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LA IGLESIA Y SU MISIÓN
VIVIR LA FE EN COMUNIDAD
En estos largos días de encierro que nos obligó a vivir la pandemia del coronavirus
hemos vivido lejos de seres queridos, amigos y encuentros que tanto necesitamos, de
allí la tristeza y angustia que consciente o inconscientemente nos atraviesa. Para los que
tenemos la fe cristiana ese sufrimiento espiritual ha sido aún mayor, porque nos hemos
visto obligadamente distanciados de las celebraciones y templos como nunca antes
había sucedido.
¿Por qué los católicos extrañamos tanto las ceremonias religiosas y los lugares
sagrados para rezar? Porque para nosotros la fe no es un sentimiento religioso individual
e interno sino una relación profunda de amistad con Dios y la pertenencia y compromiso
con una comunidad. Los sentimientos son inclinaciones pasajeras de la parte sensible
de nuestra alma, duran lo que duran y no expresan siempre lo más profundo de nuestra
voluntad, sino adhesiones o rechazos que permanecen solo un tiempo. La fe es un
conocimiento y un amor mucho más profundo y duradero, como el amor más arraigado
en nuestro corazón que sentimos por aquellas personas que realmente amamos. De la
misma manera, pero dirigido a Dios, la fe nos hace descubrir la presencia de Dios en
nuestras vidas y nos da el deseo de estar con Él. Por eso, necesitamos celebrar
ceremonias religiosas, porque para nosotros la liturgia no es el recuerdo de una fecha
patria, de un hecho del pasado, sino una memoria que hace aquí y ahora presente a
Dios. Es traer a Dios a nuestras vidas. Algo que necesitamos de manera más urgente
cuando nos sentimos en peligro, cuando tomamos conciencia que nuestra vida y la de
nuestros seres queridos y amigos está en riesgo. En esos momentos es cuando más
necesitamos vivir la experiencia de la cercanía de Dios, como necesitamos del abrazo de
alguien de la familia o de un amigo.
Un ser tan pequeño como un virus ha puesto en jaque el mundo y nos hecho
recordar que los seres humanos somos frágiles, no sólo biológicamente, sino también
afectiva y espiritualmente, por eso andamos así con la angustia a flor de piel necesitados
de Dios, de su cuidado, y de los demás, y de sus demostraciones de afecto.
Esta endeblez de la condición humana es la que conoce perfectamente Dios y la
razón por la que pensó que la fe no fuera sólo una vivencia individual, sino una
pertenencia a una comunidad con signos visibles que realizaran realmente efectos
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espirituales en el alma, los sacramentos. Dios podría haber elegido otra forma y otro
camino para llegar al cielo, pero conociendo la naturaleza humana quiso que el ser
humano que no puede ser feliz aislado de los demás, perteneciera a una comunidad de
creyentes aquí en la tierra y participara de una comunidad también en la vida eterna.
Pero, para explicar, aún mejor, porqué quiso Dios que existiera la Iglesia como
instrumento de salvación, hay que recordar que el Dios cristiano es un Dios en Tres
Personas y que esas Tres Personas divinas existen desde toda la eternidad unidas en la
misma esencia divina y compartiendo pensamientos y actos de amor entre ellos y hacia
nosotros. El Dios cristiano es un Dios que vive en comunidad desde siempre y que, por
esa razón, nos invita a que al elegirlo libremente vivamos en comunión Él, con el Padre,
el Hijo y el Espíritu Santo, en esta vida por la fe y la gracia, y en la vida eterna por la
visión directa de Dios y la compañía de los ángeles y santos.
La Iglesia existe no por voluntad de algunas personas que quisieron darle a la religión
una forma institucional, sino por nuestra necesidad de vivir acompañados, también en
la fe, pero sobre todo, porque Dios nos invita a vivir con Él en comunidad en la vida
eterna. La vida espiritual cristiana, por lo tanto, tiene una necesaria dimensión
comunitaria, las celebraciones son una expresión de una comunión de vida interior en
la que se comparten oraciones y méritos: la comunión de los santos.
La Iglesia no busca un fin terrenal, sino que las personas libremente lleguen a la vida
eterna y, para conseguir ese fin, realiza muchas actividades como la enseñanza, la
solidaridad con los pobres, el cuidado de enfermos, etc. y procura que sus miembros
vivan en sus vidas el amor a Dios, profesando la misma fe, amando y esperando lo mismo
y tengan un estilo de vida inspirado en el ejemplo de Jesús. La Iglesia es mucho más que
una institución, es una verdadera comunión espiritual, tal como reflejan los nombres
con los que se designa.
Para comprender mejor esto tenemos que explicar la naturaleza de la Iglesia
recurriendo a las definiciones más importantes:
1- La Iglesia como pueblo de Dios:
La definición de la Iglesia como Pueblo de Dios tiene su origen en el Antiguo
Testamento, ésa es la expresión que se usa para referirse al pueblo de Israel. Este pueblo
se distingue del resto de las naciones porque es monoteísta, cree en la existencia de un
solo Dios. En un Dios que eligió este pueblo para que fuera “su pueblo”, es decir, para
que ellos recibieran la revelación, lo que Dios quería mostrar de sí mismo, y lo
manifestaran a todos los pueblos.
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La expresión pueblo en el Antiguo Testamento designa el vínculo de sangre que une
a un grupo determinado de personas, pero se aplica particularmente al pueblo elegido
por Dios, Israel. Y en este caso, designa no sólo el vínculo de la raza, sino la unión y la
pertenencia a Yahvé, es un pueblo diferente, porque es un pueblo consagrado, dedicado
a Dios. La Iglesia tiene conciencia de ser la continuación de esa comunidad de salvación
y, por eso, se llama a sí misma, el “Nuevo Pueblo de Dios”, nuevo porque la pertenencia
no se da por la raza, sino por la fe, este pueblo tiene como nota distintiva la
universalidad, algo que no ocurría en Israel; pero, sobre todo, que se funda en Cristo, el
Hijo de Dios, que revela al Padre y ofrece su vida por la salvación de todos los hombres.
Esto es lo que enseña el Concilio Vaticano II en el documento sobre la Iglesia:
“En todo tiempo y en todo pueblo es grato a Dios quien le teme y practica la justicia (cf.
Hech.10,35). Quiso Dios, sin embargo, santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin
conexión alguna entre ellos, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le
siguiera santamente. Por ello, eligió al Pueblo de Israel como pueblo suyo, pactó con él una
alianza y le instruyó gradualmente, revelándose a sí mismo y los designios de su voluntad a
través de la historia de este pueblo, y santificándolo para siempre. Pero, todo sucedió como
preparación y figura de la Alianza Nueva y perfecta que habría de pactarse en Cristo y de la
revelación completa que habría de hacerse por el mismo Verbo de Dios hecho carne” (Lumen
Gentium n° 9).
Este texto presenta una síntesis de lo que expresa la noción de Pueblo de Dios
aplicada a la Iglesia. La primera comunidad cristiana asume este concepto del Antiguo
Testamento porque es consciente de ser una continuación de Israel y un cumplimiento
de las promesas hechas al pueblo de Dios: el envío de un Mesías que vendría a traer la
salvación. Esa salvación, como ya dijimos, comienza aquí en la tierra con la vivencia de
la fe en comunidad y termina en el cielo con la contemplación de Dios acompañado de
los santos.
Para comprender en profundidad porqué Dios quiso que la fe se viviera en una
comunidad, vamos a recordar rápidamente la historia de Israel. Los israelitas tienen
como fundadores a los Patriarcas, Abraham es elegido por Yahvé para formar este
pueblo que le pertenece. A él le promete una tierra propia hacia la cual debe peregrinar
con todo el pueblo: “El Señor dijo a Abraham, deja tu tierra natal, la casa de tu padre, y
ve al país que yo te mostraré. Yo haré de ti una gran nación y te bendeciré; engrandeceré
tu nombre y serás una bendición. Bendeciré a los que te bendigan y maldeciré al que te
maldiga y por ti se bendecirán todos los pueblos de la tierra” (Gn. 12, 1-3). Dios
manifiesta que libremente Él ha elegido a este pueblo para que sea su pueblo y le asigna
una misión: dar a conocer el nombre de Dios y llevar su bendición. Abraham acepta la
promesa divina y obedece incondicionalmente, convirtiéndose en el “padre de todos
creyentes”, como cuando le demuestra a Dios que está dispuesto a hacer todo lo que le
pida, incluso hasta ofrecer a su hijo Isaac en sacrificio (Gn 22).
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Israel era un pueblo pequeño, sometido a la esclavitud en Egipto, sin posibilidades
propias de convertirse en una gran nación, por eso lo primero que enseña la historia de
este pueblo es que el amor de Dios es gratuito, Dios ama por pura bondad, y así elige al
que Él quiere. Ese amor gratuito espera, naturalmente, una respuesta y la aceptación
consiste en creer sólo en Yahvéh como el único Dios. Luego, Dios elige a Moisés para
guiar al pueblo por el desierto hasta la tierra prometida y le revela su nombre: “Yo soy
el que soy” (Ex. 3,14). Esta etapa concluye con la Alianza que Yahvé hace con su pueblo
en el Sinaí por medio de la cual se sella la pertenencia y relación entre ambos. Moisés
recibe la tabla con los 10 mandamientos que se convertirían en la Ley del Pueblo de Dios
(Ex., 20). Como un signo claro de la presencia divina en medio del pueblo elegido queda
el Arca de la Alianza que va acompañar al pueblo en su peregrinación hasta que llega a
la tierra prometida y se establece y construye el templo. Pueblo de Dios, entonces,
significa también que Dios vive en medio del pueblo, lo protege y acompaña como un
padre a su hijo y espera de su hijo que lo escuche y obedezca sólo a Él como su único
Dios ( Ex. 19, 5-6).
Las 12 tribus de Israel, luego, deciden unirse para fortalecerse económica y
militarmente ante la amenaza de invasiones de los pueblos vecinos, así eligen como rey
a David, que se convierte en el que va a guiar al pueblo en nombre de Dios. Con David,
Israel vive el momento de mayor esplendor de su historia, al punto que se convertirá en
un paradigma y en el que recibe la promesa de un Salvador. Salomón, el hijo de David,
es el que construye el templo, pero, también el que permitirá que el pueblo caiga en la
tentación de adorar otros dioses y reciba el castigo del alejamiento de Dios. Sin la
compañía de Dios, el pueblo se divide y es invadido, saqueado y termina un resto
viviendo en la diáspora, allí aparecerán nuevos enviados divinos, los Profetas, para
hablarle al pueblo de su infidelidad y de una nueva promesa divina: una Jerusalén
celestial. Lugar al que el pueblo de Dios llegará guiado por un Mesías.
Ser pueblo de Dios significa ser elegido por Dios, ser protegido con su presencia y
tener una misión nueva que trasciende todo proyecto político o social: dar a conocer el
nombre del único y verdadero Dios, vivir según su Ley, y llevar su salvación a todos los
hombres.
2- La Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo:
Además, la teología define a la Iglesia como “Cuerpo Místico de Cristo” tomando una
metáfora que se usa en el Nuevo Testamento. San Pablo habla en sus cartas de la Iglesia
como cuerpo, tomando una antigua comparación griega que hablaba de una comunidad
política como un cuerpo, para manifestar la solidaridad y el espíritu común que une los
ciudadanos.
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Así como un cuerpo está compuesto de diversos miembros y cada uno de ellos
cumple una función propia con la cual contribuye al bien de todo el organismo, de una
forma analógica, los que conforman la Iglesia también lo hacen, forman una comunidad
de creyentes, no una institución humana solamente, están unidos espiritualmente
porque comparten la misma vida sobrenatural de la fe y la gracia, pero además, tienen
funciones distintas dentro de ese organismo espiritual. La Iglesia tiene como misión ser
un instrumento de salvación para los hombres y cumple esta misión de diversas
maneras, con actividades cultuales, culturales, asistenciales, educativas, etc., por eso
hay diversas tareas con las cuales se participa de esa misión única.
Por eso, San Pablo les habla a los primeros cristianos y a nosotros también cuando
nos dice que todos los bautizados constituyen una comunidad espiritual que tiene como
fundamento a Cristo, la cabeza de este cuerpo, y al Espíritu Santo, como el alma, la
presencia invisible de Dios en medio del cuerpo: “Así como el cuerpo tiene muchos
miembros y sin embargo, es uno, y estos miembros a pesar de ser muchos, no forman
sino un solo cuerpo, así también sucede con Cristo” (1 Cor. 12,12). Lo que dice el Apóstol
es que cada miembro tiene que reconocer que pertenece a un organismo que cumple
funciones diversas, a aceptar esta diversidad y a valorarla.
La idea de la Iglesia como Cuerpo refuerza la necesidad de la comunión entre los
miembros, algo que se manifiesta en las celebraciones litúrgicas, pero que también debe
reflejarse en la conciencia de la pertenencia a un solo organismo y la necesidad que unos
tienen de otros, como los órganos del cuerpo físico:
“pues así como nuestro cuerpo, en su unidad, posee muchos miembros, y no desempeñan todos
los miembros la misma función, así también nosotros, siendo muchos no formamos más que
un solo cuerpo en Cristo, siendo cada uno por su parte los unos miembros de los otros. Pero
teniendo dones diferentes, según las gracias que nos ha sido dadas, si es el don de profecía,
ejerzámoslo en la medida de nuestra fe; si es el ministerio, en el ministerio; la enseñanza,
enseñando; la exhortación, exhortando…” (Rom. 12, 4-13).
San Pablo con esta metáfora del cuerpo humano quiere mostrarnos a los cristianos
la naturaleza espiritual de este organismo para que no nos quedemos en un análisis
superficial y confundamos el ser y la finalidad de la Iglesia. Es una comunidad que se
sostiene en la vida espiritual de sus miembros, vida que no es el resultado de la voluntad
humana, como podría ser una sociedad de beneficencia que atienda las necesidades de
algunos pobres, sino una amistad con Dios y con el resto de los hombres que es
consecuencia de la gracia que Dios envía a sus miembros. La Iglesia como cuerpo se
sostiene espiritualmente en su Cabeza:
“Él es imagen de Dios invisible, Primogénito de toda la creación, porque en Él fueron creadas
todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las
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Dominaciones, los Principados, las Potestades: todo fue creado por Él y para Él, Él existe con
anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia. Él es también la Cabeza del Cuerpo de
la Iglesia: Él es el Principio, el Primogénito de entre los muertos, para que sea Él primero en
todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en Él toda la plenitud, y reconciliar con Él y para Él
todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos”
(Col. 1, 15-20).
San Pablo resalta, con esta metáfora, la relación entre la Iglesia y Cristo, es decir, la
dependencia que tiene la Iglesia respecto del Hijo de Dios, su Fundador y Cabeza. Cristo
quiso que los seres humanos tuvieran la oportunidad de conocer a Dios y entablar con
Él una relación de amistad a partir de la intervención de otros seres humanos como
instrumentos de Dios. El sentido de la presencia de la Iglesia en el mundo es la tarea de
cumplir con esta misión que le asigna Cristo. Una tarea que excede a las capacidades de
los hombres y que, por eso, se sostiene en esa presencia divina en medio de esta
comunidad.
3- La Iglesia como Sacramento Universal de Salvación:
Para que pueda cumplir con su misión Cristo dejó en la Iglesia celebraciones
litúrgicas que tuvieran el poder de llevar las gracias divinas a las personas. Por eso, Él
instituyó los sacramentos y les dio a los Apóstoles y sus sucesores la capacidad de
realizar esos rituales en los que se recibe un don especial. Con el Bautismo, la persona
se incorpora al Cuerpo Místico de Cristo, y significa y realiza el comienzo de una vida
nueva, la vida de la gracia en el alma. Con la Confirmación el cristiano recibe los dones
del Espíritu Santo para vivir su fe y dar testimonio de ella en el mundo. En la Eucaristía
los creyentes dan gracias a Dios y comulgan con el cuerpo sacramental de Cristo. En la
Confesión ellos reciben el perdón de sus pecados. Los sacerdotes son consagrados
mediante el Orden Sagrado, y los esposos se comprometen ante Dios en el sacramento
del Matrimonio. Finalmente, los ancianos o enfermos graves reciben en la Unción de los
enfermos una gracia especial para sobrellevar el dolor.
Todos estos sacramentos están pensado por Dios para darle a los creyentes una
fuerza espiritual en los distintos momentos y necesidades de la vida, de forma tal que
puede perseverar en la fe y en el amor a Dios y a los hermanos. Todos éstos sacramentos
se realizan en la Iglesia y en ellos se sostiene la comunidad cristiana, porque son signos
sensibles y eficaces de la gracia divina. Esto es, son rituales en los que se usa un signo
visible para operar una gracia invisible, respondiendo a la misma naturaleza humana que
para comprender lo inmaterial necesita compararlo con las realidades visibles. Así, por
ejemplo, el agua que se derrama en la cabeza del bautizando simboliza y realiza la vida
nueva sobrenatural que está recibiendo el individuo.
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Lo mismo sucede con la Iglesia en general, también ella es “como un sacramento”,
también ella está compuesta de una realidad visible, la institución, con una jerarquía y
una estructura organizacional que no es un fin en sí mismo, sino un medio para que la
gracia divina llegue a todos los hombres que deseen recibirla. Y, por ese motivo, se la
compara con un sacramento, se dice en sentido analógico, que es “como un
sacramento” para destacar su naturaleza y su misión como instrumento de Dios.
La Iglesia no es la que salva, sólo Dios salva, sólo Él puede perdonar los pecados y
llevar las personas a la vida eterna, la Iglesia es sólo el medio que Cristo quiso dejar en
la tierra para que continuara su misión. Él quiso que sus Discípulos y sus sucesores
tuvieran el poder de repetir a lo largo de la historia esos rituales sacramentales con los
que la Iglesia se construye en el tiempo. Cuando un sacerdote bautiza no es el padre
Juan el que bautiza, sino Cristo; lo mismo sucede cuando perdona en su nombre,
bendice, etc. De forma tal, que en todo lo que hace la Iglesia está presente Cristo y la
Iglesia entera no es más que la comunidad de Cristo.
Junto a esta obra de la Cabeza, Cristo, la Iglesia se sostiene en la presencia invisible
del Espíritu Santo, que está permanentemente enviando dones desde el cielo para
elevar, sostener, animar, perdonar, iluminar, etc. El Espíritu Santo es la Tercera Persona
de la Santísima Trinidad y su misión es unir a los hombres en el amor con Dios y con los
hermanos. Él hace en la historia lo que hace desde toda la eternidad en la vida divina,
ser el vínculo de unión por el amor entre el Padre y el Hijo. De la misma manera, con sus
dones nos une a Dios. En el Antiguo Testamento ya el Espíritu aparecía como signo de
vida, de inspiración e iluminación; mientras que en el Nuevo Testamento aparece como
la Persona Divina que está junto al Hijo desde su concepción, se manifiesta en su
bautismo en el Jordán, lo acompaña al desierto y a lo largo de su misión y es el que el
Hijo promete enviar a su Iglesia en el momento de la despedida: “El Espíritu de verdad
que procede del Padre, y que yo os enviaré junto al Padre. Él dará testimonio de mí.
También ustedes darán testimonio porque están conmigo desde el principio” (Jn 15, 2627).
La Iglesia nace como tal cuando los Apóstoles reunidos en oración reciben el Espíritu
Santo que les dará fuerza para predicar y bautizar:
“Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino
del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso que llenó toda la casa en que se
encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron
sobre cada uno de ellos, todos quedaron llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en
lenguas” (Hech 2, 1-18).
La Iglesia, entonces, es “como un sacramento” porque en ella habita Dios por su
gracia, su palabra y su cuerpo, y a través de unos hombres y mujeres cumple con su
misión fundamental, acercar los hombres a Dios.
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Con estas tres definiciones la teología explica lo que la Iglesia es en su esencia, luego
están los seres humanos que la componen y que pueden cumplir su misión conforme a
sus posibilidades, a sus virtudes y defectos, cada uno de manera diferente. Desde la
persona totalmente dedicada a Dios como los santos que transmitían con total
transparencia esa presencia divina en sus almas, como Teresa de Calcuta o Juan Pablo
II, o los ministros y laicos que dan testimonio del amor de Dios por los pobres y
enfermos, a los que por error o debilidad no dejan ver todo el bien que Dios quiere hacer
por amor a nosotros a través de otras personas en una comunidad de creyentes. En
definitiva, Él centro de la vida de Iglesia es Cristo y si alguno entra en la Iglesia es para
encontrarse con Él y vivir con Él.