Citar: López, P. y Navarro-Segura, L. (2019). Sentido, mirada y técnica. Un marco para el desarrollo de competencias
en la acción socioeducativa. En P. López y L. Navarro-Segura (Coord.), Aprender para transformar. Propuestas
prácticas de didáctica de la acción socieducativa (pp. 11-32). Claret.
Sentido, mirada y técnica. Un marco para el desarrollo de
competencias en la acción socioeducativa
Paco López y Lisette Navarro-Segura
Son nuestras elecciones, Harry, las que muestran lo que somos,
Mucho más que nuestras habilidades.
Albus Dumbledore
1. Profesiones sociales y educativas: el bienestar de las personas como espejo
de nuestras competencias
Muchas profesiones se enfrentan, en este inicio del sigo XXI, a una profunda revisión
de su razón de ser y de su manera de actuar. Este hecho no es exclusivo de las
profesiones sociales y educativas. Sin embargo, estas profesiones están viviendo con
especial intensidad los efectos de los cambios en la manera en que se genera y
difunde el conocimiento y en la manera en que se relacionan entre sí los seres
humanos en esta época vertiginosa e incierta.
Si pensamos en cómo ha evolucionado la educación a lo largo de las últimas décadas,
encontramos que el foco se ha ido desplazando de los contenidos (de acceso
universal e inabarcables a la vez) a los métodos y, sobre todo, a los resultados, al
impacto efectivo de los procesos educativos en la vida de las personas. El valor de la
educación puede medirse con informes PISA, con indicadores de crecimiento
económico o con datos de reducción de la desigualdad o de incremento del bienestar y
la felicidad de las personas. Y en las decisiones que tomamos a la hora de valorar el
impacto de la educación se desvela nuestra concepción de la misma y,
probablemente, una parte significativa de nuestro sistema de valores y nuestra visión
del mundo.
Algo parecido ocurre con las profesiones vinculadas a la acción social en sentido
amplio. No basta con realizar diagnósticos acertados sobre las dificultades o los
conflictos por los que atraviesan las personas. Del buen profesional se espera
incidencia efectiva en la mejora de la vida de las personas y de los contextos sociales
en las que estas crecen y se relacionan. Cuando hablamos de “buenas prácticas” no
podemos eludir esa perspectiva teleológica, centrada en los efectos de nuestras
actuaciones. El desarrollo y evaluación de prácticas efectivas necesita integrar ciencia
y técnica, pero no son estos los únicos ingredientes necesarios para el desarrollo de
buenas prácticas. Como señala Vilar (2017), la perspectiva teleológica precisa el
complemento de la perspectiva axiológica, centrada en las aspiraciones y los valores.
La bondad profesional no tiene suficiente con el respeto de los marcos jurídicos o
administrativos y el compromiso ético, pero precisa de estos, entre otras cosas, para
garantizar que el impacto efectivo en la calidad de vida de algunas personas no lo es a
costa de otras o no lo es a corto plazo si no garantiza transformaciones sociales y
personales que, a medio y largo plazo favorezcan mejoras duraderas para todos y
todas.
Cuando hablamos de profesionales competentes en los ámbitos sociales y educativos
pensamos, pues, en personas preparadas para tomar las decisiones oportunas en las
situaciones que afrontan, capaces de gestionar adecuadamente las emociones que se
producen en la interacción humana y éticamente comprometidas con la sociedad en la
que viven. Ética, emociones y técnica son las tres dimensiones que integran lo que
hemos etiquetado como “inteligencia profesional” (Riberas y Rosa, 2015). La cuestión
es cómo desarrollamos las competencias que componen esa triple dimensión del perfil
de los profesionales sociales y educativos. Y, sobre todo, cómo lo hacemos para que
sean tres dimensiones integradas, conectadas entre sí y puestas al servicio de la
salud, la felicidad, la resiliencia o el bienestar de la gente, con todo lo que ello implica y
con la conciencia de que no somos los únicos agentes que han de intervenir en ese
proyecto.
La salud, por ejemplo, a pesar de haber sido patrimonializada por las profesiones
biomédicas, precisa de profesionales capaces de intervenir sobre los aspectos
psicosociales que la componen y que adquieren cada vez más relevancia en un
mundo en el que mueren más personas por obesidad que por hambre o en el que los
condicionantes socioeconómicos explican mejor la esperanza de vida que los
condicionantes genéticos.
Lo mismo ocurre con esas otras grandes palabras que hemos utilizado para referirnos
a la aportación de estos profesionales: felicidad, resiliencia o bienestar. Todas ellas
tienen en común dos aspectos:
-
Son procesos socialmente construidos: aunque se refieren a estados
individuales de las personas, no se construyen sin la intervención de factores
sociales, políticos y económicos. Ser feliz, tener una vida sana, afrontar
exitosamente las dificultades de la vida o vivir dignamente no son experiencias
humanas fruto del azar o el destino. Están fuertemente condicionadas por las
oportunidades que los entornos sociales han generado para el desarrollo de las
personas que en ellos crecen.
-
Son procesos en los que las profesiones sociales y educativas tienen un papel
relevante: estas profesiones pueden incidir, con su actuación, tanto sobre los
aspectos personales como sobre los aspectos sociopolíticos que construyen
bienestar, salud, felicidad o resiliencia. Esta incidencia es compartida con otras
profesiones cuya contribución es imprescindible para conseguir esas metas,
pero tiene contenidos propios. Igual que las profesiones biosanitarias se
centran en los aspectos más biológicos del bienestar (sin desatender su
interacción con los aspectos psicosociales), las profesiones sociales y
educativas se centran en las relaciones entre las personas y en su capacidad
de aprendizaje. Las dos grandes aportaciones de estas profesiones al
bienestar están centradas en conseguir que las personas, las instituciones, las
comunidades humanas en las que intervienen sean capaces de tejer vínculos y
de aprender, con todo lo que ello comporta.
2. Menos porqués y más paraqués, qués y cómos. De la lógica lineal a la lógica
de la complejidad
Es una evidencia que el ser humano multiplica exponencialmente y de manera
acelerada su conocimiento del mundo. Al mismo tiempo, también parece evidente que
el desarrollo creciente de la ciencia y de la técnica no asegura un manejo adecuado de
las situaciones que generan sufrimiento a la inmensa mayoría de habitantes de este
planeta. Un mayor volumen de conocimientos no implica necesariamente una
reducción de la mentira y la manipulación de la información ni garantiza que el
conjunto de los saberes se ponga al servicio del bienestar de todas las personas o de
la desaparición de las desigualdades. Esta es una paradoja con la que hemos
estrenado el siglo XXI. El desarrollo de las ciencias sociales de los siglos anteriores
pareció consolidar la certeza de que entender mejor la condición humana nos llevaría
inevitablemente a la disminución de los problemas sociales. Pero esto no ha sido así.
Como afirma Nardone (2006, pág. 64), “una de las convicciones más fallidas del
hombre moderno es creer que, una vez he entendido cómo funciona una cosa,
automáticamente seré capaz de dominarla”.
Esta convicción fallida encierra dos errores: uno tiene que ver con la supremacía que
se otorga al pensamiento sobre la acción y el otro con la simplificación de las
relaciones entre los factores que inciden sobre la realidad. Han pasado más de
cincuenta años desde la génesis de la perspectiva sistémica a la hora de analizar los
fenómenos sociales (Bertalanfy, 1976) y hemos asumido con naturalidad, en nuestros
discursos, que no existen relaciones lineales de casualidad que identifiquen
nítidamente los orígenes de los problemas personales y sociales para poder intervenir
sobre ellos. Sin embargo, nuestros planes de estudio siguen fragmentados en
asignaturas que instruyen en miradas parciales sobre la realidad. Y, en muchas
ocasiones, la formación de los profesionales sociales y educativos sigue centrada en
la comprensión del origen de los problemas, los trastornos o las dificultades, dando por
supuesto que ello comportará, ineludiblemente, el adecuado manejo ulterior de los
mismos.
Probablemente ha sido Morin quien mejor ha traducido la necesidad de cambiar la
lógica lineal por la lógica de la complejidad en el análisis de la realidad y en el diseño
de los procesos formativos, cuando identifica lo que él llama los siete saberes
necesarios para la educación del futuro (Morin, 1999). Una relectura de los mismos,
con la mirada puesta en la formación de los agentes socioeducativos, nos sitúa ante
tres grandes tipos de retos.
El primero tiene que ver, precisamente, con la gestión del conocimiento. No basta con
aprender cómo funciona el mundo. Es necesario aprender cómo funciona nuestra
manera de conocer el mundo. La capacidad de metaanálisis de los procesos de
construcción de conocimiento (propios y ajenos) o de acercamiento a la verdad han de
ocupar un espacio privilegiado en un contexto en el que, con demasiada frecuencia, se
confunde conocimiento con opinión o en el que algunos informes apuntan que, en los
próximos años, más del 50% de la información que circule en internet será falsa
(Gartner, 2017). Por su impacto en la vida de las personas y en los procesos de
aprendizaje, la comprensión de cómo se genera y maneja el conocimiento ha de ser
una prioridad en la formación de los profesionales sociales y educativos, quienes,
además, necesitan superar la fragmentación del conocimiento, desarrollar la
capacidad de interacción y diálogo crítico entre las diferentes disciplinas, fomentar el
conocimiento contextualizado y vincular permanentemente su propia evolución
profesional tanto a la evidencia científica contrastada como a su propia experiencia
evaluada y revisada con el máximo rigor.
El segundo reto tiene que ver con aprender acerca de las potencialidades y
fragilidades asociadas a la condición humana. Entender la complejidad humana
implica acercarse a todas sus dimensiones. Somos seres físicos, biológicos,
psicológicos, culturales, políticos, sociales, históricos y espirituales. Y todas esas
dimensiones interactúan para hacernos seres únicos y, a la vez, para compartir
miserias y grandezas con el resto de los seres humanos. Los profesionales de lo social
y lo educativo precisan esa mirada renacentista, poliédrica, que integra saberes acerca
de la condición humana, esa mirada que nace de las ciencias de la naturaleza y de las
ciencias sociales, pero también de la filosofía y del arte en todas sus formas de
expresión. Aprender la condición humana implica también aprender a afrontar la
incertidumbre, que es el fruto más cierto del desarrollo de todas las formas de
conocimiento y, probablemente, una de las expresiones más genuinas de nuestra
evolución. Frente a las concepciones más deterministas de la existencia, los
descubrimientos recientes en muchas áreas nos llevan a entender que existir implica
aprender a gestionar el riesgo, lo inesperado, la falta de control absoluto sobre muchas
situaciones futuras y desarrollar estrategias para gestionar los cambios imprevistos y
la incertidumbre que estos generan.
Por último, el tercer gran reto tiene que ver con nuestra esencia social o colectiva.
Entender la complejidad de la realidad humana desvela la necesidad de aprender lo
que significa nuestra pertenencia a una comunidad global -una “comunidad de
destino”, como señala Morin (1999)-. Para los profesionales sociales y educativos es
especialmente relevante la urgencia de aprender la comprensión del otro diverso,
núcleo central de la educación para la paz y antídoto contra prejuicios, estereotipos y
todas las formas de expresión de las actitudes negativas hacia otros seres humanos
por razón de su procedencia, religión, edad, ideología, etnia, condición física o mental,
cultura o identidad sexual o de género. Este tercer reto comporta, también, el
aprendizaje de la mirada ética de especie y de planeta, que facilite la conciencia de
comunidad y de ciudadanía comprometida con la vida de todos y todas y que nos lleve
a la consolidación de modelos de relación individuo-sociedad-especie sostenibles.
Ética, política, democracia y perspectiva ecológica se dan la mano en este reto que
también nos interpela de forma especial a educadores, educadoras y agentes sociales,
en general.
Analizar el mundo como un sistema complejo no significa renunciar a entenderlo y a
actuar en él de manera efectiva. Que no existan respuestas lineales simples a las
relaciones entre fenómenos sociales no significa que no podamos comprender las
lógicas que los sustentan e intervenir para producir cambios. Hablar de la complejidad
de la realidad no es una respuesta al porqué de las cosas. Es un desafío que nos
obliga a no conformarnos con buscar un porqué simple anclado en un pasado al que
no podemos acceder. Es aceptar respuestas inciertas a los porqués y, sobre todo,
hacernos otro tipo de preguntas.
Ante, por ejemplo, una situación terrible en la que una persona ha agredido y
asesinado a otras, movida por ideas políticas o religiosas, es comprensible la
necesidad social de entender. ¿Por qué? –nos preguntamos-. Y algunos medios de
comunicación, víctimas, personas cercanas al agresor y, cada vez más, personas
absolutamente ajenas a la situación elaboran respuestas, las comparten y buscan que
otros tomen decisiones coherentes con esas respuestas. La pregunta sobre el porqué
es insuficiente cuando se precisan actuaciones que incidan sobre esa realidad en el
presente y en el futuro. Por otra parte, poner un foco causal sólo en algunos de los
múltiples factores que interactúan en una situación compleja como ésta (por ejemplo,
en la falta de control policial en determinados contextos), sin atender a las
interacciones entre sí y con otros factores locales y globales, puede acabar
llevándonos a decisiones que acaben alimentando el problema que se pretende
combatir (por ejemplo, con un tipo de medidas de control de los entornos en los que
crecieron los presuntos autores de los asesinatos que alimenten la radicalización de
otros).
Más allá del porqué, la intervención sobre los sistemas que generan este tipo de
situaciones necesita otro tipo de preguntas: ¿Cómo se crea y mantiene el problema?
¿Cómo se ha intentado afrontar hasta ahora?¿Qué papel juegan los diferentes actores
que intervienen?¿En qué aspectos de la situación ponen la mirada los diferentes
actores? ¿Qué dicen sobre la situación los actores implicados? ¿Para qué queremos
conocer esa realidad e intervenir sobre ella?
Cambiar la lógica lineal por la lógica de la complejidad implica cambiar y diversificar
las preguntas y eso tiene claras consecuencias para la formación de los profesionales
socioeducativos. Ya no se trata de preparar para actuar aplicando una serie de
respuestas nacidas del análisis de las causas de los problemas. Se trata de ayudar a
desarrollarse como agentes de cambio, como profesionales reflexivos (Schön, 1992)
capaces de dar sentido a su actuación, de reajustar constantemente su mirada sobre
la realidad y de adecuar su bagaje técnico a las necesidades de un contexto
cambiante. Sentido, mirada y técnica son tres dimensiones del engranaje competencial
que han de interactuar en las situaciones profesionales y cuyos ingredientes
constituyen, desde nuestro punto de vista, el punto de partida de los contenidos y los
métodos que se despliegan en la formación básica y en la formación permanente.
Nuestro objetivo es revisar los diez ingredientes que, fruto de los análisis compartidos
con grupos diversos de profesionales del trabajo social y la educación social, aparecen
como
más relevantes.
Aunque
todos ellos se
pueden
traducir
en
áreas
competenciales, son, más bien, aspectos básicos que han de estar presentes en el
desarrollo de las competencias para la acción social y educativa y que vamos a
repasar acentuando su relación con cada una de las tres dimensiones señaladas. Este
repaso sirve, por una parte, para clarificar en qué estamos pensado cuando hablamos
de sentido, de mirada y de técnica en la formación de los profesionales de la acción
social y educativa. Por otra parte, queremos que sirva de antesala al ejercicio colectivo
de narración de las prácticas docentes (necesariamente diversas para desarrollar
competencias diversas) puestas en marcha para contribuir a esos procesos formativos
y que hemos querido recoger en el resto del libro.
3. Aprender a dar sentido: el motor y el horizonte de la acción profesional
"Ningún viento es favorable para quien no sabe dónde va" decía Séneca. Siguiendo
con su metáfora marinera, en la práctica social y educativa se encumbra, con cierta
frecuencia, la costumbre de navegación. Pasar muchas horas en el barco, entre el
fragor de las olas, no siempre asegura, sin embargo, que se llegue a algún puerto. La
experiencia, aunque fundamental, no garantiza, por sí sola, los logros personales o
profesionales. La acción repetida es una condición necesaria pero no suficiente para el
aprendizaje y la bondad profesional. Distanciarse, reflexionar, supervisar y dar sentido
a lo que hacemos es fundamental para no perdernos en tareas cotidianas, urgentes o
improvisadas que, además de saturar nuestra agenda, nos desvíen de las prioridades
o incluso nos conviertan en cómplices de los problemas que pretendemos evitar. La
capacidad de dar sentido, de responder a las pequeñas y grandes preguntas de la
vida, es uno de los factores protectores que configuran la resiliencia de los seres
humanos (Vaniestendael, 1997).
En el caso de la acción social y educativa es,
además, la garantía de que ponemos nuestra intervención al servicio de la mejora de
la vida de los otros y de la construcción de ese mundo que definimos en las grandes
palabras que suelen estar presentes en nuestros discursos. ¿Cuáles son los
ingredientes de esta “brújula” profesional, de esta capacidad para responder a la
pregunta del para qué hacemos lo que hacemos, de qué nos mueve o de dónde
queremos llegar? Al menos, los cuatro siguientes:
•
Perspectiva ética y compromiso con el bienestar de todos y todas. En este
ingrediente hay una actitud militante que conecta con la propia constelación de
valores. Ser profesional de lo social o ser educador o educadora necesita algo
tan simple de decir y complicado de hacer como que nos importe la vida de “los
otros”. Puede resultar gratificante cuando esos otros son personas que
necesitan y agradecen nuestra dedicación. Pero es algo tremendamente
exigente cuando su comportamiento produce dolor o malestar, cuando existen
resistencias u hostilidad, cuando cuestionan nuestras ideas o estilo de vida o
cuando ni siquiera los tenemos cerca (porque nuestra intervención tenga por
objeto incidir en dinámicas sociales o en grupos humanos con cuyos miembros
no tendremos contacto directo).
El compromiso ético implica, además, el desarrollo de las herramientas para el
manejo de las normas, para afrontar los dilemas éticos que inevitablemente
surgirán en la praxis profesional y para fundamentar, más allá de
posicionamientos puramente emocionales, el sentido de la justicia, la
protección de los derechos y el fomento de la igualdad de oportunidades. Todo
ello, lejos de ser eso que llamamos “cuestiones de fondo”, han de ser
cuestiones muy visibles. Afectan poderosamente a la gestión cotidiana de los
conflictos y las relaciones y son el fundamento de la confianza entre las
personas. Se muestran en la sensibilidad con la que nos acercamos a coger al
otro o a tratar confidencialmente la información sobre su vida, obligan a los
equipos a aprender y definir criterios que permitan mejorar a partir de los
errores y orientan la toma de decisiones, buscando siempre dar razón de por
qué o para qué hacemos lo que hacemos.
•
Coherencia entre las intenciones profesionales y los propios actos. No
descubrimos nada novedoso si hablamos del impacto del modelado en los
procesos de aprendizaje (Bandura, 1986). Los seres humanos incorporamos al
propio repertorio comportamental una parte importante de lo que las personas
significativas que nos rodean nos muestran en el suyo. Por ello, en muchas
ocasiones, incidimos más en la vida de los otros con el comportamiento que
ellos observan en nosotros que con las acciones que directamente ponemos en
marcha para incidir intencionadamente. Por otra parte, tratar de influir en las
dinámicas sociales que generan cohesión o igualdad de oportunidades lleva
asociado, necesariamente, el cuestionamiento de la propia manera de
relacionarse, de participar o de consumir.
¿Puede alguien ser médico y tener unos hábitos de salud horrorosos? ¿Puede
alguien ser profesora de lengua y cometer constantes faltas de ortografía?
¿Puede alguien ayudar a mejorar las habilidades sociales de los otros sin ser
capaz de pedir disculpas cuando comete un error que les complica la vida?
Podríamos responder aludiendo a la diferencia entre “hacer de” y “ser” médico,
educadora…, pero entraríamos en el complejo territorio de las identidades
personales y de los límites entre la vida y los diversos escenarios en los que
esta se desarrolla (entre ellos, la actuación profesional). Responderemos, sin
embargo, apelando al compromiso ético del que hablábamos en el punto
anterior. Si me importa la salud de los otros de verdad, es probable que me
importe también la mía (aunque sólo sea porque la calidad de mi propia salud
me permitirá contribuir de mejor forma al fomento de la salud de los otros). Ello
no implica, necesariamente, que sea capaz de desarrollar los hábitos
saludables que, con mi conocimiento de la salud, considero adecuados. Pero
estoy seguro de que haré lo posible, intentando aplicar las estrategias que
utilizo con las personas a las que ayudo. La coherencia, en este caso, no se
manifiesta en la perfección de la conducta, sino en la autoexigencia y la
capacidad autocrítica del profesional para incorporar los propios hábitos a los
procesos de mejora de su actuación.
En los otros dos casos, el límite lo pone, más nítidamente aún, el impacto
directo de las propias carencias en la competencia profesional. La falta de
dominio de la ortografía o de la capacidad de pedir disculpas probablemente
invalida a ambos profesionales para actuar en los respectivos ámbitos. Resulta
difícil
acompañar
a otros en
procesos de mejora
hacia
horizontes
presuntamente valiosos si ese valor no se concreta en la propia vida de
manera tangible, no tanto (insistimos) desde la búsqueda obsesiva de la
perfección, sino desde el compromiso evidente por caminar en la misma
dirección de las personas a las que se acompaña.
•
Sentido del humor y de la fiesta. El sentido del humor es una de las
expresiones más genuinas de la capacidad de dar sentido a lo vivido, porque
es fruto de la lucidez para distinguir entre lo que es fundamental y lo que es
accesorio. Es también uno de los factores protectores señalados por la
investigación acerca de la resiliencia y, por tanto, uno de los aspectos que los
profesionales socioeducativos pueden ayudar a desarrollar y conviene que
desarrollen (Cohen Abadi, 2009; Díaz, Salazar y Zamora, 2013; López y Rosa,
2014). La capacidad de reírse de uno mismo y de hacerlo con los otros es un
acceso directo a la condición humana compartida. La búsqueda de la
perfección puede ayudarnos a crecer y superarnos, pero es el recuerdo de
nuestra fragilidad, de nuestras limitaciones o imperfecciones, lo que nos acerca
y nos vincula a los otros.
Las vivencias intensas, de dolor o de alegría, son momentos que ponen
especialmente a prueba nuestra capacidad para generar complicidades y tejer
vínculos. En las situaciones de dolor, la relación de ayuda exige un manejo
especialmente sutil de la proximidad o la distancia adecuadas para acompañar.
Nuestras reacciones ante el sufrimiento nos vinculan, pero lo hacen,
necesariamente, desde maneras diferentes de acercarse y dejarse afectar por
la situación. Sólo así se puede ayudar de verdad.
Existe, sin embargo, un tipo de situaciones que nos vinculan sin necesidad de
diferenciarnos excesivamente. Son las fiestas y celebraciones compartidas. Un
cumpleaños, la celebración de un logro individual o colectivo, un espacio de
intercambio musical o teatral, son escenarios de interacción humana que, sin
perder de vista que el foco siempre ha de estar en lo que necesitan las
personas destinatarias de la actuación del profesional, permiten a este mostrar
su rostro más humano, lleno de intereses, capacidades y limitaciones que van
más allá de lo que habitualmente se muestra en los escenarios de interacción
profesional. Desde este punto de vista, el sentido de la fiesta, como el sentido
del humor, permiten entender y expresar los valores que nos unen y que dan
sentido a lo que hacemos.
•
Perspectiva estratégica. Una de las habilidades de pensamiento que
condiciona nuestra capacidad de automanejo y de relación con los otros es lo
que algunos autores llaman el pensamiento medios-fines (Spivack y Shure,
1974; Segura, 2002). Esta habilidad cognitiva tiene que ver con la capacidad
para, en una situación social determinada, definir metas y, sobre todo, anticipar
los pasos necesarios para conseguirlas. Es la habilidad central de los procesos
de planificación y la base para tomar decisiones y movilizar los recursos
necesarios para hacerlas efectivas, que es de lo que hablamos cuando nos
referimos a la perspectiva estratégica.
La perspectiva estratégica es el ingrediente que ayuda a transformar los
sueños en planes o, mejor, que ayuda a soñar de manera que esos sueños
movilicen y tengan posibilidades de generar cambios efectivos. Implica virtudes
“tradicionales” como la paciencia, el realismo y la constancia, pero también una
mente abierta para imaginar nuevas alternativas y asumir riesgos e innovar.
Un estudio reciente señala hasta doce atributos presentes en las personas
capaces de actuar como agentes de cambio (Rivers, Armellini, Maxwel, Allen y
Durkin, 2015): autoconfianza, perseverancia, locus de control interno,
autoconciencia, orientación a la acción, creatividad, pensamiento crítico,
empatía, praxis reflexiva, capacidad de comunicación, inteligencia social y
emocional, orientación a la solución de problemas, liderazgo y comportamiento
orientado por valores. Muchos de esos atributos son propios de las personas
con mentalidad investigadora, que no se conforman con las respuestas dadas,
que se formulan nuevas preguntas y se plantean nuevos retos, que evalúan y
ajustan su actuación a partir de las evidencias obtenidas y no de la bondad de
las intenciones, que viven su profesión como un diálogo permanente entre
investigación y praxis. Y quizás sea el desarrollo de esta mentalidad una de las
mejores maneras de impulsar la perspectiva estratégica y la capacidad de dar
sentido a la acción social y educativa.
4. Aprender a mirar: el desarrollo del criterio para analizar la realidad
El sentido mueve y orienta la praxis profesional y nos ayuda a responder al para qué
de nuestra actuación. Es, como decíamos, la brújula. Pero, para llegar a buen puerto,
el barco necesita también marineros capaces de interpretar adecuadamente lo que
pasa alrededor y en el interior de la nave. La metáfora marinera se completa con otra
de carácter óptico: la mirada, el foco, el enfoque… Hablamos del criterio para decidir
desde qué perspectiva interpretamos la realidad, con qué ojos la miramos o en qué
nos fijamos para juzgarla. No se trata sólo de sumar conocimientos sobre la condición
humana, las relaciones sociales, las dinámicas políticas o económicas, sino de
conseguir que esos conocimientos vayan estructurando y consolidando maneras de
ver el mundo que permitan comprender por qué pasa lo que pasa y cuál puede ser
nuestro papel en él. Necesitamos aprender Historia, Psicología, Sociología,
Antropología, Política… pero, sobre todo, necesitamos que esas disciplinas aporten
una visión poliédrica de la realidad que nos permita desarrollar nuestra particular
manera de leerla.
¿En qué se traduce la aportación de todas las disciplinas que nos ayudan a
comprender la realidad y desarrollar el criterio para decidir sobre ella? ¿Cuáles son los
ingredientes de eso que llamamos mirada? Hemos seleccionado los tres siguientes:
•
Perspectiva sistémica. Ya hemos hecho referencia a ella cuando hemos
revisado la lógica de la complejidad. Es importante acentuar, no obstante, que
no basta con entender la diversidad de componentes de los sistemas de los
que formamos parte; lo cual, en ocasiones, parece llevar a la necesidad de
intervenir sobre todos ellos (necesidad a veces forzada, y no siempre
justificada o posible). Se trata, sobre todo, de entender las relaciones que se
producen entre esos componentes y nuestras posibilidades de producir
desequilibrios y nuevos equilibrios (más saludables o positivos) en esos
sistemas. Dicho de otro modo, la perspectiva sistémica tiene que ver más con
el video que con la fotografía, más con identificar relaciones que con identificar
partes del sistema, más con descubrir las teclas clave que, tocadas
adecuadamente, generan una experiencia musical conmovedora que con
querer introducir todas las teclas en la composición musical.
Una de las consecuencias más notorias de la incorporación de esta perspectiva
en las últimas décadas ha sido la generalización de la importancia dada al
trabajo en red. Desgraciadamente, en ocasiones se ha reducido este a un
ejercicio de coordinación de actuaciones entre profesionales, necesario pero
insuficiente para incidir en el tejido social, en esa red de relaciones familiares,
con los vecinos o con la comunidad que permitan desarrollar la función
protectora que tenía la red en los circos de nuestra infancia. Probablemente,
esa red (la del circo) expresa mejor, metafóricamente, la aplicación de la
perspectiva sistémica al trabajo social y educativo que la más presente hoy,
asociada a internet, como simple red de conexiones.
•
Centralidad de la persona en la actuación profesional. Parece innecesario
recordar, por obvio, que son las personas destinatarias de la acción profesional
las que han de ser el centro de la misma, porque es su vida la que se
construye, se afronta o se desarrolla en los escenarios de interacción con los
profesionales. Y es probable que la inmensa mayoría de los profesionales de la
educación o de la acción social actúen con la convicción de que están
respetando esa perspectiva. Si eso fuera así, sin embargo, quizás no
hablaríamos tanto de ello. De hecho, es uno de los aspectos complejos de eso
que llamamos las relaciones de ayuda. ¿Qué significa que la persona es el
centro? ¿Cómo transforma esa perspectiva la mirada y la acción de los
profesionales?
En primer lugar, supone poner en su sitio el concepto de normalidad. Que algo
sea normal nos habla de la frecuencia con la que ocurre, pero no de su
deseabilidad o bondad. En ocasiones, los hallazgos estadísticos de las ciencias
sociales se han mezclado con el plano moral para convertirse en juicios sobre
la condición humana, con resultados dolorosos cuando se aplican a personas o
colectivos concretos considerados fuera de la norma. La aceptación e incluso
la celebración de la diversidad humana como hecho que nos enriquece como
especie es una de las consecuencias prácticas de poner a la persona en el
centro. Somos únicos y únicas. Cada uno de nosotros. Con nuestro cuerpo,
nuestra mente, nuestra manera de relacionarnos, nuestra salud, nuestra
vivencia de la sexualidad, nuestras capacidades, nuestras limitaciones,
nuestras raíces culturales, nuestras creencias, nuestra edad o nuestro nivel de
necesidad de vivir solos o acompañados.
Poner a la persona en el centro implica, además, aceptar que su vida tiene
sentido aquí y ahora. Los niños y las niñas no son ciudadanos del futuro. Son
ciudadanos. Y eso, que es aplicable a cualquier de las otras diversidades a las
que hemos hecho referencia, nos convierte a todos en corresponsables de
nuestra vida en común, sin necesidad de menoscabar nuestra dignidad
personal por el hecho de necesitar ayuda en algún aspecto de nuestra vida. De
hecho, todos necesitamos ayuda. Es una de las esencias de nuestra condición
social.
Cuando miramos con los ojos de los otros, cuando consideramos su
participación no una concesión sino un regalo, cuando entendemos que
favorecer la autonomía es la mejor manera de ayudar y ayudarnos, estamos
empezando a entender lo que significa poner en el centro a la persona.
•
Sensibilidad artístico-cultural. Una de las aportaciones recientes de las
ciencias sociales con mayor influencia en contextos educativos ha sido la teoría
de las inteligencias múltiples de Gardner (1987), especialmente por su impacto
posterior en el desarrollo de la educación emocional. Aunque, probablemente,
es más conocido por las inteligencias personales (así llama a las inteligencias
inter e intrapersonal, que están en la base de lo que posteriormente se ha
desarrollado como inteligencia emocional), su diversificación del concepto de
inteligencia comenzó por las inteligencias artísticas. Desde su punto de vista,
las
tres
inteligencias
artísticas
identificadas
(musical,
espacial
y
cineticocorporal) son, igual que los otros cinco tipos de inteligencia que ha
definido (matemática, lingüística, naturalista y las dos personales), vías por las
que los seres humanos procesamos la información para resolver problemas o
crear productos valiosos en uno o más contextos culturales.
El arte y la cultura se reducen, en muchas ocasiones, a objetos o eventos de
consumo (masivo o selecto). Lejos de esta concepción y conectando con
propuestas como las de Gardner, que entienden el arte y la cultura como
formas privilegiadas de relacionarse con el mundo, la sensibilidad artísticocultural puede ser una de las más poderosas expresiones de la manera de
mirar la realidad que proponemos para los actores sociales y educativos. Arte y
cultura entendidos como expresiones de la diversidad humana, como espacios
de encuentro entre lo personal y lo comunitario o como herramientas de
creación colectiva y de transformación sociopolítica, se convierten en maneras
de mirar la realidad y de dialogar con ella que acercan a los profesionales
sociales y educativos a la visión apasionada del mundo y a la opción
descarada por los más vulnerables que se precisa para el ejercicio de su
función como agentes de cambio.
Arte y cultura pueden, además, proporcionar herramientas prácticas de
intervención; pero, por encima de ello, su aportación más valiosa tiene que ver
con esa educación de la mirada que ayuda a narrar historias personales y
colectivas contribuyendo a llenarlas de sentido. Los lenguajes artísticos pueden
ser diversos (literatura, música, cine, artes visuales…) y también diversas la
forma de acercase a ellos (como creadores, como espectadores o como
intérpretes), pero creemos que la sensibilidad que los sustenta es un
ingrediente imprescindible en la construcción de la mirada de los profesionales
socioeducativos, porque lo es en el desarrollo de la condición humana.
5. El aprendizaje técnico: tocar las teclas adecuadas para facilitar los cambios
El sentido responde a la pregunta del paraqué, nos orienta y nos mueve. El ajuste de
la mirada tiene que ver con la perspectiva de análisis y, por tanto, responde a qué está
pasando, con qué criterio lo analizamos o qué papel juegan los actores en esa
realidad. Para hablar de la tercera dimensión que interactúa en la práctica social y
educativa necesitamos una metáfora de acción, que evoque el tacto o el contacto con
la realidad. Las analogías marineras y ópticas se complementan con una última de tipo
musical. El buen pianista necesita dar sentido a su obra, ponerla en contexto, saber
para qué está encima del escenario. También ha de ser capaz de escuchar las
expectativas del público, verse a sí mismo ante el instrumento y leer adecuadamente
los matices de la partitura. Pero, sin la habilidad, sin el método, el piano no suena ni
conmueve.
La tercera dimensión, sin la cual se hace imposible el desarrollo de las competencias
necesarias para la acción social y educativa, es la técnica. Existen, sin duda, muchos
ingredientes técnicos específicos de los diversos ámbitos de actuación. Sin embargo,
hay un tipo de ellos que son transversales y que afectan al núcleo de la actividad de
estos profesionales. Nos referimos a los ingredientes técnicos que tienen que ver con
la comunicación y las relaciones interpersonales. Hemos seleccionado, por su
relevancia, los tres siguientes:
•
Manejo del lenguaje corporal. Gestos, tonos, miradas, distancias físicas,
posturas e incluso maneras de vestir tejen una parte importante de los climas,
las comunicaciones y los vínculos que se establecen entre las personas.
Manejar todo ello al servicio de la calidad de los procesos de acompañamiento
es uno de los ingredientes básicos del bagaje competencial de los y las
profesionales de la acción social y educativa. Es a lo que se refieren muchos
de ellos cuando dicen que la principal herramienta con la que cuentan son ellos
mismos, haciendo referencia, en ocasiones, a conceptos como carácter o
personalidad.
No se trata, sin embargo, de una especie de atributos personales que vienen
“de fábrica” (la Psicología social nos ha aportado suficientes elementos para
entender la importancia de los aspectos contextuales o situacionales en eso
que llamamos personalidad). Son recursos técnicos que se aprenden y
practican en escenarios personales y profesionales, en contextos naturales y
en contextos formativos, tanto para manejar la propia manera de expresarse
como para leer adecuadamente el lenguaje no verbal de las personas con las
que se trabaja. Como todo proceso de aprendizaje, requiere inicialmente la
toma
de
conciencia
sobre
los
propios
automatismos
(desarrollados
mayoritariamente en contextos personales) y su nivel de ajuste a las relaciones
que se producen en situaciones profesionales. Y es la práctica intencionada y
supervisada posterior la que puede permitir desaprender o incorporar nuevos
automatismos, más adecuados para el manejo profesional de esas situaciones.
Hablamos, por ejemplo, de acercarse sonriendo, que puede ser la mejor
manera de mostrar una actitud acogedora que transmita bienestar (Dueñas,
2012), de las decisiones relativas al saludo, de la manera de sentarse o del
manejo de la evolución gestual en una entrevista. Todo ello juega un papel
significativo en la práctica profesional y sería deseable que se cuidara su
desarrollo también en los procesos formativos.
•
Capacidad de gestión de las críticas y los conflictos. Las habilidades para
la comunicación interpersonal de los profesionales sociales y educativos se
ponen a prueba en múltiples situaciones y forman parte de su repertorio
competencial más elemental. Los ingredientes técnicos del estilo de
comunicación asertivo incorporan todo lo mencionado anteriormente sobre el
lenguaje no verbal, pero implican, además, el manejo de aspectos cognitivos
(lo que pensamos y no pensamos), verbales (lo que decimos y no decimos) o
de gestión emocional necesarios para escuchar activamente, empatizar,
resumir lo que la otra persona nos intenta comunicar, parafrasearlo, hacer
preguntas, comunicar emociones positivas y negativas o utilizar lo que
llamamos mensajes yo, por citar algunas de las habilidades sociales básicas
más relevantes.
Esas habilidades se ponen en juego especialmente en situaciones de crisis o
tensión en las relaciones. Afrontar la hostilidad y el desánimo, hacer y recibir
críticas o afrontar procesos de resolución de conflictos son algunas de esas
situaciones complejas que pueden venir marcadas por la tensión explícita con
la que las viven las personas que se acercan a un determinado centro o
servicio (violencia verbal, tensión ante respuestas negativas a sus expectativas
o a procedimientos a seguir, hostilidad manifiesta, escepticismo, oposición o
rechazo de la intervención del profesional, críticas inadecuadas en contenido o
forma, etc…) o por el impacto emocional que esas situaciones tienen en los
profesionales.
Para manejar todo ello, el profesional necesita desarrollar un repertorio técnico
que, antes, durante y después de su intervención, le permita regular el impacto
emocional de esas situaciones (en él o ella y en las personas con las que
trabaja) e incrementar, de paso, la bondad de su intervención y el logro de los
objetivos definidos en cada caso.
•
Práctica del diálogo estratégico. El estudio de la comunicación humana
desde la perspectiva de la relación de ayuda ha avanzado notablemente en la
segunda mitad del siglo pasado. Investigadores y psicoterapeutas diversos han
ido afinando modelos y técnicas de intervención que, nacidos inicialmente en
contextos clínicos, están resultando útiles en contextos sociales y educativos.
El diálogo estratégico (ver, por ejemplo, Nardone, 2006) es un ejemplo
significativo de ello. Propuestas como esta nacen de la constatación de
que cada situación es única, pero existen formas de proceder que se han
demostrado eficaces para movilizar procesos de cambio y que son aplicables
en contextos muy diversos. Su aparente simplicidad no puede ocultar que sólo
un profundo conocimiento de la mente humana permite su aplicación en
situaciones complejas.
Los ingredientes del diálogo estratégico afinan algunos de los elementos
técnicos de las habilidades de comunicación a las que nos hemos referido
anteriormente y los ponen al servicio del impulso de los procesos de cambio y
del adecuado manejo de las resistencias que en ellos se activan. Las
preguntas de doble alternativa, la reestructuración, la evocación o el uso de
estratagemas que favorecen la experimentación o la acción para desbloquear
situaciones problemáticas son buenos ejemplos del tipo de técnicas que han de
estar también presentes en el equipaje competencial de los profesionales de la
acción social y educativa.
6. El secreto está en la mezcla. Una reflexión final sobre los ingredientes de las
competencias
Cuentan algunos relatos mitológicos que Euterpe, musa inspiradora de las obras
musicales, era, como el resto de las musas, hija de Zeus y de Mnemósine, aunque, en
la práctica era Apolo quien las tenía bajo su protección. Mnemósine era la diosa de la
memoria, pero no la de la habilidad cognitiva de recordar (esa era Mneme), sino la de
los vínculos que conectan con las raíces de manera intensa y emocional. Apolo era
símbolo de la perfección de las formas. Si una pieza musical nacía con un influjo
mayor de Apolo que de Mnemósine, era ordenada y bien sistematizada, pero no
llegaba al alma. Si una pieza, sin embargo, tenía más de su madre que de Apolo, era
inspiradora y profunda para su autor, pero tampoco llegaba a conectar con los que la
escuchaban, porque le faltaban el respeto a las reglas musicales que la hicieran
inteligible. Para que una obra musical fuese completa necesitaba la dosis necesaria de
la pasión de su madre y del orden y la técnica de Apolo.
Algo así ocurre con las competencias para la acción social y educativa. El rigor de la
técnica y el método son imprescindibles, pero también se necesita una dosis
importante del “arte” que nace del sentido y la mirada. De hecho, el secreto está en la
presencia de las tres dimensiones. Un fino analista de la realidad, capaz de identificar
las relaciones que se producen entre los actores en un contexto determinado, no será
competente para intervenir en ese escenario sin la capacidad técnica para interactuar
con esos actores y sin la perspectiva suficiente para dar sentido a su intervención. Y
algo similar podríamos decir si la presencia del sentido o de la técnica no van
acompañados del desarrollo de las otras dos dimensiones.
Los avances pedagógicos nos permiten ir introduciendo nuevas perspectivas a la hora
de comprender y sistematizar los procesos de enseñanza aprendizaje. En ocasiones,
sin embargo, en el camino de incorporación de esos avances, los formadores
simplemente substituimos terminologías anteriores por otras emergentes sin cambiar
los esquemas que las sustentan. Algo así puede haber ocurrido con el trabajo por
competencias. El esquema anterior orientaba la práctica docente hacia el desarrollo y
evaluación de contenidos conceptuales, procedimentales y actitudinales (otro
esquema triangular que, sin duda, puede seguir siendo útil para la organización de los
contenidos formativos). Con la aparición del enfoque de competencias, hemos tendido,
a veces, a reducir el cambio a una mera sustitución terminológica (contenidos por
competencias). Como consecuencia, hablamos de competencias conceptuales,
procedimentales y actitudinales, sin entender que, aunque ciertamente puedan existir
competencias que, para su desarrollo y aplicación, requieran mayor presencia de un
tipo de contenidos que de otros, el cambio de enfoque pone el acento en la integración
de contenidos que llevan al manejo competente de la realidad con la que se
interactúan en un ámbito profesional determinado. Sin el manejo de los conceptos
necesarios para identificar o comprender un determinado problema y sin una actitud
que impulse a implicarse en su solución, la simple puesta en práctica de unos
procedimientos aprendidos previamente no nos permitirá, por ejemplo, manejar las
particularidades de cada una de las variantes posibles de esa situación para adaptar
los procedimientos y seguir aprendiendo. En definitiva, no seremos competentes si nos
limitamos a la aplicación robótica de consignas preaprendidas.
Sea con ese esquema tridimensional de tipologías de contenidos (conceptos,
procedimientos y actitudes) o sea con el esquema, también triple, de dimensiones de
las competencias que hemos utilizado para revisar algunos de los ingredientes que
consideramos clave para la actuación profesional (sentido, mirada y técnica), el
secreto está en la mezcla. Es la integración de dimensiones, de contenidos, de
perspectivas la que explica los secretos de la competenciaprofesional.
Lo primero, la bondad; lo segundo, el talento. Y aquí termina el cuento. Así reza un
breve poema de Gloria Fuertes (2011). Quizás es una forma más sencilla de decir que
el talento no existe sin el desarrollo de las virtudes que nos acercan a nuestra mejor
versión como seres humanos. Bondad, verdad y belleza siguen siendo el espejo
donde mirarnos y donde ayudar a mirarse a las personas a las que acompañamos.
Por eso, hablar de competencias no es sólo hablar de habilidades, sino de poner estas
en conexión con ingredientes diversos, darles sentido y afinar la mirada para
relacionarnos con el mundo, para asumir riesgos y para, como dice la cita que abre
este capítulo, tomar decisiones que hagan este mundo (el de todos y el de cada uno)
un poco más habitable.
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