Location via proxy:   [ UP ]  
[Report a bug]   [Manage cookies]                

Los nacimientos del Renacimiento

2008, El Siglo de oro: otros descubrimientos. Madrid: Fundación Juan March.

El término 'Renacimiento' tiene poco sentido para referirse a la música de los siglos XV y XVI. La música de esa época no es una recuperación de las músicas del clasicismo greco-romano -como les ocurre a la escultura o la arquitectura-, sino la continuación de la polifonía y el contrapunto (inventos medievales) con importantes innovaciones, sobre todo en el campo de la música instrumental. El perfeccionamiento de los instrumentos de cuerda frotada (vihuelas de arco), de cuerda pulsada (vihuela de mano, laúd y guitarra) y los llamados 'ministriles altos' (corneta, chirimía, bajón y sacabuche) posibilitaron el desarrollo de una novedosa música instrumental, que no renace de ningún tiempo pasado, sino que nace en esa época.

CICLO DE MIÉRCOLES EL SIGLO DE ORO: OTROS DESCUBRIMIENTOS marzo 2008 Fundación Juan March ÍNDICE 5 Introducción 22 Primer concierto (5-III-2008) 36 Segundo concierto (12-III-2008) 48 Tercer concierto (26-III-2008) Introducción y notas Pepe (Juan José) Rey Los conciertos de este ciclo se transmiten en directo por Radio Clásica, de RNE. LOS NACIMIENTOS DEL RENACIMIENTO En 1830 Honoré de Balzac describe las cualidades de la protagonista de una de sus novelas, El baile de Sceaux, afirmando que “discutía con soltura sobre la pintura italiana y flamenca, sobre la Edad Media o sobre la Renaissance”. Es la primera vez que esta palabra aparece escrita con intención de designar el período histórico que sucede a la Edad Media. Si Balzac la utiliza es, ciertamente, recogiendo o reflejando un uso entre sus contemporáneos, al menos en ciertos círculos cultos, pero no parece que la tradición arranque de mucho más atrás. A partir de esas fechas el término –escrito en francés por autores tanto alemanes como ingleses– irá extendiendo su uso y se verá consagrado por las obras fundamentales del suizo Jacob Burkhardt (1818-1897), La cultura italiana del Renacimiento (1860) e Historia del Renacimiento en Italia (1867). Hoy día es moneda de uso tan común, que sirve para adjetivar cualquier fenómeno ocurrido en una época de límites imprecisos entre los siglos XIV y XVII. El prestigio actual del término es innegable, como muestra gráficamente la expresión “hombre del Renacimiento”, elogio reservado a personalidades de amplios y profundos saberes. Nótese, por el contrario, que el adjetivo “medieval” aplicado a una persona equivale a un verdadero insulto, porque implica que es anticuado, oscurantista, dogmático y las lindezas que cada cual quiera añadir. Semejante contraste es, sin duda, el afloramiento de una conciencia colectiva que, por muy arraigada que esté, no se corresponde muy exactamente, sin embargo, con lo que hoy día podemos conocer de aquellas épocas. Mucho antes de que la etiqueta “Renacimiento” impusiera su vigencia en los manuales de historia, los elementos que se asocian a ella ya habían ido haciendo su aparición. Fue Francesco Petrarca (1304 - 1374) quien en principio puso más empeño en señalar unos cortes claros en el devenir temporal. Admirador de los esplendores romanos, puso como final desdichado de aquellas gloriosas historiae antiquae el advenimiento del cristianismo como religión del 5 6 imperio (siglo IV). El consiguiente declive de las historiae novae producidas a partir de aquel momento habría alcanzado su grado ínfimo con el traslado de los papas a Avignon, calificado como un nuevo “cautiverio de Babilonia”. En 1341 Petrarca –nacido en Arezzo y criado en Avignon– recibió el título de ciudadano romano en una pomposa ceremonia en la que se le impusieron el cappello, la corona de laurel y la diadema, y en la que pronunció un largo discurso animando a los romanos a recuperar las costumbres que habían hecho grandes a sus antepasados. Envueltos en tanta admiración por la cultura clásica, sincera sin lugar a dudas, se camuflaban, evidentemente, intereses políticos y un marcado afán por demostrar que las cosas habían cambiado y que los siglos de oscurantismo y barbarie se habían acabado. En este empeño Petrarca no estaba solo, sino que lo acompañaban Bocaccio, Giotto, Simone Martini y otros escritores y artistas del entorno de la corte napolitana del rey Roberto I (1309– 1343). Desde la perspectiva de los siglos sorprende la duradera eficacia de aquellos primeros mensajes publicitarios, porque a partir de ellos el milenio comprendido entre el emperador Constantino y el propio Petrarca se convirtió en esa Edad Media oscura, magmática, polvorienta y miserable, cuya imagen básica pulula por el subconsciente colectivo, a pesar de que ya no se le niegue la consecución de bastantes logros artísticos, literarios e, incluso, sociales. La idea fundamental que se intenta manifestar con el término Renacimiento es que en aquella época volvieron a tener vigencia los ideales culturales y estéticos propios de la Antigüedad grecorromana, que habrían sido arrumbados y olvidados por completo durante el milenio anterior. En los últimos decenios no han faltado historiadores que han puesto en cuarentena el valor pretendidamente absoluto de semejante afirmación (Jaques Heers, La invención de la Edad Media, 1992), denunciando la existencia de leyendas infundadas –por ejemplo, la de los terrores del milenio– e ideas preconcebidas encaminadas al desprestigio de la Edad Media para aumentar el brillo del Renacimiento. Si es innegable que en algunos aspectos –la escultura, por ejem- plo– el descubrimiento de obras clásicas marcó un punto de cambio y renovación, también lo es que en otros campos los hombres del Medioevo habían conservado, estimado y transmitido numerosos saberes de la Antigüedad. Filósofos como Aristóteles o poetas como Virgilio y Ovidio no eran de ninguna manera personas desconocidas cuando aparecieron los primeros humanistas. La consideración de “renacimiento” para todos estos saberes tendría sentido únicamente y en todo caso como referencia a un nuevo modo de posar la mirada sobre ellos. De cualquier manera, no es este el momento ni el espacio oportunos para divagar sobre asuntos generales, aunque sí resulta necesario plantear la revisión concretándola en los aspectos musicales. Dicho de modo más directo: ¿Hasta dónde es adecuado y congruente aplicar el adjetivo “renacentista”, como suele hacerse habitualmente, a las músicas que se practicaron durante los siglos XV y XVI? ¿Cuánto deben éstas a las fuentes clásicas, que no les haya llegado a través de los cauces de transmisión medievales, y cuáles son las innovaciones que no deben nada a la Antigüedad? No deja de ser sorprendente que los manuales de historia de la música señalen los comienzos del periodo renacentista en autores como el inglés John Dunstable (c. 1380 – 1453) o los francoflamencos Guillaume Dufay (1397 – 1474) y Gilles Binchois (1400 – 1460), cuya formación se produjo geográficamente muy lejos de los centros culturales italianos y varias generaciones después de Petrarca. La técnica de composición empleada por estos autores y los que les siguieron, como es de sobra conocido, era la polifonía contrapuntística, un invento auténticamente medieval, que se encontraba en un estadio avanzado tras 400 años de evolución y perfeccionamiento. Los historiadores hablan de seis generaciones de compositores francoflamencos, entre los que sobresalen los nombres de Johannes Ockeghem (c. 1425 – 1497) y Josquin Desprez (c. 1440 – 1521). La polifonía será el molde característico de la música compuesta hasta 1600, y su producto más importante y abundante será la música litúrgica. En ese campo, desde luego, es difícil rastrear alguna sombra de la 7 8 herencia clásica grecorromana. Por el contrario, lo que los humanistas abanderados de la renovación proponían era algo muy distinto. Vittorino da Feltre (1378 – 1448), por ejemplo, que abrió en Mantua una escuela para la educación de los hijos de los nobles, incluía entre las enseñanzas obligadas también a la música en sus vertientes teórica y práctica. Para el estudio teórico se basaba en el tratado de Severino Boecio (480 – 525), el mismo que había servido de base a toda la especulación musical medieval, aunque seguramente su lectura difería de la de los teóricos medievales o destacaba aspectos distintos. Vittorino poseía, además, manuscritos de los tratados de Quintiliano y Bacchius, pero la falta de un texto fiable y de interpretaciones expertas impedía que su conocimiento fuera completo. En la otra vertiente, la práctica que imponía a sus alumnos consistía en el canto solista acompañado de la lira da braccio, instrumento de arco con el puente plano, lo que permitía u obligaba a frotar simultáneamente todas las cuerdas produciendo acordes. Esta clase de lira, que aparece representada por doquier en manos de Orfeo o de Apolo, fue el instrumento preferido por los humanistas, que creían recuperar en él prácticas ancestrales, sin ser conscientes de que el uso del arco había hecho su entrada en Occidente desde la lejana India a través de los árabes hacia el año 1000 y era, por tanto, totalmente ajeno a la cultura grecorromana. Si las intenciones eran “renacentistas”, los medios empleados y, posiblemente, los resultados obtenidos guardaban aún muchas semejanzas con el mundo medieval del que pretendían distanciarse. Por otra parte, la dedicación de los humanistas a este género de canto improvisado sobre los acordes de la lira –del que no nos ha quedado ningún ejemplo escrito debido, precisamente, a su carácter improvisado– puede ser la causa de que durante muchos decenios del siglo XV no se registre ninguna obra compuesta por un autor italiano. El divorcio entre la línea preconizada por los humanistas italianos y la evolución de la polifonía seguida por los francoflamencos es, por tanto, casi total. Sin embargo, sólo a la primera, cuyo resultado sonoro desconocemos casi por completo, se le podría aplicar el adjetivo “renacentista” con alguna propiedad. La recuperación de los tratados clásicos sobre la música y de los escasos ejemplos de música escrita conservados que podrían ilustrar la práctica antigua siguió un lento proceso que se prolongó desde mediado el siglo XVI hasta bien entrado el XIX. Tras algunas ediciones significativas pero de escaso contenido (Gioseffo Zarlino, 1558; Vincenzo Galilei, 1581) y alguna superchería, como la del jesuita Athanasius Kircher (Musurgia universalis, 1650), hay que esperar hasta la magna obra del danés Marc Meibom, Antiquae Musicae auctores septem, graece et latine (Amsterdam, 1652) para ver reunido un corpus significativo. Eso quiere decir que la influencia directa de las fuentes clásicas recuperadas, teóricas o prácticas, en la creación y desarrollo del estilo renaciente llegó muy tarde y, por tanto, fue nula o muy escasa. Incluso, como aparente boutade, podría afirmarse que, antes al contrario, el conocimiento de estas fuentes marcó el final del periodo renacentista y contribuyó al alumbramiento del que después se llamaría “barroco”. Con todo, es cierto que algunas ideas provenientes del mundo antiguo tuvieron una influencia efectiva en el desarrollo de la música de aquella época. Progresivamente se fue generalizando la aspiración a recuperar los valores y los efectos que, según los testimonios de algunos escritores, había conseguido la música en los tiempos antiguos. Tales ideas se encerraban no en tratados estrictamente musicales, sino en escritos filosóficos o literarios como el Timeo, de Platón o el Sueño de Escipión, de Cicerón, sobre todo en la versión comentada por Macrobio, textos que tampoco fueron desconocidos en la Edad Media. Los círculos intelectuales y las academias debatieron sobre el poder de la música como fundamento del macrocosmos y su influencia en el microcosmos, en los afectos humanos. Los compositores se esforzaron por dotar a sus obras de una expresividad que conmoviera al oyente hasta el punto de hacerle sentir y actuar más allá de su voluntad. Para ello utilizaron toda clase de recursos, desde los extramusicales como la retórica o la prosodia, hasta los más propios como la armonía o el cromatismo. El grupo francés de La Pléïade, capitanea- 9 10 do por Pierre Ronsard (1524 – 1585) y Joachim du Bellay (1522 – 1560), se propuso renovar las relaciones entre poesía y música tras estudiar minuciosamente los poemas y los tratados antiguos de prosodia y métrica. Los experimentos de Nicola Vicentino intentando recuperar los géneros diatónico, cromático y enarmónico dieron nuevas armas al madrigal para aumentar su capacidad descriptiva y expresiva. Su influjo es palpable en Ciprian de Rore, Orlando de Lasso, Luca Marenzio, Luzzasco Luzzaschi y, sobre todos ellos, en Gesualdo da Venosa. Aunque por caminos distintos, los debates planteados por la Camerata reunida en Florencia en casa de Giovanni Bardi buscaban también objetivos parecidos. La aportación más valiosa de los músicos intervinientes fue el tratado de Vincenzo Galilei Dialogo della musica antica e della moderna (1581), verdadero manifiesto del grupo. En él se declara la supremacía de lo antiguo, basada en el respeto a la forma y el significado de las palabras, y se deduce que el estilo fundamental debe ser la monodia, el canto a una voz sola, con acompañamiento instrumental, censurando a la polifonía por enturbiar la comunicación de las palabras. En España, en ciudades como Salamanca o Madrid, también se debatió apasionadamente sobre estos asuntos, como testimonia Vicente Espinel en su Marcos de Obregón (1618). De todo este apresurado resumen debemos extraer alguna idea conclusiva: la polifonía, considerada habitualmente como el estilo más representativo del Renacimiento, resulta ser la manifestación menos estrictamente renacentista de aquella época, porque utiliza una técnica de invención medieval y es esencialmente contraria a los ideales expresivos del clasicismo. Por esa razón fue rechazada por muchos humanistas. La paradoja se completa con esta otra: la plasmación práctica de los ideales renacentistas a través de la monodia acompañada marcó el final del Renacimiento. Sería pretencioso e inútil intentar cambiar desde aquí un término consagrado por dos siglos de uso (nuestro lenguaje está cada día más lleno de palabras en las que etimología y semántica se dan de tortas), pero al menos hagamos un esfuerzo por separarnos del tópico y sopesar por un momento el valor real de los nombres, que son –nomina nuda tenemus– lo único de la realidad totalmente nuestro. Novedades instrumentales Una de las novedades musicales más interesantes que se produjeron en los siglos XV y XVI fue la consolidación de unos géneros musicales específicamente escritos para los instrumentos. Para ello fue necesaria la simultánea consolidación técnica de unos tipos organológicos capaces de desarrollar un lenguaje polifónico, a solo o en grupo, que era el modo característico de la música de la época. Por sorprendente que ahora nos parezca, existía entonces una conciencia general de que los instrumentos musicales utilizados tenían su origen en la época clásica. La lectura literal de las obras mitológicas junto a una traducción sui generis de los términos antiguos permitía afirmar sin margen de duda que “Mercurio hizo la vihuela y diósela a Orpheo, porque era muy estudioso en la música” (Juan Bermudo, Declaración de instrumentos musicales, 1555). Más aún, se podía añadir sin rebozo que Pitágoras, Platón y Aristóteles habían sido grandes tañedores de vihuela “y aun algunos, después de viejos, la empezaron a aprender, como de Sócrates refiere Cicerón, que en la postrera edad aprendió a tañer vihuela” (Enríquez de Valderrábano, Silva de Sirenas, 1547). La confianza en los valores únicos de la Antigüedad era tal y la desconfianza en cualquier otra marca de origen era tan cerrada, que eruditos de la categoría de Sebastián de Covarrubias (Tesoro de la lengua castellana, 1611) se obcecaban buscando en un forzadísimo latín o griego la etimología del arabísimo “laúd”, “...a laudandis heroibus, porque se cantan a él los romances, conviene a saber, las hazañas de los reyes y príncipes. Yo pienso ser nombre derivado del griego, y que está corrompido de halieut: quitámosle la A y diximos leud y laúd; y díxose assí por la forma que tiene de la varquilla de los pescadores, que es corta y ventricosa.” Tan irrebatible fue la fuerza publicitaria desencadenada por los promotores del Renacimiento, que consiguió colocar delante de los ojos de sus contemporáneos un velo que les impedía ver tal como eran las cosas más cercanas y evidentes. 11 La realidad era muy otra. La simple etimología de “laúd” conduce directamente al mundo árabe, como “albogue”, “rabel”, “atabal”, “añafil” y tantos otros instrumentos incorporados al instrumentarium cristiano a lo largo de la Edad Media. El siglo XV fue una época de transformaciones en muchos de estos tipos organológicos medievales, para adecuarlos a unas funciones musicales cada vez más exigentes, tarea continuada en el XVI. Los autores de tales transformaciones, que en muchos casos equivalen a verdaderos inventos, tampoco fueron antiguas divinidades ni personajes míticos, sino humildes artesanos casi siempre anónimos que, en contacto con los músicos tañedores, fueron experimentando nuevas técnicas hasta conseguir resultados satisfactorios. En este terreno, mejor que hablar del re-nacimiento de asuntos del pasado hay que referirse a verdaderos nacimientos. Instrumentos bajos: las vihuelas 12 El término “vihuela” está documentado en castellano desde mediados del siglo XIII como usado para designar a un tipo de cordófonos compuestos, o sea, provistos de clavijero, mástil y caja de resonancia diferenciados. Durante los siglos XIV y XV aparecen menciones a vihuelas “de arco” y vihuelas “de péndola” (pluma) en referencia al objeto usado para pulsar sus cuerdas. Paralelamente la iconografía románica y gótica nos ha conservado un buen número de representaciones de ambas clases, que ofrecen cierta variedad dentro de unas características generales semejantes, entre las que destaca como la más visible el perfil ovalado de la caja. Los tañedores de vihuela de arco suelen apoyarla sobre el hombro y rara vez sobre las piernas, a diferencia de otro tipo organológico parecido que se apoya en las piernas y cuya caja tiene forma de ocho con escotaduras muy marcadas. Muchos estudiosos llaman a este otro instrumento “fidula en ocho” o “vihuela en ocho”, pero Christian Raoult ha mantenido con buenas razones que en la época era conocido como “giga” y se distinguía bastante de la vihuela de arco, porque los dedos de la mano izquierda del tañedor no pisaban las cuerdas, sino que arrimaban a ellas lateralmente la uña para modificar la altura del sonido con una técnica conservada aún en ciertas regiones de Europa. Desde antes de 1400 las gigas desaparecen totalmente de los documentos y de las imágenes, y poco después, a mediados del siglo XV, comienzan a representarse vihuelas de arco de contorno aguitarrado y sostenidas sobre o entre las piernas según el tamaño, como si los violeros y los tañedores de vihuela hubieran adoptado algunas maneras de la desaparecida giga. Las primeras representaciones de este nuevo modelo de vihuela de arco se encuentran en los reinos de Aragón y Valencia, a cuyos violeros hay que atribuir, sin duda, la nueva invención. Conviene añadir el dato de que muchos de estos violeros y tañedores eran moros y judíos, cuyos nombres nos han sido transmitidos en ocasiones por los documentos. El hecho de que sean precisamente judíos no es simple curiosidad, porque, como es sabido, en 1492 se produjo la expulsión de los judíos de la Península y muchos de ellos se refugiaron en Italia. La relación del reino de Aragón con Italia era muy estrecha desde los tiempos de Alfonso el Magnánimo (1394 – 1458), pero se intensificó desde que en 1506 Fernando el Católico se anexionó el reino de Nápoles. Todo ello ayudó a que el nuevo instrumento encontrase una rápida difusión por toda Italia, favorecida, además, por la presencia en la sede papal de dos personajes de la familia Borja. En Italia el instrumento experimentó algunas mejoras técnicas y fue bautizado como viola da gamba, nombre con el que sería conocido en toda Europa. Hacia 1520 había adquirido ya la configuración básica más o menos definitiva: clavijero con voluta, seis cuerdas, trastes, tapa armónica tallada, oídos en forma de C y fondo plano. Parece obvio que la vihuela de mano fuera la sucesora de la vieja vihuela de péñola, una vez que los tañedores abandonaron el plectro y pulsaron las cuerdas directamente con los dedos. John Griffiths opina, sin embargo, que organológicamente se trata más bien de una adaptación de la vihuela de arco a la técnica de tañido con los dedos. Sea como fuere, la historia de ambos instrumentos, de arco y de mano, discurrió en sus comienzos por lugares parecidos y sus inventores no debieron estar muy alejados entre sí. La primera mención al 13 14 hecho de tañer con los dedos y no con un plectro consta en el tratado La perfeçión del triunfo (1459), del humanista Alfonso de Palencia, aunque, como cabía esperar, atribuye la invención a Apolo: “Pero en aquel ayuntamiento de los dioses, fue juzgado más diligente Apolo, como tañese muchos suaves instrumentos de música, y señaladamente la guitarra, con su propio pulgar, dexada la péñola.” Fernández de Oviedo sitúa a la vihuela de mano como instrumento habitual en la cámara del Príncipe don Juan en la última década del siglo XV. En las Ordenanzas (1527) que regulan la actividad de los gremios de Sevilla, se especifica que para ser violero hay que pasar un examen y demostrar que se sabe hacer, entre otros instrumentos, “un laúd y una vihuela de arco y una harpa y una vihuela grande de piezas con sus taraceas y otras vihuelas que son menos que todo esto”. Durante el siglo XVI la vihuela de mano o, simplemente, vihuela será el instrumento más representativo de la música española, hasta el punto de ver publicados siete libros a pesar de las dificultades de la imprenta musical en España. En Italia conoció también una difusión que cada día se descubre más importante, no sólo en el reino de Nápoles, sino también en regiones más norteñas. Un personaje tan influyente como Isabella d’Este, marquesa de Mantua, contó en 1508 con una “viola da mano”, además de tres laúdes “alla spagnola” construidos por el violero veneciano Lorenzo Gusnaschi da Pavia. El origen valenciano de estos instrumentos ha dejado algunas huellas curiosas en la terminología específica de los mismos. La más sorprendente es el nombre de “prima” aplicado a la cuerda más delgada. Contra lo que parece evidente y suele creerse, esa cuerda no es la “prima” por ser la primera de la serie. En el siglo XV el encordado de vihuelas y laúdes constaba de cinco órdenes. Las órdenes eran simples en la vihuela de arco y constaban de dos cuerdas en el laúd y la vihuela de mano, pero la cuerda más delgada y, por tanto, más aguda era simple en todos los casos. La tradición, tanto en Occidente como en el mundo árabe, numeraba las cuerdas del grave al agudo, por lo que la cuerda más aguda era llamada “quinta” en castellano y en otras lenguas europeas. Sólo en catalán-valenciano se la llamaba “prima”, que en esa lengua significa “delgada” (de la misma raíz que “primor”). La importancia de los violeros valencianos y la difusión que consiguieron sus instrumentos arrastraron este nombre a otros países y otras lenguas en las que, como en Italia, “prima” significa sólo “primera”. En estos lugares, tras una cierta fase de vacilación, se optó por invertir el sentido en la numeración de las cuerdas, pero en algunos tratadistas son palpables las dudas al respecto. Todavía en el alemán actual se admite el nombre de “Quintsaite” (cuerda quinta) para la prima del violín, que sólo tiene cuatro cuerdas (!). Al narrar, aunque sea sumariamente, la historia de los instrumentos punteados en el siglo XVI español, conviene salir al paso de una falsa teoría, bastante extendida para nuestra desgracia. Se trata de la afirmación de que, al contrario que en el resto de Europa, en España no se usó el laúd por el rechazo generalizado y la persecución contra todo lo morisco o árabe. Nada menos cierto. Ya he mencionado las elucubraciones etimológicas de Covarrubias para encontrar prosapia griega al laúd. Andrés de Poza (De la antigua lengua ... de las Españas, 1587) va más lejos y propone un origen germánico. No sé qué habría ocurrido de haber sido identificado el laúd como instrumento árabe, pero no lo fue y en ninguna parte encontramos indicio de que fuera menospreciado por esa o por cualquier otra razón. Al contrario, los pintores lo ponen en manos de los ángeles, los novelistas imaginan a los caballeros más nobles tañéndolo y los emblemistas construyen profundas y delicadas metáforas en torno a su imagen. En los frescos de la biblioteca del Escorial, cuidadosamente revisados por Felipe II, la Música está personificada por una dama tañendo un laúd. Hasta don Quijote pide que le dejen un laúd para demostrar sus habilidades. Si hay que buscar una explicación al contraste entre la publicación de siete libros específicos para la vihuela y ninguno para el laúd, habrá que hacerlo en la sociología, la psicología o la economía, pero, desde luego, no en el racismo o en la Inquisición, como han llegado a afirmar algunos sin ninguna base documental. Por el contrario, en textos aljamiados moriscos se recoge la pro- 15 hibición de tañer el laúd y todo instrumento con cuerdas en las bodas, aunque tampoco está claro cuál pueda ser la razón para ello. El hecho innegable es que el laúd se practicó en España sin ningún problema, aunque en mucha menor medida que la vihuela. Hay un testimonio que habla por sí solo: los numerosos laúdes que se registran en los inventarios de bienes de los monarcas, desde Isabel la Católica a Felipe II, en los que, por el contrario, no consta ninguna vihuela de mano. En realidad, en aquella época nadie daba mayor importancia a las diferencias entre los dos instrumentos, porque las identidades en el encordado y la afinación eran más importantes, de modo que, como sentenció Mateo Alemán (Ortografía castellana, 1609), “vihuela o laúd, todo es uno, aunque no en la hechura.” Instrumentos altos: los ministriles 16 Durante la Edad Media quienes se dedicaban al mester de juglaría, como dijo Berceo, en cualquiera de sus variantes eran llamados indistintamente juglares o ministriles, porque ejercían un oficio o ministerium. En los documentos de las cortes peninsulares del s. XV se fue concretando la denominación de ministril “de cuerda” o “de boca” para los que tañían uno u otro tipo de instrumento. Finalmente el término “ministril” quedó reservado casi en exclusiva para los tañedores de un instrumento concreto, la chirimía, al que frecuentemente también se le aplicó el término, siendo éste uno de los pocos casos en los que el tañedor dio nombre al instrumento y no al revés, como suele ocurrir. La chirimía es un instrumento de doble lengüeta, tubo cónico y un pabellón bastante abierto. Está claramente diseñado para producir un sonido fuerte y penetrante, apto para hacerse oír en espacios abiertos o en medio del bullicio. A este carácter hace referencia el término habitual de “ministriles altos” que se aplicó a estos tañedores. En épocas primitivas los ministriles trabajaban en parejas o “coplas” (copulae), en las que uno actuaba de tenorista, tañendo una melodía conocida, mientras el otro discantaba sobre ella, es decir, improvisaba un contrapunto o glosa. Al tratarse de estilos improvisados y de saberes gremiales transmitidos oralmente, no ha quedado apenas documentación escrita de esta práctica. Las coplas fueron aumentando el número de sus componentes, de modo que la iconografía del s. XV representa con frecuencia progresiva a las chirimías en grupos de tres con instrumentos de distinto tamaño. Desde mediados de siglo –la primera mención es de 1468– a las chirimías se les unió un instrumento de reciente invención, el sacabuche, cuyo nombre, derivado del francés sacqueboute, describe gráficamente en una palabra el gesto de meti-saca del tañedor al accionar el ingeniosísimo mecanismo que permite variar la longitud del tubo. Como en tantas ocasiones, desconocemos el nombre del ingenio que lo ideó. El procedimiento deslizante había sido probado anteriormente en una sección simple del tubo de las trompetas, pero demostró su plena efectividad cuando se aplicó a una sección doblada, con lo que se reducía a la mitad la distancia que el brazo debía recorrer para conseguir las longitudes de tubo adecuadas. Semejante técnica ha demostrado su éxito en el hecho de haberse mantenido inmutable hasta el actual trombón, cuyo nombre proviene del trompone con que los italianos prefirieron denominar al invento. El sacabuche se agrupó con dos o tres chirimías de diferentes tesituras, reservándose la voz más grave. Así lo expresa Sebastián de Covarrubias (1611): “En la copla de los chirimías hay tiples, contraltos y tenores; acomódanse con el sacabuche, que tañe los contrabaxos.” La razón principal es que la chirimía baja, de la que se construyeron ejemplares y se conservan algunos, medía alrededor de 2 metros, lo que hacía muy incómodo su manejo, sobre todo si los tañedores tenían que moverse al intervenir en cortejos o procesiones. A finales del siglo XV hizo su aparición la corneta, instrumento de boquilla de tubo cónico curvado provisto de orificios para producir sonidos de alturas diferentes. Durante la Edad Media existieron numerosos instrumentos derivados del cuerno o construidos sobre un cuerno, pero este nuevo modelo permitía calidades sonoras y agilidades imposibles 17 hasta entonces, por lo que consiguió una inmediata difusión por toda Europa. La representación más antigua de esta corneta –conocida como “negra” o “curva” para distinguirla de otro instrumento contemporáneo llamado corneta “recta” o “muda”– se encuentra en una miniatura del Breviario de Isabel la Católica, códice copiado e ilustrado en Brujas, c. 1480. 18 La misma necesidad de instrumentos de sonido grave que produjo el sacabuche y un ingenio no menor que el del inventor de aquel llevaron a la invención del bajón. Se trata de un instrumento construido en un solo bloque de madera de sección elíptica y de aproximadamente 1 metro de longitud. A lo largo del mismo se perforan dos conductos, uno estrecho y otro progresivamente más ancho que acaba en un pabellón o campana. Mediante una pieza añadida, los dos conductos se comunican por abajo y el resultado acústico es un tubo de longitud doble que la del instrumento y, por tanto, de sonido doblemente grave. El sonido está producido por una doble lengüeta semejante a la de la chirimía. Se desconoce en qué país y en qué momento fue inventado el bajón, pero la mención más antigua al mismo procede de la catedral de Pamplona, en la que en 1530 se encargó a Juan de la Rosa la reparación de unos bajones. Es muy posible que el bajón se diseñase buscando un instrumento grave del mismo timbre que las chirimías, pero las características de su tubo hicieron que el sonido resultase algo más oscuro e insuficiente como base para un conjunto de chirimías. Sin embargo, eso mismo lo convirtió en un instrumento muy adecuado para fundirse con las voces reforzándolas sin desvirtuar su timbre, hasta el punto de hacerse complemento indispensable de las capillas vocales. En los conventos femeninos fueron muy frecuentes las monjas bajonistas, gracias a las cuales se podía hacer polifonía sin recurrir a cantores masculinos. Se construyeron bajones de diferentes tamaños y a los menores se los llamó “bajoncillos”. Chirimía, sacabuche, corneta y bajón fueron los instrumentos que constituyeron la base de los conjuntos españoles de ministriles, también llamados con frecuencia “ministriles altos”, durante el s. XVI. Ocasionalmente también utilizaron flautas, orlos y otras clases de instrumentos de viento, como ha quedado reflejado en los documentos catedralicios e, incluso, en algunos ejemplares conservados. Durante el siglo XV las “coplas” de ministriles eran compañías independientes que alquilaban sus servicios ocasionalmente a entidades religiosas o civiles para ceremonias festivas de todas clases. Su repertorio se extendía desde las músicas litúrgicas hasta las danzas, pasando por las canciones de moda en cada época. Podían intervenir en procesiones y ceremonias catedralicias de igual modo que en cortejos y fiestas de ayuntamientos o universidades, aunque no hay que confundirlos con las bandas de trompetas y atabales, de carácter heráldico y con menores posibilidades musicales. Algunos grandes señores –el Duque de Calabria en Valencia, el Condestable Miguel Lucas de Iranzo en Jaén, etc.–, aparte de las casas reales, podían permitirse el lujo de mantener con salario fijo un grupo de ministriles a su servicio, aunque con frecuencia el coste excedía sus posibilidades y tenían que despedirlos. Se sabe que en la galera capitana de la Armada real funcionaba un grupo de ministriles turcos, que se mantuvo durante casi todo el siglo XVII, capaces de interpretaciones de gran calidad, según diversos testimonios. Poco a poco las catedrales fueron contratando ministriles fijos en la medida de sus posibilidades. Comenzó la catedral de Sevilla, que en 1526 contrató cinco ministriles (3 chirimías y 2 sacabuches) “porque será muy honroso para esta santa iglesia y en alabança del culto divino”. Cuando años más tarde ratificaron el contrato, los canónigos añadieron que “siendo tan insigne y grande templo, como lo es, tiene mucha necesidad de la dicha música por su sonoridad”. Pronto la siguieron Toledo y Santiago de Compostela contagiando al resto de catedrales y colegiatas importantes a lo largo del siglo XVI. En la casa real de los Austrias los ministriles, siguiendo las costumbres de Borgoña, estuvieron asignados a la caballeriza –salvo un bajón, que pertenecía a la capilla– aunque actuaban por igual en las funciones religiosas y en las profanas. En 1561 su número era de 16 y en algún momento llegó 19 a ascender a 22, todos españoles, salvo alguna excepción, a diferencia de los cantores de la capilla que eran flamencos. A partir de 1589 quedó establecida una plantilla de 12, que se mantuvo durante el siglo XVII y estaba dirigida por un Maestro de ministriles. Los tañedores, salvo los cuatro sacabuches, compartían instrumentos: cuatro tañían chirimía tiple y corneta, dos chirimía contralto y bajoncillo, y dos chirimía tenor y bajón. De este modo las instrumentaciones podían variar evitando la monotonía. En la catedral de Sevilla se conserva un precioso documento redactado por el maestro de capilla Francisco Guerrero en 1586 regulando la intervención de cada ministril y dando consejos muy precisos sobre aspectos tímbricos: “Que en las salves los tres versos que tañen el uno sea con chirimías y el otro con cornetas y el otro con flautas, porque siempre un instrumento enfada.” 20