Chile bajo el Imperio
de los Inkas
Chile under the
Inka Empire
Exposición noviembre 2009 - mayo 2010
Museo Chileno de Arte Precolombino
Fundación Familia Larraín Echenique
Ilustre Municipalidad de Santiago
Presenta
Patrocinio
Dirección de Asuntos Culturales,
Ministerio de Relaciones Exteriores de Chile
Instituto Nacional de Cultura del Perú
Ley de Donaciones Culturales
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Chile
bajo
el Imperio
de los
Inkas
Chile under
the Inka
Empire
Exposición
noviembre 2009 - mayo 2010
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Para la Fundación Familia Larraín Echenique y la Ilustre Municipalidad de
Santiago es muy grato presentar la exposición Chile bajo el Imperio de los
Inkas, una muestra que propone dar a conocer la conquista de Chile por el
Tawantinsuyu o Imperio de las Cuatro Regiones.
En este esfuerzo colaboraron diversas instituciones de Perú y de Chile que
reconocen que ambas naciones comparten un legado prehispánico común que es
necesario difundir al público en exposiciones como ésta.
Estamos sumamente agradecidos de Minera Escondida, cuya generosa
colaboración, ha hecho posible llevar a cabo esta importante iniciativa cultural.
Clara Budnik Sinay
Pablo Zalaquett Said
Presidenta
Fundación Familia Larraín Echenique
Alcalde
Ilustre Municipalidad de Santiago
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Instituciones que colaboraron con la exposición
Museo Nacional de Antropología, Arqueología e Historia del Perú
Museo Larco de Lima, Perú
Museo Arqueológico San Miguel de Azapa
Instituto de Investigaciones Arqueológicas Universidad del Norte – Museo Arqueológico R.P. Gustavo Le Paige
Museo Regional de Atacama
Museo Arqueológico de La Serena
Museo del Limarí
Museo Nacional de Historia Natural
Museo Arqueológico de Santiago - Museo de Artes Visuales
Museo Andino
Museo Regional de Rancagua
Museo de Colchagua
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y sitios ceremoniales distribuidos en ocho de las
actuales regiones del país. Unos 1.800 kilómetros
de territorio, desde el valle de Lluta en el extremo
norte del país hasta casi las puertas de Rancagua en
Chile central. De allí al sur, los avances cuzqueños
tomaron la forma de expediciones, contactos
esporádicos y conquistas fallidas, quizás porque la
organización de sus habitantes no se acomodaba
al sistema de dominación inkaica, porque no
había el tipo de recursos mineros que interesaba
al Tawantinsuyu o, simplemente, debido a que la
tenaz resistencia ofrecida por los habitantes de
esas tierras generaba costos en vidas y recursos
materiales que superaban ampliamente los
beneficios.
El famoso Qhapaq Ñan o sistema vial inkaico,
la religión y el quechua o runa simi fueron
los elementos integradores de este formidable
programa conquistador. El recuerdo de los
inkas resuena todavía en cientos de nombres
de lugares de nuestra geografía, en las leyendas
que se cuentan en los campos al calor del fogón
e, inadvertidamente, en decenas de palabras
que forman parte del vocabulario corriente del
chileno de hoy. Esta impronta debiera recordarnos
que alguna vez casi la mitad de nuestro país
perteneció al más poderoso imperio de su tiempo
y estuvo ocupada por gente que acompañaba
a los conquistadores cuzqueños venida de los
más diversos lugares de los Andes. Una matizada
amalgama étnica que, de una u otra manera, corre
por las venas de cada habitante de Chile.
La exposición que da nombre a este catálogo
busca dar a conocer a los visitantes del Museo los
principales logros de los inkas en el Norte Grande, el
Norte Chico y la Zona Central, pero, a la vez, hacer
entender que la construcción de Chile como país fue
y seguirá siendo obra de todos aquellos que llegaron,
unos antes y otros después, para quedarse en esta
larga y angosta faja de tierra.
Museo Chileno
de
A rte Precolombino
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Chile bajo el
Imperio de los
Inkas
José Berenguer R.
A fines de octubre de 1535, Huayllullo se encontró
cara a cara con los españoles en Tupiza. Venía de
Chile trayendo el presente habitual en oro que este
lejano reino ofrecía al “rey universal del Perú”. El
cargamento era portado sobre varias andas revestidas
con guarniciones de oro portadas al hombro por los
indios principales. Consistía en barras y tejas de oro
fino y dos grandes pepas del mismo metal. Las piezas
traían estampada la figura del Inka y seguramente
habían sido fundidas a orillas del Marga Marga,
estero vecino a Quillota cuyos ricos placeres gozaban
de merecida fama en esta parte del Tawantinsuyu.
El funcionario inkaico estaba bien informado de los
últimos acontecimientos. Los chaskis le habían dado
oportuno aviso de la muerte de Atahualpa a manos
de Francisco Pizarro en Cajamarca, de la fingida
obediencia que su sucesor, Manco Inka, prestaba a
los españoles en el Cuzco y de la sublevación que
éste preparaba en todos los Andes. Había elegido
el camino del Tucumán para llevar estos tesoros a
la capital por ser más seguro, pero a lo largo de la
travesía constató los estragos que habían producido
las noticias de un Perú invadido y un imperio
moribundo. Muchos de los aposentos inkaicos,
que antaño brindaban albergue, comida, bebida y
protección a las comitivas oficiales, se hallaban ahora
abandonados. Quizás -pensó Huayllullo- habría sido
mejor hacer la ruta de regreso por el camino del
despoblado de Atacama. Así habría evitado toparse
con esta enorme columna de invasores.
Manco Inka, personaje investido
como Sapa Inka por los
españoles en Cuzco. Después
se levantaría contra los
conquistadores (Guamán Poma
1980 [ca. 1615]).
Imagen de Villac Umu,
dignatario inkaico a cargo del
culto estatal y la custodia de los
metales preciosos según Martín
de Murúa (1946 [1590]).
A Diego de Almagro le brillaban los ojos cuando
le comunicó a Huayllullo que ya estaba libre de
semejantes tributos, pues el rey del Perú era ahora el
emperador Carlos V y sólo a él le debía obediencia.
Después de todo, la valiosa caravana le confirmaba
lo que otros le habían informado antes de partir:
el reino hacia el cual se dirigía poseía grandes
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riquezas. Impelió al funcionario a sumarse a su
expedición, argumentando que la finalidad de su
viaje había cesado.
La verdad es que no había cómo resistirse. Almagro
comandaba una hueste de unos 20 mil hombres,
entre españoles, negros africanos e indígenas.
Además, venía acompañado por un séquito inka
del más alto nivel, encabezado por Villac Umu,
importante dignatario a cargo del culto estatal y
la custodia de los metales preciosos, y del Inka
Paulo, hermano de Manco Inka. El Adelantado no
demoró ni un instante en apropiarse del tesoro
y a Huayllullo no le quedó otra alternativa que
devolverse con él a Chile.
Este relato se basa libremente en la Crónica del
Reino de Chile, de Pedro Mariño de Lobera. La
síntesis que desarrollamos a continuación también
se fundamenta en algunos cronistas de esa
época, pero, sobre todo, en diversos estudios de
arqueólogos y otros investigadores modernos. Intenta
ofrecer un panorama aproximado de la ocupación
inkaica en el territorio que actualmente conocemos
como Chile.
Diadema, orejeras y disco de
plata (MNAAHP, M-4638,
M-6253/6254, M-7070; fotos:
Daniel Giannoni). Tupus de oro
(MALS; foto: Fernando
Maldonado).
Estos metales eran de uso
exclusivo del Inka, la casta real
y, en algunas ocasiones, los
“inkas de privilegio”.
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El Capitán Apo Camac Inka
combatiendo contra los indios
de Chile (Guamán Poma 1980
[ca. 1615]).
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La Conquista de Chile
antes de los Españoles
En líneas generales, la conquista de nuestro país
por los inkas siguió muy probablemente un proceso
similar al del resto del imperio. Primero llegaban a una
región soldados y diplomáticos por senderos locales,
ya que los caminos inkas todavía no se construían.
Luego, el Inka ofrecía a los jefes indígenas locales o
kurakas someterse pacíficamente o por las armas.
Lograda la conquista, arribaban arquitectos, ingenieros
de caminos y funcionarios a cargo de fijar los límites.
También se introducía la mita, un sistema en que los
individuos eran obligados a ofrecer por turno su trabajo
al Estado por algunas semanas o meses, regresando
después a sus tareas habituales hasta ser requeridos
para un nuevo turno. O sea, no tributaban en bienes
o recursos sino en tiempo dedicado al trabajo. Los
servicios de estos temporeros iban desde cultivar los
campos hasta participar en grandes proyectos públicos,
tales como construir y mantener caminos, terrazas
agrícolas y obras de regadío, así como integrar las filas
del ejército. Mediante el trabajo de estos mitayos los
inkas podían intensificar la producción minera, agrícola,
ganadera y artesanal, y mejorar la seguridad en las
regiones conquistadas. Para esto, el Estado asumía la
responsabilidad de aprovisionar a los trabajadores de
materias primas y herramientas, y, siguiendo las viejas
normas de la reciprocidad andina, de proporcionarles
alimentos y bebidas. La hospitalidad estatal era, así, un
componente clave en las relaciones de los gobernantes
con la gente que los servía. Por eso es que se dice
que una de las primeras tareas llevadas a cabo por el
Estado al conquistar un nuevo territorio, era construir
acllawasis en los asentamientos. Allí residían las acllas
o “mujeres escogidas”, cuyo trabajo consistía en hilar
lana o algodón, tejer, preparar chicha y hacer comidas
especiales.
Ése era probablemente el momento también para
enviar mitimaes al área o reclutar mitimaes locales
para enviarlos a otros lugares. Los mitimaes eran gente
trasladada de una región a otra como castigo por
resistirse al imperio, o bien, para dotar a una región
en particular de ceramistas, metalurgos, lapidarios
y otros especialistas cuya producción era necesaria
para el Estado. Entonces comenzaba también el flujo
normal de bienes, funcionarios y soldados, muchas
veces destinados a regiones más distantes.
La verdad es que en muchas partes los inkas
gobernaron a través de los kurakas locales y
mediante miembros de la elite de la sociedad
cuzqueña, quienes estaban destacados en las
provincias en calidad de delegados o gobernadores.
De hecho, es posible que los gobernadores inkas que
realmente vivían fuera del Cuzco fueran muy pocos.
Se piensa que pueden haber visitado las regiones a
su cargo sólo cuando surgían problemas.
(Continúa en la página 23)
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Unkus o túnicas hechas de
cumbi o tejido fino decoradas
con tokapus (MNAAHP,
RT-29933, RT-22053). Fotos:
Daniel Giannoni.
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Por la razón o la fuerza
Las crónicas españoles del siglo XVI sostienen que los
diferentes pueblos de los Andes se diferenciaban por
sus trajes. Había, naturalmente, prendas especiales
para ciertas situaciones, fiestas y ceremonias, pero
en lo fundamental, el atuendo funcionaba como
marcador de identidad social o de membresía del
individuo a un grupo étnico. En el mundo multiétnico
del Tawantinsuyu cada nación conquistada debía
identificarse por sus túnicas, mantas y tocados.
Hombres y mujeres estaban obligados a llevar
las prendas de vestir que les eran propias y a no
intercambiarlas con las de otros pueblos, de otro
modo se exponían a fuertes sanciones.
Sin embargo, los tejidos integraban además una
variedad de otros contextos. Los oficiantes del culto
y el ejército, por ejemplo, eran grandes consumidores
de ellos. A los soldados que se distinguían en la
batalla solía obsequiárseles prendas de vestir de
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Queros o vasos de madera para
tomar chicha (MNAAHP,
MO-0095/0096). El Inka
regalaba estos vasos como
seña de alianza entre el kuraka
o jefe local y el Estado.
Unku o túnica, Arica (MASMA).
El cumbi o tejido fino era un
regalo real muy apreciado por
los kurakas que lo recibían.
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alta calidad. Los textiles más finos, denominados
cumbis, eran usados por los dignatarios y otros
importantes personeros, constituyendo una señal de
mucho prestigio en la sociedad. De ahí que fuesen
una dádiva real muy apreciada por quienes los
recibían. Se trataba de uno de los objetos de mayor
connotación social, y, por lo tanto, uno de los más
útiles en el manejo del poder.
Chullpa o torre funeraria del
altiplano decorada en forma
similar a la túnica de la página
opuesta (tomada de E. Squier
1974 [1877]).
El Virrey Francisco de Toledo, por ejemplo, relata
cómo Topa Inka Yupanqui incorporó pacíficamente
a su autoridad la provincia de Jauja en los Andes
Centrales, regalándole al señor étnico “unas camisas
y mantas galanas y unos vasos [queros] que bebiese
que llaman entre ellos aquillas”. En las campañas de
conquista, estos presentes del Inka eran parte integral
del protocolo y las negociaciones diplomáticas y
militares, funcionando en último término como carta
forzosa de ciudadanía y como pacto de armisticio.
Primero se exigía a los kurakas la sumisión pacífica
y si ésta era aceptada, se la recompensaba con
obsequios como éstos, de otra manera el Inka
amenazaba con la destrucción total. En el caso de
los queros regalados, estos vasos de madera para
beber chicha eran dejados en la comunidad como un
recordatorio permanente de la relación nueva, pero
inalterable de ésta con el Estado. Lo mismo ocurría
con las prendas de vestir:
En el momento formal de su derrota, el
otorgamiento obligatorio del artículo más
apreciado por ambos bandos puede ser visto
también como el paso inicial en un sistema
de relaciones dependientes. La ‘generosidad’
obliga, compromete al otro a la reciprocidad.
Dentro de un sistema de poder como el
incaico, esto quiere decir que se ha creado una
nueva obligación: la de entregar de manera
regular y periódica los productos de su
esfuerzo y de su arte a los depósitos del Cuzco.
En tales condiciones, el ‘obsequio’ de tejido
sería percibido más apropiadamente como
la emisión de un certificado de ciudadanía
incaica, la divisa de la nueva servidumbre
(Murra 1975 [1958]:167).
Bolsa de tejido cumbi
(MNAAHP, RT-1321). Foto:
Daniel Giannoni.
En suma, estos objetos tenían la capacidad de
extender el poder del Inka y atrapar al kuraka que
los recibía en una relación de reciprocidad asimétrica,
de la cual él y su pueblo no podían escapar. Estos
rituales de conquista e incorporación, mediados por
ropa fina y vasos de libación, eran, así, de la esencia
del ejercicio del poder y fueron fundamentales para
establecer y mantener la hegemonía cuzqueña en las
provincias de Tawantinsuyu.
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Administración Inkaica
en Arica y Tarapacá
Los relatos del tiempo de la conquista española
señalan que los caminos del Qhapaq Ñan salían
desde el Cuzco hacia los cuatro puntos cardinales,
pero que había dos arterias principales que
atravesaban todo el imperio: el “Camino Real de
la Sierra”, que corría desde el sur de Colombia,
cruzando las tierras altas de Ecuador, Perú, Bolivia
y el noroeste de Argentina, y el “Camino de la Costa
o de los Llanos”, que corría desde Tumbes por toda
la costa desértica del Perú, para luego internarse
en el norte de Chile, atravesar el así denominado
“despoblado de Atacama” en dirección al valle de
Copiapó, para dirigirse hacia la zona central de Chile.
Siguiendo en parte el derrotero de viejas rutas
caravaneras, los inkas trazaron sus arterias en Chile
con la clásica rectitud que exhibe el Qhapaq Ñan en
otros lugares de los Andes, modificando cuando era
necesario el sinuoso trazado de las huellas troperas.
Aunque en los altos de Arica y en unos pocos lugares
más los tramos que pasan por los poblados suelen
poseer emplantillados de piedras, en general se trata
en todas partes de modestas huellas de 0,60 a más
de 4 metros de ancho, construidas por lo general
mediante la remoción de las piedras hacia los lados,
formando rudimentarios rebordes. En ausencia
de estos últimos, presentan hileras continuas o
discontinuas de piedras en uno o los dos costados,
seguramente para delinear el derrotero en aquellos
trechos donde la traza del camino se tornaba difícil
de seguir. Más raramente, las vías aparecen como
leves depresiones cavadas en la arena. Rampas con
muro de contención y, menos a menudo, escalinatas
con peldaños labrados en la propia roca o construidas
con piedras traídas de algún lugar cercano, facilitaban
el cruce de las quebradas más profundas. A trechos
variables, jalonan las arterias sayhuas o columnas
de piedra de variada forma, número y disposición
respecto a la vía. Sólo aquellas más formalizadas
parecen ser parte del eje vial inkaico.
(Continúa en la página 28)
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Los chaskis o mensajeros
recorrían el Qhapaq Ñan para
mantener informado al imperio.
Los caminos contaban con
qolqas o bodegas para
abastecer a los viajeros y
comitivas (Guamán Poma 1980
[ca. 1615]).
Camino del Alto Loa. Las
arterias inkaicas sólo perdían su
rectitud cuando debían superar
accidentes naturales de alguna
importancia.
Foto: José Berenguer.
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Los caminos del
Tawantinsuyu
Para controlar y administrar los territorios anexados
al Tawantinsuyu, los inkas construyeron una red
de caminos calculada hoy en día en alrededor de
33 mil kilómetros de extensión. Por ella circulaban
tropas, caravanas cargadas con productos y personas
enviadas a lugares lejanos para trabajar para la
administración inkaica. Algunos tramos en Ecuador,
Perú y Bolivia consisten en amplias calzadas
empedradas, con banquinas, caminos colaterales,
muros en los costados, enrasamientos, adoquinados
o emplantillados, puentes, túneles, sistemas de
drenaje y anchuras que oscilan entre 6 y 16 metros.
Es destacable también la extraordinaria rectitud de
estas arterias. Sólo la pierden cuando deben superar
accidentes naturales de alguna importancia.
En el siglo XVI no había nada similar en Europa,
únicamente el viejo recuerdo de la caminería del
Imperio Romano. La admiración que esta gran obra de
la ingeniería civil andina produjo entre los españoles
ha quedado bien reflejada en la siguiente cita:
[M]e parece que si el emperador [Carlos V])
quisiese mandar otro camino real como el que
va del Quito a Cuzco o sale del Cuzco para
a Chile, ciertamente con todo su poder para
ellos no fuese poderoso, ni fuerza de hombre lo
que pudiese hazer si no fuese con la orden tan
grande que para ello los incas mandaron que
hubiese [. . . ] ( Cieza de León 1967 [1553]:45).
Su equipamiento de postas y otros asentamientos
de enlace era igualmente notable. Más o menos a
una jornada de camino había tambos abastecidos de
víveres y chaskiwasis para alojar a los mensajeros
y espías que mantenían informado al imperio. Los
tambos eran construcciones de no más de 20 hasta
varios cientos de metros o más, localizados entre sí
a distancias que fluctuaban entre menos de 10 hasta
42 kilómetros (la mayoría entre 15 y 25 kilómetros),
pero generalmente no más lejos que una jornada de
viaje. Se ubicaban a la vera de los caminos y eran
atendidos por mitayos de alguna comunidad cercana.
Si bien todas las instalaciones a lo largo del camino
se conocen usualmente como “tambos”, el término se
refiere más apropiadamente a alojamiento. Cumplían
funciones de albergue de individuos, grupos o
comitivas en misión oficial. A veces, acogían diversas
tareas administrativas, como también producción de
cerámica, control vial, explotación minera, apoyo
militar y actividades ceremoniales. Pero podían
servir asimismo como lugares de almacenaje de
comida, forraje, leña y otros productos, tales como
La construcción de puentes
colgantes era la mejor forma de
salvar grandes obstáculos
(tomado de E. Squier 1974 [1877]).
ropa o armas. Por eso se ha dicho que el Qhapaq
Ñan no era sólo una simple vía de comunicación.
Era además una formidable red de dispositivos de
almacenamiento, a menudo localizados a gran altura
y en ocasiones, en lugares completamente desolados.
Las chaskiwasis, en cambio, eran construcciones más
pequeñas. Variaban mucho en tamaño, cantidad,
estructura, forma y calidad de la construcción. En
cada una había relevos que tomaban el mensaje o
el envío y lo llevaban a la posta siguiente. Según las
fuentes escritas, una chaskiwasi era un casa pequeña
(a veces dos casas pareadas) situada a la vera del
camino, donde vivían dos individuos con sus mujeres.
Pese a su gran diversidad funcional, el factor común
en tambos y chaskiwasis eran su función del albergue
y su vinculación con la red vial inkaica.
A mayor distancia entre sí había también centros
administrativos desde los cuales funcionarios
inkaicos dirigían las provincias o algún distrito
particular de ellas. En general, los inkas evitaban
ubicar estos centros dentro de las grandes
concentraciones de grupos étnicos locales. Por
eso se afirma que su localización refleja más una
preocupación por los contactos entre regiones que
por los asuntos locales. De hecho, solían estar
en puntos estratégicos para los movimientos a
larga distancia, a veces a dos o tres jornadas de la
población que administraban. No eran capitales semi
independientes, sino asentamientos que buscaban
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establecer vínculos directos entre el Cuzco y sus
súbditos. En ellos tenía lugar la hospitalidad estatal
de mayor escala. Convenientemente lubricada con
chicha y comida, esta generosidad institucionalizada
servía para estrechar los lazos entre gobernantes
y gobernados, creando las condiciones para los
turnos laborales o mitas, que eran la base de la
riqueza del Estado. De ahí que se considere que las
bodegas o qolqas que se construían en las cercanías,
donde se almacenaban víveres, cerámicas, tejidos,
objetos de metal y otros artículos, desempeñaban un
reducido papel en la economía local. A lo más, tal
vez, algo de su contenido era distribuido entre los
señores locales. Su rol fundamental era apoyar las
actividades realizadas en los asentamientos estatales.
Las arterias inkaicas fueron usadas también para
acceder a artículos valiosos, de manera que el
Qhapaq Ñan era asimismo una enorme red de
extracción de recursos de alto valor simbólico, tales
como minerales metálicos, piedras semipreciosas,
tierras de colores, etcétera. Algunos tambos y
centros fueron construidos en caminos troncales o
ramales precisamente para controlar y administrar
tales recursos. Después de todo, el oro y la plata eran
de uso exclusivo del Inka, la casta real y, en algunas
ocasiones, de los “inkas de privilegio”, una especie
de título nobiliario otorgado a individuos que no
eran propiamente inkas, pero que se distinguían por
sus servicios al imperio. La producción de cobre y
bronce, en cambio, estaba destinada principalmente
a bienes de estatus, que eran distribuidos casi
íntegramente en las zonas sometidas. Entregados
como dádivas reales a los kurakas locales,
desempeñaban un rol político clave en el proceso de
expansión, adhesión y dominación en las provincias.
En síntesis, los tambos, chaskiwasis, centros
administrativos, qolqas y el propio camino, eran
parte de un complejo sistema -el Qhapaq Ñan- cuyos
componentes posibilitaban establecer una relación
muy estrecha entre las provincias y el poder radicado
en la capital del imperio. En la actualidad y con el
patrocinio de las seis repúblicas andinas, el Qhapaq
Ñan se halla en la fase final de su nominación como
Sitio de Patrimonio Mundial de la UNESCO.
Escalinata del camino inka que
atraviesa el valle de Caspana.
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Tumis de metal, Arica. Estos
cuchillos de hoja horizontal y
filo curvo servían propósitos
utilitarios y ceremoniales
(MASMA).
En ciertos lugares los inkas
construían columnas de piedras
a ambos lados del camino, tal
como se observa en el Portal de
Ramaditas, en el valle del Alto
Loa. Foto: José Berenguer.
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Caminos entre Lluta y
Guatacondo
En el Collasuyu, efectivamente los inkas
construyeron una vía principal que corría del Cuzco
al sur por el altiplano de Bolivia y por Argentina, y
otra más o menos paralela a ella que lo hacía por
la costa del sur del Perú, ingresando al tramo bajo
de los valles de Lluta y Azapa. Desde Arica, esta
última se dirigía con rumbo noroeste-sureste hacia
la pampa del Tamarugal, atravesando los valles de
Chaca, Camarones, Chiza, Tana y Tiliviche, hasta
cruzar la quebrada de Tarapacá unos 3 kilómetros
aguas abajo de las ruinas de Tarapacá Viejo. Otra
ruta, en tanto, corría entre la cordillera andina y la
sierra de Huaylillas. Provenía de los altos de Tacna
y pasaba por las cabeceras de los valles del extremo
norte de Chile, conectando localidades como Putre,
Socoroma, Zapahuira, Belén, Tignamar y Camiña,
para juntarse con la ruta que venía de Lluta y
Azapa en la quebrada de Tarapacá. Desde el gran
asentamiento de Tarapacá Viejo, el camino discurría
al sur como una sola vía por el borde oriental de la
pampa del Tamarugal en dirección a la quebrada
de Guatacondo, pasando por el oasis de Pica y el
Puquio Núñez, para caer a esa quebrada a la altura
de Tamentica.
Varias rutas transversales se desprendían del
camino de la precordillera, descendiendo hacia
la costa por los valles de Lluta, Azapa, Codpa,
Camarones y Camiña, algunos de cuyos tramos han
sido reportados por la arqueología. En Tarapacá
también se han detectado trazas de estos ramales
secundarios. Éstas parecen originarse en centros
inkaicos importantes del altiplano central de Bolivia.
Una de ellas viene del altiplano de Oruro, pasa
entre Isluga y Cariquima, muy cerca del Tambo de
Inkaguano, y se dirige con rumbo noreste-suroeste
hacia Chusmisa y Tarapacá Viejo. La otra procede del
istmo que separa los grandes salares bolivianos de
Coipasa y Uyuni, pasa por Cancosa, el poblado de
Lirima, el valle de Collacagua y el salar del Huasco,
para de ahí descender al oasis de Pica. Ambas vías
parecen conectar con el “Camino Real de la Costa o
de los Llanos” en su tramo tarapaqueño, aunque la
primera puede haber cruzado la arbolada pampa del
Tamarugal en dirección a la costa, hasta la mina de
plata de Huantajaya y el adoratorio inkaico del cerro
Esmeralda en Iquique.
En el extremo norte de Chile, los inkas ocuparon en
forma escalonada cuatro grandes pisos ecológicos:
la puna o altiplano, la sierra o precordillera, el curso
medio de los valles y el borde costero. Son muchos
los sitios inkas en cada uno de estos escalones, por
lo que aquí los ejemplificaremos con el Tambo de
Chungara, el Centro Administrativo de Zapahuira y la
Aldea de Pampa Alto Ramírez.
El camino de la precordillera de
Arica remontando la ladera de un
cerro al sur de Socoroma y detalle
de un trecho emplantillado con
piedras del mismo camino. Fotos:
Solange Díaz.
Al centro de la fotografía se
aprecia la tenue huella del
camino inka transversal que
cruzaba la quebrada de
Queitani, muy cerca del Tambo
de Inkaguano. Foto: José
Berenguer.
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El Tambo de Chungara
Al sur del lago Chungara, estratégicamente escondido
en la ladera de una loma, el Tambo Chungara
consiste en una hilera de siete habitaciones
rectangulares emplazadas en la parte alta del
asentamiento. Sus puertas dan a un corredor
emplantillado con piedras y a un gran patio
rectangular, ambos sobre una terraza artificial más
baja que el nivel de las habitaciones. En su extremo
sur hay una plataforma rectangular parecida a
un ushnu. Se ingresa al conjunto arquitectónico
subiendo por seis escalones de piedra que
comunican con un pasillo situado entre la plataforma
y el patio. Los muros mejor conservados alcanzan
más de 2 metros de altura. Fueron construidos
con piedras traídas de los volcanes vecinos y
talladas en el sitio para lograr volúmenes macizos
y paramentos bien alineados y aplomados. En su
momento, las paredes interiores de los cuartos
estuvieron elegantemente enlucidas con barro batido,
generando ambientes acogedores que permitieron a
sus moradores soportar mejor las frías temperaturas
de la puna.
Se piensa que desde aquí los inkas habrían
dirigido la crianza y el manejo de llamas y alpacas.
Junto a los tambos de Tacora, Pisarata, y Ancara,
Chungara sería parte de una línea de pequeños
asentamientos situados sobre los 4.000 metros de
altura que controlaban los rebaños del Estado en
los ricos bofedales de la puna de Arica. También
se ha propuesto que habría sido un lugar de
carga o descarga de llamas en tránsito. La calidad
del edificio, sin embargo, indica una función
originalmente más importante. Puesto que los
cronistas españoles relatan que por el lago Chungara
pasaron Topa Yupanqui y su ejército para sofocar
una rebelión de los collas en el lago Titicaca, cabe la
posibilidad de que estas ruinas hayan sido el cuartel
general desde donde el Inka y sus jefes militares
planearon el ataque que sorprendió a los rebeldes
por la retaguardia. Se podría conjeturar que desde
la plataforma el soberano inspeccionó a sus tropas
antes de conducirlas al combate. Posteriormente,
el sitio puede haber desempeñado funciones como
centro ganadero estatal o como simple estación
caravanera. A principios del siglo XX, fue la morada
de una familia de pastores aymaras.
(Continúa en la página 34)
Las orillas del lago Chungara
son ricas en forraje para los
rebaños.
Tambo de Chungara, altiplano
de Arica.
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El tambo con vista al lago
Chungara y los nevados de
Payachatas.
Escalinata de acceso y
plataforma del tambo, altiplano
de Arica.
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Modelo en piedra de una
kancha, uno de los diseños
arquitectónicos que los inkas
llevaron a cada rincón de su
imperio (MNAAHP, L-8450).
Foto: Daniel Giannoni.
Una arquitectura al
servicio del imperio
En muchos casos, las instalaciones inkaicas reflejaban
concepciones reales y mitológicas del Cuzco,
constituyéndose de esta manera en representaciones
de la visión del mundo de los inkas. En cierto
modo eran una suerte de extensión de la capital del
imperio. La forma de gobierno que los inkas ejercían
en las provincias, sin embargo, requería no sólo
imprimir en la arquitectura conceptos simbólicos
que fueran instrumentales para reforzar la imagen
de poder del Tawantinsuyu, sino también crear una
bien definida distribución de los espacios para tratar
con los súbditos. La mejor prueba de esto es que las
fincas de los gobernantes, situadas en el núcleo del
imperio, no requerían de este tipo de simbolismo y
distribución del espacio.
Reconstrucción de una kancha
del gran centro administrativo
inkaico de Huánuco Pampa,
Perú (tomado de Morris y
Thompson 1985). Consistían en
un muro perimetral con una o
más habitaciones de techo
pajizo a dos aguas y un patio
central.
eran proporcionales al tamaño de la población que
administraban.
Mientras el emplazamiento, el diseño de planta
y muchas veces la mampostería de los edificios
seguían de cerca las pautas del planeamiento urbano
inkaico, los albañiles, los materiales y las técnicas de
construcción eran por lo general locales, de modo
que si bien el resultado era una arquitectura ajena
a la región, ésta distaba mucho de la perfección
de las construcciones cuzqueñas. Con todo, a lo
largo del imperio algunos sitios combinaron en un
mismo asentamiento elementos inkaicos y locales,
incluso algunos sitios netamente locales funcionaron
a veces como instalaciones del imperio sin poseer
arquitectura inka de ningún tipo.
El elemento arquitectónico más frecuente en
tambos y centros administrativos era la kancha, un
recinto rectangular con una o más habitaciones de
techo pajizo a dos aguas y un patio central. Otra
construcción emblemática era la kallanka, un largo
edificio rectangular con techo similar, que servía para
alojar soldados y otros grupos de viajeros, así como
para celebrar los banquetes con que el funcionario
estatal agasajaba a los trabajadores que servían las
mitas o turnos laborales. Algunos asentamientos
disponían de aukaipatas o plazas simples o dobles
como foco central del sitio, y en ocasiones, de un
ushnu o plataforma para administrar el trabajo,
impartir justicia y dirigir el culto. Como regla general,
las dimensiones de estos espacios construidos
Las kallankas y otras
construcciones de Machu
Picchu muestran la perfección
de la arquitectura inkaica en el
corazón del imperio. Fotos:
Carole Sinclaire.
Los vanos de forma trapezoidal
caracterizaban la arquitectura
inka, tal como se ve en este
recinto del Tambo de Chungara.
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El neurálgico nodo de
Zapahuira
Un escalón más abajo que el Tambo de Chungara,
este centro se encuentra entre la vertiente occidental
de la cordillera de los Andes y la sierra de Huaylillas.
Se halla más o menos equidistante del punto donde
el río Lluta, que corre de norte a sur, y el río Azapa,
que lo hace de sur a norte, viran hacia el occidente,
cortan la sierra y descienden hacia la costa de Arica.
El sitio consiste en dos conjuntos arquitectónicos.
El primero es una hilera de siete qolqas de planta
rectangular y muros contiguos. Aparentemente,
continuaba en ángulo recto en otra hilera similar,
actualmente destruida por la carretera internacional,
de la que se conservan dos qolqas y otra sólo
parcialmente. El interior de cada una de estas
bodegas tiene el piso preparado con grava y tierra
apisonada, está cubierto con piedras lajas y cuenta
con un canal de drenaje que habría servido para
evacuar las aguas lluvias y producir un ambiente
ventilado para las provisiones almacenadas en
ellas. Unos 500 metros al este de estos depósitos
estatales, sobre una antigua terraza fluvial, está el
segundo conjunto inkaico. Consiste en dos kanchas,
cada una formada por el típico muro perimetral
que encierra un espacio rectangular y cuartos de
hospedaje en el interior abiertos al patio. Una de
ellas posee 10 recintos y la otra seis. Entre ambas
kanchas se disponen otros 14 recintos, en su mayoría
de planta circular o elíptica, posiblemente corrales.
Unos 2 kilómetros al este, muy cerca de una zona
El gorro en forma de cono
truncado (MCHAP) fue
característico de los grupos
étnicos altiplánicos que se
aliaron con los inkas para
gobernar el extremo norte de
Chile (Guamán Poma 1980 [ca.
1615]).
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El volcán Taapaka y el actual
poblado de Putre. En estas
zonas de la sierra los inkas
cultivaron principalmente
tubérculos.
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de terrazas de cultivo, pasa en dirección noroestesureste el camino inka de la precordillera, que unía
las localidades de Socoroma, Zapahuira y Belén.
Tiene un ancho promedio de 3 metros y sus bordes
se hallan señalizados por grandes bloques de piedra.
Un camino transversal puede haber descendido por
la quebrada en dirección a la costa.
En un promontorio del lado norte de la quebrada,
está el Pukara de Chapicollo y en otro del lado
opuesto, el Pukara de Huaycuta. Serían relictos de
una época anterior a los inkas, cuando los conflictos
interétnicos llevaron a la gente a protegerse en
asentamientos fortificados. Sus habitantes residían
en viviendas de planta circular, usaban cerámicas
de estilo Chilpe y mantenían contactos con las
poblaciones de la costa. Al arribo de los inkas,
labraron la tierra para el Estado y, en el caso de los
de Huaycuta, trabajaron también fundiendo metales.
Con la administración inkaica llegó asimismo otra
población altiplánica, que portaba cerámicas de
estilo Saxámar, y, en menor cantidad, aríbalos
y platos cuzqueños. Dos chullpas o torreones
funerarios, muy parecidos a los de Caquiaviri,
en Bolivia, sugiere que esta población era de
origen pacaje. En su interior pueden haber estado
enterrados los ancestros de los kurakas de esta etnia
que administraron el área a nombre del Inka.
Si bien varias construcciones de Zapahuira quedaron
inconclusas por la llegada de los españoles y el
subsecuente colapso del imperio, este sitio alcanzó a
funcionar como un importante centro administrativo
en la región. Su posición estratégica en la sierra
lo convirtió en un punto neurálgico para el tráfico
entre las poblaciones situadas en las cabeceras de
los valles, pero también para aquellas localizadas
en la puna y en la costa. Su privilegiado acceso
a los valles de Lluta y Azapa, permitió a los inkas
establecer y mantener poblaciones en Mollepampa,
Pampa Alto Ramírez, Playa Miller y otros
asentamientos costeros.
Aunque este tipo de queros o
vasos de madera tienen una
larga tradición en Arica,
también fueron usados durante
el Período Inka (MASMA). El
estilo de los platos con el
interior decorado con llamas
estilizadas se conoce como
Saxámar y caracteriza a los
grupos altiplánicos aliados de
los inkas (MASMA).
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El centro administrativo de
Zapahuira es un buen ejemplo
de la arquitectura inkaica
provincial en la sierra de Arica.
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Vistas del valle de Azapa y de
Playa Miller, dos zonas
importantes dentro la economía
agromarítima de los inkas en
Arica.
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Una aldea de caña,
madera y totora
La aldea inkaica de Pampa Alto Ramírez se encuentra
en el cálido valle de Azapa, a unos 8 kilómetros de
la costa, sobre una terraza aluvial alta y plana situada
entre el río San José y una quebrada que tributa
a este último por el sureste. Consta de un área
habitacional de 30 viviendas, pequeños corrales para
las llamas, seis grandes bodegas subterráneas con
sus paredes revestidas con fibra vegetal, campos de
cultivo y dos vertientes hoy secas que suministraban
agua para la agricultura y los residentes. Se ha
estimado en 150 a 200 los habitantes de esta aldea,
cifra que puede ser algo exagerada. El sitio incluye,
además, un cementerio localizado a 200 metros del
sector residencial con alrededor de 70 tumbas en
pozos cilíndricos, cuyos cuerpos se encontraron
orientados hacia un geoglifo emplazado a unos
2,5 kilómetros al sur en Cerro Sagrado, con figuras
humanas, camélidos, serpientes y lagartos. Así, este
geoglifo debe haber sido un importante punto de
adoración o idolatría para los habitantes de la aldea.
La característica más definitoria de este
asentamiento son sus viviendas de material ligero,
lo que demuestra que los inkas construían sus
instalaciones según las materias primas localmente
disponibles y atendiendo a las condiciones
climáticas prevalecientes en cada lugar. Aunque
sólo se encontraron bases de muros de caña y de
postes de madera, se piensa que la techumbre de
Aríbalo Inka Provincial, Arica
(CMBE).
las viviendas se construyó con caña y totora. Las
estructuras habitacionales eran de planta cuadrada
o rectangular, constituyendo unidades aisladas,
pareadas o de cuatro recintos separados por
tabiques. Cada vivienda, incluso cada cuarto de las
viviendas colectivas, poseía un fogón para cocinar
y pequeños pozos para almacenar provisiones. En
el núcleo o parte central de la aldea se levanta la
El geoglifo de Cerro Sagrado. A
sus pies, la pampa Alto
Ramírez, valle de Azapa. Foto:
Carole Sinclaire.
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Peines de madera y de caña y
espinas de cactus, Arica
(MASMA).
El maíz fue uno de los
principales cultivos de los
residentes en la aldea de
Pampa Alto Ramírez.
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La sequedad del ambiente en el
norte de Chile ha permitido la
conservación de objetos hechos
en materiales perecibles, como
es el caso de estos husos de
hilar, trompetas y mocasines
recuperados en los cementerios
de los valles ariqueños (MASMA).
única vivienda de material sólido, a la que se accedía
por una gradería de ingreso. Esta unidad presenta
la misma forma que las demás, pero fue construida
con piedras sin cantear dispuestas en dos hileras
paralelas perfectamente alineadas y aplomadas,
rellenadas con áridos y barro. Se supone que allí
residieron los funcionarios inkaicos que dirigían el
asentamiento. De hecho, los dos únicos cuchillos o
tumis de cobre de la aldea se encontraron en esta
vivienda. Debe haber habido más asentamientos
como éste en los cursos medios de Azapa y el vecino
valle de Lluta, conectados con otras poblaciones
integradas también al Tawantinsuyu, como aquellas
enterradas en cementerios del borde costero como el
de Playa Miller o más al interior por el valle de Lluta,
como el de Mollepampa.
Los restos encontrados en las bodegas y basurales
muestran que el menú de los habitantes de Pampa
Alto Ramírez se componía principalmente de
maíz, ají, porotos, zapallos, camote, achira, plantas
silvestres y cuyes, complementado con raciones de
pescado y mariscos. Las túnicas de lana teñida, los
aríbalos, ollas con pedestal y platos decorados con
llamas estilizadas, y los gorros de forma troncocónica
adornados con plumas, indican que los aldeanos eran
grupos inkaizados provenientes de las tierras altas.
Seguramente, mitimaes que fueron asentados por los
inkas en el valle para secar y salar pescados y, en
general, para administrar la producción agrícola, la
explotación de los recursos marinos y la extracción
de fertilizantes de las islas guaneras por parte de la
población local. También para organizar el transporte
de estos artículos mediante caravanas de llamas
hacia asentamientos inkaicos como Zapahuira y otros
de la sierra y el altiplano de Arica.
Dado que los restos de muros de caña y de postes
de las viviendas se hallaron carbonizados en su
parte superior, se ha sugerido que el asentamiento
corresponde a “Isquiliza”, antigua aldea indígena
del valle que en el siglo XVII el carmelita Antonio
Vásquez de Espinosa dice haber incendiado como
parte de las campañas de extirpación de idolatrías
dirigidas por la Iglesia Católica. Los frágiles
vestigios de esta aldea inkaica de mediados del
milenio pasado sobrevivieron hasta hace unos 30
años, después de lo cual fueron arrasados por la
construcción de un camino y el uso de la terraza
aluvial para fines agrícolas.
(Continúa en la página 44)
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Viñeta de Martín de Murúa
(1946 [1590]) donde se muestra
al Inka recibiendo el quipu de
manos de su Contador Mayor.
Las cuentas del Estado
La función de los quipus era principalmente reunir
y almacenar información de interés para el Estado
Inka. Encargados de operar este instrumento eran
los quipucamayoc, funcionarios que recorrían las
provincias del imperio contabilizando el tributo
laboral o mita de la población a su cargo, incluyendo
la producción ganadera y agrícola, los tejidos,
la cerámica y un sinnúmero de otros artículos
destinados al funcionamiento administrativo del
Estado y el culto oficial. La información numérica era
de base decimal y estaba ordenada jerárquicamente.
Residía en la cantidad, el tipo y la posición de nudos
hechos en cordeles “colgantes” y otros “subsidiarios”.
Uno de los quipus más grandes y complejos
conocidos hasta ahora, proviene de un cementerio
inkaico del valle de Lluta. Tiene 586 cuerdas entre
cordeles colgantes y subsidiarios y se organiza en
ocho sectores de 10 conjuntos de cordeles, de hasta
13 niveles de jerarquía. Su valor numérico asciende
a 15.024 unidades de diferentes rubros cuyas
identidades aún desconocemos. El ordenamiento
de los valores numéricos detectados ha llevado a
proponer a los estudiosos que este quipu podría
representar el registro de censo y tributo de la
población sujeta al Inka en la zona de Arica, durante
los años finales de imperio.
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Quipu encontrado en
Mollepampa, valle de Lluta,
Arica (MCHAP).
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Saguara: relaciones entre
funcionarios y dirigidos
Con la probable excepción de la pampa del
Tamarugal, la ocupación inka en la Región de
Tarapacá se estableció también en todos los pisos
ecológicos, desde el altiplano hasta el mar. Saguara,
Cerro Esmeralda e Inkaguano nos servirán para
destacar algunos aspectos rituales de esta ocupación.
El sitio de Saguara es un excelente ejemplo de la
arquitectura provincial de los inkas en el extremo
norte de Chile. Se encuentra más al sur del conjunto
de sitios precedentes, en una quebrada tributaria
del curso superior del río Camarones, muy cerca
del actual poblado aymara de Pachica. Aparte de
un número considerable de eras de cultivo, el sitio
consiste en tres amplios sectores de edificios. El
primero se encuentra en el flanco sur de la quebrada y
comprende 10 recintos rectangulares y dos circulares o
elípticos, 20 qolqas o bodegas y 83 estructuras usadas
como sepulturas y, quizás, también como bodegas. El
segundo sector está en el lado opuesto de la quebrada,
sobre una explanada triangular delimitada por la
quebrada principal y otra secundaria. Su elemento
arquitectónico más notable es un ushnu en forma
de pirámide truncada de base rectangular, al que se
subía por una gradería de la cual se conservan cinco
peldaños. Acompañan al ushnu tres conjuntos, uno de
31 recintos con rasgos arquitectónicos inkaicos, otro
de 14 recintos más sencillos y otro conformado por
siete bodegas. A cierta distancia aguas abajo de los
anteriores, se halla el tercer sector. Se compone de dos
conjuntos de cinco recintos cada uno, en su mayoría
de planta circular, y de un conjunto de cuatro recintos
circulares asociados a bodegas subterráneas.
cerámica ceremonial y adornos típicos de poblaciones
carangas y pacajes, hacen presumir la presencia en
este sector de una comunidad de mitimaes de origen
aymara a cargo de la administración del asentamiento
y del control de la población local. Esta última habría
residido en el más distante tercer sector, donde se
encontraron cerámicas de estilo local y gran cantidad
de herramientas agrícolas. Mediante el sistema de la
mita, esta población de agricultores habría prestado su
fuerza de trabajo en el abastecimiento y servicio de la
localidad, además de ocuparse de su propio sustento.
En la actualidad, el sitio se haya parcialmente ocupado
por un caserío aymara de ocho viviendas, cuyos
ocupantes mantienen en actividad gran parte de los
antiguos canales y eras de cultivo, han usado algunos
bloques del ushnu para sus construcciones y erigieron
un calvario sobre esa plataforma.
(Continúa en la página 50)
Los recintos del primer sector han sido interpretados
como un conjunto residencial destinado a brindar
alojamiento a las comitivas estatales. Se asume que en
las sepulturas de este sector se enterró la comunidad
local. Debido a la presencia del ushnu, el segundo
sector ha sido considerado por los arqueólogos como
el foco del asentamiento. La falta de evidencias de
actividades domésticas en sus recintos y la presencia,
en cambio, de bienes de estatus hechos en metal y la
abundancia de aríbalos, escudillas y platos decorados,
sugieren que este sector fue ocupado en forma
intermitente en actividades de carácter ceremonial.
Sabemos, no obstante, que las ceremonias en los
distritos provinciales eran sólo nominalmente religiosas.
Estaban orientadas, más bien, a establecer y mantener
una relación entre los funcionarios estatales y sus
dirigidos. De hecho, los recintos más sencillos, con
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Al igual que el valle de Lluta, el
valle de Camarones fue
cultivado por los inkas con
variedades adaptadas a las
aguas salobres de estos ríos.
Diferentes vistas de ushnu de
Saguara, valle de Camarones.
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Adoratorios en las alturas
Los inkas solían apropiarse del paisaje sagrado de las
regiones anexadas construyendo sencillas pircas y
plataformas ceremoniales en las cumbres principales
y secundarias de los cerros. De unos 200 adoratorios
de montaña encontrados hasta el momento en los
Andes, la inmensa mayoría está en el Collasuyu,
unos 40 de los cuales se hallan en territorio chileno.
Rumas de leña quedan todavía en algunos nevados
como silenciosos relictos de las fogatas que se
preveía hacer como parte de esta singular actividad
ritual de alta montaña. En algunos adoratorios sólo
se enterraron ofrendas de objetos, pero en unos
pocos se sepultaron además individuos con un rico
ajuar mortuorio. Es el caso del cerro Esmeralda
en Iquique, del Llullaillaco en el despoblado de
Atacama, del Aconcagua en las cabeceras del valle de
ese nombre y de El Plomo en la cuenca de Santiago.
Eran restos de capacochas, rituales que los inkas
celebraban en junio o diciembre, momento en el cual
los sacerdotes sacrificaban niños o jóvenes de ambos
sexos especialmente preparados para ese evento.
construido para este propósito. Cerca de la cumbre,
los sacerdotes alimentaban a las víctimas y las
adormecían con ciertas sustancias. Una vez en la
gélida cima, les daban muerte e introducían sus
cuerpos bien arropado en una fosa, acompañados
de estatuillas antropomorfas hechas en oro, plata y
s, figurillas de llamas del mismo material, prendas
textiles en miniatura y una variedad de otras finas
ofrendas. De este modo, las víctimas sacrificadas
pasaban a ser una waka u oráculo que expresaba su
voluntad a través de sus sacerdotes. Se convertían
además en un prominente hito orográfico, que
sellaba una alianza con los jefes indígenas locales y
legitimaba el poder de los inkas en esa región.
Muchas veces, la ceremonia de la capacocha
empezaba en el Cuzco, desde donde partía una
comitiva con uno o más muchachos o niños de
corta edad, recorriendo en línea recta montes,
pampas y quebradas hasta llegar a la base del
cerro. Comenzaba entonces un lento ascenso de
la procesión, en ocasiones por un camino ritual
Cima del volcán Palpana, valle
del Alto Loa. La queñoa y otras
especies leñosas eran usadas
para encender fogatas en los
adoratorios de altura. Foto:
Sebastián Ibacache – Gabriel
Cantarutti.
Figurillas humanas femeninas y
masculinas de plata y mullu
rescatadas de adoratorios de
altura; las cinco primeras de
Cerro Las Tórtolas (MALS) y la
última del Volcán Copiapó
(MURA).
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Figurilla femenina de mullu
vestida con textiles de cumbi,
penacho de plumas y otros
aditamentos, que fue rescatada
desde la cumbre del cerro Las
Tórtolas, Coquimbo (MALS).
Miniaturas de camélidos
realizados en plata y mullu de
los adoratorios de altura de
Cerro Quimal (MASPA), Cerro
Las Tórtolas (MALS) y Volcán
Copiapó (MURA).
47
Dado que la ubicación de estos adoratorios coincide
usualmente con lugares de explotación minera, se ha
sugerido que las montañas eran vistas como fuentes
de minerales, uno de los principales móviles de la
penetración inka en estas regiones meridionales
del imperio. Pese a que en general la costa parece
haber tenido un interés secundario para el imperio,
en la cima del cerro Esmeralda en Iquique, los
inkas sacrificaron a dos niñas. Fueron sepultadas
con ricas ofrendas funerarias compuestas de finos
textiles, cerámicas y mullu, todos objetos de alto
valor ceremonial. Los primeros seguramente fueron
importados desde el Cuzco o de algún importante
centro administrativo del altiplano de Bolivia, en
cambio el mullu era una concha de molusco traída
de los cálidos mares del Ecuador. Dada la proximidad
de la mina de plata de Huantajaya, el sacrificio del
cerro Esmeralda parece haber estado relacionado
con la dominación simbólica de un territorio rico en
metales. Todo esto confirma que los inkas no tenían
motivaciones puramente religiosas o políticas para
crear esta clase de adoratorios, sino también fines
económicos.
No puede descartarse, sin embargo, que una parte
de estos adoratorios hayan sido obra de grupos
locales. Los estudios muestran que no existen
dos adoratorios iguales, variación que, en ciertos
casos, puede corresponder a diferentes tradiciones
regionales y, a lo mejor, a épocas anteriores o
posteriores al inkanato. Después de todo, el culto
a los cerros y la idea de que en ellos habitan los
espíritus que controlan los fenómenos climáticos, la
riqueza mineral, la multiplicación de los rebaños y la
salud de las personas, es una creencia ampliamente
difundida a través de gran parte de los Andes y que
sigue vigente hasta el día de hoy.
Plato inkaico y adornos de
conchas del molusco Spondylus
o mullu ofrendados en la cima
del cerro Esmeralda, Iquique
(MRI).
Esta pequeña petaca española
encontrada en la cima del cerro
Quimal, San Pedro de Atacama,
demuestra que las ceremonias
en las cumbres andinas
continuaron después del
colapso del Imperio Inka
(MASPA).
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Pareja de aisanas, un tipo de
botella inkaica, ofrendada en el
cerro Esmeralda (MRI).
Contexto funerario completo de
las dos muchachas sacrificadas
por los inkas en el adoratorio de
cumbre del cerro Esmeralda,
Iquique (MRI).
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Un taypi estatal en
Inkaguano
El Tambo de Inkaguano es uno de los exponentes
de la arquitectura inkaica provincial que mejor se
conservan en Chile. Se encuentra en el altiplano de
Tarapacá, cerca del poblado actual de Cariquima,
junto a uno de los caminos inkas transversales
que unen el altiplano boliviano con el valle de
Tarapacá. Está en una zona de arbustos y pajonales,
donde existen un afloramiento rocoso y múltiples
manantiales, dos elementos simbólicamente
importantes en el planeamiento inkaico de este
tipo de instalaciones. Rodean el área varios cerros
sagrados, como el Sojalla, el Queitani y un poco más
lejos, el Tata Jachura, este último con construcciones
inkaicas en su cima.
Sobre una plataforma de nivelación con muro de
sostenimiento del lado de la quebrada, hay una plaza
rectangular rodeada por una kallanka, cuatro qolqas
o bodegas rectangulares dispuestas en cruz y una
kancha de tres unidades habitacionales con sus vanos
abiertos al patio central. La kallanka y las viviendas
de la kancha conservan los hastiales sobre los que
antaño descansaban techos a dos aguas. Vecino
al conjunto se encuentran dos grandes recintos
rectangulares pareados cuya función es incierta.
Un canal en la parte alta del asentamiento recogía
las aguas lluvia que descendían por la ladera y las
desviaba hacia una pequeña quebrada, evitando que
inundaran los edificios. Los muros son de doble hilera
de piedras parcialmente trabajadas, pegadas con
argamasa de barro y revocadas por dentro y por fuera
con un enlucido de limo fino. Varias construcciones
presentan vanos de acceso con la característica forma
trapezoidal de los edificios inkaicos. En la periferia
del sitio, una treintena de recintos circulares y
rectangulares indican que este tambo fue levantado
sobre un antiguo asentamiento local.
Situado en el centro de una zona de espacios
productivos secularmente disputados, durante el
reinado inkaico este pequeño asentamiento estatal
disipó viejos conflictos entre gente de la altiplanicie
y de la pampa del Tamarugal. En una zona cercana
al sitio, a los pies del cerro Taypicoyo, un lindero
formado por ocho mojones de piedras o sayhuas
puede haber sido parte de la línea demarcatoria
que en el siglo XVII los caciques tarapaqueños y
carangas refrendaron ante las autoridades españolas,
enfatizándoles que el deslinde “venía del tiempo de
los inkas”. Así, el Tambo de Inkaguano parece haber
operado como un taypi o centro de organización
territorial entre las principales zonas habitadas
de la región. Su función parece haber sido más
ceremonial que productiva y su ocupación mucho
más esporádica de lo que insinúan sus imponentes
edificios. Mientras su contraparte de las tierras altas
debe haber estado en algún importante centro
administrativo del altiplano de Oruro en Bolivia,
su contraparte de las tierras bajas estuvo con toda
seguridad en el poblado de Tarapacá Viejo, un
gran asentamiento de data preinkaica que fue
parcialmente remodelado durante el inkanato y que
los españoles ocuparon hasta los comienzos del siglo
XVIII. En la actualidad, las ruinas del Tambo de
Inkaguano se hallan celosamente resguardadas por la
población del vecino caserío aymara de Quebe.
Vista aérea del sector principal
del Tambo de Inkaguano y de la
quebrada de Queitani, altiplano
de Tarapacá. Foto: Gonzalo
Pimentel. Detalle de la kancha
de este asentamiento. Foto:
José Berenguer.
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El Tambo de Inkaguano es uno
de los ejemplos de la
arquitectura provincial de los
inkas mejor conservados en
Chile. Detalle de la kallanka y de
un amplio recinto rectangular
de dos ambientes. Foto: José
Berenguer.
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Gobernando a los
Atacameños
Los cuatro caminos de
Atacama
En Tamentica, el “Camino de los Llanos” que venía de
Tarapacá Viejo puede haber continuado al sur por la
falda de la precordillera directamente hacia Calama,
o bien, desviarse hacia el oasis de Quillagua, para de
ahí dirigirse a ese destino vía el oasis de Chacance,
en el Loa, remontando el curso medio de este río. En
efecto, a propósito de la ruta seguida por la hueste
de Diego de Almagro en su retorno al Cuzco en 1536,
se menciona un camino que cruza el curso inferior
de la quebrada de Quisma unos 3 kilómetros al oeste
del oasis de Matilla (vecino a Pica) y la quebrada
de Guatacondo a la altura de Tamentica. Por la
temprana fecha de esa expedición y la localización
de dicho camino en los “medanales falderos” de
la precordillera, éste no puede ser sino el referido
“Camino de la Costa o de los Llanos”.
En lo que todos parecen estar de acuerdo es que en
Tamentica había una ruta transversal, no detectada
todavía en terreno, que remontaba la quebrada
de Guatacondo, pasaba por el pequeño oasis de
altura de Copaquire y, cerca del enclave minero de
Collahuasi, empalmaba con el camino que venía del
altiplano central de Bolivia por Pabellón del Inca en
dirección a Miño, esta última una localidad situada
en las nacientes del río Loa. Desde ese punto,
conocido también como Kona Kona, el camino
inka descendía por la banda oriental de este río,
tocando puntos como Esquiña y Chela Inga, cruzaba
a la otra banda a la altura de la posta de correo
colonial de Ólcar y seguía al sur enhebrando sitios
inkaicos como Lequena Viejo, Bajada del Toro, Cerro
Colorado, posiblemente Santa Bárbara e Incaguasi.
Con 12 escalas, entre centros, tambos y ckaskiwasis,
este tramo entre Pabellón del Inca y Lasana se halla
bien verificado por la arqueología.
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Es probable que en Chiuchiu el camino inkaico
del Alto Loa se haya bifurcado en uno que seguía
directamente a San Pedro de Atacama y otro que lo
hacia la cuenca alta del río Salado, principal afluente
del río Loa. La segunda de estas rutas seguramente
empalmaba con un camino que venía del sur del
salar de Uyuni, en el altiplano de Lípez. Hacía escala
en lugares como Ayahua, Cañapa, Ramadita y otros
en Bolivia, cruzaba la actual línea de frontera por
Portezuelo de Inca y seguía por Chac Inca, Turi, la
mina de Cerro Verde en Caspana, Tambo Salado y la
mina de San Bartolo en Río Grande, arribando por
el noreste al asentamiento inkaico de Catarpe, a tan
sólo siete kilómetros del actual pueblo de San Pedro
de Atacama. Con 17 sitios, entre centros, tambos
y chaskiwasis, este último camino se encuentra
igualmente bien documentado por la arqueología.
Por lo visto, San Pedro de Atacama era un nudo
hacia el cual convergían diferentes caminos.
Vista área del sector principal
del Tambo de Incaguasi, valle
del Alto Loa.
Traza de camino inka marcada
por un alineamiento de
matorrales en pampa Tarapata,
Alto Loa. Foto: José Berenguer.
Y como llegasen a Atacama [Topa Inka
Yupanqui] procuró saber lo que por toda
aquella tierra había y por los caminos que de
allí salían al Collao . . . y como tuviese razón
de todo ellos dividió a su gente en cuatro
partes como ansí fuese hecho mandó que los
tres escuadrones destos se partiesen luego de
allí y que el uno fuese por el camino de los
llanos y por costa a costa de la mar hasta que
llegase a la provincia de Arequipa y el otro
que fuese por los carangas e aullagas y que el
otro tomase por aquella mano derecha y fuese
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Camino inka al norte del Tambo
de Incaguasi, valle del Alto Loa.
Está hecho por despeje de
piedras de la superficie y su
acumulación en los bordes.
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Camino inka del Alto Loa entre
el Tambo de Incaguasi y el
Pukara de Lasana. Foto: José
Berenguer.
a salir a Caxa Vindo y de allí se viniesen por
las provincias de los chjchas [sic ] . . . y ansí
se partió él luego juntamente con ellos ytomó
el derecho que a él le paresció y ansí caminó
por sus jornadas y vino a dar a una provincia
que llaman Llipi (Juan de Betanzos ([1557]
1987: 164).
Por supuesto, en tanto relato mítico, esta versión de
Betanzos sobre el recorrido de conquista de Topa
Inka en la región de Atacama y sus vecinas no
debiera interpretarse en forma literal. Pero la verdad
es que los caminos referidos por el cronista se
hallan en gran parte confirmados por la arqueología,
sobre todo en lo que se refiere al que se dirige a
las “provincias de Carangas y Aullagas” (el del Alto
Loa) y el que lo hace a Lípez (el que pasa por Turi),
así como parcialmente en el caso del que se dirige
a Casabindo en la puna jujeña. Está faltando, no
obstante, documentar en terreno gran parte del
tramo chileno del que iba a Arequipa por el desierto.
Pukara de Lasana en el interior
del cañón del río Loa, uno de los
grandes asentamientos
atacameños. Foto: José
Berenguer, Qhapaq Ñan-Chile.
(Continúa en la página 63)
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La tenue línea que se observa al
centro de la fotografía
corresponde al camino inka que
une la cuenca alta del río
Salado con San Pedro de
Atacama. Un camino de
vehículos utiliza su trazado en
algunos trechos.
Cuesta del camino inka en el río
Salado, uno de los principales
tributarios del río Loa. Para
superar la pronunciada ladera
del cañón, se construyó un
sendero en zigzag con muro de
sostenimiento del lado de la
quebrada.
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Campamento minero de
Inkawasi-Abra, San José de El
Abra, Alto Loa.
Qolqa o bodega de José del
Abra, donde el mineral
reapilado en bolsas.
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Las minas del Rey Inka
Más de la mitad de los sitios con evidencias inkaicas
en Chile se relacionan con actividades mineras y
metalúrgicas, lo que da firme sustento a la idea
de que el principal motivo de la invasión inka de
nuestro país fue explotar sus riquezas minerales. Los
inkas estaban interesados en extraer y fundir metales
para transportarlos a regiones donde tales productos
estaban ausentes o a lugares con una mayor tradición
metalúrgica, donde sus artesanos podían fundir el
metal y darles formas inkaicas. La estrategia fue
apropiarse de la producción minera de las sociedades
locales, particularmente del cobre y ciertas
piedras semipreciosas, como la turquesa, si bien la
minería del oro y la plata, así como las actividades
metalúrgicas, alcanzaron cierta importancia en
algunas regiones de Chile.
En el Norte Grande los inkas aprovecharon la
milenaria experticia minera local para extraer
oro, plata, cobre y turquesa en yacimientos como
Huantajaya, Collahuasi, El Abra, Chuquicamata, San
Bartolo y otros. En la Región de Antofagasta, es
improbable que esta actividad haya estado a cargo
de mitimaes traídos de otra parte. Las poblaciones
locales eran sumamente competentes en las
actividades mineras y habría sido un despropósito
reemplazarlas por grupos menos preparados para ese
tipo de faenas. Habría significado tirar por la borda
2.500 años de experiencia técnica acumulada por
generaciones de mineros atacameños.
Uno de los principales yacimientos explotados por
los inkas en tierras atacameñas estuvo en San José
de El Abra, lugar enclavado en la precordillera
que flanquea al río Loa por el poniente. Allí, los
Capachos de cuero o de madera y
lana y martillos de piedra fueron
parte de la sencilla pero efectiva
tecnología con que los mineros
atacameños explotaron las minas
para los inkas (MCHAP).
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A 24 kilómetros de San José de
El Abra y 12 kilómetros de San
Pedro de Conchi, el centro
administrativo de Cerro
Colorado era escenario de las
ceremonias con que las
autoridades inkaicas retribuían
las prestaciones de trabajo de
los mitayos mineros.
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El mineral era transportado por
llamas cargueras hacia otros
lugares de la región o fuera de
ella donde se efectuaban las
fases posteriores del proceso
productivo. Foto: Carlos
Aldunate.
inkas concentraron a los mineros en torno a la
única veta de turquesa de toda la localidad. En una
ladera de la quebrada de Casicsa y con la misma
tecnología empleada por los mineros atacameños
desde hace siglos, los mitayos cavaban piques y
galerías siguiendo las vetas de mayor mineralización
Utilizaban sencillas pero efectivas herramientas, tales
como mazos, martillos y yunques de piedra, palas y
cinceles de madera, cestos y capachos de cuero. Los
rocas extraídas eran trasladadas hacia la boca de la
mina, donde experimentaban una etapa inicial de
chancado y selección. Esta primera selección era en
seguida transportada en capachos y sacos de lana
hacia una área de chancado secundario localizada
en la ladera opuesta de la quebrada, donde con
mazos de piedra más finos volvían a triturarla para
obtener el material de mayor ley. El producto de esta
operación era cargado en sacos y apilado en bodegas
de piedra construidas entre la mina y el campamento
de Inkawasi-Abra. Las autoridades cuzqueñas
mandaron a construir este gran campamento para
albergar a los operarios mientras cumplían sus
turnos de trabajo. Las habitaciones eran de muros
de piedra y piso de tierra, techadas probablemente
con mantas de lana y, en algunos casos, con madera
y paja. Durante el día, algunas mujeres se quedaban
cocinando en el campamento, hasta que los
trabajadores regresaban al lugar para comer y dormir.
En las proximidades de la quebrada San Pedro
de Conchi operaba un segundo complejo minero,
especializado en la producción de óxidos de cobre,
los que también eran reducidos, seleccionados y
almacenados en bodegas. El material seleccionado
en ambos complejos mineros dejaba el enclave a
lomo de llama, en dirección a aquellos centros de
producción donde se efectuaban las fases posteriores
del proceso productivo. La primera detención era la
actual aldea de Conchi Viejo, donde había un tambo
o posada en el cual el caravanero y su recua de
animales de carga pernoctaban antes de continuar la
marcha. Al cabo de la segunda jornada de travesía, la
caravana alcanzaba el camino inka del Alto Loa, por
el cual se dirigía, no sabemos bien si al sur, donde se
encontraban Lasana, Chiuchiu, Turi y Catarpe, o bien,
al norte, donde estaban Cerro Colorado, Miño y el
altiplano boliviano.
Sacos o talegas como ésta eran
usadas en las faenas mineras
para guardar el mineral extraído
para transportarlo a lomo de
llama (MCHAP).
Se supone que las ceremonias donde las autoridades
retribuían las prestaciones de trabajo de los mitayos
mineros, se realizaban a unos 24 kilómetros
al noreste de El Abra, en el pequeño centro
administrativo de Cerro Colorado, ubicado frente al
sagrado cerro Cirahue y junto al camino inkaico que
pasaba por un costado del asentamiento.
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Violencia ritual en Turi
La ocupación inkaica en la Región de Antofagasta
se concentró esencialmente en la cuenca del Loa
Superior y la hoya hidrográfica del salar de Atacama,
precisamente donde se encontraba el corazón del
territorio atacameño. Tomemos como ejemplos los
casos de Turi y Catarpe.
Con alrededor de 620 recintos, Turi fue el más grande
de los poblados atacameños. Sus ruinas se hallan a
unos 40 km al este de Chiuchiu, en la cuenca alta del
río Salado. En tiempos preinkaicos, este asentamiento
fue el centro de una zona de quebradas rica en
población, forraje para los rebaños, producción
agrícola y recursos mineros. Emplazado sobre una
oscura colada de lava, domina una extensa vega
y controla un hinterland que comprende la aldea
de Likán en Toconce, el valle de Caspana, la mina
de cobre de Cerro Verde, la aldea de Topaín y el
asentamiento agrícola de Paniri, entre varios otros.
Cuando los inkas asumieron el control de Turi,
destruyeron el espacio más sagrado del poblado,
instalando allí sus emblemáticas edificaciones.
Arrasaron el sector donde sus habitantes adoraban
a sus ancestros para edificar allí una kancha de
tres habitaciones. En este proceso, a lo menos
tres chullpas o torreones fueron borradas hasta
los cimientos, un acto de violencia ritual similar
al practicado en otros poblados andinos, como es
el caso del sitio Los Amarillos, donde los inkas
destruyeron las sepulturas de los tres ancestros
tutelares de esa comunidad de la quebrada de
Humahuaca. Tanto en ese sitio como en el de Turi,
esta práctica sugiere que las poblaciones locales no
se sometieron al imperio por medios diplomáticos.
Opusieron, al parecer, resistencia al invasor.
Posteriormente, en una radical fase de remodelación,
los inkas construyeron en Turi un muro de gran
altura y demolieron la kancha inicial, edificando
en su lugar una plaza y 12 recintos, incluyendo dos
kallankas, una de las cuales se levanta todavía dentro
de la plaza. Construida sobre grandes cimientos de
piedra y con muros de adobones, esta kallanka de 26
metros de largo es la más grande en nuestro país. En
vez de cimientos, en una de sus esquinas enterraron
el cráneo de un hombre de unos 30 años de edad,
Turi fue el más grande los
poblados atacameños. Al
centro, se aprecia un gran
recinto amurallado y otras
construcciones
correspondientes al período
inkaico del asentamiento.
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Vista del sector de Turi
intervenido por los inkas,
incluyendo una de las kallankas
y el camino inka que pasa por el
asentamiento.
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ofrenda que parece haber sellado finalmente una
alianza con la población nativa. A la postre, sin
embargo, este rito fundacional desestabilizaría esa
parte del edificio.
En el valle de Toconce, a unos
20 kilómetros de Turi, los inkas
construyeron una gran
extensión de terrazas agrícolas
para alimentar a la población
que trabajaba en las faenas
mineras.
Se ha dicho que, por lo general, los inkas preferían
ubicar los centros administrativos cerca pero no
dentro de los asentamientos locales. No obstante
que en Turi hicieron pasar el camino que venía
del altiplano de Lípez a San Pedro de Atacama por
el poblado, éste no operó simplemente como un
tambo más del sistema vial, sino como uno de los
principales centros de la administración inkaica en
territorio atacameño.
(Continúa en la página 69)
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Desde los surcos, horadaciones
y diseños en forma de helechos
del valle de Lluta en Arica,
pasando por las cavidades y
figuras de camélidos
esquemáticos de la cuenca alta
del río Salado en Antofagasta,
hasta los motivos en forma de
escudo de los ríos Limarí y
Choapa en el Norte Chico
(Fotos: Andrés Troncoso),
muchos sitios de grabados o
petroglifos muestran relaciones
con el arte inkaico.
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Arte rupestre relacionado
con los inkas
Existe una apreciable cantidad de grabados o
petroglifos que han sido relacionados con la
actividad inkaica en Chile. Es el caso de los surcos
serpenteantes, horadaciones y diseños en forma
de helechos o árboles que se han registrado en los
valles de Lluta y Azapa. Otro ejemplo son las rocas
talladas con múltiples cavidades rectangulares y
elípticas unidas por finos surcos grabados del Loa
Superior, que recuerdan rocas similares, pero de
factura más compleja, talladas en la Región del Cuzco
y otros sitios a través del imperio. También es el
caso de ciertas figuras de camélidos esquemáticas
del Loa Superior. Semejan figurillas de metal o de
mullu como las que los inkas ofrendaban en los
adoratorios de altura y se parecen a los diseños de
camélidos esquemáticos representados en algunos
textiles inkaicos. Más al sur, en la cuenca alta del río
Aconcagua, se ha identificado como inkaico un estilo
de petroglifos con diseños cuadrangulares y ovalados
individuales dispuestos en forma diagonal en el
espacio pictórico, así como también unos motivos en
forma de escudos.
Muchos concuerdan en que estos petroglifos
son de la época inkaica, pero mientras algunos
los interpretan como acciones de los inkas de
apropiación del espacio y legitimación de un nuevo
orden, otros los interpretan como reacciones locales
a la presencia cuzqueña. La misma variedad
que muestran a través del territorio chileno,
pareciera indicar que son más el resultado de
reinterpretaciones de algún aspecto del imaginario
inkaico, que de una política oficial del imperio.
Algunos de ellos podrían ser obra de grupos no
inkaicos reasentados en el área en calidad de
mitimaes.
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Junto al río San Pedro y
construido sobre tres terrazas
fluviales, Catarpe es
considerado el principal centro
administrativo inkaico en
territorio atacameño.
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El centro administrativo
de Catarpe
Otro importante centro administrativo de la Región
de Antofagasta fue el así llamado “Tambo de
Catarpe”, situado a 7 kilómetros al norte del actual
pueblo de San Pedro de Atacama. Con más de
200 recintos, Catarpe es el segundo asentamiento
inkaico más grande de Atacama, pero el que se
ajusta más al clásico diseño cuzqueño. Es también
el más estratégicamente localizado. Se emplaza
sobre tres terrazas elevadas y llanas de la margen
este del río San Pedro, a unos 3 kilómetros del
pukara atacameño de Quítor. Desde esa posición sus
ocupantes controlaron gran parte del suministro de
agua del oasis, las mejores tierras de cultivo y una
importante ruta a Bolivia, ya que de él partía el ramal
del Qhapaq Ñan que pasaba por Turi en dirección
al altiplano de Lípez. Dentro de sus principales
unidades arquitectónicas, destacan una plaza doble
con una orientación esencialmente idéntica a la
del Qorikancha o Templo del Sol en Cuzco, restos
de dos kallankas, muros defensivos con troneras
y varios conjuntos de recintos rectangulares con
muros contiguos. Todos los paramentos de estas
edificaciones fueron construidos con doble hilera de
piedras de río pegadas con argamasa de barro.
Pese a que Catarpe es el
asentamiento inkaico que más
se ajusta al clásico diseño
cuzqueño en esta región, sus
edificaciones fueron
construidas con modestos
rodados de río
A pocos kilómetros de distancia del más abastecido
de los oasis atacameños, Catarpe desempeñó una
importante función de escala y aprovisionamiento
para la travesía del desierto de Atacama en dirección
al valle de Copiapó. De modo similar a Turi, sin
embargo, el sitio fue mucho más que un tambo.
La presencia de oro y, sobretodo de escorias de
fundición, fragmentos de crisoles, cobre fundido,
moldes y artefactos de cobre, señala que allí tuvieron
lugar actividades metalúrgicas, probablemente
asociadas a la cercana mina de San Bartolo. Catarpe
es considerado el principal centro administrativo de
la región, acaso la capital provincial de los inkas en
la antigua Atacama. Se ha insinuado, además, que
desde aquí habrían partido quienes construyeron los
adoratorios que hay en las cumbres del Licancabur,
Chiliques, Pili, Púlar, Quimal y otros cerros de la
cordillera atacameña. Al igual que tantos otros
centros similares a lo largo del Tawantinsuyu,
Catarpe fue rápidamente abandonado después del
colapso del imperio, acusando de esta manera su
finalidad más política que económica.
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Del Norte Seco al
Norte Verde
En el camino inka del
Despoblado de Atacama las
instalaciones inkaicas son en
general de pequeñas
dimensiones, como se aprecia en
esta perspectiva del Tambo Agua
de Puquios y en el plano de
planta del Tambo de Vaquillas
(Niemeyer y Rivera 1983).
Al sur de San Pedro de Atacama, es preciso cruzar
550 kilómetros de desierto para llegar al valle de
Copiapó. En sus 100 kilómetros iniciales, el camino
inka va por el borde oriental del salar de Atacama,
pasando por Tambillos, los bajos de Socaire, Peine
y Tilomonte. A partir de este último oasis comienza
el tramo más duro y desolado, apropiadamente
conocido como “despoblado de Atacama”, cuya
travesía significó tantas penurias a la hueste de
Almagro en su regreso al Perú en 1536 y a la de
Pedro de Valdivia en su expedición de conquista
de Chile cuatro años más tarde. Debido a la gran
distancia existente entre las fuentes de agua y a lo
escuálido de ellas, no es un camino para rápidos
desplazamientos de tropas, ya que las columnas
deben ser divididas en pequeñas cuadrillas, con
previsibles consecuencias desde un punto de vista
militar. Más probable es que haya operado como
vía de comunicación para chaskis y como ruta de
transporte de minerales, ya que la vía está regada
con fragmentos de turquesa y ónix. Lo jalonan una
gran cantidad de pequeños tambos, chaskiwasis y
refugios que dividían el trayecto en varias jornadas,
permitiendo recuperar fuerzas a viajeros y animales
de carga. Flanqueado al este por una cadena de
volcanes sagrados, su rumbo general noreste-suroeste
va uniendo puntos tales como Tambo El Cráter,
Tambo Meteorito, Aguada de Puquios y Tambo Río
Frío. A partir del Tambo de Vaquilla y del imponente
volcán Llullaillaco, el paisaje se torna más soportable,
ya que aumenta la provisión de agua y aparecen
verdes manchones de vegetación. Una de sus últimas
escalas importantes antes de arribar Copiapó era
Finca de Chañaral.
A medida que el camino se
acerca al valle de Copiapó, las
instalaciones se vuelven algo
más grandes, como es el caso
del Tambo Río Sal, próximo a
Finca de Chañaral. Foto: Carole
Sinclaire.
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En primer plano, doble hilera
de hornos circulares y más atrás
un gran recinto amurallado con
habitaciones para los mitayos
que trabajaban en el centro
metalúrgico de Viña del Cerro,
cuenca alta del río Copiapó.
Crisoles de piedra y cerámica
donde se depositaba el mineral
previamente fundido en las
huayras u hornos (MURA,
MALS).
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Cabeza de maza estrellada de
bronce de estilo Inka
encontrada en el valle de
Copiapó (MURA).
Fundiendo metales en
Viña del Cerro
En el valle de Copiapó, el sitio de Viña del Cerro
acaparó una parte de la producción minera de cobre
del país. En la cuenca alta de este río, el abanico
fluvial formado por sus ríos formativos, el Jorquera,
el Pulido y el Manflas, ofrece numerosas vegas,
riachuelos, yacimientos mineros y rutas naturales
dirigidas hacia todos los puntos cardinales. Allí
los inkas construyeron más de 30 asentamientos,
incluyendo el asentamiento de Iglesia Colorada, el
Pukara de Punta Brava, el centro administrativo de
La Puerta y el establecimiento de Viña del Cerro, el
único centro metalúrgico inkaico conocido en Chile y
uno de los pocos documentados en el mundo andino.
Sobre la cima de una loma de Viña del Cerro,
lugar antiguamente conocido como “Painegue”,
los inkas construyeron un asentamiento de cuatro
unidades de piedras y adobones que desempeñaron
distintas funciones. La kancha consta de un recinto
rectangular amurallado de grandes proporciones, en
cuyo interior existen tres recintos con vanos abiertos
al patio mayor, cada uno con dos habitaciones
para alojar a unos seis mitayos. Cerca de una de
las esquinas de este gran recinto, hay también una
plataforma o ushnu a la que se subía por siete
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Desde esta plataforma o ushnu
los inkas dirigían el trabajo,
impartían justicia y oficiaban el
culto en el establecimiento de
Viña del Cerro.
La producción de objetos de
cobre y bronce era casi
completamente distribuida en
los territorios anexados al
imperio. Ofrecidos como
presentes del inka a los kurakas
locales, estas dádivas reales
jugaban un papel político
crucial en el proceso de
expansión, adhesión y
dominación en las provincias
(MURA).
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peldaños, desde el cual se dirigía el centro. Aquí
seguramente tuvieron lugar las ceremonias de
hospitalidad con que el estado retribuía el trabajo de
los mitayos. Otra unidad arquitectónica, situada en
una hondonada, es un pequeño recinto amurallado
con un cuarto en su interior dotado de poyo o cama
andina, donde aparentemente residía el funcionario
estatal a cargo del establecimiento. La tercera
unidad, es una casa rectangular situada junto a
una vertiente que brota en la ladera, donde vivía el
operario encargado del abastecimiento del agua. La
cuarta unidad, emplazada en una loma fuertemente
azotada por el viento, consiste en 26 bases de
huayras u hornos dispuestos en tres hileras. De
seguro, originalmente sus paredes tenían agujeros
para que circulara el aire necesario para generar
las altas temperaturas requeridas en la fusión del
mineral. Estos hornos de fundición, así como restos
de minerales, artefactos de molienda, escorias, restos
de moldes para lingotes, crisoles y otros instrumentos
especializados, demuestran claramente que allí operó
un establecimiento metalúrgico. El metal fundido, sin
embargo, partía sólo como producto semielaborado
hacia los centros artesanales trasandinos, donde
volvía a fundirse para manufacturar hachas, cuchillos
y otros objetos bajo formas inkaicas.
Se calcula que en este establecimiento metalúrgico
había siempre entre 18 y 20 trabajadores de ambos
sexos, la mayoría provenientes de localidades
cercanas, como Punta Brava, La Puerta y los propios
alrededores de Viña del Cerro.
La confección de un hacha de
bronce como ésta, encontrada
en el valle de Copiapó (MURA),
exigía organización,
instrumentos, conocimientos y
destrezas muy especiales.
Dibujo: Eduardo Osorio.
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Situado en la cuenca alta del río
Copiapó, entre el centro
metalúrgico de Viña del Cerro y
el Pukara de Punta Brava, el
asentamiento inkaico de La
Puerta controlaba un área clave
para vigilar el movimiento de
gente a través del valle, reclutar
individuos locales para las
mitas minero-metalúrgicas y
organizar la producción
agrícola.
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Valle del río Hurtado, aguas
arriba de Ovalle.
Urna de estilo Diaguita-Inka
ofrendada en una tumba del
cementerio de Punta Brava,
Copiapó (MURA).
Las rutas al sur de
Copiapó
Comienza en el Norte Chico una larga secuencia de
valles que atraviesan el territorio de cordillera a mar:
Copiapó, Huasco, Elqui, Hurtado, Limarí, Illapel,
Choapa y Aconcagua. A Copiapó llegaba un camino
transversal que procedía del gran Tambo de El Shincal,
situado en Argentina, al parecer el mismo ramal
cuyo cruce costaría miles de vidas a Almagro y su
expedición a principios de 1536. La travesía entre ese
asentamiento y Copiapó tenía 24 escalas, cuyo tramo
más difícil cruzaba la cordillera de los Andes por
alturas de entre 3.500 y 4.400 metros. En sus últimas
jornadas de viaje este camino trasandino tocaba
asentamientos inkaicos importantes como Iglesia
Colorada, Viña del Cerro, La Puerta y Punta Brava.
El espeso manto de niebla que
cubre el océano Pacífico visto
desde el desierto de Atacama
De Copiapó al sur, la información sobre trazas de
camino tiende a desdibujarse, no se sabe bien si
por la naturaleza del terreno, las características
constructivas de la arteria, la reutilización de que
fue objeto con posterioridad, la erosión natural, una
falta de investigación o por todo eso a la vez. Sólo
se han reportado unos pocos y cortos segmentos,
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ninguno de los cuales alcanza a configurar tramos
a la manera de los detectados en el Norte Grande.
Enhebrando estos segmentos con una gran cantidad
de sitios inkaicos, que incluyen sobre todo tambos
y chaskiwasis, pero también minas, cementerios,
adoratorios y aldeas, como asimismo con la
localización de portezuelos, datos históricos sobre
caminos, senderos locales e información sobre
caminos inkaicos en Argentina, se ha podido deducir
la cartografía del Qhapaq Ñan en el Norte Chico con
un cierto grado de aproximación.
Se reconoce un eje longitudinal altoandino que,
partiendo de la cuenca alta del río Copiapó, se dirige
al sur por cotas de 4.000 metros, aprovechando
las fallas geológicas de Valeriano y Coipa, que
corren paralelas a la cordillera de los Andes. El
eje vial iba uniendo las cabeceras de los valles de
modo similar a la ruta precordillerana de Arica. Sus
tambos controlaban yacimientos mineros y vegas
donde se podía cazar vicuñas y pastear rebaños y
recuas. Del Choapa al sur, el trayecto de este camino
discurría por alturas de 2.000 metros, aprovechando
otra falla que parece ser la continuación de las
anteriores. Se ha postulado otro eje longitudinal
que atravesaba el Norte Chico más cerca de la
costa, pero las evidencias son más debatibles.
Mucho más convincentes son los ejes transversales
que, cruzando por los portezuelos cordilleranos,
se dirigían al litoral principalmente por las zonas
situadas entre los valles, algunos de ellos con cortos
segmentos bien delineados y la mayoría bajo la
forma de sencillos senderos. La configuración global
de esta red ha llevado a algunos investigadores
a sostener que fue diseñada por los inkas para
controlar los contactos entre las poblaciones de las
vertientes oriental y occidental de los Andes, como
asimismo entre valle y valle.
(Continúa en la página 85)
Estas piezas son pacchas,
recipientes de cerámica
diseñados para hacer circular
líquido a través de conductos
interiores (ML). Portadores de
un complejo simbolismo
relacionado con el agua y la
fertilidad, se piensa que fueron
regalados por los inkas a algún
kuraka del valle de Hurtado
para sellar alguna alianza.
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Botella tipo aisana Inka que
recoge influencias del noroeste
argentino, encontrada en la
región de Coquimbo (MALS).
Aisana de estilo Diaguita-Inka
de Ovalle (ML).
Esta extraordinaria escultura
lítica cuyo estilo recuerda
piezas similares del noroeste
argentino, proviene del valle de
Illapel (MALS).
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El aríbalo o maka, un gran
cántaro para almacenar chicha
de maíz, era una de las vasijas
más emblemáticas de la vajilla
imperial (MLP, ML-040409).
Foto: Daniel Giannoni.
La olla con pedestal o manca,
sirvió como “olla de campaña”
para preparar guisos o
estofados (MLP, ML -036008).
Foto: Daniel Giannoni.
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La cocina del imperio en
las provincias
Los inkas crearon una vajilla sumamente distintiva
y estandarizada que comprende básicamente 14
formas de vasijas de cerámica, incluyendo cántaros,
ollas, platos, jarros, botellas y vasos. Aunque
muchas de ellas fueron llevadas fuera del área
del Cuzco y del valle del Urubamba, el aríbalo o
maka representa más de la mitad de las piezas
encontradas en los distritos provinciales. Las únicas
otras vasijas que ocurren con cierta frecuencia
fuera del corazón del imperio, aparte del ubicuo
y emblemático aríbalo, son la olla con pedestal o
manca y el plato playo o puku. Estas tres formas
de recipientes constituyeron la vajilla mínima a
usar por cualquier grupo que se hallase afiliado
a los inkas o por cualquier individuo residente
en las provincias que estuviese relacionado con
el Tawantinsuyu. Las razones de esta distribución
residen tanto en la función que este trío de vasijas
desempeñaba en la cocina inkaica, como en el
significado político de las prácticas culinarias a las
cuales estaba asociado. En Chile ocurre con alguna
frecuencia también la aisana, que es uno de los
cuatro tipos de botellas cuzqueñas utilizadas para
contener líquidos, pero se reconoce que su uso fue
más restringido o que estuvo limitado a eventos
menos comunes.
Principales formas de
recipientes de la vajilla inkaica .
En color, el ar,ibalo, las aisianas,
la olla con pedestal y el plato
playo. (tomado de T. Bray
2003).
El aríbalo sirvió para almacenar y transportar
chicha, una cerveza de maíz que era indispensable
en las relaciones sociales, aunque este tipo de
cántaro también parece haber sido ocupado para
contener granos de este cereal, quinua y chuño o
papa deshidratada. En cambio la olla con pedestal,
a menudo provista de una tapa, sirvió para cocer los
alimentos. Probablemente se utilizó para preparar
guisos o estofados basados en el maíz, o bien, para
recalentar comidas o conservarlas por algún tiempo.
Aparentemente, esta pieza de la vajilla imperial
funcionaba como una “olla de campaña”, asociada
a los viajes o a las estadías fuera del Cuzco. Por
último, el plato playo se usó para servir pequeñas
porciones individuales de alimentos sólidos o
semisólidos, incluyendo carne en ciertos casos. Así,
los tres tipos de vasijas mencionados representan
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Plato playo, conocido como
puku o chua, sirvió para servir
porciones individuales de
alimentos sólidos o semisólidos
(MLP, ML -035991). Foto: Daniel
Giannoni.
Aisana, especie de botella
usada para contener líquidos
(MLP, ML -026716). Foto: Daniel
Giannoni.
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las actividades de almacenar y transportar chicha,
cocinar y servir los alimentos, todas tareas que
recaían en la mujer.
Se ha insistido que las relaciones entre gobernantes
y gobernados eran, en gran parte, mediadas y
materializadas a través de prestaciones de bebidas
y comidas. Esta estrecha relación entre hospitalidad
estatal y manejo de la mano de obra probablemente
explica porqué no existe ninguna área bajo firme
control del imperio donde no se hayan encontrado
al menos algunas vasijas inkaicas, ya sean cerámicas
finas del Cuzco o ejemplares que imiten las formas
cuzqueñas. Hay consenso entre los investigadores
de que los inkas podían gobernar en algunas partes
sin sus elaborados asentamientos, pero que eran
incapaces de hacerlo sin la hospitalidad oficial, la
cual requería una vajilla que simbolizara al Estado.
Mientras la guerra y la conquista eran elementos del
imperialismo inkaico claramente masculinos, en la
práctica la dominación en los territorios anexados se
articulaba a través de las actividades femeninas de
elaborar chicha, de cocinar los alimentos y de servir
la comida. De ahí que esta vajilla mínima fuera un
componente integral de las estrategias de legitimación
y control del Tawantinsuyu, y que las mujeres que
usaban este equipo de cocina hayan jugado un rol
fundamental en la construcción del imperio.
Arriba, esta paccha muestra a
dos mujeres inkaicas
flanqueando un gran aríbalo
supuestamente lleno de chicha.
Abajo se observan mazorcas de
maíz en la mata, cereal con el
que se preparaba esta singular
cerveza andina (MLP, ML
-031646). Foto: Daniel Giannoni.
Una mujer vierte chicha de un
aríbalo a un quero para que el
Inka brinde con su padre, el sol,
durante un ritual del mes de
junio (Guamán Poma 1980 [ca.
1615].
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En el fértil valle del Elqui estuvo
el corazón del territorio
Diaguita. Allí llegaron las
huestes inkaicas para establecer
una alianza con sus habitantes y
dominar después el resto del
Norte Chico y la Zona Central de
Chile.
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Los Infieles del Elqui
En una quebrada tributaria del río Elqui, muy cerca
de la moderna ciudad de La Serena, Los Infieles es
el sitio inkaico de mayores dimensiones encontrado
hasta ahora en el corazón del territorio Diaguita. Su
medio centenar de recintos está sobre una meseta, a
media altura del cerro de ese nombre, en una zona
rica en recursos mineros y cerca de un probable
cruce de rutas inkaicas. El asentamiento comprende
cinco principales unidades arquitectónicas, la
mayoría asimilable al concepto de kancha. Consisten
en grandes recintos amurallados cuadrangulares,
rectangulares y en forma de “L” y “D”, dotados de un
número variable de recintos interiores o de recintos
adosados a ellos por el exterior. El sitio habría
funcionado como campamento para los mitayos que
cumplían turnos de trabajo en las faenas mineras de
las vecindades.
El suministro de alimentos para el enclave provenía
tanto del litoral marino como del vecino valle del
Elqui. Las basuras encontradas en el sitio muestran
que la dieta de sus ocupantes estuvo compuesta de
roedores, camélidos, lobos de mar, peces y moluscos
marinos, pero el menú debe haber incluido también
carbohidratos. Después de todo, la mita agrícola
había sido duramente impuesta a la población nativa
del Elqui. En su Crónica y Relación Copiosa de los
Reinos de Chile, Gerónimo de Vivar relata en 1558
que cuando los habitantes de este valle se negaron
a abrir una acequia, los inkas mataron a más de
5 mil de ellos. El cronista deja entrever que, como
parte del escarmiento, una fracción de la población
sobreviviente fue trasladada hacia otras provincias
del imperio.
Los objetos inkaicos tallados en
piedra son por lo general raros
en el Collasuyu. Entre ellos,
destacan estos recipientes
ceremoniales en forma de pez,
que han sido atribuidos a la fase
Diaguita-Inka (CP, Colección
Área de Antropología Museo
Nacional de Historia Natural,
MALS).
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La Última Frontera
El camino longitudinal que venía del Norte Chico se
unía en Putaendo con el que atravesaba la cordillera
desde Argentina por el portezuelo de Valle Hermoso,
para formar el tramo entre Los Patos y El Tambo, éste
último situado a poca distancia al norte de la ciudad
de San Felipe. En este punto se juntaba con otro
camino transversal que provenía de Mendoza a través
del paso de Uspallata. Mientras sitios como Tambillo,
Ranchillos y Tambillitos marcan el tramo trasandino,
puntos como La Calavera, Juncal, Ojos de Agua, El
Camarico, Salto del Soldado, Río Colorado, Primera
Quebrada, El Guapi, la Florida y el ya referido El
Tambo hacen lo propio con el tramo cisandino.
En la cuenca superior del río Aconcagua, los
inkas establecieron su red vial, tambos, centros
administrativos, fortalezas y wakas al margen de la
población local, ejerciendo el dominio a través de
las wakas y de su arte rupestre. Las relaciones con
las poblaciones oriundas de la región habrían sido
a través de grupos Diaguitas inkaizados. En total,
se trataría de unos 20 sitios inkaicos, incluyendo,
por cierto, el adoratorio de la cumbre del cerro
Aconcagua. Como en el resto del territorio chileno,
fue una conquista selectiva y territorialmente
discontinua, donde según algunos habrían primado
estrategias simbólicas y de acuerdo a otros,
estrategias propiamente militares. Lo más seguro,
sin embargo, es que se hayan ocupado ambas
modalidades, según cada situación particular. Cerro
La Cruz y Tambo Ojos de Agua serán los sitios
inkaicos analizados en esta sección.
Los inkas dedicaron una
capacocha al Monte Aconcagua
construyendo un importante
adoratorio en la cima de este
cerro, el más alto del
continente.
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En la waka de Cerro la Cruz se
encontró una veintena de
adornos, herramientas y
láminas de cobre y plata. Foto:
María Teresa Plaza.
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La waka de Cerro La Cruz
Cerca del actual pueblo de Catemu, el sitio Cerro
La Cruz está en la margen norte del río Aconcagua,
en una estrecha loma escalonada que apunta al
valle. Sus ocho estructuras, construidas en técnica
de pirca, se distribuyen entre la parte alta del
espolón, una puntilla que se desarrolla más abajo
y la pronunciada ladera que une ambos sectores
de la loma. El sector alto presenta un muro recto y
un recinto rectangular con una vista que domina
una amplia extensión del valle. El sector intermedio
consiste en un muro que se extiende a lo largo de
la pendiente y varias plataformas simples o con
muros de reforzamiento. El sector bajo consta de
tres espacios separados por muros paralelos, cuya
superficie se encuentra acondicionada con maicillo.
El más notable en este sector es un amplio recinto
alongado y amurallado con características de plaza.
La presencia de cerámicas de estilo Diaguita-Inka y,
en menor cantidad, de estilo Aconcagua, así como de
una veintena de adornos, herramientas y láminas de
cobre y plata, atestiguan la presencia en el lugar de
grupos inkaizados del Norte Chico y de Chile central.
Según los investigadores del sitio, desde lo más alto
de Cerro La Cruz se pueden observar los solsticios,
el océano y el monte Aconcagua y su adoratorio de
altura. De ahí que sea razonable pensar que fue un
sitio ceremonial con una importante función dentro
de la geografía sagrada de los inkas en el valle.
Vista del valle de Aconcagua
desde lo más alto de Cerro la
Cruz. Foto: Andrés Troncoso.
(Continúa en la página 95)
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Las cerámicas de Chile
cambian de cara
Cuando las mujeres inkaicas entraron al actual
territorio chileno con las huestes del Inka, ingresó
con ellas la vajilla imperial, pero también la de los
pueblos no inkaicos que acompañaban la empresa
de conquista. Como las culturas locales poseían sus
propias vajillas, la expansión inkaica significó el
encuentro de muy diferentes tradiciones alfareras
y, seguramente, de diversas prácticas culinarias.
Evidentemente, muchas de las tareas de preparación,
cocción, servicio, preservación y almacenaje de
alimentos que eran usuales en los Andes, tales como
asar, secar, salar, fermentar, tostar o contener, eran
cumplidas a cabalidad por las vasijas propias de
cada grupo, pero aquellas tareas más directamente
relacionadas con la hospitalidad estatal estuvieron
reservadas para la vajilla del imperio o para las
imitaciones de ellas.
La vajilla propiamente imperial se encuentra en
los lugares donde los inkas vivían y trabajaban,
pero dado que el Estado utilizó por lo general a
los kurakas locales para administrar las provincias,
también se le halla donde los miembros de las
elites nativas vivieron y fueron enterrados. En
general, mientras los fragmentos de las vasijas de
diferente origen aparecen mezclados en las basuras
de los lugares donde esta amalgama de grupos
étnicos convivió, los ejemplares completos suelen
encontrarse depositados como ofrendas en las
tumbas adonde esta gente fue enterrada. La revisión
de estas colecciones revela el impacto diferencial que
tuvo el repertorio de formas y decoraciones de la
alfarería inkaica sobre las cerámicas de las diversas
culturas locales con las cuales tomaron contacto y, a
veces, permite vislumbrar el tipo de relaciones que
el estado cuzqueño mantuvo con las poblaciones
nativas.
En el extremo norte de Chile, las vasijas de la cultura
Arica y del complejo Pica-Tarapacá no acusan
mayor impacto ni en la forma ni en la decoración.
Distinto es el caso de los pueblos que habitaban la
sierra y el altiplano aledaños, donde sus ceramistas
produjeron vasijas que imitaban la forma de los
aríbalos y los platos cuzqueños. Son piezas cubiertas
con un engobe de color rojo, decoradas con diseños
geométricos pintados en negro. En el caso de los
característicos platos Saxámar, atribuidos a la etnia
pacaje, se hallan decorados en el interior con figuras
de camélidos estilizadas. Se piensa que la diferencia
entre ambas zonas obedece a que esta parte del
territorio chileno fue administrado mayormente
desde las alturas, o a lo menos, que los inkas
establecieron con las poblaciones de tierras altas una
alianza más estrecha que con aquellas de las tierras
bajas. En Antofagasta ocurrió algo similar, si bien
aquí no parece haber habido grupos altiplánicos
monopolizando las relaciones con los inkas. Los
alfareros atacameños replicaron la forma de los
aríbalos y platos inkaicos, pero mantuvieron la típica
superficie pintada de rojo y la ausencia de diseños
que caracteriza a su alfarería tradicional. Se puede
hablar en todos estos casos de estilos de cerámicas
que combinan formas cuzqueñas con modalidades
de decoración netamente locales. En Copiapó, en
cambio, muy rara vez los alfareros combinaron las
formas y diseños propias de su vasijas con las de los
inkas.
Es bien conocido que los inkas apreciaban mucho
algunas cerámicas elaboradas en estilos de otros
grupos étnicos. La cerámica de los pacajes o
Saxámar, hecha en el altiplano sur del lago Titicaca,
fue al parecer especialmente estimada, ya que
pequeñas cantidades de ellas fueron ampliamente
distribuidas a través de la mitad sur del imperio.
Lo mismo ocurrió al parecer con la cerámica de
la cultura Diaguita Chilena, aunque de forma más
localizada. Con su foco original entre los ríos Elqui
y Choapa, esta cerámica ricamente decorada tenía
una larga tradición en ese sector del Norte Chico.
El arribo de cerámicas inkaicas produjo la aparición
de cántaros, platos y botellas que imitan las formas
cuzqueñas, pero que, a la vez, incorporan diversos
motivos de origen Diaguita. Por otra parte, las formas
tradicionales de vasijas de esta cultura, tales como
escudillas, jarros-patos y otras, experimentaron
algunos cambios formales y combinaron motivos
locales y cuzqueños. Éste es el momento en que
aparece también un tipo de escudilla de forma
acampanada cuyo origen es un misterio, ya que no
es propia de ninguna de las dos tradiciones alfareras.
Puede haber sido una innovación de los propios
ceramistas Diaguitas durante la fase inkaica de esta
cultura.
La distribución de la cerámica Diaguita-Inkaica hacia
el norte y sur del corazón del territorio Diaguita, ha
conducido a diversos autores a postular una alianza
entre los miembros de esta cultura y los inkas. En
los valles de Copiapó y Huasco, por ejemplo, la
producción local de vasijas inkaicas estuvo dominada
por motivos de estilo Diaguita, los que por lo general
se hallan pintados sobre formas que copian vasijas
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Variación local de las
principales categorías de
recipientes que caracterizan a la
vajilla inkaica en Chile.
Columnas de izquierda a
derecha: Cuzco, Arica-Tarapacá,
Antofagasta, Coquimbo y
Aconcagua-Maipo. Dibujo: Alex
Olave y Marco Muñoz.
imperiales, compartiendo el espacio decorativo
con motivos cuzqueños. Únicamente en casos
excepcionales se observa una fusión entre formas
de estilo Copiapó con diseños de origen inkaico o
Diaguita. En los valles del Aconcagua y el Maipo,
en tanto, la producción local de alfarería inka siguió
la pauta de copiar formas imperiales, incorporando
con frecuencia motivos Diaguitas. De modo similar
a Copiapó, en general los motivos locales no fueron
incluidos en las imitaciones de vasijas inkas. Tan
sólo una pequeña proporción de escudillas de estilo
Aconcagua, caracterizados por su forma hemisférica
y el color rojo de su superficie, muestra en su interior
una decoración que integra patrones decorativos
locales e inkaicos. Tal parece que los inkas usaron
a sus aliados Diaguitas como genuinos “operadores”
para establecerse en el territorio que se extiende
entre los valles del Copiapó y el Elqui, como
asimismo entre los ríos Choapa y Cachapoal, incluso
en zonas trasandinas, como San Juan y Mendoza.
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Plato playo Inka-Saxamar, Arica
(MASMA)
Plato playo de estilo DiaguitaInka, Copiapó (CP)
Plato playo negra y aríbalo rojo
pintado, San Pedro de Atacama
(MASPA)
Escudillas, jarro-pato y aríbalo
de estilo Diaguita-Inka,
Coquimbo (MALS)
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Aríbalos de estilo Inka de Chile
central (MCHAP y Colección
Área de Antropología Museo
Nacional de Historia Natural);
Escudillas de estilo AconcaguaInka, valle del Mapocho
(MAS-MAVI); Escudilla de estilo
Inka –Aconcagua, valle del
Cachapoal (MRR).
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Vista parcial del Tambo Ojos de
Agua, río Juncal, valle de
Aconcagua. Foto: Charles
Garceau.
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El Tambo Ojos de Agua
Sesenta kilómetros al este de la ciudad de Los Andes,
por la banda norte del río Juncal y a unos 200
metros de unos manantiales, Tambo Ojos de Agua
representaba la última detención en el camino del
inka antes de comenzar el ascenso de la cordillera en
dirección a Mendoza o, si se venía del otro lado del
macizo andino, la primera parada adonde era posible
pastear a los animales y gozar de un clima más
benigno después de la dura travesía.
El sitio se halla sobre una amplia explanada,
apegado a las faldas de unas lomas que lo protegen
de los vientos que suben por el cajón del Juncal.
Consiste en un muro perimetral en forma de “U”
abierta, que corre desde la orilla del río por la base
de la loma meridional y luego tuerce al norte por
los pies de la loma occidental, hasta llegar a una
gran roca, donde vira por corto trecho hacia el
este. Más allá de esta roca, dos muros, uno recto
y otro en forma de “L”, flanquean un segmento de
unos 150 metros del camino inkaico que venía de
Argentina por el paso de Uspallata. Un muro recto
perpendicular a estos dos últimos, pero cortado
por la moderna carretera entre Santiago y Mendoza,
también parece haber formado parte del conjunto
arquitectónico. El asentamiento consta de 24 recintos
rectangulares, la mayoría en el interior del muro
perimetral, unos pocos fuera de éste y al menos tres
de ellos al borde del camino. Sobre una de las lomas
se observan dos recintos circulares que han sido
interpretados como qolqas.
Las excavaciones arrojaron fragmentos de ollas
y cántaros sin decoración, así como fragmentos
decorados de aríbalos, platos y botellas tipo aisana,
escudillas de estilo Diaguita, vasijas Inka-Paya y
escudillas que recuerdan el estilo Aconcagua. Otros
restos comprenden puntas de proyectil, agujas de
cobre, discos de pizarra y cuentas de conchas de
moluscos de agua dulce y marinos. A juzgar por
las basuras, la dieta de los ocupantes consistió
principalmente en carne de llama y guanaco, jurel,
merluza, maíz, ají, poroto, quinua y papa.
La función más evidente del sitio fue la de posta para
el cruce de la cordillera, para lo cual debe haber
estado muy bien aprovisionado por los mitayos a su
cargo. Se ha planteado, no obstante, la posibilidad de
que, además, fuera una de las principales estaciones
para ascender el monte Aconcagua, en cuya cumbre
los inkas rendían culto a una importante waka
regional. Durante la Colonia y en el siglo xix, el
tambo fue intensamente ocupado por los viajeros
que hacían la ruta transcordillerana, incluso una de
las seis columnas del Ejército Libertador pasó por
esta ruta en 1817. Hoy en día, los automovilistas
que circulan rauda y cómodamente por la carretera
internacional, no sospechan que pasan junto a
unos de los puntos más necesarios y esperados
antiguamente de toda la travesía de los Andes.
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En el cerro El Plomo, que
domina la cuenca del río
Mapocho, los inkas
establecieron un importante
adoratorio de altura.
Vista posterior de la figurilla de
El Plomo (Colección Área de
Antropología, Museo Nacional
de Historia Natural).
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Figurilla femenina de plata con
penacho de plumas y vestida
con finos textiles y tupus,
perteneciente a la ofrenda del
niño de El Plomo (Colección
Área de Antropología Museo
Nacional de Historia Natural).
El camino de Santiago
Las fuentes etnohistóricas tempranas indican que una
vez que el camino inka cruzaba el río Aconcagua
en dirección a Curimón, corría con franco rumbo
al sur a través del cordón de Chacabuco, las Casas
de Chacabuco, Colina La Vieja y Huechuraba. En
Quilicura se le unía por el oeste el camino que
venía de Quillota por la cuesta de La Dormida y
Lampa. Obviamente, en ningún punto al sur del
valle de Aconcagua el camino inka puede verse en
su forma original. Aparentemente, el camino entraba
como una vía única al valle del Mapocho por la
actual Avenida Independencia, cruzaba el río por
donde alguna vez estuvo el puente de Cal y Canto,
pasando por “Paredón y Tambillos del Inca”, lugar
que debe haber estado frente a la fachada oriente
de la Estación Mapocho. Posiblemente, seguía al sur
por la calle Bandera en dirección a Calera de Tango,
el cerro de Chada, la angostura de Paine y Cerro
Grande de La Compañía, sin que se conozca su
punto más austral.
En las cuencas del Mapocho y del Maipo hubo
una bien establecida ocupación inka, que se refleja
sobre todo en la gran cantidad de cementerios
donde se mezclan cerámicas inkaicas, DiaguitaInka y Aconcagua, esta última correspondiente a la
cultura local de Chile central. No se puede dejar de
mencionar entre los restos inkaicos el adoratorio del
cerro El Plomo, que domina la ciudad de Santiago.
Sin embargo, es claro que hubo amplios espacios
en ambas cuencas donde el dominio cuzqueño no
alcanzó o a lo menos, no estuvo tan firmemente
instalado como en las regiones más septentrionales
del país.
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La fortaleza de Chena
Las fortificaciones inkaicas localizadas al sur del
río Maipo revelan cierto clima de inestabilidad y
la necesidad de defensa de grupos hostiles más
meridionales. Para tratar este tema presentaremos los
casos del Pukara de Chena y del Cerro Grande de La
Compañía.
La guerra para los inkas estaba estrechamente
relacionada con la religión y los combates con
sus adversarios estaban cargados con un fuerte
contenido ceremonial. Considérese el caso del
Pukara de Chena. Al sur de Santiago, este sitio
inkaico se levanta sobre una estribación del cordón
de Chena, dominando visualmente el curso medio
del río Maipo, la angostura de Paine y la waka
inkaica de Chada, que controlaba un asentamiento
de la cultura Aconcagua situado a los pies de este
cerro-isla. La localización de Chena en un punto
estratégico para vigilar el movimiento de gente, su
emplazamiento en un espolón de difícil ascenso y
sus características constructivas dejan pocas dudas
de que se trata de una fortaleza. Consta de dos
muros defensivos concéntricos, hoy derruidos, que
circunvalan gran parte del asentamiento. Cada uno
presenta en su lado sur sendas entradas controladas
desde un par de torreones que vigilan el acceso. El
muro superior encierra una extensa área del cerro,
en cuya cima hay una explanada o reducto de
cumbre con un gran recinto rectangular amurallado,
al cual se adosan por el exterior varios recintos
menores: uno junto al muro norte, otro cerca de la
esquina noroeste y tres apegados a su muro sur.
Dos de estos últimos dejan un corredor como único
acceso a la explanada de la cima.
En el Pukara de Chena los inkas
y sus aliados combatieron a sus
enemigos protegidos por muros
defensivos y por el poder de sus
antepasados.
Los cementerios asociados al asentamiento indican
que sus ocupantes no fueron todos individuos de
paso, sirviendo mitas en el ejército y regresando
al cabo de ellas a sus regiones de origen, sino
residentes con suficiente arraigo en la zona como
para ser sepultados en el lugar. De hecho, la
cerámica de estilo Inka Local depositada como
ofrenda funeraria es mayoritaria, siendo las piezas
Diaguita-Inka notoriamente más escasas, lo que
indica que allí se enterraron de preferencia grupos
inkaizados de Chile central. Como en muchas
fortalezas andinas, en la de Chena los inkas y sus
aliados luchaban contra sus enemigos protegidos por
muros defensivos, pero también por el poder de sus
ancestros o antepasados.
(Continúa en la página 103)
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Unku inkaico con pechera en “V”
y diseño ajedrezado, usado
como túnica militar (MNAAHP,
RT-2377). Foto: Daniel Giannoni.
Miniaturas tejidas de túnicas
militares ofrendadas en los
adoratorios de altura del Volcán
Copiapó y Cerro Las Tórtolas
(MURA y MALS).
Maza estrellada inkaica hecha
en cerámica (MLP, ML-026610).
Foto: Daniel Giannoni.
Diseños ajedrezados en túnica
de personajes de escudilla
acampanada de estilo
Diaguita-Inka (MALS).
Tres guerreros de la cultura
Wari (ca. 550-1000 d.C.), Perú,
vestidos con túnicas
ajedrezadas y navegando en
balsas de totora, representados
en cerámica de estilo
Conchopata (tomado de
Ochotoma y Cabrera 2002).
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Túnicas para la guerra
La introducción del diseño en damero o ajedrezado
en Chile se atribuye comúnmente a los inkas. Se
le encuentra en túnicas y bolsas de cementerios
inkaicos de Arica. Aparece también en la cerámica
Diaguita del tiempo de los inkas. Uno de los mejores
ejemplos de la presencia del ajedrezado en esta
cerámica ocurre en las ya mencionadas escudillas
acampanadas. Se trata de figuras antropomorfas
pintadas en el interior de estas vasijas, representadas
con las extremidades abiertas y dobladas hacia abajo
en ángulo recto, vestidas con túnicas decoradas con
cuadros negros y blancos, y a veces, negros, blancos
y rojos. Además, el ajedrezado es introducido en
Chile bajo la forma de miniaturas de túnicas. Estas
diminutas prendas han aparecido como ofrendas
inkaicas en adoratorios de montaña tales como Cerro
Chuscha, Cerro Mercedario, Volcán Copiapó, Cerro
Las Tórtolas, Aconcagua y El Plomo. Cabe resaltar,
por lo demás, que de los 300 tokapus del único
unku o túnica real que se ha conservado, más de un
10% representen túnicas ajedrezadas como las que
aparecen en las miniaturas de estos adoratorios del
Collasuyu y particularmente de Chile.
Existe una considerable evidencia de que el ejército
del Inka vestía túnicas con diseños ajedrezados muy
similares a estas versiones miniaturizadas. Francisco
Xerez, por ejemplo, es uno de los primeros en
describir al ejército de Atahualpa como vestido con
este tipo de túnicas. Otra fuente de la época señala:
E sacan a estos bailes en muchas provincias
las divisas de los vencimientos de las naciones
que han debelado, en especial de las armas
del inga y sus dibisas, ansi en bestidos como
en armas, y de los capitanes valerosos que
ha havido entre ellos, como son sus bestidos
axedrezados o con culebras pintadas que
llaman amaros… (Albornoz 1967[158...?]:22).
Quienes se han ocupado del tema sostienen que,
en la mencionada toccapuccumbi o túnica real, este
tipo de tokapu no sólo representaba a una túnica
militar o a todas las túnicas militares, sino al ejército
inkaico en su totalidad. Por lo demás, las túnicas que
visten al menos dos jefes militares en las viñetas del
cronista indígena Felipe Guamán Poma en su obra El
Primer Nueva Corónica y Buen Gobierno, tienen el
motivo ajedrezado (ver página 11, quinto de izquierda
a derecha). Desde el punto de vista del diseño, se ha
sugerido que las túnicas ajedrezadas son un ejemplo
de manipulación visual con fines militares, que
estaban hechas para ser usadas en grupos y que la
El Capitán Apo Maitac Inka
ataviado con una túnica
ajedrezada combatiendo a los
indios chiriguanos (Guamán
Poma 1980 [ca. 1615]).
construcción de la figura del guerrero inkaico exigía
balancear su identidad individual como soldado con
la pérdida de su identidad en el grupo en aras de un
propósito mayor. Los medios cuadrados de los bordes
de la prenda hacían que las líneas de combatientes
formados en fila en estrecha proximidad unos con
otros, fuesen percibidos y conceptuados como un
continuo, abrumando con su potencia gráfica a
quienes las vestían e intimidando a sus adversarios en
las batallas.
Se puede decir, entonces, que la identificación de
este tipo de túnica como divisa del ejército del
Inka es un hecho bien establecido. Curiosamente,
esto coincide con ciertas representaciones de
hombres armados provistos de escudos ajedrezados
en las cerámicas de estilo Nasca o ataviados con
túnicas ajedrezadas en la cerámicas de estilo Wari,
sugiriendo que el significado de este diseño como
emblema militar poseía profundas raíces en los
Andes Centrales. Empero, no hay hasta ahora una
buena explicación de porqué los inkas eligieron al
Collasuyu para introducir este tipo de motivo.
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El bastión de Cerro Grande de
La Compañía o Cerro del Inga es
hasta ahora el asentamiento
más meridional del Imperio
Inka.
Al suroeste del Cerro Grande de
La Compañía, el cerro Tren Tren
contenía una tumba de varios
niños acompañados con
cerámicas de diversos estilos
locales y algunas vasijas
inkaicas (MRR).
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El bastión de Cerro del
Inga
Al sur de la angostura de Paine, en el Cerro Grande
de La Compañía, conocido también como Cerro
del Inga, está el asentamiento más meridional del
Tawantinsuyu. Es un sitio fortificado que controla
visualmente una amplia área de la región. Consiste
en tres muros concéntricos que protegen distintos
niveles del promontorio y unas 19 estructuras,
incluyendo cinco recintos cuadrangulares de uso
habitacional, una estructura escalonada, otra circular
grande con vano y 11 bodegas circulares más
pequeñas. El sector más resguardado se encuentra
en la cima de este cerro-isla. De modo semejante al
Pukara de Chena, se ingresa al reducto de cumbre
por un pasillo situado entre dos recintos que
controlan el acceso.
El fuerte revela que los inkas encaraban amenazas
de grupos sureños. A los cronistas europeos, por
ejemplo, se les dijo que Topa Yupanqui decidió fijar
el lindero meridional del imperio en el río Maule.
Quizás, fue una manera decorosa de decir que los
ejércitos del Inka se toparon allí con las mismas
tribus que tanta resistencia opusieron posteriormente
a los españoles en la Guerra de Arauco. La Batalla
del Maule, mencionada por varios cronistas, donde
las tropas inkaicas habrían sido derrotadas, señala
probablemente este punto de inflexión en los afanes
de conquista de los cuzqueños hacia el Chile austral.
De hecho, no se han encontrado asentamientos
probadamente inkaicos más allá del bastión de La
Compañía. El sitio La Muralla, situado al sur del
río Cachapoal y frente a la laguna de Tagua Tagua,
presenta muros con características foráneas, pero
no se ha establecido aún su afiliación inkaica. Así,
a 2.500 kilómetros del Cuzco, La Compañía marca
por ahora el límite meridional del dominio efectivo
de los inkas, después del cual se extendía una
amplia e inestable zona de frontera, plagada de
grupos belicosos, donde la penetración inka tenía el
carácter de simples incursiones.
Esta situación no fue obstáculo, sin embargo, para
que los inkas se relacionaran con estos grupos
mediante acuerdos y contactos de diferente tipo.
Prueba de ello es que se han encontrado cerámicas
y hachas de metal de estilo inka tan lejos como
Valdivia, adonde arribaron tal vez como botín de
guerra o, por qué no, de mano en mano a través
de vínculos de intercambio. Algunos cementerios
locales, por otra parte, como el encontrado en
Rengo, evidencian contactos con los inkas. Otro
ejemplo de esta volátil situación de frontera se
encuentra a unos 22 kilómetros al suroeste del Cerro
Grande de La Compañía, en un cerro-isla conocido
como Tren Tren, topónimo de fuerte connotación
simbólica en las creencias de los mapuches. Se
trata de una tumba situada dentro de una cueva
sellada, donde fueron sepultadas partes del cuerpo
de cuatro niños cuyas edades iban de los nueve
meses a los nueve años. Las ofrendas de vasijas
que acompañaban a los infantes corresponden
mayoritariamente a diferentes estilos cerámicos de
origen local. Lo interesante es que comparten el
espacio mortuorio con varias vasijas de estilo inka,
similares a las encontradas comúnmente a lo largo
del Tawantinsuyu. Aunque no es posible profundizar
mayormente en el significado de este simbolismo
de frontera, llama la atención que en la Araucanía
los cerros con este nombre operen como hitos
demarcadores y que en el norte del país ciertos
cerros se usasen como linderos entre grupos étnicos
y como hitos donde los caciques se reunían para
conversar sus diferencias y tomar diversos acuerdos.
(Continúa en la página 109)
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Unos 20 kilómetros al oriente
del oasis de Pica, en el curso
medio de la quebrada de
Quisma, se encuentra este
abrigo rocoso con pinturas o
pictografías en las que
destacan un motivo parecido a
un quipu y un personaje con
casco emplumado ataviado con
una túnica ajedrezada. Foto:
Diego Artigas.
Detalle del personaje con túnica
ajedrezada. Dibujo: Constanza
Aliaga.
Unku con diseño ajedrezado
(MNAAHP, RT-2377). Foto:
Daniel Gianonni.
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El arte rupestre de la
dominación
En las afueras de los centros poblados, muchas
veces junto a caminos inkaicos, en pasos estrechos,
cuevas y otros lugares percibidos como residencia
de espíritus peligrosos, el Inka mandaba a pintar
las rocas con representaciones de unkus o túnicas
andinas, o bien, personajes ataviados con estas
túnicas. Al parecer, eran parte de los rituales de
conquista e incorporación de nuevos territorios al
imperio. Después que los pueblos eran derrotados
militarmente u obligados por medios diplomáticos
a integrarse al Tawantinsuyu, estas imágenes
eran inscritas en el paisaje como un recordatorio
perdurable de las obligaciones contraídas por los
kurakas locales con el Inka.
Contador Mayor y Tesorero del
Tawantinsuyu portando un quipu
muy similar a la pictografía de
Quisma (Guamán Poma 1980
[ca. 1615]).
Hay muchos sitios con este tipo de pictografías en los
Andes, partiendo por la propia Región del Cuzco. En
ciertos lugares del Collasuyu, sin embargo, como por
ejemplo cerca de Arequipa, en diversos lugares de la
puna de Jujuy y en las proximidades de Codpa en la
sierra de Arica, se representaron túnicas ajedrezadas
como los que vestía el ejército inkaico. Estas
imágenes de túnicas militares, pintadas en lugares
considerados como amenazantes o sobrenaturales
por la población local, pueden haber operado como
disuasivos ante eventuales intentos de rebelión.
Quipu de la costa central del
Perú (MC).
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Pictografía de un rectángulo
ajedrezado en cueva Morro del
Diablo, cerca de la Hacienda de
Chacabuco, al norte de Santiago.
Banda rectangular con una hilera
de rombos en las pictografías de
Morro del Diablo.
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Garganta rocosa de la quebrada
Infiernillo por la cual se accede a
la cueva donde están las
pictografías de Morro del Diablo.
Una de estas pictografías, localizada junto al camino
inka que bajaba del salar del Huasco al oasis de Pica,
en el norte de Chile, muestra a la izquierda un quipu
y a la derecha un guerrero con casco emplumado y
túnica ajedrezada. Otro caso notable, esta vez junto
al camino inka que cruzaba el cordón de Chacabuco,
es el de Morro del Diablo, una cueva situada
al norte de Santiago. Las pictografías consisten
en bandas con hileras de rombos concéntricos,
como los que aparecen en cerca del 25% de los
aríbalos inkaicos y en un rectángulo con un diseño
ajedrezado que claramente alude a una túnica militar.
Probablemente, estas imágenes rupestres señalaban
y, a la vez, aseguraban el sometimiento de la
población local al dominio cuzqueño.
Jarro inkaico decorado con una
banda con hilera de rombos,
encontrado en el núcleo del
territorio Diaguita (MALS).
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El Inka entre Nosotros
La historia posterior al encuentro de Huayllullo
con Almagro en Tupiza es bastante conocida.
El Adelantado continuó su expedición al sur
encontrando resistencia en cada comarca otrora
gobernada por los inkas. La feroz travesía de la
cordillera a la altura de Copiapó también hizo su
parte. Se calcula que más de un tercio de la hueste
que Almagro había reunido hasta Tupiza, perdió
la vida antes de pisar suelo chileno, ya sea en
escaramuzas con los indios que iba encontrando a
su paso o durante el cruce del macizo andino. Por
añadidura, en algún descuido Villac Umu desertó de
la expedición, devolviéndose al altiplano boliviano
para instigar desde allí la sublevación, tal como había
acordado con Manco Inka al dejar el Cuzco. Como
se sabe, Don Diego no halló en Chile la riqueza en
oro que esperaba encontrar y durante su apresurado
retorno al Perú, vivió en carne propia en algunos
lugares los primeros efectos del levantamiento
indígena que, como un reguero de pólvora, encendió
los Andes por algunos años.
De Huayllullo, en cambio, nunca más se supo. Quizás
fue una de las bajas de la travesía, tal vez retornó al
Perú con los remanentes de la hueste de Almagro o
acaso se quedó en Chile, como tantos otros.
Ejecución de Atahualpa a
manos de los hombres de
Pizarro (Guamán Poma 1980
[ca. 1615]).
Villac Umu, importante
personero inkaico que integraba
la expedición de
Almagro a Chile, aprovechó un
descuido de sus vigilantes y
huyó para
sumarse a la rebelión de Manko
Inka contra los españoles
(Martín de Murúa
1946 [1590]).
Se ignora si la honda huella cultural que los inkas
dejaron en Chile fue consecuencia de la influencia
directa de más de un siglo de ocupación, de las
poblaciones foráneas que quedaron a la deriva tras
el colapso del imperio o de situaciones posteriores,
como la gran cantidad de yanakonas o sirvientes
que los españoles trajeron del Perú. Piénsese que
sólo Almagro entró a Chile con 5 mil indígenas,
entre indios del Cuzco, yanakonas y cargueros.
Lo cierto es que hoy el Inka se encuentra vigente
en nuestra toponimia. Basta consultar el antiguo
Diccionario Jeográfico de Luis Risopatrón para
reparar en al menos 36 lugares cuyo nombre alude
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a los inkas, tales como Inca e Incahuasi, sin contar
una gran cantidad de otras denominaciones, como
es el caso de Collahuasi, Inganta (Cobre del Inka),
Revinco (Rey Inka), Pallinga, Bacañán (Waka Ñan),
Atuahualpa, Vaquillas (Huaquillas), Ingacota (Laguna
del Inka), etcétera.
Además, el Inka está muy presente en el habla
cotidiana de los chilenos, sin que nos demos cuenta
de ello. A tal punto que el número de vocablos
quechuas -la lengua de los inkas- supera con creces
al mapudungun, lengua de los mapuches, que es
el grupo étnico originario con mayor población en
nuestro país.
Sorprende constatar, finalmente, que los mitos
andinos del Inkarrí –que proclaman que Atahualpa,
el Inka decapitado por los españoles, resucitará para
dar origen a una nueva era de riqueza y libertad
para los indígenas– sobreviven entre los pueblos
originarios del norte de Chile y han sido rastreados
hasta la laguna de Tagua Tagua en la zona central,
incluso hasta la isla grande de Chiloé, donde el
dominio del Tawantinsuyu jamás alcanzó.
El recuerdo del Inka ha quedado grabado también
en la memoria de los habitantes aymaras de Quebe,
muy cerca del Tambo de Inkaguano. Este tambo
del altiplano de Tarapacá es conocido por ellos
como Inkamarka o Pueblo del Inka, porque “allí
vive el Inka Mallku”. Hasta las coplas que cantan
y bailan los lugareños en sus fiestas y ceremonias
mencionan a este personaje de características divinas.
Hace dos años, un anciano de ese poblado nos
contaba cómo el Inka se ocultó por largo tiempo
de los españoles en el cerro Sojalla. Cuando éstos
venían a aprehenderlo, el cerro desaparecía. Según
su relato, esto pasó durante un buen tiempo, hasta
que finalmente el Inka fue sorprendido, capturado y
decapitado. Cuando vemos que algunos nombres de
lugares de la zona incluyen el sufijo uma (cabeza),
tales como Inkauma y Castilluma, no podemos dejar
de asociarlos con esa mítica lucha entre la gente del
Inka y la gente de Castilla o con aquellos arquetípicos
encuentros entre Atahualpa y Pizarro en Cajamarca y
entre Huayllullo y Almagro en Tupiza. . .
Palabras quechuas en el
habla del chileno de hoy
Cacho
Callampa
Cancha
Cocaví
Cochayuyo
Concho
Chacra
Chala
Champa
Chancar
Charqui
Chasca, Chascón,
Chasquilla
Chasqui
Challa
Chico
Chicha
Chimba
China (como sirvienta)
Choclo
Choro
Chúcaro
Chuchoca
Chuño
Chupalla
Chupe (como comida)
Chupilca
Guagua
Guano
Guaraca
Guata
Huacho
Huaina
Huaquero
Huasca
Huincha
Locro
Mama
Ñato
Ojota
Pampa
Papa
Paya
Palta
Poto
Quisca, Quisco
Tambo
Tata
Yapa
Yuyo
Zapallo
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AGRADECIMIENTOS. Esta síntesis se benefició de comentarios,
materiales y facilidades ofrecidos al autor por Carlos Aldunate, Diego
Artigas, Iván Cáceres, Gabriel Cantarutti, Solange Díaz, Charles
Garceau, Carlos González, Sebastián Ibacache, Gerardo Larraín, José
Luis Martínez, Iván Muñoz, María Teresa Planella, Rubén Stehberg,
Andrés Troncoso y la comunidad de Quebe. La información sobre el
sitio Inkaguano, el camino del Alto Loa y los sitios de arte rupestre de
la quebrada de Quisma y de Morro del Diablo, así como la
aproximación general del artículo, son resultado de los proyectos
FONDECYT Nº 1010327 y 1050276.
Siglas utilizadas en las ilustraciones:
MNAAHP:
MLP:
MASMA:
MRI:
MASPA:
MRA:
MALS:
ML:
MAS:
MCHAP:
MA:
MRR:
MC:
CMBE:
CP:
Museo Nacional de Arqueología, Antropología e Historia del Perú.
Museo Larco, Perú.
Museo Arqueológico San Miguel de Azapa, Universidad de Tarapacá, Arica.
Museo Regional de Iquique.
Museo R.P. Gustavo le Paige S.J., Universidad Católica del Norte, San Pedro de Atacama.
Museo Regional de Atacama, Copiapó.
Museo Arqueológico de La Serena.
Museo del Limarí, Ovalle.
Museo de Arqueológico de Santiago-Museo de Artes Visuales, Santiago.
Museo Chileno de Arte Precolombino, Santiago.
Museo Andino, Buin.
Museo Regional de Rancagua.
Museo de Colchagua, Santa Cruz.
Colección Manuel Blanco Encalada, Santiago.
Colección Particular.
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English Translation
Introduction
The Inka expansion began as a rapid military conquest of ethnic groups
and territories around Cuzco and continued with the annexation of extensive
areas on both sides of the Peruvian Andes. Little more than a century later it
concluded, leaving the Inka in charge of an enormous region than extended
from southern Colombia to Central Chile. More than 5,000 kilometers in
length and populated by an estimated 10 million inhabitants, Tawantinsuyu
was the largest pre-Hispanic empire on the continent. Its well organized
State apparatus could move troops, high priests, government officials, service
personnel, and even entire communities over large distances. Into its outlying
provinces the Inka empire introduced sun worship and a form of government
based on alliances with local ethnic authorities and the redistribution of goods
and services. The wealth collected was channeled to the State, the official
religious hierarchy, and the Inka rulers themselves, who were considered
Children of the Sun.
Different explanations have been offered for the Inka’s ongoing need
for expansion. One of the most popular of these links this virtual compulsion
for conquest with the so-called “split inheritance” tradition. When an Inka ruler
died, his “panaca” or noble lineage inherited all of the land taken over during
his reign, while his chosen successor inherited only the army, forming his own
panaca. Using this instrument of power, the new Inka Ruler or “Sapa Inka”
would then have to build his own estate. Using this instrument of power, the
new Inka Ruler or “Sapa Inka” would then have to build his own estate. This
system of succession is thought to have given rise to the imperative of annexing
new lands and people.
At its peak, Tawantinsuyu was composed of four large regions:
Antisuyu, Condesuyu, Chinchaysuyu and Collasuyu. Chile, as well as Southern
Peru, Bolivia and Argentina, were part of Collasuyu, which incorporated the
empire’s southern provinces.
There has been much debate regarding which Inka rulers conquered
our country. The most common position is that Topa Yupanqui, the 10th Inka
ruler, was mostly responsible; however, a number of authors also give some
credit to his father, Pachakuti Inka, the great reformer of the Inka State. Some
even attribute the conquest of certain territories to his predecessor, Viracocha.
Huayna Capac, the 11th Inka ruler, also played a major role in the conquest of
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Chile: he apparently was a military commander in Chile during the reign of his
father, Topa Yupanqui, and later as ruler he conducted campaigns to re-conquer
certain territories. More study is required to determine exactly which rulers
conquered what territories in which order. With the death of Huayna Capac,
Chile was governed for a brief time by his son Huáscar, who was later deposed
in a dynastic struggle by his brother Atahualpa, the last of the pre-Hispanic Inka
sovereigns.
The Inka occupation began in the early 15th Century and left a legacy
of countless settlements, mines, cemeteries and ceremonial sites distributed
across eight regions of present-day Chile—in all, 1,800 kilometers of territory,
from the Lluta Valley in the country’s far north almost to the gates of Rancagua
in Central Chile. Further south, the presence of the Cuzco empire was limited
to incursions, sporadic contact and take over attempts that were unsuccessful,
perhaps because the way of life of people living in those parts did not lend
itself to the Inka pattern of domination, or because the region did not have
enough of the mineral resources that so interested the Tawantinsuyu regime, or
simply because the fierce resistance of the natives came at a cost—in terms of
lives and material—that vastly outweighed any potential benefits.
The Inka’s formidable imperial reach was facilitated by three
interconnected elements: the famous Qhapaq Ñan or Inka road system; the Inka
religion; and the Quechua language, known as runa simi. Indeed, that language
still resounds today, in hundreds of place names of our nation, in the legends
told around country campfires and, albeit undetected, in dozens of words still
in use by millions of Chileans today. This telling evidence reminds us that at
one time almost half of our territory belonged to the most powerful empire of
its time and was occupied by people from the furthest reaches of the Andean
region who accompanied the conquerors from Cuzco. Indeed, this multifaceted
ethnic amalgamation still runs, in one way or another, through the veins of each
and every living Chilean.
The exhibit associated with this catalogue is intended to present
to Museum visitors the Inka’s main achievements in Chile’s Norte Grande,
Norte Chico and Central regions, while at the same time acknowledge the
contributions of all those who have lived in this long and narrow strip of land,
to our country’s past, present and future development.
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Chile under the Inka Empire
José Berenguer R.
In late October of 1535, Huayllullo found himself face to face with the Spanish
at Tupiza. He had come from Chile bearing the traditional offering of gold from
this far away kingdom for the “universal King of Peru.” The gifts were loaded on
a number of litters decorated with gold and carried on the shoulders of native
dignitaries. The gift consisted of fine gold bars and tiles and two large nuggets
of the same metal. The pieces were embossed with the Inka emblem and would
certainly have been smelted on the banks of the Marga Marga, a stream near
Quillota with rich veins of gold that were renowned in this part of Tawantinsuyu,
the Empire of the Four Regions.
The Inka official was informed of the latest news. The chaski messengers
had told him of the recent death of Atahualpa at the hands of Francisco Pizarro in
Cajamarca, of the feigned obedience of his successor, Manco Inka, to the Spanish
in Cuzco, and of the uprising this individual was secretly planning throughout the
Andes. He had chosen to take these treasures to the capital on the Tucumán road
to safeguard them, but throughout the journey he witnessed the havoc wreaked
by the news that Peru had been invaded and the empire was collapsing. Many of
the Inka installations that had formerly provided official delegations with shelter,
food, drink and protection were now abandoned. Perhaps–thought Huayllullo–it
would have been better to return on the road through Atacama Desert. That way
he would have avoided running into this enormous column of invaders.
Diego de Almagro’s eyes shone when he told Huayllullo that he no longer
had to pay tribute to Peru, as there was a new emperor—Charles V, and he had
only to render obedience to this new ruler. In Almagrao’s eyes, the laden caravan
confirmed what others had reported to him before setting out: that the kingdom
he rode towards possessed enormous riches. He forced the Inka official to join his
expedition, arguing that he no longer had a reason for his mission to Peru.
Indeed, Huayllullo could not have refused. Almagro commanded an army of
some 20,000 men including Spanish, black African, and native troops. He was also
accompanied by an entourage of Inka dignitaries led by Villac Umu, a high ranking
Inka official in charge of religious affairs and custodian of precious metals, and by
Inka Paulo, the brother of Manco Inka. Almagro wasted no time taking possession of
the treasure, and Huayllullo had no alternative but to return with him to Chile.
The above story is loosely based on the Crónica del Reino de Chile
(Story of the Kingdom of Chile) by Pedro Mariño de Lovera. The brief history
that follows below also relies on certain writers of that time and, especially, on
archeological studies and other modern research. It attempts to offer an overview
of the Inka occupation of the territory we know today as Chile.
The Conquest of Chile before the
Spanish Arrival
In general terms, the Inka conquest of Chile probably followed the pattern of
conquest in the rest of the Inka empire. First, Inka soldiers and diplomats came
to a region along local trails, as the Inka roads had not yet been built. The Inka
then offered the local chiefs or kurakas the option of submitting peacefully or
by force. After the Inka had taken charge, the architects, road engineers, and
border officials arrived. The Inka also established the mita, a system in which
the local inhabitants were forced to work for the Inka State for some weeks
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or months, after which they were allowed to return to their normal lives until
they were conscripted again. In other words, the Inka did not exact tribute in
goods or resources but in labor. The services performed by these levies ranged
from farming duties to participation in large scale public works—building and
maintaining roads, agricultural terraces and irrigation works—and serving in the
Inka army. The levies were called mitayos, and their “mita labor-tribute system”
(herafter called corvée) allowed the Inka to intensify production in different areas
such as mining, farming, cattle raising and handicrafts. It also enabled them to
maintain tight security in the regions under their dominion. To make the system
effective, the Inka State supplied workers with raw materials and tools and,
following the established tradition of Andean reciprocity, provided them with
food and drink. Official hospitality was therefore a key component in the Inka
governors’ relations with the people who served them. Because of this, one of the
first activities the Inka State probably carried out after conquering a new territory
was to build acllawasis in their settlements. These buildings housed the acllas or
“chosen women,” whose work consisted of spinning wool, sewing, preparing the
local fermented drink and cooking special foods.
This was also the usual time when mitimaes (corvée laborers) were sent to
the area, or local mitimaes were recruited and sent to work in other Inka territories.
The mitimaes were individuals who had been moved from one region to another
as punishment for resisting the empire, or simply to provide a particular region
with craftsmen they were lacking— potters, metalworkers, stoneworkers and other
skilled workers required by the State. With these initial actions the regular flow of
goods, officials and soldiers to and from more distant regions was begun.
In many places the Inka governed through local chiefs or Cuzco noblemen
who were posted to the provinces as delegates or governors. In any case, it is
possible few Inka actually lived outside of Cuzco. Instead, it is believed that they
visited the outlying regions under their charge only when problems arose.
By reason or by force
Spanish chronicles of the 16th Century noted that different Andean peoples could
be distinguished by their attire. Of course, these indigenous groups had special
clothing for special occasions such as festivals and ceremonies; but even their
everyday attire identified them as members of a specific ethnic or social group. In
the multiethnic world of Tawantinsuyu, members of each conquered nation had to
identify themselves by wearing a certain kind of tunic, blanket and/or headdress.
Men and women were obliged to dress in their group’s clothing and were not
allowed not to wear that of other groups under threat of severe punishment.
Textiles played a role in many other contexts as well, especially in
religious and military affairs. Soldiers who distinguished themselves in battle, for
example, were presented with fine garments. The finest textiles, called cumbi,
were reserved for dignitaries and other important figures and were a sign of social
prestige for those who wore them. The cumbi were highly prized as gifts, and as
one of the most highly valued objects in Inca society, they were also very useful
in power relations.
As a case in point, the Viceroy Francisco de Toledo related how Topa Inka
Yupanqui brought the Central Andean province of Jauja peacefully under his reign,
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offering the native chief a gift of “some elegant shirts and shawls and some drinking
cups [queros] that they call aquillas.” In the campaigns to expand the empire,
Inka presents played an integral role in terms of protocol and in diplomatic and
military negotiations, in which they symbolized the pact made with the Inka and
the (forced) citizenship of the local people. The gifts were given to the kurakas
when they accepted the Inka demand that they submit peacefully; if they refused,
however, the Inka threatened them with total annihilation. The wooden quero cups
used to drink chicha on these official occasions were left in the communities as a
permanent reminder of the new relationship that the group had entered into –but
could not alter – with the Inka State. Items of clothing played a similar role:
At the official recognition of defeat, the mandatory giving of the items
most valuable to each side could also be seen as a first step towards a system
of dependent relations. ‘Generosity’ creates an obligation, it forces the other
to reciprocate. In a power system like that of the Inka, this meant that a new
obligation was now in force: to send the fruits of their labor and craft regularly to
the Cuzco coffers. From such a perspective, the ‘gift’ of a cloth or textile would
have been more properly viewed as the issuing of a certificate of Inka citizenship,
the mark of the new servitude (Murra 1975 [1958]:167).
In other words, these objects were able to extend Inka power and trap
the local leaders who received them into an asymmetrical relationship of forced
reciprocity from which the local leader and his people could not escape. These
rituals of conquest and incorporation, mediated by fine clothing and drinking
vessels, were therefore central instruments of the power wielded by the Inka
and were crucial in establishing and maintaining the Cuzco rulers’ hegemony
throughout the provinces of Tawantinsuyu.
Inka Administration in the Arica Area
Stories from the time of the Spanish conquest relate that the roads of the Qhapaq
Ñan (Great Inka Road) went out from Cuzco to the four cardinal directions. But
there were two main arteries that crossed the entire empire: the Camino Real de
la Sierra or Royal Highland Road, which ran from southern Colombia across the
highlands of Ecuador, Peru, Bolivia and northwest Argentina; and the Camino de la
Costa (also known as the Camino de los Llanos) or Royal Coastal Road, which ran
from Tumbes along the entire desert coast of Peru, crossing the north of Chile and
the Atacama Desert towards Copiapó valley and finally arriving in Central Chile.
Roughly following the trails of old caravan routes, the Inka traced their
main roadways in Chile with the same classic straightness they had demonstrated
in other parts of the Andes, modifying the sinuous tracks of herders where
necessary. In the highlands near Arica and a few other places segments of the
road that ran through towns often had some cobblestone segments. In general,
however, the trails were modest affairs that ranged in width from 0.60 meters to
over 4 meters, and were usually built by moving stones and rocks to the side to
form rudimentary curbs. Where no curbs were present the roads had a line of
stones, either broken or continuous, on one or both sides, to outline the route
in places where it was difficult to follow. Less often, the road appears as a slight
depression worn out of the sand. The roads passed through the deepest gorges
using ramps with retaining walls and, occasionally, stairs carved out of the rock
itself or built with stones transported from some nearly place. Stone columns
or sayhuas stood on the roadside at irregular intervals, in varying number and
placement in relation to the road. Only the most formal of these seem to have
been part of the Inka road network.
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The Qhapaq Ñan or Inka road system
To control and administrate the territories annexed to Tawantinsuyu, the Inka built
a 33,000 kilometer road network, along which they moved troops, caravans loaded
with products and levies sent to work in distant places. Some sections of the road
network in Ecuador, Peru and Bolivia consisted of broad stone avenues with hard
shoulders, side roads, curbs, leveling, paving stones and stone foundations, and
included road works such as bridges, tunnels and drainage systems. These Inka
roads were 6 to 16 meters wide and were remarkably straight, only curving to
circumvent major geographic features.
Even 16th Century Europe had nothing comparable to the Inka road,
except perhaps remnants of the old Roman road. Indeed, as the following passage
shows, the Spanish could not help but admire the achievement of this great work
of civil engineering:
It seems to me that if the Emperor [Carlos V] wanted to build a royal road
such as that which runs from Quito to Cuzco, or the one that runs from Cuzco to
Chile, with all of the power and labor he has at his disposal, he could not build
a greater road than that which the Inka have built [. . . ] ( Cieza de León 1967
[1553]: 45).
The road system’s sentry way stations and other installations were equally
impressive. At intervals of around one day’s walk along the road, there were
tambos, stone way stations provisioned with food, and chaskiwasis, relay posts,
that provided lodging to the imperial messengers and spies that kept the central
administration informed. The structures varied in size from under 20 meters
to hundreds of meters long, and they were spaced anywhere from 10 to more
than 42 kilometers apart (most were between 15 and 25 kilometers apart), but
generally no further apart than a day’s march. They were located on the roadside
and were staffed by mitayos (corvée workers) from the local community. While it
was common to call any facility built beside the Inka roads tambo, the term itself
means lodging place, and these structures did house individual travelers, groups,
and official delegations. They also sometimes had administrative or productive
functions that included road patrols, military logistics, ceramic production, mining
works and ceremonial activities. But the tambos could also serve as storehouses
for food, forage, firewood and other products such as clothing or weapons. For
this reason, the Qhapaq Ñan was not only a road network but was a formidable
storage and supply system, with facilities often located at high altitudes or in
completely uninhabited regions.
In contrast, the chaskiwasis were smaller constructions, though their actual
size, number and form of construction varied greatly. Each of them was staffed
by replacement messengers to carry messages and shipments to the next post.
Written sources describe the chaskiwasi as small dwellings (sometimes two built
side by side) situated at the side of the road and inhabited by two men and their
wives. Despite the variety of their other functions, all provided lodging and were
associated with the Inka road.
Further apart along the road were administrative centers that served as the
seat of local Inka government in provinces or individual districts. In general, the
Inka avoided locating these centers where local ethnic groups were concentrated.
For this reason, it is thought that these centers were built more to maintain contact
between distant regions than to manage local affairs. In fact, they often were in
strategic locations for long distance travel, sometimes two or three days march
from the population they governed. These centers should not be understood to
be semi-autonomous capitals but as settlements that sought to maintain direct
contact between the rulers of Cuzco and their subjects. As such, they were known
to offer Inka hospitality on a large scale. With corn beer and food as handy social
lubricants, this institutionalized generosity served to strengthen ties between
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local governors and those they governed, facilitating the operation of the corvée
labor system upon which the wealth of the State was based. For this reason, it
is thought that the qolqas (storehouses) built close to these centers to hold food,
ceramics, textiles, metal objects and other articles, played only a minor role in
local economies. At most, some of their contents may have been distributed
among local leaders; but their central role was to support the activities of the Inka
administrators.
The Inka roadways also provided access to valuable resources, making
the Qhapaqñan an enormous network for the extraction of resources with a
high symbolic value, such as metals, semiprecious stones, colored earth and
other commodities. Indeed, some way stations and administrative centers were
built on secondary and even side roads for the express purpose of controlling
and managing these resources. After all, gold and silver were reserved for the
exclusive use of the royal Inka caste and on very special occasions for the “Inka
by priviledge,” a class of nobles who had rendered distinguished service to the
empire. This was not the case with copper and bronze, however, which mainly
was made into prestige goods to be distributed almost exclusively in regions
under Inka rule. Given as royal gifts to local kurakas, these products played a
key political role in the process of expansion, loyalty and domination in the Inka
provinces.
In summary, the way stations, relay stations, administrative centers,
storehouses and the roads themselves were part of a complex system—the
Qhapaq Ñan—that operated efficiently to establish and maintain a direct
relationship between the outlying provinces and the power at the center of the
empire. Today, supported by the sponsorship of the six Andean nations, the
Qhapaq Ñan is currently awaiting final approval as a UNESCO World Heritage Site.
Roads between Lluta and Guatacondo
In Collasuyu, the Inka built a main road that ran from Cuzco southward through
the Bolivian altiplano and Argentina, and another more or less parallel road
that ran south along the coast from Peru, entering the Lluta and Azapa valleys
at their lowest point. From Arica, this northwest-southeast road went toward the
Tamarugal pampa, crossing the Chaca, Camarones, Chiza, Tana and Tiliviche
valleys until it reached the Tarapacá ravine, some 3 kilometers downstream from
where the Tarapacá Viejo ruins stand today. Yet another route ran between the
Andes Mountains and the Huaylillas range. This one originated in the highlands
around Tacna and passed by the heads of Chile’s far northern valleys, connecting
places such as Putre, Socoroma, Zapahuira, Belén, Tignamar and Camiña, and
ultimately joining with the Lluta–Azapa road where it meets the Tarapacá ravine.
From the large settlement of Tarapacá Viejo, the road wandered south as a single
track along the eastern edge of the Tamarugal pampa towards the Guatacondo
ravine, passing by the Pica oasis and Puquio Núñez, and finally dropping into that
ravine near Tamentica.
A number of transverse routes ran off from the foothills road, descending
to the coast through the Lluta, Azapa, Codpa, Camarones and Camiña valleys;
some segments of these have been recorded in archeological studies. Traces
of these secondary roads have also been detected in Tarapacá. They appear to
originate in major Inka centers of the central Bolivian altiplano. One of them
runs down from the altiplano of Oruro, passing Isluga and Cariquima very close
to Tambo de Inkaguano, and then runs northeast-southwest towards Chusmisa
and Tarapacá Viejo. The other proceeds from the isthmus that separates the large
Bolivian salt flats of Coipasa and Uyuni, passing by Cancosa, the town of Lirima,
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Collacagua valley and the Huasco salt flat before descending to the oasis of Pica.
Both roads appear to connect to the coastal road (Camino Real de la Costa/
Camino Real de los Llanos) that crosses Tarapaca region, although the first one
may have crossed the Tamarugal pampa and run by the Huantajaya silver mine
before descending to the coast and the Inka shrine atop Esmeralda Hill in Iquique.
In the far north of Chile, the Inka occupied four successive environments:
the high plateau (also called puna or altiplano), the Andean foothills (also called
sierra or precordillera), the middle reaches of river valleys and the coast. Inka sites
in all of these environments are numerous, but here we will examine just three:
the Tambo of Chungara, the Administrative Center of Zapahuira and the Village of
the Pampa Alto Ramírez.
The Tambo of Chungara
South of Chungara Lake, strategically hidden on a hillside, Tambo de Chungara
consists of a row of seven rectangular rooms located in the upper part of the
site. Its doors open onto a stone corridor and a large rectangular patio, both built
upon a man-made terrace below the level of the rooms. At its southern end, there
is a rectangular platform similar to an ushnu. The site is entered by going up six
stone stairs and along a corridor between the platform and the patio. The best
preserved walls are more than 2 meters high and were built with stones brought
from neighboring volcanoes and worked at the site itself into massive blocks that
are cut straight and tightly fitted. When the four rooms were in use, their walls
were elegantly plastered with fine mud, producing a hospitable environment that
protected travelers from the coldness of the high plateau nights.
It is believed that the Inka directed the raising of llama and alpaca
herds from this place. Along with Tacora, Pisarata, and Ancara way stations,
Chungara was one of a series of small settlements situated above 4,000 meters
a.s.l. that controlled the State-owned herds grazing in the rich meadows of the
Arica highlands. It has also been suggested that the place was used for loading
and unloading of llamas used as beasts of burden. The quality of construction,
however, indicates that its original purpose was more important. Taking into
account the Spanish chroniclers’ stories that Topa Yupanqui and his army passed
by Lake Chungara to put down an uprising of the Colla people at Lake Titicaca,
it is possible that these ruins were actually the headquarters at which the Inka
military commanders planned the attack that surprised the rebels from behind.
Indeed, one can imagine the sovereign inspecting his troops from the platform at
Tambo Chungara before leading them into battle. The site may have been used
later as a government cattle station or simply a caravan stop. In the early 20th
Century it was occupied by an Aymara herdsman and his family
Architecture in the service of the empire
Many Inka installations reflect actual and mythological notions related to Cuzco,
and they therefore provide us with a window into the Inka world view. In some
ways, therefore, these Inka sites were extensions of the imperial capital. But the
form of Inka government in the outlying provinces made it necessary not only
to imprint upon its architecture symbolic concepts that reminded the people of
the empire’s power, but also to establish well defined spaces to deal with their
subjects. In contrast, the royal estates situated at the heart of the empire did not
require this kind of symbolism and spatial distribution.
The most common architectural element of the way stations and
administrative centers was the kancha, a rectangular enclosure with one or more
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stone huts with A-framed grass roofs and a central patio. Another emblematic
structure was the kallanka, a large, rectangular building with a similar roof that
was used to house soldiers and other groups of travelers and as a banquet hall
when the residing Inka official held such events for workers serving in the the mita
or corvée workforce. Some settlements had single or double squares (aukaipatas)
at their center, and occasionally an ushnu platform for managing operations,
imparting justice and conducting religious celebrations. As a general rule, the size
of these spaces was proportional to the size of the population governed.
While the distribution, floor plan and often even the masonry of these
structures closely followed Inka urban planning rules, the builders, materials
and building techniques involved were usually local. This resulted in an overall
effect that displayed a distinctly foreign architectural style but was still a far cry
from the faultless architecture found in Cuzco. Indeed, many of the settlements
built throughout the empire combined both Inka and local elements, and some
local sites with no Inka architecture whatsoever were even used occasionally as
imperial facilities.
The hub of Zapahuira
One level below Tambo de Chungara is the site called Zapahuira, which sits
between the western watershed of the Andes Mountains and the Huaylillas sierra.
It is located more or less equidistant from the point where the southward course
of the Lluta River and the northward course of the Azapa River both turn toward
the west, cutting through the sierra and descending towards Arica and the coast.
The sites consist of two sets of structures separated by some 500 meters.
The first is a row of seven rectangular qolqas (storehouses) with adjoining walls.
There was apparently another row in line with the first that was destroyed when the
international highway was built. Two whole and one partial qolqa remain from this
second row. Each room has a floor made of gravel and flattened earth covered with
stone slabs and a drainage channel to evacuate rainwater and ventilate the goods
stored therein. Some 500 meters east of these government storehouses, built upon
an old floodplain, stands the second group of Inka buildings. This consists of two
kanchas (enclosures), each with the typical perimeter wall enclosing a rectangular
space, and lodging rooms that open out into the interior patio. One of the enclosures
has 10 rooms and the other six. Between the two kanchas are another 14 enclosures,
most with a circular or elliptical floor plan, which may have been corrals. Some
2 kilometers from this site, very close to an area of agricultural terraces, the Inka
foothills road runs northwest-southeast, connecting Socoroma, Zapahuira and Belén.
This road is 3 meters wide on average and is edged by large blocks of stone. There
may have been a cross road that descended the ravine towards the coast.
On a promontory on the north side of the ravine sits Pukara de Chapicollo
and on the opposite side, Pukara de Huaycuta. These are the remains of pre-Inka
occupations, from a time when inter-ethnic conflicts forced the people to protect
themselves in fortified settlements. Their native inhabitants resided in circular
dwellings, used ceramics of the Chilpe style, and maintained contact with groups
on the coast. When the Inka arrived they worked the land for the benefit of the
State and, in the Huaycuta’s case, also smelted metal. Along with the Inka rulers
there arrived another altiplano group, which brought with them ceramics in the
Saxámar style and, to a lesser degree, aríbalo jugs and vessels in the Cuzco style.
Two chullpas or funerary towers, very similar to those found at Caquiaviri in
Bolivia, suggest that this new population was of Pacaje origin. The ancestors of
the chiefs or kurakas of this ethnic group, who ruled here on behalf of the Inka,
may have been buried inside.
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Although a number of the structures at Zapahuira were left unfinished
when the Spanish arrived and the empire collapsed, a large part of the site had
been operating even before then as a major administrative center for the region.
Its strategic position in the sierra made it a hub not only for native groups living
further up the surrounding valleys, but also for those living on the high plateau
and on the coast. Moreover, the easy access it provided to the Lluta and Azapa
valleys enabled the Inka to establish and maintain settlements at Mollepampa,
Pampa Alto Ramírez, Playa Miller and other locations on the coast.
A village of wicker, wood and reeds
The Inka village of Pampa Alto Ramírez is situated in the warm valley of Azapa,
some 8 kilometers from the coast, upon a high flat alluvial plain that sits between
the San José River and a creek that runs into it from the southeast. It consists of
a residential area of 30 dwellings, small corrals for llamas, six large underground
storehouses with walls covered with plant fiber, agricultural fields and two springs
that supplied water for irrigation and drinking. An estimated 150–200 people
lived in this village, though this number may have been lower. The site also has
a geoglyph (large scale ground drawing) located some 2.5 kilometers south of
Cerro Sagrado that depicts human, camelid, serpent and lizard figures. There is
also a cemetery around 200 meters from the residential area that contains around
70 tombs in cylindrical holes. The bodies inside are facing Cerro Sagrado hill,
implying that the geoglyph must have been an important shrine and place of
worship for the village inhabitants.
The most striking feature of this settlement is the houses, which are made
of light material, showing how the Inka used locally available material and took
into account the specific climatic conditions when building their structures.
Although only foundations of the wicker walls and wooden posts they used
have been found here, it is believed that these dwellings had cane and totora
reed roofs. The residential structures were built singly, in pairs or in groups of
four with partitions between them, and they had a square or rectangular floor
plan. Each unit, and each room in the collective dwellings, had a fire place
for cooking and a small pit in the ground for storing food supplies. The only
residence made of solid material was located at the center of the village and was
entered up a series of broad steps. This unit had the same form as the others but
was built with unfinished stones, perfectly level and aligned in two parallel rows
and grouted with sand and mud. This was apparently the residence of the Inka
officials who governed the settlement. Indeed, the only two copper knives or
tumis found in the village were found inside this dwelling. There must have been
more settlements such as this one in the middle reaches of the Azapa River and
the neighboring Lluta valley, connected with other groups that also were part of
Tawantinsuyu, such as those buried in the coastal cemeteries found at Playa Miller
and the like, or in places such as Mollepampa, further up the Lluta valley.
The remains found in the storerooms and waste dumps indicate that the
inhabitants of Pampa Alto Ramírez had a diet consisting mainly of maize, chili
peppers, beans, squash, arrowroot, wild herbs and guinea pigs, complemented by
some fish and shellfish. The tunics of spun wool, the jugs, pedestal base cooking
vessels and vessels decorated with stylized llamas, as well as the truncated cone
headwear adorned with feathers, all indicate that the villagers were Inka-ruled
groups from the highlands. No doubt they were mitimaes who were settled in
the valley by the Inka to dry and salt fish, handle agricultural production, extract
marine resources and collect fertilizer that the natives gathered from the guano–
covered islands off the coast. They also would have organized the transportation
of these commodities by llama caravan to Zapahuira and other Inka settlements in
the sierra and highlands of Arica.
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Because the remains of the wicker walls and wooden posts of the houses
were found to be burned in the upper sections, it has been suggested that this
settlement is actually Isquiliza, a longstanding indigenous village of the valley that
the Carmelite monk Antonio Vásquez de Espinosa claimed to have razed in one of
the campaigns to rid the country of idolatry promoted by the Catholic Church in
the 17th century. Though fragile, the relics of this Inka village built nearly a half
century ago had survived until around 30 years ago, when they were destroyed by
road construction crews and the floodplain was leveled to plant crops.
The Inka State’s Accounting System
The main function of the quipu (instrument of knotted cords) was to collect and
store information of interest to the Inka State. The quipucamayoc were the Inka
officials responsible for handling these instruments as they traveled from province
to province keeping tribute (mita) accounts for the population under their
jurisdiction. These accounts included the production of livestock and agricultural
output, textiles, ceramics and countless other articles used by the State and the
official religion. Information was stored in a multi-level decimal system and
encoded in the number, type and position of knots made on the “principal” and
“subsidiary” cords of the quipu.
One of the largest and most complex quipus known was found in an
Inka cemetery in the Lluta valley. It has 586 principal and subsidiary cords
organized into 8 sections of 10 sets of cords. This quipu displays up to 13 levels of
information and the numerical values represented reach 15,024 units of different
types of goods, though what goods they represent remains unknown. The order
of numerical values identified has led experts to propose that this quipu could
hold the records of a census and labor tribute of the Inka subject population in
the Arica zone during the final years of the empire.
Saguara: relations between Inka officials and Inka subjects
With the exception of the Tamarugal pampa, the Inka occupation of the Tarapacá
Region covered all ecological environments, from the high plateau to the coastal
zone. Examining three sites in this region–Saguara, Cerro Esmeralda and
Inkaguano–will enable us to highlight some ritual aspects of this occupation.
Saguara is another example of Inka provincial architecture in the far
north of Chile. It is further south than the sites mentioned above, located beside
a tributary of the upper Camarones river, very close to the present-day Aymara
town of Pachica. In addition to a considerable number of growing plots, the site
contains three large groupings of buildings. The first is on the southern side of
the ravine and consists of 10 rectangular enclosures and two circular or elliptical
ones, 20 qolqa storehouses and 83 structures used as tombs and perhaps also as
storehouses. The second group of buildings is located on the opposite side of the
ravine, upon a triangular esplanade between the main ravine and a secondary
one. Its most notable architectural feature is an ushnu platform in the form of
a truncated pyramid with a rectangular base. It was mounted up a staircase,
of which five stairs still remain. The ushnu stands close to three groupings of
buildings, one with 31 enclosures with Inka architectural features, a second with
14 simpler enclosures, and a third with seven storehouses. At some distance
downstream from these is the third sector, which includes two groupings of five
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enclosures each, most of them with a circular floor plan, and one grouping of four
circular enclosures associated with underground storerooms.
The first sector enclosures have been interpreted as a residential grouping
that provided lodging to official delegations. The tombs in this sector are thought
to have contained local inhabitants. Given the presence of the platform, the
second sector has been considered by archeologists as the focal point of the
settlement. The lack of evidence of domestic activities in its enclosures and
the contrasting presence of metal prestige goods and abundant jugs, bowls
and decorated dishes, suggest that this sector was occupied intermittently
for ceremonial activities. Nevertheless, we know that Inka ceremonies in the
provinces were only nominally religious, being more oriented towards establishing
and maintaining relations between State officials and their subjects. In fact,
the simpler enclosures contained ceremonial ceramics and decorations typical
of Caranga and Pacaje populations, pointing to the presence of an altiplano
population of mitimaes in charge of administering the settlement and overseeing
the local inhabitants. The latter likely resided in the sector furthest from the
center, where ceramics in the local style have been found as well as a large
quantity of agricultural implements. Through the mita system this agricultural
culture would have worked to supply and serve the settlement and provide for its
own subsistence.
Today the site is partially occupied by eight Aymara dwellings, whose
occupants continue to maintain and use the old irrigation canals and farm fields,
though they have also used some blocks from the Inka platform to build their
houses and have erected a cross there as well.
Shrines on high
It was common for the Inka to appropriate local sacred places in the territories
they annexed. For example, they built simple monuments and ceremonial
platforms on the peaks of the highest mountains in each region. Among the nearly
200 mountain shrines found to date in the Andes, the vast majority have been
found in Collasuyu province, 40 of these in Chilean territory. Piles of firewood
still survive on the snowcapped slopes, silent relics of the bonfires the Inka lit as
part of their singular ritual activity in the high Andes. In some shrines only objects
were offered, but in a few, people were also sacrificed, accompanied by a wealth
of grave goods. Evidence of such high altitude ritual burials has been found on
Cerro Esmeralda in Iquique, Llullaillaco Volcano in the uninhabited Atacama,
Mount Aconcagua at the head of that valley, and El Plomo in the Santiago basin.
All of these places house the remains of capacochas, Inka rituals celebrated in
June or December, in which their high priests sacrificed children and adolescents
of both sexes who were specially prepared for the ceremony.
The capacocha ceremony often began with an official delegation departing
from Cuzco with the young man or boy to be sacrificed. It followed a straight
course over mountains, plains and ravines until reaching the base of the mountain
chosen. From there, the procession began its slow ascent, sometimes via a special
path built exclusively for the ritual. Close to the summit, the priests fed the victim
and put him (or her) to sleep with medicinal substances. Once they reached the
icy summit, the victim was put to death and the well-wrapped body placed inside
a pit, accompanied by anthropomorphic figurines made of gold, silver and mullu
shells, llama figures in the same material, woven clothing in miniature and a
variety of other fine offerings. Through this ceremony, the sacrificed child became
a waka or oracle that expressed its will through the Inka priests. The place
itself became a prominent landmark that sealed the Inka alliance with the local
123
indigenous chiefs and legitimized the empire’s power in the region.
As these shrines were usually located close to mining operations, it has
been suggested that the mountains themselves represented a source of ore, which
was one of the main motives for Inka expansion into Chile. This fact meant that
the coast was usually of secondary interest to the Inka; however, on the summit
of Cerro Esmeralda in Iquique they also sacrificed two girls and buried them with
an abundance of grave goods including fine textiles, ceramics and mullu shells,
all highly valued ceremonial objects. The textiles were most likely imported from
Cuzco or a major administrative center in the Bolivian altiplano, while the mullu
shells were likely brought from the warm ocean waters of Ecuador. Given its
proximity to the Huantajaya silver mine, the sacrifice on Cerro Esmeralda seems to
symbolize the Inka domination of this metal-rich territory. This evidence confirms
that the Inka had economic motives for creating these shrines, in addition to their
religious and political ones.
Still, the possibility that these shrines were built in part by local groups
cannot be ruled out. Studies have shown that no two shrines are the same, which
in some cases may mean that they were made by groups with different religious
traditions, or at different times before or after the Inka period. Indeed, throughout
the Andes there are groups that believed and continue to believe that the high
mountains are inhabited by spirits that control the climate, mineral wealth, animal
fertility and human health.
The Inkaguano taypi – a place that unites opposites
The Tambo of Inkaguano is one of the best preserved examples of Inka provincial
architecture in Chile. It is located in the Tarapacá altiplano, close to the presentday town of Cariquima, beside an Inka transverse road that connected the
Bolivian altiplano with the Tarapacá valley. It is an area of scrubland and grasses,
with rock outcroppings and a number of freshwater springs, two recurrent
symbolic elements in this kind of Inka installation. A number of sacred hills
surround the area, including Sojalla, Queitani and, a little further off, Tata Jachura,
the summit of which contains Inka structures.
Upon a platform carved out of the hillside and fortified by a retaining
wall on the slope side, there is a rectangular square surrounded by a kallanka
(administrative hall), four qolqas or rectangular storehouses placed in the form
of a cross, and a kancha (main enclosure) of three residential units with their
openings facing the central patio. The kallanka and the residences of the kancha
still have the gables that supported their A-frame roofs. Adjoining this section are
two large adjoining rectangular enclosures of indeterminate function. A canal in
the upper part of the settlement collected rainwater that ran down the hillside and
channeled it to a small ravine to prevent flooding of the buildings. The walls are a
double row of stones partly worked, stuck together with mud mortar and covered
over inside and out with a thin layer of fine mud plaster. A number of buildings
have doorways in the typical trapezoidal form found in many Inka buildings. On
the periphery of the site, a group of thirty circular and rectangular enclosures
indicate that this installation was built on the site of a previous local settlement.
Situated in the center of a productive zone that came under secular dispute,
during the Inka reign this small government outpost was staffed by officials who
settled disputes among the people of the altiplano and those of the Tamarugal
pampa. Close to the site, at the foot of mount Taypicoyo, a line of eight stone
pillars or sayhuas may have been part of a boundary that came under dispute
between the Tarapaca and Caranga chiefs in the 17th Century. When the Spanish
authorities were asked to settle this dispute, note was made that the boundary
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“dated from the time of the Inka.” The Tambo of Inkaguano may therefore have
operated as a taypi or territorial mediation center for the region’s main inhabited
zones. Indeed, its function seems to have been more ceremonial than productive
and its occupation much more sporadic than its imposing buildings would suggest.
While its counterpart in the highlands must have been an important administrative
center in the Oruro altiplano of Bolivia, its counterpart in the lowlands was
certainly the town of Tarapacá Viejo, a large pre-Inka settlement that was partially
remodeled during Inka times and occupied by the Spanish until the early 18th
century. Today, the ruins of Tambo of Inkaguano are jealously guarded by the
local Aymara inhabitants of the nearby hamlet of Quebe.
Ruling the Atacameño People
The Inka occupation in the Antofagasta Region was focused mainly inland, in the
Upper Loa River basin and the basin of the Atacama salt flat, in the very heart of
Atacameño territory. As examples of this occupation we will examine the sites of
San José del Abra, Turi and Catarpe.
The four roads of Atacama
In Tamentica, the plains road, (Camino de los Llanos) might have continued
southward along the edge of the foothills directly to Calama, or may have passed
by the Oasis of Quillagua and then continued to the Oasis of Chacance, on the
Loa, following the middle reaches of that river. Actually, it is mentioned that the
route taken by Diego de Almagro’s army on its return to Cuzco in 1536 crossed the
lower Quisma ravine some 3 kilometers west of the Matilla oasis (near Pica) and
the Guatacondo ravine near Tamentica. Given the early date of this expedition and
the location of this road in the marshy land at the base of the foothills, the road
they took could have been none other than the Inka plains road.
One thing about which there is universal is that in Tamentica there was a
cross road—no vestiges of which have been discovered to date—that ran up the
Guatacondo ravine, passing by the small high altitude oasis of Copaquire. Close
to the Collahuasi mining operation, this road joined the road that came down
from the central Bolivian altiplano between Pabellón del Inca and Miño, a locale
near the headwaters of the Loa River. From that point, also known as Kona Kona,
the Inka road descended along the eastern bank of this river, passing by points
such as Esquiña and Chela Inga, and crossing over to the other side near the old
colonial postal station at Ólcar. From there, it continued south through various
Inka sites, including Lequena Viejo, Bajada del Toro, Cerro Colorado, possibly
Santa Bárbara and Incaguasi. With 12 stops, including administrative centers, way
stations and relay posts, this section between Pabellón del Inca and Lasana has
been well documented in archeological studies.
It is likely that the Upper Loa Inka road divided into two at Chiuchiu, one
road continuing directly to San Pedro de Atacama and the other going to the
upper Salado River basin. The latter of the two would certainly have met up with
a road running south from the Uyuni salt flat, in the Lípez altiplano. This road
passed through Ayahua, Cañapa, Ramadita and other locales in Bolivia, crossing
the present-day national border at Portezuelo de Inca and continuing past Chac
Inca, Turi, the Cerro Verde mine at Caspana, Tambo Salado and the San Bartolo
mine at Río Grande. Coming from the northeast, it would continued on to the
Inka settlement of Catarpe, only seven kilometers from what is today the town of
San Pedro de Atacama. This road is also well documented archeologically, with 17
sites including centers, way stations and relay posts.
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It would seem that San Pedro de Atacama was a crossroads, where a
number of different roads converged.
And when he arrived in Atacama [Topa Inka Yupanqui] learned of all that
this land held, and of the roads that went from there to Collao … and
when he knew of all of them he divided his people into four groups
and when it was done, he made three squadrons of them leave the
place quickly, one going along the plains road and along the coast until
arriving at the province of Arequipa and the other he sent to Carangas and
Aullagas, while the other took the right hand road that led to Caxa Vindo
and from there they came by the provinces of chjchas [sic] . . . and he
himself left with them, taking the straight road that seemed best to him,
and he marched along it several days, eventually coming to a province
called Llipi (Juan de Betanzos ([1557] 1987: 164).
Of course, Betanzos’ somewhat mythical version of Topa Inka’s journey of
conquest in the Atacama region and neighboring lands should not be interpreted
literally. Nevertheless, the majority of the roads that the chronicler writes of have
been confirmed in archeological studies, above all those running to the “provinces
of Carangas and Aullagas” (in the Upper Loa) and the road to Lípez (which runs
through Turi), not to mention the portion of road going to Casabindo in the Puna
Jujeña. Still, the longest section of the Chilean Inka road that ran to Arequipa
through the desert still remains to be documented in the field.
The Inka King’s Mines
More than half of the sites containing evidence of the Inka presence in Chile
are related to mining and metallurgical activities, which strongly supports the
idea that the main motive for the Inka invasion of our country was to exploit it
mineral wealth. The Inka were interested in extracting and smelting different
metals to transport them to regions that were lacking in those metals or had better
metalworking artisans who could produce metal objects in the Inka design. Their
strategy was to expropriate the mining output of native societies, particularly copper
and certain semi-precious stones such as turquoise, although gold and silver mining
and metalworking also gained a certain prominence in some regions of Chile.
In the Norte Grande (Chile’s far north region) the Inka took advantage
of the natives’ millennium-long tradition of mining for gold, silver, copper and
turquoise from deposits at Huantajaya, Collahuasi, El Abra, Chuquicamata, San
Bartolo and other places. In the Antofagasta Region, this activity would not
likely have been supervised by mitimaes brought from other places, especially
considering that local inhabitants were highly skilled in mining operations.
Indeed, it would have been counterproductive to replace the locals with lessskilled individuals, thereby wasting 2,500 years of technical experience obtained
through countless generations of Atacameño miners.
One of the main deposits developed by the Inka in the Atacameño territory
was in San José de El Abra, a site hidden in the foothills flanking the west bank
of the Loa River. There, the Inka concentrated their mining on the only turquoise
deposit in the area. On a hillside of the Casicsa ravine the mitayo levies employed
the same technology used for centuries by the Atacameño people, digging shafts
and galleries out of the hillside, following the richest veins. They used simple but
effective tools such as mallets, hammers, and anvils of stone, wooden shovels
and chisels, baskets and leather containers. The rocks extracted were taken to
the mine entrance, where they were broken into smaller pieces and separated
by quality. The best ore was then taken in leather containers and woolen sacks
to a secondary crushing area located on the opposite side of the ravine, where
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finer stone mallets were used to break it down further to obtain the highest grade
material. The product of this operation was loaded into sacks and stored in stone
warehouses built between the mine and the camp at Inkawasi-Abra.
The authorities from Cuzco commissioned the building of this huge camp
to house the mine workers while they served their time as levies. The rooms had
stone walls and earthen floors and were probably covered with woolen blankets
and, in some cases, with wood and grass. Some of the women prepared food for
the miners, who returned after their shifts to eat and sleep.
Close to San Pedro de Conchi ravine was a second mining operation that
specialized in the production of copper oxides, which were also broken down,
selected and stored in warehouses.
In both mining complexes, the material selected left the vicinity on the
backs of llamas, destined for the next stage of the productive process. The first
stop was at the site of the present-day village of Conchi Viejo, where there was
an inn where the caravan operator and his llama train spent the night before
continuing their journey. At the end of the second day, the caravan would come
to the Upper Loa Inka road. It is not known whether they took this road to the
south, in the direction of Lasana, Chiuchiu, Turi and Catarpe, or to the north,
towards Cerro Colorado, Miño and the Bolivian altiplano.
It is thought that the ceremonies in which the Inka authorities paid the
mitayo mine workers back for their labor were held some 24 kilometers northeast
of El Abra, in the small administrative center of Cerro Colorado. This center is
located in front of the sacred mountain of Cirahue and beside the Inka road,
which ran alongside the settlement.
Ritual violence at Turi
With around 620 enclosures, Turi was the largest Atacameño town. It is located
some 40 km east of Chiuchiu, in the Upper Salado River basin, the most important
affluent of the Loa River. In pre-Inka times it stood at the center of a series of
ravines that were densely populated and rich with grazing pastures, agricultural
land and mineral resources. Situated on a dark lava plain, it overlooks a large
pasture and controlled a hinterland that included the village of Likán in Toconce,
the Caspana Valley, Cerro Verde copper mine, the village of Topaín and the
agricultural settlement of Paniri, among other places.
When the Inka gained control of Turi, they destroyed the people’s most
sacred sector and installed their emblematic structures in their place. They razed
the sector where the local inhabitants had worshipped their ancestors, building
an enclosure with three rooms. In the process at least three chullpa towers were
torn down to the foundations, an act of ritual violence that was also practiced in
other Andean towns such as Los Amarillos, in the Humahuaca ravine (Argentina),
where the Inka destroyed the tombs of the three tutelary gods of that community.
At both sites, the practice suggests that the local population did not submit to
the empire peacefully but apparently opposed the invaders. Later, in a radical
rebuilding stage in Turi, the Inka built a very high wall and demolished the
original enclosure, raising in its place a square and 12 enclosures, including two
administrative halls (kallanka), one of which still stands in the square. Built on
solid stone foundations and with adobe slab walls, the remaining hall is 26 meters
long and is the largest in our country. Instead of foundations, in one of the corners
they buried the skull of a 30 year old man, an offering that seems to have finally
sealed the alliance with the native population. Ultimately, however, this foundation
rite would destabilize that part of the building.
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It has been said that the Inka generally preferred to situate their
administrative centers near but not within local settlements. In Turi they built the
road that runs from the altiplano of Lípez to San Pedro de Atacama right through
the town. However, the settlement did not operate as simply one more way station
of the road system, but as one of the principal Inka administrative centers in
Atacameño territory.
Rock art related to the Inka
A notable number of extant engravings and petroglyphs have been related to Inka
activity in Chile. Such is the case with the serpentine grooves, small holes and
fern- and tree-shaped designs that have been recorded on rocks in the Lluta and
Azapa valleys. Another example is found in the Salado River basin, where rocks
having multiple rectangular and elliptical cavities connected with fine engraved
lines remind one of similar rocks, though of more complex design, engraved
in the Cuzco Region and other sites across the empire. This is also seen in the
camelid figures found on the Salado River. These are similar to the metal or mullu
figurines that the Inka left as offerings at their mountaintop shrines, and also
resemble the schematic camelid designs that appear on some Inka textiles. Further
south, in the upper Aconcagua River basin, a style of petroglyphs with individual
rectangular and oval shapes placed diagonally in the frame has been identified as
Inka, along with some motifs in the form of shields.
There is general agreement that these petroglpyhs date from Inka times,
but while some interpret them as Inka actions intended to appropriate the
physical environment and legitimize the new order, others interpret them as
local reactions to the imperial presence. The variety of rock art displayed in the
territory seems to indicate that they are more the result of reinterpretations of
some aspect of the Inka imaginary than an official policy of the empire. Some of
them could also be the work of non-Inka groups that were settled in the area as
corvée workers or mitimaes.
The administrative center of Catarpe
Another important administrative center of the Antofagasta Region is Tambo
de Catarpe, located 7 kilometers north of the present-day town of San Pedro
de Atacama. With more than 200 enclosures, Catarpe is the second largest Inka
settlement in the Atacama region, but is the one that most closely conforms to the
class Cuzco design. It also has the most strategic location. It is situated upon three
flat, raised terraces on the eastern banks of the San Pedro River, some 3 kilometers
from the Atacameño fort of Quítor. From that spot, its occupants controlled a large
portion of the water supply of the oasis, the best agricultural land, and a major
route to Bolivia, which led from the Qhapaq Ñan side road that passed through
Turi in the direction of the Lípez altiplano. Its main architectural features include
a double square oriented identically to the square of Qorikancha (Temple of the
Sun) in Cuzco, the remains of two administrative halls or kallankas, defensive
walls with small openings and a number of adjoining rectangular enclosures.
The structures all have outside walls made of a double row of river rocks stuck
together with mud mortar.
Some 7 kilometers away from the best-supplied of the Atacameño oases,
Catarpe was a major way station and supply stop for individuals and groups setting
out across the Atacama Desert towards the Copiapó valley. Like Turi, however, the
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site was more than a tambo. The presence of gold and the waste from smelting
activities—fragments of crucibles, smelted, molded and worked copper –indicate
that metalworking activity took place there, probably associated with the nearby
San Bartolo mine. Catarpe also was considered the region’s main administrative
center and may have even been the provincial Inka capital in the Antofagasta
Region. It has also been suggested that those who built the shrines on the summits
of Licancabur, Chiliques, Pili, Púlar, Quimal and other high mountains in the
region began their procession from this place. Like similar centers throughout
Tawantinsuyu, Catarpe was quickly abandoned after the collapse of the empire,
indicating that its function was more political than economic.
From Arid to Semi-arid North
South of San Pedro de Atacama, one must cross 550 kilometers of desert before
reaching the Copiapó valley. For the first 100 kilometers, the Inka road ran along
the eastern edge of the Atacama salt flat, passing by Tambillos and the lowlands
of Socaire, Peine and Tilomonte. The most difficult and desolate section of the
journey, appropriately named the “despoblado de Atacama”, begins after the last of
these oases. This is the place that caused Almagro’s army such hardship when they
crossed it on their return to Peru in 1536, and it had the same effect on the army
of Pedro de Valdivia during his expedition to conquer Chile four years later. Due
to the great separation and poor quality of its water sources, troops cannot move
quickly along this road but must be divided into small squads, with the obvious
consequences from a military perspective. Indeed, it was more likely used by
official messengers (chaskis) and for ore transport, given that the route is littered
with pieces of turquoise and onyx. The road is marked by a large number of small
way stations, relay stations and shelters that broke up the multi-day journey into
manageable segments, allowing travelers and beasts of burden to rest and recover.
Flanked on the east by a chain of sacred volcanoes, the road’s basically northeastsouthwest trajectory connects such points as Tambo El Cráter, Tambo Meteorito,
Aguada de Puquios and Tambo Río Frío. After Tambo de Vaquilla and the imposing
peak of Llullaillaco Volcano, the landscape becomes less desolate, with small
clumps of vegetation attesting to the availability of water. The last major stop on
the road before it reached Copiapó was the Finca de Chañaral oasis.
Metal smelting at Viña del Cerro
In the Copiapó Valley, the site of Viña del Cerro was used as a stockpile for much
of the country’s copper production. In the upper valley the alluvial fan formed
by tributary rivers—the Jorquera, Pulido and Manflas—offers abundant pastures,
streams, mining deposits and natural routes to all points on the compass. There
the Inka built more than 30 settlements, including Iglesia Colorada, Pukara de
Punta Brava, the administrative center of La Puerta and the Viña del Cerro facility,
the only Inka metallurgy center known in Chile and one of the few registered in
the Andean region.
On the summit of a hill at Viña del Cerro, a place formerly known as
Painegue, the Inka built a settlement of four structures made of stone and adobe
blocks that were used for different purposes. The kancha was a large walled
rectangular enclosure with three openings onto the large patio, each with two
rooms to house up to six corvée laborers (mitimaes). In one corner of this large
space, up seven steps, is a platform or ushnu, from which the center was overseen.
No doubt this was the location of the hospitality ceremonies that the Inka State held
to recompense the conscripted workers for their work. Another structure, situated
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in a hollow, is a small walled enclosure with a room inside that is equipped with
a poyo or Andean bed. This was apparently the quarters of the Inka official in
charge of the facility. The third unit is a rectangular house situated beside a spring
flowing out of the hillside, where the operator in charge of the water supply would
have resided. The fourth structure, positioned on a hill exposed to strong winds,
consists of the foundations of 26 huayras or furnaces, built in three rows. The
walls of these would certainly have had openings for air circulation to ensure the
high temperatures necessary for smelting ore would be reached. These smelting
ovens, along with remains of ore, grinding implements, slag, pieces of ingot molds,
crucibles and other specialized instruments show clearly that this was a metallurgical
operation. However, the metal smelted left the place only partially finished, bound
for the craft workshops on the other side of the Andes where it was melted down
again to manufacture axes, knives and other objects in the Inka way.
It is estimated that the upper Copiapó metallurgical facility was
permanently staffed by 18 to 20 male and/or female workers, most of them from
nearby settlements such as Punta Brava, La Puerta and the area surrounding Viña
del Cerro itself.
Routes south of Copiapó
In the Norte Chico (Chile’s near north region), a series of valleys cuts across the
landscape from the mountains to the sea: These are the Copiapó, Huasco, Elqui,
Hurtado, Limarí, Illapel, Choapa and Aconcagua valleys. A transverse road from
the great Tambo de El Shincal in Argentina ran down to Copiapó, apparently
the same side road that cost Almagro’s army so many lives in early 1536. The
crossing from this settlement to Copiapó involved 24 stages, with the most
difficult of these being across the Andes Mountains at altitudes of 3,500 to 4,400
meters. On the final days of this long journey the transAndean road passed by
such major Inka settlements as Iglesia Colorada, Viña del Cerro, La Puerta and
Punta Brava.
South of Copiapó, traces of the road tend to disappear, though it is not clear
whether this is due to the nature of the terrain, the way the road was constructed,
some later reuse, natural erosion, insufficient investigation or any combination
of the above. Only a few short sections have been recorded, none of which is
comparable to the long segments identified in the Norte Grande (Chile’s far north
region). Linking these segments with the large number of Inka sites—numerous
way stations and relay posts but also mines, cemeteries, places of worship and
villages—and taking into account the location of passes, historical dates, local trails
and information on Inka roads in Argentina, archaeologists have been able to draw
an approximate map of the Qhapaq Ñan in Chile’s Norte Chico region.
A north-south high Andean road has been identified that ran from the upper
Copiapó River basin southward at around 4,000 m. a.s.l., taking advantage of the
Valeriano and Coipa geological faults that run parallel to the Andes mountains here.
Like the Arica foothills road, this road connected the heads of nearby valleys. Its
way stations oversaw mining deposits and high pastures where vicuñas could be
hunted and herds and animal trains pastured. From Choapa to the south, the road
remains at around 2,000 m. a.s.l., taking advantage of another fault line that seems
to the continuation of those mentioned above. The existence of another northsouth road has been suggested, this one crossing the Norte Chico closer to the
coast, but evidence for this has been inconclusive. Much more convincing are the
transverse roads that cross over the high mountain passes, usually arriving at the
coast between valleys. Most of these are simple trails with some short, well defined
sections. The overall configuration of this road network has led some researchers to
affirm that the Inka designed it to control contact among groups on the eastern and
western sides of the Andes, as well as from valley to valley.
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Serving the Imperial cuisine in the provinces
The Inka created highly distinctive serving vessels, always in standard Inka form.
They had 14 basic types of ceramic vessels, including pitchers, pots, plates, jugs,
bottles and cups. Although many of them were brought from the Cuzco area and
the Urubamba valley, aríbalo (maka) jugs account for more than half of all pieces
found in the provinces of the empire. The only other vessels that have been found
in any significant number any distance from the center of the empire, apart from
the ubiquitous and emblematic aríbalo, are the pedestal cooking pot (manka)
and the shallow plate (puku). These three recipients comprised the basic set of
earthenware used by any group associated with the Inka, or any resident of the
provinces of Tawantinsuyu. These vessels were so prevalent because they were
the implements required to prepare Inka dishes. In addition, the culinary practices
they were associated with had a political significance. Another culinary implement
found somewhat frequently in Chile is the aisana, which is one of four types of
Inka bottle, though it is thought that it was used only for special events.
The aríbalo jug was used for storing and transporting chicha, a corn beer
that was an integral part of social gatherings. This vessel also seems to have been
used to hold maize, quinoa and chuño or dehydrated potato. Unlike the former,
the pedestal pot often had a lid, which allowed it to be used for cooking maize
stews and soups, or for reheating or storing food after it had been prepared.
Apparently, this kind of imperial vessel was also used as a “campaign pot” by
Inkas traveling or staying outside of Cuzco. Lastly, the shallow plate was used to
serve individual portions of solid or semi-solid food, including meat. All of the
tasks these three types of vessels were used for –storing and transporting chicha
and cooking and serving food—were performed by women.
Many sources have affirmed that relations between the rulers and the ruled
were to a large extent mediated and acted out in the sharing of food and drink.
This close relation between hospitality and managing labor relations probably
explains why at least some Inka ceramics, whether fine products from Cuzco or
imitations produced in the provinces, have been found in all in areas that were
under firm Inka control. There is a general consensus among researchers that
the Inka could rule in some areas without their elaborate settlements, but were
incapable of doing so without their official hospitality, which required the use
of certain vessels that symbolized the Inka State. While war and conquest were
clearly male elements of Inka imperialism, in practice the domination of annexed
territories was articulated through the female activities of preparing chicha and
cooking and serving food. This made the basic set of Inka vessels crucial to the
Inka strategy of legitimizing and controlling the subjects of Tawantinsuyu, with
the women who used these implements playing a central role in this empire–
building process.
Los Infieles of Elqui
Along a tributary of the Elqui River, very close to the Pacific coast, Los Infieles is
the largest Inka site found to date in the heart of Diaguita territory. Its fifty or so
enclosures stand on a raised plateau, halfway up the mountain of the same name
in an area rich in minerals and close to what was likely a crossroads of the Inka
highway network. The settlement includes five main architectural units, most
of which could be classified as kancha structures. They consist of large fourcornered walled enclosures, “L” and “D” shaped, with a variable number of interior
or externally attached enclosures. The site was used as a camp for the corvée
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laborers performing their mandatory service in the neighboring mining operations.
The camp’s food consisted of marine resources from the coast and inland
resources from the nearby Elqui valley. Waste found at the site indicates that its
occupants’ diet included rhodents, camelid, sea lions, fish and shellfish, but would
also have included carbohydrates, as the agricultural mita (tribute) system would
certainly have been imposed upon the native farming populations of the Elqui
Valley. In the historical chronicle of 1558, Crónica y Relación Copiosa de los Reinos
de Chile (Chronicle and Detailed History of the Kingdoms of Chile), Jerónimo de
Vivar relates that when the inhabitants of this valley refused to open a community
waterway, the Inka put 5,000 of them to death. The author also makes it known
that as part of their punishment some of the surviving members were moved to
other provinces of the empire.
The Ultimate Frontier
At Putaendo the north-south road joined the road that crossed the mountains
from Argentina through Valle Hermoso pass and connecting Los Patos with El
Tambo, just north of the present-day city of San Felipe. At this point, the road joins
another transverse road coming from Mendoza across the Uspallata pass. Sites
such as Tambillo, Ranchillos and Tambillitos are scattered along the transAndean
section of the road, while points such as La Calavera, Juncal, Ojos de Agua, El
Camarico, Salto del Soldado, Río Colorado, Primera Quebrada, El Guapi, la Florida
and the aforementioned El Tambo are their counterparts on this side of the Andes.
In the upper basin of the Aconcagua River, the Inka established their road
network, way stations, administrative centers, forts and sacred places (wakas) apart
from the local population, imposing their rule through the wakas and their rock
art. Relations with native populations in this region were conducted through Inkaruled Diaguitas. In all, some 20 Inka sites have been identified, including of course
the shrine on the summit of Mount Aconcagua. As in other parts of Chile, the
conquest here was selective and geographically discontinuous; some researchers
maintain that the Inka used symbolic strategies, others that the strategies used
were military. In fact, both were used, though in different situations. Two Inka
sites–Cerro La Cruz and Tambo Ojos de Agua–will be analyzed here.
The sacred waka of Cerro La Cruz
Close to the present-day town of Catemu, the site of Cerro La Cruz stands on
the northern side of the Aconcagua River, on a narrow stepped hillside facing
the valley. Its eight enclosures, built using the pirca (dry stone) technique, are
distributed around the upper part of the spur, an outcropping lower down, and a
steep slope running between the upper and lower sections of the hill. The upper
site includes a straight wall and a rectangular enclosure with a sweeping view of
the valley. The intermediate sector consists of a wall running along the length of
the slope and a number of platforms, some simple and others with retaining walls.
The lower sector has three areas, separated by parallel walls that are covered
with fine gravel. The most notable feature in this sector is a long, spacious walled
enclosure similar to a square. The presence of ceramics in the Diaguita-Inka style
and (to a lesser extent) Aconcagua style, as well as some twenty decorative pieces,
tools and copper and silver shards, attest to the presence of Inka-influenced
groups from the Norte Chico and Central Chile.
According to those who have investigated the site, from the highest
point on Cerro La Cruz one can witness solstices, the Pacific Ocean and Mount
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Aconcagua and its summit shrine, which makes it reasonable to suppose that
this was a ceremonial center that played an important role in the Inka’s sacred
geography in this valley.
The changing face of local ceramics
When Inka women entered what is now Chile with the Inka troops, they brought
vessels with them, both in the imperial style and in the styles of the non-Inka
peoples that accompanied the Inka on their campaigns. As the local cultures they
encountered also possessed their own style of earthenware, the Inka expansion
also brought them into contact with many different ceramic traditions and
certainly many different culinary practices. Obviously, the wide variety of ways to
prepare, cook, serve, preserve, and store food that were common in the Andes,
such as roasting, drying, salting, toasting and preserving, were best undertaken
using the vessels that each group had developed for these purposes. However,
tasks directly related to Inka hospitality were only performed using the imperial
vessels, or copies of these made for this purpose.
True imperial vessels have been found in places where the Inka lived and
worked, but as the State appointed local chiefs to administrate their provinces,
examples of these special vessels have also been found where members of the
local elite lived and were buried. While sherds of vessels of different origin have
been found together in waste piles where groups of different ethnicities cohabited,
whole pieces are usually only found deposited as grave goods in tombs in which
this people were buried. In examining the collections, one can see the different
impact that Inka ceramic forms and decorative styles had on pieces manufactured
by the local cultures they came into contact with; sometimes, once can even
glimpse in these styles the nature of the relationship that the Cuzco Empire
maintained with its subject populations.
In the far north of Chile, the vessels of the Arica culture and the PicaTarapacá complex display no significant Inka impacts on either form or decorative
style. This is not the case with the groups inhabiting the surrounding hills and
altiplano, whose ceramicists produced vessels that copied the form of aríbalo jugs
and dishes from Cuzco. These pieces are covered with a red-colored underglaze
and decorated with geometric designs in black paint. The distinctive Saxámar
dishes, attributed to the Pacaje ethnic group, are decorated inside with stylized
camelid figures. The difference between these zones is thought to arise from the
fact that this part of Chile was governed mainly from the highlands, or at least
the Inka rulers developed a closer relationship with the high plateau groups than
they did with the lowland groups. A similar situation arose in Antofagasta, though
there were no high plateau groups living there to monopolize relations with the
Inka. The Atacameño potters produced jugs and plates in Inka forms, but kept
the local tradition of decorating them with red paint and no other design. In all
of these cases, however, the ceramic styles combine Inka forms with strictly local
decorative styles. Potters from Copiapó, however, very occasionally combined
their own ceramic forms and designs with those of the Inka.
It is well known that certain ceramic styles produced by other ethnic
groups were highly valued by the Inka. The pottery of the Pacajes or Saxámar
people, for instance, in the altiplano south of Lake Titicaca, seemed to be
especially valued, as a few of these products were widely distributed throughout
the southern half of the empire. The same thing seems to have occurred with
the ceramics of the Chilean Diaguita culture, though in a more local manner.
Originally made only between the Elqui and Choapa rivers, this richly decorated
ceramic style had a long history in this part of the Norte Chico. The influence
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of Inka ceramics, however, promoted the development of pitchers, dishes and
bottles in the imperial form but incorporating a variety of Diaguita-inspired motifs.
Furthermore, this culture’s traditional ceramic forms, such as bowls, duck-shaped
vessels and others, underwent some changes and combined local with Inka
motifs. This is also the time when we see the appearance of a kind of bell-shaped
bowl of unknown origin that cannot be ascribed to either ceramic tradition. Most
likely, it was a new form invented by the potters of the Chilean Diaguita culture
during the Inka period.
The distribution of Diaguita-Inka ceramics to the north and south of
Diaguita territory has led a number of authors to propose that the group had an
alliance with the Inka. In the Copiapó and Huasco valleys, for example, locally
produced Inka vessels were adorned mainly with Diaguita motifs, generally
painted on pieces imitating the imperial forms; sometimes they shared the
decorative field with Inka motifs. Only in exceptional cases is there a fusion
of Copiapó forms with Inka or Diaguita designs. In the Aconcagua and Maipo
valleys, locally produced Inka ceramics continued the habit of copying imperial
forms while often incorporating Diaguitas motifs. As in the Copiapó valley, local
motifs were usually not added to pieces imitating the Inka ceramic forms. Only
a few examples of Aconcagua–style bowls, distinguishable by their hemispheric
form and red surface, display interior decorations that combine local and Inka
decorative patterns. It would seem that the Inka used their Diaguita allies as
“operators” to establish themselves in the territory between the Copiapó and
Elqui valleys, as well as between the Choapa and Cachapoal rivers, and even in
transAndean zones such as San Juan and Mendoza.
Tambo Ojos de Agua
Sixty kilometers east of the present-day city of Los Andes, on the north bank of
the Juncal River some 200 meters from a freshwater spring, Tambo Ojos de Agua
represents the last stop on the Inka Road before it begins the ascent through the
mountains to Mendoza. For those coming from the other side of the Andes, in
contrast, it was the first place where animals could be pastured and the weather
bearable after the harsh mountain crossing.
The site is situated on a broad plain at the base of a group of hills that
protect it from the winds blowing up the valley from the Juncal Canyon. It consists
of an open-ended U-shaped outside wall that runs from the river side along the
southern hill and then turns north along the foot of the western hill, until reaching
a large rock, where it turns for a short stretch towards the east. Beyond the rock,
two walls –one straight and one L-shaped—flank a 150- meter long section of
Inka road coming from Argentina through the Uspallata pass. A straight wall,
perpendicular to the last two but divided by the modern Santiago-to-Mendoza
highway, also seems to be part of this complex. The settlement has 24 rectangular
enclosures, most inside the perimeter wall, with a few outside of it—three of these
at least are beside the Inka road. Two circular structures that are considered to be
storehouses (qolqas) can also be seen on one of the surrounding hills.
Excavations of the site found sherds of undecorated pots and pitchers, as
well as decorated aríbalo jugs, dishes and aisana bottles, bowls in the Diaguita
style, Inka-Paya (Argentina) pieces and bowls reminiscent of the Aconcagua style.
Other remains include projectile points, copper needles, slate disks and freshwater
and marine mollusk shell beads. Judging by the content of the middens, the
occupants of this place ate mainly llama and guanaco meat, mackerel and hake
fish, maize, chili peppers, beans, quinoa and potatoes.
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The most obvious function of this site was as a way station for the
mountain crossing, and therefore it must have
ell staffed with corvée laborers. However, it has also been suggested that
it could have been one of the main stops on the pilgrimage to Mount Aconcagua,
the summit of which housed one of the region’s most important wakas or Inka
sacred places. In colonial times and into the 19th century, this way station was
intensely occupied by travelers crossing the Andes, including one of the six
columns of the Liberating Army, which passed by the place in 1817. Today, car
travelers journeying easily and comfortably along the international highway rarely
suspect that they are passing by one of the most crucial and long-awaited stops on
the historic journey across the Andes.
The Santiago road
Early ethno-historic sources indicate that from the El Tambo site the road crossed
the Aconcagua River in the direction of Curimón and then ran straight to the
south through the Chacabuco range, passing Casas de Chacabuco, Colina La Vieja
and Huechuraba. In Quilicura it was joined on the west by the road coming from
Quillota via Cuesta La Dormida and Lampa. Obviously, at no point south of the
Aconcagua valley can the Inka road be found in its original form. Apparently,
the road entered the Mapocho valley as a single highway along what is today
the Avenida Independencia, crossing the Mapocho river where the original Cal y
Canto bridge stood and passing by the Paredón y Tambillos del Inca (Inka Wall
and Waystation), which were located in front of what is now the eastern façade of
Mapocho Station. Eventually, it continued south along the route of the modern-day
Bandera Street to Calera de Tango, the waka (sacred place) of Chada, the narrow
passage at Paine and Cerro Grande de La Compañía. Its southern terminus has not
been found to date.
The Mapocho and Maipo river basins house a well-established Inka
occupation that is reflected above all in the large number of cemeteries with a
mixture of Inka, Diaguita-Inka and local Aconcagua ceramics. Also worth mention
is the shrine on El Plomo Mountain, which dominates the landscape above the
city of Santiago. However, it seems obvious that there were many places in these
basins and southward where the Inka did not rule or at least were not as firmly
established as they were in more northerly regions of the country.
Chena Fort
The Inka fortifications located south of the Maipo River display a certain degree
of instability and the need for defense against hostile groups from the south. To
address this issue, we examine the sites of Pukara de Chena and Cerro Grande de
La Compañía.
For the Inka, war was closely related to religion, with both the combatants
and their adversaries endowed with intense ceremonial symbolism. Consider
the case of Pukara de Chena, south of Santiago. This Inka site was built upon a
spur of the Chena range, visually dominating the middle reaches of the Maipo
River, the narrow passage at Paine and the sacred Inka shrine of Chada, which
controlled a settlement of the Aconcagua culture located at the foot of this isolated
hillside. Chena is a strategic location for overseeing the movement of people along
a rugged spur and the features of its construction leave little doubt that it was a
fort. It has two concentric defensive walls, now in ruins, that circle around most of
the settlement. On the south side of each there are entryways that are controlled
from two watch towers. The upper wall encloses a large part of the hill, on the
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summit of which there is a flat area or citadel with a large rectangular walled zone
with a number of smaller structures attached to it on the outside: one on the north
wall, another close to the northwest corner and three adjoining the south wall,
two of which leave a corridor as the only access point to the summit esplanade.
The cemeteries associated with the settlement indicate that their occupants
were not all temporary residents, serving as conscripted soldiers who returned to
their places of origin after serving their term, but residents with a long enough
history in the area to be buried at the site. In fact, there are more Inka local
ceramics found as grave goods than any other style, with Diaguita-Inka pieces
notably absent, indicating that those buried there were usually Inka subjects from
Central Chile. As in many Andean forts, in the fort at Chena the Inka and their
allies would have fought against their enemies protected not only by defensive
walls but also by the power of their ancestors.
Tunics made for war
The introduction of the checkered stylistic design to Chile is commonly
attributed to the Inkas. This design is displayed on tunics and bags found at Inka
cemeteries in Arica. It also appears in Diaguita ceramics made during the Inka
period. The best examples of the checkered design in this ceramic tradition are
found on the abovementioned bell-shaped bowls. The designs themselves are
found on the clothing of human-like figures painted inside these vessels. The
figures have open arms hanging straight down and are wearing tunics decorated
with black and white, or sometimes black, white and red checkered designs. The
checkered pattern was also introduced to Chile in the form of miniature tunics.
These tiny items of clothing appear as Inka offerings at the mountain shrines of
Cerro Chuscha, Cerro Mercedario, Volcán Copiapó, Cerro Las Tórtolas, Aconcagua
and El Plomo. It is also notable that more than 10% of the 300 squares (tokapus)
of the only royal Inka tunic (unku) still in existence represent checkered tunics
similar to those found in miniature in these shrines of Collasuyu region, and
especially in Chile.
There is considerable evidence that the Inka army wore tunics with
checkered designs similar to these miniature versions. Francisco Xerez is one of
the first authors to describe the Atahualpa army attired with this style of tunic.
Another contemporary source affirms:
And they bring to these dances in many provinces, the symbols of their
triumphs over vanquished nations. Especially the weapons of the Inka and the
symbols of their power, as well as the weapons of the brave native captains
among them, and their clothing, adorned with colored checkered patterns or
painted serpents called “amaro.” (Albornoz 1967[158...?]:22).
Scholars in this area maintain that, in the abovementioned royal tunic
(toccapuccumbi), the checkered sections did not only represent a military tunic
or indeed all military tunics, but the entire Inka army. The same checkered motif
is also visible on the tunics worn by at least two military commanders in the
vignettes of the indigenous chronicler Felipe Guamán Poma in his work El Primer
Nueva Corónica y Buen Gobierno. In terms of design, it has been suggested that
the checkered tunics are an example of visual manipulation for military purposes,
intended to be used collectively, with the Inka warrior having to maintain a
balance between his individual identity as a soldier and his place in a larger
group charged with a higher purpose. The checkered edges of the tunics made
the Inka warriors look and seem like a single entity when standing side by side,
endowing the wearers with their collective graphic power and intimidating their
enemies in battle.
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It may therefore be considered a well established fact that these tunics
were in common use by the Inka army. Curiously, this coincides with certain
images of soldiers armed with checkered shields in the Nasca style ceramics and
figures dressed in checkered tunics found on Wari style pottery, all of which
suggests that the design had deep roots as a military emblem in the Central
Andes. However, there is still no good explanation for why the Inka chose to
introduce this motif in the region of Collasuyu.
The bastion of Cerro del Inga
South of the narrow passage of Paine, on the mountain Cerro Grande de La
Compañía, also known as Cerro del Inga, stands the southernmost Inka settlement
of all of Tawantinsuyu. It is a fortified site that overlooks an extensive part of the
region. The site consists of three concentric walls that protect the promontory
at different levels, and 19 structures, including five four-cornered residential
enclosures, a terraced structure, another large covered circular structure and 11
smaller circular storehouses. The innermost part of the settlement stands on the
summit of this inselberg. Like Chena Fort, entry to the citadel at the top is through
a narrow corridor between two buildings that controlled access to it.
The fort shows that the Inka had to deal with threats from hostile groups
from the south. For instance, European chroniclers were told that Topa Yupanqui
decided to establish the southernmost boundary of Inka territory at the Maule
River. Perhaps this was a diplomatic way of saying that the Inka army encountered
here the same tribes that would later offer so much resistance to the Spanish
conquerors in the Arauco War. The Inka defeat in the Battle of Maule, which is
mentioned by several chroniclers, probably put an end to the Cuzco Empire’s
eagerness to conquer southern Chile once and for all. For this reason, no clearly
Inka settlements have been found further south than the fort at La Compañía.
The La Muralla site, situated south of the Cachapoal River facing the Tagua Tagua
lagoon, has walls with foreign characteristics but has not been identified as
Inka. Thus, in this place 2,500 kilometers from Cuzco, La Compañía marks the
southernmost boundary of effective Inka rule known to date; beyond this point
there lay an extensive, unstable frontier zone plagued by warrior tribes, into
which the Inka only made occasional incursions.
Of course, this situation did not prevent the Inka from establishing contact
and entering into a variety of agreements with these groups. Proof of this is found
in the Inka ceramics and metal axes that have been found as far south as Valdivia,
where they probably arrived after changing hands more than once. Also, some
local cemeteries, such as that found in Rengo, show evidence of contact with the
Inka. More proof that the frontier was unstable at this point is found at Tren Tren,
a hilltop site located 22 kilometers southwest of Cerro Grande de La Compañía,
whose name carried a strong strong symbolic connotation in the Mapuche belief
system. The site contains a tomb located inside a sealed cave, where the partial
cadavers of four children aged nine months to nine years old were found. The
ceramic vessels accompanying the children as grave goods display mainly local
ceramic styles; interestingly, though, the grave also contains a number of Inka
ceramic vessels similar to those found throughout Tawantinsuyu. Although it
is not possible to undertake an in-depth analysis of this frontier symbolism, it
is notable that in the Araucanía region hills with similar names functioned as
landmarks, while in the north of the country certain hills were used as boundary
markers between different ethnic groups and as meeting places where local chiefs
gathered to resolve disputes and make agreements.
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The rock art of domination
Outside of populated areas, often beside Inka roads, in narrow passes, in caves and
other locations perceived as the dwelling places of dangerous spirits, the Inka had the
rocks painted with images of unkus or Andean tunics, or figures wearing these tunics.
These were apparently rituals of the conquest and incorporation of new territories
into the empire. After the native people were conquered by military force or forced
diplomatically to become part of Tawantinsuyu, these images were engraved on the
landscape as a lasting reminder of the pledge that the local chiefs had made to the Inka.
Many sites have been found in the Andes with these kinds of pictographs,
beginning in the Region of Cuzco itself. However, images of checkered tunics like
those worn by the Inka army have been found mainly in parts of Collasuyu (near
Arequipa, at different points in the Jujuy puna and around Codpa in the hills near
Arica). These images of military tunics, painted in places considered threatening
or supernatural by the local population, could have been meant to dissuade
potential rebellion.
One of these pictographs, located beside the Inka road that runs down
from the Huasco salt flat to the Pica Oasis in the north of Chile, displays on the
left a quipu (Inka counting instrument using strings and knots) and on the right
a warrior with a feathered helmet and checkered tunic. Another notable case,
this one alongside the Inka road that crosses the Chacabuco mountain range, is
the cave at Morro del Diablo, north of Santiago. The pictographs there consist of
bands with rows of concentric diamond shapes (like those appearing in around
25% of Inka aríbalo jugs) and a rectangle with checkered design that clearly
represents a military tunic. It is likely that these rock art images referred to Inka
rule and sought to ensure the continued subjugation of the local population to it.
The Inka among Us
The story of what happened after the famous meeting between Huayllullo and Almagro
at Tupiza is well known. The Spanish leader continued his expedition southward,
encountering resistance in every area governed at one time by the Inka. The harsh
mountain crossing near Copiapó also took its toll. Close to one-third of the army
Almagro had brought to Tupiza lost their lives even before they set foot on Chilean
soil, whether in skirmishes with the natives they encountered along the way, or during
the crossing of the Andes. Furthermore, Villac Umi was able to escape the expedition,
returning to the Bolivian altiplano to instigate an uprising there, as he had arranged
with Manco Inka upon his departure from Cuzco. We now know that Diego de
Almagro did not find the wealth of gold he sought in Chile, and during his hasty return
to Peru he witnessed first hand the first stirrings of the native uprising that would ignite
the Andes like a powder keg for years to come.
Of Huayllullo, though, nothing more is known. Perhaps he was one of the
casualties that succumbed during the mountain crossing, perhaps he returned to Peru with
the remnants of Almagro’s army, or he may have remained in Chile like so many others.
It is not known whether the deep cultural influence of the Inka in Chile was the
direct consequence of more than a century of occupation, of the foreign populations
that remained after the collapse of the empire, or of the later influx of yanakonas or
servants that the Spanish brought from Peru. Almagro alone is thought to have come to
Chile with 5,000 indigenous people, including natives of Cuzco, yanakonas and porters.
What is certain is that the presence of the Inka is still felt in Chile today. One only has
to consult the old Diccionario Jeográfico of Luis Risopatrón to notice at least 36 places
with Inka-related names—Inca and Incahuasi, to name only two—without mentioning
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the multitude of other Inka place names, such as Collahuasi, Inganta (Inka Copper),
Revinco (Inka King), Pallinga, Bacañán (Waka Ñan), Atuahualpa, Vaquillas (Huaquillas),
Ingacota (Inka Lake), and so on.
The Inka are also present, though often unnoticed, in the everyday speech of
ordinary Chileans. Indeed, the number of words from Quechua–the language of the
Inka–far surpasses those deriving from Mapudungun, the language of the Mapuche,
Chile’s largest indigenous group.
Finally, it is surprising to find that the Andean myths of Inkarrí–which affirm
that Atahualpa, the Inka who was beheaded by the Spanish conquistadores, would be
reborn to usher in a new era of freedom and prosperity for the indigenous people–still
survive among the native people of the north of Chile and have been traced to the
Tagua Tagua lagoon in central Chile and even to the island of Chiloé, beyond the reach
of the empire of Tawantinsuyu.
The Inka presence has also been engraved in the memory of the inhabitants of
Quebe, near Tambo de Inkaguano. This altiplano installation in the Tarapacá region is
still known as Inkamarka or Town of the Inka, because “there lives the Inka Mallku.”
Indeed, even the folk songs that the natives sing and dance to at their festivals and
ceremonies mention this Inka figure with divine qualities. Two years ago, an elder
from this town told us how the Inka hid for a long time from the Spanish on mount
Sojalla. When the Spanish came to capture them, the mountain disappeared. According
to this elderly person, the hunt lasted for some time until finally the Inka were taken
by surprise, captured and decapitated. It is hard to read local place names with the
suffix uma (head)–such as Inkauma and Castilluma–without associating them with
this mythical struggle between the Inka people and those from Castille… or without
bringing to mind that legendary meeting between Atuahualpa and Pizarro at Cajamarca.
Quechua words in common usage in Chile today
horn; small piece
mushroom
playing field
food brought along for an outing
seaweed
small leftover piece
smallholding (single family farm)
leather sandal
plot of grass
crush, grind
sun-dried, salted meat
tangled hair, mop haired
hair fringes (UK) or bangs (US and
Canada)
Chasqui
messenger
Challa
confetti or toast
Chico
small (adj), young boy (n.)
Chicha
corn beer
Chimba
neighborhood, opposite side of the river
China
servant
Choclo
corn
Choro
black mussell
Chúcaro
untamed
Chuchoca ground corn
Chuño
freeze-dried potato
Chupalla straw hat
Chupe
stew, snack
Cacho
Callampa
Cancha
Cocaví
Cochayuyo
Concho
Chacra
Chala
Champa
Chancar
Charqui
Chasca
Chasquilla
Chupilca
Guagua
Guano
Guaraca
Guata
Huacho
Huaina
Huaquero
Huasca
Huincha
Locro
Mama
Ñato
Ojota
Pampa
Papa
Paya
Palta
Poto
Quisco
Tambo
Tata
Yapa
Yuyo
Zapallo
mixture of corn beer and toasted wheat
flour
baby
sea bird dung, used as fertilizer
slingshot
tummy, belly
orphan
young/inexperienced person
treasure hunter
leather strap used for horses
tape measure, strap
thick soup or stew
Madam
person with a short nose, or without a
nose at all
flip-flop, sandal
the plains
potato
rhymed verse, usually improvised
avocado
bottom (anatomy)
cactus
way-station
“Grandpa”
extra, bonus
weed
squash
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FUNDACIÓN FAMILIA LARRAÍN ECHENIQUE
Presidenta
Clara Budnik Sinay
Secretaria
Cecilia Puga Larraín
Tesorero
Hernán Rodríguez Villegas
Consejeros
Rector de la Universidad de Chile, Víctor Pérez Vera;
Rector de la Pontificia Universidad Católica de Chile, Pedro Rosso Rosso;
Alcalde de la Ilustre Municipalidad de Santiago, Pablo Zalaquett Said;
Directora de Bibliotecas, Archivos y Museos, Nivia Palma Manríquez;
Presidente de la Academia Chilena de Historia, José Miguel Barros Franco;
Francisco Mena Larraín,
R. P. Gabriel Guarda Gewitz O. S. B.
Consejeros Honorarios
Bruno Philippi Irarrázaval
Rafael Guilisasti Gana
María Luisa Del Río de Edwards
María Luisa Larraín de Donoso
Luz Irarrázabal de Philippi
MUSEO CHILENO DE ARTE PRECOLOMBINO
Director: Carlos Aldunate del Solar
Subdirector: Francisco Mena Larraín
Gerenta: Bernardita Soto Velasco
Curador Jefe: José Berenguer Rodríguez
Conservadora: Pilar Alliende Estévez
Museógrafo: José Pérez de Arce Antoncich
Jefa Administrativa: Julia Arriagada Palma
Relacionadora Pública: Luisa Eyzaguirre Letelier
Curaduría: Luis Cornejo Bustamante y Carole Sinclaire Aguirre
Conservación: Erica Ramírez Rosales, Andrés Rosales Zbinden y Luis Solar Labra
Registro de Colecciones: Varinia Varela Guarda
Area Audiovisual: Francisco Gallardo Ibáñez y Claudio Mercado Muñoz
Educación: Rebeca Assael Mitnik y Sara Vargas Neira
Biblioteca: Marcela Enríquez Bello e Isabel Carrasco Painefil
Administración: Mónica Marín Schmidt (Secretaria), Erika Doering Araya (Contadora), Raúl Padilla Izamit (Junior) y Guillermo
Restelli Valdivia (Mantención)
Recepción: Carmen Luz Lagos Dougnac y María Teresa Flórez Labra
Tienda: Carolina Blanco Vidal, Claudia Blum Urrutia y Viviana Scacchi Ruz
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EXPOSICIÓN
Curaduría, Museología, Conservación, Audiovisuales y Administración:
Museo Chileno de Arte Precolombino
Colaboradores externos Conservación
Anja Staebler
Cecilia Uribe
Claudia Urzúa
Museología y diseño
Mariela González - coordinación
Nicole L’Huillier - arquitectura
Marco Muñoz y Alex Olave - ilustración
Daniela Vega - diseño gráfico
Fernando Maldonado - producción mapa
Pablo Maldonado - imagen gráfica exterior y de instalación.
Animaciones
Nicolás Pérez de Arce
Mara Santibáñez
Verónica Rodríguez
Audiovisuales
Daniel Evans
Nicolas Aimani
Nicolas Marín
Guías
Rebeca Assael
Sara Vargas
Felipe Armstrong
Violeta Berríos
Raquel Freire
Verónica León
Teresa Plaza
Jaie Michelow
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CATÁLOGO
Editor
José Berenguer Rodríguez
Asistente de edición
Carole Sinclaire Aguirre
Fotografía
Fernando Maldonado Roi,
salvo que se indique otro autor
Diseño y producción
Fernando Maldonado Roi
Traducción al inglés
Joan Donaghey
Impresión
Quebecor World
Museo Chileno de Arte Precolombino
Bandera 361 / Casilla 3687
www.museoprecolombino.cl
Santiago de Chile
Noviembre 2009
Inscripción RPI Nº 185053
ISBN 978-956-243-059-3
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