantas
botellas de aguardiente de trigo de su almacén. Fuimos a buscar
vasos y copas a nuestras habitaciones y pasamos a tratar sobre las
modificaciones que debían introducirse en el Gabinete para
adaptarlo a las circunstancias. Se produjo una acalorada
discusión sobre si debía incorporarse un ministro de Asuntos
Eclesiásticos al Gabinete. Propusimos para el cargo a un
renombrado teólogo, mientras que para otros el candidato ideal
era Niemöller. El Gabinete, decían, debía adquirir una forma
más «presentable». Mi sarcástica sugerencia de ir en busca de
varios socialdemócratas y centristas de relieve para ofrecerles
nuestros cargos no fue tenida en cuenta. Las existencias del
almacén del ministro de Abastecimientos contribuyeron a
animar el debate. En mi opinión, estábamos en el mejor camino
para ponernos en ridículo, si era que todavía no lo habíamos
conseguido. Toda la seriedad que había reinado entre nosotros
763
mientras se preparaban las negociaciones para capitular brillaba
ahora por su ausencia. El 15 de mayo escribí a SchwerinKrosigk que el Gobierno del Reich debía estar formado por
personas capaces de despertar la confianza de los aliados; el
Gabinete debía modificarse y los íntimos colaboradores de
Hitler debían ser sustituidos. Además, le decía, tan disparatado
era «encomendar a un artista la amortización de una deuda
como lo fue —en el pasado— confiar el Ministerio de Asuntos
Exteriores del Reich a un comerciante de champaña». Le rogaba
que me relevara «de todas las funciones de ministro de
Economía y Producción de Reich». No obtuve respuesta.
•••
Después de la capitulación, aparecían de vez en cuando
oficiales subalternos americanos e ingleses que se paseaban
tranquilamente por las dependencias de nuestra «sede de
Gobierno». Un día, hacia mediados de mayo, se presentó en mi
habitación un teniente americano.
—¿Sabe usted dónde se ha metido Speer? —me preguntó.
Cuando me hube identificado, me dijo que el cuartel
general americano estaba recogiendo datos sobre los efectos de
los bombardeos aliados. Me declaré dispuesto a facilitarle
información.
Pocos días antes, el duque Von Holstein me había ofrecido
el castillo de Glücksburg, situado a varios kilómetros de
Flensburg, para establecer allí mi residencia. Aquel mismo día
me reuní en este castillo, construido en el siglo XVI y rodeado de
agua, con varios civiles, más o menos de mi misma edad, del
United States Strategical Bombing Survey, dependiente de la
plana mayor de Eisenhower. Discutimos los fallos y
peculiaridades que habían caracterizado a los bombardeos de
ambos bandos. A la mañana siguiente, mi asistente me anunció
que a la puerta del castillo se encontraban muchos oficiales
764
americanos, entre ellos un importante general. Nuestra guardia,
formada por miembros del Grupo Acorazado alemán, presentó
armas[436], y así, en cierto modo bajo la protección de las armas
alemanas, el general F. L. Anderson, comandante en jefe de las
unidades de bombardeo de la VIII Flota Aérea americana, entró
en mi habitación. Me dio las gracias muy cortésmente por haber
accedido a ponerme a su disposición para nuevas
conversaciones. Así pues, durante tres días seguimos estudiando
sistemáticamente los distintos aspectos de una guerra de
bombardeos; el 19 de mayo nos visitó el presidente del Economic
Warfare de Washington, D’Olier, acompañado de su
vicepresidente, Alexander, y sus colaboradores, doctor
Galbraith, Paul Nitze, George Ball, coronel Gilkrest y Williams.
Yo conocía, por mis anteriores actividades, la gran importancia
que tenía este servicio en la política militar norteamericana.
Durante los días que siguieron, en nuestra Escuela Superior
de Bombarderos reinó un ambiente casi de camaradería, que, sin
embargo, desapareció bruscamente cuando la prensa mundial se
alarmó a causa del desayuno con champaña celebrado por
Göring y el general Patton. Sin embargo, antes de eso el general
Anderson me dedicó el cumplido más singular y halagador de
mi carrera:
—Si hubiera conocido antes su capacidad, habría destinado
a la VIII Flota Aérea americana al completo al único fin de
enviarlo bajo tierra.
Aquella flota disponía de más de dos mil bombarderos
pesados diurnos; menos mal que se enteró demasiado tarde.
•••
Mi familia había instalado su alojamiento de emergencia a
cuarenta kilómetros de Glücksburg. Puesto que el único riesgo
que corría era adelantar unos días mi detención, tomé el coche,
crucé el cerco de Flensburg y, gracias a la despreocupación de
765
los ingleses, atravesé sin dificultades la zona ocupada. Los
ingleses paseaban por las calles sin reparar en mí. En todos los
pueblos había tanques pesados con los cañones protegidos por
fundas de lona. Así pude llegar hasta la escalera de entrada de la
finca donde se alojaba mi familia. Todos nos alegramos de
aquella jugarreta, que pude repetir varias veces. Pero tal vez
confiara demasiado en la despreocupación de los ingleses,
después de todo. El 21 de mayo fui conducido en mi automóvil
a Flensburg y encerrado en una habitación del Secret Service en
la que me vigilaba un soldado con la metralleta sobre las
rodillas. Al cabo de varias horas me soltaron. Mi coche había
desaparecido. Los ingleses me llevaron de regreso a Glücksburg
en uno de sus vehículos.
Dos días después, a primera hora de la mañana, mi asistente
se precipitó en mi habitación. Los ingleses habían rodeado
Glücksburg. Un sargento entró en mi cuarto y me dijo que
estaba detenido. Se quitó el cinto con la pistola, la dejó encima
de la mesa como por casualidad y se marchó para dejarme hacer
el equipaje. Poco después fui conducido a Flensburg en camión.
Pude observar que alrededor del castillo de Glücksburg se
habían montado varias piezas de artillería ligera. Seguían
creyéndome capaz de demasiadas cosas. A aquella misma hora se
arriaba en la Escuela Naval la bandera de guerra del Reich, que
hasta entonces había sido izada todos los días. Si algo podía
simbolizar que el Gobierno de Dönitz, a pesar de todos los
esfuerzos, no suponía realmente un nuevo punto de partida era
esa obcecación en la vieja bandera. Al comienzo de aquellos días
de Flensburg, Dönitz y yo pensamos que la bandera debía seguir
en su sitio. Yo sostenía que no nos correspondía a nosotros
empezar de nuevo. Flensburg era sólo la última etapa del Tercer
Reich, nada más.
•••
766
Para mi sorpresa, la caída desde las alturas del poder, que tal
vez en circunstancias normales vaya acompañada de graves
crisis, no me produjo ningún trastorno interior. También me
adapté rápidamente a las condiciones del cautiverio, lo cual tal
vez deba atribuirse a mis doce años de adiestramiento en la
subordinación, pues, pensándolo bien, en el Estado de Hitler yo
ya era un prisionero. Ahora, liberado de la responsabilidad de las
decisiones diarias, durante los primeros meses me acometió una
desconocida necesidad de dormir y se apoderó de mí una fatiga
espiritual que procuraba que no trascendiera al exterior.
En Flensburg nos reencontramos todos los miembros del
Gobierno de Dönitz en una habitación, como si se tratara de
una sala de espera. Ahí estábamos, sentados en unos bancos que
había a lo largo de las paredes y rodeados de las maletas que
contenían nuestros efectos personales. Así debían de verse los
emigrantes que aguardaban la llegada de su barco. Reinaba un
humor melancólico. Uno a uno nos fueron llamando a una
habitación contigua en la que nos registraban, paso previo a
nuestro encierro. Cada cual salía de allí, según su carácter,
malhumorado, deprimido u ofendido. Cuando me llegó el
turno, también yo sentí repugnancia ante el desagradable
examen al que fui sometido. Probablemente lo hacían así a
consecuencia del suicidio de Himmler, que había mantenido
escondida en la boca una cápsula de veneno.
Dönitz, Jodl y yo fuimos conducidos a un pequeño patio en
el que gran cantidad de ametralladoras nos apuntaba
dramáticamente desde las ventanas del piso superior. Los
fotógrafos de prensa y los cámaras cumplieron con su cometido,
mientras yo trataba de aparentar que toda aquella escenografía,
montada únicamente para los noticiarios semanales, me traía sin
cuidado. Después, junto con los restantes compañeros de
desgracia de la sala de espera, nos comprimieron en varios
camiones. Delante y detrás de nosotros, según podía ver en las
767
curvas despejadas, marchaba una escolta compuesta por treinta
o cuarenta vehículos acorazados, la mayor que haya tenido
nunca, ya que hasta entonces solía viajar en mi coche solo y sin
protección. En un campo de aviación subimos a dos aparatos
bimotores de carga. Sentados en maletas y cajones, debíamos de
ofrecer ya un aspecto muy convincente como prisioneros. El
punto de destino nos era desconocido. Hacía falta cierta
capacidad de adaptación para acostumbrarse a no saber nunca
en el futuro adonde iba uno, después de haber decidido durante
tantos años nuestras rutas con tanta naturalidad. Sólo dos de
aquellos viajes tuvieron un destino inequívoco: Nuremberg y
Spandau.
Sobrevolamos paisajes costeros y luego, durante mucho
tiempo, el mar del Norte. Entonces, ¿nos dirigíamos a Londres?
El avión puso rumbo al sur. A juzgar por el paisaje y la densidad
de población, estábamos cruzando Francia. Divisamos una gran
ciudad. Reims, dijeron algunos, pero era Luxemburgo. El avión
aterrizó. Fuera se formó un doble cordón de soldados
americanos, todos con la metralleta apuntando hacia el pasillo
por el que debíamos avanzar. Sólo había visto un recibimiento
semejante en las películas de gangsters, cuando por fin
conseguían detener a la banda de delincuentes. Subimos a unos
primitivos camiones provistos de un doble banco de madera;
entre cada uno de nosotros había soldados que nos apuntaban
con sus metralletas: así atravesamos varios pueblos, entre silbidos
y abucheos ininteligibles de la población. Había empezado la
primera etapa de mi cautiverio.
Nos detuvimos delante de un gran edificio, el Hotel Palace
de Mondorf, y fuimos conducidos a la sala de recepción. Fuera,
a través de las vidrieras, vimos a Göring y a otros antiguos
jerarcas del Tercer Reich paseando arriba y abajo. Ministros,
mariscales, jefes nacionales del Partido, secretarios y generales.
Constituía una imagen fantasmagórica ver de nuevo allí
768
reunidos a todos los que durante los últimos días de la guerra se
habían diseminado como arena en todas direcciones. Yo me
mantenía apartado y absorbía en la medida de lo posible la paz
del lugar. Sólo una vez me dirigí a Kesselring para preguntarle
por qué había seguido volando puentes aun después de que
hubieran quedado sin efecto las órdenes de Hitler. Con
obcecada mentalidad militar, me dijo que mientras se estuviera
luchando había que volar puentes. A él, en su calidad de
comandante en jefe, lo único que lo preocupaba era la seguridad
de sus soldados. No tardaron en producirse roces por cuestiones
de jerarquía. Göring era el sucesor que Hitler había nombrado
años atrás, mientras que Dönitz era el nuevo jefe del Estado,
proclamado por Hitler en el último momento. Pero Göring, en
su calidad de mariscal del Reich, era también el oficial presente
de mayor graduación. Se entabló una callada lucha entre el
nuevo jefe del Estado y el destituido sucesor para determinar a
quién correspondía la preferencia en el desalojado Hotel Palace
de Mondorf, quién debía presidir la mesa y, en general, quién
era el líder indiscutible de nuestro grupo. No pudo llegarse a un
acuerdo. Pronto ambas partes evitaron coincidir en las puertas;
en el comedor, cada uno se sentaba presidiendo una mesa
distinta. Göring, sobre todo, se revelaba consciente en todo
momento de su posición especial. Cierta vez en que el doctor
Brandt le habló, entre otras cosas, de todo lo que había perdido,
Göring comentó:
—¡Bah, qué sabrá usted! No tiene motivos para quejarse.
¿Qué ha llegado a tener usted? Yo, en cambio, que he tenido
tantas cosas…
•••
Apenas dos semanas después de nuestro ingreso se me
comunicó que iba a ser trasladado; desde aquel momento, casi
imperceptiblemente, los americanos empezaron a tratarme con
769
cierto respeto. Muchos de mis compañeros de cautiverio, que
todavía no se habían hecho a la idea de que las cosas también
podían marchar sin nosotros, interpretaron aquella noticia con
excesivo optimismo y la vieron como un encargo para
reconstruir Alemania. Me mandaron recuerdos para amigos y
parientes. Frente a la puerta del Hotel Palace había un coche
esperando; esta vez no era un camión, sino una limusina, y no lo
conducía un policía militar con metralleta, sino un teniente que
me saludó con amabilidad. Viajamos hacia el Oeste, vía Reims,
con destino a París. En el centro de la capital, el teniente se apeó
delante de un edificio público y volvió a salir poco después.
Provisto de un plano y de nuevas órdenes, nos condujo aguas
arriba del Sena. En mi confusión creí que me llevaba a la
Bastilla, olvidando por completo que había sido demolida hacía
años. Pero el teniente estaba nervioso, cotejaba los nombres de
las calles y, según comprobé con alivio, se había extraviado.
Chapurreando con esfuerzo mi inglés escolar, me ofrecí como
guía. Por fin, no sin vacilar, me indicó nuestro destino: el Hotel
Trianon Palace de Versalles. Yo conocía bien el camino. Había
sido mi alojamiento favorito mientras diseñaba el pabellón
alemán de la Exposición Universal de 1937.
Los lujosos automóviles estacionados allí y la guardia de
honor apostada en el portal me indicaron que aquel hotel no era
un centro de prisioneros, sino la sede de los aliados. Era el
cuartel general de Eisenhower. El teniente desapareció en el
interior del edificio y yo me quedé contemplando
tranquilamente el ir y venir de los coches de los generales.
Después de una larga espera, un sargento nos condujo por una
avenida, a través de unos prados, hasta un palacete cuya verja se
abrió cuando llegamos.
Durante varias semanas, Chesnay se convirtió en mi
alojamiento. Fui a dar a una pequeña habitación del segundo
piso, con vistas a un patio interior, espartanamente equipada
770
con una cama de campaña y una silla. Además, la ventana estaba
protegida con denso alambre de espino. Frente a la puerta se
apostó un centinela armado.
Al día siguiente tuve ocasión de admirar la fachada principal
del palacete. Rodeado de viejos árboles, se hallaba en un
pequeño parque provisto de una tapia muy alta por encima de la
cual se divisaban las dependencias contiguas del palacio de
Versalles. Bellas esculturas del siglo XVIII creaban un ambiente
idílico. Se me permitió pasear durante media hora; me seguía un
soldado con metralleta. Estaba prohibido establecer contactos,
pero al cabo de unos días ya tenía bastante información sobre
los demás presos. Casi todos eran técnicos y científicos de
relieve, peritos agrícolas y especialistas de ferrocarriles; entre
ellos se encontraba el antiguo ministro Dorpmüller. Reconocí al
profesor Heinkel, el constructor de aviones, y a uno de sus
colaboradores, así como a otros muchos que habían trabajado
conmigo. Una semana después de mi llegada me retiraron a mi
acompañante perpetuo y me permitieron moverme libremente
durante mis paseos. Con ello terminó la monotonía del
aislamiento y mi bienestar psíquico mejoró bastante. Llegaron
nuevos inquilinos: varios colaboradores de mi Departamento,
entre ellos Frank y Saur, acompañados de algunos oficiales
técnicos de las fuerzas americanas y británicas que deseaban
ampliar sus conocimientos. Estábamos todos de acuerdo en que
pondríamos nuestras experiencias técnicas en la producción de
armamento a su servicio.
Yo no pude contribuir demasiado a ello, pues era Saur quien
conocía bien todos los detalles. Así pues, quedé infinitamente
agradecido al comandante del centro de internamiento, un
paracaidista británico, cuando me sustrajo de aquel espantoso
aburrimiento y me invitó a dar un paseo en coche.
Por entre pequeños parques y palacetes nos dirigimos a
771
Saint Germain, la hermosa obra de Francisco I, y desde allí, por
la orilla del Sena, a París. Pasamos por delante del Coq Hardi, el
célebre restaurante de Bougival donde tantas veladas deliciosas
había pasado con Cortot, Vlaminck, Despiau y otros artistas
franceses, y llegamos a los Campos Elíseos. Una vez allí, el
comandante me propuso dar una vuelta a pie, a lo que me
negué en atención a él, pues siempre cabía la posibilidad de que
alguien me reconociera. Más allá de la Plaza de la Concordia
doblamos hacia los muelles del Sena. Aquello estaba menos
concurrido, por lo que nos arriesgamos a caminar un poco, y
después regresamos al centro pasando por Saint Cloud.
Varios días después, en el patio del palacio se detuvo un
gran autocar y una especie de grupo de turistas, entre ellos
Schacht y el antiguo jefe de la organización de Armamentos, el
general Thomas, se alojaron entre nosotros. Eran internos
destacados de los campos de concentración alemanes que habían
sido liberados por los americanos al sur del Tirol,
posteriormente conducidos a Capri y, por fin, a nuestro
campamento. Se decía que también Niemöller estaba entre ellos;
ninguno de nosotros lo conocía, pero entre los recién llegados
había un hombre de aspecto muy frágil, pelo blanco y traje
negro. Aquél tenía que ser Niemöller, pensamos Heinkel, el
constructor Flettner y yo. Sentíamos gran compasión por aquel
hombre tan visiblemente marcado por los muchos años de
cautiverio; Flettner se encargó de expresarle nuestra simpatía,
pero no había hecho más que empezar a hablar cuando el otro
lo interrumpió:
—¡Thyssen! ¡Mi nombre es Thyssen! Niemöller está ahí
delante.
Allí estaba, en efecto, con aspecto juvenil y reconcentrado,
fumando en pipa; un ejemplo de cómo pueden llegar a
soportarse durante años las penalidades del cautiverio. Más
772
adelante iba a acordarme muchas veces de él. El autocar siguió
adelante varios días después; sólo se quedaron con nosotros
Thyssen y Schacht.
•••
Cuando el cuartel general de Eisenhower fue trasladado a
Francfort, frente a nuestro campamento apareció una columna
de unos diez camiones militares americanos. Según un plan
cuidadosamente elaborado, nos distribuyeron en dos camiones
abiertos, provistos de bancos de madera; en los restantes
cargaron el mobiliario. Al atravesar París, cada vez que nos
deteníamos a causa del tráfico se congregaba a nuestro alrededor
una multitud que nos lanzaba insultos y amenazas. A mediodía
hicimos alto en un campo situado al este de París; guardianes y
prisioneros se mezclaban despreocupados y ofrecían un cuadro
muy pacífico. El objetivo de la primera jornada de viaje era
Heidelberg. Me alegré de que no llegáramos a tiempo, ya que no
quería alojarme en la cárcel de mi ciudad natal.
Al día siguiente llegamos a Mannheim. Parecía sin vida, con
las calles desiertas y las casas destruidas. Un pobre soldado con
la barba desaliñada, el uniforme destrozado y una caja de cartón
cargada a la espalda estaba parado en la cuneta, como
embobado: era la viva imagen de la derrota. Cerca de Nauheim
abandonamos la autopista y, tras subir una cuesta, nos hallamos
en el patio de armas del castillo de Kransberg. En el invierno de
1939 yo había ampliado aquel castillo, situado a cinco
kilómetros del puesto de mando central de Hitler, para acoger el
cuartel general de Göring. Entonces hubo que añadir un ala de
dos pisos para albergar a la numerosa servidumbre de Göring.
En aquel anexo nos instalaron a nosotros, los prisioneros.
Allí, a diferencia de Versalles, no había alambradas de
espino; incluso las ventanas del piso superior de nuestra ala de
servicio ofrecían una vista despejada. La verja de hierro forjado
773
diseñada por mí estaba abierta. Podíamos movernos con entera
libertad por las tierras del castillo. Cinco años atrás, en la parte
alta de la finca había proyectado un huerto de árboles frutales
rodeado por una tapia de un metro de altura. Allí nos
acomodábamos, con la vista perdida en el panorama de los
bosques del Taunus; abajo se extendía el pueblecito de
Kransberg, donde las chimeneas humeaban acogedoras.
En comparación con la población civil, obligada a pasar
hambre en libertad, nosotros estábamos infinitamente mejor,
pues recibíamos raciones militares americanas. Sin embargo,
aquel lugar tenía muy mala fama entre los vecinos del pueblo.
Según los rumores que corrían, éramos víctimas de muy malos
tratos, no se nos daba de comer y en el calabozo de la torre
languidecía Leni Riefenstahl. En realidad nos habían llevado a
aquella fortaleza para tratar cuestiones técnicas militares.
Comparecieron allí numerosos especialistas y casi toda la plana
mayor de mi Ministerio, jefes de sección, los jefes de producción
de municiones, tanques, automóviles, barcos, aviones y tejidos,
los hombres clave de la industria química y diseñadores
industriales como el profesor Porsche. Eran muy pocos los
curiosos que se perdían por allí. Los detenidos se quejaban, ya
que esperaban con razón que después de exprimir sus
conocimientos los dejarían en libertad. También Wernher von
Braun y sus colaboradores pasaron varios días con nosotros. Él y
su equipo habían recibido ofertas de Estados Unidos y de
Inglaterra; Von Braun las comentó conmigo; incluso los rusos
consiguieron infiltrarse para ofrecerle un contrato a través del
personal de cocina del rigurosamente vigilado campamento de
Garmisch. Por lo demás, nos sacudíamos el aburrimiento
haciendo deporte, organizando series de conferencias científicas
e incluso, una vez, Schacht nos recitó poesías con asombrosa
sensibilidad. Se creó también un cabaret que ofrecía una
función semanal. Asistíamos a todas las representaciones. El
774
tema principal de todos los números era siempre nuestra propia
situación, y a veces se nos saltaban las lágrimas de la risa que nos
causaba nuestra propia caída.
•••
Una mañana, poco después de las seis, entró a despertarme
uno de mis colaboradores.
—¡Acabo de oír por la radio que usted y Schacht están entre
los encausados en el proceso de Nuremberg!
Traté de conservar la serenidad, pero la noticia me afectó
mucho. A pesar de que mis principios me hacían estar
convencido de que, como antiguo dirigente del régimen, debía
responder de sus culpas, al principio me costó hacerme a la idea
de que así iba a suceder en realidad. No sin preocupación había
visto en el periódico algunas fotografías del interior de la cárcel
de Nuremberg, y semanas antes había leído que varios altos
cargos del Gobierno habían sido conducidos allí. Pero mientras
que Schacht, el otro encausado, tuvo que sustituir muy pronto
nuestro relativamente confortable campamento por la cárcel de
Nuremberg, aún debían transcurrir varias semanas antes de que
fueran a buscarme a mí.
Aunque podía concluirse que sobre mí pesaba una acusación
grave, no se produjo ningún cambio en el comportamiento del
personal de guardia. Los americanos decían para consolarme:
—Pronto lo absolverán y podrá olvidarse de todo.
El sargento Williams me aumentó las raciones, para que,
como decía él, estuviera fuerte para el proceso, y el comandante
británico del campamento me invitó a dar un paseo en coche el
mismo día en que se difundió la noticia. Solos, sin escolta,
recorrimos los bosques del Taunus, dejamos el coche bajo un
enorme árbol frutal, anduvimos por el bosque y me habló de las
cacerías de osos en Cachemira.
Eran unos hermosos días de septiembre. A fines de mes, un
775
jeep americano cruzó la verja: venían a buscarme. Al principio el
comandante británico se negó a entregar a su prisionero y pidió
instrucciones a Francfort. El sargento Williams me dio infinidad
de galletas y me preguntó una y otra vez si deseaba llevarme algo
más de su almacén. Cuando por fin subí al coche, casi todo el
personal del campamento había salido al patio. Todos me
desearon suerte. Nunca olvidaré los bondadosos y asustados ojos
del coronel británico cuando se despidió de mí en silencio.
776
CAPÍTULO XXXIV
NUREMBERG
Aquella noche fui ingresado en el tristemente célebre centro de
interrogatorios de Oberursel, cerca de Francfort, donde el
sargento de guardia me hizo objeto de chistes tontos y
sarcásticos y me fue servida una insípida sopa aguada que
acompañé mordisqueando mis galletas inglesas. Me acordaba
con nostalgia del hermoso Kransberg. Durante la noche oí los
ordinarios gritos de los guardianes americanos, respuestas
angustiadas y gritos; por la mañana pasó junto a mí, bajo
custodia, un general alemán: parecía desmoralizado y lleno de
desesperación.
Proseguimos el viaje en un camión cubierto con lonas. Yo
iba apretujado entre otros prisioneros. Reconocí entre ellos al
doctor Strölin, alcalde de Stuttgart, y a Horthy, regente del
Reich en Hungría. No se nos comunicó nuestro destino, pero
tampoco hacía falta; estaba claro que era Nuremberg. Ya era de
noche cuando llegamos. Se abrió una puerta; por unos instantes
me encontré en el pasillo del ala que había visto en el periódico
hacía unas semanas, pero antes de darme cuenta ya estaba otra
vez encerrado. Por la abertura de la puerta de la celda de
enfrente asomó la cabeza Göring. Un saco de paja, unas mantas
sucias y rotas y ningún contacto personal con los presos. A pesar
de que los cuatro pisos estaban ocupados reinaba un silencio
siniestro, sólo interrumpido de vez en cuando al abrirse la
puerta de una celda y sacar a un preso para interrogarlo. Göring,
777
mi vecino de enfrente, no cesaba de recorrer la celda de un lado
a otro; a intervalos regulares veía pasar una parte de su pesado
cuerpo por delante de la mirilla[437]. También yo empecé pronto
a pasear por mi celda, al principio arriba y abajo y después, para
aprovechar mejor el espacio, en círculos.
Al cabo de una semana, durante la cual permanecí en la
incertidumbre sin que nadie me hiciera el menor caso, se
produjo un cambio modesto para una persona corriente, pero
trascendental para mí: fui trasladado al tercer piso, a la fachada
de sol, donde había mejores celdas y mejores camas. Allí fue a
verme por primera vez el director americano de la prisión,
coronel Andrus.
—Very pleased to see you!
Como comandante del campo de prisioneros de Mondorf,
Andrus había actuado con el máximo rigor, y ahora me pareció
percibir cierto tono burlón en sus palabras. Por el contrario, fue
muy grato volver a ver al personal alemán. Los cocineros, los
que repartían la comida y los peluqueros había sido
cuidadosamente reclutados entre los prisioneros de guerra.
Precisamente porque también ellos habían pasado por el
sufrimiento del cautiverio, se mostraban muy serviciales con
nosotros siempre que no hubiera guardianes. Y a través de
aquellos hombres llegaban discretamente hasta nosotros algunas
noticias de la prensa, saludos y mensajes de aliento.
Si bajaba el batiente superior de la alta ventana de la celda
podía tomar el sol de cintura para arriba. Tumbado en el suelo,
sobre unas mantas, iba cambiando de posición para captar hasta
el último rayo del atardecer. No había luz, ni libros, ni revistas.
Dependía exclusivamente de mis propios recursos para combatir
aquella opresión interna cada vez más acuciante.
•••
Sauckel era conducido frecuentemente por delante de mi
778
celda. Cuando me veía, su expresión se volvía sombría, pero
también mostraba cierto embarazo. Por fin se abrió también la
puerta de mi celda y apareció un soldado americano con una
tarjeta en la mano en la que figuraban mi nombre y la sala
donde debía efectuarse el interrogatorio. Para llegar a ella
tuvimos que cruzar varios patios y escaleras interiores del Palacio
de Justicia de Nuremberg. Por el camino me crucé con Funk,
que, muy afectado y deprimido, volvía de un interrogatorio. La
última vez que nos habíamos visto, los dos estábamos en Berlín
y en libertad.
—Así es como volvemos a vernos… —exclamó al pasar.
Por el aspecto que ofrecía, sin corbata, con el traje arrugado
y el rostro pálido y demacrado, pude deducir cuál era la estampa
que presentaba yo. Hacía varias semanas que no me veía en un
espejo, y así seguiría durante años. Vi también a Keitel de pie en
uno de los despachos, rodeado de varios oficiales americanos.
También él ofrecía un aspecto tremendamente decaído.
Un joven oficial americano me estaba esperando.
Amablemente, me invitó a sentarme y empezó a pedirme
algunas explicaciones. Al parecer, Sauckel había estado tratando
de desorientar a las autoridades que llevaban a cabo la
instrucción del proceso presentándome como único responsable
por la utilización de mano de obra extranjera. El oficial se
mostró benévolo y, por propia iniciativa, redactó una
declaración jurada que volvía a poner las cosas en su lugar. Yo
me sentí aliviado, pues hasta entonces tuve la impresión de que,
según la vieja práctica de «acusar al ausente», había sido bastante
atacado desde mi marcha de Mondorf. Poco después fui
conducido ante el segundo jefe de la acusación, Dodd. Sus
preguntas eran duras y agresivas, pero yo no quería dejarme
intimidar y le respondí sinceramente y sin evasivas, sin
considerar mi futura defensa. Es más, omití ciertas cosas que
779
podrían haberse tomado como una disculpa. Cuando volví a la
celda tenía la sensación de haber caído en una trampa.
Efectivamente, aquella declaración constituiría después una
pieza fundamental de la acusación contra mí.
No obstante, al mismo tiempo aquel interrogatorio me dio
nuevas fuerzas; creía, y sigo creyendo, que actué correctamente
al no emplear evasivas ni tratar de protegerme. Esperé
atemorizado, pero también con el propósito de seguir por el
mismo camino, el siguiente interrogatorio, que ya me habían
anunciado, pero no llegó a producirse. Tal vez mi franqueza los
impresionó; ignoro la causa de la suspensión. Sólo hubo unas
cuantas preguntas muy correctas, efectuadas por unos oficiales
soviéticos a los que acompañaba una secretaria muy maquillada
que me llevó a cambiar la imagen que la propaganda me había
dado de las rusas. A cada respuesta mía, los oficiales asentían y
decían: «Tak, tak», lo que me sonaba un poco raro, pero pronto
me enteré de que venía a significar «ajá». El coronel soviético me
preguntó un día:
—Pero usted leído habrá Mi lucha de Hitler, ¿no?
En realidad no había hecho más que hojearlo, en parte
porque el propio Hitler decía que el libro estaba superado y en
parte porque su lectura resultaba difícil. Cuando respondí que
no, se divirtieron de lo lindo. Irritado, me retracté y dije que sí
lo había leído. Al fin y al cabo, era la única respuesta verosímil.
Pero esta mentira tuvo consecuencias inesperadas durante el
proceso. En el contrainterrogatorio, el fiscal soviético me echó
en cara mi falsa confesión; hallándome bajo juramento, tuve que
atenerme a la verdad y reconocer que en aquella ocasión había
mentido.
•••
A fines de octubre, todos los acusados fuimos reunidos en la
planta baja y se desalojaron las celdas de aquel ala que ocupaban
780
otros presos. El silencio era inquietante. Veintiún hombres
esperaban su proceso.
Entonces llegó también Rudolf Hess, procedente de
Inglaterra; iba embutido en un abrigo gris y esposado a dos
soldados americanos. Hess tenía una expresión ausente y
obstinada a la vez. Aunque ya me había acostumbrado a ver a
todos aquellos acusados que llevaban soberbios uniformes y se
conducían con altivez o jovialidad, ahora la escena me parecía
irreal; a veces creía estar soñando.
El caso es que también nosotros nos comportábamos ya
como prisioneros. Por ejemplo, ¿quién de nosotros, cuando
todavía era mariscal del Reich, almirante, ministro o jefe
nacional, habría creído nunca que acabaría sometiéndose al test
de inteligencia de los psicólogos militares americanos? Y, sin
embargo, el test no sólo se realizó sin que nadie opusiera
resistencia, sino que todos se esforzaron por ver confirmadas en
él sus aptitudes.
El vencedor sorpresa del test, que comprendía pruebas de
memoria, de capacidad de reacción y de creación imaginativa,
fue Schacht. Ganó porque la edad suponía unos puntos de
bonificación. Seyss-Inquart, de quien nadie lo habría
sospechado, obtuvo la mayor puntuación efectiva. También
Göring se encontraba entre los primeros; yo conseguí un
satisfactorio lugar intermedio.
Varios días después de que nos aislaran de los restantes
presos, el silencio mortal de nuestro bloque de celdas se vio roto
por una comisión de oficiales que iban pasando de celda en
celda. Les oía pronunciar unas palabras que no lograba
entender, hasta que finalmente abrieron también mi puerta y
me entregaron sin preámbulos un pliego de cargos impreso.
Había terminado la instrucción y ahora empezaba el proceso
propiamente dicho. En mi ingenuidad, yo había supuesto que
781
cada uno de nosotros recibiría su pliego de cargos particular. Sin
embargo, ahora resultaba que cada uno de nosotros era acusado
de todos los terribles crímenes que constaban en el documento.
Cuando terminé de leerlo me invadió una sensación de
desconsuelo. Pero en la desesperación ante lo sucedido y en el
papel que yo había tenido en ello encontré también la línea de
conducta que debía seguir durante el proceso: considerar
irrelevante mi propio destino y no luchar por mi vida, sino
asumir mi responsabilidad en un sentido general. A pesar de la
resistencia de mi abogado y del esfuerzo que supuso el proceso,
me mantuve firme en mi decisión.
Bajo el impacto de la acusación, escribí a mi esposa: «Debo
dar mi vida por concluida. Sólo así podré configurar esa
conclusión tal y como lo estimo necesario […]. Debo
comparecer aquí como ministro del Reich, no como un
particular. No debo guardar consideraciones ni para con
vosotros ni para conmigo mismo. Sólo deseo una cosa: ser lo
bastante fuerte para mantenerme en esta línea. Por extraño que
parezca, estoy bien en los momentos en que dejo atrás toda
esperanza y, en cambio, me siento inseguro e inquieto cuando
creo vislumbrar una oportunidad […]. Tal vez con mi actitud
pueda ayudar una vez más al pueblo alemán. Tal vez lo consiga.
Aquí no hay muchos que puedan lograrlo»[438].
Cuando por aquellos días el psicólogo de la cárcel, C. M.
Gilbert, fue de celda en celda con un ejemplar del pliego de
cargos para recoger en él los comentarios y opiniones de los
acusados y tuve ocasión de ver las frases, irónicas unas y evasivas
otras, que habían escrito muchos de los demás acusados, yo
escribí, con gran asombro suyo: «El proceso es necesario.
Incluso en un Estado autoritario cabe exigir responsabilidades
por tan horribles crímenes».
Aún hoy considero que el mayor esfuerzo psíquico de toda
782
mi vida es haber logrado mantener esta convicción a lo largo de
los más de diez meses que duró el proceso.
•••
Junto con el pliego de cargos se nos hizo entrega de una
larga lista de nombres de abogados alemanes entre los cuales
podíamos elegir a nuestro defensor, salvo que quisiéramos
proponer alguno por nuestra cuenta. Por más que me esforcé,
no pude recordar a ningún abogado, y los nombres de aquella
lista me eran completamente desconocidos. Así pues, pedí al
tribunal que eligiera por mí. Unos días después fui conducido a
la planta baja del Palacio de Justicia. Un hombre flaco y de baja
estatura se levantó de una mesa; usaba gruesas lentes y hablaba
en voz baja.
—Si está usted conforme, voy a ser su abogado. Soy Hans
Flächsner, de Berlín.
Tenía la mirada amable y no se daba importancia. Cuando
empezamos a discutir algunos detalles de la acusación, me
expresó su simpatía de forma nada teatral, lo cual me agradó.
Finalmente me entregó un formulario:
—Llévese esto y piense si quiere que sea su defensor.
Yo firmé en aquel mismo momento y nunca me he
arrepentido. Durante todo el proceso, Flächsner demostró ser
un abogado considerado y sensible. Y, lo que fue más
importante para mí, de su simpatía y comprensión surgió entre
nosotros, a lo largo de los diez meses del proceso, un afecto
auténtico que aún perdura.
Mientras se instruía el caso, la acusación había impedido
que los presos estuviéramos en contacto. Ahora se aligeró un
poco esta norma, de manera que no sólo coincidíamos a
menudo en el patio de la prisión, sino que podíamos cambiar
impresiones libremente. El proceso, el pliego de cargos, la
ilegitimidad del tribunal internacional y la profunda
783
indignación ante aquella afrenta: durante los paseos tenía que
escuchar una y otra vez los mismos temas y argumentos. Entre
los veintiún acusados, sólo encontré a uno que estuviera de
acuerdo conmigo: Fritzsche, con quien pude hablar largamente
sobre el principio de la responsabilidad. Más adelante, también
Seyss-Inquart demostró comprenderlo. Con cualquiera de los
demás, cualquier discusión al respecto habría sido inútil y
fatigosa. Hablábamos lenguas distintas.
Como era de esperar, también discrepábamos en otras
cuestiones. Era de gran importancia decidir cómo debía
presentarse en aquel proceso el poder de Hitler. Göring, que en
otro tiempo había expresado ciertas críticas ante algunas
prácticas del régimen, abogaba ahora por reivindicarlo sin
reservas. Expuso sin escrúpulos que el sentido y la oportunidad
de aquel proceso únicamente podían residir en crear una
leyenda positiva en torno al régimen. A mí no sólo me parecía
hipócrita engañar así al pueblo alemán, sino que también me
parecía peligroso dificultarle de aquel modo la transición hacia
el futuro. Únicamente la verdad podría acelerar el proceso de
liberación del pasado.
Los verdaderos móviles de las declaraciones de Göring
quedaron bien patentes cuando dijo que, aunque los vencedores
podían matarlo, al cabo de sólo cincuenta años sus restos
reposarían en un sarcófago de mármol y el pueblo alemán lo
aclamaría como héroe nacional y mártir. Lo mismo creían de sí
mismos muchos de los acusados. En otras cuestiones, Göring
tuvo menos éxito: según él, todos estábamos irremisiblemente
condenados a muerte de antemano. Por lo tanto, era inútil
preocuparse por la defensa, a lo que yo repuse:
—Parece que Göring quiere entrar en el Walhalla con un
gran séquito.
En realidad, Göring fue uno de los que se defendieron con
784
mayor tenacidad.
Desde que, en Mondorf y después en Nuremberg, Göring se
sometió a una sistemática cura de desintoxicación que lo libró
de su afición a la morfina, se encontraba en mejor forma que
nunca. Derrochaba energía y se convirtió en la personalidad más
imponente del grupo de acusados. Entonces lamenté que no
hubiera estado en las mismas condiciones durante los meses que
precedieron a la guerra y en ciertos momentos cruciales del
conflicto, en los que su morfinomanía lo tornaba débil y
condescendiente, pues era el único cuya fama y autoridad
también Hitler habría tenido que tomar en consideración. En
realidad, fue uno de los pocos que tuvieron suficiente vista para
vaticinar el final. Después de haber desaprovechado esa
oportunidad, era un disparate y hasta un crimen utilizar ahora
las energías recobradas para engañar al pueblo. Porque se trataba
de un engaño. Un día, en el patio de la prisión, comentó
fríamente cierta noticia sobre unos judíos que habían logrado
sobrevivir en Hungría:
—Ah, ¿así que aún quedan algunos? Pensaba que los
habíamos liquidado a todos. El responsable debía de ser un
inútil.
Yo estaba anonadado.
Mi decisión de asumir la responsabilidad por todos los actos
del régimen también pasó por sus momentos de crisis. La única
vía de escape que me quedaba consistía en eludir el proceso por
medio de una muerte prematura. Algunas noches me invadía la
desesperación. Una vez traté de estrangularme la pierna enferma
con un pañuelo para provocarme una nueva flebitis. En
Kransberg oí que un científico decía que la nicotina de un solo
cigarro puro desmenuzado y diluido en agua podía ocasionar la
muerte; después de eso llevé durante mucho tiempo un puro
picado en el bolsillo. Pero de la intención a la decisión hay un
785
largo camino.
Las misas dominicales constituyeron un gran apoyo para mí.
En Kransberg me negué a asistir a ellas, pues no quería
aparentar debilidad. Pero en Nuremberg prescindí de estas
consideraciones. La presión de las circunstancias me llevó, como
a casi todos los demás acusados, con la excepción de Hess,
Rosenberg y Streicher, hasta nuestra pequeña capilla.
•••
Durante las últimas semanas se nos habían apolillado los
trajes; los americanos nos habían dado unos monos de dril
negro. Ahora pasaron por las celdas unos funcionarios para
preguntarnos qué traje queríamos que nos llevaran a la tintorería
para el proceso. Todos los detalles, hasta los gemelos, fueron
minuciosamente discutidos con el comandante.
Después de que el coronel Andrus realizara una última
inspección, el 19 de noviembre de 1945, escoltados cada uno
por un soldado, pero sin esposas, fuimos conducidos por
primera vez a la sala de audiencia aún vacía. Se nos asignaron
nuestros lugares. En primera posición, Göring, Hess y
Ribbentrop; yo era el tercero de la segunda fila empezando por
el final y me encontraba en grata compañía: a mi derecha SeyssInquart, a mi izquierda Von Neurath y delante Streicher y
Funk.
Me alegraba de que por fin empezara el proceso; casi todos
los acusados compartían esta opinión: que todo termine de una
vez.
•••
El proceso se abrió con el demoledor discurso de la
acusación, presentado por el primer fiscal americano, Robert
H. Jackson. Una de sus frases me infundió ánimo: la culpa por
los crímenes cometidos por el régimen pesaba sobre los veintiún
acusados, no sobre el pueblo alemán. Este concepto coincidía
786
exactamente con el efecto secundario que yo esperaba del
proceso: el odio que la propaganda de guerra había dirigido
hacia el pueblo alemán y que el descubrimiento de los crímenes
había hecho aumentar hasta el infinito iba a concentrarse en
nosotros, los acusados. Según mi teoría, en una guerra moderna
cabía esperar que los dirigentes cargaran al final con las
consecuencias, precisamente porque durante la contienda no
habían estado expuestos a ningún peligro[439]. Por eso, en una
carta a mi defensor para darle la pauta de nuestra conducta, le
decía que en aquel marco general todo cuanto pudiéramos
discutir él y yo para mi defensa me parecía insignificante y
ridículo.
Durante muchos meses se fueron acumulando documentos
y testimonios que agravaban los crímenes cometidos,
independientemente de si cada uno de los acusados había estado
personalmente involucrado en ellos. Era terrible, y en realidad
sólo se podía soportar porque los nervios se iban
insensibilizando de día en día. Aún hoy me persigue el recuerdo
de fotografías, documentos y órdenes que parecían tan
monstruosos como increíbles, pero cuya autenticidad no ponía
en duda ninguno de los acusados.
Por lo demás, la rutina diaria seguía: por la mañana, sesión
hasta las doce; descanso para comer en las dependencias del piso
superior del Palacio de Justicia; de las catorce a las diecisiete
continuaba la sesión; luego, vuelta a la celda, donde me
cambiaba de ropa rápidamente, daba el traje a planchar, cenaba
y después solía ser conducido al locutorio de la defensa, donde
discutía hasta las veintidós horas con mi abogado la marcha del
proceso y redactaba las notas para la defensa. Por fin, ya muy
tarde, volvía a la celda exhausto y me dormía inmediatamente.
Los sábados y domingos no había sesión, pero a cambio se
trabajaba más con los abogados. No quedaba mucho más de
media hora al día para pasear por el patio.
787
Entre los acusados, a pesar de que nos hallábamos en la
misma situación, no surgió ningún sentimiento de
compañerismo. Estábamos divididos en grupos. Prueba de ello
era la existencia del jardín de los generales: se había separado
una pequeña parte, que no tendría más de seis metros de lado,
del jardín de la prisión por medio de un seto bajo. Nuestros
militares paseaban siempre por allí, en voluntario aislamiento, a
pesar de que debía resultar bastante incómodo moverse en un
espacio tan reducido. Nosotros, los civiles, respetábamos aquella
barrera. Para el almuerzo, la dirección de la cárcel nos había
distribuido en varias salas. Yo estaba con el grupo compuesto
por Fritzche, Funk y Schirach.
Recobramos la esperanza de salvar la vida cuando aquella
acusación general fue seguida de las particulares, que establecían
marcadas diferencias, de modo que en aquellos momentos
Fritzsche y yo contamos con recibir sentencias distintas, pues,
en comparación, salíamos bastante bien librados.
En la sala de la audiencia no encontrábamos más que rostros
desdeñosos y miradas frías. La única excepción era la cabina de
los intérpretes, donde podía advertirse algún que otro gesto
amistoso; también algunos miembros de la acusación británica o
americana dejaban traslucir de vez en cuando algo que podía
interpretarse como compasión. Me afectó que los periodistas
empezaran a cruzar apuestas sobre el alcance de las sentencias
que iban a dictarse, y hubo quien apostó que también nosotros
moriríamos ahorcados.
•••
La vista se suspendió durante varios días para permitir a la
defensa realizar los últimos preparativos y después empezó el
«contragolpe» del que tanto esperaban algunos. Antes de subir al
estrado de los testigos, Göring había prometido a Funk, a
Sauckel y a varios más que pensaba asumir sus responsabilidades
788
y que de este modo los exoneraría. Al principio de sus
declaraciones, que daban una impresión de valentía, se mantuvo
fiel a su promesa; pero al ir entrando en detalles fue asomando
la desilusión en las caras de quienes habían cifrado en él sus
esperanzas, ya que se dedicó a limitar punto por punto su
responsabilidad.
Jackson, el fiscal, llevaba ventaja en su mano a mano con
Göring, pues podía ir extrayendo documentos sorpresa de su
gran cartera; pero Göring sabía sacar partido del
desconocimiento de la materia del que adolecía su contrincante.
Al final, a fuerza de evasivas, disimulos y protestas, sólo luchaba
por salvar la vida.
Algo parecido sucedió con Ribbentrop y Keitel, los dos
siguientes acusados. Aún agravaron más la impresión de querer
eludir la responsabilidad; ante cualquier documento que llevara
su firma, se remitieron a una orden de Hitler. Lleno de
repugnancia, no pude contener la definición de «carteros bien
pagados» que luego recorrió la prensa de todo el mundo. Sin
embargo, cuando hoy pienso en ello, me parece que en el fondo
tenían razón; en realidad se limitaban a transmitir las órdenes de
Hitler. Rosenberg, por el contrario, se mostró franco y
consecuente. Todos los esfuerzos que hizo su abogado, oficial y
extraoficialmente, para que se retractara de su visión del mundo
fueron inútiles. Hans Frank, abogado de Hitler y
posteriormente gobernador general de Polonia, aceptó su
responsabilidad; Funk rebatió los cargos con habilidad y
recurriendo a la compasión; el defensor de Schacht, con un gran
alarde de retórica, hizo grandes esfuerzos para presentar a su
cliente como un golpista, lo cual sólo consiguió debilitar la
eficacia del material de descargo. Dönitz, por su parte, luchó
encarnizadamente en su defensa y en la de sus submarinos, y
experimentó una espléndida satisfacción cuando su abogado
pudo presentar una declaración del almirante Nimitz,
789
comandante en jefe de la flota americana del Pacífico, en la que
hacía constar que en la guerra submarina se había atenido a las
mismas normas que se aplicaban en las operaciones navales
alemanas. Raeder causó una impresión de objetividad. La
simplicidad de Sauckel resultaba más bien lamentable. Jodl
impuso respeto por la precisión y sobriedad de su defensa. Fue
uno de los pocos que supieron mantenerse por encima de la
situación.
La sucesión de los interrogatorios respondía al orden en que
estábamos colocados. Mi nerviosismo iba en aumento, ya que
Seyss-Inquart, mi vecino de banco, estaba ya en el estrado de los
testigos. Él era abogado y no se hacía ilusiones acerca de su
situación, ya que había intervenido directamente en las
deportaciones y en los fusilamientos de rehenes. Habló con
dominio y terminó el interrogatorio declarando que tenía la
obligación de responder de los hechos. Pocos días después de
prestar aquella declaración que decidió su destino, una
afortunada coincidencia le trajo noticias de su hijo, que había
sido dado por desaparecido en Rusia.
•••
Cuando me dirigí al estrado de los testigos estaba
aterrorizado; rápidamente ingerí la píldora tranquilizante que el
previsor médico alemán me había entregado. Frente a mí, a diez
pasos de distancia, estaba Flächsner en el pupitre de la defensa; a
mano izquierda, más elevada, estaba la mesa de los jueces.
Flächsner abrió su grueso manuscrito e inmediatamente
empezaron las preguntas y las respuestas. Nada más empezar,
manifesté:
—Si Hitler hubiese tenido amigos, seguro que yo habría
sido uno de los más íntimos.
Con ello declaraba algo que hasta entonces ni siquiera la
acusación había sugerido. Se discutieron infinidad de detalles
790
relativos a los documentos presentados; yo hice algunas
puntualizaciones, aunque procurando no dar la impresión de
buscar evasivas o querer disculparme[440]. Con unas cuantas
frases asumí la responsabilidad de todas las órdenes de Hitler
que yo había ejecutado. Aunque subrayé que en todo Estado las
órdenes tienen que seguir siéndolo para los organismos
subordinados, añadí que los altos cargos deben estudiar y
analizar tales órdenes a todos los niveles y que no pueden ser
eximidos de responsabilidad ni siquiera cuando las órdenes les
hayan sido impuestas por medio de amenazas, y dije que para
mí era aún más grave la responsabilidad general por todas las
medidas, sin excluir los crímenes, que Hitler dictó a partir de
1942, dondequiera y por quienquiera que hubieran sido
ejecutadas.
—En el funcionamiento de un Estado —dije ante el
tribunal—, uno es responsable de lo que sucede en su
jurisdicción; naturalmente, lo es de forma total y absoluta, pero
además debe existir una responsabilidad global de los dirigentes
respecto a los asuntos decisivos. Porque ¿quién, sino los más
inmediatos colaboradores del jefe del Estado, debe asumir la
responsabilidad por el desarrollo de los acontecimientos? Sin
embargo, sólo debe apelarse a esta responsabilidad global en los
asuntos fundamentales, no en los detalles […]. También en un
régimen totalitario tiene que existir esta responsabilidad general
de los dirigentes; queda descartado eludirla después de la
catástrofe, porque si la guerra se hubiera ganado, probablemente
todos los miembros del Gobierno habrían reclamado su parte de
responsabilidad […]. Yo me considero tanto más ligado a este
deber por cuanto el jefe del Gobierno se ha sustraído a la
obligación de responder de sus actos ante el pueblo alemán y
ante el mundo[441].
Hablando con Seyss-Inquart expresé aún más drásticamente
uno de estos argumentos:
791
—¿Qué ocurriría si, de pronto, cambiara la escena y todos
actuáramos como si hubiéramos ganado la guerra? ¡Imagínese
cómo correrían todos a pregonar sus triunfos y sus méritos! Pero
ahora los papeles están cambiados, porque, en lugar de honores,
condecoraciones y prebendas, lo que cabe esperar son sentencias
de muerte.
Durante las semanas anteriores, Flächsner había intentado
en vano disuadirme de asumir la responsabilidad por asuntos
ajenos a mi Ministerio. Decía que aquello me podía acarrear
fatales consecuencias. Sin embargo, después de hacer mi
declaración me sentí aliviado y, al mismo tiempo, contento por
no haber cedido a la tentación de esquivar el golpe. Tras decir
todo esto, creí estar íntimamente legitimado para iniciar la
segunda parte de mi testimonio, que se refería a la última fase de
la guerra. Suponía que la revelación de las intenciones de Hitler,
desconocidas hasta entonces, de destruir los medios de vida del
pueblo alemán una vez perdida la guerra tenía que hacer más
fácil dar la espalda al pasado y, además, sería el argumento más
eficaz para impedir que se forjara una leyenda en torno a
Hitler[442]. Estas manifestaciones me valieron la más viva
reprobación de Göring y de otros acusados[443].
Por el contrario, quería referirme muy brevemente, sólo para
demostrar hasta qué punto me parecían peligrosos los propósitos
destructivos de Hitler, al atentado que había estado planeando.
—No quisiera extenderme en detalles —dije, en tono
evasivo.
Los jueces intercambiaron unas frases y el presidente del
tribunal se dirigió a mí para decir:
—El tribunal desea oír los detalles. Por el momento se
levanta la sesión.
Yo no me sentía inclinado a dar más explicaciones, pues
quería evitar a toda costa vanagloriarme de aquello. De manera
792
que obedecí contra mi voluntad y convine con mi defensor que
no emplearía aquella parte de mi declaración en el alegato de la
defensa[444].
De nuevo sobre la pauta claramente marcada en nuestro
manuscrito, pronuncié sin incidentes la última parte de mi
declaración, que se refería al postrer período de la guerra. A fin
de debilitar la impresión de haber hecho algún mérito especial,
puntualicé conscientemente:
—En realidad, estas actividades no eran muy peligrosas. A
partir de enero de 1945, en Alemania se podía aplicar cualquier
medida razonable en contra de la política oficial; cualquier
hombre prudente las recibía bien. Todos los interesados sabían
lo que significaban nuestras contraórdenes. En aquellos
momentos, hasta los antiguos miembros del Partido cumplieron
con su deber para con el pueblo. Juntos pudimos hacer mucho
para neutralizar las delirantes órdenes de Hitler.
Flächsner cerró el manuscrito con visible alivio, fue a ocupar
su asiento junto a los demás abogados y en su lugar apareció
entonces Jackson, primer fiscal de Estados Unidos y miembro
del Tribunal Supremo norteamericano. Aquello no fue una
sorpresa para mí, ya que la víspera por la noche un oficial
americano había venido a mi celda para comunicarme que
Jackson se ocuparía personalmente del contrainterrogatorio
también en mi caso. A diferencia de lo que era habitual en él,
empezó con calma, con voz casi benévola. Después de asegurarse
una vez más de mi responsabilidad en el empleo de millones de
trabajadores forzados mediante preguntas y documentos, apoyó
la segunda parte de mi declaración: que yo había sido el único
que tuvo el valor de decirle a Hitler a la cara que la guerra estaba
perdida. Haciendo honor a la verdad, mencioné también a
Guderian, a Jodl y a varios comandantes en jefe de los grupos de
ejércitos que también se habían enfrentado abiertamente a
793
Hitler. A su pregunta de si hubo más complots de los que yo
había citado, respondí con vaguedad:
—En aquellos momentos era sencillísimo urdir un complot.
Uno se podía dirigir casi a cualquiera que pasara por la calle.
Cuando se le explicaba cuál era la situación, respondía: «Es una
verdadera locura». Y, si tenía valor, enseguida se ofrecía… No
era tan peligroso como pueda parecer ahora, pues quizá sólo
habría unas pocas docenas de insensatos. Los ochenta millones
restantes eran muy razonables en cuanto averiguaban lo que
pasaba[445].
Tras un nuevo contrainterrogatorio a cargo del
representante de la acusación soviética, el general Raginsky,
plagado de malentendidos a causa de los errores de traducción,
se adelantó nuevamente Flächsner para entregar al tribunal un
legajo con las declaraciones escritas de mis doce testigos; con
ello terminaba la vista de la causa contra mí. Hacía varias horas
que sufría fuertes dolores de estómago; cuando volví a mi celda,
me dejé caer en la litera vencido tanto por el dolor físico como
por el agotamiento moral.
794
CAPÍTULO XXXV
CONSECUENCIAS
Los acusadores tomaron la palabra por última vez; con sus
alegatos se cerraba el proceso. A nosotros ya sólo nos quedaba
pronunciar nuestras últimas palabras. Iban a ser difundidas
íntegramente por radio, por lo que tendrían un significado
especial: era nuestra última oportunidad de hablar en público y
de mostrar al pueblo alemán al que nosotros habíamos
descarriado el camino para salir de aquel dilema; para ello
debíamos reconocer nuestra culpa y exponer claramente los
crímenes del pasado[446].
Aquellos nueve meses nos marcaron profundamente.
Incluso Göring, que había iniciado el proceso con un agresivo
propósito de justificarse, habló en su última intervención de los
graves crímenes que se habían descubierto y condenó los
terribles asesinatos en masa, a su juicio incomprensibles. Keitel
aseguró que escogería la muerte antes de dejarse involucrar en
tales atrocidades. Frank habló de la culpa que Hitler y el pueblo
alemán habían cargado sobre sí. Previno a los recalcitrantes
contra «el camino de la necedad política que forzosamente lleva
a la degeneración y a la muerte». Aunque su discurso sonó algo
exaltado, coincidía con mi punto de vista. Incluso Streicher
condenó el «genocidio de los judíos» que Hitler había llevado a
cabo, Funk habló de horribles crímenes que lo llenaban de
profunda vergüenza, Schacht estaba «consternado por las
atrocidades sin nombre que él había tratado de evitar», Sauckel
795
se mostraba «conmocionado en lo más profundo de su alma por
los crímenes que habían sido revelados durante el proceso», Von
Papen declaró que «las fuerzas del mal habían resultado ser más
poderosas que las del bien», Seyss-Inquart habló de «terribles
excesos», Fritzsche manifestó que «el asesinato de cinco millones
de criaturas constituía una horrible advertencia para el futuro».
Sin embargo, todos negaron haber participado en estos
acontecimientos.
En cierto modo, mis esperanzas se habían cumplido; la
culpa jurídica se había concentrado en gran parte en nosotros,
los acusados. En aquella desafortunada época, además de la
depravación humana, entró por vez primera en la Historia un
factor que distinguía a aquel régimen despótico de todos los
precedentes y que en el futuro adquiriría mayor importancia. En
mi calidad de máximo representante de un poder técnicamente
muy desarrollado que acababa de emplear contra la humanidad,
sin escrúpulos ni inhibiciones, todos los medios que tenía a su
alcance[447], yo trataba no sólo de admitir aquellos hechos, sino
también de comprender lo que había sucedido. Al tomar la
palabra por última vez dije: «La de Hitler fue la primera
dictadura de un Estado industrializado en estos tiempos de
técnica moderna, una dictadura que, para ejercer el dominio
sobre su propio pueblo, supo servirse a la perfección de todos los
medios técnicos […]. Mediante los productos de la técnica,
como la radio y el altavoz, ochenta millones de personas
pudieron ser sometidas a la voluntad de un único individuo. El
teléfono, el télex y la radio permitieron transmitir sin dilación
las órdenes dictadas por la suprema jerarquía a los órganos
inferiores, donde fueron obedecidas ciegamente debido a su
elevada autoridad. Así, numerosas oficinas y unidades militares
recibieron directamente sus siniestras órdenes. Se hizo posible
crear una extensa red de vigilancia de la población y conseguir
un alto grado de confidencialidad de los actos criminales. Para
796
alguien de fuera tal vez este aparato estatal sea como los cables
enmarañados, en apariencia sin sentido, de una centralita
telefónica, pero, igual que ésta, podía ser manejado y dirigido
por una única voluntad. Las dictaduras de otros tiempos
precisaban de hombres de grandes cualidades incluso en los
puestos inferiores; hombres que supieran pensar y actuar por su
cuenta. El sistema autoritario de los tiempos de la técnica puede
prescindir de ellos; los medios de telecomunicaciones permiten
mecanizar el trabajo del mando inferior. La consecuencia de
todo ello es el tipo de hombre que se limita a obedecer órdenes
sin cuestionarlas».
Los hechos criminales de aquellos años no se debían sólo a la
personalidad de Hitler. La enormidad de aquellos delitos
también debía atribuirse a que Hitler fue el primero en poder
servirse de los medios de la técnica para multiplicarlos.
Pensé en las consecuencias que podría tener en el futuro un
poder político ilimitado que actuara en complicidad con el de la
técnica, dejándose asistir, pero también dominar, por ella.
Aquella guerra, dije, habría terminado utilizando cohetes
teledirigidos, aviones supersónicos y bombas atómicas, y existía
también la perspectiva de las armas químicas y bacteriológicas.
Al cabo de cinco o diez años, un cohete atómico manipulado
por una docena de hombres podría aniquilar en unos segundos a
un millón de seres humanos en el centro de Nueva York, así
como propagar epidemias y destruir cosechas por medio de la
guerra química. «Cuanto más se tecnifique el mundo, mayor es
el peligro. […] Como antiguo ministro de unos armamentos
altamente desarrollados, es mi último deber constatar aquí que
una nueva gran guerra acabaría destruyendo toda cultura
humana y toda la civilización. Nada impediría a una técnica y
una ciencia que hubieran escapado a nuestro control consumar
la obra de aniquilación del ser humano que han iniciado ya en
esta guerra de forma tan terrible […]»[448].
797
«La frecuente pesadilla —dije— de que algún día los
pueblos puedan llegar a ser dominados por la técnica ha estado a
punto de realizarse bajo el sistema autoritario de Hitler. Todos
los Estados del mundo corren hoy el riesgo de caer bajo el
terrorismo de la técnica, aunque en una dictadura moderna ese
peligro me parece ineludible. Por lo tanto, cuanto más se
tecnifique el mundo será más necesario que, en contrapartida, se
fomente la libertad individual y el respeto de cada hombre hacia
su propia dignidad. […] Por ello, este proceso debe contribuir a
establecer las reglas fundamentales en que se basa la convivencia
humana. ¿Qué importancia tiene mi propio destino, después de
todo lo que ha pasado y ante una meta tan elevada?».
Considerando el desarrollo del proceso, mi situación me
parecía desesperada. Mi última frase no constituía de ningún
modo una expresión puramente retórica. Daba mi vida por
concluida[449].
•••
El tribunal se retiró por tiempo indefinido para deliberar
sobre la sentencia. Esperamos cuatro largas semanas. Durante
aquel tiempo de tensión casi insoportable, exhausto tras los ocho
meses de tortura mental del proceso, estuve leyendo
precisamente la novela de Dickens sobre la Revolución Francesa
Historia de dos ciudades. En ella se relata cómo los prisioneros
aguardaban en la Bastilla su incierto destino con serenidad e
incluso con alegría. Yo, por mi parte, era incapaz de sentir
aquella libertad interior. El representante soviético de la
acusación había pedido para mí la pena de muerte.
El 30 de septiembre de 1946, vestidos con nuestros trajes
recién planchados, nos sentamos por última vez en el banquillo
de los acusados. El tribunal había decidido evitarnos la presencia
de los reporteros gráficos y operadores de cine durante la lectura
de los considerandos. Los grandes focos que hasta entonces
798
habían iluminado la sala para que se pudieran grabar todos
nuestros movimientos estaban apagados. La sala ofrecía un
aspecto excepcionalmente lóbrego cuando, al entrar los jueces,
los acusados, defensores, fiscales, observadores y periodistas se
levantaron en su honor por última vez. Como en todas las
demás sesiones, el presidente del tribunal, Lord Lawrence, se
inclinó en todas direcciones y también hacia nosotros, los
acusados. A continuación tomó asiento.
Los jueces se fueron relevando. Durante varias horas leyeron
con voz monótona el capítulo sin duda más atroz de la Historia
alemana. Me pareció que, al menos, la condena de los dirigentes
descargaba al pueblo alemán de su culpa jurídica. Y es que si
quien había sido durante años el jefe de las Juventudes
Hitlerianas, Baldur Von Schirach, o el ministro de Economía de
Hitler, Hjalmar Schacht, que había dirigido al principio la
producción de armamentos, eran absueltos de la acusación de
haber preparado y realizado una guerra de agresión, ¿cómo
culpar entonces de ello a ningún soldado o a las mujeres y
niños? Si el gran almirante Raeder y el lugarteniente de Hitler,
Rudolf Hess, eran absueltos de la acusación de haber
participado en crímenes contra la humanidad, ¿cómo culpar
entonces de ello, en términos jurídicos, a ningún técnico u
obrero alemán? Además, yo esperaba que el proceso ejerciera
una influencia directa sobre la política de ocupación de las
potencias vencedoras: no podían actuar contra nuestro pueblo
del mismo modo que acababan de definir como criminal.
Pensaba sobre todo en el punto que constituía la acusación
principal contra mí: el trabajo forzado[450].
Siguieron los considerandos de cada caso individual, aunque
sin que se diera a conocer aún la sentencia[451]. Mis actividades
fueron expuestas fría y objetivamente, en perfecta consonancia
con lo que yo había declarado durante los interrogatorios. Se me
reprochó mi responsabilidad en la deportación de obreros y
799
haber combatido los planes de Himmler únicamente por
motivos de productividad, haber empleado sin vacilar a los
presos de sus campos de concentración y haber insistido en
poner a trabajar a los prisioneros de guerra soviéticos en la
industria de armamentos. Se me reprochó, además, no haber
atendido a ninguna consideración humanitaria ni ética al
formular mis peticiones y haber contribuido así a la
implantación del trabajo forzado.
Ninguno de los acusados, ni siquiera los que no podían
esperar más que una sentencia de muerte, perdió la serenidad
durante aquella lectura. Escuchaban en silencio, sin ningún
signo perceptible de excitación. Aún hoy me parece
inconcebible que pudiera resistir aquel proceso sin
desmoronarme y que lograra atender a la lectura de los
considerandos, aunque presa del miedo, conservando cierta
capacidad de resistencia y de autocontrol. Flächsner se sentía
demasiado optimista:
—¡Con semejantes considerandos, quizá sólo le impongan
cuatro o cinco años!
Al día siguiente, antes de que se dictaran las sentencias, los
acusados nos vimos por última vez. Nos encontramos en el
sótano del Palacio de Justicia. Uno a uno iban entrando en un
pequeño ascensor y ya no volvían. Arriba se dictaban las
sentencias. Por fin me llegó el turno. Subí acompañado por un
soldado americano. Se abrió una puerta y me encontré en un
pequeño estrado en la sala, frente a los jueces. Me entregaron
unos auriculares. En mis oídos resonaron estas palabras:
—Albert Speer, condenado a veinte años de prisión.
Varios días después firmé la sentencia. Renuncié a formular
una petición de clemencia a las cuatro potencias. Cualquier
pena resultaba insignificante comparada con la catástrofe que
habíamos provocado en el mundo. «Porque hay cosas —escribí
800
en mi diario varias semanas después— de las que uno es
culpable incluso aunque pueda disculparse, sencillamente
porque la enormidad del crimen es tan desmesurada que anula
cualquier disculpa humana».
Hoy, un cuarto de siglo después de aquellos
acontecimientos, no sólo pesan sobre mi conciencia unos delitos
determinados, por graves que fueran. Mi fracaso moral apenas
puede concretarse en detalles concretos; siempre quedará la
colaboración en el acontecer general. No sólo tomé parte en una
guerra sobre cuyo objetivo de dominar el mundo nunca
pudimos dudar en nuestro reducido círculo de dirigentes, sino
que, con mi esfuerzo y habilidad, la prolongué durante muchos
meses. En lo alto de la cúpula del nuevo Berlín puse
precisamente aquella bola del mundo que Hitler ambicionaba
poseer no sólo en términos simbólicos. La otra cara de su
pretensión era el sometimiento de las naciones. Yo sabía que
Francia debía ser degradada a la categoría de pequeño Estado,
mientras que Bélgica, Holanda e incluso Borgoña iban a ser
incorporadas al Reich de Hitler; sabía que la entidad nacional de
los polacos y los rusos iba a ser desintegrada y que ellos serían
reducidos a la esclavitud. Y, para quien quisiera oírlo, Hitler
tampoco mantuvo nunca en secreto su propósito de exterminar
al pueblo judío. Así lo expuso claramente en su discurso del 30
de enero de 1939[452]. Aun sin haber estado nunca totalmente de
acuerdo con él, proyecté obras y fabriqué armas que servían a
sus propósitos.
Durante los siguientes veinte años de mi vida me vigilaron,
en la cárcel de Spandau, ciudadanos de las cuatro naciones
contra las que yo había organizado la guerra de Hitler. A partir
de aquel momento, ellos y los otros seis prisioneros fueron mi
única compañía; a través de ellos conocí de forma directa el
efecto de mis actividades. Muchos habían perdido a alguien en
la guerra; especialmente los guardianes soviéticos tenían que
801
lamentar la muerte de parientes muy próximos, padres o
hermanos. Pero nunca me echaron en cara mi culpa personal,
nunca oí una palabra de reproche. En el momento en que mi
existencia estaba hundida y a pesar del reglamento de la prisión,
en contacto con estos hombres sencillos, descubrí sentimientos
que no habían sido deformados: simpatía, compañerismo y
comprensión… La víspera de mi nombramiento como ministro
había encontrado en Ucrania a unos campesinos que me
salvaron de sufrir congelaciones. Entonces únicamente me sentí
conmovido, pero no llegué a comprender nada. Ahora, cuando
todo había pasado ya, olvidando viejos antagonismos, recibí
nuevas pruebas de bondad humana. Ahora, por fin, quise
comprender. También este libro lo intenta.
«Esta catástrofe —escribía en 1947 en mi celda— ha puesto
de manifiesto la vulnerabilidad del sistema de la civilización
moderna, edificado a través de los siglos. Ahora sabemos que no
vivimos en un edificio a prueba de terremotos. El complicado
aparato del mundo moderno puede, mediante impulsos
negativos que se incrementan mutuamente, descomponerse de
forma irremisible. Ninguna voluntad humana podría detener
esta evolución si el automatismo del progreso diera otro paso en
su marcha hacia la despersonalización del hombre y lo privara
cada vez más de la responsabilidad de sus propios actos».
Durante los años cruciales de mi vida me puse al servicio de
la técnica, deslumbrado por sus posibilidades. Al final ya no me
queda más que escepticismo.
802
CONCLUSIÓN
Con este libro pretendo no sólo exponer el pasado, sino también
formular una advertencia para el futuro. Ya durante los primeros
meses de cautiverio, estando todavía en Nuremberg, escribí
mucho, impulsado por la necesidad de desahogar mi espíritu de
la presión que los acontecimientos ejercían sobre él. Esto fue
también lo que me impulsó a redactar nuevos estudios y notas
sobre los años 1946 y 1947, hasta que, por fin, en marzo de
1953, me decidí a escribir mis memorias. ¿Fue una ventaja o un
inconveniente que éstas surgieran en la más deprimente soledad?
En aquel entonces, muchas veces me sentí impresionado por la
falta de consideración con que juzgaba a los demás y a mí
mismo. El 26 de diciembre de 1954 di por terminado el
manuscrito.
En consecuencia, cuando el 1 de octubre de 1966 salí de la
prisión de Spandau, disponía de más de mil páginas de material
propio que, junto con los documentos de mi Ministerio que se
conservan en el Archivo Federal de Coblenza, elaboré para
escribir la presente autobiografía.
Deseo hacer constar mi agradecimiento a mis interlocutores
durante estos dos años, Wolf Jobst Siedler, director de las
editoriales Ullstein y Propyläen, y Joachim C. Fest, asesor de
éstas. A sus apremiantes preguntas se deben muchas
consideraciones generales de este libro, así como la explicación
de los aspectos psicológicos e históricos de los acontecimientos.
Nuestras conversaciones me permitieron confirmar y robustecer
803
la idea fundamental que yo tenía de Hitler, de su sistema y de
mi propia participación en los hechos, que quedaron reflejadas
catorce años antes en la primera redacción de mis memorias.
Expreso también mi agradecimiento al doctor Alfred
Wagner, de la UNESCO (París), al jefe de archivos doctor
Thomas Trumpp, así como a la señora Hedwig Singer, del
Archivo Federal de Coblenza, y a David Irving, a quien debo la
cesión de varias anotaciones hasta ahora inéditas de los diarios
de Jodl y Goebbels.
804
ALBERT SPEER, (nacido Berthold Konrad Hermann Albert
Speer, Mannheim, 19 de marzo de 1905 - Londres, 1 de
septiembre de 1981). Fue un arquitecto alemán y Ministro de
Armamento y Guerra del Tercer Reich durante la Segunda
Guerra Mundial. Speer fue arquitecto jefe de Adolf Hitler antes
de asumir la oficina ministerial. Es conocido también como «el
nazi que pidió perdón» por aceptar su responsabilidad en los
juicios de Nuremberg y en sus memorias por los crímenes del
régimen nazi. Su nivel de implicación en la persecución de los
judíos y su conocimiento del Holocausto siguen siendo motivo
de controversia.
Acabada la guerra fue juzgado en Nuremberg y sentenciado a
veinte años de prisión por su rol en el régimen nazi,
principalmente por el uso de trabajadores forzados. Cumplió
toda su condena, la mayor parte de ella en la prisión de
Spandau, en Berlín Oeste. Tras salir de Spandau en 1966, Speer
publicó dos exitosos libros autobiográficos: Memorias y Diario
de Spandau. En ellos detalla su estrecha y habitual relación con
Hitler, algo que ha dado a los historiadores y lectores una
805
perspectiva única sobre el funcionamiento del régimen Nazi.
Más tarde escribió un tercer libro, Infiltración, sobre las SS.
Albert Speer murió por causas naturales en 1981 durante una
visita a Londres.
806
Notas
[1]
Desde 1192 y durante seiscientos años, los Von Pappenheim
fueron mariscales del Imperio, jueces militares supremos de
campaña y responsables de sanidad, transporte y carreteras del
Ejército. (K. Bosl: Die Reich sministerialitat, Darmstadt, 1967).
<<
[2]
Los ataques tuvieron que suspenderse en 1917 a causa de las
pérdidas sufridas. <<
[3]
He extraído estas observaciones sobre música y literatura, así
como las referentes a la ocupación del Ruhr y a la inflación, de
las cartas a mi futura esposa. <<
[4]
Frases finales de la obra de Heinrich Tessenow Artesanía y
ciudad provinciana (1920). <<
[5]
Éstas y las siguientes citas de Tessenow se encuentran en los
apuntes inéditos del estudiante Wolfgang Jungermann,
correspondientes a los años 1929-1932. <<
[6]
Citado de memoria. <<
[7]
Después de 1933 se le repitieron las críticas que se le habían
hecho en este acto y se le reprochó su relación con el editor
Cassirer y su círculo, por lo que fue considerado sospechoso y
despojado de su cátedra. No obstante, gracias a mi situación
privilegiada conseguí que Tessenow fuera rehabilitado y que
volviera a ocupar su cátedra en la Escuela Técnica Superior de
Berlín. Después de 1945 se le rindieron grandes honores; fue
uno de los primeros rectores de la Universidad Técnica de
807
Berlín. «Aunque en los años que siguieron a 1933 fue
convirtiéndose en un extraño —escribió en 1950 a mi mujer
desde Neubrandenburg—, para mí Speer siguió siendo siempre
el mismo hombre amable y de buena voluntad». <<
[8]
Así se conocía a Goebbels en los círculos del Partido. En
aquel tiempo no había precisamente muchos doctores en el
Partido Nacionalsocialista. <<
[9]
Sobre todo en los primeros años, los éxitos obtenidos por
Hitler se debieron al trabajo de los organismos preexistentes,
que él había reunido. Los antiguos funcionarios seguían
trabajando en la Administración; los mandos militares de Hitler
procedían de la élite del Ejército imperial y de la Reichswehr; las
labores del Frente del Trabajo eran realizadas en parte por
funcionarios sindicales incorporados al nuevo organismo; y,
naturalmente, los directores de las industrias que más tarde
estarían a mi cargo, con los que a partir de 1942 conseguí un
asombroso aumento de la producción de armas, ya destacaban
antes de 1933. Quizá resulte revelador que la fusión de aquellas
antiguas y acreditadas organizaciones y sus bien elegidos
colaboradores con el nuevo sistema de Hitler se tradujera en el
logro de grandes éxitos. Sin embargo, seguramente eso no habría
supuesto más que una fase transitoria. Transcurrida a lo sumo
una generación, los puestos de responsabilidad habrían sido
ocupados por unos dirigentes que, formados en los nuevos
principios educativos de las Escuelas Adolf Hitler y de las
Escuelas de Mandos, eran considerados arrogantes y sin
escrúpulos incluso en los propios círculos del Partido. <<
[10]
Véase Die neue Reichskanzlei, Editorial Central del NSDAP,
Munich (sin fecha). <<
[11]
Hitler era el único miembro del Partido que llevaba en la
chaqueta una insignia de oro, un águila que sujetaba una
esvástica con las garras. Todos los demás llevaban la insignia
808
redonda del partido. Naturalmente, la de Hitler no se distinguía
de otras americanas de civil. <<
[12]
En The myth of the State (Yale University Press, 1946), Ernst
Cassirer escribe lo siguiente sobre el ascendiente ejercido por el
Estado totalitario: «Eran personas inteligentes e instruidas,
hombres honrados y sinceros que por propia iniciativa
desdeñaron el mayor privilegio del ser humano, ser dueños de sí
mismos… Dejaron de mostrarse críticos respecto a lo que los
rodeaba y lo aceptaron como algo natural». <<
[13]
Estando en prisión, me enteré por Funk de que Hindenburg
se había dirigido a él expresándose en forma parecida. No se han
podido aclarar las circunstancias que motivaron aquel telegrama
de felicitación. <<
[14]
Sobre este problema, de importancia general, Goethe
constató en 1787 en su Ifigenia en Táuride que «el mejor de los
hombres» termina por «acostumbrarse a la crueldad» y acaba
«haciendo ley de aquello que aborrece», hasta el punto de que,
«por la fuerza de la costumbre», se vuelve «duro y casi
irreconocible». <<
[15]
Para lograr este fin, pretendíamos renunciar en la medida de
lo posible al hormigón armado y a la estructura de acero en
todos los elementos constructivos que estuvieran expuestos a la
acción de los agentes atmosféricos; los muros, incluso los de
gran altura, debían seguir resistiendo la presión del viento
cuando ya no tuvieran tejados o techos que los apuntalaran. Su
estructura se calculaba en función de ello. <<
[16]
Sir Nevile Henderson, Failure of a mission (1940):
«Realmente, más allá de su exacerbado nacionalismo y de su
ideología, había en la organización nazi y en sus instituciones
sociales muchas cosas que deberíamos estudiar […] y adaptar a
nuestra vieja democracia». <<
[17]
En Sir Nevile Henderson, Failure of a mission (1940). <<
809
[18]
El pintor de cámara de Hitler, el profesor Knirr, realizó el
retrato de Schreck a partir de una fotografía, y Ludwig Johst
pintó el de su madre, también a partir de una foto. Hitler
acostumbraba remunerar generosamente los trabajos de este
pintor. Una fotografía posterior muestra que Johst también
recibió el encargo de pintar un retrato del padre de Hitler. <<
[19]
Según Wagenfür, en 1944 Alemania gastó 71 000 millones
de marcos en producción de armamento (Die deutsche Industrie
im Kriege 1939-1945, pág. 86).
En la revista Deutsche Bauzeitung del año 1898, números 5, 9,
26 y 45, se dan detalles de las instalaciones que deberían
construirse para celebrar las fiestas nacionales alemanas. <<
[20]
El Estadio Olímpico de Berlín construido en 1936 tiene sólo
280 000 m3. <<
[21]
De un discurso inédito de Hitler, pronunciado el 9 de enero
de 1939 ante los obreros que trabajaban en la construcción de la
nueva Cancillería del Reich. <<
[22]
Debía de referirse a los planos de Martin Mächler, que se
mostraron al público en la gran exposición artística que se
celebró en Berlín en 1927 y que, a pesar de todo, guardan un
chocante parecido con las ideas de Hitler. Me enteré de su
existencia por el libro de Alfred Schinz Berlín, Stadtschicksal und
Städtebau (1946), que llegó a mis manos mientras estaba en
Spandau. <<
[23]
Véase el Boletín Oficial del Reich [Reichsgesetzblatt] del 30 de
enero de 1937, pág. 103. <<
[24]
Esta solución habría permitido también disponer a gran
distancia de Berlín las vías de maniobra y los talleres de
reparación, que de esa forma no estorbarían el futuro desarrollo
de la ciudad. <<
[25]
El terreno tenía una extensión de 3300 hectáreas. Según el
uso actual del suelo, que supone 120 habitantes por hectárea,
810
esto habría arrojado una cifra de 400 000 habitantes. <<
[26]
El proyecto de urbanización presentado en 1910 por los
profesores Brix y Genzmer, con el que ganaron el primer premio
en el Gran Concurso de Berlín, preveía una ciudad de diez
millones de habitantes, cifra que se había de alcanzar, según
ellos, en el año 2000 (Deutsche Bauzeitung, núm. 42, 1910). <<
[27]
Con ocasión del centenario del American Institute of
Architects, John Burchardt, decano del Massachusetts Institute
of Technology, escribió, en colaboración con Bush-Brown, un
libro titulado The Architecture of America (1961). En la página
423 de este volumen se lee: «Entre los gustos fascistas,
comunistas y democráticos había pocas diferencias, al menos
cuando se expresaban a través de los conductos oficiales».
Burchardt cita, como ejemplos del estilo neoclasicista en
Washington, el edificio de la Reserva Federal (arquitecto: Crete,
1937), la rotonda romana para el Jefferson Memorial
(arquitecto: Pope, 1937), la National Gallery (arquitecto: Pope,
1939), el Tribunal Supremo y el Archivo Nacional. Y prosigue:
«El antiguo edificio del Departamento de Guerra, que alojó más
tarde al Departamento de Estado, rayaba en el neoclasicismo
alemán tan querido por Hitler. La Rusia comunista, la Alemania
nazi, la Italia fascista y la democrática América siguieron siendo
los más fervorosos defensores del clasicismo». <<
[28]
Esta casa, cercana a la residencia de Hitler en el
Obersalzberg, había pertenecido a la familia Bechstein, con la
que lo unía una cierta amistad. <<
[29]
Se refería al llamado Segundo libro de Hitler, que se publicaría
en 1961. <<
[30]
El libro de N. E. Gun Eva Braun-Hitler (1967) incluye una
lista de joyas de gran valor. Por lo que recuerdo, Eva Braun no
las llevaba nunca, y tampoco aparecen en ninguna de las
numerosas fotografías que hay de ella. Es posible que se trate de
811
objetos que Hitler le hizo llegar durante la guerra a través de
Bormann a causa de su valor permanente. <<
[31]
Edificada en estilo neogótico entre 1862 y 1924, su torre fue
rebajada un metro para igualarla a la de la catedral de San
Esteban. <<
[32]
La lista recoge los edificios de los que Hitler hizo algún
boceto. <<
[33]
Hermann Esser era uno de los camaradas de Partido de los
primeros tiempos y fue posteriormente subsecretario de
Turismo. Christian Weber, también miembro del Partido desde
el principio, a partir de 1933 desempeñó un papel secundario:
entre otras cosas, se ocupó de dirigir las carreras de caballos de
Riem. <<
[34]
Hitler volvió a referirse a estas prisas en el discurso que
pronunció el 9 de enero de 1939 en el Palacio de Deportes de
Berlín con motivo de la conclusión de las obras. Ya en
1935 Hitler me había encargado unos bocetos para llevar a cabo
una considerable ampliación de la Cancillería. <<
[35]
Un consejo que le dio el doctor Grawitz, general de división
de las SS y médico del Reich. <<
[36]
Se trataba de Ultraseptyl. <<
[37]
Iliá Méchnikov realizó investigaciones sobre bacterias,
toxinas e inmunidad. En 1908 le fue otorgado el premio Nobel.
<<
[38]
Extraído de un discurso inédito de Hitler, pronunciado el 2
de agosto de 1938 en la Sala de Alemania de Berlín con motivo
de la cobertura de aguas de la nueva Cancillería del Reich. <<
[39]
De un discurso de Hitler, pronunciado el 9 de enero de
1939. <<
[40]
Véase Friedrich Hossbach, Zwischen Wehrmacht und Hitler
(1949), pág. 207. <<
812
[41]
Actualmente la Theodor-Heuss-Platz de Berlín. <<
La propaganda nazi aludía con esta denominación despectiva
a la República de Weimar. [N. del T.]. <<
[43]
Del informe a Hitler del 20 de septiembre de 1944. <<
[44]
Véase Die Reichskanzlei (Eher-Verlag, Munich), págs. 60 y
61. <<
[45]
Winston S. Churchill, La Segunda Guerra Mundial, libro IV.
<<
[46]
Es verdad que Hitler celebraba todos los días numerosas
entrevistas con los jefes regionales, conocidos y antiguos
camaradas del partido que habían alcanzado honores y
categoría. Sin embargo, en la medida en que me hallaba
presente en ellas, pude comprobar que en tales entrevistas no se
seguía ningún programa de trabajo, sino que Hitler, en una
prolongación de la sobremesa, se extendía relajadamente sobre
los problemas que lo acuciaban y, por lo general, la conversación
derivaba pronto hacia la charla insustancial. Debo admitir que
la agenda de Hitler da una impresión muy distinta de su
capacidad de trabajo. <<
[47]
Estas obras están consignadas en la Crónica de 1941. <<
[48]
Departamento de Turismo, en la intersección de la gran
avenida con la Potsdamer Strasse. <<
[49]
Crónica de 1941: «La Ópera del Reich se encuentra frente al
Ministerio de Economía; la Filarmónica, frente al Ministerio de
Colonias». El arquitecto Klaje, director general de una sección
del Ministerio, me dijo hacia 1941 que en la Sección de
Construcciones del Alto Mando del Ejército de Tierra iban a
exponerse unas maquetas de casas apropiadas para África. <<
[50]
Del diario del Dr. Goebbels, anotación del 12 de mayo de
1943: «Si no se construye en el parque de Sanssouci un
grandioso mausoleo, de estilo griego, para albergar los restos de
[42]
813
Federico el Grande, estos serán depositados en la gran “Galería
de los Soldados” del futuro edificio del Ministerio de Guerra».
<<
[51]
Incluyendo el hueco del arco, el Arco de Triunfo de Berlín
habría tenido un volumen de 2 366 000 m3; el Arc de Triomphe
de París habría cabido 49 veces dentro de él. La «Galería de los
Soldados» era un cubo de 250 metros de longitud, 90 de
anchura y 83 de alto. El terreno que se extendía tras la Sala,
destinado al Alto Mando del Ejército de Tierra, tenía una
extensión de 300 por 450 metros. El vestíbulo con escalinatas
del nuevo edificio de Göring tenía una superficie de 48 por 48
metros, y una altura de 42 metros. Los costes del edificio
destinado a Göring se estimaban en un mínimo de 160 millones
de marcos del Reich. El nuevo Ayuntamiento de Berlín tenía
una longitud de 450 metros, y su cuerpo central iba a alcanzar
una altura de 60 metros. El edificio del Alto Mando de la
Marina de Guerra habría de tener 320 metros de longitud; la
nueva Jefatura Superior de Policía de Berlín, 280 metros. <<
[52]
A pesar de mi cargo oficial como Inspector General de
Edificación, Hitler me permitía proyectar grandes edificios
como arquitecto particular. En la reestructuración de Berlín se
observaba sistemáticamente el procedimiento de encomendar a
arquitectos particulares tanto las obras del Estado como las casas
comerciales. <<
[53]
Del discurso que Hitler pronunció en la celebración de la
cobertura de aguas de la nueva Cancillería del Reich, el 2 de
agosto de 1938. <<
[54]
Albert Speer: «Neuplanung der Reichshauptstadt», en Der
Baumeister, Munich, 1939, núm. 1. El tradicional ingenio de
los berlineses tomó como blanco nuestros planes de
construcción, a pesar de lo poco que sabían de los auténticos
proyectos. Según cuenta Ulrich von Hassel en su Diario,
814
Furtwängler me habría dicho lo maravilloso que tenía que ser
poder construir obras tan grandes a partir de mis propias ideas, a
lo que el pueblo de Berlín ponía en mi boca, a guisa de
respuesta: «Imagínese que alguien le dijera a usted: “Es mi
voluntad inquebrantable que a partir de ahora la Novena se
ejecute únicamente con una armónica”». <<
[55]
Crónica del 28 de marzo de 1941. <<
[56]
Según Wagenfür, en el año 1939 se gastaron 12 800
millones de marcos del Reich en obras. <<
[57]
Crónica del 29 de abril. <<
[58]
Crónica del 31 de marzo de 1941. <<
[59]
Sir Nevile Henderson habla de ello en su obra Failure of a
mission (1940): «Por consiguiente, mi intención era cambiar mi
Embajada, que el Gobierno alemán podría destinar a fines
gubernamentales, por un gran solar situado en una esquina de la
nueva gran avenida transversal. Hablé enseguida de mi proyecto
a Göring y a Ribbentrop, y les rogué que hicieran saber a Hitler
que más adelante le hablaría del asunto y que tenía la esperanza
de que esta propuesta pudiera formar parte de un acuerdo
general con Alemania».
Según la Crónica del 20 de agosto de 1941, Alfieri manifestó
que «el Duce tenía un extraordinario interés por la arquitectura
alemana. Y que ya le había preguntado a él, Alfieri, si tenía
amistad con Speer». <<
[60]
Por ejemplo, Trevor-Roper, Fest y Bullock. <<
[61]
En el discurso que pronunció el 10 de noviembre de 1938
ante los redactores en jefe de la prensa alemana, Hitler describió
así el método apropiado para preparar propagandísticamente
una guerra: «Ciertos procesos deben iluminarse de manera que
se vaya sembrando en la gran masa del pueblo, poco a poco y de
forma automática, el convencimiento de que si una cosa no se
puede conseguir por las buenas, no hay más remedio que
815
recurrir a las malas; que de ningún modo las cosas pueden seguir
como estaban». <<
[62]
En el plano, que todavía se conserva, se había previsto que el
nuevo pleno dispondría de una sala de 2100 m2. <<
[63]
Se conservan los dibujos preliminares del proyecto, que
datan de esa época. El 5 de noviembre de 1936 Hitler hizo
también unos bocetos a partir de los primeros planos que yo le
había presentado. <<
[64]
Los tambores de estas columnas, de tres metros de diámetro,
ya habían empezado a ser labrados en Suecia con granito rojo
cuando comenzó la guerra. <<
[65]
Los 21 000 000 m3 correspondían a los 9 400 000 m3 de la
parte circular, incluyendo la cúpula,9 500 000 m3 del
basamento cuadrado, 2 200 000 m3 de las cuatro antesalas y
8000 m3 de la linterna. <<
[66]
Según explica K. Lankheit en Der Tempel der Vernunft
(Basilea, 1968), la cúpula de una obra proyectada hacia 1793
por Étienne L. Boullée para glorificar la «Razón» de la
Revolución Francesa tenía un diámetro de 260 m <<
[67]
Aunque la acústica suele ser el punto flaco de los recintos
cerrados por medio de una cúpula, varios especialistas nos
aseguraron, para nuestra tranquilidad, que no había motivo
alguno de preocupación si se tomaban las medidas adecuadas.
<<
[68]
Para compensar las diferencias debidas a la naturaleza del
suelo y, al mismo tiempo, aumentar su densidad, los ingenieros
idearon una plancha-base maciza y continua de 320 x 320 m,
que se enterraría hasta una profundidad de 30 m <<
[69]
Uno de los ejes de la plaza medía 500 m, y el otro 450 m <<
[70]
Hitler realizó esos bocetos el 5 de noviembre de 1936, en
diciembre de 1937 y en marzo de 1940.
816
La Cancillería que había ocupado Bismarck en la
Wilhelmstrasse tenía 13 000 m3. El nuevo palacio del Führer,
cuya conclusión estaba prevista para 1950, habría tenido
1 900 000 m3, sin contar las dependencias de trabajo, que
ocupaban 1 200 000 m3. Con un total de 3 100 000 m3, Hitler
habría superado largamente el proyecto de Göring, de
580 000 m3, por lo que no volvió a referirse a él.
Con sus 280 m de longitud, la fachada del palacio de Hitler que
daba al jardín no podía equipararse con la del de Luis XIV en
Versalles, de 576 m; pero eso era sólo porque el terreno no
permitía una edificación más larga, por lo que tuve que doblar
las dos alas en forma de U. Cada una de estas alas medía 195 m;
así pues, la longitud total de esta fachada alcanzaba los 670 m,
casi cien más que la de Versalles.
Se ha conservado el plano de la planta baja del palacio, y con él
puedo reconstruir la distribución de los espacios, fijada
personalmente por Hitler. Se llegaba al Patio de Honor, de
100 m de longitud, a través de un portal gigantesco que daba a
la gran plaza; desde este patio, que comunicaba con otros dos,
rodeados de columnas, se llegaba a las salas de recepción, que se
abrían a una serie de estancias que se alineaban a lo largo de un
cuarto de kilómetro; otra alineación de recintos, situada en el
lado norte, habría alcanzado los 380 m. Desde allí se llegaba,
cruzando una antesala, al enorme comedor, de 92 x 32 m, lo
que hacía una superficie de 2940 m2. La totalidad de la
residencia del canciller Bismarck tenía sólo 1200 m2, así que
habría cabido perfectamente en el comedor.
En condiciones normales, se considera que la superficie que
cada persona ocupa en un comedor es de 1,5 m2, por lo que este
salón habría podido acoger a casi dos mil comensales. <<
[71]
Las ocho salas para reuniones sociales habrían tenido
15 000 m2 en total. El teatro estaba proyectado para 400
817
cómodas butacas, aunque, puesto que la sala medía 320 m2, la
disposición normal de los asientos en los teatros, que asigna 0,4
m2 por persona, habría permitido que se sentaran 800
espectadores en platea y 150 en las tribunas. Hitler había
previsto un palco aparte para él. <<
[72]
La sala de recepción de la Casa Blanca (East Room) de
Washington tiene unos 500 m3, mientras que la de Hitler medía
21 000 m3.
El camino que debían recorrer los diplomáticos en la Cancillería
del Reich edificada en 1938 tenía 220 m, y en la nueva serían
504 m. Tendrían que cruzar una sala de recepción de 34 x 36
m, una sala abovedada de 180 x 67 m, una sala cuadrada de
28 x 28 m, la galería de 220 m y una antesala de 28 x 28 m. La
diferencia respecto a la longitud total corresponde al espesor de
las paredes. <<
[73]
Incluidas las dependencias de trabajo (200 000 m3) de la
Cancillería, situadas en el lado sudeste de la plaza e integradas
en el edificio, se habría alcanzado una capacidad total de
1 400 000 m3, mientras que la construcción de Siedler sólo
tenía 20 000 m3. <<
[74]
El 2 de agosto de 1938, en la celebración de la cobertura de
aguas de la nueva Cancillería del Reich, Hitler dijo: «No soy
sólo el canciller del Reich, sino también un ciudadano. Como
ciudadano, en Munich sigo viviendo en la misma casa que antes
de alcanzar el poder. Sin embargo, como canciller del Reich y
Führer de la nación alemana, es mi deseo que Alemania sea tan
bien representada como cualquier otro Estado, incluso mejor.
Así, comprenderán ustedes que mi orgullo no me permita residir
en antiguos palacios. No haré tal cosa. El nuevo Reich levantará
sus propios edificios. No viviré en esos palacios. En el resto de
Estados, todo el mundo está metido en algún sitio: en Moscú,
en el Kremlin; en Varsovia, en el Belvedere; en Budapest, en el
818
Palacio Real; en Praga, en Hradschin. Sólo tengo una ambición:
dotar al nuevo Reich del pueblo alemán unas obras que no lo
avergüencen al compararlas con esas antiguas mansiones
palaciegas. Además, esta nueva República alemana no ocupará
los antiguos aposentos reales. Si otros se alojan en el Kremlin, en
Hradschin o en un castillo, nosotros aseguraremos la
representación del Reich por medio de unas obras propias de
nuestro tiempo… No sé quién habitará en estos nuevos
edificios. Dios quiera que sean siempre los mejores hijos de
nuestro pueblo, no importa cuál sea su origen. Pero sí sé una
cosa: que en el resto del mundo no habrá nadie que mire por
encima del hombro a los hijos de nuestro pueblo porque
procedan de las capas más humildes. Desde el momento en que
alguien ha sido llamado a representar a la nación alemana, está
al mismo nivel que cualquier rey o emperador extranjero». En la
inauguración, el 9 de enero de 1939, insistía: «He rehusado vivir
en el que se conoce como Palacio del Presidente del Reich. ¿Por
qué, compatriotas? Ahí vivió antiguamente el mayordomo
mayor de la Corte y, ¿sabéis qué?, el Führer de la nación
alemana no residirá en una casa en la que antes haya vivido el
mayordomo mayor de la Corte. Preferiría irme a una azotea
antes que vivir en ese palacio. Desde luego, nunca he
comprendido a los de la antigua República. ¡Los caballeros
proclamaron una república, acabaron con el antiguo Imperio y
luego se fueron a vivir a casa del antiguo mayordomo mayor de
la Corte! ¡Eso es una indignidad, obreros alemanes! No tuvieron
la fuerza de darle enseguida un rostro propio al Estado que
crearon. Ha sido y es mi decisión inquebrantable que el nuevo
Estado disponga de unos símbolos propios». Así pues, era
evidente que el asunto de su representación personal preocupaba
a Hitler, cosa nada extraña dado el volumen de sus proyectos de
futuro, que sólo conocíamos él y yo. <<
[75]
He calculado un coste por metro cúbico de unos 200 DM
819
para la Sala y de 300 DM para las obras restantes. <<
[76]
El solar del cuartel de las SS se situaba junto a la estación del
sur, a siete kilómetros del centro hitleriano; el del regimiento
berlinés Gran Alemania se dispondría a ochocientos metros, al
norte de la Gran Sala. <<
[77]
El 8 de mayo de 1943, Goebbels anotó en su Diario: «El
Führer expresa su certeza inquebrantable de que el Reich llegará
un día a dominar Europa entera. Aún nos quedan muchos
combates para conseguirlo, pero no hay duda de que nos
conducirán a los éxitos más gloriosos. Entonces quedará abierto
el camino hacia el dominio del mundo. Quien sea dueño de
Europa podrá reclamar el gobierno del mundo entero». <<
[78]
El Vólkischer Beobachter publicó, el 23 de agosto de 1939, la
siguiente noticia: «A las 2.45 horas de la madrugada del martes
día 22, pudo contemplarse en el observatorio astronómico de
Sonneberg una gran aurora boreal que se extendía por la zona
norte y noroeste del cielo». <<
[79]
Von Below, asistente de Hitler, me informó de esta
observación. <<
[80]
De hecho, en la Cancillería del Reich construida nueve meses
antes hice poner bajorrelieves con escenas de la leyenda de
Hércules. <<
[81]
Citado de memoria. Hitler se expresó en términos similares
respecto a aquel momento después de 1942, cuando yo era ya su
ministro de Armamentos. <<
[82]
El 23 de noviembre de 1937, durante la inauguración de la
Escuela de Mandos de Sonthofen, se desató un júbilo
inenarrable cuando Hitler, en un discurso que los jefes
comarcales del partido acogieron con calma, exclamó de pronto,
sin ninguna preparación retórica: «¡Inglaterra es nuestro
enemigo número uno!». Entonces me dejaron perplejo tanto la
unánime espontaneidad de aquella demostración de júbilo como
820
el inesperado giro de Hitler contra Inglaterra, pues yo había
supuesto que esta nación continuaba teniendo un papel
privilegiado en su mundo ideal. <<
[83]
El 26 de junio de 1944, Hitler, en un discurso pronunciado
ante los industriales en el Obersalzberg, dijo estas palabras: «No
era mi intención repetir los errores de 1899, 1905 y 1912, es
decir, confiar en que ocurriría un milagro y que no habría
necesidad de lucha». <<
[84]
Hermann Rauschning reproduce una observación de Hitler
diciendo que, si la guerra no pudiera ganarse, la jefatura
nacionalsocialista preferiría arrastrar consigo al abismo a todo el
continente. (Rauschning, Gesprache mit Hitler, Zurich-Viena,
1945). <<
[85]
«En mi opinión, la masa del pueblo alemán, la otra
Alemania, estaba aterrorizada ante la idea de esta guerra, que le
había sido impuesta por la fuerza. Sólo puedo decir que el
ambiente general de Berlín era extraordinariamente sombrío y
deprimido». (Sir Nevile Henderson, Failure of a mission, 1940).
<<
[86]
Crónica de 1941: «El 12 de mayo, en presencia del coronel
Schmundt, Speer mantuvo una conversación con Hitler en el
Obersalzberg sobre los futuros desfiles que habrían de celebrarse
en la gran avenida. Para presidir el desfile, el Führer ya había
elegido un punto situado en el centro de la avenida, cerca de los
Ministerios. Las tropas deberían venir del sur». <<
[87]
Según la carta que dirigí al tesorero del Reich del NSDAP el
19 de febrero de 1941: Augsburgo, Bayreuth, Bremen, Breslau,
Danzig, Dresde, Dusseldorf, Graz, Hamburgo, Hannover,
Heidelberg, Innsbruck, Colonia, Memel, Münster, Oldenburg,
Poznari, Praga, Sarrebruck, Salzburg, Stettin, Waldbröl,
Weimar, Wolfsburg, Wurzburg, Wuppertal. <<
[88]
Del acta de mi conversación con Hitler del 17 de enero de
821
1941. Mediante una carta dirigida a Bormann el 20 de enero de
1941, renuncié al cargo de «Delegado de Edificación» de su
Estado Mayor. El 30 del mismo mes y año dirigí otra carta al
doctor Ley para renunciar a mi cargo en «Belleza del Trabajo» y
a la alta inspección de las obras del Frente Alemán del Trabajo.
Según la Crónica, se devolvió la alta inspección del
levantamiento de casas comunales del Partido al tesorero
nacional, M. X. Schwarz, y renuncié a mi facultad de
«dictaminar sobre escritos de índole arquitectónica» y de
designar a los arquitectos de confianza del departamento
nacionalsocialista de bienestar social. También comuniqué al
jefe nacional Rosenberg que, en lo sucesivo, no debía
acompañar a mi nombre el título de «delegado para las obras del
NSDAP» en la revista Baukunst im Deutschen Reich que
editábamos conjuntamente. <<
[89]
Sin embargo, me limité a cumplir nuestra promesa de ofrecer
terrenos a las iglesias para reemplazar los que habían ocupado
los edificios que serían derribados en el interior de la ciudad. <<
[90]
Hitler había elegido para cada campaña una marcha distinta
con la que anunciar por la radio las victorias obtenidas. <<
[91]
Mi sugerencia de que el doctor Todt paralizara las obras y su
correspondiente respuesta están registradas en la Crónica. <<
[92]
Estos datos están tomados del informe final de la Crónica de
1941. Según otro informe, entre fines de marzo y comienzos de
septiembre de 1941 Noruega proporcionó 2 400 000 m3 de
granito sin labrar y 9 270 000 m3 de granito pulido; Suecia, que
entregó 4 210 000 m3 de un tipo y 5 300 000 m3 del otro,
obtuvo un contrato de suministro de granito por valor de dos
millones de marcos anuales, garantizado durante diez años. <<
[93]
Esta declaración de Hitler aparece consignada en la Crónica
del 29 de noviembre de 1941. También se ha citado
literalmente a partir de la Crónica la misión encargada al
822
almirante Lorey. <<
[94]
Los detalles se han extraído de la Crónica del 1 de mayo y del
21 de junio y del acta de reuniones del Führer del 13 de mayo
de 1942, punto 7. Recientemente se ha hallado un intercambio
epistolar mío con la Marina de Guerra, del que se infiere que en
Trondheim, en una superficie de 700 ha, iban a levantarse
55 000 viviendas para «el personal de la Marina». <<
[95]
De la Crónica del 24 de noviembre de 1941 y del 27 de
enero de 1942. <<
[96]
Crónica de otoño de 1941 y del 1 de enero de 1942. <<
[97]
La orden de Hitler seguía en vigor en diciembre de 1941, a
pesar de que las circunstancias habían cambiado visiblemente.
Hitler se mostraba vacilante cuando se trataba de revocar sus
órdenes, en parte porque tenía una tendencia natural a la
vacilación y en parte por razones de «prestigio». La orden que,
en vista de la situación bélica, volvía a dar prioridad al
armamento del Ejército de Tierra no se emitió hasta el 10 de
enero de 1942. <<
[98]
De la Crónica del 11 de noviembre de 1941. <<
[99]
De la Crónica del 5 de mayo de 1941. <<
[100]
Según la Crónica, a partir del 28 de enero de 1942 salió
cada día de Berlín un tren con obreros y maquinaria hacia
Ucrania. Con anterioridad ya habían llegado a Dniepropetrovsk
algunos cientos de trabajadores para las tareas preparatorias. <<
[101]
Todt se dirigía a Munich; probablemente se había previsto
una escala en Berlín. <<
[102]
Carta del doctor Todt del 24 de enero de 1941. <<
[103]
En la Crónica del 10 de mayo de 1944 se citan las siguientes
palabras de mi discurso: «En 1940, cuando se nombró al doctor
Todt titular del Ministerio de Armamentos y Munición, el
Führer me citó oficialmente y me dijo que la misión que se le
823
había encomendado —fabricar todo el armamento del Ejército
de Tierra— era enorme, por lo que no podría ocuparse al
mismo tiempo de dirigir la construcción. Rogué al Führer que
desistiera de su propósito de encargarme aquella tarea, pues
sabía que al doctor Todt le gustaba y que aquella decisión
comportaría muchas dificultades. Le dije que la idea no sería de
su agrado y el Führer desistió». <<
[104]
El despegue se efectuó normalmente, pero muy poco
después, mientras el aparato todavía era visible, el piloto dio un
giro brusco y empezó a descender hacia la pista de aterrizaje; al
parecer, tenía una emergencia y no le dio tiempo de poner el
avión de cara al viento. Entonces sucedió la desgracia, no lejos
del campo de aviación y a poca altura. El avión era un
Heinkel III, adaptado para el transporte de pasajeros, que había
puesto a disposición del doctor Todt el mariscal Sperrle, amigo
suyo, porque el aparato de Todt necesitaba algunas
reparaciones. Hitler supuso que, al igual que todos los correos
que volaban hacia el frente, este avión tenía un dispositivo que,
al accionarse por medio de una palanca situada entre los asientos
del piloto y el acompañante, hacía que el avión estallara al cabo
de unos minutos. El dictamen del tribunal militar, pronunciado
el 8 de marzo de 1943 (K 1 T. L. 11/42) por el general en jefe
Königsberg, establece lo siguiente: «Al parecer, a unos 700
metros de distancia del campo de aviación, el piloto cortó gas
para volver a darlo dos o tres segundos después. En ese
momento, en la parte delantera del aparato, al parecer a causa de
una explosión, se encendió una violenta llamarada. Acto seguido
el aparato se precipitó a tierra desde una altura de unos veinte
metros, cayó sobre el plano de sustentación derecho y golpeó
casi verticalmente contra el suelo. El aparato resultó destruido
por el incendio que se inició brevísimos instantes después del
golpe y que fue seguido de varias detonaciones». <<
[105]
A los tres meses de mi nombramiento, el 8 de mayo de
824
1942, Hitler tranquilizó a Rosenberg: «A este respecto el Führer
manifestó repetidas veces que el Ministerio del Reich de Speer
sería disuelto el día en que se firmara la paz y que sus
ocupaciones serían distribuidas». (Anotado por Rosenberg,
documento de Nuremberg, 1520 PS).
En el mismo sentido escribí a Hitler desde mi lecho de enfermo
en el hospital de Hohenlychen el 25 de enero de 1944: «No
necesito recalcarle, mein Führer, que jamás he tenido la
intención de ejercer actividades políticas, ni durante la guerra ni
después de ella. Considero mi tarea actual pura y simplemente
como un servicio de guerra y disfruto de antemano pensando en
la época en que podré desarrollar de nuevo mi labor profesional
como artista, que para mí tiene más importancia que cualquier
actividad ministerial o política». <<
[106]
Hasta el verano de 1943, cuando nos trasladamos a los
«barracones del Knie», no pude cambiar sin llamar la atención
aquellos muebles por los de mi antiguo despacho, diseñados por
mí. De aquel modo logré deshacerme también de un cuadro que
estuvo hasta entonces detrás de mi mesa. Mostraba a Hitler, que
en realidad no sabía cabalgar, como caballero medieval, lanza en
ristre, a lomos de un corcel y con el rostro severo. Los técnicos
de fina sensibilidad no siempre tienen gusto artístico al decorar
sus interiores. <<
[107]
Véase también la Crónica del 12 de febrero: «Los intentos
de Funk, Ley y Milch para inmiscuirse en las actividades del
ministro a los pocos días de que éste se hiciera cargo del
Departamento fueron sofocados enseguida». Se nombra a Ley
en estas notas porque, poco después de mi nombramiento,
escribió en el órgano del partido (Angriff) un artículo desleal que
le acarreó una reprimenda de Hitler. Véase el Diario del doctor
Goebbels de los días 13 y 25 de febrero de 1942. <<
[108]
De mi discurso pronunciado el 18 de abril de 1942 ante los
825
consejeros económicos regionales. <<
[109]
En una carta que me dirigió el 5 de noviembre de 1942,
Göring reconocía de manera indirecta mi autoridad: «Ha sido
un placer para mí traspasarle a usted estos poderes, derivados de
mi pleno poder general, con objeto de que no pueda producirse
un conflicto de intereses. De otro modo, habría tenido que
rogar al Führer que me relevara del cargo de responsable de la
ejecución del Plan Cuatrienal». <<
[110]
Del decreto sobre los «apoderados generales de
Armamento». <<
[111]
Crónica del 2 de marzo de 1942. <<
[112]
Véase Walther Rathenau: Die neue Wirtschaft, 1917.
(Gesammelte Schriften, volumen 5). <<
[113]
Existe una extensa literatura sobre la organización del
Ministerio de Armamento. Citemos, por ejemplo, el libro de
Gregor Janssen, Das Ministerium Speer, y el de Rolf Wagenführ,
Die deutsche Industrie im Kriege 1939 bis 1945. Estos trabajos
explican todo lo relativo a la producción de armamento de un
modo mucho más detallado de lo que yo lo habría hecho
aunque me hubiera concentrado únicamente en ese tema. Según
el decreto del 29 de octubre de 1943, relativo a la asignación de
funciones, las comisiones y anillos principales eran responsables
de los siguientes cometidos: tipificación, unificación de las
normas sobre piezas en bruto destinadas a producir varios
artículos, procesos de fabricación, ahorro de materias primas
(cálculo del peso de las materias primas empleadas), sustitución
de materias primas para ahorrar metales escasos, prohibición de
fabricación, comparación de rendimientos, intercambio de
experiencias, desarrollo de nuevos métodos de trabajo,
limitación de los modelos y constitución de los programas de las
empresas, concentración de la producción, destitución y
ampliación de personal, justificantes de empresas, traslado de la
826
producción, control de acabados, solicitud y amortización de la
maquinaria, ahorro de energía y gas, etc.
Los presidentes de las comisiones de desarrollo tenían que
decidir si la fabricación de un prototipo requería una inversión
razonable en términos militares o de economía armamentista, y
si una vez desarrollado sería posible producirlo.
Los directores de las comisiones y anillos principales y de las
comisiones de desarrollo estaban a mis órdenes directas. <<
[114]
Según una carta de mi jefe de personal, Bohr, del 7 de junio
de 1944. <<
[115]
Autoricé a todos los jefes de sección para firmar «en
representación» en vez de hacerlo con el habitual «por orden».
De acuerdo con las normas de la burocracia, esto suponía
otorgarles unos poderes que hasta entonces sólo tenía el
subsecretario. Las protestas del ministro del Interior,
responsable de la regulación de la técnica administrativa estatal,
no llegaron a ninguna parte.
Al director de la Oficina Central, Willy Liebel, lo traje de
Nuremberg, donde había ejercido el cargo de alcalde. El jefe de
la Oficina Técnica, Karl Saur, procedía de las filas de los
funcionarios intermedios del Partido y había desarrollado una
actividad secundaria en una empresa industrial. El jefe de la
Oficina de Suministros, doctor Walter Schieber, químico de
profesión, encarnaba dentro de las SS y el Partido al típico viejo
camarada que trabajaba en lo suyo. Mi representante en la
Organización Todt, Xaver Dorsch, era nuestro más antiguo
miembro del Partido. También el jefe de sección Seebauer,
responsable de la producción de bienes de consumo, se había
afiliado al Partido mucho antes de 1933. <<
[116]
Crónica de 1942. <<
[117]
Extraído del «índice de la producción alemana de
armamentos» elaborado en enero de 1945 a partir del coste de
827
los diversos tipos de armamento, sin tener en cuenta el alza de
precios para no falsear la validez de las cifras. El hecho de
duplicar la producción de municiones, capítulo que
representaba el 29% del coste total del armamento de las tres
ramas de la Wehrmacht, repercutió fuertemente en el índice
global. El siguiente resumen muestra la efectividad de nuestro
trabajo en los tres sectores armamentistas principales:
1. Entre 1940 y 1944 se quintuplicó el número de tanques,
aunque su capacidad combativa aumentó 7,7 veces, dado que
eran cada vez más potentes. Este resultado se consiguió
empleando un 270% más de mano de obra y un 212% más de
acero. Así pues, la Comisión Central de Tanques consiguió,
respecto a 1941, un ahorro del 79% en mano de obra y del 93%
en la cantidad de acero empleado.
2. El índice global de municiones para el Ejército de Tierra, la
Aviación y la Marina, que fue del 102 en 1941, se triplicó en
1944, aumentando hasta el 306. Para lograrlo se empleó un
67% más de mano de obra y un 182% más de acero. Así pues,
incluso en este sector, a pesar de que la producción ya estaba
mecanizada antes de iniciarse nuestra actividad, se logró reducir
la mano de obra un 59% y sólo un 9,4% el acero.
3. De 1941 a 1944, el índice de cañones aumentó 3,3 veces, lo
que requirió únicamente un 30% más de mano de obra, un
50% más de acero y un 38% más de cobre. (Los datos relativos
a mano de obra, cobre y acero de estos tres ejemplos proceden
del discurso que pronuncié en el Wartburg el 16 de julio de
1944).
La agricultura y la economía forestal se organizaron a partir de
unos principios de autorregulación similares y consiguieron un
crecimiento similar. <<
[118]
Del discurso del 18 de abril de 1942. Partiendo del
principio de la confianza, «por imposible que les parezca a los
828
burócratas de la administración, se puede llegar a derribar un
sistema que, si perdura, será un obstáculo cada día mayor para
toda la economía de guerra». No cabe duda de que exageraba
cuando dos años más tarde, el 24 de agosto de 1944, afirmé ante
los que colaboraban con nuestra organización de armamentos
que «la confianza que depositábamos en los técnicos y jefes de
empresa constituía un caso único en el mundo».
Dos semanas antes, el 10 de agosto de 1944, constaté, en
presencia de las mismas personas: «Hemos construido nuestro
aparato administrativo de tal forma que hasta ahora cada uno de
nosotros, hasta el último de los obreros, ha sido tratado con la
mayor desconfianza; se consideraba que todo el mundo estaba
dispuesto a defraudar al Estado en cualquier momento, y para
evitarlo se establecieron todo tipo de filtros, para que, por
ejemplo, el director de una empresa que hubiera logrado rehuir
uno de los filtros —como la comprobación de precios— fuera
atrapado por los beneficios. Y después vienen los impuestos, con
lo que al final igualmente no queda casi nada. De lo que se trata
es de modificar la postura del Estado frente al pueblo alemán y
de sustituir el recelo por la confianza. Esta medida permitiría a
la Administración prescindir de unas 600 000 u 800 000
personas». Naturalmente, me proponía emplearlas en las fábricas
de armamentos. <<
[119]
Véase la carta que dirigí a Hitler el 20 de septiembre de
1944, citada en el capítulo XXVII. <<
[120]
Del discurso pronunciado el 1 de agosto de 1944 ante mis
colaboradores de la industria del armamento. <<
[121]
Citado en la Crónica del 19 de febrero de 1943. <<
[122]
Véase la carta del 20 de septiembre de 1944. <<
[123]
Disposición del Führer para la protección de la economía
armamentista del 21 de marzo de 1942. <<
[124]
El 26 de mayo de 1944, tras una discusión con el general de
829
división de las SS Kammler, que había hecho detener a un
director de la BMW por sabotaje, me reuní con los jefes de
sección y dicté unas «Directrices de procedimiento en caso de
faltas cometidas en la economía de armamento». El ministro
desea «que un grupo de industriales adopte una postura respecto
a las faltas antes de que los tribunales o las SS se ocupen de ellas.
El ministro no tolerará detención ni condena alguna sin haber
sido escuchado previamente». (Crónica). <<
[125]
Respecto al tema de este capítulo, véase el discurso
pronunciado en Essen ante los industriales el 6 de junio de
1944. <<
[126]
Nueve meses antes había intentado en vano parar el alud de
cartas poniéndoles un sello con mi firma y las siguientes
palabras: «Devolver al remitente. Sin importancia bélica».
Crónica del 11 de febrero de 1943. <<
[127]
La fabricación de antitanques y antiaéreos en 1941 se ha
contado con los cañones. Ese año se produjo la mitad de
ametralladoras y aviones que en 1918. Sin embargo, la
fabricación de pólvora y explosivos llegó a multiplicarse por 2,5
debido a las exigencias cada vez mayores de bombas y minas
marinas y terrestres. Naturalmente, estas cifras son sólo relativas
tanto en lo que se refiere a las armas como a los aviones, pues los
requisitos técnicos exigidos a los equipos de armamento habían
aumentado mucho desde 1918. (Los datos correspondientes a
este último año han sido tomados del libro de Rolf Wagenführ).
Durante mucho tiempo la producción de municiones fue más
baja que en la Primera Guerra Mundial. En mi discurso del 11
de agosto de 1944 establecí una comparación inequívoca: «En
muchos sectores, y de forma especial en el de la fabricación de
municiones, las cifras alcanzadas en la Primera Guerra Mundial
fueron más altas que las actuales aproximadamente hasta 1943;
sólo en estos últimos meses se ha conseguido superar la
830
producción máxima de municiones de las guerras mundiales,
contando tanto la participación de Alemania como la del
Protectorado y Austria». <<
[128]
Las dificultades que la burocracia, autárquica y altamente
desarrollada, introducía en nuestra economía de guerra pueden
ilustrarse con el curioso ejemplo que sigue, que relaté
detalladamente en mi discurso del 28 de abril de 1942:
«El 11 de febrero de 1942, una fábrica de armamento de
Oldenburg pidió un kilo de alcohol a una empresa de Leipzig,
que le exigió un formulario de compra del Departamento de
Monopolios del Reich. La fábrica de Oldenburg se dirigió a este
departamento, que la remitió a la Sección Económica
competente para que le extendiera un documento que certificara
la urgencia del pedido. Ésta encargó el asunto a su delegación de
Hannover, que exigió y obtuvo una declaración jurada de que el
alcohol se emplearía sólo para fines técnicos. El 19 de marzo, es
decir, más de cinco semanas después, la oficina de Hannover
comunicó que la solicitud había sido devuelta a la Sección
Económica de Berlín; el 26 de marzo, la fábrica recibió un
escrito de la Sección Económica en el que se le indicaba que el
pedido había sido aprobado y remitido al Departamento de
Monopolios del Reich, aunque al mismo tiempo se le
comunicaba que carecía de objeto dirigirse a aquella sección
para tales asuntos, ya que no tenía asignado ningún cupo de
alcohol, por lo que en el futuro debería dirigir sus peticiones al
Departamento de Monopolios… Que era precisamente lo que
la empresa había hecho al principio. El 30 de marzo se cursó
una nueva solicitud al Departamento de Monopolios del Reich,
que doce días más tarde respondió diciendo que en primer lugar
debía ser informado de la cantidad de alcohol que se consumía
al mes, pero que, a pesar de ello, concedía generosamente a la
fábrica de Oldenburg el kilo de alcohol en cuestión. A las ocho
semanas de haber empezado a pedir el alcohol, un empleado fue
831
a recogerlo a la empresa de distribución pertinente, donde le
dijeron que tenía que presentar un certificado de la Unidad de
Alimentación del Reich, un organismo agrícola cuya delegación
local manifestó con firmeza que sólo podía autorizar la
distribución de alcohol para beber, no para usos técnicos o
industriales. El 18 de abril la fábrica aún no tenía el kilo de
alcohol que había solicitado el 11 de febrero, a pesar de que lo
necesitaba urgentemente». <<
[129]
Casi tres años más tarde, en mi informe final del 27 de
enero de 1945, constaté que «con una concentración similar de
todas las energías y eliminando todos los obstáculos sin
contemplaciones, la producción de armamentos de 1944 se
habría podido alcanzar ya en 1940 y 1941». <<
[130]
«The Speer Plan in action», Times del 7 de septiembre de
1942. Pero no sólo el Times se mostraba ocasionalmente bien
informado sobre asuntos internos de mi Ministerio. Leí también
noticias relacionadas con procesos de fabricación de mi
Ministerio que incluso a mí me resultaron reveladoras en otro
periódico inglés. <<
[131]
Del discurso del 18 de abril de 1942. <<
[132]
Protocolo del Führer del 5-6 de marzo de 1942, apartado
17.3: «El Führer ha ordenado la paralización del Obersalzberg.
Dirigir carta en este sentido al jefe nacional Bormann». Pero dos
años y medio después —el 8 de septiembre de 1944—, las obras
seguían en marcha. Sobre este particular, Bormann escribió a su
esposa: «El señor Speer, quien, como constato una y otra vez, no
me puede ver, exigió sin más a los señores Hagen y Schenk que
lo informaran del estado de las obras del Obersalzberg. ¡Un
procedimiento inaudito! ¡En lugar de seguir la vía oficial
dirigiéndose a mí, el gran dios de las construcciones ordena sin
ambages a mi gente que lo informe! Y como dependemos de él
para obtener materiales y mano de obra, encima tengo que
832
poner buena cara». (Bormann Letters, pág. 103). <<
[133]
En la carta que mi «delegado general de transformación de
explotaciones» escribió a Bormann el 20 de marzo de 1944 se
dice: «De acuerdo con su carta del 1 de marzo de 1944, he
adoptado ya las medidas necesarias para que no se paralicen las
valiosas fábricas de gobelinos ni otros centros de producción de
objetos artísticos similares». El 23 de junio de 1944, Bormann
escribió: «Querido señor Speer: El Grupo Nacional de Artesanía
ha notificado a la empresa Pfefferle, a la que usted ya conoce, la
prohibición de continuar fabricando marcos para cuadros,
listones para esos marcos y objetos similares a pesar del
certificado extendido por la Haus der Deutsche Kunst. Según le
comunico por orden del Führer, es deseo de este que la empresa
Pfefferle no tropiece en el futuro con más dificultades para
realizar sus trabajos, que consisten principalmente en encargos
del Führer. Le quedaría muy agradecido si tomara usted, a través
de su Departamento de Producción, las medidas oportunas.
Heil Hitler! Suyo, Bormann». <<
[134]
Por razones propagandísticas, Goebbels intentó en vano
cambiar el estilo de vida de las personalidades del Reich:
«Bormann promulga un edicto en el que aboga por una mayor
sencillez de los dirigentes del Partido en sus apariciones
públicas, sobre todo en los banquetes. Se trata de una
advertencia al Partido para que predique al pueblo con el
ejemplo. Este edicto resulta muy oportuno. Esperemos que sea
acatado, aunque me he vuelto un poco escéptico sobre este
particular». (Diario de Goebbels, 20 de febrero de 1942).
El edicto de Bormann no surtió efecto. Más de un año después,
el 22 de mayo de 1943, Goebbels escribía en su diario: «Dada la
tensa situación interna, es natural que el pueblo no pierda de
vista a los que considera personalidades. Por desgracia, eso no
importa a todas las personalidades, y muchas de ellas llevan una
833
existencia que de ningún modo se puede considerar acorde con
la actual situación». <<
[135]
Según el punto número 18 del Protocolo del Führer del 20
de junio de 1944, «expuse al Führer que actualmente hay cerca
de 28 000 trabajadores ocupados en la construcción de sus
cuarteles generales».
Según mi carta del 22 de septiembre de 1944 al asistente de
Hitler, se gastaron 36 000 000 de marcos del Reich en la
construcción de búnkers en Rastenburg, 13 000 000 más en los
de Pullach, cerca de Munich, que servían para la seguridad de
Hitler durante sus estancias en esta ciudad, y otros 150 000 000
para la instalación de unos búnkers especiales («Gigante») cerca
de Bad Charlottenbrunn. Según mi carta, estas obras
requirieron 257 000 m3 de hormigón armado (incluyendo
cantidades menores de mampostería), 213 000 m3 de galerías
excavadas, 58 km de carreteras, seis puentes y 100 km de
tuberías. Sólo el proyecto «Gigante» consumió más hormigón
que el que se utilizó en 1944 para construir refugios antiaéreos
destinados a la población civil.
Estas obras se realizaron en la misma época en que me vi
obligado a escribir a Hitler (carta del 19 de abril de 1944): «Sólo
con un gran esfuerzo se pueden satisfacer a la vez las necesidades
más elementales de alojamiento de los trabajadores alemanes y
extranjeros y las que impone la reconstrucción de nuestras
fábricas de armamentos». <<
[136]
Mi delegado para Franconia, el ingeniero jefe Wallraff, se
opuso a Göring por orden mía, pues las obras de Veldenstein no
estaban autorizadas, y éste lo envió a un campo de
concentración, en el que permaneció hasta que fue puesto en
libertad por exigencia nuestra, basándonos en el decreto del
Führer del 21 de marzo de 1942. <<
[137]
Estas obras ocupaban a los mejores especialistas y consumían
834
un acero valiosísimo y de larga elaboración. Argumenté, en
contra de la opinión de Hitler, que «era mejor construir una sola
planta hidrogenadora en unos cuantos meses que terminar varias
en el triple de tiempo, pues si se construye una de estas plantas
más rápidamente, empleando a toda la mano de obra
disponible, podrá suministrar carburante durante muchos
meses, en tanto que, de continuar como hasta ahora, no se
podrá contar con el primer carburante adicional hasta pasado
mucho más tiempo». Discurso del 18 de abril de 1942. <<
[138]
De la Planificación Central. <<
[139]
En aquella época, mis colaboradores me enseñaron informes
de la actividad del ministro socialista de Trabajo Ernest Bevin,
quien había organizado en Inglaterra a toda la mano de obra en
forma de batallones que enviaba a los lugares en los que era
necesaria. Posteriormente, en los años de prisión, leí más sobre
aquella extraordinaria capacidad de organización: «El
rendimiento industrial bélico de Inglaterra fue mayor que el de
cualquier otro país beligerante. Toda la población civil inglesa,
incluidas las mujeres, era en realidad un gigantesco ejército de
trabajadores que, sin consideración alguna, como si se tratara de
tropas en combate, era llevado de un lado a otro del país y
empleado donde hiciera falta. Esta movilización total de la
mano de obra inglesa fue obra de Bevin». (De un artículo del
Mercator sobre Bevin, 1946).
Un registro de Goebbels del 28 de marzo de 1942 muestra que
también nosotros consideramos al principio la posibilidad de
movilizar las reservas de trabajadores alemanes: «A Sauckel lo
han nombrado delegado general de Trabajo del Reich. […] No
debería resultar muy difícil movilizar por lo menos a otro millón
de trabajadores; bastará con actuar enérgicamente y no
amedrentarse ante las dificultades». <<
[140]
Me siento corresponsable de la desafortunada política de
835
trabajo de Sauckel. A pesar de nuestras diferencias de opinión,
yo me mostraba siempre conforme con las deportaciones en
masa de obreros extranjeros a Alemania que él organizaba.
Dado que el libro de Edward L. Homse titulado Foreign Labor
in Nazi Germany (Princeton, 1967) facilita detalles exhaustivos
sobre la pequeña guerra particular que se desarrolló pronto entre
Sauckel y yo, me limitaré a tratar los puntos esenciales. También
presenta una imagen acertada el libro del doctor Alian
S. Milward The new Order and the French Economy (Londres,
1969). <<
[141]
9 de noviembre de 1941. Véase el volumen XXIII, pág. 553,
de la edición inglesa de las actuaciones del Tribunal Militar
Internacional. <<
[142]
El 28 de enero de 1944, es decir, dos años después, pude
echar en cara a Sauckel lo siguiente: «Veo en una noticia de
prensa que en Inglaterra el trabajo de la mujer ha avanzado
mucho más que aquí. De un total de 33 000 000 de personas
que tienen entre 14 y 65 años, 22 300 000 prestan servicio
militar o trabajan en la industria. De las 17 200 000 mujeres,
7 100 000 trabajan todo el día, en tanto que otras 3 300 000 lo
hacen a media jornada. Así pues, 10 400 000 mujeres, el 61%
de las inglesas en edad de trabajar, están empleadas en la
industria. En Alemania, en cambio, hay cerca de 31 000 000 de
mujeres entre los 14 y los 65 años, y sólo trabajan, la jornada
entera o media jornada, 14 300 000, lo que equivale al 45%.
Por lo tanto, el porcentaje de mujeres ocupadas en Alemania es
muy inferior». Así pues, poseíamos todavía una reserva no
utilizada de un 16%, lo que equivalía a 4 900 000 mujeres
alemanas. (Documento 006 Sp del proceso de Nuremberg).
En aquella época yo no sabía aún que antes de comenzar la
guerra, en junio de 1939, el subsecretario del Ministerio de
Trabajo, Syrup, había presentado al Consejo de Defensa del
836
Reich un proyecto para movilizar a 5 500 000 mujeres
desocupadas y emplearlas en la industria bélica, en la que ya
trabajaban 13 800 000 mujeres. Además, estimaba posible el
traslado de 2 000 000 de mujeres de distintas ramas de la
industria a la del metal, a la química y a la agricultura. (Acta de
la sesión celebrada el 23 de junio de 1939 por el Consejo de
Defensa de Reich. Documento n.o 3787 PS del proceso de
Nuremberg).
La puesta en práctica del proyecto de 1939 habría bastado para
cubrir nuestro déficit de trabajadores por lo menos hasta 1943.
<<
[143]
De la proclama de Sauckel del 20 de abril de 1942.
(Documento 016 del proceso de Nuremberg). <<
[144]
Según Webster y Frankland, The Strategic Air Offensive
against Germany (Londres, 1961), vol. IV, página 473, en 1939
había en Inglaterra 1 200 000 personas empleadas en el servicio
doméstico, número que en junio de 1943 se había reducido a
400 000. En Alemania, esta cifra pasó de 1 582 000 personas el
31 de mayo de 1939 a 1 442 000 el 31 de mayo de 1943. <<
[145]
Estas cifras proceden del discurso que pronuncié el 18 de
abril de 1942 ante los consejeros económicos regionales. Frente
a una producción de 31 200 000 toneladas de acero en 1942, el
armamento llegó a perder 2 800 000 toneladas. <<
[146]
Körner era íntimo amigo y subsecretario de Göring. <<
[147]
Hasta entonces, esta misión había sido desempeñada en el
Ministerio de Economía por el general Hannecken, cuya
posición era muy débil, tanto frente a Hitler como frente a
Göring. <<
[148]
Los representantes de la acusación del Tribunal de
Nuremberg consideraron esta reserva a la hora de adoptar
decisiones como una prueba de cargo contra Göring. Durante
mi interrogatorio declaré, con la conciencia tranquila: «No
837
habría podido recurrir a Göring, pues teníamos que realizar un
trabajo práctico». La acusación estimó que mis palabras eran
dignas de crédito. <<
[149]
En la primera sesión de la Central de Planificación,
celebrada el 27 de abril de 1942, se asignó al armamento del
Ejército de Tierra, de la Luftwaffe y de la Marina una cuota de
acero bruto de 980 000 toneladas de los dos millones de nuestra
producción mensual, lo que la aumentaba del 37,5% al 49%; es
decir, que la asignación de la Primera Guerra Mundial fue
sobrepasada en un 46,5%. (Acta de la sesión del 27 de abril de
1942). En mayo de 1943 habíamos situado esta cifra en el 52%.
(Acta de la sesión del 4 de mayo de 1943). Así pues, en 1943 el
armamento recibió 5 900 000 toneladas más de acero bruto que
antes de iniciar mi actividad; debe tenerse en cuenta que
también la producción de acero era superior (1 300 000
toneladas más). <<
[150]
En Wagenführ, Die Deutsche Industrie im Krieg 1939-1945,
se realiza un estudio comparativo de las restricciones para
fabricar bienes de consumo en Inglaterra y en Alemania.
Partiendo de un 100% en 1938, en 1940 el porcentaje
continuaba inalterable en Alemania, mientras que en Inglaterra
se había reducido al 87%; en 1941, esta cifra era del 97% en
Alemania y del 81% en Inglaterra y, en 1942, del 88% y del
79%, respectivamente. Debe tenerse en cuenta que en Inglaterra
aún había paro antes de la guerra, por lo que el nivel de
consumo de la población debió de ser más bajo que en
Alemania. <<
[151]
Acta de reuniones del Führer del 28-29 de junio de 1942,
punto 11. <<
[152]
Actas de reuniones del Führer del 5-6 de marzo de 1942
(punto 12), 19 de marzo de 1942 (punto 36), 13 de mayo de
1942 (punto 20) y 18 de mayo de 1942 (punto 9). La Crónica
838
del 21 de mayo de 1942 habla de la declaración de bancarrota
de Dorpmüller y de su oferta de proponerme como «director
absoluto de transportes». <<
[153]
Las explicaciones de Hitler han sido sacadas de una copia
escrita de varias páginas del Acta de reuniones del Führer del 24
de mayo de 1942. <<
[154]
En 1942 logramos producir 2637 locomotoras, mientras
que en 1941, debido a la variedad de los tipos fabricados, la cifra
fue de 1918. En 1943 produjimos 5243, 2,7 veces la cantidad
de 1941 y el doble del año precedente. <<
[155]
Acta de reuniones del Führer del 30 de mayo de 1942. <<
[156]
Crónica del 6 de mayo de 1942. <<
[157]
Crónica de 1942: «El ministro regresó en avión a Berlín el 4
de junio. […] Por la tarde se celebró en la Harnackhaus una
conferencia acerca de la desintegración del átomo, así como
sobre el desarrollo de la máquina de uranio y del ciclotrón». <<
[158]
El 19 de diciembre de 1944 le escribía al profesor Gerlach,
encargado de la dirección del proyecto del uranio: «Puede usted
contar en todo momento con mi apoyo para vencer cualquier
dificultad que encuentre en su trabajo. A pesar del tremendo
esfuerzo que exige el armamento de todas los cuerpos de la
nación, aún nos es posible proporcionarle los medios
relativamente modestos (!) que necesita». <<
[159]
En el acta de mi conversación con Hitler del 23 de
diciembre (punto 15) únicamente se consigna: «El Führer ha
sido informado brevemente de la conferencia celebrada sobre la
desintegración atómica y del apoyo que hemos prestado». <<
[160]
Crónicas del 31 de agosto de 1943 y de marzo de 1944. En
1940 se habían confiscado en Bélgica 1200 toneladas de mineral
de uranio. No se forzó el incremento de nuestra producción de
uranio en Joachimstal. <<
839
[161]
De 1937 a 1940 el Ejército de Tierra gastó 550 millones de
marcos en el desarrollo del gran cohete, aunque tampoco en este
proyecto habría sido posible tener éxito, ya que el principio de
división establecido por Hitler incluso en el ámbito de la
investigación hacía que existieran distintos grupos que
trabajaban de modo independiente y a menudo en direcciones
opuestas. Según la Crónica del 17 de agosto de 1944, además de
los tres Ejércitos que componían la Wehrmacht, otras
organizaciones, como las SS, Correos, etc., disponían de sus
propios aparatos científicos. En cambio, en Estados Unidos, por
ejemplo, todos los físicos atómicos estaban reunidos en un
mismo organismo. <<
[162]
Según L. W. Helwig: Persönlichkeiten der Gegenwart (1940),
Lenard combatió las «teorías de la relatividad de espíritu
extranjero». En su obra de cuatro volúmenes Die Deutsche
Phystk (1935), Helwig sostiene que la física «ha sido limpiada de
todas las excrecencias malignas que, de acuerdo con lo que
establece la doctrina racial, han sido reconocidas como
productos del espíritu judío, que el pueblo alemán debe evitar
por no ser digno de su raza». <<
[163]
Las 94 actas de reuniones del Führer, conservadas
íntegramente con sus 2222 puntos, ilustran con claridad el
alcance de estas reuniones, después de las cuales yo dictaba a
alguien un resumen de los temas generales, al tiempo que Saur y
el resto de mis colaboradores hacían lo propio en sus respectivas
esferas. Sin embargo, estos resúmenes no reflejan con exactitud
lo que pasaba en las reuniones, pues, por razones de autoridad,
preferíamos encabezar los acuerdos adoptados con la fórmula:
«El Führer ha decidido» o «En opinión del Führer», incluso
aunque para llegar a ellos hubiéramos debido discutir
fatigosamente con él o cuando lográbamos presentarle alguna
propuesta de manera que no despertase su desconfianza; mi
táctica en este sentido era la misma de Bormann. Según se
840
desprende de las actas de las reuniones, en 1942 me entrevisté
con Hitler veinticinco veces —veinticuatro en 1943— para
conferenciar sobre armamentos. En 1944 las visitas se redujeron
a trece, señal evidente del paulatino descenso de mi relevancia.
En 1945 sólo tuve ocasión de hablar con Hitler dos veces sobre
cuestiones de armamento, pues, a partir de febrero de ese año, le
dejé el campo libre a Saur. Véase también: W. A. Boelcke (ed.),
Deutschlands Rüstung im Zweiten Weltkrieg. Hitlers Konferenzen
mit Albert Speer. Francfort del Meno, 1969. <<
[164]
A partir del tanque checo 38 T. En octubre de 1944 traté
una vez más de convencer a Hitler para emplear tanques ligeros:
«También en el frente sudoccidental (Italia) son muy favorables
los juicios sobre los Sherman y su adaptación al terreno. Gracias
a su motor, muy potente en relación a su peso, el Sherman sube
pendientes que nuestros especialistas en tanques consideraban
inaccesibles, y su capacidad de adaptación a terreno llano (en la
llanura del Po) es también superior a la de nuestros tanques,
según nos informa la XXVI División Acorazada, que combate
en dicha región. El deseo de todos los conductores de tanques se
centra en conseguir carros de combate más ligeros y, por
consiguiente, más manejables y adaptables a todo tipo de
terrenos, que garanticen la necesaria capacidad combativa por la
superioridad de sus cañones». <<
[165]
Del discurso pronunciado por Hitler el 26 de junio de 1944
en el Obersalzberg ante los industriales. <<
[166]
Esta calamidad comenzó ya en 1942: «Se le han presentado
al Führer las cifras de las piezas de repuesto que los tanques
necesitan mensualmente y se le ha anunciado que las
necesidades son tan elevadas que para satisfacerlas será necesario
reducir por el momento la producción de tanques nuevos».
(Acta de reuniones del Führer del 6-7 de mayo de 1942, punto
38). <<
841
[167]
Las Conversaciones de sobremesa de Picker permiten hacerse
una idea general de los temas que Hitler solía tratar. Sin
embargo, hay que tener en cuenta que es un resumen que
reproduce únicamente los pasajes de los monólogos diarios de
Hitler que más llamaron la atención de Picker; una
transcripción completa daría mejor la medida de lo aburridos
que eran. <<
[168]
Una división de montaña intentó avanzar hacia Tiflis por la
antigua vía militar georgiana, cruzando los desfiladeros del
Cáucaso. Hitler consideraba que esta carretera era poco
adecuada como vía de aprovisionamiento, ya que pasaba
muchos meses bloqueada por la nieve y los aludes. Una unidad
de esta división fue la que conquistó el Elbrús. <<
[169]
Hubieron de transcurrir todavía algunos meses antes de que
Bormann y Ribbentrop consiguieran el mismo permiso. <<
[170]
Recuerdo que la Escuela de Cadetes fue lanzada al combate
cerca de Astracán. <<
[171]
Estuve en el Obersalzberg del 20 al 24 de noviembre. Hitler
se fue de allí el 22 de este mes para dirigirse a su cuartel general
de Rastenburg. <<
[172]
La nueva línea defensiva Oriol-Stalingrado-Terek-Maikop
tenía una longitud 2,3 veces mayor que la línea Oriol-mar
Negro, adoptada en primavera del mismo año. <<
[173]
La experiencia de los combates de retirada de aquel invierno
habla en contra de la teoría de Hitler, aceptada por algunos
historiadores, según la cual el cerco de Stalingrado fue útil
porque retuvo durante ocho semanas a las tropas soviéticas. <<
[174]
El 18 de abril de 1941 Göring ordenó que se reedificara la
Staatsoper de la avenida Unter den Linden, destruida por los
ataques de la aviación enemiga. <<
[175]
Milch dirigió esta operación desde el cuartel general de la
Flota Aérea, instalado al sur de Stalingrado. Gracias a su
842
actividad hubo más vuelos hasta allí y pudo evacuarse a parte de
los heridos. Una vez cumplida su misión, Milch fue recibido por
Hitler; este encuentro terminó en una viva discusión a causa de
la desesperada situación bélica, cuya gravedad Hitler se negaba a
admitir. <<
[176]
Hitler no habría podido evitar que se repartieran esas cartas
sin levantar terribles rumores. Sin embargo, las postales que los
prisioneros alemanes enviaron con autorización de los soviéticos
fueron destruidas por orden suya, según me comunicó Fritzsche
en Nuremberg, a pesar de que constituían la señal de que
estaban vivos, o tal vez precisamente por eso: habrían podido
atenuar la imagen terrorífica de los rusos que había creado la
propaganda. <<
[177]
Quince días después de promulgar el decreto de
movilización del 8 de enero de 1943, Hitler exigió que se
ampliara el programa de tanques. <<
[178]
Reunión de la Central de Planificación del 26 de enero de
1943. Tenía intención de «transferir un millón de alemanes a las
empresas de producción de armamentos», pero no logré
imponerme. Según USSBS, Effects of Strategic Bombing, que
utiliza datos extraídos del «Balance de la economía de guerra del
Departamento Nacional de Estadística alemán», el personal se
distribuía de la forma siguiente:
Mayo de 1943:
Comercio, banca, seguros: 3 100 000.
Administración: 2 800 000.
Transporte: 2 300 000.
Oficios: 3 400 000.
Servicios sociales: 1 000 000.
Servicio doméstico: 1 400 000.
TOTAL: 14 000 000.
843
Mayo de 1944:
Comercio, banca, seguros: 2 900 000.
Administración: 2 800 000.
Transporte: 2 300 000.
Oficios: 3 300 000.
Servicios sociales: 900 000.
Servicio doméstico: 1 400 000.
TOTAL: 13 600 000.
La disminución de 400 000 personas debe de corresponder en
gran parte a vacantes por jubilación que no se cubrieron porque
las nuevas generaciones habían sido incorporadas a las filas de la
Wehrmacht. Así pues, después de intentar durante un año y
medio que las fuerzas que no participaban directamente en la
contienda fueran incorporadas a la producción de armamentos,
no se consiguió nada.
El 12 de julio de 1944 expuse de nuevo a Hitler mis viejos
argumentos: «Los bombardeos han demostrado que es posible
continuar viviendo entre ruinas, sin hoteles ni fondas, sin locales
de esparcimiento, sin viviendas, incluso sin poder satisfacer las
necesidades diarias. Han demostrado que el comercio y las
operaciones bancarias pueden proseguir aunque disminuya su
actividad [o] que, por ejemplo, los viajeros siguen pagando el
pasaje aunque no se les facilite billete porque se han quemado
todos; y que incluso las agencias fiscales continúan percibiendo
ingresos a pesar de que los expedientes del Ministerio de
Hacienda están destruidos». <<
[179]
El jefe regional Sauckel, en la reunión celebrada el 8 de
enero de 1943 en la Sala de Sesiones del Reich, sostuvo que no
era necesario emplear a mujeres porque había aún mano de obra
suficiente. (Crónica). <<
[180]
Incluso Goebbels se mostró vacilante cuando se planteó la
844
cuestión de los productos de belleza: «Se discutirán numerosas
cuestiones (en el debate público), especialmente las relacionadas
con los cuidados de belleza de la mujer […]. Tal vez haya que
ceder un poco en este terreno». (Diario del 12 de marzo de
1943). La recomendación de Hitler ha sido tomada del Acta de
reuniones del Führer del 25 de abril de 1943, punto 14. <<
[181]
Estas palabras se oponen a la impresión que dan sus diarios
de la época. No cabe duda de que Goebbels pensaba publicarlos
después de ganar la guerra, y quizá por eso sofocara toda crítica
a Hitler, aunque puede que también temiera sufrir algún día
una inspección sorpresa de sus papeles personales. <<
[182]
La disputa entre Göring y Goebbels por el asunto del
restaurante también se vio suavizada por el hecho de que,
aunque permaneció cerrado como tal, pudo reabrirse como club
de la Luftwaffe. <<
[183]
Véase también el detallado relato que hace Goebbels en su
Diario al referirse a las reuniones en el Obersalzberg, en el
cuartel general y en la residencia berlinesa de Göring. <<
[184]
Posteriormente, por medio de nuestro inspector de
Armamentos para la Alta Baviera, el general Roesch, pudimos
averiguar que Sauckel contabilizaba a todos los obreros que se
destinaban a las fábricas, aunque se demostraran incompetentes
para el trabajo que se les había asignado y fueran rechazados. En
cambio, las fábricas únicamente registraban al personal
admitido. <<
[185]
Una dama sufrió quemaduras en un local de baile, y Göring
le calmó el dolor con una inyección de morfina; sin embargo,
esta inyección, mal aplicada, le causó un perjuicio estético
irremediable, por lo que la dama entabló un pleito contra
Göring. <<
[186]
A este respecto, el 15 de mayo de 1943 Goebbels escribió en
su Diario inédito: «Él (Hitler) ha estado deliberando todo el día
845
con los responsables de la industria armamentista sobre las
medidas que debíamos adoptar. Esta entrevista con el Führer
pretendía compensar la última y desafortunada reunión con
Göring, en la que éste se comportó con una absoluta falta de
tacto y ofendió gravemente a los industriales. El Führer ha
vuelto a arreglar la situación». <<
[187]
Keitel estableció que: «Todos los prisioneros de guerra
hechos en el Este a partir del 5 de julio de 1943 serán enviados a
los campos de prisioneros del Alto Mando de la Wehrmacht,
donde debe encontrárseles una utilidad de inmediato o, en caso
contrario, serán empleados en las minas». Cita del interrogatorio
al general soviético Raginsky. (Documento USA 455).
Las reacciones de Hitler eran impredecibles. Por ejemplo, el 19
de agosto de 1942, durante el desembarco en Dieppe, los
soldados canadienses mataron a unos cuantos obreros de la
Organización Todt que estaban construyendo búnkers.
Seguramente los tomaron por funcionarios políticos, ya que
llevaban uniformes pardos y brazales con la cruz gamada. En el
cuartel general del Führer, Jodl me llevó aparte y me dijo:
—Creo que será mejor que no informemos de esto al Führer,
pues si se entera ordenará represalias.
Pero como olvidé advertírselo a mi representante en la
Organización Todt, Xaver Dorsch, éste informó a Hitler de lo
ocurrido. Al contrario de lo que habíamos supuesto, se mostró
accesible a los argumentos de Jodl, que atribuía el suceso a un
lamentable descuido del Alto Mando de la Wehrmacht, el cual
no había comunicado al enemigo, a través de Suiza, qué
uniforme usaba la Organización Todt; se ocuparía enseguida de
remediarlo. Hitler rechazó mi propuesta de renunciar al brazal
con la cruz gamada. <<
[188]
Los preparativos duraron varios meses, por lo que ya no
había tiempo de realizar los trabajos de fortificación antes del
846
invierno. Según consta en el Acta de reuniones del Führer del 8
de julio de 1943 (punto 14), Hitler ordenó que a partir de la
primavera de 1944 se dedicaran al nuevo frente del Este unos
200 000 m3 de hormigón mensuales durante seis o siete meses.
Según el Acta de reuniones del 13-15 de mayo de 1943 (punto
14), la Muralla del Atlántico consumía 600 000 m3 de
hormigón al mes. Hitler llegó incluso a mostrarse conforme con
que «en la Muralla del Atlántico se emplearan cantidades
menores». <<
[189]
A primeros de octubre de 1943, Hitler seguía sin estar de
acuerdo «con el establecimiento de una línea firme detrás del
Dniéper», a pesar de que las tropas soviéticas ya habían cruzado
el río unos días antes (Protocolo del Führer del 30 de
septiembre-1 de octubre de 1943, punto 27). <<
[190]
El 16 de diciembre de 1943, Jodl describió en su diario
inédito el descubrimiento de este acto arbitrario: «Dorsch ha
informado del empleo de hombres de la Organización Todt en
la posición del Bug sin conocimiento del Führer. […] El Führer
se mostró airado ante el ministro Speer y ante mí sobre el ánimo
derrotista del Estado Mayor de Manstein, del que le había
informado el jefe regional Koch». <<
[191]
Debido a los corrimientos de tierra, hubo que proyectar una
construcción de hierro particularmente sólida que habría
requerido grandes cantidades de valioso acero. Además, como
expuso Zeitzler en las reuniones estratégicas, y dada la
deficiencia de las líneas de ferrocarril de Crimea, el transporte de
los materiales necesarios para construir semejante puente haría
que disminuyeran los refuerzos que podrían enviarse al frente.
<<
[192]
Se trata de la batalla naval del 31 de diciembre de 1942, en
la que, en opinión de Hitler, los cruceros Lützow y Hipper
claudicaron frente a fuerzas inglesas más débiles. En esta
847
ocasión, Hitler reprochó a la Marina su falta de espíritu
combativo. <<
[193]
Nuestros esfuerzos por racionalizar la construcción de
submarinos tuvieron éxito: se tardaban once meses y medio en
hacer un submarino de los antiguos. El montaje por secciones
del nuevo modelo redujo a dos meses el tiempo necesario para
que el submarino, listo para navegar, pudiera abandonar el
astillero, amenazado por los ataques aéreos. (Según datos
suministrados por Otto Merker el 1 de marzo de 1969). <<
[194]
A pesar de la desorganización que empezó a hacerse notar en
invierno de 1944, el programa de la Marina siguió funcionando
a pleno rendimiento y de enero a marzo de 1945 se
suministraron 83 submarinos. Según el informe del B.B.S.U.,
The effects of Strategic Bombing in the Production of German UBoats, en el mismo período fueron destruidos en los astilleros 44
submarinos, y la cifra total de pérdidas (incluidas las de los
astilleros) fue de un promedio de 42 mensuales durante el
primer trimestre del año 1945. Por otra parte, y debido a los
ataques aéreos, el índice de construcción de buques de altura se
redujo de 181 en 1943 a 166 en 1944, es decir, en un 9%. <<
[195]
Sería de suponer que a lo largo de los años Hitler habría
adquirido experiencia suficiente para saber cómo reaccionaría su
entorno ante ese tipo de observaciones. Nunca he sabido si era
capaz de pensar en ello. A este respecto, a veces me parecía un
verdadero necio…, o un misántropo que negaba que eso tuviera
importancia. También puede que creyera que podía remediarlo
en cualquier momento. <<
[196]
El 7 de julio de 1944 el doctor G. Klopfer, subsecretario de
Bormann, afirmó bajo juramento: «Bormann decía
repetidamente que Speer era un enemigo declarado del Partido
y que incluso aspiraba a suceder a Hitler». <<
[197]
El United States Strategic Bombing Survey calcula en un 9%
848
las pérdidas de 1943 (Area Studies Division Report, tablas P y Q,
pág. 18), Ante la producción de 11 900 tanques de tipo medio
en 1943, por ejemplo, eso equivaldría a una pérdida de cerca de
1100 tanques. <<
[198]
Gracias a la precisión de su puntería, nuestro cañón
antiaéreo de 8,8 cm se había convertido precisamente en Rusia
en uno de los antitanques más eficaces y temidos. De 1941 a
1943 se fabricaron 11 957 cañones antiaéreos pesados, de
calibres comprendidos entre 8,8 y 12,8 cm, que tuvieron que
emplearse en su mayor parte contra la aviación en Alemania o
en zonas de retaguardia. Por lo que se refiere a los cañones
antitanque pesados (de un calibre de 7,5 cm o superior), entre
1941 y 1943 se suministraron 12 006 unidades, de las que 1155
correspondían al calibre de 8,8 cm. En 1943, los antitanques
recibieron sólo 12 900 000 proyectiles, y otros 14 000 000 (de
8,8 cm o más) se destinaron a aumentar la munición antiaérea.
<<
[199]
Hubo un notable déficit de equipos de transmisiones para el
Ejército de Tierra, como por ejemplo de los de tipo mochila que
usaban los soldados de infantería y de los fonómetros utilizados
por la artillería. Además, el desarrollo de este tipo de aparatos
tuvo que ser parcialmente desatendido a causa de la batalla
antiaérea. <<
[200]
Acta de reuniones del Führer del 4 de junio de 1942, punto
41: «El asunto de la conversación telefónica entre el mariscal del
Reich y Grohe ha sido tratado con el Führer en la forma deseada
por el mariscal del Reich». <<
[201]
Protocolo del Führer del 30 de mayo de 1943, punto 16.
Hicimos venir inmediatamente a especialistas de todas las
regiones de Alemania, que se ocuparon de secar las bobinas
eléctricas y confiscaron todos los motores similares existentes en
otras fábricas, aun a costa de paralizar la maquinaria. Así se hizo
849
posible que en unas semanas la industria del Ruhr dispusiera de
agua. <<
[202]
El embalse del valle del Möhne tenía una capacidad de
134 000 000 m3; el del valle del Sorpe, de 71 000 000. En caso
de fallar este último, los restantes embalses del Ruhr sólo podían
almacenar 33 000 000 m3, es decir, el 16% del agua necesaria,
que no habría bastado ni siquiera para un funcionamiento de
emergencia de las industrias del Ruhr. Según un informe del
ingeniero Walter Rohland (jefe del Estado Mayor del Ruhr en
los últimos meses de la guerra) del 27 de febrero de 1969, la
producción del Ruhr habría disminuido un 65%, por falta de
agua para refrigerar los altos hornos y las fábricas de coque, si
hubiesen quedado fuera de servicio todos los embalses de la
cuenca. En efecto, el fallo transitorio de las instalaciones
bombeadoras redujo notablemente la producción de gas porque
las fábricas de coque quedaron paralizadas, y a las grandes
empresas sólo se les pudo suministrar entre un 50 y un 60% del
que necesitaban. (Crónica del 19 de mayo de 1943). <<
[203]
Según Charles Webster y Noble Frankland, The Strategic
Air Offensive against Germany, vol. II, después de que el quinto
avión destruyera la presa del valle del Möhne, los ataques aéreos
se dirigieron contra la del valle del Eder, que servía sobre todo
para nivelar el agua del canal medio y mantener su
navegabilidad durante el verano, y, cuando ésta quedó
destruida, dos aviones atacaron la presa del Sorpe. No obstante,
el mariscal del Aire Bottomley había propuesto el 5 de abril de
1943 que se atacara primero las presas del Möhne y del Sorpe y
después la del Eder. Al parecer, las bombas que se habían
preparado especialmente para aquella operación no se
consideraron adecuadas para destruir la presa de tierra del
embalse del Sorpe. <<
[204]
Véanse las Actas de reuniones del Führer del 30 de
850
septiembre y del 1 de octubre de 1943, punto 28, y la Crónica
del 2 de octubre de 1943. <<
[205]
Crónica del 23 de junio de 1943: «La elección, en parte
acertada, de los objetivos de los aviadores ingleses obligó al
ministro a intervenir para determinar los de la aviación alemana.
Según manifestaron los oficiales de la Luftwaffe competentes,
hasta entonces su Estado Mayor no había tenido lo bastante en
cuenta las consideraciones estratégicas respecto a los puntos de
producción de armamento. El ministro ha constituido una
comisión a la que pertenecen el doctor Rohland (experto en la
industria del acero), el director general Pleiger (responsable de la
industria del carbón) y el general Waeger (jefe de la Sección de
Armamentos); se encarga de la gerencia el doctor Carl (de la
Comisión de Energía), reclamado por el Ejército de Tierra para
este fin». El 28 de junio comuniqué a Hitler que se había
formado la comisión. (Acta de reuniones del Führer, punto 6).
<<
[206]
Por ejemplo, la industria de la cuenca del Dniéper dependía
de una única gran central eléctrica. Según un comunicado del
ingeniero Richard Fischer, delegado para el suministro de
energía, del 12 de febrero de 1969, una reducción del 70% de
este suministro habría paralizado prácticamente la producción
industrial, ya que el resto se destinaba a atender las necesidades
diarias.
La distancia de Smolensk, que entonces aún era zona alemana
de retaguardia, hasta las centrales de energía de Moscú era de
unos 600 ó 700 km, y hasta los Urales había 1800 km <<
[207]
Véase Hermann Plocher, The German Air Force versus Russia
1943 (Air University, 1967), pág. 223 y siguientes. <<
[208]
Acta de reuniones del Führer de 6-7 de diciembre de 1943,
punto 22: «Se ha informado al Führer de la propuesta elaborada
por el doctor Carl sobre el ataque contra Rusia y se le han
851
facilitado los documentos pertinentes para que los inspeccione.
El Führer ha subrayado una vez más el acierto de mi plan, que
prevé una sola acción sorpresa, en tanto que no le parece
adecuada la proposición de la Luftwaffe de dividirlo en tres
acciones independientes». <<
[209]
Véase la Crónica de mediados de junio de 1944: «El
sistematismo con que el enemigo ataca ciertos sectores de la
producción de armamentos es un fenómeno reciente. El
conocimiento de los propios puntos débiles en este sector ha
impulsado al ministro a inspeccionar la economía rusa.
También allí existen objetivos cuya destrucción paralizaría en
gran parte la producción de armamentos. Hace un año que el
ministro intenta que la Luftwaffe actúe en este sentido, aunque
para ello hubiera que exigir una operación sin retorno».
Acta de reuniones del Führer del 19 de junio de 1944, punto
37: «El Führer considera decisiva para el curso de la guerra la
destrucción de las centrales de energía de los Urales y del curso
superior del Volga. Sin embargo, no cree que en la actualidad
dispongamos de bastantes aviones de combate con suficiente
autonomía».
El 24 de junio de 1944 rogué a Himmler, que ya en marzo
había mostrado interés por el proyecto, que recibiera a mi
especialista, el Dr. Carl, a ser posible en mi presencia. Se trataba
de conseguir voluntarios para un vuelo sin retorno. Después del
ataque, los pilotos deberían saltar en paracaídas en territorios
apartados y tratar de abrirse paso hasta las líneas alemanas. <<
[210]
El 25 de julio, poco después de medianoche, Hamburgo fue
atacada por 791 aviones ingleses. El 25 y el 26 de julio, 235
bombarderos americanos efectuaron ataques diurnos. El día 27,
787 aviones británicos realizaron un segundo ataque nocturno,
el 29 la ciudad sufrió el tercero, efectuado por 777 aviones
ingleses, y, finalmente, 750 bombarderos británicos cerraron el
852
2 de agosto esta serie de durísimos ataques contra una sola
ciudad. <<
[211]
Al día siguiente comuniqué a los colaboradores de Milch
(reunión con los generales de la Luftwaffe, 3 de agosto de 1943)
unos temores similares: «La industria de suministros corre el
riesgo […] de desplomarse por completo. Llegará un día en que
los aviones, tanques o camiones se quedarán parados por falta de
piezas». Diez meses después dije a los trabajadores de los
astilleros de Hamburgo: «Entonces ya nos dijimos: si esto sigue
así un par de meses, estaremos acabados; será imposible fabricar
más armamento». (Crónica). <<
[212]
Según el «Informe estadístico de urgencia sobre la
producción de guerra (enero de 1945)», el número total de
rodamientos fabricados descendió de 9 116 000 unidades a
8 325 000 después del ataque del 17 de agosto de 1943. Como
la producción había marchado a pleno rendimiento durante la
primera quincena de agosto, tuvo que descender a 3 750 000 en
la segunda mitad del mes, es decir, en un 17%. El 52,2% de la
producción estaba concentrada en Schweinfurt, por lo que este
ataque supuso la paralización del 34%. En julio se fabricaron
1 940 000 rodamientos de entre 6,3 y 24 cm de diámetro. <<
[213]
Respuesta a un cuestionario de la RAF del 22 de junio de
1945 sobre las «consecuencias de los ataques aéreos», pág. 20.
Del libro de Charles Webster y Noble Frankland, The Strategic
Air Offensive against Germany (vol. II, pág. 62 y siguientes), se
desprende que el jefe de las operaciones de bombardeo de la RAF
, el Commodore Bufton, conocía perfectamente la importancia
de Schweinfurt. Dos días antes del primer ataque escribió al
mariscal Bottomley que al ataque diurno americano debería
seguirle otro nocturno, y que a la tripulación de los aviones
atacantes se les debía leer el siguiente texto antes del despegue:
«Puede que la Historia demuestre que el ataque nocturno que
853
realizaremos hoy, después del bombardeo diurno que está
teniendo lugar en estos momentos, constituyó uno de los
principales combates de esta guerra. Si ambos ataques tienen
éxito, es posible que se quiebre la resistencia de Alemania y que
la guerra termine así más rápidamente que por cualquier otro
medio. Todos los mecanismos necesitan rodamientos, que son
muy sensibles a la acción del agua y el fuego, y podemos
convertir millones de rodamientos en chatarra». Las
tripulaciones atacantes tenían «la posibilidad de contribuir más
en una sola noche a la finalización de la guerra que cualquier
otro soldado».
Pero el mariscal Harris se empeñó en proseguir su serie de
ataques contra Berlín. De entre una lista de objetivos de igual
importancia citaba, junto a Schweinfurt, ciudades con fábricas
de aviones (Leipzig, Gotha, Augsburgo, Brunswick, WienerNeustadt, etc.). <<
[214]
En realidad lograron abatirse 60 de los 291 aviones
atacantes. Tras el segundo ataque del 14 de octubre de 1943, la
producción, comparada con la de julio, sufrió una merma total
del 32%, reduciéndose en un 60% la capacidad de Schweinfurt.
Entre los rodamientos de diámetros comprendidos entre 6,3 y
24 cm se produjo una pérdida del 67% en la producción total
alemana. <<
[215]
En algunos aparatos pudimos ahorrar más del 50% de los
rodamientos. <<
[216]
El mariscal Harris se opuso, con éxito, a que prosiguieran
los ataques contra Schweinfurt señalando que ataques similares
contra los embalses del Ruhr, una mina de molibdeno y una
planta hidrogenadora no habían dado resultado; olvidaba que el
fracaso sólo era debido a que no habían seguido atacando de
manera consecuente. El 12 de enero de 1944, el mariscal
Bottomley sugirió al mariscal Charles Portal que diera a Sir
854
Harris la orden de que «Schweinfurt fuera destruida en el plazo
más breve posible». El 14 de enero se comunicó a Harris que
tanto el Estado Mayor del Aire americano como el inglés
estaban convencidos de que la estrategia de «atacar
determinados centros industriales clave cuya vulnerabilidad e
importancia crucial para los esfuerzos bélicos del enemigo
fueran conocidas» era eficaz. Sir Harris volvió a protestar; el 27
de enero hubo que ordenarle que bombardeara Schweinfurt.
(Según Charles Webster, op. cit.).
La orden no fue ejecutada hasta el 21 de febrero de 1944,
cuando americanos e ingleses efectuaron ataques combinados
diurnos y nocturnos. <<
[217]
La producción de rodamientos de diámetros superiores a 6,3
cm pasó de 1 940 000 unidades (julio de 1943) a 558 000 en
abril de 1944. En esa fecha, la cifra total de rodamientos se
había reducido a 3 384 000 unidades (9 116 000 en julio de
1943), es decir, a un 42%. Al hablar de las cifras de producción
de abril de 1944, hay que tener en cuenta que el enemigo nos
dio un mes entero para recuperarnos sin dificultades, por lo que
la destrucción debió de ser mucho mayor. Tras aquellos ataques,
la industria de rodamientos no volvió a sufrir daños. Por
consiguiente, en mayo pudimos aumentar la producción de los
de diámetro superior a 6,3 cm en un 25% respecto al mes de
abril, llegando a fabricar 700 000 unidades, cifra que en junio
aumentó hasta 1 003 000, con lo que nos situamos en el 80%
de la capacidad productiva. En septiembre fabricamos
1 519 000 unidades, equivalentes al 78% de la producción
primitiva. En septiembre de 1944 se fabricaron 8 601 000
rodamientos de todos los calibres, es decir, llegando al 94% del
total previo a los ataques. <<
[218]
Quizá el Estado Mayor de los ejércitos del Aire enemigos
sobrestimase la repercusión de sus ataques. A nosotros nos
855
sucedió lo mismo: después de lanzar, en otoño de 1943, un
ataque aéreo contra una fábrica soviética de buna, el Estado
Mayor de la Luftwaffe concluyó, a partir de las fotos aéreas, que
la producción quedaría paralizada durante varios meses. Mostré
estas fotografías a nuestro especialista en buna, Hoffmann,
director de una fábrica de este material en Hüls, cuyas
instalaciones habían sufrido ataques mucho más duros. Tras
señalar diversos puntos clave que permanecían intactos, me
explicó que la fábrica recuperaría el pleno rendimiento entre
ocho y quince días después. <<
[219]
Según el «índice de la producción alemana de armamentos»,
enero de 1945. <<
[220]
En los dos meses que siguieron al primer ataque contra
Schweinfurt no se hizo nada. «El ministro expresó con palabras
muy duras su descontento por las medidas adoptadas hasta la
fecha. La ayuda era urgente y prioritaria. […] Al observar los
daños y sus consecuencias en la producción de armamentos,
señaladas por el ministro, todas las partes mostraron muy buena
disposición, incluso los jefes regionales afectados, que tenían que
tolerar desagradables intervenciones en sus territorios para el
traslado de industrias». (Crónica del 18 de octubre de 1943). <<
[221]
Crónica del 7 y del 11 de enero de 1944. <<
[222]
«Dispone de la mano de obra necesaria para llevar a cabo
tales traslados, pues los Departamentos que han de facilitarla no
han obedecido las órdenes dadas en este sentido. (!)». Unos
meses antes, el 10 de marzo de 1944, expuse a la Comisión lo
siguiente: «Es extraordinariamente difícil popularizar la
fabricación de rodamientos. Aún no hemos logrado dar a
entender a la gente que son tan importantes como los tanques y
cañones. En mi opinión, hay que insistir más en ello. No es cosa
de ningún Estado Mayor, sino una vieja preocupación mía, que
vuelve una y otra vez: nada de conceptos propagandísticos». En
856
el Tercer Reich, ni siquiera en tiempos de guerra bastaba con
haber recibido una orden. También nosotros dependíamos de la
predisposición de los interesados. <<
[223]
Informe del DNB del 21 y 22 de agosto de 1943. <<
[224]
Del 28 de julio de 1941 hasta el 20 de marzo de 1943, es
decir, en 21 meses, Hitler interrumpió cuatro veces su estancia
en Rastenburg, de donde se alejó un total de 57 días. El 20 de
marzo de 1943, por orden de su médico, se tomó unas
vacaciones y pasó tres semanas en el Obersalzberg, y después
continuó trabajando durante nueve meses en Rastenburg.
Luego, a partir del 16 de marzo de 1944, completamente
agotado, pasó cuatro meses entre el Obersalzberg y Berlín.
(Domarus: Hitlers Reden, vol. IV, Munich, 1965). <<
[225]
Véase E. Brun, Allgemeine Neurosenlehre (Teoría general
sobre la neurosis), 1954: «Él (el paciente) ya no regulaba
automáticamente su necesidad de recuperación física y mental y
se mostraba insensible al sobreesfuerzo. […] A la voluntad
consciente se opone un “no” subconsciente cuya voz se intenta
sofocar mediante un exceso de celo incesante y compulsivo. La
extrema fatiga que se va imponiendo gradualmente y que
desaparecería muy pronto si se intercalaran las pausas necesarias
para descansar, se hace general por obra de unos “abogados del
diablo” inconscientes cuyo objeto es camuflar unos sentimientos
de inferioridad profundamente arraigados». <<
[226]
Desde el principio de la guerra llevaba uniforme militar en
lugar del político, y había prometido al Reichstag que no se
despojaría de él hasta que terminara la contienda, igual que hizo
en su día Isabel la Católica, que juró no mudarse la camisa hasta
que su país quedara por completo liberado de los moros. <<
[227]
Acta de reuniones del Führer del 13 al 15 de noviembre de
1943, punto 10: «La reconstrucción del Teatro Nacional y del
Prinzregenten-theater de Munich serán apoyadas por el
857
Ministerio». Las obras no pudieron terminarse. <<
[228]
A la industria de explosivos le costó grandes esfuerzos
satisfacer la creciente demanda de munición para el Ejército de
Tierra y la artillería antiaérea. El índice de producción de
explosivos fue de 103 en 1941,131 en 1942, 191 en 1943 y 226
en 1944; el de municiones, incluidas las bombas, fue de 102 en
1941, 106 en 1942, 247 en 1943 y 306 en 1944. Aunque
ambos índices no sean exactamente comparables, no dejan de
mostrar que no se habría dispuesto de suficientes explosivos para
más bombas. <<
[229]
Acta de reuniones del Führer del 18 de junio de 1943: «Se
ha hecho notar al Führer que constituye una necesidad
imperiosa que visite la cuenca del Ruhr. Ha prometido que lo
hará en cuanto disponga de tiempo para ello». También
Goebbels anotó un mes más tarde en su Diario (25 de julio de
1943): «Por encima de todo, en estas cartas se pregunta una y
otra vez por qué el Führer no acude a visitar los territorios más
duramente afectados por los bombardeos». <<
[230]
El tráfico transcontinental pretendía trasladar en unos
cuantos trenes cantidades similares a las que transportaría un
buque de carga, porque Hitler opinaba que las comunicaciones
marítimas nunca eran lo bastante seguras y no podían
garantizarse en tiempo de guerra. También hubo que incorporar
al proyecto, ya terminado, de las instalaciones ferroviarias de las
ciudades de Berlín y Munich una vía férrea suplementaria para
el nuevo ferrocarril. <<
[231]
El 26 de junio de 1944, Hitler se felicitó a sí mismo ante los
directores de las industrias diciendo: «Sólo sé una cosa, y es que
hacen falta nervios de acero y una increíble determinación para
resistir en tiempos como éstos y adoptar decisiones que siempre
son de vida o muerte… Otro en mi lugar no habría podido
hacer todo lo que yo he hecho, no habría tenido bastante
858
nervio». <<
[232]
Ciertas anotaciones del Diario de Goebbels reproducen
ideas de Hitler expresadas en los mismos términos. Así, por
ejemplo, el 10 de septiembre de 1943 escribe: «Lo que ahora
habría que considerar como una gran desgracia, podría ser una
gran suerte en el futuro. Durante la lucha por nuestro
Movimiento y por nuestro Estado se ha probado una y otra vez
que las crisis y los reveses, vistos en términos históricos, han
terminado repercutiendo siempre a nuestro favor». <<
[233]
Crónica de 1943: «El ministro, actuando con rapidez,
consiguió en el cuartel general un decreto del Führer que lo
facultaba plenamente para aprovechar la capacidad italiana para
fabricar armamento. La firma de este decreto por parte del
Führer, que ya se había efectuado el 12 de septiembre, se repitió
el 13 del mismo mes, con objeto de poner de manifiesto que la
liberación del Duce no influía en absoluto en los plenos poderes
concedidos al ministro. El ministro temía que la formación de
un nuevo Gobierno fascista en Italia le impidiera aprovechar la
industria italiana para fabricar armamento alemán». <<
[234]
Se había planeado reemprender la extracción de carbón en
Ucrania en abril de 1942 y construir una fábrica de municiones
cerca del frente. Los éxitos militares de la Unión Soviética
dieron al traste con el proyecto a fines de agosto de 1943.
En el llamado Protectorado de Bohemia y Moravia, que se
encontraba de hecho bajo la soberanía de las SS, a las que nadie
osaba tocar, se producían los objetos más diversos para sus
formaciones. En verano de 1943, el Ministerio estableció un
plan para fabricar cada mes 1000 tanques ligeros más
empleando a los especialistas y las máquinas existentes en esa
región. Hitler ordenó a Himmler, aunque no lo hizo hasta
octubre de 1943, que paralizase la producción para las SS y que
concediese a las organizaciones armamentistas las mismas
859
atribuciones de las que ya gozábamos en Alemania. (Crónica de
8 de octubre de 1943). No pudimos emplear esta región
industrial hasta fines de 1943, y la producción de los
denominados «tanques checos» no comenzó hasta mayo de
1944, mes en que se fabricaron 66 unidades, cifra que ascendió
3387 en noviembre de 1944. <<
[235]
Crónica de 23 de julio de 1943: «El ministro propuso
resolver la situación estableciendo industrias protegidas que
debían estar a salvo de la retirada de obreros y que, por
consiguiente, habrían de constituir un estímulo para los
franceses». <<
[236]
Véase el Acta de reuniones del Führer del 11-12 de
septiembre de 1943, punto 14. <<
[237]
Crónica del 17 de septiembre de 1943: «La última
conversación tuvo lugar en la residencia de invitados del
Gobierno del Reich después de la cena y una vez que el ministro
se entrevistara en privado con Bichelonne, quien había
solicitado hacerlo para tratar el asunto Sauckel. Su Gobierno le
había prohibido hablar oficialmente sobre este tema». En la
Central de Planificación, el 1 de marzo de 1944 Kehrl informa:
«De esta discusión (Bichelonne-Speer) nació la idea de las
empresas que habrían de quedar protegidas de Sauckel. Esta idea
se apoya en la palabra dada solemnemente por Alemania a través
de la firma de mi ministro». <<
[238]
El 1 de marzo de 1944, Sauckel confirmó este punto ante la
Central de Planificación: «Para mí resulta muy difícil estar como
alemán en Francia cuando la situación implica, a ojos de los
franceses, que la industria protegida de Francia lo está de las
intervenciones de Sauckel». <<
[239]
Véase la Crónica de 21 de septiembre de 1943. <<
[240]
Véase el Acta de reuniones del Führer de 30 septiembre-1 de
octubre de 1943, punto 22. <<
860
[241]
Véase el documento de Nuremberg R. F. 22. El 27 de junio
de 1943, Sauckel escribía a Hitler: «Por ello le ruego, mein
Führer, que dé su conformidad a mi proyecto de trasladar al
Reich, antes de que termine el año, a otros 500 000 franceses y
francesas». Según una nota de su colaborador, el Dr. Stohfang,
del 28 de julio de 1943, Hitler accedió a su petición. <<
[242]
Un ejemplo grotesco muestra hasta qué punto los jefes
regionales, en cuanto subordinados directos de Hitler, se
saltaban las decisiones de las autoridades del Reich. En Leipzig
se hallaba la central de todo el comercio alemán de pieles,
dependiente del Reich. Un día Mutschmann, jefe regional de
esta ciudad, comunicó al director de la central mencionada que
había nombrado a un amigo como sucesor suyo. El ministro de
Economía protestó enérgicamente, pues los directores de las
centrales dependientes del Reich sólo podían ser nombrados por
Berlín. El jefe regional ordenó sin más preámbulos que el
director dejara su cargo al cabo de unos días, y el ministro de
Economía tuvo que tomar una decisión totalmente absurda y
envió camiones desde Berlín para trasladar a esta ciudad la sede
del comercio de pieles, incluyendo todos los expedientes y al
propio director. <<
[243]
No supe nada de esto hasta que el jefe regional Kaufmann
me habló del asunto a mediados de mayo de 1944; entonces
protesté inmediatamente ante Hitler. (Más detalles en el
capítulo XXIII). <<
[244]
Hitler se enteraba demasiado tarde de esos proyectos;
además, siempre se podía alegar a posteriori que el edificio
amenazaba ruina. Ocho meses más tarde, el 26 de junio de
1944, protesté ante el jefe nacional Bormann: «En varias
ciudades se está deseando derribar edificios y monumentos de
valor histórico y artístico dañados por las bombas. Por una
parte, estas intenciones se justifican alegando que los edificios
861
han quedado en ruinas o que no pueden reconstruirse; por otra,
se cree que es el momento de realizar depuraciones urbanísticas.
Le quedaría muy agradecido si informara mediante una circular
a los jefes regionales de que en principio los monumentos
históricos, aunque estén en ruinas, deben conservarse a toda
costa. Además, le ruego que comunique también a los jefes
regionales que esos monumentos culturales no se podrán
derribar hasta que los planes de reconstrucción de las ciudades y,
con ellos, el destino de los edificios emblemáticos sean decididos
definitivamente por el Führer».
Al mismo tiempo, y a pesar de la escasez de medios, ordené
proporcionar material y mano de obra para evitar que los
numerosos monumentos dañados siguieran deteriorándose.
Intenté lo mismo en Francia y en el norte de Italia a través de la
Organización Todt. <<
[245]
De mi discurso del 30 de noviembre de 1943 sobre los
fundamentos básicos de la planificación: «Los centros urbanos
no deben reconstruirse según ideas artísticas; al contrario, debe
aspirarse a evitar la congestión de las ciudades a causa del
tráfico, como sucedía antes de la guerra y como sucederá en el
futuro en mayor medida… Evidentemente, la planificación
debe efectuarse con el mayor ahorro posible».
En la circular que dirigí a los jefes regionales el 18 de diciembre
de 1943 añadía: «La desmovilización exigirá grandes proyectos
para ocupar a la gran cantidad de mano que quedará libre. […]
Si se toman a tiempo las necesarias decisiones urbanísticas,
garantizaremos que después de la guerra no se pierda un tiempo
precioso o que haya que adoptar medidas que obstaculicen el
adecuado desarrollo urbanístico de nuestras ciudades. […] Si se
construyen siguiendo el mismo método que se ha aplicado hasta
ahora al armamento, cada año se edificará un elevado el número
de viviendas, por lo que las superficies calificadas por la
862
planificación urbanística no deberán ser demasiado pequeñas.
[…] Sin una adecuada previsión, al terminar la guerra habría
que adoptar medidas apresuradas que resultarían
incomprensibles en el futuro». <<
[246]
Véase también Manstein, Aus einem Soldatenlehen, Bonn,
1958. <<
[247]
De mi informe «La importancia de Níkopol y de Krivoi Rog
para la producción alemana de hierro», del 11 de noviembre de
1943. <<
[248]
De mi informe «Los metales para aleaciones en la industria
de armamentos y la importancia de las aportaciones de cromo
de los Balcanes y de Turquía», del 12 de noviembre de 1943. <<
[249]
Véase el acta de la conversación telefónica mantenida entre
Hitler y Saur el 20 de diciembre de 1943, impresa en las
reuniones estratégicas de Hitler. <<
[250]
Véase la Crónica del 13 de octubre de 1943: «El punto que
más irritó a los jefes de Sección fue el plan del ministro de
asignarles uno o varios adjuntos procedentes de la industria.
[…] Como esta reordenación no estaba basada en cuestiones
puramente técnicas, sino en aptitudes personales, los ánimos se
caldearon». <<
[251]
Se trata del doctor Gerhard Frank y de Erwin Bohr. <<
[252]
Además de Dönitz, al que se asignó el mismo aparato, yo era
el único que aún podía utilizar regularmente el avión para mis
desplazamientos; los demás ministros ya no disponían de
aviones especiales. El propio Hitler sólo volaba en contadas
ocasiones, mientras que Göring, como antiguo piloto, tenía
cierta aversión a volar en aquellos «aparatos modernos». <<
[253]
Acta de reuniones del Führer del 28-29 de junio de 1942,
punto 55: «El Führer ha declarado de manera categórica que
nunca estará conforme con la fabricación de ametralladoras
mientras no se disponga de munición para los fusiles. Por lo
863
demás, está plenamente convencido de que el fusil […] es mejor
para este cometido».
El programa de infantería fue impulsado el 14 de enero de
1944, dos semanas después del viaje a Laponia. Significó los
siguientes incrementos:
Producción media mensual.
Total fusiles.
1941: 133 000.
1943: 209 000.
Noviembre 1944: 307 000.
Fusiles de asalto 44 (ametr.).
1941: −
1943: 2600.
Noviembre 1944: 55 100.
Nuevo fusil 41 y 43.
1941: −
1943: 7900.
Noviembre 1944: 32 500.
Ametr. 42 y 43.
1941: 7100.
1943: 14 100.
Noviembre 1944: 28 700.
Total munición de fusil adic.
1941: 76 000 000.
1943: 203 000 000.
Noviembre 1944: 486 000 000.
Munición para fusil de asalto 44.
1941: −
1943: 1 900 000.
864
Noviembre 1944: 104 000 000.
Granadas para fusil.
1941: −
1943: 1 850 000.
Noviembre 1944: 2 987 000.
Minas.
1941: 79 000.
1943: 1 560 000.
Noviembre 1944: 3 820 000.
Granadas de mano.
1941: 1 210 000.
1943: 4 920 000.
Noviembre 1944: 3 050 000.
Cartuchos.
1941: −
1943: 29 000.
Noviembre 1944: 1 084 000. <<
[254]
Crónica del 4 de enero de 1944: «El ministro tenía la
esperanza de evitar, con ayuda de Himmler y Keitel, que
Sauckel reemprendiera sus actividades, por lo que celebró una
reunión con el jefe nacional de las SS, Waeger (jefe de la Oficina
de Armamentos), Schmelter (Sección de Trabajo), Jehle y Kehrl
(jefe de la Oficina de Planificación) para debatir la orden de
envío de trabajadores franceses a Alemania». <<
[255]
Transcripción de Lammers del 4 de enero de 1944 (US.
Exhibit 225): «El ministro del Reich Speer declaró que
necesitaba 1 300 000 trabajadores más, si bien ello dependía de
que fuera posible aumentar la extracción de mineral de hierro.
En caso contrario, no necesitaría mano de obra adicional.
Sauckel declaró que en 1944 debería proporcionar un mínimo
865
de dos millones y medio de personas, aunque la cifra podía
llegar a los tres millones, pues de lo contrario se produciría un
descenso en la producción… Decisión de Hitler: El delegado
general del Trabajo debe aportar, por lo menos, cuatro millones
de trabajadores procedentes de los territorios ocupados». <<
[256]
Mediante un telegrama que dirigí el 4 de enero de 1944 a
mi delegado en París (documento 04 Spe de Nuremberg) y un
escrito que envié a Sauckel con fecha 6 de enero de 1944 (05
Spe).
La sentencia dictada por el Tribunal Militar Internacional de
Nuremberg estableció: «Los empleados en estas empresas
protegidas no podían ser enviados a Alemania, y todo obrero
que recibiera la orden de trasladarse a este país podía evitar la
deportación si acudía a trabajar a una de estas empresas
protegidas… (Como circunstancia atenuante) hay que admitir
que el establecimiento de industrias protegidas por parte de
Speer mantuvo en la patria a muchos trabajadores […]». <<
[257]
Crónica de enero de 1944. <<
[258]
También el rey Leopoldo III de Bélgica y el gran industrial
belga Danny Heinemann recurrieron a Gebhardt por problemas
de rodilla.
En el proceso de Nuremberg averigüé que Gebhardt había
realizado experimentos con internados en los campos de
concentración. <<
[259]
Según el Plan número 5 del Führer, del 29 de enero de
1944, Dorsch era el «Jefe del Grupo de Especialistas de la
Asociación de Funcionarios Alemanes».
Del escrito dirigido a la cancillería del Partido: «Birkenholz […]
ha demostrado, con su falta de camaradería y su soberbia, un
comportamiento que no es el deseable en un alto funcionario
que debe defender sin reservas los intereses del Estado
nacionalsocialista. Tampoco por su carácter me parece
866
apropiado para ser ascendido al cargo de consejero ministerial.
[…] Por ello no puedo aprobar su ascenso, y tampoco lo
permiten ciertos acontecimientos ocurridos dentro de la
institución». La cancillería del Partido tenía atribuciones para
decidir sobre el ascenso de cualquier funcionario ministerial.
Escribí a Hitler lo siguiente (documento presentado al Führer
n.o 5, del 29 de enero de 1944): «Este informe demoledor, que
fue enviado sin mi conocimiento a la cancillería del Partido y a
la Jefatura Regional a modo de evaluación política, ha sido
redactado por el señor Dorsch y por mi anterior jefe del
Departamento de Personal, el consejero ministerial Haasemann.
Queda claramente demostrado que ambos han procedido sin mi
conocimiento y a mis espaldas, intentando oponerse a una
medida que yo había ordenado oficialmente; que emplearon
medios ilícitos para poner a los departamentos políticos de la
Jefatura Regional y de la cancillería del Partido en contra del
hombre propuesto; que emitieron un informe demoledor sobre
él y que, de esta forma, me han engañado en mi calidad de
ministro del Reich». Dado su contenido personal, hice cursar
inmediatamente este documento a la Ayudantía de Hitler. <<
[260]
Véase el documento presentado al Führer n.o 1, del 25 de
enero de 1944. <<
[261]
El documento presentado al Führer n.o 5, del 28 de enero de
1944, dedicaba doce páginas a las irregularidades de mi
Ministerio. Exponerlas aquí en detalle sería demasiado prolijo.
<<
[262]
De los informes médicos: «El 18 de enero de 1944, fecha del
alta, el enfermo daba la impresión de encontrarse
extraordinariamente agotado. […] En la articulación de la
rodilla izquierda se apreciaba un intenso derrame».
8 de febrero de 1944: «Grandes dolores súbitos, al levantarse, en
los músculos extensores de la parte izquierda de la espalda y en
867
la musculatura renal oblicua, que irradiaban hacia delante. Hace
pensar en lumbago. La auscultación reveló la existencia de
crepitaciones. Temperatura de 37,8 grados. Frotes de Forapin.
Eleudron (sulfamida)». «La musculatura lleva dos días (8 y 9 de
febrero) tensa como una tabla, se muestra muy sensible a la
presión y aparecen dolores transitorios en la articulación del
hombro».
9 de febrero de 1944: «Los dolores en los músculos extensores
de la espalda continúan sin aminorar y son extraordinariamente
agudos. Molestias al respirar, al toser y a veces al hablar. Los
resultados de la auscultación permanecen invariables». Sin
embargo, el internista de Gebhardt, el doctor Heissmeyer, había
comprobado ese mismo día: «Pleuritis seca en el lado izquierdo».
Gebhardt ocultó este hecho, tanto en el tratamiento como en su
informe.
Gebhardt escribió un informe sobre un segundo ataque, que
sufrí el 10 de febrero: «El dolor ha llegado a tal extremo que ha
sido necesario el empleo de narcóticos». Aun así, Gebhardt
persistió en su diagnóstico erróneo: «El resultado de la
auscultación permanece invariable y corresponde al cuadro
clínico de un reumatismo muscular agudo». <<
[263]
El 11 de febrero de 1944, Gebhardt intentó alejar al
profesor Koch pidiendo por escrito al médico de cabecera de
Hitler y antagonista de Brandt, el profesor Morell, que lo
asesorara sobre mi tratamiento. Morell no podía visitarme, pero
se hizo informar por teléfono del caso y, sin haberme visto,
aconsejó que se me inyectara vitamina K, con objeto de cortar
los esputos sanguinolentos. El profesor Koch rechazó aquella
intervención en el tratamiento; unas semanas después calificó a
Morell de inútil. <<
[264]
De la declaración jurada del profesor Koch (12 de marzo de
1947, documento 2602 de Nuremberg): «Surgieron diferencias
868
entre Gebhardt y yo respecto al tratamiento posterior. Yo
opinaba que la humedad del clima de Hohenlychen resultaba
perjudicial para la convalecencia de Speer y, después de haberlo
examinado y de encontrarlo apto para el traslado, propuse que
fuera llevado al sur, a Meran. Gebhardt se opuso a ello con
energía. Se atrincheró detrás de Himmler y lo telefoneó varias
veces para tratar sobre el asunto. Esto me resultó muy extraño.
Tuve la impresión de que Gebhardt aprovechaba su posición
médica para llevar adelante algún juego político. Pero no sabía
cuál, ni tampoco me preocupé de averiguarlo, pues yo sólo
quería ser médico. Intenté varias veces que Gebhardt cambiara
de opinión, hasta que me pareció que aquello era excesivo y
exigí hablar con el Reichsführer Himmler. Tuve con él una
conversación telefónica que duró entre siete y ocho minutos y
conseguí que accediera al traslado de Speer a Meran. Ya
entonces me pareció muy sospechoso que Himmler tuviera que
decidir en una cuestión médica, pero no seguí rompiéndome la
cabeza, ya que procuraba ignorar todo lo que ocurriera más allá
de mis competencias. Quisiera añadir que tuve la impresión de
que Speer se mostraba muy aliviado cuando yo estaba con él y lo
atendía».
Cuando en febrero de 1945 choqué con un camión en la Alta
Silesia y resulté levemente herido, Gebhardt tomó de inmediato
un avión especial para trasladarme a su clínica. Mi jefe personal
de negociado, Karl Cliever, desbarató sus propósitos sin darme
explicaciones, aunque me hizo saber que tenía razones para
hacerlo.
Hacia el final de la guerra, Gebhardt operó en Hohenlychen a
Bichelonne a causa de una lesión en la rodilla. El ministro
murió de embolia pulmonar unas semanas después. <<
[265]
También Dorsch le dijo a Zeitzler que «la enfermedad de
Speer era incurable y que, por lo tanto, no regresaría». (Nota
869
recordatoria del 17 de mayo de 1944). Esta observación me fue
comunicada posteriormente por Zeitzler, como interesante
aportación a todos aquellos tejemanejes.
Según el «informe complementario» del profesor Koch del 14 de
602 marzo de 1944, «el 5 de marzo se tomaron radiografías y
electrocardiogramas. Estos últimos no revelaron señal alguna de
enfermedad en ninguna de sus tres secciones. El examen
radiográfico del corazón reveló que su estado era completamente
normal». <<
[266]
Crónica del 23 de mayo de 1944: «Ha sido asignada al
profesor Gebhardt, en su calidad de general de división de las
SS, la tarea de velar por la seguridad del ministro». <<
[267]
Según un comunicado del jefe regional Eigruber a la
conferencia sobre armamentos celebrada en Linz del 23 al 26 de
junio de 1944. <<
[268]
Seguí, también en lo que se refiere a citas, la transcripción
de Dorsch del 17 de abril de 1944 y la mía del 28 de agosto de
1945.
Göring encargó al mismo tiempo a Dorsch que construyera
numerosos búnkers para proteger los cazas situados en los
campos de aviación del territorio del Reich. Cuando envié a
Frank para que me representara en una reunión entre Göring y
Dorsch que se celebró el 18 de abril para tratar de los nuevos
proyectos constructivos, Göring le impidió participar en ella. <<
[269]
Brugmann, un funcionario de la vieja escuela, se había
aproximado a Hitler gracias a las obras de Nuremberg y Berlín.
<<
[270]
Carta de Bormann del 1 de marzo de 1944. <<
[271]
El mariscal Milch afirma hoy que utilicé la famosa cita del
Götz von Berlichingen de Goethe: «lámeme el culo». <<
[272]
Hitler firmó mi proyecto al día siguiente. Decía así:
870
«Encomiendo al jefe de la Central de la Organización Todt, el
director general Dorsch, la misión de levantar las seis
construcciones para cazas que yo he ordenado, aunque esto no
irá en detrimento de las restantes funciones de su jurisdicción.
»Deberá ocuparse de adoptar todas las medidas necesarias para
ejecutar tales obras con rapidez. Al mismo tiempo, deberá
mantener una óptima coordinación con otras construcciones de
importancia bélica y pedir mi opinión siempre que sea
necesario». <<
[273]
El profesor Koch se hallaba en Meran por invitación mía.
Gebhardt se quejó a Brandt sobre el particular: la presencia de
Koch no le parecía deseable, puesto que podía enterarse de
demasiados asuntos reservados. En consecuencia, Koch
abandonó Meran el 20 de abril. En su declaración jurada
escribió: «Tuve un segundo choque con Gebhardt cuando Speer
ya se encontraba en Meran; Speer me había preguntado si su
estado de salud le permitiría trasladarse en avión al
Obersalzberg, posiblemente para visitar a Hitler. Le dije que sí,
a condición de que el aparato no volara por encima de los 1800
ó 2000 metros. Cuando Gebhardt se enteró, me hizo una escena
y me reprochó una vez más que yo no fuera un “médico
político”. Tanto esta vez como cuando tuvimos nuestro primer
choque en Hohenlychen, tuve la impresión de que Gebhardt
tenía en encargo de retener a Speer». <<
[274]
Esta cita y las siguientes se basan en la Crónica y en mi
discurso ante los jefes de sección del 10 de mayo de 1944, en el
que resumí de forma retrospectiva la entrevista. <<
[275]
Hitler me insinuó que Himmler sospechaba que mi jefe de
sección Schieber estaba preparando su huida al extranjero, que
el alcalde Liebel era políticamente hostil y que el general
Wagner no era considerado persona de confianza. <<
[276]
Véase mi discurso del 10 de mayo de 1944. <<
871
[277]
Carta de Göring del 2 de mayo en respuesta a la mía del 29
de abril de 1944. <<
[278]
Se trataba de la Orden Alemana, cuyos titulares debían
constituir una corporación. Hitler no llegó a realizar su
propósito: Himmler no recibió la orden, que hasta entonces sólo
se había concedido a título póstumo. Quizá fuera cosa de
Bormann. La condecoración que yo prefería era la del Premio
Nacional; cubierta de brillantes, había que llevar un pasador en
el frac para distribuir el peso. <<
[279]
Aunque se produjeron situaciones críticas con anterioridad,
como cuando fueron atacadas las presas del Ruhr o la industria
de rodamientos, el enemigo nunca llegó a mostrarse
consecuente, pues cambiaba continuamente de objetivo o
arremetía contra objetivos erróneos. Así, por ejemplo, en febrero
de 1944 bombardeó las fábricas de cabinas de nuestra industria
de aviación en lugar de las de motores, que constituían nuestro
verdadero escollo y cuya producción era la que realmente
determinaba el número de aviones terminados. De haberlas
destruido, habría sido imposible aumentar la producción de
aviones, tanto más cuanto que, a diferencia de lo que ocurría
con las fábricas de cabinas, no podíamos diseminar las de
motores por bosques y cuevas. <<
[280]
Krauch era el jefe de la industria química; Pleiger era el
Delegado Nacional del Carbón, aunque también dirigía
importantes industrias de carburantes; Bütefisch era el director
de las fábricas de Leuna, y Fischer, el presidente de I. G. Farben.
<<
[281]
Véase el Acta de reuniones del Führer de 22-23 de mayo de
1944, punto 14. <<
[282]
El ataque del 12 de mayo originó un descenso de la
producción del 14%. Estas cifras han sido extraídas de mis
memorias a Hitler del 30 de junio y 28 de julio de 1944, así
872
como de mi estudio «Las repercusiones de la guerra aérea», del 6
de septiembre de 1945. <<
[283]
La cifra mensual de producción de cazas diurnos y
nocturnos se había elevado de 1017 en enero de 1944 (antes de
la oleada de ataques) a 1755 en mayo y a 2034 en junio. El
promedio mensual de 1943 fue de 849.
Me defendí de los ataques de Göring del siguiente modo (Acta
de reuniones del Führer del 3-5 de junio de 1944, punto 20):
«En esta ocasión, expliqué al Führer que la opinión del señor
mariscal del Reich, que sostenía que la producción de
armamentos para la aviación se había mantenido a un nivel bajo
durante los dos últimos años a causa de la prioridad que yo daba
al suministro al Ejército de Tierra, quedaba rebatida por el
hecho de que, a pesar de los ataques aéreos, en tres meses se
había duplicado la fabricación de aviones, y que, en contra de lo
supuesto por el mariscal del Reich, esto no se había conseguido
en tan breve tiempo a costa de restar capacidad al Ejército de
Tierra, sino empleando las reservas existentes en la propia
Luftwaffe». <<
[284]
Véase el Acta de reuniones del Führer del 3-5 de junio de
1944, punto 19. <<
[285]
Decreto del 20 de junio de 1944. Göring intentó salvar su
prestigio ordenando «que el armamento de la Luftwaffe sea
desarrollado por el ministro del Reich para Armamentos y
Producción de Guerra siguiendo las consideraciones tácticas y
disposiciones técnicas que formule el comandante en jefe de la
Luftwaffe». <<
[286]
El 19 de abril de 1944, cuatro semanas antes de los ataques
aéreos a la industria de carburantes, escribí a Hitler: «Mientras
que en 1939 en las plantas hidrogenadoras se obtuvo un total de
2 000 000 de toneladas de aceite mineral (incluido el carburante
para automóviles), durante la guerra y hasta 1943, gracias a las
873
nuevas instalaciones, esta cifra se ha elevado a 5 700 000
toneladas, y las obras que se encuentran todavía en construcción
deberían situarnos este año en 7 100 000 toneladas». Ahora,
para efectuar las reparaciones, pudimos recurrir a la maquinaria
y herramientas destinadas a la producción adicional de
1 400 000 toneladas anuales o 3800 diarias. Así pues, la
testarudez de Hitler, que le impidió renunciar en otoño de 1942
a la producción adicional, terminó por sernos útil. <<
[287]
El 22 de mayo hice que el coronel Von Below, amigo mío y
hasta entonces delegado de Hitler en la Luftwaffe, fuera
designado para actuar como enlace entre éste y yo. Según el
punto 8 del Acta de reuniones del Führer del 22-25 de mayo de
1944, Below tenía la misión «de tenerme siempre al corriente de
las opiniones de Hitler», con lo cual yo pretendía prevenir
sorpresas como las que tuve durante mi enfermedad. Below
también se haría cargo de transmitir mis memorias a Hitler,
puesto que cuando se las entregaba en persona, aunque solía
exigir que lo informara verbalmente de su contenido, no me
dejaba terminar de hablar. Supe por Von Below que Hitler leía
a fondo mis memorias y que llegaba a hacer anotaciones
marginales y a subrayar pasajes. <<
[288]
Véase la Memoria del 30 de junio de 1944.
A pesar de mantener parte de la producción, a comienzos de
diciembre de 1944 habíamos perdido a causa de los bombardeos
1 149 000 toneladas de carburante de avión, lo que equivalía al
doble de las reservas de Keitel, que teóricamente se habían
agotado ya en agosto a causa de un descenso en la producción
de 492 000 toneladas. Estas reservas sólo pudieron alargarse más
allá del 1 de septiembre de 1944 mediante una desesperada
restricción del tráfico aéreo.
Al enemigo le resultó más difícil paralizar la producción de
gasolina para automóviles y carburante diesel, ya que las
874
refinerías estaban muy diseminadas. En junio de 1944 se
produjo un 37% de gasolina y un 44% de carburante diesel. En
mayo de 1944, las reservas de ambos productos alcanzaban un
total de 760 000 toneladas. Antes de los ataques, la producción
había sido de 230 000 toneladas mensuales.
Por término medio, durante el segundo trimestre de 1944 se
arrojaron sobre Alemania 111 000 toneladas de bombas, de las
que sólo una vigésima parte (5160 t) cayó en mayo sobre la
industria de carburante, y en junio lo hizo una quinta parte (
20 000 t). En octubre de 1944, la RAF arrojó una
decimoséptima parte de su carga de bombas sobre la industria
de carburantes, y las dos flotas aéreas americanas, una octava
parte; en noviembre la proporción fue de una cuarta parte en el
caso de la RAF y una tercera parte en el de la aviación americana.
(Véase Graven y Gate, vol. III, y Wagenfür, op. cit.). Dado que
precisamente los ataques nocturnos de la RAF contra las fábricas
de carburantes y refinerías, debido a su mezcla de bombas
incendiarias y explosivas, resultaban más efectivos que los
americanos, la RAF dejó pasar una oportunidad de oro antes de
noviembre, al menos en lo que respecta a los objetivos costeros y
de la cuenca del Ruhr, por su mayor proximidad y fácil
localización. <<
[289]
De la Memoria del 28 de julio de 1944. <<
[290]
Galland me informó de que en aquel momento sólo unos
doscientos cazas defendían el territorio del Reich de los ataques
diurnos. <<
[291]
W. F. Graven y J. L. Gate, The Army Air Forces in World
War II, vol. II. <<
[292]
Hitler formuló estas directrices el 13 de agosto de 1942 en
presencia de Keitel, Schmundt, el almirante Kranke, el general
de zapadores Jakob y Dorsch; yo también estaba. (Acta de
reuniones del Führer del 13 de agosto de 1942, punto 48). <<
875
[293]
Según una nota del 5 de junio de 1944, a esto había que
añadir 4 664 000 m3 para búnkers de submarinos y otros
proyectos en Francia. <<
[294]
Según S. W. Roskill: The War at Sea (Londres, 1961),
vol. III, parte II, sin estos puertos el desembarco nunca habría
podido realizarse. Se emplearon 400 unidades navales, con un
desplazamiento de 1 500 000 toneladas, para actuar a modo de
rompeolas. El tiempo de construcción se duplicó a causa de las
tormentas. Sin embargo, al cabo de diez días los puertos
tomaron forma; a partir del 8 de julio el puerto británico
próximo a Arromanches permitió un tráfico diario de 6000
toneladas, mientras que el puerto americano no fue terminado.
<<
[295]
El enemigo contaba con un Hitler más decidido. Según
W. F. Graven, ibid, vol. III, el mismo día d y los siguientes los
bombardeos de la IX Flota Aérea americana destruyeron los
doce puentes de ferrocarril y los catorce puentes de carreteras
existentes sobre el Sena, con objeto de impedir el
desplazamiento del XV Ejército alemán, estacionado en Calais.
<<
[296]
Véase el Acta de reuniones del Führer del 3-5 de junio de
1944, punto 16.
El desarrollo de los cohetes V1 se llevó a cabo en poco tiempo
gracias a la energía de Milch, quien había constatado, en el
campo de pruebas de los grandes cohetes de Peenemünde, el
poco efecto que se lograba con medios tan complicados.
Oponiéndose a la resistencia pasiva que encontró incluso en mi
Ministerio, finalmente se pudo apuntar el éxito de haber
producido un arma de efecto similar a un coste mucho menor.
<<
[297]
En su discurso del 26 de junio de 1944, es decir, después de
producirse las tres catástrofes militares, Hitler expuso a los
876
industriales:
«A menudo se me antoja que debemos pasar por todas las
pruebas del demonio, de Satán y del infierno antes de alcanzar
definitivamente la victoria final […]. Quizá yo no sea
precisamente un hombre devoto; no, no lo soy, pero en lo más
profundo de mi ser sí soy un hombre religioso; es decir, creo
que a quien lucha valientemente en este mundo de acuerdo con
las leyes naturales que Dios ha establecido y no capitula jamás,
sino que una y otra vez se rehace y avanza de nuevo, el Supremo
Legislador no lo dejará en la estacada, sino que al final recibirá la
bendición de la Providencia. Al fin y al cabo, esto ha sido dado a
todos los grandes espíritus (!) de la Tierra». <<
[298]
Tres semanas antes, en el discurso que pronuncié en Essen el
6 de julio de 1944, me mostré contrario a estas tendencias y
aseguré que nuestro sistema de control de la industria
desaparecería cuando llegara la paz. <<
[299]
Véase el Acta de reuniones del Führer del 19-12 de junio de
1944, punto 20: «Entregados al Führer los documentos para su
discurso, con los que se muestra conforme». <<
[300]
Bormann se opuso, en una carta fechada el 30 de junio de
1944, a que se publicaran los discursos; posteriormente fueron
recogidos por Hildegard von Kotze y Helmut Krausnick en Es
spricht der Führer, Gütersloh, 1966. <<
[301]
Al final de la guerra oí a Galland decir que el insuficiente
interés que habían mostrado los altos mandos era la causa de un
retraso de aproximadamente año y medio. <<
[302]
Las cifras han sido tomadas del programa 225, en vigor a
partir del 1 de marzo de 1944, que sólo pudo ser llevado a la
práctica en parte. Según este programa, había que producir los
siguientes Me 262: 40 unidades en abril de 1944, que llegarían
a 60 en julio del mismo año; producción estable de 60 unidades
hasta octubre de 1944, y 210 a partir de enero de 1945; nuevo
877
incremento a 440 en abril de 1945, 670 en julio y 800 en
octubre. <<
[303]
Véase el Acta de reuniones del Führer del 7 de julio de
1944, punto 6.
A pesar de mis reparos, Hitler se mantuvo firme «en su orden de
que al principio los Me 262 deberían ser producidos
exclusivamente como bombarderos». <<
[304]
Véase el Acta de reuniones del Führer del 19 al 22 de junio
de 1944, punto 35. <<
[305]
Véase el informe de viaje del 10 al 14 de septiembre de
1944. <<
[306]
Según la U. S. Air University Review, volumen XVII, número
5 (julio-agosto de 1966), en 1944 un cuatrimotor B 17
(Fortaleza Volante) costaba 104 370 dólares (858 000 mil
marcos del Reich); en cambio, un V1, según los datos precisos
de David Irving, costaba 144 000 marcos, es decir, la sexta parte
que un bombardero. Seis cohetes sumaban cuatro toneladas y
media de material explosivo (750 kilos cada uno). Quedaban
destruidos después de haber sido utilizados una sola vez. En
cambio, un bombardero B 17 podía efectuar innumerables
misiones y transportar dos toneladas de explosivos en un radio
de 1600 a 3100 kilómetros.
Sólo sobre Berlín se arrojó un total de 49 400 toneladas de
bombas y explosivos, que dañaron gravemente o destruyeron
por completo el 10,9% de las viviendas (Webster, vol. IV). Para
hacer caer sobre Londres la misma cantidad de explosivos
mediante el V1 habríamos tenido que emplear 66 000 grandes
cohetes, es decir, la producción entera de seis años. Por
consiguiente, el 29 de agosto de 1944, durante una reunión de
propaganda presidida por Goebbels, tuve que reconocer: «Hay
que preguntarse si ahora el V2 […] puede ser psicológicamente
decisivo de algún modo para la guerra. […] Desde el punto de
878
vista puramente técnico no puede serlo. […] Tales influencias
psicológicas quedan fuera de mi alcance. Sólo puedo decir que
para conseguir la plena efectividad de nuestras nuevas armas
[…] se requiere un tiempo». <<
[307]
Dejando a un lado las razones de Hitler, iba en contra del
sentido común que la base de Peenemünde estuviera realizando
proyectos para el Ejército de Tierra cuando la defensa antiaérea
era asunto de la Luftwaffe. Sin embargo, dada la ambición que
separaba a las distintas ramas de la Wehrmacht, el Ejército de
Tierra nunca habría puesto a disposición de la competencia la
capacidad de desarrollo alcanzada en Peenemünde. La
separación existente entre los ejércitos de la Wehrmacht hacía
imposible llevar a cabo una investigación y un desarrollo
comunes (v. capítulo XVI, nota 33). De haber aprovechado a
fondo y a su debido tiempo la capacidad de Peenemünde, la
operación Cascada habría podido entrar antes en la fase de
producción. En fecha tan tardía como el 1 de enero de 1945 —
en un rasgo característico de la forma en que se asignaban las
prioridades—, 2210 científicos e ingenieros de la base de
Peenemünde se ocupaban de los cohetes de largo alcance A4 y
A9, mientras que sólo 220 trabajaban en el proyecto Cascada y
125 lo hacían en otros cohetes destinados a la defensa antiaérea
(Tifón).
El doctor C. Krauch, Delegado General de Química, me había
dicho en una extensa memoria que me dirigió el 29 de julio de
1943, apenas dos meses antes de que tomáramos nuestra errónea
decisión: «Los que defienden un rápido desarrollo de los medios
de ataque aéreos, es decir, de la contraofensiva, parten de la base
de que la mejor defensa es el ataque y de que lanzar cohetes
contra Inglaterra disminuiría los ataques aéreos contra el
territorio del Reich. Incluso si se cumpliera la premisa, lo que
no ha ocurrido hasta la fecha, de que los cohetes de largo
alcance pudieran ser empleados ilimitadamente e hicieran
879
posible causar daños a gran distancia, y teniendo en cuenta las
experiencias que hemos tenido hasta el momento, esta solución
me parecería desacertada. Al contrario, incluso aquellos que en
Inglaterra se oponen actualmente al empleo del terror aéreo
contra la población alemana, si los atacáramos con cohetes
exigirían de su gobierno un recrudecimiento de la agresión
contra nuestras poblaciones, y seguiríamos sin podernos
proteger. […] Estas consideraciones hablan en favor de
aumentar en lo posible la defensa antiaérea y los cohetes
defensivos C2 Cascada. Deben emplearse cuanto antes y de
forma masiva. […] En otras palabras: todos los especialistas,
todos los trabajadores y todas las horas de trabajo que se
empleen en acelerar al máximo este programa resultarán mucho
más efectivos que cualquier otro proyecto. Retrasar este
programa puede tener consecuencias decisivas para el curso de la
guerra». <<
[308]
Véase el Acta de reuniones del Führer de 23 de junio de
1942, punto 21. <<
[309]
Véase el Acta de reuniones del Führer del 13-14 de octubre
de 1942, punto 25. Cinco mil cohetes de largo alcance, es decir,
los fabricados en más de cinco meses, sólo habrían transportado
3750 toneladas de material explosivo, en tanto que un solo
ataque combinado de las flotas de bombarderos ingleses y
americanos habrían lanzado alrededor de 8000 toneladas. <<
[310]
Esta orden, del 12 de diciembre de 1942, hizo posible
planificar la producción y encargar las máquinas-herramienta
cuyo suministro se demoraba durante meses, al permitir entrar
en negociaciones con las empresas suministradoras y conseguir
los cupos de material necesarios para el proceso de fabricación.
<<
[311]
Véase el Acta de reuniones del Führer del 8 de julio de
1943, puntos 18, 19 y 20. <<
880
[312]
David Irving da más detalles en Die Gekeimwaffen des
Dritten Reiches, Gütersloh, 1965. <<
[313]
Acta de reuniones del Führer del 19-22 de agosto de 1943,
punto 24. <<
[314]
Mi predecesor, el doctor Todt, tenía el grado honorífico de
general de división de la Luftwaffe, lo cual lo colocaba en una
posición débil para negociar con sus contratantes, cuya categoría
militar era mucho más alta. Esta sola circunstancia ya convertía
en poco recomendable aquella práctica, que yo, por mi parte,
rechacé también por razones más genéricas. <<
[315]
Véase el Acta de reuniones del Führer del 20-22 de
septiembre de 1942, punto 36. <<
[316]
El jefe de la Sección de Suministros Armamentísticos,
doctor Walter Schieber, confirmó en una carta del 7 de mayo de
1944 (documento 104 PS de Nuremberg) que el
establecimiento de las filiales de los campos de concentración
llamadas «campos de trabajo» estaba justificado a pesar de la
gran cantidad de roces existentes con las SS, ya «que los
resultados prácticos y humanos compensaban las desventajas».
<<
[317]
La espantosa impresión que nos causó el campamento se
desprende de lo que se expresa entre líneas en la Crónica del 10
de diciembre de 1943: «En la mañana del 10 de diciembre, el
ministro se dirigió a inspeccionar una nueva instalación en el
Harz. Aquella tremenda empresa exigía sus últimas fuerzas a los
hombres que la dirigían. Algunos llegaron al punto de tener que
tomar vacaciones forzosas para recuperarse de los nervios». <<
[318]
Véase la Crónica del 13 de enero de 1944. <<
[319]
Citas de la carta de Ley del 26 de mayo de 1944 y de mi
respuesta del día siguiente. <<
[320]
Véase el Acta de reuniones del Führer del 3-5 de junio de
1944, punto 21. <<
881
[321]
Véase E. Georg, Die wirtschaftlichen Unternehniungen der
SS, Stuttgart, 1963. <<
[322]
El doctor Schieber amplía esta cuestión en su carta del 7 de
mayo de 1944: «Del elevado porcentaje de trabajadores
extranjeros, en especial rusos, que trabajan en nuestras empresas
de armamentos, una parte no despreciable va a parar
gradualmente a las empresas económicas de las SS, con lo que
perdemos esta mano de obra. Esta sustracción se debe a la
envergadura, cada vez mayor, del gran complejo económico de
las SS, dirigido sobre todo por el capitán general de las SS
Pohl».
En la reunión de los jefes de armamentos celebrada el 26 de
mayo de 1944, Kammler se ufanó de que «simplemente había
detenido a 50 000 personas para procurarse la mano de obra
necesaria (para las empresas de las SS)». <<
[323]
Véase el Acta de reuniones del Führer del 3-5 de junio de
1944, punto 21. <<
[324]
Eugene Davidson en Modern Age, año 1966, n.o 4, en su
artículo: «Albert Speer and the Nazi War Plans». <<
[325]
Estas medidas fueron adoptadas por la Central de
Planificación el 19 de mayo de 1944. Siete días más tarde, a
partir del 26 de mayo de 1944, las fuerzas aéreas enemigas
consiguieron destruir en muy poco tiempo veintiséis puentes
sobre el Sena. <<
[326]
Véanse el diario de Jodl, anotación del 5 de junio de 1944, y
el Acta de reuniones del Führer del 8 de junio de 1944, punto 4:
«El Führer coincide conmigo en lo que sugerí a Jodl sobre una
invasión en mi carta del 29 de mayo». <<
[327]
El detallado decreto del «jefe del Armamento del Ejército de
Tierra y comandante en jefe del Ejército de Reserva», capitán
general Fromm, del 31 de julio de 1943, «asunto Valquiria», se
remite a un decreto anterior, del 26 de mayo de 1942. <<
882
[328]
Véase mi carta del 3 de marzo de 1945 al ministro de
Justicia Thierack en descargo de Fromm. <<
[329]
Véase el decreto de Hitler de 13 de julio de 1944. <<
[330]
Véase la Crónica del 9 de julio de 1944. <<
[331]
En esta memoria del 20 de julio de 1944 aplicaba a la
administración de la Wehrmacht mi experiencia industrial, así
como algunos conocimientos obtenidos en conversaciones con
el personal del Estado Mayor, como Olbricht, Stieff, Wagner,
etc. Decía que no salían las cuentas, pues de los 10 500 000
hombres incorporados al ejército sólo 2 300 000 estaban
luchando. La habilidad organizativa alemana se dividía en la
mayor cantidad posible de ramas independientes, cada una de
las cuales se regulaba de un modo autárquico. La memoria
prosigue: «Así, hemos organizado de forma independiente entre
sí todas las subdivisiones de los tres ejércitos de la Wehrmacht,
de las Waffen-SS, de la Organización Todt y del Servicio de
Trabajo del Reich. El suministro de ropa, los abastecimientos, el
servicio de transmisiones, la sanidad, los refuerzos, los
transportes, todos estos asuntos están organizados por separado,
tienen sus propios almacenes y reciben sus suministros con
independencia unos de otros». La consecuencia era un dispendio
superfluo de hombres y de material. <<
[332]
Véase la Crónica del 20 de julio de 1944. <<
[333]
Es de suponer que Hitler informó a Goebbels, encargado de
adoptar las medidas necesarias para la defensa de Berlín, sobre la
orientación de sus sospechas. En ese momento ya se había
ordenado desde Rastenburg que Von Stauffenberg fuera
detenido en el edificio de la Bendlerstrasse. Las sospechas
debieron de recaer también sobre Fromm, pues a las dieciocho
horas Hitler ya lo había destituido, nombrando a Himmler para
reemplazarlo. El hecho de que Goebbels no me expusiera la
situación podía ser indicio de que no confiaba completamente
883
en mí. <<
[334]
Este horario aparece reproducido en Der 20 Juli, BertoVerlag, Bonn, 1961. <<
[335]
Lo mismo se desprende del informe entregado dos días
después por Remer. <<
[336]
Véase mi carta a Thierack del 3 de marzo de 1945. <<
[337]
Al parecer, Himmler vaciló en obedecer la orden que Hitler
le dio a las cinco de la tarde de dirigirse a Berlín. Por lo pronto
se quedó en su cuartel general, y sólo a altas horas de la noche
viajó, no a Berlín-Tempelhof, sino a un campo de aviación
apartado de la ciudad. <<
[338]
Según el Acta de reuniones del Führer del 6-8 de julio de
1944, punto 2. <<
[339]
El 23 de julio de 1944 Ley escribió en el Angriff un artículo
editorial que evidenciaba el giro del régimen contra la
aristocracia militar: «Degenerada hasta la médula, de sangre
azulada hasta la idiotez, sobornable hasta la repugnancia y
cobarde como todas las criaturas vulgares: ésta es la pandilla de
nobles que el judío ha enviado contra el nacionalsocialismo
[…]. Hay que aniquilar esta podredumbre, destruirla de raíz
[…]. No basta con atrapar sólo a los culpables […]. Hay que
eliminar toda la nidada». <<
[340]
Este plan de organización respondía poco más o menos al
borrador de un decreto hallado en el edificio de la Bendlerstrasse
que debía firmar Beck, como regente del Reich, «para la
estructuración provisional del alto mando de la guerra». Había,
además, una lista ministerial en la que el Ministerio de
Armamentos debía ser subordinado a Goerdeler, el futuro
canciller del Reich. Yo aparecía en ella como ministro, y junto a
mi nombre había también aquí un signo de interrogación y una
nota que decía que no se me debía consultar hasta después de
consumar el golpe de Estado. (De Der 20 Juli, Bonn, 1961). <<
884
[341]
Véase el informe de Kaltenbrunner a Bormann, del 12 de
octubre de 1944, en Karl Heinrich Peter, Spiegelbild einer
Verschwórung. Die Kaltenbrunner-Berichte an Bormann und
Hitler über das Attentat am 20. Juli 1940. Documentos secretos
de la antigua Jefatura de Seguridad del Reich, Stuttgart, 1961.
<<
[342]
Según un comunicado de Walter Funk. <<
[343]
Jerárquicamente, como «jefe mayor de sección» del Partido
me hallaba por debajo de los jefes nacionales admitidos en
aquellas reuniones. <<
[344]
Algunos pasajes de este discurso de Hitler han sido
publicados. Véase Domaras, op. cit. <<
[345]
De mi declaración en Nuremberg del 20 de junio de 1946.
Pude remitirme a Schirach como testigo adicional. <<
[346]
Según consta en Gregor Janssen, Das Ministerium Speers,
intercedí por la puesta en libertad del general Speidel, del editor
Suhrkamp, de la esposa del general Seydlitz y de su cuñado el
doctor Eberhard Barth, del conde Schwerin, del capitán general
Zeitzler y del general Heinrici, así como por la de los
industriales acusados por Goerdeler: Vögler, Bücher, Meyer,
Stinnes, Haniel, Reuter, Meinen y Reusch. <<
[347]
Véase la Crónica de últimos de agosto y del 20 de
septiembre de 1944. <<
[348]
Del discurso ante mis colaboradores del 31 de agosto de
1944. <<
[349]
Véase la Crónica del 10 y el 31 de agosto de 1944. <<
[350]
Véase la carta de 20 de septiembre de 1944. <<
[351]
Esta exigencia apuntaba directamente contra las
pretensiones de poder de Bormann. Exigí de Hitler que «en
todo lo concerniente a armamentos y producción de guerra
pudiera dar directamente las instrucciones necesarias a los jefes
885
regionales, sin tener que ponerlas en conocimiento del jefe de la
cancillería del Partido (Bormann)». Los jefes regionales tendrían
la obligación «de informarme directamente, y de ponerse
también en contacto conmigo en cuestiones fundamentales del
campo de los armamentos y la producción de guerra». Sin
embargo, el primitivo sistema de poder de Bormann se fundaba
precisamente en que, aunque ideaba sin cesar nuevas misiones
estatales para los jefes de las regiones, insistía al mismo tiempo
en que «todos los informes pasaran sistemáticamente por él» y
en que «las instrucciones dadas a los jefes regionales solamente
podían ser transmitidas a través de él, para dar uniformidad a la
transmisión». De esta forma se interponía entre los Ministerios y
las autoridades ejecutoras y hacía que tanto unos como otras
dependieran de él. <<
[352]
A comienzos de octubre, es decir, una semana después,
figura en la Crónica la anotación siguiente: «El doctor Goebbels
y el jefe nacional Bormann, así como los jefes regionales y sus
organismos del Partido, arremeten incesantemente contra las
empresas de producción de armamento». La Crónica prosigue:
«Al ministro le interesa aclarar quién tendrá algo que decir en el
futuro respecto a los armamentos. A pesar de todos los acuerdos
con el doctor Goebbels, el ministro es pasado por alto. Las
llamadas al orden dirigidas a los jefes regionales se interrumpen
al llegar al doctor Goebbels, y las conversaciones telefónicas son
silenciadas hasta que los hechos ya han sido consumados. La
tensión y el enojo crecen en ambas partes».
Aproximadamente una semana después, enojado por el
tratamiento que se me había dado, ordené al jefe de la Sección
Central de Cultura y Propaganda que mi nombre «no vuelva a
aparecer en la prensa». (Crónica). <<
[353]
Véase el informe sobre mi viaje del 26 de septiembre al 1 de
octubre de 1944. Cuatro semanas más tarde, en el informe
886
sobre mi visita al Grupo de Ejércitos del Sudoeste, efectuada
entre el 19 y el 25 de octubre de 1944, indiqué a Hitler,
apoyado por Guderian, jefe del Estado Mayor, que durante el
mes de septiembre las tropas combatientes sólo habían recibido
una parte de los suministros de armas: «Las averiguaciones del
aposentador general permiten saber que durante el mes de
septiembre fueron asignados los siguientes suministros a las
fuerzas combatientes de todos los frentes:
Pistolas.
Suministro para divisiones del frente: 10 000.
Nuevos efectivos: 78 000.
Metralletas.
Suministro para divisiones del frente: 2934.
Nuevos efectivos: 57 660.
Ametralladoras.
Suministro para divisiones del frente: 1527.
Nuevos efectivos: 24 473.
Cañones antiaéreos de 2 cm.
Suministro para divisiones del frente: 54.
Nuevos efectivos: 4442.
Cañones antiaéreos de 3,7 cm.
Suministro para divisiones del frente: 6.
Nuevos efectivos: 948.
Cañones antitanque de 7,5 cm.
Suministro para divisiones del frente: 180.
Nuevos efectivos: 748.
Lanzagranadas de 8 cm.
Suministro para divisiones del frente: 303.
Nuevos efectivos: 1947.
887
Lanzagranadas de 12 cm.
Suministro para divisiones del frente: 14.
Nuevos efectivos: 336.
Morteros ligeros.
Suministro para divisiones del frente: 275.
Nuevos efectivos: 458.
Morteros pesados.
Suministro para divisiones del frente: 35.
Nuevos efectivos: 273.
Camiones.
Suministro para divisiones del frente: 543.
Nuevos efectivos: 4736.
Tractores oruga.
Suministro para divisiones del frente: 80.
Nuevos efectivos: 654.
Tanques.
Suministro para divisiones del frente: 317.
Nuevos efectivos: 373.
Cañones de asalto.
Suministro para divisiones del frente: 287.
Nuevos efectivos: 762.» <<
[354]
Según el informe del viaje que realicé entre el 10 y el 14 de
septiembre de 1944, el I Ejército, estacionado en Metz,
disponía, para un frente de 140 km, de 112 piezas de artillería,
52 tanques acorazados, 116 cañones antitanque pesados y 1320
ametralladoras. El LXXXI Cuerpo del Ejército, que defendía
Aquisgrán y su importante industria, sólo disponía de 33 piezas
de artillería, 21 tanques y 20 cañones antitanque pesados. En el
mismo informe escribí a Hitler: «Las armas pesadas son tan
888
insuficientes que el frente puede romperse por casi cualquier
punto. Cien tanques, provistos de una dotación de 500
hombres, pueden quebrantar la resistencia de diez mil soldados
que carezcan de armas pesadas». <<
[355]
Véase el Acta de reuniones del Führer del 19-22 de junio de
1944, punto 9. <<
[356]
Véase el documento RE 71 de Nuremberg, según el cual
Sauckel propuso a Hitler, el 26 de abril de 1944, una «orden del
Führer» concebida en los siguientes términos: «Al comandante
en jefe del frente occidental y a los comandantes militares de
Francia, Bélgica y Holanda: En caso de una invasión, hay que
asegurar por todos los medios que la mano de obra quede fuera
del alcance del enemigo. La industria de armamentos del Reich
exige que tales fuerzas sean puestas rápidamente, en la mayor
cantidad posible, a disposición de las industrias alemanas de
armamento».
El 8 de mayo de 1944 se registró en el acta oficial de sesiones la
negociación mantenida por Sauckel y el Gobierno francés: «El
jefe regional Sauckel declara que ha dado a sus departamentos
un plan de movilización general para el caso de una invasión,
con la orden de evacuar a Alemania, sin más consideraciones, a
todos los obreros que queden libres». Después de la reunión
ministerial del 11 de julio de 1944, presidida por Lammers,
Keitel dio al comandante en jefe de Francia la orden de que
«habría que adoptar medidas violentas para detener a obreros
franceses». Por el contrario, yo decidí que «la producción
francesa debía mantenerse a pesar de la invasión y que sólo se
tendría en cuenta una posible evacuación de maquinaria
importante». (Crónica). <<
[357]
Véase el Acta de reuniones del Führer del 18 al 20 de agosto
de 1944, punto 8.
En la sentencia dictada el 30 de septiembre de 1946 por el
889
Tribunal Militar Internacional de Nuremberg se establece,
refiriéndose a esta actividad y a otras posteriores, «que él (Speer),
en la fase final de la guerra, fue uno de los pocos hombres que
tuvieron el valor de decir a Hitler que la guerra estaba perdida,
así como de tomar medidas encaminadas a impedir la inútil
destrucción de las industrias, tanto en Alemania como en los
territorios ocupados. Impuso su oposición al programa de
“tierra quemada” en los países occidentales y Alemania y lo
saboteó conscientemente, con riesgo de su propia vida». <<
[358]
El jefe regional de Colonia (Grohé) había sido nombrado
por Hitler responsable de Bélgica, mientras que el jefe regional
de Mosela (Simon) lo fue de Luxemburgo y la región de
Minette, y el jefe regional de Sarre-Palatinado (Bürckel), de
Mauthe et Moselle.
Por ejemplo, el 5 de septiembre de 1944 pude escribir al jefe
regional Simon, con el consentimiento de Hitler: «Se ha de
procurar a toda costa que si la Minette, la región luxemburguesa
o cualquier otra zona industrial cae en manos del enemigo, sea
únicamente paralizada, es decir, que debe interrumpirse su
actividad industrial durante algunos meses, lo que puede
lograrse desmontando algunas piezas, por ejemplo los grupos
eléctricos, pero sin dañar las instalaciones propiamente dichas.
Tenemos que contar con recuperar la región de Minette, ya que
nos es imprescindible a largo plazo para continuar la guerra. En
Rusia, las industrias han cambiado de dueño varias veces sin que
una ni otra parte las hayan dañado, y han sido aprovechadas por
su “usufructuario” respectivo. Las mismas instrucciones se han
hecho llegar a la Asociación Nacional del Hierro y el Carbón».
Estas asociaciones nacionales recibieron la misma orden, pero
con el añadido: «Se ruega proceder de la misma forma en las
cuencas carboníferas amenazadas de Bélgica, Holanda y el
territorio del Sarre. Las instalaciones de bombeo de los pozos de
carbón deberán mantenerse en buen estado». <<
890
[359]
Télex dirigido el 13 de septiembre de 1944 a los jefes
regionales de la cuenca del Ruhr: por principio «únicamente se
puede proceder a la paralización, es decir, a la interrupción
temporal del servicio, mediante la retirada de alguna pieza, por
lo común de grupos eléctricos». La minería y la industria del
acero no se verían sometidas a estas medidas más que en un
segundo nivel; de este modo, prácticamente quedaban excluidas
de la paralización. <<
[360]
Cita del artículo editorial de Helmut Sündermann, segundo
jefe de prensa del Reich, publicado el 7 de septiembre de 1944.
Algunas semanas después, Sündermann se lamentó diciendo que
el Führer le había dictado el texto punto por punto y le había
ordenado publicarlo. <<
[361]
Del informe del viaje que realicé entre el 10 y el 14 de
septiembre de 1944. <<
[362]
Mediante una carta del 16 de septiembre de 1944, Bormann
autorizó extender también esta decisión de Hitler a los
territorios ocupados de Holanda, Francia y Bélgica, así como a
todas las regiones del este, sur y norte del Reich. En una carta
que el 19 de septiembre de 1944 dirigí al presidente de la
Comisión de Armamentos y a los inspectores de Armamentos,
asumí dos días después la responsabilidad por todos los casos en
que cayeran en manos del enemigo industrias que ni siquiera
hubieran sido paralizadas. «En el futuro, lamentaré más
haberme dado demasiada prisa en proceder a la paralización que
no poder realizarla por dar la orden tarde».
En relación con las minas de hulla y lignito de la parte izquierda
del Rin, en un escrito del 17 de septiembre se estableció que, en
caso de ocupación, el director técnico y un turno de trabajo de
emergencia deberían permanecer en el lugar «para impedir, en la
medida de lo posible, el anegamiento de los pozos o cualquier
otra acción que pudiera resultar perjudicial para su
891
funcionamiento». El 5 de octubre de 1944, una circular del
Departamento Nacional de Economía Eléctrica, dependiente de
mí, daba instrucciones concretas para las centrales de energía. <<
[363]
Véase mi Memoria del 5 de septiembre de 1944, así como el
Acta de reuniones del Führer del 18-20 de agosto de 1944,
punto 5: «El Führer establece “un espacio económico mínimo”
para el que se ha de determinar en detalle el límite de la
producción de armamentos teniendo en cuenta las existencias y
las producciones de ese espacio». <<
[364]
Memoria del 5 de septiembre de 1944. Nuestras existencias
de níquel y manganeso duraron cinco meses más que las de
cromo. Dado que habíamos sustituido miles de kilómetros de
cable de cobre de las líneas de alta tensión por cable de
aluminio, disponíamos de cobre para diecisiete meses, a pesar de
que este metal había sido antes una de las más terribles carencias
de nuestra industria de armamentos. <<
[365]
Las citas proceden de los informes sobre los viajes del 26 de
septiembre al 1 de octubre, del 19 al 25 de octubre y del 7 al 10
de diciembre de 1944. <<
[366]
Según registra Jodl en su diario el 10 de noviembre de 1944.
<<
[367]
La cita sobre el aumento de la cantidad de explosivos
mediante adición de sal gema procede de la memoria del 6 de
diciembre de 1944 sobre el abastecimiento de nitrógeno,
materia prima en la producción de explosivos. Contando los
territorios ocupados, antes de los ataques producíamos 99 000
toneladas mensuales, que en diciembre de 1944 se habían
reducido a 20 500. En septiembre se añadieron 4100 toneladas
de aditivos a 32 300 toneladas de explosivo; en octubre, 8600
toneladas de sal gema a 35 900 de explosivo, y en noviembre,
9200 toneladas a 35 200. (Informe urgente de enero de 1945
del servicio de planificación). <<
892
[368]
Según el «cuadro sinóptico de rendimientos» elaborado por
la Central Técnica y fechado el 6 de febrero de 1945, en enero
de 1944, antes de iniciarse los ataques a la industria de aviación,
se suministraron 1017 cazas diurnos y nocturnos. En febrero,
durante los ataques, fueron 990; en marzo, 1240; en abril,
1475; en mayo, 1755; en junio, 2034; en julio, 2305; en agosto,
2273; en septiembre, 2878. Este aumento se logró en gran parte
a costa de restricciones, sobre todo de los aviones polimotores.
Según el «índice de la producción alemana de armamentos» de
enero de 1945, el número de aviones suministrados aumentó de
232 en enero de 1944 a sólo 310 en septiembre del mismo año,
es decir, en un 34%. En este período, la parte correspondiente a
los cazas en la producción total de aviones (por peso) aumentó
del 47,7% al 75,5%. <<
[369]
Informe de la Central de Planificación del 25 de mayo de
1944: «En mayo se producirán tantos aviones que el Estado
Mayor estima que, después de un cierto tiempo, las pérdidas del
enemigo serán tan graves que las incursiones en territorio del
Reich dejarán de resultarle rentables. Si se dirigen cinco cazas
contra el enemigo, se derribará uno de sus bombarderos.
Actualmente, cada bombardero derribado significa la pérdida de
un caza». <<
[370]
Véase el Acta de reuniones del Führer del 18-20 de agosto
de 1944, punto 10. <<
[371]
Citas de la Crónica del 21 y 24 de agosto de 1944.
A pesar de la orden de Hitler de reducir a la mitad la
producción de cazas, ésta permaneció casi invariable: 2305 en
julio y 2352 en diciembre. <<
[372]
Véase el informe del viaje del 10 al 14 de septiembre de
1944.
Unos días antes, el 31 de agosto de 1944, dije a mis
colaboradores que «yo no deseo ceder a la psicosis de atribuir
893
demasiada importancia a las nuevas armas. Tampoco tengo nada
que ver en que actualmente desempeñen un papel
propagandístico tan importante».
El 1 de diciembre de 1944 me expresé de un modo similar en
Rechlin, ante mis colaboradores: «(Tras serles presentados los
nuevos desarrollos), han podido ustedes ver que no disponemos
de ningún arma milagrosa, y probablemente no dispondremos
nunca de ella. Desde nuestro punto de vista, es decir, desde el
lado de la técnica, siempre ha sido evidente para cualquiera que
en este campo no son posibles los milagros que esperan los
profanos. […] Durante mis visitas al frente he comprobado una
y otra vez que los jefes de las divisiones y regimientos están
preocupados porque sus tropas se agarran con una fe cada vez
mayor a esos objetos maravillosos. Esto me parece desastroso».
El 13 de enero de 1945, es decir, algunas semanas después, los
asistentes a un cursillo para oficiales me preguntaron: «¿Se
puede contar todavía con las nuevas armas de las que la
propaganda ha hablado tanto durante el último trimestre?». Yo
respondí: «Sólo puedo decir que me pronuncio enérgicamente
contra tales rumores. A fin de cuentas, la propaganda no es cosa
mía […]. He repetido una y otra vez que no hay que esperar
armas milagrosas y también le he comunicado en varias
ocasiones al Führer por escrito que considero totalmente errónea
esta clase de propaganda, y no sólo en el aspecto político, sino
también porque con ella se menoscaba el valor combativo de los
soldados alemanes […]. Nunca tendremos una forma
maravillosa de terminar la guerra de golpe. No existen tales
perspectivas». <<
[373]
El 10 de diciembre de 1944 Schwarz van Berk publicó en la
revista Das Reich un artículo que estimé que constituía un abuso
de confianza, pues por segunda vez utilizaba para sus artículos
informaciones obtenidas «en el círculo interno de mis oficinas
894
de armamentos». «Comprenderá usted, por lo tanto —concluía
mi carta del 15 de diciembre—, que en adelante no sea
admitido en los actos internos que organice mi Ministerio». <<
[374]
Desarrollado a partir del modelo del bazooka americano. En
noviembre de 1944 se fabricaron 997 000 «puños de tanque»;
en diciembre, 1 253 000, y en enero de 1945, 1 200 000. <<
[375]
Efectivamente, el 5 de agosto de 1944 Churchill pidió
informes sobre las posibilidades de Gran Bretaña para proceder
a una guerra química con gases venenosos contra Alemania.
Según el informe pertinente, las 32 000 toneladas de gas
mostaza y fosgeno podrían «contaminar de una manera efectiva
unos 2500 km2 de territorio alemán, es decir, una extensión
mayor que la del conjunto de los territorios de Berlín,
Hamburgo, Colonia, Essen, Francfort y Kassel». (Irwing: Die
Geheimwaffen des Dritten Reiches, Hamburgo, 1969).
Según mi carta a Keitel del 11 de octubre de 1944
(RLA1302/44), hasta que se produjeron los ataques a la
industria química en verano de 1944, nuestra producción
alcanzaba mensualmente las 3100 toneladas de iperita y 1000 de
tabún. Así pues, durante los cinco años de guerra Alemania tuvo
que almacenar una cantidad de gases tóxicos que debía de
superar la que tenían los británicos, incluso suponiendo que la
capacidad de producción hubiera ido decreciendo durante la
guerra. <<
[376]
En octubre de 1944 todavía se fabricaban los productos
básicos empleados en la producción de gases tóxicos: 10 900
toneladas de metanol (promedio mensual de 1943: 21 500 T) y
306 de cianuro (promedio mensual de 1943: 1234 T). <<
[377]
Véase la Memoria del 11 de noviembre de 1944. <<
[378]
No hay duda de que las esperanzas del enemigo de terminar
la guerra en el invierno de 1944 a 1945 se habrían visto mejor
cumplidas con la desarticulación de la industria química, pues el
895
transporte se recuperaba por lo regular con mayor rapidez de lo
que esperábamos; así, la provisión diaria de vehículos (139 000
de promedio en 1943) era todavía de 70 000 en enero de 1945
(la mitad), de 39 000 en febrero (una tercera parte) y de 15 000
en marzo (lo que, con todo, equivale a una novena parte de la
producción inicial). Debido a las grandes existencias
almacenadas y por medio de este programa complementario, la
producción armamentística todavía pudo, alcanzar rendimientos
que se hallaban muy por encima de la reducción experimentada
por los transportes: el índice global de armamentos fue de 277
de promedio en 1944 (222 en 1943). En enero de 1945 había
descendido a 227, es decir, en un 18%; en febrero a 175 (36%
menos); en marzo a 145, lo que equivale aproximadamente a la
mitad, aunque contábamos sólo con una novena parte del
volumen de transportes.
En enero de 1945 (1943: 225 800 t) todavía logramos producir
175 000 toneladas de munición, lo que constituía, a pesar de
todo, el 70% de la producción de 1943, aunque se disponía
únicamente de una octava parte del nitrógeno. En enero de
1945 construimos 3185 aviones (1943: 2091 al mes), para los
que había sólo una treceava parte de carburante. En enero de
1945 suministramos 1767 tanques, cazadores de tanques,
artillería de asalto y cureñas automotrices (promedio de 1943:
1009), 5089 camiones y remolques ligeros (10 453 en 1943) y
916 tractores (1416 en 1943); pero para el funcionamiento de
estos vehículos sólo disponíamos de una cuarta parte del
carburante producido hasta la fecha.
Así pues, la catástrofe sufrida por la producción química fue un
factor decisivo para que disminuyera nuestra capacidad
combativa. <<
[379]
Citado del Acta de reuniones del Führer del 12 de octubre
de 1944, punto 27. <<
896
[380]
En el informe de mi viaje del 31 de diciembre de 1944,
escribí a Hitler: «El tráfico […] ha de hacerse con las luces
completamente enmascaradas. Debido a la dificultad de los
recorridos nocturnos y a la imposibilidad de desplazarse durante
el día, nuestra capacidad de movimiento, incluso con un sistema
de carreteras equivalente, sólo puede estar entre la mitad y la
tercera parte de la del enemigo, que circula casi sin estorbo
durante el día y con las luces encendidas por la noche. Otro
obstáculo grave, especialmente para enviar pertrechos y
refuerzos, es el estado de las carreteras en el Eifel y en las
Ardenas […]. La mayor parte de los trayectos presenta curvas y
pendientes que no van a la zaga de las de los Alpes en cuanto a
dificultad […]. La mentalidad operativa del alto mando y las
órdenes resultantes no siempre concuerdan con los problemas
de aprovisionamiento que estas implican. Al parecer, la cuestión
del aprovisionamiento y del envío de refuerzos tiene un papel
secundario en todas sus consideraciones […]. Pero si no se le
presta la atención que merece, la operación estará condenada al
fracaso precisamente por este motivo». <<
[381]
Como Hitler reconoció, sólo la muerte de la zarina Isabel lo
salvó de la derrota. <<
[382]
Citado del Acta de reuniones del Führer del 3-5 de enero de
1945, punto 23. <<
[383]
Según el Acta de reuniones del Führer del 3-5 de febrero de
1945, punto 24. El éxito fue de Saur, que siempre se había
quejado a Hitler de las intromisiones del capitán general de las
SS
Jüttner,
lugarteniente
de
Himmler,
en
la
autorresponsabilización de la industria. El relato de los detalles
puso a Hitler de tan mal humor que, finalmente, dispuso la
destitución de Himmler. <<
[384]
Citado del télex a Hitler del 21 de enero de 1945 y de la
memoria preliminar del 16 del mismo mes. <<
897
[385]
Debo admitir que no por mucho tiempo: unos meses
después dirigió los combates de Breslau sin ninguna
consideración por las vidas humanas ni los edificios valiosos, y
ordenó incluso que se ahorcara en público a su viejo amigo
Spielhagen, el alcalde de la ciudad; según supe más tarde por el
constructor Flettner, huyó de la sitiada Breslau poco antes de la
capitulación en uno de los pocos prototipos de helicóptero. <<
[386]
Véase el discurso radiado de Hitler del 30 de enero de 1945.
<<
[387]
La primera cita se encuentra en la página 693 de Mi lucha
de Hitler, edición alemana de 1935; la segunda en la página
104. Además, en mi celda de Nuremberg encontré, en la página
780, la siguiente cita complementaria: «Pero también juzgará a
los que, siendo dueños del poder, pisotean el derecho y la ley, a
los que conducen a nuestro pueblo a la miseria y a la perdición y
a los que, en medio de la desgracia de su patria, valoran más su
propio yo que la vida de la comunidad». <<
[388]
También dejé en manos de Saur las reuniones con Hitler
para tratar de armamentos. Según las Actas, el 20 de enero tuve
la última entrevista con Hitler en este sentido. Después se
reunió con Saur el 14 y el 26 de febrero y el 8 y el 22 de marzo.
<<
[389]
Model renunció ese día a utilizar como base de artillería la
mayor empresa farmacéutica de Alemania: la Bayer-Leverkusen.
Accedió a comunicar esta decisión al enemigo y a rogarle que
respetara la fábrica. <<
[390]
El proyecto del 15 de marzo de 1945 fue elaborado con la
colaboración técnica del coronel Gundelach, jefe de la plana
mayor de las tropas de zapadores. <<
[391]
Mediante circular del 12 de marzo de 1945. <<
[392]
Ya habíamos pasado a los hechos consumados varias
semanas antes: el 19 de febrero de 1945, un día después de que,
898
de acuerdo con un decreto de Hitler, yo habría tenido que
«distribuir las posibilidades de transporte entre la Wehrmacht, la
producción de armamentos, la alimentación y la economía […]
y establecer las prioridades», ordené en mi «Circular sobre la
situación de los transportes»: «Naturalmente, todo lo necesario
para la supervivencia de la población alemana figura en primer
lugar. Hay que asegurar en la mayor medida posible el
abastecimiento de la población». Nos vimos obligados a adoptar
esta decisión porque el número de vagones disponibles había
descendido a una tercera parte.
A las presiones de Riecke, secretario del Ministerio de
Abastecimientos, hubo que agradecer que yo, mediante un
decreto de la Sección de Planificación del 2 de marzo de 1945 y
una orden cursada a la Sección de Construcciones, proveyera de
carbón y energía eléctrica a la industria productora de alimentos
y las fábricas de maquinaria agrícola y tener las plantas de
nitrógeno reparadas antes que las plantas hidrogenadoras. Estos
fueron los últimos de mis muchos decretos prioritarios. Ni
siquiera se mencionaba el armamento.
Las columnas de camiones que teníamos a nuestra disposición
para los transportes urgentes de armamento fueron destinados,
provistos del carburante necesario, a la distribución de semilla
para la siguiente cosecha, puesto que los Ferrocarriles Federales
declararon que no podían encargarse de hacerlo. Gracias a un
programa especial, llenamos los almacenes de Berlín con
alimentos para varios meses. Con arreglo a una oferta que hice
al secretario del Ministerio de Instrucción Pública, Zintsch, los
camiones también trasladaron obras de arte de los museos de
Berlín para protegerlas en las minas de sal del Saale. Los objetos
que se salvaron entonces constituyen el núcleo de la actual
colección de los museos estatales de Berlín-Dahlem. <<
[393]
A partir del ejemplo de Berlín, expuse en esta memoria lo
899
que supondría destruir los puentes: «La consecuencia de las
voladuras de puentes previstas para Berlín habría sido la
insuficiencia en los abastecimientos alimenticios de la ciudad y
habría hecho, además, imposible durante años la producción
industrial y la vida en ella. Así pues, estas voladuras habrían
supuesto la muerte de Berlín». Hablé también en ella de las
consecuencias que las destrucciones acarrearían en la cuenca del
Ruhr: «Si se vuelan los numerosos puentes de ferrocarril que hay
sobre los pequeños canales o valles del Ruhr, o se destruyen los
viaductos, la cuenca ni siquiera podría volver a producir lo
necesario para reconstruirlos». Además, en esta memoria del 15
de marzo de 1945 pedí a Hitler que ordenara adoptar la
consigna de distribuir las existencias de los almacenes civiles y de
la Wehrmacht cuando el enemigo estuviera cerca. <<
[394]
Aquí tenemos un ejemplo de la confusión que se producía
en las órdenes por culpa de las súbitas reacciones de Hitler. El
mismo 18 de marzo, Keitel comunicó, por medio de un télex:
«El Führer ha decidido de manera terminante (!) que: en la
medida de lo necesario, en los territorios occidentales
directamente amenazados por el enemigo se pongan en práctica
las medidas de evacuación». Se había previsto una cobertura
para el caso de que no fueran obedecidas estas disposiciones:
«Mientras se procede a la evacuación, no deben sufrir
menoscabo alguno las medidas militares, la retirada de
productos alimenticios ni el transporte de carbón».
Al día siguiente, 19 de marzo de 1945, Bormann promulgó un
decreto para que se ejecutara la orden más reciente de Hitler,
según la cual «la evacuación se realizará mediante caravanas en
caso de que no se disponga de medios de transporte. Dado el
caso, la población masculina marchará a pie». <<
[395]
Citado en mi carta del 29 de marzo de 1945 de acuerdo con
la reproducción de las palabras de Hitler. En aquel momento
900
introduje la salvedad: «Si no lo he comprendido mal…»,
formulación que podía permitir a Hitler precisar lo que había
dicho. En la misma carta resumí así la impresión que me causó:
«Después de estas palabras me sentí profundamente
conmocionado». <<
[396]
Este cuartel general, situado en un palacete que se levantaba
en una colina rocosa y comunicado con los búnkers por medio
de escaleras, era el que construí para Hitler en 1940, que él
había rechazado. <<
[397]
Se trata de la Orden del Führer sobre medidas de
destrucción en el territorio del Reich. Reza así:
«La lucha por la existencia de nuestro pueblo obliga, también
dentro del territorio del Reich, a emplear cualquier medio que
pueda debilitar la combatividad del enemigo e impedir que
continúe su penetración. Deben aprovecharse todas las
posibilidades para dañar al máximo, directa o indirectamente, la
potencia de ataque del enemigo. Es una equivocación creer que
las instalaciones (de transporte, de comunicaciones, industriales
o de abastecimiento) no destruidas o sólo temporalmente
paralizadas podrán ser utilizadas en nuestro beneficio una vez se
hayan reconquistado los territorios perdidos. En su retirada, el
enemigo sólo dejará una tierra quemada y no tendrá ninguna
consideración hacia la población de dichos territorios.
»Por consiguiente, ordeno:
1. Serán destruidas todas las instalaciones militares, de
transporte, de comunicaciones, industriales y de abastecimiento,
así como los valores muebles que haya dentro del territorio del
Reich y que el enemigo pueda utilizar inmediatamente o a corto
plazo para proseguir el combate.
2. Serán responsables de poner en práctica estas medidas de
destrucción las jefaturas militares cuando se trate de objetivos de
índole militar, incluidas las instalaciones de transporte y de
901
comunicaciones, y los jefes regionales y comisarios de defensa
del Reich cuando se trate de industrias e instalaciones de
abastecimiento y cualesquiera otros bienes muebles. Las tropas
prestarán a los jefes regionales y comisarios de defensa del Reich
la ayuda necesaria para llevar a cabo sus cometidos.
3. Esta orden será puesta con la mayor rapidez posible en
conocimiento de todos los mandos de tropa, e invalida todas las
instrucciones que se opongan a ella».
Esta orden se oponía abiertamente a las peticiones que yo
formulaba a Hitler en mi memoria del 18 de marzo, que decían:
«Debe garantizarse que, cuando la lucha tenga lugar dentro del
territorio del Reich, nadie esté autorizado a destruir industrias,
empresas carboníferas, centrales eléctricas y otras instalaciones
de abastecimiento, ni tampoco las vías de comunicación ni los
canales utilizados para la navegación interior. Si se volaran los
puentes tal como está previsto, las vías de comunicación
sufrirían un perjuicio mucho mayor que el que ocasionarían los
ataques de la aviación enemiga». <<
[398]
Mediante la observación «Para que sea ejecutada por el
comandante en jefe del grupo de ejércitos», Kesselring había
traspasado a su subordinado, el mariscal Model, toda
responsabilidad derivada de la inobservancia de la mencionada
orden. <<
[399]
Véase mi escrito del 3 de marzo de 1945 al ministro de
Justicia Thierack y su respuesta del 6 del mismo mes. <<
[400]
Véase el Acta de la entrevista con el Führer del 22 de marzo
de 1945, firmada por Saur. <<
[401]
El texto del decreto era el siguiente:
«Asunto: Alojamiento de los compatriotas procedentes de los
territorios evacuados. Por orden de la autoridad superior,
participo lo siguiente: El 19 de marzo de 1945, el Führer
publicó una orden sobre las medidas de destrucción que ya le ha
902
sido transmitida a usted o que ahora se le adjunta. Al mismo
tiempo, el Führer ordenó de manera igualmente inequívoca que
deben evacuarse los territorios que no se puedan conservar y que
se prevea que serán ocupados por el enemigo.
»El Führer ha ordenado a los jefes regionales de las zonas
fronterizas que hagan lo humanamente posible para asegurar la
evacuación de todos los compatriotas, es decir, su retirada
absoluta. El Führer, después de haber sido informado
detalladamente, conoce las tremendas dificultades que entraña
esta exigencia.
»La exigencia del Führer se basa en consideraciones acertadas y
exactas. No puede plantearse la imposibilidad de la evacuación.
»Tan difícil como la evacuación y el transporte es el alojamiento
de nuestros compatriotas en las regiones alemanas interiores que
los acojan; sin embargo, debe lograrse este alojamiento
aparentemente imposible. El Führer espera que las regiones
alemanas interiores muestren la comprensión necesaria hacia las
inevitables exigencias del momento.
»Tenemos que superar la actual situación empleando todos los
medios posibles e improvisando cuando sea necesario». <<
[402]
Por lo que sé, Florian se distanció posteriormente de su
intención de publicar este borrador. Puede que hiciera sus
observaciones sobre la falta de valor del pueblo en un encuentro
anterior. <<
[403]
Hitler había establecido que, en una «zona de combate» de
ocho a quince kilómetros de amplitud, el Ejército se encargara
de llevar a cabo las destrucciones. <<
[404]
Se trata de las «Disposiciones para ejecutar la Orden del
Führer del 19 de marzo de 1945 (instalaciones de
telecomunicación)», remitidas el 27 de marzo a las cuatro de la
tarde:
«Las instalaciones de transmisión de noticias se destruirán
903
mediante voladuras, incendio o demolición. Deberán
inutilizarse por completo las dependencias telefónicas,
telegráficas y repetidoras, los nudos de comunicaciones
(entradas de cables, puntos de conmutación, ramificaciones de
líneas y cables, dispositivos tensores y, de disponer de tiempo
suficiente, también las líneas y cables de comunicación de
superficie), las existencias y equipos telegráficos de toda clase,
cables y líneas, instrucciones de funcionamiento (planos de
distribución de cables y conexiones, descripciones de aparatos,
etc.) e instalaciones de radio (centrales receptoras y transmisoras,
postes, antenas). Se procurará transportar previamente todas las
piezas que se estimen de valor especial […].
»Seguirá una orden especial para la capital del Reich y sus
alrededores, en especial para las grandes instalaciones de radio
de Nauen, Königswusterhausen, Zeesen, Rehmate y Beelitz». <<
[405]
Al salir de prisión, Seebauer, uno de mis jefes de sección en
aquella época, me comunicó que cuando estuve enfermo, en la
primavera de 1944, Hitler había pensado ya en Saur. <<
[406]
En su última reunión estratégica, celebrada el 27 de abril de
1945; Hitler reaccionó con dureza: «Desobedecer una orden
dada por mí significa, cuando se trate de un jefe del Partido, su
inmediata aniquilación […]. No puedo imaginar que un jefe del
Partido a quien yo dé una orden se atreva a no cumplirla».
(Estenograma reproducido en el número 3 de Spiegel, 1966. )<<
[407]
Otros extractos de esta carta:
«Abandonar mi puesto, incluso aunque usted así me lo
ordenara, sería para mí en estos momentos decisivos una
deserción frente al pueblo alemán y también frente a mis leales
colaboradores. A pesar de ello, y sin considerar las consecuencias
que ello puede acarrearme, me siento obligado a informarle, con
franqueza y sin tapujos, de mi punto de vista frente a los
acontecimientos. He sido de los pocos que siempre le han
904
hablado honradamente y con franqueza, y así seguiré […].
»Creo en el futuro del pueblo alemán. Creo en una Providencia
justa e implacable y, por consiguiente, creo también en Dios.
Sentí un profundo dolor al ver, en los días de victoria de 1940,
que amplios sectores de nuestra jefatura perdían la serenidad. En
aquel momento habríamos debido acreditarnos frente a la
Providencia con una actitud de decoro y de humildad interior.
De haberlo hecho así, la victoria habría estado con nosotros.
Pero en aquellos meses el Destino nos estimó demasiado débiles
para afrontar éxitos mayores. Nuestra indolencia y nuestra
pereza nos llevaron a desperdiciar un año valiosísimo para la
industria de armamentos y para nuestro desarrollo, y con ello
nos hicimos responsables de que en los años decisivos de 1944 y
1945 muchas cosas llegaran demasiado tarde. Si hubiéramos
adelantado un año todas nuestras innovaciones, nuestro destino
sería distinto. Como si la Providencia hubiera querido
prevenirnos, a partir de entonces todos los hechos militares
fueron seguidos de un infortunio sin igual. Jamás en una guerra
las circunstancias externas, como el mal tiempo, han
desempeñado un papel tan decisivo y desafortunado como en
esta contienda, precisamente la más tecnificada de todas. Las
heladas de Moscú, las nieblas de Stalingrado y el cielo despejado
durante la ofensiva de invierno de 1944 en el frente occidental
[…].
»Sólo podré continuar trabajando con dignidad, convicción y fe
en el futuro si usted, mein Führer, sigue apoyando como hasta
ahora el mantenimiento de la energía vital de nuestro pueblo.
No voy a entrar en detalles sobre la orden de destrucción
promulgada por usted el 19 de marzo de 1945, que, mediante
medidas apresuradas, despojará al pueblo alemán de sus últimas
posibilidades industriales y cuyo conocimiento conmocionará
profundamente a la población. Todas éstas son cosas que,
aunque decisivas, soslayan lo fundamental […]. Tiene usted que
905
comprender lo que ocurre en mi fuero interno. No puedo rendir
todo lo posible ni inspirar la confianza necesaria si, al tiempo
que invito a los trabajadores a sacrificarse al máximo,
preparamos la destrucción de lo que constituye la base de su
existencia». <<
[408]
El texto del decreto era el siguiente:
«El Führer Cuartel general, 30 de marzo de 1945.
Para unificar la ejecución de mi decreto del 19 de marzo de
1945, ordeno:
1. Las medidas de destrucción de instalaciones industriales
tienen por único objeto impedir que el enemigo aproveche estas
instalaciones y servicios para aumentar su fuerza combativa.
2. Las medidas que se adopten no deberán debilitar de ningún
modo nuestra propia fuerza combativa. La producción deberá
mantenerse en lo posible hasta el último momento, aun a riesgo
de que alguna industria caiga intacta en manos del enemigo en
caso de producirse un rápido avance. Por consiguiente, las
instalaciones industriales de todo tipo, incluidas las de
abastecimientos, no serán destruidas hasta que estén
directamente amenazadas por el enemigo.
3. Mientras que, en el caso de puentes y otros puntos de
comunicación, sólo su total destrucción puede impedir que el
enemigo haga uso de ellas, en las instalaciones industriales se
puede lograr el mismo resultado mediante una paralización
eficaz.
La destrucción total de empresas de especial importancia (por
ejemplo, centros de municiones, importantes fábricas químicas,
etc.) será establecida por el ministro de Armamentos y
Producción de Guerra en cumplimiento de mis instrucciones.
4. La puesta en práctica de las medidas de paralización y
destrucción de las instalaciones industriales y otros servicios será
ordenada por el jefe regional y comisario de defensa del Reich,
906
quien velará por su cumplimiento.
La ejecución de la orden será de la exclusiva incumbencia de las
centrales y delegaciones del Ministerio de Armamentos y
Producción de Guerra.
5. El ministro de Armamentos y Producción de Guerra cuenta
con mi aprobación para dictar las disposiciones necesarias para
que se ejecute la orden. Él podrá impartir instrucciones
concretas a los comisarios de defensa del Reich.
6. Estos mismos principios son aplicables a las empresas e
instalaciones enclavadas en la zona de combate.
Firmado: Adolf Hitler».
El decreto se refería únicamente a la industria. La orden de
destrucción de los canales de navegación, instalaciones
ferroviarias y de transmisiones y puentes no habían sufrido
modificación alguna. <<
[409]
La orden, cursada a través de Jodl, fue promulgada el 29 de
marzo y comunicada por Bormann a los jefes nacionales y
regionales el 30 del mismo mes. <<
[410]
Estas disposiciones se enumeran en el «Asunto Secreto del
Reich» del 30 de marzo de 1945. <<
[411]
El télex que dirigí a todos los encargados de vías de
navegación que estaban bajo mis órdenes rezaba así:
«Las voladuras de esclusas, diques, presas, puentes sobre canales
e instalaciones portuarias no se llevarán a efecto sin mi
autorización, tal y como lo dispone el decreto del Führer del 30
de marzo de 1945. Comuníquese a la plana mayor de la
Wehrmacht, con el ruego de que sean informadas las
dependencias militares». <<
[412]
Por ejemplo, un radiograma enviado por el jefe regional
Uiberreither decía así:
«Radiograma - PZR n.o 5/60 830 3-4-1945. Al ministro del
907
Reich Albert Speer Berlín W 8.
En relación con la orden del Führer del 19 de marzo, solicito
instrucciones detalladas sobre las empresas de armamentos de
mi región que no hayan de ser destruidas en ningún caso. Dado
que la situación militar es muy insegura, se puede contar con un
ataque por sorpresa en cualquier momento. Llamo su atención
sobre las fábricas de aviación de Marburg, Steyr y DaimlerPuch-Graz, y sobre el traslado de industrias. Las industrias de
armamentos de la Alta Estiria han de ser consideradas teniendo
en cuenta mi desconocimiento de la situación militar en el Bajo
Danubio. ¿Deben ser destruidas las centrales hidráulicas del
Drave y el Mur, así como las centrales de vapor, antes de dejar
que caigan intactas en manos del enemigo? Aquí sus directrices
sólo tienen una validez condicionada, ya que no se puede hablar
de un frente continuo.
Firmado: jefe regional Uiberreither».
Mi respuesta fue la siguiente: «Al jefe regional Uiberreither,
Graz. Berlín, 3-4-1945.
De acuerdo con la orden del Führer del 30 de marzo de 1945,
no va a haber tierra quemada. Todas las instalaciones y servicios
habrán de ser paralizados, de forma que no contribuyan a
acrecentar el potencial bélico enemigo. En casi todos los casos
bastará con una paralización duradera realizada por especialistas,
lo que nos permitirá lograr el fin señalado por el Führer. Esto
afecta también a las industrias citadas por usted en su
radiograma. Con su orden del 30 de marzo de 1945, el Führer
ha anulado a propósito las diversas posibilidades de
interpretación de la orden del 19 del mismo mes, decidiéndose
de manera inequívoca por la paralización. Así pues, únicamente
se realizarán destrucciones en los casos en los que el fin previsto
no pueda lograrse por medio de una paralización.
Por lo demás, el Führer establece que se debe trabajar hasta el
908
último momento. Las centrales eléctricas sólo deben ser
paralizadas.
Firmado: Speer». <<
[413]
El decreto de Hitler del 7 de abril de 1945 (con los pasajes
tachados por él) decía así:
«Para unificar la ejecución de mi decreto de 19 de marzo de
1945, ordeno lo siguiente respecto a transportes y
comunicaciones:
1. Los puentes de importancia operativa han de ser destruidos
de tal manera que el enemigo no pueda utilizarlos.
El Alto Mando de la Wehrmacht fijará en cada caso en qué
lugares y sectores (cursos fluviales, trayectos de autopista, etc.)
hay que destruir dichos puentes. Se castigará con el máximo
rigor la desobediencia a esta orden de destrucción.
2. Todos los puentes restantes se destruirán únicamente cuando
los comisarios de defensa del Reich, en colaboración con las
oportunas dependencias del Ministerio de Transportes del Reich
y con el ministro de Armamentos y Producción de Guerra,
determinen la paralización de sus producciones o la
imposibilidad de transportarlas a causa de la proximidad del
enemigo o por sus actividades.
Con objeto de poder mantener hasta el último minuto la
producción exigida en mi decreto del 30 de marzo de 1945,
[también tachado] deberán conservarse las vías de circulación
hasta el último momento, [incluso a riesgo de que, en caso de
producirse un rápido movimiento del enemigo, pudiera caer en
sus manos un puente intacto, a excepción de lo señalado en el
apartado 1 (tachado)].
3. El resto de objetos y equipamientos que tengan importancia
para la circulación (construcciones artísticas de cualquier clase,
instalaciones viarias, servicios y dispositivos), así como las
instalaciones de Transmisiones del Reich, Ferrocarriles del Reich
909
y sociedades privadas, se paralizarán de modo duradero.
En todas las medidas de destrucción y evacuación, a excepción
de los citados en el apartado 1, deberá procurarse que cuando se
recuperen los territorios perdidos estos puedan ser reutilizados
para la producción alemana.
Cuartel general, 7 de abril de 1945.
Adolf Hitler».
El decreto presentaba varias ventajas. Era de suponer que los
departamentos afectados difícilmente podrían realizar a tiempo
las necesarias comprobaciones. Debía suspenderse la orden de
destrucción, vigente hasta entonces, de instalaciones ferroviarias
y de transmisiones, locomotoras y vagones, así como el
hundimiento de buques. La amenaza de aplicar duros castigos
quedaba limitada a la destrucción de puentes de importancia
operativa, ya que en los apartados 2 y 3 quedaba expresamente
excluida. <<
[414]
Mediante su telegrama urgente KR n.o 003 403/45, del 7 de
abril de 1945, Keitel transmitió únicamente instrucciones para
destruir los puentes de importancia operativa, pero evitó
desarrollar los elementos positivos del decreto de Hitler por
medio de una interpretación igualmente positiva. <<
[415]
El borrador de este discurso es del 8 de abril de 1945; el
borrador con las correcciones para la prensa es del 10 de abril
del mismo año. <<
[416]
Según me explicó Saur mientras estábamos en la prisión de
Nuremberg, Hitler dijo por aquellos días que «Speer era el
mejor de todos». <<
[417]
Ya se conocía el plan de división de Alemania; Holstein se
encontraba en la zona inglesa. Yo creía que los ingleses se
comportarían caballerosamente con las familias de los altos
mandos nacionalsocialistas; además, la finca pertenecía a la
jurisdicción de Dönitz, adonde tenía la intención de dirigirme
910
cuando llegaran los últimos días. <<
[418]
A este respecto, el doctor Gerhard Klopfer dijo, en su
declaración jurada de julio de 1947:
«Poco tiempo después, Speer, por mediación del doctor
Hupfauer, quiso saber qué opinaba de sus propósitos de
pronunciarse públicamente en favor del doctor Brandt en el
proceso que se seguía contra él. Yo le hice saber que estaba
convencido de que el procedimiento iniciado contra Brandt
apuntaba a la vez contra él. Le dije que, en una situación tan
delicada como aquélla, si aparecía en público daría al instigador
del procedimiento (Bormann) el motivo que esperaba para
descargar el golpe que seguramente ya habría proyectado contra
él». <<
[419]
Von Below, asistente de Hitler para la Luftwaffe, puso en
orden este asunto. <<
[420]
Ya había expuesto a Hitler estas consecuencias en mi
memoria del 15 de marzo de 1945. Véase el capítulo XXIX, nota
6. <<
[421]
Se destruyeron 84 de los 950 puentes de Berlín. No hay
duda de que la postura de Heinrici contribuyó a este favorable
resultado. Además, dos de mis colaboradores berlineses, Langer
y Kumpf, se comprometieron a obstaculizar en lo posible la
voladura de puentes incluso durante los combates. <<
[422]
Texto completo del discurso, escrito el 16 de abril de 1945:
«Jamás un pueblo civilizado ha recibido tan duro golpe, jamás la
desolación y los daños causados por la guerra han sido tan
grandes como en nuestro país y jamás un pueblo ha hecho
frente a la dureza de la guerra con mayor tenacidad, resistencia y
fe que vosotros. Ahora todos os sentís profundamente abatidos y
conmocionados. Vuestro amor se transforma en odio y vuestra
tenacidad en cansancio e indiferencia.
»Pero eso no debe ser así. Durante esta guerra el pueblo alemán
911
ha demostrado una unión que en el futuro provocará la
admiración de una historia justa. Precisamente en este momento
no debemos dejarnos llevar por el dolor ni debemos llorar por el
pasado. Sólo podremos seguir soportando nuestra suerte si
trabajamos con tesón. Y podremos ayudarnos si establecemos de
forma real y objetiva lo que hace falta en este momento.
»Ahora sólo tenemos un cometido importante: evitar todo lo
que pueda arrebatar por completo al pueblo alemán las bases de
su existencia, ya tan limitadas. Mantener nuestros lugares de
trabajo, conservar las vías de comunicación y el resto de puntos
importantes para el abastecimiento constituyen la principal
premisa para sostener la fuerza vital de nuestro pueblo. Por
consiguiente, en esta fase de la guerra hay que evitar todo lo que
pueda producir nuevos daños a nuestra economía.
»Como ministro responsable de la producción de todas las
empresas y del mantenimiento de las carreteras, canales y
transportes, y de acuerdo con las instancias superiores de la
Wehrmacht, ordeno lo siguiente:
1. A partir de ahora queda prohibida la destrucción o
paralización de puentes, empresas de cualquier tipo, canales o
instalaciones ferroviarias y de comunicaciones.
2. Deberán quitarse las cargas de todos los puentes y
suspenderse todos los preparativos encaminados a realizar
cualquier destrucción y paralización. Respecto a las
paralizaciones que ya se hayan efectuado, las piezas retiradas
deberán ser repuestas.
3. Los organismos locales adoptarán de inmediato medidas para
proteger las fábricas y las instalaciones ferroviarias y de
comunicaciones.
4. Estas órdenes son aplicables tanto en el territorio del Reich
como en los territorios ocupados de Noruega, Dinamarca,
Bohemia, Moravia e Italia.
912
5. Todo aquel que se oponga a esta disposición estará
perjudicando de forma consciente y decisiva al pueblo alemán,
lo que lo convertirá en su enemigo. Los soldados de la
Wehrmacht y del Volkssturm quedan facultados por la presente
para proceder por todos los medios contra estos enemigos del
pueblo y para recurrir a las armas en caso necesario.
»Al renunciar a la voladura de los puentes que ya están
preparados para ello, damos a nuestros enemigos una ventaja
operativa. Por eso, pero más aún por razones de estrategia
humanitaria, reclamamos que nuestros enemigos suspendan los
ataques aéreos contra las ciudades y pueblos alemanes, incluso
aunque en ellos se encuentren instalaciones de importancia
militar. Por nuestra parte, procederemos a una entrega ordenada
de las ciudades y pueblos que están ya completamente cercados.
Las ciudades que carezcan de posibilidades reales de defensa
deberán declararse abiertas.
»Para evitar injusticias y graves equivocaciones en esta última
fase de la guerra, y en interés del pueblo alemán, se ordena lo
siguiente:
1. Los prisioneros de guerra y los trabajadores extranjeros
continuarán en sus lugares de trabajo. Si ya se están
desplazando, deberán ser dirigidos a su patria.
2. En los campos de concentración deberá separarse a los presos
políticos y, por tanto, también a los judíos, de los internados
por delitos comunes. Los primeros deberán ser entregados, sin
sufrir ningún daño, en los campamentos de las tropas
ocupantes.
3. El cumplimiento de sentencias aplicadas a los presos políticos,
incluidos los judíos, queda sin efecto hasta nueva orden.
4. El servicio en el Volkssturm para luchar contra el enemigo es
completamente voluntario. Por lo demás, el Volkssturm está
obligado a cuidar del orden en el territorio nacional y los
913
miembros del Partido nacionalsocialista deberán auxiliar al
Volkssturm en sus cometidos hasta que se produzca la ocupación,
con el fin de demostrar que tienen el propósito de servir a la
nación hasta el último momento.
5. Se suspenderán inmediatamente las actividades de la
organización Werwolf y otras similares, pues justifican las
represalias del enemigo y, además, minan las bases del
mantenimiento de la fuerza vital del pueblo.
»El sentido del orden y el cumplimiento del deber son premisas
primordiales para la supervivencia del pueblo alemán.
»La devastación que esta guerra ha ocasionado a Alemania sólo
puede compararse con la de la guerra de los Treinta Años. Sin
embargo, las pérdidas de vidas humanas a consecuencia de las
epidemias y el hambre no deben alcanzar el mismo volumen que
en aquella época. Queda exclusivamente en manos del enemigo
decidir hasta qué punto concederá al pueblo alemán los honores
y oportunidades que merece un adversario que, aunque vencido,
ha combatido heroicamente, y así pasar también a la Historia
por su generosidad y rectitud.
»También cada uno de vosotros puede contribuir desde donde
esté a evitar gravísimos daños a la nación. Para este fin, durante
los próximos meses habréis de mostrar con mayor fuerza que
nunca la voluntad de reconstrucción con que, tanto obreros
como jefes de empresas y ferroviarios, habéis intentado subsanar
una y otra vez las consecuencias de los ataques aéreos. Tiene que
desaparecer la comprensible apatía que se ha adueñado del
pueblo a consecuencia del terror paralizante y de los tremendos
desengaños sufridos durante los últimos meses. Dios ayudará
únicamente a un pueblo que no se abandone en esta situación
desesperada.
»Para el futuro próximo os doy las siguientes directrices, que se
aplicarán incluso en los territorios ya ocupados:
914
1. Lo más importante de todo es reparar los daños sufridos por
las instalaciones ferroviarias. Por tanto, siempre que el enemigo
lo permita o se ordene debe procederse a la reconstrucción de
este sector utilizando todos los medios y empleando toda clase
de recursos, pues mantener el tráfico permitirá alimentar a
grandes territorios en los que, de no existir comunicaciones, la
población se vería expuesta a agudas hambrunas. Además, sólo si
se restablece en lo imprescindible la red de comunicaciones
podréis reuniros algún día con vuestras familias. Por
consiguiente, en interés de todos vosotros, debéis apoyar por
todos los medios el restablecimiento de la circulación.
2. La industria y los artesanos, que han prestado en esta guerra
unos servicios inigualables, tienen la obligación de atender con
la mayor rapidez posible cualquier pedido que se les haga para la
reconstrucción de las instalaciones ferroviarias y de dar siempre
preferencia a estos pedidos.
3. En el transcurso de seis años de guerra, el campesino alemán
ha demostrado disciplina y ha entregado sus productos de forma
ejemplar, según las disposiciones dictadas al efecto. Todos los
agricultores alemanes deben suministrar en el futuro la mayor
cantidad posible de sus productos. No es necesario decir que el
campesino alemán realizará con pleno sentido del deber los
trabajos necesarios para la cosecha de este año. Él conoce la
responsabilidad que ha contraído con todo el pueblo alemán.
4. Los productos alimenticios deben gozar siempre de prioridad
en el transporte. Las industrias alimenticias serán abastecidas de
energía eléctrica, gas, carbón o madera antes que cualquier otra
industria o servicio.
5. Los departamentos oficiales no deben disolverse. Sus jefes son
totalmente responsables de ello. Será culpable a los ojos del
pueblo todo aquel que abandone su puesto de trabajo sin
autorización de sus superiores. La administración es también
915
necesaria para impedir que el pueblo alemán se vea sumido en el
caos.
»Si trabajamos con la misma tenacidad que hemos observado en
los últimos años, el pueblo alemán continuará existiendo sin
experimentar graves pérdidas. El tráfico puede hallarse en
condiciones satisfactorias dentro de dos o tres meses. Según
nuestros cálculos, la zona que se extiende al oeste del Oder
puede seguir siendo abastecida, aunque frugalmente, hasta la
próxima cosecha. Si nuestros enemigos van a permitirlo es algo
que aún está por ver. Sin embargo, es mi obligación luchar hasta
el último momento por la subsistencia de nuestro pueblo.
»Los reveses militares que Alemania ha sufrido en los últimos
meses son estremecedores. Ya no está en nuestras manos el
rumbo que pueda tomar el destino de nuestra nación. Sólo la
Providencia puede cambiar nuestro futuro. Pero nosotros
mismos podemos favorecerlo si trabajamos con aplicación y
diligencia, si nos mostramos dignos y llenos de confianza en
nosotros mismos al relacionarnos con el enemigo al tiempo que
nos volvemos más modestos y autocríticos en nuestro fuero
interno y mantenemos una fe inquebrantable en el futuro de
nuestro pueblo, que perdurará por los siglos de los siglos.
»Dios proteja a Alemania». <<
[423]
La carta dice así:
«16 de abril de 1945. Querido señor Fischer: Dado que pronto
se romperán las líneas de comunicaciones, es posible que tenga
que utilizar las emisoras de radio para difundir instrucciones
fundamentales: paralizar en vez de destruir, etc. Usted
responderá personalmente de que se mantenga el suministro de
energía eléctrica hasta el último instante incluso en la emisora
Werwolf, es decir, la de Königwusterhausen. El corte de energía
eléctrica sólo deberá ser ejecutado por usted en persona una vez
haya comprobado por las emisiones enemigas que las emisoras
916
han sido ocupadas. Cordialmente, Speer». <<
[424]
Acto seguido fui a entrevistarme con el comandante en jefe
del grupo de ejércitos, mariscal Busch, quien estuvo de acuerdo
en entregar intactos los puentes de Hamburgo sobre el Elba,
incluso aunque hubiera combates en la zona. Me prometió al
mismo tiempo no utilizar como base de apoyo militar la central
térmica de turba de Wiesmoor, en Emsland (15 000 kw), de
gran importancia para el abastecimiento de emergencia de
Hamburgo, ya que en un futuro próximo no se podría contar
con ningún tipo de transporte de carbón ni de suministros
procedentes de otras zonas. <<
[425]
En aquella época Kaufmann ya había establecido contacto
con los ingleses para entregar sin lucha la ciudad de Hamburgo,
que había sido declarada «fortaleza» por Hitler. El 22 de abril se
perdió Königwusterhausen. <<
[426]
El capitán general de las SS Berger me confirmó en
Nuremberg que Hitler había querido suicidarse el 22 de abril de
1945. <<
[427]
Se había adoptado ya la decisión de que, en caso de que
Alemania quedara dividida, debería crearse un territorio
septentrional, que sería gobernado por Dönitz, mientras que
Hitler se reservaba la parte meridional.
El 2 de abril de 1945 Bormann dijo a los funcionarios del
Partido: «Será un canalla quien abandone su región sin una
orden expresa del Führer a causa de los ataques enemigos, quien
no luche hasta el último aliento. Será tachado de desertor y
tratado como tal. Alzad los corazones y superad cualquier
flaqueza. Ahora sólo vale una consigna: vencer o caer». <<
[428]
Krebs llevaba los asuntos del «enfermo» Guderian. Aunque
Hitler había entregado oficialmente a Keitel el mando supremo
de la Wehrmacht y sólo se había reservado el mando de las
tropas que se encontraban en Berlín, no salió de su bunker para
917
dirigirlas, sino que continuó dando las órdenes desde su
despacho. Es probable que la del 23 de abril fuera una «pequeña
reunión estratégica», pues no estuvieron presentes el
comandante militar de Berlín ni los restantes jefes de tropas. <<
[429]
Canciller alemán del 3 de octubre al 9 de noviembre de
1918, el príncipe Max de Baden tuvo que asumir la ingrata tarea
de cursar la solicitud de armisticio a los vencedores de la
Primera Guerra Mundial. [N. del T.]. <<
[430]
El primer radiograma, fechado el 30 de abril de 1945 y
recibido a las 18.35 horas, rezaba así:
«Gran almirante Dönitz: El Führer, señor gran almirante, lo ha
nombrado sucesor suyo en sustitución del mariscal del Reich
Göring, anteriormente designado para el cargo. Los poderes por
escrito ya están en camino. Puede adoptar inmediatamente
todas las medidas derivadas de la actual situación. Bormann».
El radiograma del 1 de mayo de 1945, recibido a las 15.18
horas, decía así:
«Gran almirante Dönitz (Asunto de Mando. Transmítase
únicamente por medio de un oficial). Führer fallecido ayer a las
15.30 horas. El testamento del 29-IV le transfiere a usted el
cargo de presidente del Reich. El ministro Goebbels será
canciller del Reich, el jefe nacional Bormann será ministro del
Partido y el ministro Seyss-Inquart será ministro de Asuntos
Exteriores. Por disposición del Führer, el testamento ha sido
comunicado a usted y al mariscal Schörner y sacado de Berlín
para asegurar que llegue a conocimiento público. El jefe
nacional Bormann intentará visitarlo hoy mismo para exponerle
la situación. Quedan a su elección la forma y el momento de
comunicarlo a las tropas y al público.
»Ruego acuse de recibo. Goebbels. Bormann». <<
[431]
Bien mirado, Dönitz no podía remitirse a una sucesión legal
de Hitler, que según la Constitución del Reich alemán requería
918
que se convocaran elecciones. Su legitimidad se basaba más bien
en el carisma de su predecesor, lo que él mismo confirmaba al
decir en público que ejercía su cargo en cumplimiento de la
última voluntad de Hitler. Así pues, la primera acción
gubernamental de Dönitz sólo fue ilegítima en el sentido de que
con ella despreció gran parte de la voluntad de Hitler, que por
otra parte había acatado desde el momento en que empezó a
ejercer sus funciones tras recibir el primer telegrama.
Por lo demás, posiblemente la imposición de Hitler al nombrar
a los ministros que habrían de constituir el gabinete, en vez de
dejar que lo hiciera su sucesor, fue una de las ocurrencias más
grotescas de su actividad de estadista. Como tantas otras veces
en los últimos años, también entonces dejó en el aire si, en
última instancia, correspondía al canciller o al presidente del
Reich decidir, como autoridad suprema, en caso de que se
produjeran divergencias en el gabinete. De acuerdo con la letra
del testamento, Dönitz no podía destituir al canciller del Reich
ni a ninguno de los ministros, incluso aunque demostraran ser
unos ineptos. Había sido privado de antemano de esta
autoridad, la más importante de todo jefe de Estado. <<
[432]
Para las ideas de aquella época, el continente groenlandés se
hallaba tan alejado y solitario que ni siquiera un vuelo de
reconocimiento intensivo podía resultar peligroso. Los aviones
que aprovisionan a las estaciones meteorológicas podían
almacenar en sus depósitos combustible suficiente para volar de
Groenlandia a Inglaterra, donde pensábamos entregarnos a fines
de otoño de 1945. <<
[433]
Se trataba de una versión resumida del discurso que hice
grabar el 21 de abril de 1945 en la emisora de radio de
Hamburgo. El añadido que exigió Schwerin-Krosigk rezaba así:
«Sólo por esta razón (la de evitar pérdidas a la población
alemana), el gran almirante se ve obligado a no deponer las
919
armas. El único objeto de que la lucha prosiga es no dejar morir
a los alemanes que huyan de los ejércitos soviéticos o se
encuentren amenazados por ellos. Nuestro pueblo, que tan
valientemente ha resistido todos los sufrimientos ocasionados
por esta guerra, tendrá que aceptar el último deber que le
impone la heroica lucha de Alemania». <<
[434]
El Berliner Zeituttg publicó el 8 de mayo de 1945 una
noticia procedente del cuartel general de Zukov: «Después de la
firma, Keitel y sus acompañantes fueron obsequiados en la
residencia que se puso a su disposición con caviar, vodka y
champaña. La comida no se diferenció en absoluto de los
banquetes de los aliados». <<
[435]
Véase la carta a Dönitz del 7 de mayo de 1945. El 5 de
mayo le comuniqué, por medio de su «jefe del gabinete civil»
Wegener: «Tan pronto esté resuelta la cuestión de la entrega de
los territorios todavía ocupados (al enemigo) y de los territorios
residuales alemanes aún sin ocupar, me retiraré de los dos
Ministerios del Reich y, por consiguiente, me excluyo del
Gobierno alemán que haya de constituirse». Dönitz me rogó
que me quedara. El 15 de mayo exigí una vez más a SchwerinKrosigk:
«Respecto a la lista de los miembros del Gobierno, se hacen
necesarias las siguientes observaciones:
1. El señor Speer estima necesario que se nombre a un sustituto
adecuado para dirigir los asuntos ministeriales de Producción y
Economía, con el fin de quedar después a disposición de los
aliados. Momentáneamente, durante el traspaso de poderes,
puede aprovecharse su experiencia para restablecer la
producción y la actividad constructiva […]». <<
[436]
Las tropas alemanas de la sede gubernamental de Dönitz
fueron autorizadas a llevar armas ligeras incluso después del
armisticio. Durante este encuentro, según consta en el acta de la
920
sesión del 19 de mayo de 1945, afirmé, «con el fin de no
permitir ninguna interpretación errónea de mi forma de actuar,
que no necesito acumular puntos a mi favor. Mi
comportamiento político va a ser investigado por la parte
contraria». <<
[437]
Con el fin de poder observar mejor a los prisioneros, en cada
una de las recias puertas de roble de las celdas se había
practicado una abertura cuadrada de unos 25 cm de lado. <<
[438]
Véase la carta a mi esposa del 27 de octubre de 1945. Sobre
este tema seguí escribiéndole, el 15 de diciembre de 1945: «Es
mi deber estar aquí. Cuando se trata del destino de la nación
alemana entera, no se debe pensar demasiado en el de uno
mismo». Marzo de 1946: «No puedo defenderme de una
manera indigna. Creo que lo comprenderás, pues de lo
contrario, si olvidara que muchos millones de alemanes han
caído por un ideal equivocado, los niños y tú tendríais que
avergonzaros». 25 de abril, a mis padres: «No os abandonéis a la
ilusión de que lucho esforzadamente por mi caso. Hay que
asumir la responsabilidad y no pedirle buena cara al mal
tiempo». <<
[439]
Carta del 15 de diciembre de 1945 (a mi esposa): «De no
haber desempeñado mi cargo, habría sido un soldado. Y
entonces, ¿qué? Cinco años de guerra es un tiempo muy largo, y
seguramente habría sufrido muchas más penalidades y quizá
habría tenido un destino más duro. Me someto de buen grado a
mi situación actual si con ella puedo prestar todavía un servicio
a la nación alemana». Del 7 de agosto de 1946: «En tales
situaciones, el objetivo no es conservar la propia vida. Todo
soldado en guerra corre un riesgo y no puede hacer nada para
evitar su destino». <<
[440]
Durante los interrogatorios admití ante el tribunal mi parte
de responsabilidad en el programa de trabajadores forzados: «Yo
921
agradecía a Sauckel toda la mano de obra que me procuraba.
Muchas veces lo hice responsable de no haber obtenido los
rendimientos deseados en la producción de armamento por no
haber dispuesto de los trabajadores necesarios. […]
Naturalmente, sabía que en las industrias de armamento
trabajaban obreros extranjeros y estaba de acuerdo con ello. […]
Ya he dicho con bastante claridad que encontré acertada la
política de Sauckel para traer a Alemania trabajadores [forzados]
procedentes de los países ocupados. […] En gran parte, los
obreros eran traídos a Alemania en contra de su voluntad, y no
tuve nada que objetar a ese hecho. Al contrario, durante la
primera época, hasta otoño de 1942, empleé toda mi energía
para hacer venir a Alemania toda la mano de obra posible». <<
[441]
Estas citas proceden del interrogatorio de Flächsner y del
contrainterrogatorio de Jackson. <<
[442]
Carta de junio de 1946 (a mi esposa): «Para mí, lo más
importante ha sido poder decir la verdad sobre el final. Es algo
que el pueblo alemán tenía que saber». Carta de mediados de
agosto de 1946: «Como mejor puedo ayudar a la nación es
diciendo la verdad sobre toda esta locura. Con ello no quiero
obtener ni obtendré ninguna ventaja». <<
[443]
Sobre la reacción de los otros acusados le escribí a mi esposa
(agosto de 1946): «Tras haber oído el relato de mis actividades
en la última fase de la guerra, la mayoría de los acusados me han
hecho la vida tan difícil como han podido. Eso me permite
hacerme una idea aproximada de cómo habrían actuado si se
hubiesen enterado de ellas antes de terminar la contienda. Poco
habría quedado de la familia». <<
[444]
Después del descanso, respondí al tribunal: «Relato los
detalles muy a disgusto, pues este tipo de cosas encierran algo
antipático. Lo hago únicamente porque el Tribunal lo desea.
[…] No deseo que esta fase repercuta en la resolución de mi
922
caso». <<
[445]
Del contrainterrogatorio efectuado por Jackson. <<
[446]
En general, los defensores dudaron tan poco como los
acusados de la autenticidad de los documentos presentados.
Cuando eso sucedía, la acusación retiraba el documento, menos
en el caso del acta, levantada por Hossbach, de la reunión en la
que Hitler dio a conocer sus propósitos bélicos. Con todo,
Hossbach confirmó posteriormente en sus memorias la
autenticidad del acta. <<
[447]
Desde luego, la utilización de los medios técnicos no se
limitaba a nuestro país. Henry L. Stimson (ministro de Asuntos
Exteriores de Estados Unidos de 1929 a 1933 y ministro de la
Guerra de 1911 a 1913 y de 1940 a 1945) escribió un año
después en Foreign Affairs, en un artículo titulado «El proceso de
Nuremberg: un hito de la historia del Derecho», lo siguiente:
«No debemos olvidar jamás que los progresos contemporáneos,
tanto respecto a las condiciones de vida como en la ciencia y la
técnica, brutalizan extraordinariamente cualquier guerra.
Incluso quien se vea involucrado en una guerra puramente
defensiva tendrá que asumir en gran medida este proceso de
brutalización. En las guerras modernas se ha vuelto imposible
atenuar los métodos de destrucción y la pérdida de dignidad de
todos los que participan en el combate […]. Las dos últimas
guerras mundiales demuestran de forma inequívoca que el
carácter inhumano de las armas y los métodos que se emplean es
imparable, tanto en manos del atacante como del que se
defiende. Para hacer frente a la agresión japonesa, como ha
testificado el almirante Nimitz, nos vimos obligados a aplicar
una técnica de guerra submarina ilimitada que no fue muy
distinta de la que utilizó Alemania y que hace veinticinco años
nos obligó a entrar en la Primera Guerra Mundial. La guerra
aérea estratégica ha causado la muerte de cientos de miles de
923
civiles en Alemania y Japón […]. Hemos suministrado, lo
mismo que nuestros enemigos, la prueba de que el problema
básico no es la guerra en sí ni la forma de hacerla. Según todas
las
probabilidades,
una
nueva
guerra
significaría
ineludiblemente el fin de nuestra civilización». <<
[448]
Casi dos décadas más tarde, en la conferencia de prensa
celebrada el 20 de agosto de 1963, Kennedy dijo: «Ahora
podemos matar en una hora a trescientos millones de personas».
(De Kennedy and the Press, 1965). <<
[449]
Sobre mis últimas palabras y mis perspectivas en el proceso,
a mediados de agosto de 1946 escribí a mi familia: «Tengo que
estar preparado para todo. Aún no se sabe quién va a ser más
digno de lástima después de la sentencia. […] Flächsner se ha
vuelto pesimista. Lo consuelo con conversaciones filosóficas. No
debo poner en primer plano mi destino personal. Por lo tanto,
mis últimas palabras no van a referirse en absoluto a mi caso».
A comienzos de septiembre de 1946: «Ayer dije mis últimas
palabras. He intentado cumplir una vez más con mi deber, pero
dudo que se me reconozca. Tengo que marchar por un camino
recto, incluso aunque hoy no se comprenda». <<
[450]
Es verdad que estas esperanzas eran engañosas. Tal y como
expone Eugene Davidson en The Trial of the Germans (Nueva
York, 1966), los trabajos forzados ya fueron introducidos por el
general Clay en la zona americana de Alemania el 17 de febrero
de 1946 en virtud de la Ley n.o 3 de la Comisión de Control.
El 28 de marzo de 1947 escribí en mi diario de Nuremberg: «La
deportación de mano de obra es, sin duda alguna, un crimen
internacional, y no voy a protestar contra la sentencia porque
ahora otras naciones la practiquen. Estoy convencido de que
entre bastidores, en las conversaciones referentes a los
prisioneros de guerra alemanes, se sacan a relucir las leyes sobre
los trabajos forzados y el modo en que el proceso de Nuremberg
924
los interpretó y castigó. ¿Podría debatir ahora nuestra prensa
este asunto con tanta franqueza si los trabajos forzados no
hubiesen sido considerados públicamente, durante meses, un
verdadero delito? […] La convicción de estar sufriendo un
castigo “injusto” por el hecho de que “los otros” cometan ahora
la misma falta tendría que hacerme más desgraciado que la
prisión misma, pues entonces se habría esfumado la
oportunidad de lograr un mundo altamente civilizado. A pesar
de todos sus errores, el proceso de Nuremberg ha significado un
avance para la recivilización. Y sólo con que mis veinte años de
prisión consiguieran que todos los prisioneros de guerra
alemanes regresaran a sus hogares un mes antes, ya estarían
justificados». <<
[451]
Desde luego, se hizo evidente que eran los vencedores
quienes juzgaban a los vencidos, sobre todo en un pasaje de los
considerandos de la sentencia impuesta al almirante Dönitz:
«Estas órdenes (hundimiento de buques sin previo aviso)
demuestran que Dönitz es culpable de violar el Protocolo (de
Londres). […] En consideración a la respuesta dada por el
almirante Nimitz al cuestionario, según la cual Estados Unidos
realizó en el océano Pacífico una guerra submarina ilimitada
desde el primer día en que esta nación entró en guerra, el castigo
que se debe aplicar a Dönitz no se basa en su transgresión de las
disposiciones internacionales que rigen la guerra submarina».
En este caso, la evolución técnica (empleo de aviones, mejores
procedimientos de localización) superó, excluyó y redujo al
terror la legalidad, lo que muestra que actualmente la técnica
está en condiciones de crear, en perjuicio de la Humanidad,
nuevos conceptos del Derecho que pueden tener por
consecuencia la muerte legalizada de un incontable número de
personas. <<
[452]
Hitler repitió su proclama el 30 de enero de 1942: Esta
925
guerra no acabará «tal como imaginan los judíos, es decir, con el
exterminio de los pueblos arios europeos, sino que su resultado
será la aniquilación de los judíos». <<
926
Índice
Memorias
Prólogo
3
6
Nota
8
Primera parte
9
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
10
26
34
51
82
117
137
167
192
217
248
264
285
Segunda parte
305
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
306
328
344
367
400
423
927
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
440
461
488
Tercera parte
512
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Capítulo XXVIII
Capítulo XXIX
Capítulo XXX
Capítulo XXXI
Capítulo XXXII
513
542
565
587
617
639
672
687
711
726
Epílogo
754
Capítulo XXXIII
Capítulo XXXIV
Capítulo XXXV
Conclusión
755
777
795
803
Autor
Notas
805
807
928