Prólogo a El proceso autonómico de Castilla y León, Valladolid, Fundación
Villalar-Cortes de Castilla y León, 2004
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Pablo Pérez López
La Historia, tal como hoy la conocemos, se ha conformado en buena medida
durante el siglo XIX ocupándose del pasado de las naciones, en las que
solemos reconocer los actores colectivos por antonomasia. Esta realidad
marcó las grandes tendencias historiográficas que fueron por ello, también,
corrientes nacionales. Tal estado de cosas suponía una preeminencia del relato
político en la elaboración de la historia que con cierta frecuencia degeneró en
relatos deformes. Para solucionarlo, los más avezados, ya en el siglo XX,
comenzaron a sugerir maneras diversas de mirar al pasado, más atentas a los
aspectos sociales o económicos, a todo aquello que no fuera exclusivamente
político. El intento dio sus frutos, algunos magníficos, y engendró también
monstruos: relatos que en su pretensión de eludir lo político dejaban de lado tal
cantidad de realidad, que transmitían visiones del pasado tanto o más tediosas
y contrahechas que los tristes ejemplos de historia política de cuya
impugnación nacían. A finales del siglo XX esta constatación hizo volver de
nuevo la mirada a la política, a la narración de los eventos políticos, con el
deseo de evitar los errores pasados y recuperar la memoria de una forma
nueva, enriquecida por las aportaciones y las experiencias de años de
quehacer histórico.
En España ese cambio de tendencia nos encontró sumidos en lo que hemos
llamado «la Transición», un momento de mutación intensa, que ha venido a ser
punto de referencia de la memoria colectiva, percibido de forma casi
unánimemente positiva. La importancia que en aquellos años tuvo la política
por encima de prácticamente todo lo demás, y los éxitos alcanzados,
enfatizaron el interés por la historia política en nuestro país y le dieron un tono
peculiar. Con ese renacer de la historia llegó también el de la historia nacional.
Pero no tanto —y esto sí era novedad— de la nación española, como en el
siglo XIX, sino el de las naciones españolas, el de los conjuntos que
—integrados en España— se atopercibían como nacionales. La cuestión tiene
importancia, y es a la vez causa y consecuencia de la evolución política misma,
en la que el nacionalismo adquirió fuerza notable en algunas partes de España.
Surgió así el desarrollo de un modelo de Estado llamado de las Autonomías
que pretendía dar salida a la ya vieja constatación de la variedad intrínseca de
los pueblos y tierras de España. La complejidad del asunto se trató de
solventar buscando vías medias entre un modelo de Estado unitario y otro
concebido como plurinacional. Como siempre, ante las cuestiones nacionales,
la escritura de la historia volvió a revelarse fundamental: de cómo nos
percibamos, de cómo nos recordemos, depende en buena medida que seamos
o no una nación, que constituyamos una unidad de convivencia o no.
Si se compara cómo reaccionaron los historiadores y sus mecenas en los
distintos territorios españoles se tiene un mapa bastante aproximado de la
presencia del hecho nacional. La historia de Madrid, por ejemplo, en cuanto
que Comunidad Autónoma, prácticamente no existe y ha sido apenas
promovida. En el otro extremo Cataluña y el País Vasco, donde prácticamente
desaparece la historia que no trate de ellos mismos. Y entre esos dos polos,
todos los demás.
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Otra constatación interesante es que el modelo de historia más admirado fue
justamente el de la reivindicación nacional, que se complacía en el examen
minucioso de la evolución política propia, desde el remoto —y a veces
mitificado pasado—, hasta el presente. Es algo típico de la historia política. No
requiere explicación: sencillamente, es andar camino hecho; hecho, como ya
dijimos, en el siglo XIX por las grandes historiografías nacionales; y es
reconocer que la idea de nación sigue siendo central en la autocomprensión
colectiva de Occidente. Nos interesa por eso mirar a otras regiones donde la
reivindicación de la identidad nacional no era ni mayoritaria ni intensa. Por
ejemplo, la nuestra.
¿Qué nos ha ocurrido? Hizo falta una Historia justificativa de la nueva situación
política —la Comunidad Autónoma— en los primeros momentos del proceso, y
entonces se evocó la historia medieval de nuestras tierras, o la moderna —los
traídos y llevados Comuneros—, o incluso alguna parte de la contemporánea
cuando se trataba de buscar precedentes del regionalismo, que todos
reconocían como un elemento imprescindible en cualquier programa político
mínimamente puesto al día. Pero poco más. Hecho eso, configurada la
Comunidad Autónoma, delimitado su territorio por las leyes del nuevo Estado
de las Autonomías, había llegado la hora de construir Castilla y León mirando
hacia el futuro. En cuanto a la Historia, se hacía Historia de Castilla y León
antes de que existiera como tal entidad política, pero no después: escribimos
sobre Castilla y León en la República, Primera o Segunda; o en la guerra, civil
o de independencia; o en la Edad Media o Moderna; o en la Prehistoria; pero
no en nuestra reciente historia constitucional, no después de 1978.
Sencillamente, no hemos hecho nuestra historia política reciente. Ni la
sociedad, ni la política, ni los historiadores parecíamos necesitarla.
Era curioso: el proceso político mismo que había dado origen al nacimiento de
Castilla y León no interesaba. Si alguien quería estudiarlo tendría que
contentarse con un repaso de los textos legales y algunos resúmenes someros
de los acontecimientos, que iban poco más allá del nivel de recopilación que
pedimos a un anuario. También podían leerse algunos artículos retrospectivos
en la prensa, con recuerdos de protagonistas recogidos sin un plan orgánico,
que eran eso, apuntes de memorias y testimonios, más o menos interesantes,
más o menos creíbles, más o menos verdaderos. De compilaciones
sistemáticas, documentadas, de reflexiones más detenidas o profundas o
detalladas, poco o nada. Y esto no ocurría escaso tiempo después de
acaecidos los hechos: había pasado suficiente para que comenzáramos a
plantearnos si no era momento de cambiar el sistema de articulación política
del territorio. Ciertamente, parecía claro que la historia podría hacer alguna
aportación al debate social y político, aducir datos para la reflexión, con la
reconstrucción de ese pasado reciente tan desatendido.
Pues bien, esa ha sido la obra de Mariano González Clavero. Su trabajo
constituye un paso importante en el camino de hacer memoria de nuestra
historia política reciente. Se trata de un trabajo elaborado, en primer lugar, para
los especialistas, es decir, para los historiadores, los sociólogos, los
politólogos, las gentes del mundo académico consagradas al estudio y la
investigación. Ese público, representado por un tribunal cualificado —los
doctores Celso Almuiña, Santiago de Pablo, Manuel Redero, Álvaro Soto y
José-Vidal Pelaz— dio su aplauso, concretado en la máxima calificación, a la
obra que Mariano González Clavero presentó como tesis doctoral en abril de
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2003. Ese es el zócalo del texto que el lector tiene entre las manos: un riguroso
y completo trabajo de investigación acerca del comportamiento de las fuerzas
políticas en el proceso autonómico de Castilla y León, entre 1975 y 1983. De
esa matriz, tras reformar el discurso para hacerlo más fluido y eliminar los
datos que sólo interesarían a una minoría de estudiosos, ha salido la obra que
prologamos.
El trabajo que se presenta tiene algunas características que resultan muy de
agradecer en una obra de este estilo: es riguroso, completo, ordenado,
frecuentemente meticuloso. He sido testigo de su proceso de elaboración, y
puedo decir que el autor ha trabajado tenazmente para localizar las fuentes,
extraer la información, ordenarla, filtrarla, compararla, relacionarla cruzando
unos datos con otros, y –finalmente— elaborar una síntesis histórica
equilibrada. González Clavero se ha demostrado un trabajador constante y
eficaz, que sabe añadir a su deseo de asentar sólidamente las afirmaciones, la
empatía que procede del gusto por esclarecer nuestro pasado.
El resultado es un trabajo que constituye una buena muestra de qué es en la
práctica eso que llamamos la nueva Historia Política, de cómo hemos
aprendido a acercarnos a los acontecimientos que están en el núcleo de las
decisiones que atañen a nuestras formas de vivir en común. Por eso mismo,
aunque mantiene un tono de prudente descripción que evita adjetivaciones o
juicios de valor, su conjunto transmite de fondo ideas tan fundamentales como
interesantes: cómo se concibió la política en nuestras tierras después del
franquismo, qué rasgos distintivos tuvo, cómo se relacionó el quehacer político
regional con el nacional y con el de otras regiones, qué personas se implicaron
más en las tareas políticas y qué resultados obtuvieron, etc.
Se trató de un acontecer político peculiar en lo territorial: ¡qué apasionados
debates acerca de la cuestión de qué sea Castilla y León! ¡Cuántas idas y
venidas! Ciertamente, la historia de nuestro proceso autonómico es una de las
más alambicadas del conjunto español. Hay un problema de definición, un
malestar en la asunción de uniones o de recortes, que evoca la pregunta más
amplia acerca de la cuestión nacional española y la dificultad intrínseca a la
toma de decisiones en este terreno. Y no es poco interesante destacar cómo,
pese a todo, las decisiones llegaron a tomarse, y se hizo de forma que la
mayoría quedara satisfecha.
El esquema que emplea el autor es en primera instancia cronológico; no podía
ser de otra forma en una obra que pretende constituir una primera explanación
histórica de la política de una época: nuestras decisiones en el tiempo se
comprenden mejor recordando cuándo se tomaron. La cronología es, sin duda,
la vieja mirada de la Historia. Y a partir de ahí, mediante el examen
cronológico, se puede acceder a la comprensión conceptual al comparar cómo
dependiendo de lugares, momentos y personas, las cosas sucedieron de una
forma y no de otra.
La obra no sostiene, a nuestro entender, postulados polémicos, pero hace algo
que resulta fundamental para abordar cualquier debate: esclarecer los datos
básicos para comprender qué ha ocurrido. Lo importante del asunto es que de
ese mismo relato se desprenden consecuencias de importante calado para la
vida política de Castilla y León y de España: el recuerdo de estos años, en
efecto, pone ante los ojos la historia de la construcción de un nuevo sistema
político en el que todavía vivimos, con todas sus virtualidades y también con
todas sus fragilidades. A través de la historia que se nos relata pueden
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palparse la solidez de algunos principios, la consolidación de viejos procesos
históricos, seculares algunos, la aparición —y desaparición a veces— de
novedades e iniciativas, la mezcla de mezquindades y propósitos magnánimos
que entretejen la vida de los hombres. Todo eso está detrás y en medio de ese
decisivo juego de toma de decisiones que constituye el acontecer político.
Gran parte de la obra trata precisamente de eso: de cómo se crearon,
destruyeron, modificaron o mantuvieron los canales de comunicación,
interacción y decisión que condujeron finalmente a adoptar la solución desde
entonces vigente: la Comunidad Autónoma de Castilla y León. Por eso la obra
arroja luz sobre una parte muy interesante de nuestra Historia, esa que hemos
llamado la Transición. Y lo hace hablando, además, sobre todo de lo más
próximo a nosotros, de eso de lo que no habíamos escrito casi nada. Por eso
constituye un trabajo especialmente valioso, útil para el conocimiento, para la
información, para la discusión y para la acción. Confío en que éste será sólo un
paso más en la tarea de mejorar el conocimiento de nuestro pasado reciente,
una cuestión de indudable interés en la que de ahora en adelante estaremos en
deuda de gratitud con Mariano González Clavero.
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