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José Martínez de Sousa: Diccionario de ortografía de la lengua española. Madrid: Paraninfo, 1996. 376 páginas.1 Parece existir un doble nivel en la conciencia del escribiente-hablante sobre su adquisición de la competencia escrita, sobre eso que en general se ha venido llamando el acceso a la literalidad. Un primer nivel estaría constituido por el conocimiento del conjunto de unidades distintivas, los grafemas, y su combinatoria de acuerdo a las unidades de la lengua que establece la conciencia lingüística del sujeto (obviamente, por ejemplo, una distinción gráfica motivada por razones léxico-sintácticas, como el empleo de mayúsculas en los sustantivos en alemán, difícilmente podrá ser dominada por quien no pueda identificar funcionalmente de algún modo una categoría “sustantivo”; o que en principio sólo separarán en seguida en español quienes perciban aquí dos palabras). Este primer nivel es conocido genéricamente como saber escribir en el lenguaje cotidiano. Pero hay sin duda un segundo nivel de competencia más allá, el nivel conocido por la mayoría precisamente como ortografía en sentido estricto, donde un conjunto de convenciones normativas establecen determinadas distinciones y formas que no parecen motivarse en esa “lógica” que el hablante percibe en su lengua y que llamamos de un modo más preciso conciencia lingüística. Se encuentran “faltas de ortografía” en textos de todos los sistemas de escritura conocidos (hasta en los jeroglíficos egipcios, por poner un ejemplo distante), lo que reflejaría que existen estos dos estadios como realidades diferenciables quizás universalmente, y que los usuarios de una escritura consideran a menudo suficiente para sus propósitos comunicativos la competencia sólo en el primero de ellos. De hecho el primero se percibe como el fundamental, una especie de subsistema nuclear imprescindible, mientras que el otro se entiende como una suerte de artificio más o menos “culto” (de aquí su seguimiento por prestigio), pero en todo caso, a efectos comunicativos, secundario (y de aquí que “la ortografía” se relaje en los textos escritos con prisa comunicativa, como las notas breves, y que la urgencia de la comunicación sirva para el escribiente como justificación de ello; o que el culto a la comunicación de la informática defienda la supresión, motivada sin embargo por razones técnicas, de muchos de los diacríticos). Es este plano de segunda complejidad, que suele considerarse lo ortográfico a nivel general, el que encarna precisamente para algunos (los “reformadores radicales” de la ortografía, como García Calvo) todos los males del lenguaje escrito, desde su inmotivación gráfica hasta su papel de segregador social, si bien los argumentos que estos autores esgrimen podrían aplicarse en realidad a la propia escritura como tal. Por todo esto una obra de divulgación sobre ortografía es una tarea difícil e incómoda, y tal vez hoy lo sea más que antes. A las complejidades intrínsecas de la materia hay que añadir la no fácil labor de inventariar las sucesivas y a veces contradictorias formulaciones normativas (aunque en el caso del español la tarea se simplifique al menos teóricamente, pues la fuente normativa sería siempre la Real Academia), y la exposición resultante debe contar con la suficiente claridad pedagógica como para justificarse frente a los prejuicios tanto de la conciencia general como de los modernos comunicólogos “prácticos”. Además —y aunque acabamos de señalar que esto se podría hacer extensible a todo el sistema de la escritura en sí mismo— la ortografía (en 1 Publicado en Español Actual. Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, vol. 70 (1998), pp. 109—111 [ISSN: 1135-867X]. el sentido en que hemos delimitado este campo desde la conciencia de los usuarios) aparece como el terreno de lo prescriptivo por excelencia, y de esta estimación no han podido liberarse ni los propios lingüistas, que tienden a considerarla por lo tanto como hija del espíritu prescriptivista, como uno de los peores frutos de la opresión de la lengua escrita. Y es que en las dicotomías programáticas de la lingüística moderna (descripción frente a prescripción, lengua hablada frente a lengua escrita...), la ortografía siempre parece caer de lleno en la peor parte. La obra de José Martínez de Sousa supone todo un largo y continuado esfuerzo por sacar el estudio práctico de la ortografía de esta situación, por reivindicar su papel central —no “accesorio”— en la competencia escrita, en este caso en la competencia escrita de los hispanohablantes. El diccionario que aquí nos ocupa es la obra más reciente de una lúcida trayectoria divulgativa que, dejando aparte un importante número de artículos y colaboraciones en publicaciones periódicas, tiene notables hitos anteriores en este campo: Dudas y errores de lenguaje (1974), Diccionario de información, comunicación y periodismo (1981), Diccionario internacional de siglas y acrónimos (1984), Diccionario de ortografía (1985), Diccionario de ortografía técnica (1987), Reforma de la ortografía española (1991), Diccionario de redacción y estilo (1993) y también su Diccionario de lexicografía práctica (1995). El Diccionario de ortografía de la lengua española es una vez más una obra con vocación eminentemente didáctica, una enciclopedia práctica sobre el tema que se quiere estructurar sobre las prioridades y las necesidades del público general. Los valores pedagógicos de este libro son muchos, como corresponde a una obra que corona tan intensa trayectoria de reflexión y divulgación sobre el tema. La organización como diccionario no es el menor de ellos, porque permite acercamientos concretos, “prácticos”, en función de lagunas específicas, que es precisamente como el mundo de la ortografía suele presentarse ante el usuario. Pero hay otros sobre los que queremos detenernos. Uno de los centrales a nuestro juicio es el tratamiento a lo largo de todas sus páginas de lo ortográfico como ámbito nuclear de la propia escritura, y no como un campo desglosable o aparte. Las reglas ortográficas son el código mismo del sistema de escritura, las “faltas de ortografía” supondrían fracasos radicales en el uso de este sistema de comunicación. Pero para exponer en todo su alcance esta realidad angular de lo ortográfico se hace necesario presentar la ortografía más allá de lo léxico (la ortografía estrictamente como la correcta escritura de “palabras”), mostrar sus dimensiones funcionales, oracionales, textuales en un sentido amplio. En este sentido este diccionario, que se imaginaría especializado en problemas concretos, aborda holísticamente el mundo de la escritura, es una auténtico tratado de grafémica en todos los sentidos (aunque reducido en sus objetivos al mundo iberorrománico). El usuario que acude a él en busca de solución a un problema específico se encuentra invitado por un abundante sistema de remisiones a conocer dimensiones más amplias del mundo de la escritura y del lenguaje. Una obra pedagógica debe poder presentar una lógica del mundo que aborda. El autor en este caso apuesta decididamente por seguir la definición que da de grafonomía o grafémica: “Estudio científico de las reglas de escritura de una lengua” (p. 165). La aparición del término “científico” en un tema como el de las reglas de escritura puede hacer chirriar los dientes a una tradición mayoritaria en la lingüística contemporánea que sigue al viejo empirismo lógico verificacional en su convicción de que sólo las realidades naturales poseen una lógica científica, es decir una estructura formulable en la coherencia de un lenguaje científico. En todo caso el mundo social y cultural tiene cabida en lo científico —y de aquí la aparición de las llamadas ciencias humanas— desde que sociedad y cultura se consideran creaciones “naturales”, un tipo en realidad de respuestas biológicas al medio, de la especie hombre. Pero las reglas de escritura son creaciones demasiado culturales, demasiado “históricas”, para ser expuestas científicamente en este sentido. Creo que esta opinión es al menos la intuición de la mayoría. Sin embargo sí hay un camino científico de estudio o explicación de las reglas de escritura, que es el que se sigue aquí. Se trata de explicitar qué motivaciones de todo tipo han intervenido en la constitución de este sistema de reglas, y qué procesos se ponen en marcha al ser utilizado por una comunidad lingüística real y concreta (es decir, cómo se adapta a las necesidades de los usuarios). El trabajo es arduo, porque implica un tratamiento necesariamente multidisciplinario, y quizás por ello un auténtico polígrafo como el autor sea una persona apropiada para intentarlo. Pero un enfoque desde parámetros tan diversos necesariamente mostrará desniveles. El libro a lo largo de sus páginas y en su bibliografía final es un compendio de referencia sobre la historia de las formulaciones de las reglas de ortografía del español, de lo “preceptivo” en la escritura de esta lengua. Las disposiciones normativas de la Real Academia se exponen aceptablemente situadas en el contexto de su momento, y se confrontan cuando parece necesario con el peso de algunas obras lexicográficas de prestigio. Además se presenta de un modo claro la trayectoria de los proyectos de reformas, y los principales problemas ante los que se ha encontrado. A nuestro juicio éste es el plano más interesante del libro. La tarea de explicitar las motivaciones lingüísticas reales que llevan al mantenimiento o modificación de estos diseños de reglas es quizás un terreno donde los objetivos estén más lejos de los resultados. El problema tal vez radica en un excesivo uso del vocabulario lingüístico especializado, con unos contenidos en ocasiones muy generales o discutibles. Así la equiparación de fonema a “sonido” (p. 250), o a “sonido simple” (p. 158) no es sólo un problema de definición. Conlleva por ejemplo la posibilidad de confundir fonema y alófono y aceptar que un pretendido alfabeto fonológico útil a los hispanohablantes debería dar cuenta de las diferencias de “la d o la s según estén en medio o en fin de dicción” (p. 251). Obviamente las unidades ortográficas que necesita un escribiente se derivan de las unidades que aparecen claras y distintas en su conciencia de hablante, y éstas son exclusivamente los fonemas (los hispanohablantes no tienen conciencia de realizar d o s de modo diferente dependiendo del contexto fónico). Hay que decir, en descargo del autor, que el ejemplo que comentamos es en realidad una cita de Cuervo de 1954. Podríamos criticar en todo caso que se haya reproducido en la actualidad. Pero el diccionario de Martínez de Sousa es una obra clara y sugerente que no puede comentarse olvidando el espíritu pedagógico que la anima, y que en ocasiones tiene que tender a la simplificación en aras de la claridad. Encomiablemente, es una obra erudita, no de erudición. Es su utilidad didáctica la que le confiere su verdadera altura. Miguel Peyró García