La idiotez de lo perfecto
Miradas a la política
Jesús Silva-Herzog Márquez
Primera edición, 2006
Primera edición electrónica, 2010
Imagen de portada: Avoir l’apprenti dans le soleil, diabujo de Marcel Duchamp, 1914 Philadelphia Museum of Art: The Louise and
Walter Arensberg Collection, 1950
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ISBN 978-607-16-0511-5
Hecho en México - Made in Mexico
Acerca del autor
Jesús Silva-Herzog Márquez ejerce la crítica política en la ciudad de México. Es licenciado en
derecho por la UNAM y maestro en ciencia política por la Universidad de Columbia. Autor de El
antiguo régimen y la transición en México y Andar y ver, es profesor del Instituto Tecnológico
Autónomo de México (ITAM).
Y se nos ha negado
la idiotez de lo perfecto.
Wislawa Szymborska
Introducción
Ofrezco aquí una mano de retratos. Ensayos sobre cinco hombres que, en la segunda franja del siglo
XX, pensaron la política. No sugiero que estén aquí los cinco picos del siglo. Si el criterio fuera
orográfico, muy distinta sería la galería. No los reúne una causa común, un temperamento, una
desdicha. En la elección de estos bocetos se asoman, más que los rigores de un catedrático, los
caprichos de un lector. Un jurista, un biógrafo, un profesor, un historiador, un poeta. Carl Schmitt,
Isaiah Berlin, Norberto Bobbio, Michael Oakeshott, Octavio Paz. Ninguno de ellos, adelanto desde
ahora, encaja en casilleros de ángulos rectos: un socialista desesperanzado, un conservador
aventurero, un abogado que abandera la ilegalidad, un solitario con nostalgia de fraternidad, un
liberal atribulado.
Si el hilo entre ellos no está en sus ideas ni en su talante, el puente que los enlaza podría
encontrarse tal vez en la entidad de sus preguntas. Columpiándose entre la definición y la metáfora,
en poemas y ponencias, por caminos del recuerdo o la imaginación (que según Hobbes son la misma
cosa), estos autores buscaron la médula. Cada uno a su modo afrontó los misterios centrales de la
política. ¿Es una espada que da sentido a la existencia o un simple entretenimiento cruel? ¿Es el
mando eficaz que mueve al mundo o el espectáculo con el que encubrimos nuestra impotencia?
¿Cabeza o cola de la historia? ¿Plaza de conciliación o campo de guerra? ¿Esperanza civilizatoria o
bestia indomable?
Quiero decir que la inteligencia de estos hombres no rozó la superficie. Escarbando la piel de la
ley y los gobiernos, cada uno de ellos montó una mirilla para examinar las raíces de la política: la
naturaleza de la historia y el poder; el sitio de la razón, el olfato, la invención; la potencia de las
reglas y la voluntad; la forma de la democracia; el sitio del hombre entre otros hombres. Para alguno,
la mano de la política no puede más que sujetar una granada para lanzarla al enemigo con la
esperanza de destrozarlo. Para otro, la política es una pelota con la que nos entretenemos mientras el
tiempo pasa. El dedo índice apretando el gatillo de un arma mortal o sosteniendo apaciblemente una
taza de café. Bomba o canica, la política puede encender el dramatismo de la guerra o acoger la
inutilidad del juego.
Juego o guerra, la política que dibujan estos autores es una manera de lidiar con la imperfección.
No hay asomo en ellos de utopías, de paraísos perdidos o por ganar. Ningún atajo al fin de los
tiempos. La política llevará siempre las marcas fastidiosas de la fuerza, el azar y el conflicto, tercos
aguafiestas de la perfección.
Ciudad de México, 29 de julio de 2005
Una ciencia de la ilegalidad
¿Debemos asentarnos en la catástrofe?
Ernst Jünger
Carl Schmitt nació el mismo año que Adolfo Hitler. Se encontraron alguna vez, pero nunca hablaron.
El primero sentía una mezcla de desprecio y fascinación por el dictador; el segundo jamás dio
importancia al hombre que se ofreció para razonar sus atropellos. Aquella ambigüedad en Carl
Schmitt marcaría su vida. También su recuerdo. Desde las emociones de la razón sentía una fuerte
repulsión por el hombre ignorante y tosco; despreciaba al político rudimentario que no era capaz de
articular un discurso coherente. Quizá sentía también miedo por la violencia que irradiaba. Pero la
agudeza de su intuición valoraba, sobre todo, la fuerza y la hondura de su atractivo. Hitler encarnaba
de modo misterioso una fuerza mítica: era un hombre que, sin cálculo ni argumento, advertía la grieta
que se abría bajo la tierra. Hitler era una fuerza, una energía, una llama de entusiasmo y de valor en
medio de la tibia cobardía.
Unos días antes del triunfo electoral del nacionalsocialismo, Carl Schmitt publicaba un artículo
en la prensa en el que anticipaba el desastre: quien colabore con los nazis estará actuando tonta e
irresponsablemente. El nacionalsocialismo, argumentaba, es un movimiento peligroso que puede
cambiar la constitución, establecer una iglesia de estado, disolver los sindicatos, aplastar los
derechos. Menos de un año después, y por invitación de Heidegger, Carl Schmitt se afiliaba al
Partido Nacional Socialista. Más que el temor por la dictadura naciente, era la ambición lo que
provocaba el giro. También una convicción de que las fealdades del poder son siempre preferibles a
los horrores de la anarquía. Lo muestra una entrada en su diario, el día mismo que Hitler fue
nombrado canciller: “Irritado y, de alguna manera, aliviado; por lo menos una decisión”. En Hitler
aparecía la esperanza de la decisión.
El día que Carl Schmitt vio a Hitler fue el 7 de abril de 1933. Se trataba de una reunión en la que
el Führer presentaría su programa de gobierno. En uno de sus cuadernos personales está el registro
de ese encuentro. El salón estaba repleto con los jerarcas del partido y del ejército que, con rostros
de acero, observaban detenidamente al Jefe. Hitler, como un toro nervioso al entrar a la plaza,
pronunció su proclama. Transcurrió media hora para que el discurso se acercara al despegue. En las
notas de Schmitt, Hitler aparece como un hombre inseguro que depende obsesivamente de las
reacciones de su auditorio. Como un enfermo, el orador necesitaba el respirador del aplauso. Todo
el mundo lo escuchaba atentamente… y nada. Visto de cerca, el gran agitador de las masas era un
oradorcillo insulso. El Führer no hizo ninguna conexión real con su auditorio, no hiló ninguna idea
memorable, no encendió ningún rayo. Nada.
La decepción del abogado quedó escondida tras el cálculo del oportunista. Había que
incorporarse a la pandilla triunfante. Cuatro semanas después de aquel encuentro obtenía la
credencial número 2 098 860 del partido. La máscara de la devoción funcionó, por lo menos durante
un tiempo. Pronto se convertiría en una pieza valiosa del aparato de legitimación nacionalista: el
apóstol jurídico del nuevo régimen. El periódico oficial del nazismo lo llamó “el abogado de la
Corona”. La investidura no es injusta, por lo menos en la primera etapa del nazismo, cuando fungió,
efectivamente, como el cerebro jurídico del fascismo alemán. Schmitt vio el nuevo orden como la
oportunidad de lanzar una gran revolución jurídica que abandonase los argumentos de una “época
decrépita”. El objetivo era vivificar la ley, reconciliar el derecho con la justicia a través de la
intervención salvadora del hombre fuerte. Si la vieja legalidad se agotaba en las escrituras de la ley,
la nueva legalidad habría de reencontrar la moral (aunque aplastase la regla). Así, un golpe de
Estado podría ser “rigurosamente legal” porque Hitler, al romper los estatutos, defendía el derecho
vital del pueblo alemán. Era el nacimiento de una nueva legalidad.
Schmitt pretendía delinear una filosofía legal que rompiera el molde burgués y liberal del estado
de derecho. Enfatizó, por ejemplo, que uno de los principios clave de aquella estructura tendría que
ser demolido. Se refería a la máxima fundamental del derecho penal que establece que no puede
haber castigo si no hay una ley previa que lo establezca.
Todo mundo entiende que es un requisito de la justicia el castigar los crímenes. Aquellos que […] constantemente invocan el estado
de derecho no otorgan la debida importancia al hecho de que un crimen odioso encuentre su debido castigo. Para ellos la cuestión
reside en otro principio, en el que, de acuerdo con la situación, puede conducir a lo opuesto de un castigo justo, esto es, el principio del
estado de derecho: no hay castigo sin ley. Por el contrario, aquellos que piensan con justicia procuran que no haya crimen que
permanezca sin castigo. Contrastaría ese principio del estado de derecho nulla poena sine lege contra el principio de justicia nulla
crimen sine poena: ningún crimen sin castigo. La discrepancia entre el estado de derecho y el estado de justicia aparece
inmediatamente a la vista.[1]
El Código Penal se ha convertido en la Carta Magna de los criminales, gruñe Schmitt. Las reglas
no deben ser obstáculo para el castigo. Una época enferma nos heredó esos principios cobardes que
santifican el procedimiento y amparan el delito. Por eso es necesario sustituir la blandura de esos
estatutos por la virilidad de un poder enérgico.
Quien alguna vez denunció el peligro negro del nazismo fue más allá en su defensa del nuevo
régimen. Elogió las purgas que terminaban en la ejecución de disidentes como si fueran bellas
fórmulas de justicia revolucionaria y promovió una purificación de la teoría jurídica alemana. No
pensaba en ninguna reforma del método, sino en la necesidad de eliminar la contaminación judía. Los
libros escritos por judíos debían sacarse de las bibliotecas; y si alguien pretendía hacer referencia a
las ideas de un escritor judío debería señalar, como advertencia sanitaria, que se trataba de una
noción proveniente del campo enemigo. Hans Kelsen, el máximo jurista del siglo, padeció
particularmente los embates del comisario. Había apoyado a Schmitt para incorporarse a la
Universidad de Colonia, a pesar de las diferencias que los separaban y de las duras críticas que
había hecho a su obra. Tiempo después, las purgas nazis batían al fundador de la teoría pura del
derecho: mientras estaba de vacaciones en Suecia, Kelsen es expulsado de la universidad. Los
profesores de la Facultad de Derecho se unieron de inmediato para solicitar la reinstalación del
profesor más prestigiado del claustro. El único académico que se negó a firmar la petición se
llamaba Carl Schmitt. Su actitud frente a las purgas no fue la simple indiferencia con la que miró la
defenestración de su antiguo promotor. Participó activamente para echarlo a la calle. Ya lo advertía
el secretario de su gran amigo Ernst Jünger: “¡Cuidado con contradecir a Schmitt! Puede uno terminar
en un campo de concentración!”[2]
Carl Schmitt nació el 11 de julio de 1888 en una modesta casa de Plettenberg, un pequeño pueblo
enclavado en el centro de Alemania. Johann, su padre, era un miembro leal del partido católico que
trabajaba en la estación de tren y colaboraba con la iglesia del pueblo. La madre de Carl cultivó en
casa cierta nostalgia por la Francia de sus raíces. El acendrado catolicismo y los aires franceses que
lo rodeaban marcaron al niño. Sus vínculos con el mundo latino le imprimieron, desde muy temprano,
una suave conciencia de extranjería. “Soy romano por origen, tradición y derecho”, dijo
sentenciosamente en alguna ocasión.
Su inteligencia fue abriéndole las puertas del mundo. Salió del diminuto pueblo de Plettenberg
para estudiar, primero en el bachillerato de Attendorn y luego en la Universidad de Berlín. En
Attendorn dio los primeros pasos de su educación humanística y germinó su amor por los idiomas.
Schmitt, que ya sabía francés además del alemán, aprendió ahí latín, griego, español e italiano. En
1907 llegó a Berlín para iniciar sus estudios profesionales. Había querido estudiar filología, pero se
decidió finalmente por las leyes. Un tío lo había convencido de que era una profesión más rentable.
El encuentro con la formidable universidad berlinesa y la imponente ciudad fue desconcertante.
Berlín era la capital de sí misma, como escribiría años después Joseph Roth. Una ciudad poblada
por las iglesias más horrorosas del mundo; una “ciudad sin sociedad” que, sin embargo, ofrecía todo
lo necesario: gente, teatros, museos, arte, bares, comercios.[3] Para el joven estudiante, la ciudad
habrá parecido un horrible y fascinante espectáculo de máquinas que convierten a los hombres en
hormigas. Schmitt, como Roth, sentiría la plancha de la ciudad como un ominoso imperio
tecnológico.
Quizá nunca lo abandonó la sensación de ser un forastero en el corazón de su país. El
sentimiento, que venía de lejos, lo acompañaría siempre.
Yo era un muchacho oscuro de orígenes modestos. […] Ni el grupo dominante ni la oposición me incluían entre los suyos. […] Eso
significaba que yo, parado enteramente en la oscuridad y desde la oscuridad misma, veía hacia un espacio resplandeciente. […] La
sensación de tristeza que me inundaba me distanciaba aún más y despertaba en otros desconfianza y antipatía. El grupo dominante
trataba como extraño a todo aquel que no se desvivía por congraciarse con él. Le imponía la elección de adaptarse o excluirse. Así
que permanecí afuera.[4]
Schmitt, católico en tierra de evangelistas, latino entre prusianos, se sentía como un forastero. Era
un hombre bajito que no alcanzaba 1.60 m de estatura. Un solitario tímido y callado. “Mi naturaleza
—escribió ya viejo— es lenta, silenciosa y tranquila, como un río quieto, como el valle de
Moselle.”[5] Desde ese valle francés del que provenía la familia de su madre, desde la distancia,
contempló la primera Guerra. Nunca se encendió con el discurso nacionalista de la “misión
alemana”. Se inscribió como voluntario para la reserva de infantería pero muy pronto alegó un fuerte
dolor en la espalda que lo alejó del campo de combate. Sirvió al ejército alemán desde un escritorio
en Munich, censurando la propaganda extranjera.
Más que la guerra, lo conmocionó la inestabilidad tras la derrota. La guerra, en cierto modo, lo
había resguardado en una oficina: desde la Comandancia General en Munich redactó su ensayo sobre
el romanticismo político; desfilaba tranquilamente por las salas de universidades impartiendo
conferencias y dejaba la soltería. La paz de la derrota, en cambio, lo angustió. La nueva república
pronto devino en caos. Su prometedora carrera como profesor de derecho se había vuelto
súbitamente incierta. Schmitt padecía el desconcierto de la política, temía el contagio bolchevique y
el arribo de los fanáticos nazis: sintió miedo. Quizá apareció en él la nostalgia por el periodo que
acababa de terminar: la disciplina y la claridad que impone la guerra parecerían en su cuerpo
preferibles a la turbulencia del desorden civil. Se acercó así a las instituciones de la nueva república
buscando la forma de inyectarles un principio de orden. Escribió en ese periodo su estudio sobre la
dictadura, un alegato por los poderes extraordinarios que permiten reconstituir la paz.
Entonces aparece Mussolini. La Marcha sobre Roma sacudió al temeroso abogado alemán. Desde
esa jornada de octubre de 1922, el fascismo italiano ejerció una atracción inmensa sobre él. Veía en
esa fuerza un potente movimiento que, al mismo tiempo que salvaba a la burguesía de la amenaza
comunista, lanzaba al Estado a la conquista del futuro. Ahí se abría la puerta de la historia por venir;
el fascismo contenía una nueva retórica, una nueva estética, una gran política. En la marcha de los
fascistas se desplegaba escénicamente el poder de la masa, la chispa motriz de un Estado original.
Mussolini es el arrojo: el diputado violento a quien pocos toman en serio hace llamados al rey para
imponer el orden. Nada sucede. Entonces, tras el silencio de la tradición, inunda las calles de
camisas negras y asume el control del Estado. Después de mostrar su poder, lo conquista. El viejo
Estado, como un monumento de arena, se desmorona en un soplo. Nacía un mito seductor: un pueblo
en marcha, conducido por un caudillo enérgico, se hace del poder del Estado o, más bien, se
convierte en el Estado. Las viejas fronteras entre lo social y lo estatal se diluían en esa fusión de
pueblo y gobierno en movimiento. “Hemos creado un mito —dijo Mussolini tras el éxito de la
Marcha— y el mito es una fe, un noble entusiasmo que no necesita ser realidad; constituye un impulso
y una esperanza, fe y valor. Nuestro mito es la nación, la gran nación que queremos convertir en una
realidad concreta.”[6]
Mussolini fue el héroe de Carl Schmitt. A diferencia del dictador alemán, Mussolini encarnaba
una filosofía digna de ese nombre. O por lo menos eso era lo que pensaba Schmitt. Mussolini, el más
vigoroso líder europeo tras la muerte de Lenin, no fue para Schmitt un César de caricatura, sino un
líder carismático que movilizaba a una nación a través de una fe nueva, pues eso, ni más ni menos,
pretendía ser el fascismo: una intensa convicción sin argumentos. Años después logró entrevistarse
con el general de la cabeza rapada en el Palazzo Venezia, el edificio del siglo XVI que albergó la
embajada de la república veneciana, y que después habría de ser el cuartel general del Estado
fascista. Desde los balcones de ese palacio, el Duce pronunció sus discursos más famosos. El
abogado quedó cautivado por el dictador. Hablaron de la eternidad del Estado y el carácter efímero
del partido. La residencia histórica de Hegel, le dijo Schmitt a Mussolini, está aquí, en Roma. No
está en Moscú, ni en Berlín: está aquí en el Palazzo Venezia. Hegel, el sacralizador del Estado, vivía
en la musculatura visionaria del dictador de la inmensa quijada. Aquella conversación permanecería
en la memoria de Schmitt como uno de los momentos de mayor placer intelectual en su vida, un
encuentro inolvidable en cada uno de sus detalles.
En 1927 vio la luz el más polémico de los trabajos de Schmitt: El concepto de lo político.
Siguiendo a Maquiavelo, Schmitt pretendía ver la política a los ojos, sin los rodeos del moralismo.
Pocas líneas han recogido la sustancia bélica que anima la política como la que abre el segundo
apartado de este ensayo: “La distinción política específica, aquella a la que pueden reconducirse
todas las acciones y motivos políticos, es la distinción de amigo y enemigo”.[7] La guerra no es el
abismo en el que puede caer la política; la guerra es el pozo del que brota, el pozo en el que nada, el
pozo del que nunca sale. El político socialdemócrata Ernst Niekish leyó El concepto de lo político
como la respuesta burguesa a la teoría marxista de la lucha de clases. En efecto, como Marx, Schmitt
estaba convencido de que el conflicto era el motor de la historia, pero, a diferencia del filósofo
materialista, no atribuía a la conflagración económica ningún privilegio sobre el paso de la historia.
La historia, que no podrá librarse jamás de la política, necesita la figura del enemigo y el motor de la
guerra. Pero ese enemigo puede ser el enemigo económico, de raza, de tribu, de nación. Sugiere
Jacques Derrida que esta idea fija de la enemistad como raíz de lo político proviene de un miedo: la
amenaza de lo invisible, la angustia por el enemigo fantasma. En uno de sus cuadernos personales,
Schmitt lo revela con toda nitidez:
Franz Kafka pudo haber escrito una novela: El enemigo. Entonces habría sido claro que la indeterminación del enemigo provoca
angustia (no hay otro tipo de angustia, y es su esencia el sentir un enemigo indeterminado); por contraste, es deber de la razón (y en
este sentido de la alta política) determinar quién es el enemigo […] y con esta determinación, la angustia termina; si acaso, subsiste el
miedo.[8]
La guerra calma el apetito de certidumbre. En la batalla, el fantasma adquiere cuerpo: es el
enemigo concreto por aniquilar. La angustia cede cuando el enemigo aparece ya en la mirilla.
Un año después de la publicación de su ensayo sobre lo político, Schmitt se incorporó a la
Universidad de Berlín. Ahí, en el corazón de la República de Weimar fue testigo de la parálisis
política, la depresión económica, el desempleo masivo, la violencia callejera. El pluralismo se
volvía paralítico. En esa atmósfera, el profesor defiende la urgencia del imperio presidencial.
Argumentaría que esa exigencia coincidía plenamente con el mandato de la ley. El presidente —no el
tribunal supremo como querían los liberales— debía ser el verdadero defensor de la constitución.
Fue entonces que el maestro comenzó su compleja relación con el poder. En tiempos de crisis, los
razonamientos de Schmitt parecían la balsa salvadora: el presidente debía romper el cerco
parlamentario y asumir poderes dictatoriales. El Ejecutivo, sostenía, era la médula del Estado
contemporáneo. No podía haber duda: el monopolio más importante de todos, el monopolio de las
armas le pertenece en exclusiva a él.
Schmitt era un republicano antiliberal. Creía que la manera de salvar a la república amenazada
era robusteciéndola con permisos, no asfixiándola con limitaciones. Sostuvo además que los partidos
anticonstitucionales (pensaba entonces en los comunistas y los nacionalsocialistas) no debían tener
oportunidad de destruir la república. En 1930 afirmaba que el Estado no podría permanecer
impasible ante los grupos que se organizaban para destruirlo. La neutralidad frente a los fanáticos
sólo puede ser calificada de suicida.
Entonces tropezó con Hitler. Las notas de su diario en la víspera del triunfo nazi lo muestran
angustiado, amargado, triste. La república se apagaba y parecía inevitable el triunfo de los furiosos.
Como señala su biógrafo más solvente, Schmitt habrá expresado ideas que contrariaban el imperio
estricto de la ley, pero nunca deseó el fracaso del orden constitucional. Simpatizaba ciertamente con
la agenda de la extrema derecha, pero imaginaba que su realización era posible dentro del marco
constitucional.[9] Le irritaba la victoria de Hitler, pero pronto pensó que el nacionalsocialismo
podría ser la solución al caos. Hitler estaba decidido a decidir. Por eso Schmitt abraza el nuevo
orden. Una combinación de impulsos emocionales e intelectuales lo acerca al nazismo. La ambición y
el oportunismo habrán jugado un papel importante. También la certeza de que el caos reinante
recomendaba la alianza con quien se ofrecía como verdugo del liberalismo.
No le fue difícil embonar sus ideas con la propaganda del nuevo régimen. Apenas se vio
obligado a esconder algunos cuantos artículos periodísticos. El resto de sus trabajos sintonizaba con
los cantos fascistas. No tuvo que torcer sus escritos principales para colorearlos con la retórica
hitleriana. La noción bélica de la política, el acento en la coacción ejecutiva, la desconfianza en la
deliberación parlamentaria y la neutralidad judicial provienen de sus escritos previos. En la era nazi
proyectó todas estas ideas para bosquejar una nueva filosofía del derecho. La inserción del jurista no
deja de ser sorprendente: Schmitt era católico, se había opuesto públicamente a los nazis. Era un
forastero. Pero había formado un prestigio como un abogado de ideas nuevas. Por eso fue llamado a
discutir la ley que habría de legitimar la subordinación de todas las instituciones políticas y sociales
a los dictados del partido.
Poco tiempo después fue bautizado como el “abogado de la Corona”. En efecto, como consejero
de Estado, defendió todos los actos del nuevo régimen. Los asesinatos de la noche de los cuchillos
largos, el sangriento bautismo del terror hitleriano, fueron aplaudidos por Schmitt como dignas
expresiones de justicia revolucionaria. Revisó su edición de El concepto de lo político para eliminar
sus referencias al marxismo y para incorporar el vocabulario reinante. Sus textos se volvieron
antisemitas. En el más abyecto de sus textos ensalza a Hitler como el arquitecto de la nueva
legalidad. En él viven todas las experiencias de nuestra historia. Eso le da la fuerza y el derecho para
fundar un nuevo orden. Los actos del jefe no están sometidos a la justicia porque son, en sí mismos,
la más alta justicia. Nadie mejor que él para fijar el contenido y los alcances de su poder.[10]
De poco le serviría la zalamería. En realidad nunca ocupó una posición verdaderamente
relevante dentro del cuadro dirigente. Fue utilizado y desechado por el régimen nazi. Muy pronto, el
ingenio jurídico de Schmitt se volvió prescindible. Estos hombres odian más a los abogados que a
los judíos, diría tiempo después. Ahí estaba otra diferencia importante con el fascismo italiano que
mimó a los intelectuales de la derecha. Además, los hombres de uniforme nunca lo aceptaron
plenamente. Era visto como un marrano, un converso poco confiable. Para 1934 empezaba a recibir
críticas de los más duros defensores del régimen. Se le acusaba de ignorar los fundamentos
biológicos de la política, de postular una idea de nación incompatible con la comunidad racial
defendida por Hitler. [11] La estrella del “abogado de la Corona” empezaba a menguar. Ahora era
sospechoso, un apestado. Un diario sintetizaba su opción: huir o esperar el campo de concentración.
Schmitt volvía a sentir miedo. Se quedó en Alemania hasta que cedió la ola de ataques. Perdió sus
privilegios en el partido pero ganó cierta tranquilidad. A partir de entonces optó por el silencio.
Nunca más pronunciaría una palabra sobre la política alemana. Se refugió en el campo del derecho
internacional y se escondió en la oscuridad.
En 1945, el ejército ruso tomó Berlín y arrestó a Carl Schmitt en su casa. Permaneció en la cárcel
cerca de dos años. Robert Kempner, un abogado que había emigrado de Alemania, se encargó de
interrogarlo en Nuremberg. Le interesaba descubrir si existía alguna liga de complicidad con los
crímenes del nazismo.
Schmitt:
Kempner:
Schmitt:
Kempner:
Schmitt:
Eso siempre sucederá cuando alguien toma una postura en una situación como esa. Soy un aventurero intelectual.
¿La aventura intelectual está en su sangre?
Sí, y de esa forma surgen los pensamientos y las ideas. Asumo el riesgo. Siempre he pagado mis cuentas, nunca he sido
un incumplido.
¿Y cuando lo que usted llama la búsqueda del conocimiento termina en el asesinato de millones de personas?
El cristianismo también terminó en el asesinato de millones de personas. Pero uno no lo entiende hasta que lo ha vivido.
Schmitt rehúye cualquier consideración moral sobre su conducta. Desde entonces se identifica
con Benito Cereno, el personaje central de una novela de Melville. Cereno, capitán de un barco, es
tomado prisionero por esclavos que se rebelan. Obligado por los rebeldes, el capitán conduce la
embarcación y es visto por las otras embarcaciones como el guía pero es en realidad un rehén que
sigue las órdenes de sus captores. Así se presenta Schmitt: una inteligencia secuestrada por la tiranía.
Años después escribiría Ex Captivitate Salus, un poema autobiográfico:
Yo he experimentado del destino los golpes,
victorias y derrotas, revoluciones y restauraciones,
inflaciones, deflaciones, destructores bombardeos,
difamaciones, cambios de régimen, averías,
hambres y fríos, campos y celdas.
A través de todo ello he penetrado
y por todo ello he sido penetrado.
Yo he conocido los muchos modos del Terror,
el Terror de arriba, el Terror de abajo,
Terror en la tierra, en el aire Terror,
Terror legal y extralegal Terror,
pardo, rojo, y de los cheques Terror,
y el perverso, a quien nadie osa nombrar.
Yo los conozco todos y sé de sus garras.
…
Yo conozco las caras del Poder y del Derecho,
los propagandistas y falsificadores del régimen,
las negras listas con muchos nombres
y las tarjetas de los perseguidores.
¿Qué debo cantar? ¿El himno Placebo?
¿Debo abandonar los problemas para envidiar a plantas y fieras?
¿Temblar en pánico en el círculo del pánico?
¿Feliz como el mosquito que despreocupado salta?[12]
Retirado de la vida pública, Carl Schmitt emprende el proyecto de su reivindicación. Nunca pudo
volver a dar clases en las universidades alemanas. Las puertas se le cerraron. Regresó a Plettenberg,
su pueblo natal. A su refugio lo rebautizaría como San Casiano. El nombre obedecía a dos razones.
Por una parte era una referencia al asilo de Maquiavelo en tiempos de desgracia, donde redactaría
los veintiséis capítulos de El príncipe. San Casiano era también, como bien sabía el católico alemán,
el mártir que murió acribillado por sus propios alumnos con los instrumentos que les había enseñado
a usar.
San Casiano se convirtió en la capital de su vasta república epistolar. Con enorme cuidado, a
través de cientos de cartas con intelectuales europeos y americanos, Carl Schmitt fue tejiendo una
extensa red de corresponsales con los que pretendía reivindicar sus posiciones. Si la universidad y la
prensa le estaban vedadas, la oficina de correos seguía abierta para él. Las puertas de su casa
también se abrían a los visitantes que quedaban maravillados por la generosidad y la suavidad en el
trato de este hombre que trató de instaurar la “soberanía del odio”.
Como señala Jan Werner Müller en un estudio reciente, quizá no ha habido ningún pensador del
siglo XX que haya tenido un arco tan amplio de lectores.[13] Interlocutor de Hannah Arendt, héroe de
golpistas latinoamericanos, ideólogo del franquismo, inspiración de los marxistas italianos y de la
nueva derecha de finales del siglo XX, lectura de los líderes estudiantiles del 68 y de los escritores
posmarxistas. ¿Quién podría igualar la anchura de su convocatoria?
La vida de Carl Schmitt puede verse a través del cristal de una amistad. En Ernst Jünger encontró a
un compañero de viaje y de vida. Se conocieron en 1930 en Berlín. Cuatro años después se harían
compadres. Al momento de conocerse, cada uno era, a su modo, un personaje de la vida intelectual
alemana. Schmitt era reconocido como una autoridad en el campo de la jurisprudencia, el autor de
ensayos polémicos sobre el romanticismo, los orígenes teológicos de los poderes de emergencia y la
naturaleza irremediablemente bélica de la política. A Jünger, siete años menor que Schmitt, lo
envolvía una fama aún mayor. No era simplemente un escritor talentoso: era un héroe de guerra.
Tenían muchas cosas en común. Ambos eran aventureros y solitarios; compartían la preocupación
por el destino de Alemania, una fascinación por la guerra, los mitos y los libros. Pero Jünger no era
devoto de las bibliotecas, sino partidario de la intensidad vital que sólo ofrece la experiencia. Había
ingresado al ejército en 1914 para participar en el frente de Francia, fue herido catorce veces y
recibió la orden al mérito, por su valor en el campo de batalla. Tempestades de acero, el libro que
redactó mientras combatía, se convirtió en una de las cumbres de la literatura bélica. André Gide lo
leyó como el más hermoso libro de guerra; un testimonio inigualable por la perfección de estilo, su
veracidad y la contundencia de su honradez.
Aunque sus retratos de guerra eran admirados por los seguidores de Hitler y por el mismísimo
líder, él rechazaba la demagogia plebeya de los nacionalistas. Se cuenta que Goebbels le ofreció una
diputación antes del triunfo de los nazis. Jünger respondió desde las alturas de la aristocracia poética
que un buen verso valía más que los votos de ochenta mil idiotas. En un tiempo glorificó la guerra
como una experiencia estética. Intuyó el totalitarismo, fue protegido de Hitler, nunca creyó en la
democracia liberal. Aquella fascinación por el fuego lo unía estrechamente a Schmitt. La guerra
colocaba al hombre frente a la sublime emoción del precipicio: la embriaguez de la situación límite,
la helada caricia del vacío, el escape de la insoportable normalidad. “Crecidos en una era de
seguridad, sentíamos todos un anhelo de cosas insólitas, de peligro grande.”[14] La guerra ofrecía
esas cosas grandes, fuertes, espléndidas. La guerra era un éxtasis apenas comparable al
encantamiento del santo, la poesía y el amor:
El entusiasmo arrebata la hombría más allá de sí misma hasta que la sangre salta hirviendo contra las membranas y el corazón se
derrite en espumas. Es una embriaguez que supera a todas, liberación que salta todos los vínculos. Un furor sin respeto ni barreras,
sólo comparable a la violencia de la naturaleza. El hombre está ahí como la tormenta rugiente, el mar que brama y el trueno que
muge. Allí está fundido en el todo, se estrella contra las oscuras puertas de la muerte como un tiro en el blanco. Y las olas lo sepultan
purpúreas: de modo que, ya hace tiempo, no le queda la conciencia del tránsito. Es como si una ola lo arrastrara de nuevo al mar
tempestuoso.[15]
Olas que, al estallar, revelan al hombre auténtico. Allí, en “la danza de las cuchillas afiladas”, en
el hilo que separa la vida de la muerte, se muestra el hombre y su sentido: la lucha. “¡El bautismo de
fuego! El aire se cargaba de un caudal de hombría tal que daban ganas de llorar sin saber por qué.”
El combatiente en las trincheras está marcado por la angustiosa palpitación de la incertidumbre, por
el rumor de su propia muerte. La guerra regresa al soldado a los tiempos en que la vida cuelga entre
desgracias. Cada hilo de aire que penetra en el cuerpo es un don divino, un regalo que se goza como
el vino más exquisito. La guerra es para Jünger, por lo menos este Jünger de sus cuadernos juveniles,
una experiencia mística, contacto con el absoluto que imprime sentido a la existencia. Es también la
más intensa experiencia estética. El fuego de la artillería es una danza salvaje, un baile de colores en
el que las llamaradas se entrelazan con nubes blancas, negras y amarillas. Las detonaciones, escribe
Jünger en alguna página de sus diarios, recuerdan el canto de los canarios.
Quizá sea cierto lo que dice Claudio Magris sobre el trato de Jünger con lo terrible. Hay en su
prosa una especie de ostentación, un alarde de sangre fría.[16] Lo cierto es que no trató de enfundar
las desgracias del siglo en terciopelo. Uno de sus mayores orgullos fue su colección de escarabajos,
en la que había cerca de 50 000 especies. Tal vez el máximo homenaje que se le tributó fue bautizar a
una mariposa de Pakistán con su nombre: Trachydura jüngeri. En el mundo infinito de los insectos,
Jünger encontró una joyería natural y fantástica. En los escarabajos, seres diminutos de piel acerada,
encarna lo exquisito y lo monstruoso. El sabio coleccionista de coleópteros se encierra en su estudio,
enfoca la mirada, se detiene a observar lo que para otros es invisible o repugnante y anota con todo
detalle lo que su ojo reporta. Los hombres y los insectos son atrapados de igual manera por el dardo
exacto de su mirada.
Jünger coqueteó muy pronto con el nacionalsocialismo pero, al momento en que Hitler asumió el
poder, se distanció de los nazis y se vinculó con círculos opositores. En 1933, cuando Kniébolo (el
nombre que Hitler recibe en sus escritos) asumió el poder, se alejó de Berlín. Optó por la
“emboscadura”. Corrió al bosque para proclamar su voluntad de depender solamente de sí mismo.[17]
El recorrido de Schmitt fue inverso. Después de haber asesorado al último gobierno constitucional y
haber expresado su desconfianza frente a los extremistas se volcó a respaldar al nuevo régimen. Su
posición frente a los judíos retrata la divergencia emocional o, quizá, moral de los compadres. En
tiempos de Weimar, Jünger estuvo muy cerca del antisemitismo radical, mientras el profesor Schmitt
tenía buenas relaciones con colegas y discípulos judíos. Cuando Hitler asume el poder, Jünger
desprecia el racismo vuelto doctrina, mientras que Schmitt pretende retratarse como un antisemita
ejemplar.
Ese cruce de caminos hizo que el afecto entre los compadres se nublara con desconfianza. Sin
embargo, el hilo de su conversación epistolar nunca se rompió. Jünger, que vio el error de Schmitt al
colaborar con los fascistas, encontraba sin embargo una erótica en la inteligencia de su amigo. Así lo
registraba después de conversar con él. En la entrada del 17 de julio de 1939 de su diario, anotó lo
siguiente:
Lo que en C[arl] S[chmitt] me ha llamado desde siempre la atención es la buena factura y el orden de sus pensamientos; producen la
impresión de un poder que está ahí presente, de un poder presencial. Cuando bebe se torna todavía más despierto, está sentado
inmóvil, con un tinte rojo en la cara, cual un ídolo. […] Lo adorable de Carl Schmitt, lo que incita a quererlo, es que aún es capaz de
asombrarse, pese a haber sobrepasado los cincuenta. La mayoría de las personas, y ello ocurre muy pronto en la vida, acoge un
hecho nuevo tan sólo en la medida en que guarda relación con su sistema o con sus intereses. Falta el gusto por los fenómenos en sí
mismos o por su diversidad —falta el eros con el que el espíritu acoge una impresión nueva como se acoge un grano de semilla.[18]
Schmitt y Jünger estaban hermanados por otra fuerza: la intuición de la catástrofe. ¿Habrá que
abandonar los sueños del sosiego y aprender a dormir en el lomo de la catástrofe? La calamidad es
la sombra que nos acompaña. Las luces de la modernidad lejos de disiparla, la ennegrecen. En el
intenso intercambio epistolar de los amigos, hay una imagen que aparece una y otra vez: el Titanic
hundiéndose en las aguas heladas del Atlántico. Es que el miedo, la pasión originaria de Hobbes, era
para ambos el síntoma de la modernidad. En el casco destrozado del Titanic chocan el progreso y el
pánico; la comodidad y la destrucción; la ingeniería y el desastre. Ahí vivimos.
Cualquier acercamiento al pensamiento de Carl Schmitt debe tomar nota de su estilo. La prosa de
Schmitt está muy lejos del academicismo. Distante de la frialdad de su maestro Weber, lejano de la
rigurosa sequedad de Kelsen, su aborrecido enemigo intelectual, Schmitt escribe con la contundencia
del erudito y la emoción del panfletista; con la ambición del teórico y la magia del aforista; sus
frases se columpian entre las minucias de un abogado y las abstracciones de un esotérico. En su
prosa, la expresión no es un vehículo que transporta gratuitamente el pensamiento. El estilo secuestra
con frecuencia el razonamiento. Mejor: lo seduce. Y también envuelve al lector. La prosa febril de
Schmitt, señala Stephen Holmes, imprime tal dramatismo a las palabras que cualquier minucia
constitucional parece determinar el destino del hombre.[19]
Como Hobbes, Carl Schmitt entiende que la reflexión política no puede ser mera ciencia; ante
todo, es un acto. Hacer inteligible el mundo del poder a través de la palabra es rehacerlo. El caso de
Hobbes es revelador porque el Estado que funda pretende descansar en una estricta disciplina de la
definición. Si la guerra es confusión, la paz se encuentra en la voz precisa. Del pleito por las
palabras, de la ausencia de significados comunes, del vacío de entendimiento surge la guerra. Por eso
en la filosofía de Hobbes es inaceptable la metáfora: fraude de palabras. Resulta, sin embargo, que el
sabio de Malmesbury es, junto con Platón, el más fértil de los creadores de imágenes políticas. No
hay que pensar más que en el monstruo que da nombre a su tratado clásico y en la figura que aparece
en el frontispicio de su obra. Hobbes se ve obligado a dibujar alegorías sobre el poder, la ley, el
hombre. Es la maldición de la metáfora. Ni quien le declaró la guerra pudo librarse de ella.
El diccionario de Schmitt es una pinacoteca. Las alegorías desfilan por todo el arco de sus
escritos. El cuadro de la política es un lienzo que representa la guerra de los enemigos. El soberano
es retratado como el hombre que se mantiene en pie cuando todo se ha desplomado: quien decide en
la excepción. Democracia es el cuerpo que funde gobernantes y gobernados. La constitución es
decisión. El liberalismo es la cobardía del comerciante, la palabrería del polemista, el
entretenimiento de los brutos. Como muestra esta colección, Schmitt no ensambla conceptos con las
tuercas de la lógica; dibuja imágenes con los encantos de la metáfora. Los grandes pintores, escribe,
no muestran solamente cosas bellas: expresan una conciencia que ubica las cosas en su sitio: aquí el
ojo, allá el brazo; azul en esta parte; verde un poco más abajo: “el verdadero pintor es un hombre que
ve las cosas y las personas mejor y con más exactitud que los demás hombres, con mayor exactitud
sobre todo en el sentido de la realidad histórica de su tiempo”.[20] Eso quiere ser Carl Schmitt: el
gran pintor del poder, la conciencia política de su época.
Me concentro en la primera imagen: lo político. Éste es, sin duda, el centro nervioso de la teoría
política de Carl Schmitt. Todo su pensamiento emana de las líneas de El concepto de lo político, y
su pensamiento regresa tarde o temprano a esos párrafos. Apareció en septiembre de 1927 como un
artículo de apenas 33 páginas. Tiempo después crecería, pero no mucho. Hasta en su última revisión
en 1963 se mantendría como un ensayo breve: una bomba portátil. Es Jünger quien primero advierte
el carácter explosivo de este texto: “una mina que explota silenciosamente”, lo llama. La descarga se
encuentra en la segunda sección del ensayo: “La distinción política específica, aquella a la que
pueden reconducirse todas las acciones y motivos políticos, es la distinción de amigo y enemigo”.[21]
Si el territorio moral traza una distinción esencial entre lo bueno y lo malo, si el espacio estético
permite distinguir lo bello y lo feo, los dominios de la política se constituyen por la distinción entre
amigos y enemigos. La amistad y la enemistad pueden provenir de cualquier ámbito de la vida
humana. La diferencia se volverá política cuando se intensifique al grado máximo. El conflicto
adquiere ese carácter al convertirse en un antagonismo irreductible: la aniquilación del enemigo se
vuelve condición de sobrevivencia. El conflicto ha alcanzado el extremo: no puede existir un tercero
que intervenga para conciliar las posiciones, no hay regla que valga. Los enemigos están en guerra.
Lo repite el lugar común: la vida es una lucha. Pero la dimensión política de este choque no es la
vaga representación de un esfuerzo que vence resistencias; es, ni más ni menos, un conflicto que
puede desembocar en la muerte: “Los conceptos de amigo, enemigo y lucha adquieren su sentido real
por el hecho de que están y se mantienen en conexión con la posibilidad real de matar físicamente”.
Llamamos política, pues, a la más radical de las oposiciones entre los hombres, una oposición
marcada por la sombra de la muerte.
Pero, como bien advierte Giovanni Sartori, el argumento de Schmitt carece de prueba. A pesar
del dramatismo hobbesiano, El concepto de lo político es una lombriz que se muerde la cola. Se
trata, en efecto, de un argumento circular: “todo lo que se reagrupa en amigo-enemigo es político;
todo lo que no se reagrupa de este modo no lo es y lo que es político borra lo no político”.[22]
Schmitt, impulsado por la ilusión de construir una teoría pura de la política, pretende atrapar su
átomo elemental, cazar su esencia. El problema es que la búsqueda del núcleo termina por perder
buena parte de la cosa. Todo consenso, todo acuerdo, cualquier conciliación es tildada de
antipolítica. Como observa atinadamente Sartori, Schmitt habla solamente de la “política caliente”,
pero ignora la “política tranquila”. Frente a la dimensión conflictiva de la política, se levanta la no
menos importante dimensión del consenso. Maquiavelo, que también gustaba de las metáforas y de
los mitos, retrataba la política como un centauro: mitad bestia, mitad hombre. No hay estado sin
ejército, no hay política sin violencia. Pero tampoco hay política que sea pura violencia, puro
conflicto, enemistad pura. Tan falsa es la política sin conflicto como la que es sólo conflicto.
Cuestionable en términos lógicos y metodológicos, la evocación schmittiana es eficaz. Schmitt lo
sabe bien. En Romanticismo político cita al poeta italiano Giovanni Papini: “Cuando nos preocupan
los fenómenos a gran escala y los movimientos colosales nada hay más preciso que una palabra
vaga”.[23] La precisión política de la vaguedad conceptual. Y es que Schmitt entiende los conceptos
como dardos para la lucha. Más que instrumentos de exactitud, armas. Todo concepto, escribe
Schmitt, tiene un sentido polémico: nace frente a un antagonismo concreto. Las palabras de la política
no significan nada si no se comprende a quién combaten. De ahí que valga la pena preguntar por el
sentido polémico de su imagen de lo político.
Es obvio: lo político nace para refutar lo antipolítico. Pero, ¿dónde está la antipolítica? En el
liberalismo. La noción schmittiana de lo político es la olla que recibe su furia antiliberal. El
liberalismo, según Schmitt, ignora la política. Se refugia en los juicios éticos y en los cálculos
económicos. Bajo ese horizonte no hay enemigos ni decisiones: hay socios, adversarios,
competidores. El liberalismo no llama a la definición. Es el reino de los mecanismos impersonales:
la ley, el mercado, la discusión. La justicia es expresada por reglas generales, el precio es
determinado naturalmente por la competencia, la verdad se alumbra en el debate libre. Pero no hay
conflictos ni duras decisiones. Así es como se niega la política. Donde José Ortega y Gasset
encuentra la noble generosidad del liberalismo (la determinación de vivir con el enemigo), Schmitt
ve cobardía, vacuidad.
El ensayo de Carl Schmitt sobre lo político, más que la exploración didáctica de un vocablo,
resulta un áspero panfleto contra el liberalismo. Aquí aparecen con plena nitidez las razones de su
abominación: el horizonte burgués de los liberales convierte el mundo en un negocio, hace de la
política un parloteo banal, enaltece la cobardía de los indecisos. Atrapado en la helada maquinaria
liberal, la vida del hombre transcurre apasible y mediocremente sin ningún propósito y sin ningún
sentido. Después de todo, Schmitt era un gran admirador de Tocqueville, a quien no duda en calificar
como el máximo historiador del siglo XIX. Hombre de mirada dulce, clara y siempre triste,
Tocqueville es un “vencido que acepta su derrota”. El antiliberal ensalzando al gigante del bando
contrario; el místico de la decisión honrando al Hamlet de la política. Si Tocqueville es admirado
por Schmitt es porque el vencido logró ver el agujero que es el liberalismo. Ahí está el genio de su
mirada triste.
Sin enemigo que afirme nuestra vida, vegetamos sin propósito alguno. La noción que podríamos
llamar trágica de la política proviene así de un hambre de sentido. La lucha que amenaza nuestra
sobrevivencia asigna significado al mundo: nosotros contra ustedes; el bien contra el mal; amigos
contra enemigos. El hombre está necesitado de causas que lo levanten del suelo, que lo saturen de
emoción, que otorguen gravedad a su existencia. El hombre necesita afirmar la seriedad de la vida.
Para Schmitt se trata de una humana inclinación por la tragedia. Sólo en la confrontación con el
enemigo mortal la vida aparece en toda su grandeza, en toda su seriedad. Lo describió mejor
Theodor Däubler, amigo de Schmitt, en un poema:
El enemigo es el cuerpo de nuestra propia pregunta
Y nos acecha, como nosotros a él, con el mismo fin.[24]
La interrogante sobre nosotros mismos apunta al cuerpo de quien amenaza nuestra sobrevivencia.
La mecánica de lo político resulta entonces constitutiva de la individualidad. Para ser hombres
debemos escuchar el llamado que nos confronta con la disyuntiva: el bien o el mal, nosotros o
ustedes, Dios o Satanás. Esta opción es la raíz. La idea del pecado original es crucial en la teología
política de Schmitt. El mundo de los hombres se rompe en enemistades primordiales. El católico
entiende que la semilla de la política está en la caída. La enemistad a la que estamos condenados es
consecuencia del pecado. Está enunciado en el libro del Génesis: “Y enemistad pondré entre ti y la
mujer, y entre tu simiente y la simiente suya”. Por la desobediencia, la humanidad no puede ser una:
el hombre se ha convertido en enemigo del hombre. La humanidad ha dejado de ser. Lo decía
Schmitt, haciendo eco a una vieja idea de De Maistre: “quien dice humanidad pretende engañar”.[25]
La etiqueta zoológica de humanidad es una impostura porque los descendientes de Adán viven en
irremediable hostilidad. Y el hombre es incapaz de producir por sí mismo la reconciliación con el
hombre. Sólo en Dios podría haber humanidad. Mientras tanto, guerra. Política.
Carl Schmitt celebró sus cincuenta años homenajeando a Thomas Hobbes. El día de su cumpleaños,
el 11 de julio de 1938, firmó el prefacio a su ensayo sobre el Leviatán. Mi compañero de celda, dijo
tras la caída de Hitler, fue Thomas Hobbes. A Schmitt se le llamó “el Hobbes del siglo XX”. La
equivalencia es, a mi juicio, equivocada. En el pesimismo antropológico, en el protagonismo del
miedo como impulso central de la política, en su reclamo por la conformación de un poder sin
restricciones, en su odio por el pluralismo, en su decisionismo, los dos pensadores se acercan.
Schmitt se refirió siempre con gran admiración al autor del Leviatán a quien describió en la primera
edición de su Concepto de lo político como el más grande y quizá el único pensador político
verdaderamente sistemático. Schmitt, a fin de cuentas, se sentía personalmente identificado con la
leyenda de Hobbes. Nos cubrirá la misma sombra, vaticina. El terror une los destinos de Schmitt y
Hobbes. El ácido del miedo está presente en ambas tintas. Pero hay muchas dimensiones teóricas que
los separan. Si es cierto que ambos ven el problema político desde la óptica del poder y articulan
razonamientos para edificar una fuerza imponente, es cierto también que lo hacen con propósitos
diametralmente opuestos. Thomas Hobbes alimenta a su monstruo con el propósito de que asegure la
paz. Carl Schmitt, por el contrario, busca un Estado que militarice la sociedad. En la teoría
hobbesiana se abriga la esperanza de que el Estado serene la política, que el conflicto se congele en
la soberanía estatal; en la teoría schmittiana se combate apasionadamente la posibilidad de que esa
tranquilidad se realice. En términos schmittianos, Hobbes es el más antipolítico de los teóricos de la
política porque sueña con la calma del Estado pacificador: un absolutista con fibras liberales.
Hobbes, en efecto, proyecta el artefacto de la paz que permita el florecimiento de la vida tranquila,
del comercio, la ciencia, el arte. El pacto en el que se asienta la civilización.
Para Schmitt ese mundo sin conflicto es un circo sin sentido, una feria de diversiones, un mundo
sin seriedad. La paz es necesaria para la sobrevivencia, dice Hobbes; la guerra es necesaria para la
existencia verdadera, respondería Schmitt. El Estado para Schmitt da sentido a la muerte: es la
instancia que exige el sacrificio. Bien ha descrito estos impulsos opuestos uno de los más agudos
lectores de Schmitt, Leo Strauss: “Mientras Hobbes, en un mundo iliberal, elabora la fundamentación
del liberalismo, Schmitt realiza, en un mundo liberal, la crítica del liberalismo”.[26]
El antiliberalismo de Schmitt es, según él mismo, democrático. La democracia marcha
triunfalmente. Y el realismo del oportunista se impone. La democracia, sostiene Schmitt, es
esencialmente antiliberal. El abogado insiste en el antagonismo: la democracia es identidad entre
gobernantes y gobernados. Supone, necesariamente, homogeneidad. “El poder político de una
democracia estriba en saber eliminar o alejar lo extraño y desigual, lo que amenaza la
homogeneidad.” La democracia excluye lo ajeno, el liberalismo pretende conciliarlo: hay pues una
contradicción insuperable “entre la conciencia liberal del individuo y la homogeneidad
democrática”.[27] La noción schmittiana de la democracia es claramente antiliberal, antipluralista,
anticonstitucional. Una noción rousseauniana, pues. Carl Schmitt, ¿el Rousseau del siglo XX?
Al escribir en 1923 su ensayo sobre el parlamentarismo, Schmitt argumenta que el gobierno
representativo está herido de muerte. Se ha vuelto una máscara. Sus fundamentos intelectuales —la
deliberación pública y el equilibrio de poderes— no corresponden con la realidad. El
parlamentarismo moderno no termina con el secreto ni logra dispersar el poder. Impide
perversamente la identidad entre gobierno y sociedad. Por ello, la única forma de reconstituir un
régimen democrático es purgarlo de sus rasgos liberales. Prensa libre, voto secreto, organización de
la oposición, autonomía de los grupos sociales son bacilos liberales que destruyen la “unidad
emocional” de la democracia. La dictadura es el auténtico vehículo de la unidad popular. Su
expresión es la voluntad del pueblo expresada en la aclamación. Así, no hay grito más democrático
que el “Todos somos el Duce” del fascismo italiano. Identidad plena. Por ello el fascismo, el
bolchevismo, el cesarismo son ciertamente antiliberales, pero no antidemocráticos. Todo lo
contrario.
El democratismo de Schmitt es también hondamente anticonstitucional. El autor de Teoría de la
constitución estuvo fascinado siempre por lo excepcional, lo no organizado, lo irregular, lo
indómito. El territorio ordinario de la política es la crisis. No puede aspirarse a la domesticación de
la política. Ésta no puede someterse nunca a reglas fijas. Su piso es la anormalidad. Este embrujo de
lo excepcional se advierte en su idea de la soberanía pero, sobre todo, en su idea del derecho y el
Estado.
Según Schmitt, no es posible ni deseable ordenar la sociedad de acuerdo con reglas generales. La
ley es aplicable en la normalidad. Pero en política la normalidad no es normal. De ahí el
situacionismo jurídico de Schmitt. Se impone la necesidad de decidir para el caso concreto de
acuerdo con las necesidades del momento. Medidas concretas antes que leyes generales. El
fundamento del decisionismo de Schmitt se encuentra en el pensamiento del escritor extremeño
Donoso Cortés. Éste fue uno de los autores predilectos del abogado alemán. A un lado de la
plataforma filosófica de Hobbes, los apasionados discursos y ensayos de Donoso Cortés aparecen
como el estrado desde el que se alza el razonamiento de Schmitt. Cortés es también un pensador de la
emergencia que denuncia el fracaso de los ideales ilustrados. En la decisión, no en el cálculo ni en la
norma, se funda el poder. De ahí que la norma ha de subordinarse al imperativo de la voluntad
resolutiva. “Las leyes se han hecho para las sociedades, y no las sociedades para las leyes, digo: la
sociedad en todas las circunstancias, la sociedad en todas las ocasiones. Cuando la legalidad basta
para salvar a la sociedad, la legalidad; cuando no basta, la dictadura.” Ante el desconcierto, no
existe alternativa a la dictadura. Apenas una elección de dictaduras: “Se trata de escoger entre la
dictadura que viene de abajo y la dictadura que viene de arriba: yo escojo la de arriba, porque
proviene de regiones más limpias y serenas; se trata de escoger, por último, entre la dictadura del
puñal y la dictadura del sable: yo escojo la dictadura del sable, porque es más noble”. El propio
parlamentario español anticipaba la porosa noción de constitucionalidad que defendería el efímero
abogado del nazismo. La constitución debe albergar la posibilidad de su infracción. Dios es el gran
maestro de la constitucionalidad quebrantada. En el mismo discurso sobre la dictadura, Cortés
sostiene que el Creador gobierna constitucionalmente y “algunas veces directa, clara y explícitamente
manifiesta su voluntad soberana quebrantando esas leyes que Él mismo se impuso, torciendo el curso
natural de las cosas. Y bien, señores —concluye dirigiéndose a las Cortes— cuando obra así, ¿no
podría decirse si el lenguaje humano pudiera aplicarse a las cosas divinas, que obra
dictatorialmente?”[28]
El decisionismo de Schmitt conduce directamente a un entendimiento antinormativo de la
constitución. Schmitt no puede aceptar que los materiales de la constitución sean esencialmente
jurídicos. La constitución es decisión política, no norma. Por ello, según Schmitt, el positivismo
practica una especie de fetichismo constitucional. Adora la cosa sin entender su contenido. Para
superar esta limitación hay que escudriñar el verdadero cuerpo constitucional, es decir, la decisión
política. Schmitt rompe así con el principio básico del pensamiento constitucional: el sometimiento
del poder al derecho, la limitación del poder, la despersonalización del poder. En pocas palabras,
niega la posibilidad de domesticar jurídicamente la fuerza. Nuestro autor llega a elevar el imperativo
político al rango de fuente del derecho constitucional.[29] La salvación del Estado estará siempre por
encima de los recatos procedimentales.
La politización constitucional no tarda en desnaturalizar el dispositivo. Paradójicamente, la
constitución politizada se desarma, es decir, se despolitiza. Schmitt, que se consideró ante todo
jurista, ha logrado construir una jurisprudencia para la ilegalidad. Una ciencia del derecho que hace
de la ley una tela frágil, incapaz de detener al poder. Más bien: la envoltura de sus caprichos. El
territorio de la política es, para Schmitt, irremediablemente indomable. No cabe la regulación porque
el suelo nunca es firme. La política es una alfombra de erupciones. El Estado es gobernado por lo
imprevisible, lo irregulable. Por ello no encontraremos en su obra ningún esfuerzo por construir
principios de ingeniería institucional. En su visión, no hay forma de levantar estructuras
constitucionales firmes cuando el piso de la política nunca se asienta. Si la política es siempre una
sustancia escurridiza, el Estado no puede vertebrarse con reglas. Pensar de otra manera es vivir feliz,
como el mosquito que despreocupado salta.
Gobernar en bicicleta
Los espíritus puramente lógicos, los dialécticos, son los más dañinos. La existencia es ya de
suyo de lo más ilógico y milagroso. En el engranaje silogístico, perfecto y ruin de un abogado
ergotista muchas instituciones jugosas y lozanas se prensan y se destruyen. Líbrennos los dioses
de estos malos bichos teorizantes, fanáticos, rectilíneos, aniquiladores de la vida.
Julio Torri
La bicicleta es un prodigio de la ingeniería. Vehículo de dos ruedas que hace avanzar quien va
montado en él, la bicicleta es ejemplo también de la insuficiencia del razonamiento técnico. De un
manual puede aprenderse el modo de juntar las piezas que la integran: las ruedas, la cadena, los
pedales, el armazón, el manubrio, el asiento, los frenos. Pero en ningún instructivo puede aprenderse
a andar en ella. En la Enciclopedia Espasa que cita Gabriel Zaid se da una prudente sugerencia:
“Para montar en bicicleta es preciso no tener miedo, sujetar el manillar con flexibilidad y mirar al
frente y no al suelo”. El consejo es muy apreciable, pero difícilmente podríamos tener éxito si nos
trepamos a la bicicleta con esa brevísima y única lección. Si queremos aprender a andar en bicicleta
no hay estudio que supere el montarse en ella, empezar a pedalear y buscar equilibrio en el
movimiento. Es el hábito el que instruye. No hay pericia sin práctica. Sólo pedaleando puede
encontrarse el eje, sólo trepando a la bicicleta podemos aprender a navegar con nuestro propio peso.
Sería una tontería pensar que los buenos ciclistas se forman leyendo gruesos volúmenes sobre el
diseño y la historia de las bicicletas. La teoría general del ciclismo no es lectura obligada de los
competidores del Tour de Francia. La inteligencia del ciclista está en los músculos; su sabiduría en
los reflejos. Ese mismo argumento esgrime Michael Oakeshott en contra de lo que llama la
“infección” racionalista en la política. Gobernar es andar en bicicleta. Y para bien gobernar hay que
combatir la superstición de quienes creen que la política no es más que la aplicación de una teoría.
Michael Oakeshott nació en 1901. Su padre, funcionario público, agnóstico y amigo de George
Bernard Shaw, le heredó una profunda admiración por Montaigne que lo acompañaría siempre.
Como el primer ensayista, Oakeshott se paseó durante su vida de un tema a otro. Redacta olvidables
reflexiones teológicas, escribe un ensayo filosófico sobre la noción de experiencia, publica diversos
estudios sobre Hobbes, una antología de las doctrinas contemporáneas en Europa y, en pleno
hervidero de la guerra, redacta en coautoría un pequeño libro sobre las carreras de caballos. Es un
frívolo, dicen de inmediato sus críticos. Mientras Inglaterra se desangra, mientras la libertad está
amenazada en todo el mundo, el profesor se dedica a escribir un manual para apostar en el
hipódromo. Pero Oakeshott no se rascaba la frente en la biblioteca. Se había enlistado en el ejército
y combatía a su modo también en sus escritos. Su trabajo sobre el pensamiento político
contemporáneo es un interesante documento escrito en el instante de la ideología glorificada. Tal
parece que toda acción debe levantarse en nombre de una Gran Idea. No hay movimiento que no se
escude en una doctrina vasta y bien pulida. El oportunismo, escribe en la introducción, ha sido
castrado al disfrazarse de principio. Hemos perdido, lamenta Oakeshott,[1] la inocencia de
Maquiavelo. Inocencia maquiavélica: mirada fresca que se posa en los asuntos del Estado sin afanes
de ciencia; aprender de la historia, no pretender aleccionarla.
En 1947 publicó el que sería su trabajo más célebre: “El racionalismo en política”, ensayo que
destrozaba justamente los fundamentos de la política ideológica. A la mitad del siglo que fue también
el mediodía de su vida, llegó a la London School of Economics (LSE) para asumir la cátedra de
ciencia política que la muerte de Harold Laski dejaba vacía. Laski encarnaba lo que Oakeshott
repudiaba. El profesor socialista veía en el Estado un instrumento de regeneración social y creía en
las musculosas capacidades de la política. Vivía la ilusión de la inteligencia: si la razón logra
hacerse del poder, logrará enderezarlo todo. El contraste de Laski y su sucesor no podría ser mayor.
Laski era un orador. Las palabras fogosas de este ideólogo del laborismo apuntaban siempre hacia
los asuntos punzantes del momento. Sus conferencias eran convocatorias a la acción. El tiempo de
Oakeshott era otro. No le interesaba mayormente la política del día. Podía pasarse una buena
temporada sin leer el periódico. La manía de enterarse todos los días de las noticias es un desorden
mental, decía. Sobre todo, tenía el buen gusto de aborrecer la oratoria. La elocuencia loresca era una
práctica tan execrable para el profesor Oakeshott como lo era para el miniaturista mexicano cuya
firma aparece en el epígrafe de este capítulo. Julio Torri hablaba de la antipatía que sentía por esas
gentes que obran siempre a nombre de causas altisonantes, esos sujetos vanidosos que leen para
cazar alguna cita, no para entender, y que hablan para adular o conmover al público, no para
comunicarse con él.[2]
La propia escuela londinense era un lugar extraño para un filósofo como Oakeshott. La London
School of Economics había sido fundada con la idea de formar a la nueva clase política bajo la idea
de que la ciencia —en particular, como revela su nombre, la ciencia económica— lograría
establecer una sociedad próspera, bien organizada y justa. En una especie de canto positivista, los
fundadores de la London School of Economics rezaban: “los hechos nos harán libres”. Los
estudiantes llegaban a la escuela buscando herramientas para rearmar racionalmente a la sociedad,
justamente lo que Oakeshott pensaba que la educación no podía ni debía enseñarles. Como un
pacifista en una academia militar, Oakeshott era un antirracionalista en una parroquia de la Razón.
Al presentarse ante los alumnos de la LSE, leyó un texto que sacudió a esos estudiantes de
ingeniería social. Parece ingrato, decía Oakeshott en su mensaje, que quien siga a Harold Laski sea
yo, “un escéptico, alguien que haría mejor las cosas si sólo supiera cómo hacerlo”. La política no es
una técnica como la mecánica, les advertía. Es, más bien, como la cocina. Ningún libro de recetas,
por muy completo que sea o por claras que sean sus ilustraciones, puede servir a quien no tiene
sazón. Para confitar un pato hay que entrar a la cocina, no a la biblioteca. La filosofía puede
ayudarnos a comprender, pero no nos entrega recomendaciones pertinentes para gobernar. La
convocatoria del discurso inaugural era conocer lo que llamaba las insinuaciones de la tradición.
Sumergirse en la historia era indispensable para vacunarse contra la viruela de la ilusión política y
terminar de una buena vez con el cuento infantil que habla de la política como el camino que nos
llevará a la casita feliz donde viviremos contentos para siempre. Los discípulos de Laski quedaron
horrorizados.
Oakeshott fue una figura solitaria, un filósofo sin séquito. Rehuía las luces de la publicidad, casi
se empeñaba en no formar escuela. Temió que sus ideas degeneraran en ideología. Por eso combatió
la seducción de las fórmulas: quien sólo conoce el resumen de las cosas lo ignora todo. Para
entender a Hobbes no hay atajos. Hay que leerlo. Su estilo filosófico —su pensamiento es, ante todo
eso: un estilo— no pertenecía a los cajones de la moda. Un tradicionalista con muy pocas ideas
tradicionales, un idealista escéptico, un amante de la libertad a quien aburre la prédica de los
liberales. Como dice Robert Grant, uno de sus contados retratistas, Oakeshott era demasiado
indiferente a las jerarquías y a los linajes para ser seguido por los tories; demasiado escéptico para
ser respaldado por los moralistas, demasiado liberal para ser secundado por los populistas de la
derecha. La voz de Oakeshott es única. Alguien lo llamó el Proust de la ciencia política.
Cuentan sus amigos que siempre se le veía acompañado de una mujer guapa. Tuvo incontables
amores y solamente tres bodas. Una de sus relaciones más intensas fue con Iris Murdoch, la prolífica
novelista y pensadora irlandesa. Se conocieron en Oxford, a finales de los años cuarenta. Oakeshott
era casi veinte años mayor que ella. Él era una autoridad en su campo; ella una muchacha radiante
que había militado en el Partido Comunista y había entrado en contacto con algunas de las grandes
mentes del siglo: Wittgenstein, Sartre, Canetti. En octubre de 1950 se enamoraron profundamente.
Ella escribiría en su diario:
No puedo trabajar ni comer, solamente divago pensando en M. ¿Qué estará pensando hoy? Debo tratar de trabajar. Me está
enfermando esta emoción. [Más tarde:] Me siento totalmente demente por M. No sé cómo podré sobrellevar el día sin verlo. Y no
puedo llamarlo hasta mañana.[3]
El amor sería tan intenso como breve. Dos meses después de haber comenzado el romance, se
dieron el adiós. Él se había enamorado de otra mujer. Veinte años después, Iris Murdoch seguía
recordando su amor, la mañana en que él le besaba los pies, lo hermosa que se sintió entonces. Los
seguidores de Oakeshott están convencidos de que de su relación con Oakeshott nació un personaje
de una de sus primeras novelas. Se trata de Hugo Belfounder, un filósofo inclasificable de Under the
Net, la novela que Murdoch publicó en 1954, un conversador de palabra pausada y preguntas
interminables; un hombre interesado en todo, en buscar una teoría de todo. No, no una teoría de todo,
más bien, una teoría de cada cosa.
En mis primeras discusiones con Hugo, me empeñaba en ubicarlo. Una o dos veces llegué a preguntarle si sostenía tal o cual teoría
general —cosa que siempre rechazó con el aire de quien había sido abofeteado por el mal gusto. Y, de hecho, después me pareció
que hacer ese tipo de preguntas sobre Hugo mostraba un severo desconocimiento de su irrepetible cualidad intelectual y moral.
Después de un tiempo, me di cuenta que Hugo no tenía teorías generales. Todas sus teorías, si es que podían llamarse teorías, eran
particulares.[4]
Hay quien dice que el retratado en este personaje de Iris Murdoch no es Oakeshott sino, en
realidad, Ludwig Wittgenstein o uno de sus discípulos. Puede ser. Lo más probable es que se trate de
una mezcla literaria de todos ellos. Pero esta renuencia a la formación de una teoría general, esta
aversión a la manía clasificatoria que pretende compactar la diversidad es claramente oakeshottiana.
Oakeshott estuvo poseído por la intuición de lo particular. Seguir la ruta aristotélica de la
clasificación es negar el universo que hay en cada hoja de un árbol, en cada insecto de la selva. La
teoría, dice George Steiner, no es otra cosa que una percepción que se vuelve impaciente. [5] Y
Oakeshott no cayó nunca en esas prisas.
Coqueto, culto, conversador exquisito, genio del gesto y el detalle, Oakeshott fue el modelo del
caballero inglés. En sus últimos años, decidió dejar su departamento en Covent Garden, a unas
cuadras de la London School of Economics, para instalarse en el pequeño pueblo de Acton en
Wessex. Su cabaña no tenía teléfono ni calefacción pero tenía una chimenea y miraba al mar. Al abrir
la cortina, el Canal de la Mancha. Ahí, en una casa de pizarra cubierta de libros, Oakeshott vivió sus
últimos años leyendo, cocinando y cuidando su jardín. Goces de la paciencia, labores a un tiempo
solitarias y generosas, actos físicos y espirituales, la cocina y la jardinería condensan
simbólicamente una filosofía política refractaria a la impaciencia, una filosofía consagrada a
acariciar sus materiales y atenta a sus suaves transformaciones.
El 19 de diciembre de 1990, una semana después de cumplir los ochenta y nueve años, Michael
Oakeshott murió en la cama de su cabaña. El Daily Telegraph escribió unos días después: “Ha
muerto Michael Oakeshott, el más grande filósofo político de la tradición anglosajona desde Mill, o
incluso Burke”. En la mañana del 24 de diciembre fue enterrado en las costas de Dorset. Le habría
gustado su funeral, dijo un amigo suyo. No tuvo nada de extraordinario.
Los racionalistas son para Oakeshott todos los hombres que, después de proyectar ideas en un plano,
tratan de insertarlas en la historia; quienes creen que la política es la puesta en práctica de un modelo
previamente trazado. Racionalistas han sido los redactores de la Declaración de los Derechos del
Hombre y del Ciudadano y los autores del Manifiesto Comunista; los ingenieros utilitaristas y los
demagogos fascistas. Son racionalistas los teólogos que saben todo de Dios y la creación del mundo
y los terroristas que quieren incendiarlo para traer la justicia infinita; los cuentos nacionalistas y las
ecuaciones económicas. Desde luego, el filósofo inglés no libra una batalla contra la razón ni
exhorta, como lo hizo Rousseau con su empalagosa cursilería, a retornar a una feliz e inocente
ignorancia. Tal vez usa una brocha demasiado gruesa para caricaturizar a su adversario: mira con
sospecha cualquier ejercicio de reflexión teórica que se aparta de la experiencia y descarta todo
intento de invención filosófica para comprender o modificar la realidad política.[6] El racionalismo
de Locke se salva de su mazo, por ejemplo, por el hecho de ser una teorización empapada de
historia, por ser experiencia enunciada en vocabulario racionalista. Sugiere Oakeshott que en la
elaboración de los derechos naturales de Locke no hay invento, sólo recuerdo. La infección
racionalista, pues, no atacó la médula del razonamiento del padre del constitucionalismo inglés sino
apenas su expresión. Sin embargo, infectó a sus lectores: en los Estados Unidos y en Francia lo
leyeron mal, como un tratado de abstracciones en espera de las bayonetas que lo pusieran en
práctica. No era eso: lejos de ser el prefacio de la libertad futura, el Segundo tratado sobre el
gobierno civil era un epílogo a los hábitos ingleses.
El racionalista que Oakeshott critica quiere vivir cada día como si fuera el primero, tiene una
insensata aversión al hábito, cree que toda costumbre es un error, que nada vale si no ha sido
demostrado previamente en el laboratorio de la razón.
Para el racionalista nada tiene valor sólo porque exista (y ciertamente no porque haya existido durante muchas generaciones); la
familiaridad no tiene ningún valor, y nada debe dejarse sin un escrutinio. Y su disposición hace que entienda y se dedique con mayor
facilidad a la destrucción y la creación que a la aceptación o la reforma. Cree que parchar, reparar (es decir, hacer cualquier cosa
que requiera un conocimiento paciente del material), es una pérdida de tiempo; y siempre prefiere la invención de un nuevo
instrumento al uso de un recurso corriente y bien probado. No reconoce el cambio a menos que sea inducido conscientemente, de
modo que cae con facilidad en el error de identificar lo consuetudinario y lo tradicional con lo inmutable.[7]
Si el trabajo del racionalista consiste en trazar un plano para después imponerlo en la realidad,
lo que debe hacer en primer lugar es limpiar su mesa de trabajo de todos los viejos papeles, las
fotografías familiares, los restos del café y galletas que quedaron de la noche anterior. Ningún
recuerdo, ningún afecto debe ensuciar el plano del racionalista. El geómetra debe empezar a escribir
desde una hoja en blanco. El diseño de la razón debe procurar un “cierto vaciamiento de la mente, un
esfuerzo consciente para librarnos de las concepciones previas”. Por eso Platón es, además del
abuelo de los historicistas aborrecidos por Karl Popper, el ancestro de los racionalistas que
Oakeshott detesta.[8] Ese poeta que estaba dispuesto a aniquilar a todos los que tuvieran más de diez
años de edad, para levantar una ciudad sin mancha de hábitos corruptos, pretendió hacer de la
sociedad una “sábana blanca de posibilidades infinitas”. Blanquear la manta de la historia en busca
de la utopía constituye un compromiso de exterminio. En el cálculo racionalista suelen sobrar
algunos millones de seres humanos.
El racionalista ignora que la política desciende del rito y no del silogismo. Las lecciones de la
experiencia son por ello mejores guías de la acción que las recetas de la ideología. Ciertamente,
Oakeshott veía en el estatismo la gran amenaza de su tiempo, pero los antiestatistas no se salvaron de
su crítica. Como los planificadores, los idólatras del mercado creen que el mundo debe rendirse ante
las fórmulas de su pizarrón. A liberales dogmáticos como Hayek les dijo: un plan para eliminar
cualquier plan expresa el mismo estilo político que se pretende superar. La crítica se clava igual en
los devotos del Estado que en los fanáticos del mercado: leninistas y thatcherianos tienen más en
común de lo que es aparente. Dos experimentos despiadados. Dos designios seguros de sus dogmas y
sordos a las réplicas de la realidad. El politólogo polaco Adam Przeworski ha mostrado el paralelo
entre estos proyectos inapelables. Sustitúyase “nacionalización de los medios de producción” por
“privatización” y “planificación” por “libre competencia” y tendremos una estructura ideológica
sorprendentemente similar.[9] Ambos hacen una condena radical del pasado, ambos postulan un sujeto
histórico privilegiado, ambos creen conocer la técnica que someterá a la realidad, ambos ordenan
una cirugía mayor: las llaman “medidas dolorosas pero necesarias”. Habrán cambiado los
ingredientes pero el veneno del pastel es el mismo. El rumbo es lo de menos: lo esencial en una
política es su estilo.
Oakeshott subraya los desvíos de la razón soberbia. No ofrece, por cierto, el sentimiento como
antídoto al exceso racional. Las emociones no nos salvarán de la pinza tecnológica. La salida está en
el tanteo. Ensayar para observar los efectos de la prueba, palpar antes de exprimir, ver sin pontificar,
escuchar para hablar y después de hablar, volver a escuchar, caminar sin prisa y sin rumbo, ponderar
cada paso. La línea recta es el trazo del diablo que, ya sabemos, siempre lleva prisa. La buena
fortuna, dijo Maquiavelo en sus Discursos, pertenece a quien sabe ajustar su proceder con el tiempo.
En La política de la fe y la política del escepticismo, Oakeshott defiende magistralmente esta
política del tanteo. La gobernación es una actividad específica que no tiene como propósito la
perfección humana ni la verdad y que no busca, en ningún momento, la gracia de la belleza. La misión
del gobierno es apenas disminuir los conflictos humanos. El orden político es siempre un orden
precario y superficial. Debajo de la paz del Estado habrá inevitablemente conflicto. Porque estamos
siempre amenazados por la decadencia, debemos armar de pesimismo la duda. Henry James llamó a
esta propensión “imaginación del desastre”.
Del escepticismo de Oakeshott se desprende la búsqueda de un gobierno restringido y vigilado.
Por eso se le ha llamado el conservador preferido de los liberales.[10] Para Paul Franco, uno de los
primeros intérpretes meticulosos de su filosofía política, Oakeshott fue, en realidad, un liberal a
quien simplemente no le gustaban las últimas cuatro letras de la palabra liberalismo. No es raro por
ello que uno de sus autores predilectos haya sido un ingeniero de instituciones: Benjamin Constant,
mecánico de la moderación política. La vereda de las reglas, la plomada de los precedentes, el
equilibrio de la mesura son precisos para la travesía del ciclista. Pero la metáfora que traza
Oakeshott es culinaria, no bicicletera. Como el ajo del cocinero, el poder debe usarse con tanto
comedimiento que sólo su ausencia se note. El gobierno aparece entonces como la pimienta
indispensable; como un elemento de salud pública tan importante, dice, como la risa lo es para la
felicidad. El gobierno no nos conduce al paraíso ni un chiste nos enseña la verdad profunda del
universo; pero el primero nos salva del infierno de la guerra civil y el segundo nos salva de la
estupidez del solemne. Ése es su llamado: no ensalzar jamás la política.
No hay que ensalzar la política porque no hay que esperar mucho del hombre. En una ocasión uno
de sus discípulos le preguntó qué opinaba del hombre. Oakeshott permaneció por un momento en
silencio y después dijo que pensaba que los hombres eran como gatos: se toman muy en serio. Ése es
el peor vicio del hombre y la más nociva vanidad en un político: tomarse demasiado en serio.
“Thomas Hobbes, segundo hijo de un vicario poco distinguido de Westport, cerca de Malmesbury,
nació en la primavera de 1588.” Así empieza Michael Oakeshott su brillante introducción al
Leviatán, la obra que definió como “la más grande, quizá la única, obra maestra de filosofía política
escrita en lengua inglesa”. ¿Exagera Oakeshott? No: el monstruo de Hobbes no es solamente una
pieza genial de penetración filosófica sino una joya de la inteligencia poética. El Leviatán, escribe
Oakeshott es “un mito, la trasposición de un argumento abstracto al mundo de la imaginación”.[11] El
razonamiento alumbra la ficción más sobrecogedora del Estado.
Thomas Hobbes, el más radical de los escépticos, el más arrogante de los dogmáticos, fue el
personaje central en la obra de Oakeshott. Lo fue porque el genio de Malmesbury le permitió tallar su
identidad filosófica por contradicción y afinidad. Al preparar la introducción a la edición Blackwell
del Leviatán, el jardinero de Covent Garden resaltaba la claridad, el humor, la imaginación, la
acidez irónica, la contundencia polémica de Hobbes. Pero también subrayaba los excesos de su
inteligencia satisfecha. En Hobbes hay una ambición de sistema que Oakeshott rechaza
explícitamente: querer embonar todo fenómeno en un perfecto artefacto de ideas es para él un
trastorno racionalista. Hobbes dispara pensamientos completos; Oakeshott saca ideas a pasear. Las
sentencias de Hobbes son inapelables, los apuntes de Oakeshott son provisionales. Hobbes define,
Oakeshott comenta. En buena medida, la obra de Oakeshott es una larga crítica a esa ciencia que
Hobbes quiso fundar. Pero sus ensayos son también una dilatada variación sobre la imagen
hobbesiana del hombre. La maldición de la política es la naturaleza humana. Por eso los filósofos de
la política se ocupan de la oscuridad. Oakeshott no trata de iluminar esas sombras, ni de sublimar los
sacrificios del poder.
La política es un espectáculo desagradable en todo momento. La oscuridad, la turbiedad, el exceso, las componendas, la apariencia
indeleble de deshonestidad, la falsa piedad, el moralismo y la inmoralidad, la corrupción, la intriga, la negligencia, la intromisión, la
vanidad, el autoengaño y por último la esterilidad,
Como un caballo viejo en el establo,
ofenden en buena parte nuestras susceptibilidades racionales y del todo las artísticas.[12]
Los científicos buscarán la lógica última del poder, los estetas tratarán de embellecer el rostro
del soberano y sus hazañas pero ignoran que la política es una fea piedra tallada en la arena de las
circunstancias. Es en esa materia pedregosa de la historia, no en el liso lienzo de los geómetras,
donde podemos encontrar los elementos para arreglar de algún modo y hasta cierto punto los
desperfectos de la cosa pública. Por eso el estadista no es un técnico; es una especie de artista sin
arte.
En la actividad política navegan los hombres en un mar sin límites y sin fondo; no hay puerto para el abrigo ni suelo para anclar, ni un
lugar de partida ni un destino designado. La empresa consiste en mantener la nave a flote y equilibrada; el mar es a la vez amigo y
enemigo; y el arte de la navegación consiste en utilizar los recursos de una manera tradicional de comportamiento a fin de volver
amiga toda ocasión hostil.[13]
En esta filosofía de la modestia hay un existencialismo sin melodrama. La actividad política
consiste apenas en un ejercicio de flotación sobre un mar de sinsentido.
John Stuart Mill, convencido de que todo lo bueno proviene de la innovación, dijo que los
conservadores, por ley de su propia existencia, formaban el partido estúpido. Oakeshott pretende
ganar respeto para el temperamento conservador. Él es un conservador porque cree que no hay que
enemistarse con las circunstancias; hay que abrazarlas afectuosamente. La amistad es un lazo de
afecto que no puede ser corrompido por cálculos de utilidad. “A los amigos no les interesa modificar
la conducta del otro, sino sólo el disfrute del otro, y la condición de este disfrute es una aceptación
tranquila de lo que es y la ausencia de todo deseo de cambiar o mejorar.” El conservadurismo es, de
ese modo, un cariño por la circunstancia. Con ello desafía al conservadurismo desde el
conservadurismo. Si abraza la tradición no es porque venere ciegamente el pasado sino porque teme
las consecuencias del silogismo. Este hombre que ha sido llamado el Burke del siglo XX no siente
ninguna simpatía por las prescripciones eternas del derecho natural ni por la metafísica de las
verdades reveladas. A diferencia de Burke, Oakeshott no cree en la sabiduría de la tradición. Burke,
en efecto, había escrito que los juicios instantáneos de individuos y grupos suelen ser equivocados,
mientras que la nación (ese organismo que atraviesa los siglos) encuentra naturalmente el bien. “El
individuo es estúpido; la multitud es, por el momento, estúpida cuando actúa sin deliberación; pero
la especie es prudente y, si se le da tiempo, en cuanto especie obra siempre bien.” [14] Para Oakeshott
la especie es tan estúpida como el individuo o la multitud. Una tontería repetida mil veces no se
convierte mágicamente en imagen del bien. La tradición es una sopa incoherente de caprichos y
casualidades acumulados a lo largo de los años.
Ha querido la historia oficial mexicana que veamos un vampiro cuando escuchamos la palabra
“conservador”. Desde que, como dijo Justo Sierra, el liberalismo se fundió con la idea de patria, un
monstruo vil y salvaje se nos aparece cuando se pronuncian esas letras. Michael Oakeshott hace un
retrato distinto del conservador:
Ser conservador es preferir lo familiar a lo desconocido, preferir lo experimentado a lo no experimentado, el hecho al misterio, lo
efectivo a lo posible, lo limitado a lo ilimitado, lo cercano a lo distante, lo suficiente a lo excesivo, lo conveniente a lo perfecto, la risa
presente a la felicidad utópica. […] los cambios pequeños y lentos le parecerán más tolerables que los grandes y repentinos; tendrá
en alta estima cada apariencia de continuidad.[15]
Ser conservador es un modo de plantarse en el mundo, una actitud, un talante, no un programa. El
conservador no se deja seducir por el peligro y entiende que no hay mejoramiento sin calificativos.
Lo notable del conservadurismo de Oakeshott es que está vacío de dogma. La disposición
conservadora no se relaciona, en su caso, con ninguna idea de bien eterno. El de Oakeshott es, pues,
un conservadurismo sin ideología, un conservadurismo desligado de los postulados de la derecha. De
ahí que sociólogos de la nueva izquierda europea hayan buscado consejo en sus páginas. Una de las
primeras reseñas de El racionalismo en política apareció en la New Left Review. Colin Falck, el
reseñista, sugería que el conservadurismo de Oakeshott estaba muy cerca de los fundamentos del
pensamiento socialista. Enfatizando lo concreto y lo histórico, su política se distingue del marco
vacío de los valores liberales y de la nostalgia de los reaccionarios. Total: Oakeshott resulta casi un
marxista.[16] Anthony Giddens, padre de aquella moda de la Tercera Vía que quiso a fines del siglo
XX poner al día el ideario de la izquierda europea, aprecia el pensamiento de Oakeshott como
plomada de prudencia para el nuevo socialismo. Para Giddens el gran mensaje de su obra es que
todo es temporal, que todo fluye. La historia, ya lo había dicho Burke, es río que no olvida pero
tampoco añora su fuente. No hay ni una mueca nostálgica en el conservadurismo de Oakeshott. No
idealiza el pasado, no lo falsifica glorificándolo; mucho menos trata de congelarlo. Lo que hace es
instalarse en el tiempo para prevenirnos de la desmemoria de los técnicos. El conservadurismo
oakeshottiano es una advertencia frente al fanatismo de la razón política. Oakeshott aprendió la
lección del autor de aquellas sabias cartas sobre la Revolución francesa: la harina de la política no
es más que tiempo y sitio: circunstancia. Hay que ser conservadores, de un modo no conservador,
concluye Giddens. Sin el ancla conservadora el hombre vivirá como extranjero, flotando sobre una
tierra que quiere rehacer pero que no logra tocar ni entender. [17] Dicho de otro modo: hay que ser
conservadores de un modo oakeshottiano.
Soy conservador en política para poder ser radical en todo lo demás, decía Oakeshott. Por eso su
tradición no es el jardín remoto que hay que reverenciar: es la condición que no podemos evadir. Lo
que pretende levantarse por fuera de la historia busca el aura del carisma, dice el brillante
historiador de las ideas J. G. A. Pocock en un ensayo en honor de Oakeshott. [18] La tradición no es
depósito moral; es anclaje de prudencia. Mientras entendamos la sociedad como el arroyo de
acciones insertadas en el tiempo estaremos bien resguardados contra los salvadores que creen que ni
una gota del pasado los moja.
El conservadurismo de Oakeshott es hijo de la desconfianza en lo humano. La única brújula es la
duda o, más bien, la sospecha. Se trata de una “imagen perturbada de la debilidad y la perversidad
del hombre y de la transitoriedad de sus logros”.[19] Los padres de esa imagen son John Donne, poeta
de la fragilidad; Pascal, místico de la tristeza; Hobbes, filósofo del miedo; y Montaigne. Sobre todo,
Montaigne. Entender el escepticismo político de Oakeshott supone adentrarse en las ideas de estos
genios. Donne, poeta de la complejidad y la contradicción de las emociones, describe en Una
anatomía del mundo la desdicha de la más radical incertidumbre:
Y una nueva filosofía pone todo en duda,
el elemento fuego está bien extinguido;
perdidos están sol y tierra; ningún ingenio humano
puede dirigir al hombre para encontrarlos.
Y debemos confesar que este mundo está acabado
de buscar entre el cielo y los planetas
otros mundos nuevos: vemos cómo éste
se desmorona en retorno a sus átomos.
Todo está hecho pedazos, toda coherencia abolida,
toda justa medida y toda relación.
…
Tal es la condición del mundo ahora.
Y ella, que debía unir las partes,
que poseía la única fuerza magnética
capaz de unir las partes separadas;
ella, lo mejor, el primer original de toda copia;
ella, cuyo universo es un yugo,
ha muerto, sí, muerto, y al saberla muerta,
conoces la flaqueza de este mundo que cojea.
Las imágenes de este planeta a la deriva (“la flaqueza de nuestro mundo que cojea”) se suceden
en la poesía de Donne desde sus poemas amorosos hasta sus versos funerarios.
Los cielos se regocijan en el movimiento, ¿por qué habría
entonces yo de abjurar de esa amada variedad,
y no repartir con muchos amor y juventud?
No hay placer si no es variado:
el sol que sentado en su asiento de luz
esparce llamas sobre todo lo que parece brillante,
no se contenta con alojarse en un solo hostal,
y al terminar su año empieza uno nuevo.
Todo se deleita en la mudanza,
generosa madre de nuestros apetitos.
El hombre es un hacedor de ruinas, un animal ciego que mata para propagar su raza.
Parecemos esperanzados en destruir toda la obra de Dios.
De la nada nos hizo y nosotros luchamos
por retornar a la nada; y nos empeñamos
lograrlo tan de prisa como Él nos hiciera.[20]
John Donne describe el centro de nuestra contradicción, la imposible fijeza de nuestro espíritu:
“las aguas pronto apestan si en un lugar se estancan”. Es el absurdo de la quietud. Hasta lo hermoso
es transitorio. Por eso la variedad es nuestra regla. ¿Y la ciencia? Una ignorancia que nos denigra. La
nueva medicina, escribe, es un ingenio aún más pernicioso que la sífilis.
El sufrimiento de Pascal también está presente en el escepticismo de Oakeshott. Aterrado por el
“eterno silencio de los espacios infinitos”, Pascal muestra apasionadamente el extravío del hombre,
los vacíos de su razón, las vanidades de la ciencia. Nuestro entorno es irremediablemente
indescifrable. Cualquier esfuerzo por resolver los misterios de la existencia colinda con la
blasfemia. Lo que Kolakowski llama la religión triste de Pascal, parte de la más oscura
antropología: el hombre es un animal perdido, un grano de polvo en el universo infinito, una criatura
abandonada que se enfrenta al futuro sin esperanza, como un condenado a muerte que todos los días
es testigo del degüello de su vecino. “Entre nosotros y el infierno sólo existe la vida, y esto es lo más
frágil de este mundo”, escribe este hombre que no vivió un solo día sin dolor. “Nos complace
reposar en la sociedad de nuestros semejantes, miserables como nosotros, impotentes como nosotros;
no nos ayudarán: moriremos solos. Es necesario, pues, hacer como si estuviésemos solos.”[21] ¿De
dónde más que de la desesperanza puede surgir la política?
La ciencia, entretenimiento mundano, es incapaz de ofrecernos respuesta al drama de existir. Por
eso encuentra Oakeshott en Pascal una brillante exhibición de las limitaciones del racionalismo. El
problema no radica en su valoración del conocimiento técnico sino en su “incapacidad de reconocer
cualquier otro conocimiento”. No puede excluirse la razón de la vida humana; tampoco puede el
hombre vivir alimentándose solamente de ella.
Para Oakeshott será Montaigne, un escéptico gozoso, un paseante tranquilo, el autor central en
este cuadro de desconfiados. La incertidumbre en él deja de ser angustiosa. La ausencia de certeza
gana una sonrisa. En sus paseos, la fluctuación del universo deja de ser una pesadilla para
convertirse en mudanza de sabores y texturas, de aires y de climas.
Michel de Montaigne nació entre las 11 de la mañana y el mediodía del último día de febrero de
1533. Las vigas de su sala de trabajo, como epígrafes que abren el mundo de su literatura, marcan el
tono de su obra: “Puede ser así y puede no ser así”. “Yo no decido nada.” “No comprendo.” “Yo
examino.” “Ningún hombre ha sabido ni sabrá nada de cierto.” “El hombre es arcilla.” Entre estos
pilares, Montaigne escribe el autorretrato del hombre. Soy el tema de mi libro advierte a sus
lectores. Es cierto, Montaigne habla de sus achaques y de sus gustos, de sus afectos y de sus lecturas.
Pero ese tema —el tema Montaigne— se desdobla pronto en el tema del hombre. ¿Quién es el
hombre? ¿Cuáles son las formas de su razón? ¿Cuál es la textura de su historia? Las respuestas a
estas preguntas van dibujándose en sus paseos. No adquieren en ningún momento la simetría del
sistema ni la definitividad de una doctrina: ensayos. Es ese el modo de retratar un lugar en mudanza
permanente: “el mundo es movimiento perenne y todo muda sin cesar, incluso la tierra, las rocas del
Cáucaso y las pirámides de Egipto, lo cual sucede en virtud del movimiento general y del suyo
propio. La misma constancia sólo es una mutación menos viva que la inquietud”.[22] Si Montaigne no
puede fijar los objetos del universo es porque ellos mismos se tambalean poseídos por una especie
de embriaguez natural.
Y nada tan mudable como el hombre. En el ensayo sobre la inconstancia de nuestras acciones, el
hombre aparece como un animal que adopta el color del lugar en el que despierta: una criatura que
sigue las cambiantes inclinaciones de su apetito. El autorretrato de Montaigne nos dibuja. “En mí se
hallan, por turno, todas las contradicciones. Soy vergonzoso, insolente, casto, lujurioso, charlatán,
taciturno, laborioso, delicado, ingenioso, torpe, áspero, bondadoso, embustero, veraz, sabio,
ignorante, liberal, avaro y pródigo. Todo eso hallo en mí según mis cambios.” ¿Cuál es el traje que
ha de vestir a todos estos hombres que viven bajo la piel de Montaigne? ¿Cuál sería su verdadero
precepto, cuál su designio auténtico? La respuesta es clara: introducir una regla maestra, un principio
capital, una orden que envuelva a todos los hombres que son Montaigne estrangularía a cada uno de
ellos. La definición como suicidio de posibilidades: la cárcel de la identidad.
Frente a nuestra naturaleza inconstante, no hay más remedio que la fluctuación de nuestras
normas. No hay traje perfecto; no hay modelo a seguir, no hay solución definitiva a nuestros
predicamentos.
El humanista admirado por Oakeshott está lejos de ser idólatra de la ciencia. Conozco cien
artesanos más felices que si fueran rectores de universidad, escribe. El oficio del científico no lo
acerca a la felicidad; ni siquiera al conocimiento verdadero. Lo que hoy es tenido como postulado de
la ciencia, mañana será tachado como fantasía de ignorantes. Lo que es verdad desde esta ventana, es
falso en aquel valle. El camino de la sabiduría es la experiencia. Ninguna ciencia, saber hecho de
generalizaciones y abstracciones, será capaz de apreciar la ley universal de la diversidad. La ciencia
suele cerrarse al conocimiento porque carece de la imaginación necesaria para combinar realidades
y para incorporar las verdades de la contradicción. El orgullo de creer que algo sabemos es nuestra
peor plaga. Los libros de ciencia suelen taparnos los poros de la piel con su pedantería. El mundo de
la razón científica nos ha convertido en asnos cargados de libros. El misterio de los animales es,
quizá, el puente que nos conduce al territorio de la duda. Cuando juego con mi gata, ¿quién puede
saber si no es ella la que se divierte conmigo? Nada puede fijar la certeza en este mar de
incertidumbre.
De estas dudas —de ninguna nostalgia— nace el conservadurismo de Montaigne. El escepticismo
borra toda esperanza de encontrar la arquitectura ideal de la sociedad. Montaigne conoce la
fragilidad del hombre, de la sociedad, del poder, de la ley. Pero, como advierte Hugo Friedrich, no
se opone a esa fragilidad con el idealismo del revolucionario o con la desesperación del nihilista.[23]
No sueña con el mundo perfecto ni se abandona en el foso del pesimismo. El escéptico abraza lo que
existe, sin dejar de reconocer que está constituido por la grieta radical de nuestra naturaleza. No es
raro, entonces, que la miga de su discurso conservador se encuentre dentro del ensayo contra la
vanidad. “Nada daña tanto a un Estado como la innovación. Del cambio sólo dimanan injusticia y
tiranía.” A pesar de la severidad de estos dos dictámenes, Montaigne no pretende congelar al Estado.
Lo que rechaza es la pretensión de cambiar integralmente la política, lo que él llama más adelante las
“grandes mutaciones”. Si una pieza falla, hay que componerla o cambiarla; pero querer refundar los
cimientos del edificio público es una acción depravada. El mal no siempre es sustituido por el bien,
y suele ser que es sustituido por otro mal, incluso peor. Frente al arresto de los revolucionarios,
Montaigne defiende una voluntad políticamente dócil: “No vamos; se nos lleva, como las cosas que
flotan con suavidad o violencia, según la mansedumbre o fuerza del agua”. La sentencia que resume
de mejor manera esta disposición conservadora se encuentra en el ensayo de Montaigne sobre el arte
de conversar: “Hay que vivir con los vivos”.
Como el Montaigne que su padre le enseñó a admirar, Oakeshott no quiso redactar ningún tratado
filosófico. Sus escritos son apenas, según apreciaba él mismo, “notas de pie de página sobre la
nieve”. Sus textos son una caminata. Al igual que en los ejercicios del padre del ensayo, en los
escritos de Oakeshott se pasea el juicio. Y ésa no es sólo la imagen que tiene del juego de la
filosofía, sino de la política misma. Que la política no es argumento sino conversación, es quizá su
sentencia más brillante. Gobernar es conversar con las circunstancias, nunca decretar su
sometimiento.
En una conversación, los participantes no realizan una investigación ni un debate; no hay ninguna verdad que descubrir, ninguna
proposición que probar, ninguna conclusión que buscar. Los participantes no tratan de informar, persuadir o refutarse recíprocamente,
de modo que el poder de convicción de sus expresiones no depende de que todos hablen el mismo idioma; pueden diferir sin estar en
desacuerdo. Por supuesto, una conversación puede tener pasajes de argumentación y no se prohíbe que quien habla sea
demostrativo; pero el razonamiento no es soberano ni único, y la conversación misma no integra un argumento. […] Pensamientos de
diferentes especies cobran vuelo y se revuelven, respondiendo a los movimientos de los otros y suscitándose recíprocamente nuevas
expresiones. Nadie pregunta de dónde han venido o con qué autoridad están presentes; a nadie le preocupa qué será de ellos cuando
hayan desempeñado su papel. No hay director de orquesta ni árbitro; ni siquiera un portero que examine credenciales. Todos los que
entran son tomados por lo que parecen y se permite todo lo que pueda ser aceptado en el flujo de la especulación. Y las voces que
hablan en conversación no integran una jerarquía. La conversación no es una empresa destinada a generar un beneficio extrínseco,
un concurso en que el ganador obtenga un premio ni una actividad de exégesis; es una aventura intelectual que no se ha ensayado.
Ocurre con la conversación como con el juego de azar: su significación no reside en ganar ni en perder, sino en apostar. Hablando
con mayor precisión, la conversación es imposible en ausencia de una diversidad de voces: en ella se encuentran diversos universos
de discurso, se reconocen recíprocamente y disfrutan una relación oblicua que no requiere que los universos se asimilen entre sí ni se
espera que eso ocurra.[24]
En estas líneas encontramos la profundidad y el vacío de su teoría política. Honda es la
revelación de que la acción de gobierno no es demostrativa. La gobernación es el tanteo de la acción
que debe esperar el eco para modular el siguiente movimiento. La política, pues, no es ciencia, no es
tampoco arte: es juego.[25] Pero en esa conversación azarosa hay una palabra nunca dicha: la orden.
Alrededor del té inglés de las cinco de la tarde se enlazan las voces amistosamente. No hay
jerarquía, no hay mando, no hay decisión. Los caballeros se entretienen y pasan una tarde agradable.
Palabras van, vienen, dan una vuelta, cambian de tono, brincan de tema y no llegan a ningún sitio. La
aversión al heroísmo político llega demasiado lejos. En la tertulia de Oakeshott no se asoman las
quijadas de la fuerza. Pero los dientes, “guardias armados de la boca”, dice Elias Canetti, son el
instrumento más notorio del poder. La suya parece una filosofía política desdentada, sin poder. Y el
poder es el instante en que la plática concluye. Uno habla y el otro calla, uno manda y el otro
obedece, uno sobrevive y el otro yace muerto. Aguijón punzante, la orden, es indiscutible, definitiva,
inapelable. Aun en la más dulce de las metáforas del poder que el gran ensayista búlgaro dibuja, el
contraste con la imagen de la conversación es clarísimo. Pienso en la estampa del director de
orquesta que Canetti entiende como la expresión más viva del poder:
El director está de pie. El erguirse del hombre tiene significado incluso como viejo recuerdo de muchas representaciones de poder.
Está de pie solo. Alrededor suyo está sentada su orquesta, tras él están sentados los oyentes; llama la atención el que esté de pie
solo. Está de pie elevado y es visible por delante y de espalda. Por delante sus movimientos actúan sobre la orquesta, por detrás
sobre los oyentes. Las disposiciones propiamente dichas las imparte con la mano sola o con la mano y la batuta. Con un movimiento
mínimo despierta a la vida de pronto esta o aquella voz, y lo que él quiere que enmudezca, enmudece. Así tiene poder sobre la vida y
la muerte de las voces. Una voz, que durante mucho tiempo está muerta, por orden suya puede resucitar.[26]
Aún en este cuadro musical en donde director e instrumentistas siguen la misma partitura es
perceptible que el poder marca una separación tajante. El director está parado solo, en una posición
elevada, en el centro de las miradas. Hace hablar y enmudecer. En otras palabras: el director no
conversa: dirige. Escucha los instrumentos pero su batuta manda. En última instancia, Oakeshott
desecha de la política lo que le es característico: las fuerzas, las pasiones, la pugna, la violencia.
Como Platón, dice Hanna Pitkin, Oakeshott está tan preocupado por las amenazas del poder y el
conflicto que, en lugar de buscar una solución a los problemas que generan, pretende borrarlos
definitivamente del paisaje.[27]
Hay una palabra que aparece una y otra vez en boca de Oakeshott. Una palabra que nadie esperaría
encontrar en el vocabulario íntimo de un conservador. Es la palabra aventura. La historia, la
condición humana, el aprendizaje, la vida: cuatro aventuras, encuentros con lo inesperado. Los
conservadores suelen pronunciar esa palabra levantando la nariz en gesto reprobatorio. Un
aventurero es un irresponsable que no atiende sus deberes, un vago. La aventura suele ser para el
conservador el olvido de los compromisos de la vida. No para este conservador. La palabra
aventura es su palabra favorita. La vida tiene esa forma de azares y riesgos. La vida humana es
esencialmente una aventura, dice en uno de sus ensayos sobre educación. Viajar sin rumbo, ser
atrapado por la sorpresa, dejarse asaltar por lo inesperado es parte de la condición humana: “Ser
humano es una aventura histórica”.[28] La historia es un sinfín de viajes incompletos; una
multiplicidad de expediciones abandonadas; un catálogo interminable de exploraciones inconclusas,
la marcha de la fortuna. Por ello, el aprendizaje para esa cabalgata de las contingencias no equivale a
adquirir información. No se trata de aprender los consejos enlistados en un manual. Es, muy por el
contrario, aceptar la seducción de la aventura.
Aventura la historia, aventura la vida. El itinerario será para los trenes, no los hombres.
Sorpresa, improvisación, riesgo, el gozo inesperado, la precipitación de la desgracia,
descubrimiento del mundo, descubrimiento de sí. El afecto de Oakeshott por lo familiar no es
devoción por lo rutinario. Por el contrario: es un coqueteo con el riesgo. Repudio de las
convenciones que pontifican; la jugada audaz y sobria de la intuición. Se cuenta que en tiempos de
Margaret Thatcher los conservadores quisieron honrarlo con el título de caballero. Una semana antes
de que se hiciera oficial esa dignidad, se conoció públicamente un hecho que hizo cambiar de
opinión a los tories. El septuagenario profesor había sido sorprendido por un policía teniendo
relaciones sexuales con su mujer en la playa. El sabio se volvió súbitamente indigno del homenaje.
La derecha que se planta como solemne guardián de las buenas costumbres era incapaz de apreciar el
conservadurismo aventurero de Michael Oakeshott.
El combate a la política ideológica era, para Oakeshott, algo más que una posición sobre los límites
del conocimiento político: era una idea de la vida expresada con gran claridad en el pequeño libro
que escribió en coautoría con Guy Griffith sobre las carreras de caballos. El librito se titula Una
guía a los clásicos o cómo escoger el ganador del Derby. Después de analizar con todo cuidado las
características de los caballos de carreras, Oakeshott concluía que en realidad no había guía para
escoger al ganador en el hipódromo. Lo que dice para quienes quieren ganar la apuesta en el
hipódromo es lo mismo que advierte a quienes quieren ejercer el poder: la sabiduría es olfato y no
puede reducirse a los manuales técnicos. El verdadero genio de la política es aquel que está bien
empapado de las tradiciones de su país y que puede responder con agilidad a las circunstancias. La
vida misma es un juego cuyo desenlace nadie conoce. El hombre juicioso acepta las limitaciones de
su conocimiento y apuesta consciente de los riesgos que toda apuesta conlleva. Así lo pone un íntimo
admirador:
La guía a Oakeshott es ese pequeño libro sobre el Derby. Se regocijaba al saber que la vida era una apuesta. No hay instrumento,
ideología, método de razonamiento, artimaña para que el hombre actúe con plena certeza y pueda prever cómo doblegar la suerte en
su beneficio. Sentía un leve desprecio por quienes querían esa certeza —incluso por aquellos que creen que poniendo toda su fe en
una teoría económica pueden mejorar sus posibilidades. ¿Por qué esperan que un filósofo político prediga qué caballo va a ganar?[29]
¿Por qué?
Bobbio y el perro de Goya
En una de sus últimas visitas a Madrid, Norberto Bobbio recibía el homenaje de sus amigos y
discípulos españoles. En un descanso pidió ser llevado al Museo del Prado. Al salir dijo secamente:
Ma che saggio questo Goya: sapeva che l’uomo e cattivo. ¡Qué sabio, Goya: sabía que el hombre es
malo! Acababa de ver los lienzos negros de la Quinta del Sordo. Representaciones del vacío, de la
desesperanza, de la violencia. La oscuridad ya no como fondo sino como personaje, como el
personaje de su pintura. En Duelo a garrotazos, dos hombres enterrados hasta las rodillas se apalean
con unos fierros. Parecen dos gigantes empeñados en matarse. Uno de ellos muestra ya los surcos de
la sangre por su cara. La escena anticipa el final: no hay escapatoria, los dos morirán. Habrá visto la
horrorosa mirada de Saturno mordiendo el brazo ensangrentado de su hijo; las brujas, las cabras
diabólicas y los miserables que aúllan. Se habría detenido seguramente ante el Perro semihundido,
el mejor retrato de nuestra condición. En ese cuadro, Goya retrata el perro que somos. La arena nos
traga, el cielo se ha oxidado. Vemos hacia arriba pero no hay nadie. Estamos solos.
La sabiduría que Bobbio descubría en Goya era la suya: el pesimismo. Las oscuras pinceladas de
Goya confirmaban en Bobbio un entendimiento de la política, una lectura de la historia, una
concepción del hombre. En los cuadros negros y en sus estampas de la guerra, en sus paisajes
decorados con ladrones, en sus grabados de muerte, en sus caricaturas de asnos y en sus burlas de
curas e inquisidores, Goya sujeta la carne de lo humano. En Los desastres de la guerra, el pintor
aragonés no traza los contornos de la violencia con la ilusión de servir a alguna causa. La pintura ha
ilustrado la guerra siglo tras siglo. En su mayoría, estas galerías sirven a una causa: al mostrar la
crudeza de la guerra el artista educa para la paz; al mostrar el sacrificio llama al combate; al pincelar
la victoria inflaman el orgullo patrio. Goya no explota ese sentimentalismo. Muestra que el propósito
de la guerra es la muerte y que el deseo de la muerte de otros nos convierte en bestias o, más bien,
revela que somos bestias. En la guerra no hay nada noble, nada heroico, nada hermoso. El sordo de
Fuendetodos sabía a quién temer. El dibujante de mil monstruos escribió en una carta: no me asustan
las brujas, ni los espíritus ni el diablo. La única criatura que me da miedo es el hombre.[1]
Bobbio tenía el mismo temor. El hombre es un animal que mata. El lobo de sí mismo diría
Hobbes. Un animal que mata para comer, para vestirse, para aprender, incluso para divertirse decía
el furioso reaccionario Joseph de Maistre. Bobbio podría coincidir con Hegel en la imagen de la
historia como un “inmenso matadero”. Pero a diferencia de estos dos espectadores, Bobbio no
encuentra sentido a la carnicería. Uno había visto en la triste historia del hombre la misteriosa mano
de Dios, el otro, el rodillo inclemente de la Razón. Bobbio veía el absurdo. Uno de los últimos
ensayos que publicó se refiere a un tema que lo había acompañado toda la vida, el tema del mal. La
reflexión del viejo Bobbio desembocaba en un lúcido alegato pesimista: en la economía general del
universo no es el malvado quien más sufre, ni el bueno quien sonríe al final de la película. Quien
observe la historia sin ilusiones verá que lo contrario es común. Stalin muere en su cama; Ana Frank
en un cuarto de exterminio. La historia no acomoda los eventos para colocarlos en equilibrio de
justicia. Lo sabe todo el mundo: la justicia no existe.
Suele descartarse el pesimismo como una disposición anímica. No lo es. El propio Bobbio
tropieza con esa confusión cuando escribe que “el pesimismo no es una filosofía sino un estado de
ánimo”. Y remata diciendo de sí mismo: “soy un pesimista de humor y no de concepto”. Mi
impresión es que Bobbio se equivoca dos veces. La primera al tachar la categoría filosófica del
pesimismo; la segunda al evaluar las raíces de su talante. El pesimismo no es la consecuencia
intelectual de un espíritu depresivo, como tampoco el optimismo es una emanación del temperamento
festivo. John Stuart Mill, por ejemplo, siendo un hombre azotado por la depresión, era un optimista
incurable. Creía en el progreso y las promesas del futuro. El pesimista, por más que busca, no
encuentra ese porvenir. Frente a quienes sueñan con lo mejor, él teme la aparición de lo siniestro.
Más que una disposición psicológica, el pesimismo es un cuadro de convicciones sobre el hombre y
su sitio en la historia. De acuerdo con el diccionario de Ambrose Bierce es una “filosofía impuesta
al observador por el desalentador predominio del optimista, con su esperanza de espantapájaros y su
abominable sonrisa”.
Bobbio reconoce en sí mismo una fuerte veta melancólica. Pero su pesimismo es menos el
síntoma de algún achaque psicológico, que el producto de sus convicciones intelectuales. En primer
lugar, sabe que, por muchos siglos que la historia acumule, el hombre no cambia de esqueleto. En
todas partes es el mismo animal de cálculos y locuras, de juegos y guerras. Podrán cambiar las
costumbres y las creencias; podrán levantarse y derruirse imperios; podrán mejorar las máquinas que
fabricamos. El hombre seguirá siendo la misma bestia que describió Maquiavelo. En todo tiempo,
decía el florentino, los hombres son “ingratos, volubles, simuladores, rehuidores de peligros y
ávidos de ganancias”.[2] Éstos no son vicios de la cultura, ni enfermedades provinciales: es nuestra
constitución, nuestra estructura celular. Por eso las lecciones de los grandes pensadores siguen
siendo contemporáneas. El cambiante decorado de la historia no las altera.
Como Cioran, Bobbio se planta contra la idolatría del mañana. El progreso no es la clave de la
historia. El escepticismo es la raíz de esta convicción. Nunca lo sabemos todo. Quienes todo lo
saben no tardan en querer matarlo todo, decía en algún lugar Albert Camus. Pero lo que sabemos, por
poco que sea, no es alentador. La tuerca de la duda da una vuelta para encontrar una creencia: no
esperemos nada del futuro. Mi inclinación natural, decía, es “esperar siempre lo peor”.
George Steiner decía que la crítica literaria debía surgir de una deuda de amor. Es esa gratitud la que
impulsa a quien dedica su vida a escribir sobre escrituras. Una deuda de amor impulsa al crítico:
después de leer una novela, es otro. La pieza lo transforma. Después de ver un cuadro de Cézanne,
escribe Steiner, vemos las manzanas de un modo totalmente nuevo, como si nunca hubiéramos visto
una manzana verdadera. El crítico se siente obligado a confesar sus amores porque la crítica
contemporánea confunde su tarea con la labor del demoledor de estatuas. Los biógrafos se han
convertido en mineros de vicios y debilidades. La industria de la crítica aparece como escopeta del
escándalo. El gran héroe es exhibido como un cobarde, el novelista genial es un plagiario que
golpeaba a su mujer, el arquitecto admirado por todos resulta un alcohólico que odiaba a los negros.
Si antes se trataba de volver santos a los hombres ilustres, hoy la tendencia es exactamente la
contraria: todos los hombres, empezando por los filósofos, los artistas y demás prohombres, son
cerdos.
El “arte del crítico”, dice Steiner, debe asumirse como una celebración, no una denuncia. No lo
es porque el crítico no pierde el tiempo en lo que no vale; su atención se fija únicamente en las obras
maestras, en las creaciones perdurables del arte. De las malas novelas que aparecen todas las
semanas se ocupan los publicistas, no los críticos. La crítica es un fruto de la admiración. El crítico
es un mediador entre el genio y el público. El crítico, atestiguando y apreciando el genio, lo revela al
público, lo comunica, lo enaltece. ¿Qué luces arroja esta reflexión sobre la naturaleza de la crítica
política? Alguien podrá decir que, aunque el crítico literario analice un soneto y el crítico de la
política un acto de imperio, la semilla es idéntica. Bajo esa mirada, el crítico del poder sería
también un amante con deuda. Un hombre que ama la democracia, la independencia, la justicia
escribirá para enaltecer el objeto de su amor y defenderlo de todas sus amenazas: el despotismo, la
sumisión, la arbitrariedad. El crítico de la política será entonces, igualmente, un admirador que
celebra. Pero lo que es devoción vital en el crítico literario, se vuelve ceguera en el crítico de la
política. No pienso solamente en el observador que se casa con una idea, un partido, una iglesia. Ésa
es clara, abiertamente, una abdicación del propósito crítico y una afiliación plena a la práctica.
Pienso en quien, sin entregarse a grupo o jefatura alguna, ha dejado de someter sus ideas a examen.
El demócrata que no acepta los vicios de su amada, el justiciero que no se detiene para analizar las
consecuencias de sus prescripciones, el revolucionario que no duda de su misión. No es del amor de
donde puede alimentarse el impulso crítico en política. Tocqueville lo entendió mejor que nadie: la
adhesión a las causas políticas (la democracia por ejemplo) sólo puede ser una adhesión moderada,
nunca una pasión desbordante.
La crítica política tampoco nace del odio, que es igualmente idealización del otro. Si el amante
sólo ve rasgos hermosos en su amada, el odiante sólo encuentra facciones repugnantes en el otro. La
crítica de la política no puede nacer del odio al poder. Quien lo odia no hace el menor esfuerzo por
comprender sus razones; simplemente lo acusa como origen del mal. El anarquismo es por eso una
crítica tan radical que termina vaciándose. Abominando al poder, ignora todo lo que el poder
importa. ¿De dónde viene entonces el primer aliento de la crítica política? No proviene de una fe —
ni la del amante ni la del odiante— sino de la sospecha. Es una espina, una intuición, una sospecha lo
que despierta la crítica política. No es el impulso de rendir un homenaje, ni la gratitud del admirador
lo que la aviva. La crítica política no es celebratoria. Aunque haya cosas que celebrar, el festejo no
puede engullir en ningún momento el recelo crítico. Hasta el más delicioso pastel de la política
contiene gusanos. En política no hay obras perfectas a las que podamos entregarnos devotamente. Ha
producido napoleones pero no ha dado vida a un solo Bach.
La crítica no nace de una certeza sino de una sospecha. El crítico empieza a escribir porque
intuye, no porque sabe. El crítico no es un relator de incidentes, es un antipático juzgador del mérito.
No le interesa lo que pasa sino el significado de lo que pasa. Como cualquier crítico, el crítico de la
política trata de aclarar el caos de significados que es el mundo. Discernir entre lo importante y lo
trivial, lo nocivo y lo benéfico, lo útil y lo dispendioso, lo real y lo fingido. Lo hace siempre con un
ojo al futuro. Y si volvemos al primer impulso, ese que inquieta a Steiner para el caso de la crítica
literaria, el marco de esa mirada es la sospecha, no la esperanza. La incertidumbre que acompaña el
futuro no es la imagen de un jardín futuro, sino la posibilidad del desastre. La crítica del poder surge
como sospecha del desastre.
Ésa es la convicción de un crítico como Bobbio, que está convencido de que el pesimismo es un
compañero indispensable de cualquier travesía política:
Dejo de buen grado a los fanáticos, o sea a quienes desean la catástrofe, y a los fatuos, o sea a quienes piensan que al final todo se
arregla, el placer de ser optimista. El pesimismo es hoy, permítaseme una vez más esta expresión impolítica, un deber civil. Un deber
civil porque sólo un pesimismo radical de la razón puede despertar algún temblor en esos que, de una parte o de otra, demuestran no
advertir que el sueño de la razón engendra monstruos.[3]
El sueño de la razón produce monstruos. Goya el sabio, de nuevo.
Desde sus primeros pasos, la vida de Norberto Bobbio parece una rama blanda y escindida. Por un
lado, las holguras de la vida familiar; por el otro, los reparos de la conciencia. Nació el 18 de
octubre de 1909 en Turín. Su padre era un cirujano prestigiado. En la casa donde vivió de niño,
vivían también dos sirvientes y un chofer. Pero la comodidad le resultaba incómoda. El choque del
bienestar que disfrutaba y las penurias que veía a su alrededor inyectaban en su carácter una
inconformidad que no era rabiosa sino, más bien, sombría. Desde muy pequeño sintió el privilegio
como penitencia. El niño turinés solía pasar largas vacaciones en el campo acompañado de su
familia y otros amigos de su entorno. Ahí, más que en ningún otro lugar, se percató de los azotes de la
injusticia. Mis amigos y yo, cuenta en su libro más exitoso, llegábamos de la ciudad y jugábamos con
los hijos de los campesinos. Entre nosotros existía una armonía plena. Jugábamos sin darnos cuenta
cuántos cuartos tenía la casa de cada quien o qué camisas vestíamos. Pero una inmensa barrera nos
separaba de ellos. No podíamos dejar de notar el contraste entre nuestras casas y las suyas; entre
nuestra ropa y la suya; entre nuestros zapatos y sus pies descalzos. La disparidad no era trivial.
Todos los años, recuerda muchos años después un Bobbio ya viejo, al regresar al campo de
vacaciones, nos enterábamos que alguno de nuestros compañeros de juego había muerto en el
invierno.
Entre los muebles y los muros de la familia Bobbio, se respiraba simpatía por el fascismo. Su
discurso patriótico de orden y prosperidad habrá sido una música grata a los oídos del doctor Luigi
Bobbio. Norberto, el hijo, escuchaba en silencio la celebración del fascismo. Aunque empezaba a
tomar un camino distinto, no se atrevía a confrontar al padre. Asistía a las reuniones de los círculos
antifascistas sin oponerse abiertamente a las inclinaciones familiares. Vivía una vida partida: el
estudiante de derecho en la Universidad de Turín se inscribe formalmente en los Grupos
Universitarios Fascistas pero frecuenta por las noches las reuniones de la resistencia. En un bolsillo,
la credencial del Partido Fascista; en el otro, los panfletos del movimiento liberalsocialista. La
contradicción personal se prolonga casi toda la década de los treinta. Más que un episodio de
juventud, esta incoherencia sería la marca de una vida sellada por la indecisión y la capacidad de
albergar lo incompatible.
Mientras Norberto Bobbio asiste a las reuniones del antifascismo, jura lealtad al régimen para
obtener una plaza como profesor de filosofía del derecho. Su juramento no le sirvió de mucho. En
1935, cuando tenía veintiséis años, fue encarcelado. La policía lo había fichado por sus frecuentes
reuniones con los “adversarios del régimen”. Tras los barrotes, el joven profesor siguió el consejo
familiar. Tomó papel y pluma para dirigirse al Duce, a quien dio trato de excelencia:
Yo, Norberto Bobbio, hijo de Luigi, nacido en Turín en 1909, licenciado en leyes y en filosofía, soy en la actualidad profesor adjunto
de Filosofía del Derecho en esta R. Universidad; estoy afiliado al PNF (Partido Nacional Fascista) y los GUF (Grupos Universitarios
Fascistas) desde 1928, es decir, desde que entré en la Universidad, y estuve afiliado a la Vanguardia Juvenil en 1927, desde que se
constituyó el primer grupo de Vanguardistas en el R. Liceo D’Azeglio por encargo confiado al camarada Barattieri di San Pietro y a
mí; a causa de una enfermedad infantil, que me dejó una anquilosis del hombro izquierdo, fui eximido del servicio militar y nunca he
podido afiliarme a la Milicia; crecí en un ambiente familiar patriótico y fascista (mi padre, cirujano en jefe del Hospital de San
Giovanni de esta ciudad, está afiliado al PNF desde 1923, uno de mis tíos paternos es General de División en Verona, el otro es
General de Brigada en la Escuela de Guerra; durante los años universitarios participé activamente en la vida y las obras del GUF en
Turín con musicales goliardescos, números únicos y viajes estudiantiles, hasta el punto que fui encargado de pronunciar discursos
conmemorativos de la Marcha sobre Roma y de la Victoria ante los estudiantes de enseñanza media; por fin, en estos últimos años,
tras haber conseguido las licenciaturas en derecho y filosofía, me consagré por entero a los estudios de filosofía del derecho,
publicando artículos y memorias que me valieron la venia docendi, estudios de los que extraje los fundamentos teóricos para la
firmeza de mis opiniones políticas para la madurez de mis convicciones fascistas.[4]
En su carta, Norberto Bobbio le expresa a Mussolini la devoción que siente por él, rogándole
que, “con su elevado sentido de justicia”, interceda generosamente por él. Más de medio siglo
después, la carta de ese joven regresaría a la memoria del viejo Bobbio que había mantenido en el
silencio estos acercamientos. El periódico Panorama la publicaría íntegra en 1992. Al leer ese
mensaje indigno, el hombre que ya era visto entonces como un santo de la izquierda liberal, como un
héroe de la resistencia antifascista, se avergüenza. Reconoce que ésa es una carta deshonrosa. ¿Por
qué caí en la abyección?, se pregunta. ¿Cómo es posible que un profesor honesto, dedicado al
estudio, pudiera haber escrito una carta así? Bobbio ensaya una respuesta. No es disculpa, advierte.
Una dictadura corrompe el ánimo de los hombres, los conduce a la hipocresía, a la mentira, al
servilismo. Y la mía fue una carta servil. Para vencer las trampas de una dictadura se necesita fuerza
y valor. Yo no tuve lo uno ni lo otro. Bobbio, en efecto, no fue un héroe.
Bobbio pronuncia cadenciosamente las sílabas de su arrepentimiento. Me a-ver-güen-zo. El
hombre se avergüenza de su debilidad, de haber pasado como fascista entre los fascistas y como
antifascista con los antifascistas. Pero no se azota con su propio látigo. A quienes se adelantan a
convertirlo en trofeo de caza, les responde con una pregunta de Fabio Levi. Si en tiempos de la
persecución racial muchos judíos fueron inducidos al bautismo para salvarse, ¿a quién debe
atribuírsele la responsabilidad del acto: al convertido o a su perseguidor?[5]
El fantasma de su incongruencia —o de su debilidad— lo perseguiría toda la vida, a pesar de que
sus admiradores se empeñaban en colocarlo en el pedestal de los héroes. Quienes han pretendido
enmarmolarlo no se dan cuenta de que el héroe, como ha dicho Savater, es una especie de monstruo
adorable, un personaje deforme por lo abultado de sus cualidades. No es el caso de Bobbio. Su
flaqueza dramatiza su verdadera militancia: la causa de la vacilación. Puede decirse incluso que su
penosa blandura personal es la fuente de su vigor intelectual. La determinación, virtud de
gladiadores, puede ser una perversión de la inteligencia. La tarea de los hombres de cultura, decía,
es sembrar la duda.
A principios de los años cuarenta, Bobbio se moja los pies en el charco de la política. Su
ambición era más intelectual que política: pretendía servir a la causa de la conciliación entre las dos
banderas de la modernidad: liberalismo y socialismo. Bobbio se acerca así a un grupo de filósofos,
abogados, historiadores italianos que buscan dar cuerpo a una política que promueva la igualdad, al
tiempo que defienda y ensanche las libertades. Carlo Roselli había lanzado a la tierra las primeras
semillas de este proyecto en su Socialismo liberal, una defensa del socialismo democrático que
rompía con la herencia jacobina. La única manera en que podría renovarse el socialismo era
convirtiéndose en el heredero del liberalismo en fines y medios: buscar la liberación del hombre,
cuidar las formas del estado constitucional. Es necesario, escribía Roselli, que “los socialistas
reconozcan que el método democrático y el clima liberal constituyen una conquista tan fundamental
de la civilización moderna que deberán ser respetados incluso y sobre todo cuando tenga el gobierno
una mayoría socialista estable”.[6] Liberalismo y socialismo eran dibujados como los brazos de una
misma civilización. En el movimiento liberalsocialista, Bobbio encuentra una plataforma para
proyectar políticamente sus convicciones y sus titubeos. La pretensión era construir un suelo que
conciliara justicia y libertad. El movimiento se colocaba explícitamente en el centro. A la derecha
estaba el liberalismo de la indiferencia, a la izquierda, el colectivismo autoritario. El
liberalsocialismo quería abrir una tercera vía. De esa búsqueda nace el Partido de Acción, el único
partido al que Bobbio respaldó como candidato. En 1946 el profesor convertido en político se da a
la penosa tarea de pedir el voto. Su incursión al teatro electoral fue un desastre. El día de las
votaciones, su partido quedó en último lugar. Muy lejos de la Democracia Cristiana que se alzó con
la victoria; muy lejos también de los socialistas, de los comunistas y del resto de partidos medianos y
pequeños que participaron en la jornada. Un gran fracaso. A decir verdad, el fiasco era bastante
lógico. Como lo reconoce Bobbio al recordar el episodio, el Partido de Acción era un partido de
intelectuales —un escuadrón de “generales sin ejército” lo llama— que no logró conectarse con los
intereses de la sociedad realmente existente. Bobbio se dijo: “Basta. Se acabó mi vida política”.
El Partido de Acción se disolvió y Bobbio se concentró en la academia como profesor de filosofía
del derecho en la Universidad de Turín. En 1945 viajó a Londres, invitado por el Consejo Británico.
Frente a la anglofobia del fascismo, la izquierda democrática en Italia era admiradora de la patria
del constitucionalismo y, en particular, del Partido Laborista. Un parlamento vivo y partidos
democráticamente estructurados constituían la base de un gobierno fuerte y eficaz que no caía en los
abusos del despotismo Las antenas del profesor de Turín estaban dirigidas a la isla. Captaban
atentamente lo que ahí se publicaba. Quiero decir: lo que se publicó hace siglos y lo que se
publicaba en esos momentos. Tiene razón Perry Anderson cuando advierte que el liberalismo de
Bobbio se escribe en un italiano con acento británico. Hobbes, Locke, Mill, el teórico del Estado, de
la constitución y del individuo están presentes en cada uno de sus alegatos y son, quizá, la trinidad
originaria de su pensamiento. Muchos otros pensadores poblarán su mirada, pero en cada párrafo que
el italiano publicó pueden verse las puntas de este tridente: la defensa del orden estatal, la exigencia
de la limitación y el protagonismo del ciudadano.
El catedrático se concentra inicialmente en el mundo de las normas. El estudiante de filosofía y
derecho se convirtió naturalmente en maestro de filosofía del derecho. Como profesor se dedica a
estudiar el lenguaje de las reglas, el contenido del derecho, el lazo que une una norma con otra. En
trabajos que le ganan de inmediato la notoriedad, explora los debates sobre el fundamento de la
obligatoriedad y el parentesco entre la fuerza y el derecho. En cada uno de estos ámbitos hace
aportaciones valiosas. Subrayaría tan sólo un par de temas. El primero es la construcción de un
positivismo crítico. Para el turinés la ley es mandato del Estado, no de la naturaleza. Las leyes no
están trazadas desde el cielo, no están impresas en algún rizo de nuestro código genético, ni existe
regla que gobierne a todos los hombres y que sea vigente en todo el curso de la historia. El derecho,
como lo había visto Hobbes, emerge de la garganta del soberano. No existe otro derecho que el que
impone el Estado. Los murales que a lo largo de la historia han pintado teólogos y moralistas para
describir un código universal y eterno de reglas son dibujos de fantasía. Sin embargo, Bobbio no
niega que puede evaluarse el contenido moral del derecho y examinar su justicia.[7] El derecho debe
someterse a la crítica moral aunque no podamos encontrar un rasero objetivo para medir el bien.
Pero, ¿qué hay ahí dentro? ¿Cuál es el contenido de la ley? Fuerza, responde contundentemente
Bobbio. Fuerza domesticada, pero fuerza al fin. “El derecho es la regla de la fuerza.” No es consejo,
no es una invitación amable: es un aparato que regula la aplicación de castigos. No existe norma de
derecho si sus postulados no activan las mandíbulas de la coacción estatal. Hobbes lo dice
inmejorablemente en su Diálogo entre un jurista y un filósofo: “No es la sabiduría ni la autoridad la
que hace la ley. […] Por leyes entiendo leyes vivas y armadas. No es, pues, la palabra de la ley, sino
el poder de quien tiene la fuerza de una nación lo que hace efectivas las leyes”.
En la fórmula bobbiana se asoman el realismo de Weber y el positivismo jurídico de Kelsen.
Pero sobre todo, son visibles las barbas blancas de Hobbes, su autor más admirado. No es visible el
filósofo de Malmesbury solamente por este seco entendimiento de la maquinaria estatal, sino por la
imagen implícita que dibuja sobre la ausencia de legalidad. El Estado y su anverso, el derecho,
podrán ser amenazantes condensaciones de la fuerza, pero su ausencia es un brinco al vacío. A fines
de los años setenta, cuando Italia padecía la violencia del extremismo, Bobbio levantó la voz en
defensa de un personaje crecientemente impopular: el Estado. El Leviatán tiene forma de monstruo,
pero es la única criatura que puede ganarnos la paz, liberarnos del miedo y cuidar un espacio de
libertad. Frente a quienes, desde un anarquismo vengador o un liberalismo antipolítico, gritaban
consignas contra el funesto Estado, Bobbio se colocó de su lado. Un hijo de Hobbes no podría hacer
otra cosa.
Es natural que los revolucionarios cobijen su violencia en argumentos retributivos. La
insurrección armada aparece como la única respuesta posible frente a la violencia originaria del
Estado. Si la primera violencia (la de la cárcel) es injustificada, la segunda (la del bombazo) resulta
legítima. El primer problema es que en un pleito la violencia injustificada, es decir, la violencia
originaria, es siempre la del otro. “Él empezó.” La trasposición de ese argumento al discurso político
no es una inocente coartada infantil. Por el contrario, dice Bobbio, los intelectuales que emplean este
lenguaje para justificar la ilegalidad alientan una violencia políticamente insensata y moralmente
condenable.
Nadie puede cuestionar que el Estado sea un instrumento de represión. Todos los Estados lo son.
Pero no todos los Estados son iguales como sostenía Lenin. El tema de la “primera” violencia es
irrelevante. Lo que importa es su estructura institucional. La diferencia fundamental entre la violencia
del Estado y la violencia de sus rivales es la naturaleza de la institucionalización estatal. Quienes
invocan a Lenin para justificar la rebelión deben leer a Locke, otro revolucionario. El consenso
democrático domestica la fuerza bajo el imperio de las reglas. Defenderlas no es proteger al palacio,
es cuidar la casa de cada uno.
El Estado que defiende Bobbio es democrático. Lo que merece adhesión es un régimen político
donde las relaciones de fuerza se transforman en relaciones de derecho, en tratos regulados por
normas generales, firmes y preestablecidas. El argumento del turinés en defensa del Estado tenía dos
destinatarios. Por un lado, los ideólogos de la violencia redentora que lanzaban gasolina al fuego;
por el otro, los promotores de una represión desquiciada. No hay mayor prueba para un Estado
democrático, sostenía Bobbio, que el enfrentar la guerra que algunos de sus miembros le declaran.
Ante tal declaratoria, el Estado democrático sólo puede reafirmar las tablas de la ley.[8]
En 1959, al viajar por China, Franco Fortini, un compañero de viaje, hace un elocuente retrato del
profesor.
Tendrá entre cuarenta y cuarenta y cinco años. Toda su persona expresa, más aún que fuerza intelectual, un tipo de educación bien
arraigado, una fidelidad a padres y abuelos. La energía de las convicciones tiene, en él, la única debilidad de expresarse, justamente,
como energía; sientes que las virtudes del orden, de tenacidad, de sobriedad mental, de honradez intelectual, son en él muy
conscientes. E irían acaso acompañadas de cierta pasión pedagógica si no interviniese de cuando en cuando para corregirlas una
sonrisa, entre embarazada e irónica. Es autoironía todas las veces que la conversación se permite un adjetivo de más, una cadencia
un poco más apasionada; es embarazo o quizás timidez, intento apenas esbozado de mundanidad y desenvoltura. Se nota que de niño
debió de ser bueno y diligente y debió de despreciar toda forma de blandura sentimental.[9]
Fortini capta el motor interior de Bobbio: la pasión pedagógica. El título de profesor es el único
que merezco, decía él al cumplir los noventa años, mientras sus seguidores competían por loas.
Alguien le preguntaba si prefería que lo consideraran un filósofo, un intelectual o un político. Las tres
camisetas lo vestían. El turinés era el redactor de una imponente biblioteca de trabajos de filosofía
del derecho y de la política; era una autoridad en el debate público; había sido fundador de un
partido malogrado y en esos momentos ocupaba un asiento como senador vitalicio. Pero el filósofo,
el político, el intelectual, resaltaba su labor al frente de un salón de clase. Soy un profesor, pues un
profesor no es un pensador sino un hombre que transmite el pensamiento de otros. La respuesta de
Bobbio no era presunción de humildad: en todas sus tareas se escuchaba el susurro de un gis
deslizándose por el pizarrón. En sus tempranas incursiones políticas y en sus vacilaciones de
legislador anciano; en sus polémicas públicas y en sus manuales es visible la misma pasión por
comunicar lo que se sabe; la emoción de conducir a sus lectores al encuentro de los grandes viejos
libros. El maestro decía: antes de hablar, antes de decidir, es debido pensar y para pensar hay que
tomarse el trabajo de aprender. No hay atajos.
A principios de la década de los setenta, Norberto Bobbio dejó la Escuela de Leyes y se
incorporó a la Facultad de Ciencias Políticas que acababa de nacer. Se encargó desde entonces de la
cátedra de filosofía política. El acercamiento de Bobbio a la asignatura era histórico. Creía que para
el análisis de cualquier enigma político, la tarea más redituable era una excursión por el pasado del
pensamiento occidental. Tras el recorrido, los conceptos quedarían limpios de las ambigüedades del
uso común, permitiéndonos calibrar las razones enfrentadas. Un clásico, ha escrito Calvino, es un
texto que nunca termina de decir lo que tiene que decir. Es también un texto que se convierte en el
telón de fondo de nuestra mirada. Una vez que hemos leído a Maquiavelo, no podemos abrir los ojos
de la misma manera.
En algún momento, Bobbio se describió como un “pedante lector de los clásicos”. Era
ciertamente un obsesivo lector de los grandes pensadores políticos. Leía y releía a Maquiavelo y a
Rousseau, a Mill y a Marx, a Gramsci, Weber y Kelsen. Sobre todo, a Thomas Hobbes, siempre
Hobbes. El calificativo de pedante, sin embargo, está fuera de lugar. No hay pedantería alguna en la
lectura bobbiana de los clásicos. Los esquemas que se dibujan en el pizarrón de Bobbio no emplean
en ningún momento la jerga del doctoralismo, ni caen jamás en las minucias de la erudición. La prosa
de Bobbio avanza con zancadas francas y tranquilas. El profesor identificaba las ideas
fundamentales, extraía su pulpa para reconstruir la lógica de su argumentación. Así conectaba
conceptos y teorías revelando la actualidad de las viejas reflexiones. Sabía que leer a los antiguos
era una forma de insertarse inteligentemente en el presente. Cuando el diario español El País le
solicitó un artículo para conmemorar algún aniversario del nacimiento de Thomas Hobbes, el
maestro contestó velozmente. Claro que sí: escribiré un artículo sobre la violencia en el Medio
Oriente. Tenía razón: ahí estaba Hobbes.
El estilo de Bobbio formó escuela en Turín. De la lectura de los clásicos podrán explorarse las
preguntas recurrentes de la teoría política. De ahí brotarán los argumentos de una polémica viva que
iluminará nuestra comprensión del presente. Michelangelo Bovero, su sucesor en la cátedra de
filosofía política, ha empleado con tino ese método para analizar los peligros de la democracia
contemporánea. Repasando el curso del maestro sobre las formas de gobierno, Bovero recordó a
Polibio y su teoría de las formas mixtas de gobierno. El historiador romano aceptaba que las formas
simples de gobierno podrían ser, como sostenía Aristóteles, modos virtuosos de la política. El
problema era su inestabilidad: la monarquía degeneraba y se convertía en tiranía; la aristocracia, el
gobierno de los mejores, se transformaba en una oligarquía, el gobierno de los privilegiados; y la
república desembocaba en el desorden demagógico. La solución, pensaba, era la mezcla de las
formas puras de gobierno para conformar una estructura de equilibrios y complementaciones que
ofreciera permanencia al gobierno. Lo que no pensó Polibio es que la mezcla bien podría ser de las
partes corruptas del gobierno. La combinación de la tiranía, la demagogia y la oligarquía es lo que
Bovero llama kakistocracia: el pésimo gobierno, la república de los peores. Por supuesto, el
discípulo no estaba jugueteando con las posibilidades teóricas del modelo de Polibio. Invocaba al
historiador romano para describir la degeneración democrática provocada por el ascenso de Silvio
Berlusconi. La kakistocracia italiana es advertencia mundial: un gobierno que enlaza el poder
despótico de un líder carismático, el privilegio de los potentados y la manipulación mediática del
pueblo.
La abundancia de los escritos de Bobbio (ensayos, ponencias, libros, artículos, conferencias,
transcripciones de cursos) ha hecho decir a José Fernández Santillán, alumno y traductor de Bobbio,
que su obra tiene la complejidad de un laberinto. La imagen no es una descripción convincente. Un
laberinto es una estructura intrincada de calles y encrucijadas de la que es muy difícil salir. En los
escritos de Bobbio no podemos perdernos. Por el contrario, quien se acerca a un texto de Bobbio
camina en todo momento con luz clara y en campo despejado. La imagen que mejor representa el
conjunto de su obra es otra metáfora querida por Borges: el mapa. El pizarrón de Bobbio es eso: un
extenso mapa de la política. En los muchos planos que Bobbio trazó se encuentra su aspiración de
orden, su afán de ofrecer un panorama coherente del poder —o más bien del pensamiento sobre el
poder— que nos permita ubicar nuestro sitio en el espacio. Bobbio escribe el lugar de las ideas,
encuentra las cercanías y traza las distancias. Es un cartógrafo que representa gráficamente el
territorio de la reflexión política occidental. Las islas de la excepción no le interesan mucho. Lo suyo
son los continentes de las grandes tradiciones intelectuales: la provincia natural de Aristóteles, el
reino de Maquiavelo y sus discípulos; el valle de los contractualistas, el gran enclave marxista. A
Bobbio le interesan los clásicos, no los raros.
No todo cabe, por supuesto, en el tablero de Turín. Trazar un mapa es hacer una elección: unos
elementos se agrandan, otros se colorean, algunos rasgos se eliminan. Todo mapa es una especie de
caricatura razonada. Bobbio no dibuja, como aquellos científicos del cuento de Borges, un mapa tan
minucioso que resulta la perfecta reproducción del territorio descrito: “un mapa del Imperio que
tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él”. El mapa de Bobbio es un plano que
busca lo esencial, que simplifica y enfatiza. También excluye, naturalmente. El primer expulsado es
el tiempo. Los clásicos de los que habla Bobbio habitan un mundo sin años, un espacio despoblado
de circunstancias. La obra de los clásicos contiene una sabiduría no fechada. Precisamente por ello
forman parte del canon. El único contexto de los clásicos son otros clásicos.
El acercamiento tiene sus virtudes: al expulsar la historia del pizarrón podemos observar la
escenificación de los debates que cruzan los siglos. También tiene sus riesgos. Al concentrarnos en
la galería de los inmortales y descartar las circunstancias que envuelven la manufactura de los textos
podemos ignorar el vocabulario con el que el autor se expresa e imponer nuestras ideas a los
muertos. “Quienquiera que esté familiarizado con textos de la teoría política sabe que éstos
replantean desde hace siglos algunos temas fundamentales, siempre los mismos.” Es posible. El
mejor gobierno, las formas del cambio, la lealtad y la desobediencia, el origen del mando han sido
temas efectivamente recurrentes. Pero cuando tratamos de analizar las respuestas que se han dado a
estas preguntas a lo largo de la historia, corremos el riesgo de convertir a los clásicos en nuestros
títeres. Se toma un autor medieval, se extrae un pasaje en el que habla de las distintas funciones del
gobierno y se le hace aparecer como un visionario, como un precursor de la teoría de la división de
poderes. Es el vicio que Quentin Skinner ha denunciado inteligentemente.[10] Cuando se quiere
reconstruir la historia de las ideas políticas a través de la santificación de un grupo de pensadores
inmortales, el historiador tiende a pensar que sus clásicos tienen una respuesta a cada uno de los
problemas esenciales y que en cada pensador hay una respuesta (así sea tierna) a las preguntas
eternas. Un párrafo puede servir para hacer que Maquiavelo se convierta en un teórico del
multiculturalismo o que Montesquieu anticipe la respuesta debida a la amenaza terrorista.
El segundo expulsado por el marco bobbiano es el autor. El lector de los manuales podrá colocar
las piezas del artefacto inventado por Hobbes: su idea del hombre, las estampas sobre la condición
natural, los rasgos jurídicos del contrato, la forma del Estado, la condición civil. Pero no sabrá nada
del individuo que escribió estos párrafos, nada de su gemelo, nada del avispero en el que vivió. El
gran admirador de Hobbes, el lector atento del Leviatán, del tratado sobre el ciudadano, del ensayo
sobre el derecho natural, del Behemoth y otros escritos menores, rechaza en su análisis todo aquello
que no llegó al papel. El cráneo de Hobbes, por ejemplo, que a decir de uno de sus biógrafos, tenía
forma de martillo. La exclusión de estos rasgos es consciente: la orientación analítica de su
exploración va en busca de conceptos y aparta cualquier referencia histórica o biográfica. El
cartógrafo cree que cualquier referencia a la circunstancia es una “extravagancia del
historicismo”.[11]
No desprecio el didactismo de Bobbio. Pocas guías tan claras para iniciar una expedición por la
polémica del poder. Ahí podemos ver el mapa de las bifurcaciones: la eficacia política y la
conciencia moral; el derecho y la fuerza; la máquina y el organismo; la estabilidad y el cambio; la
obediencia y la rebelión; la plaza y el palacio; lo público y lo privado; la legalidad y la legitimidad;
la sociedad civil y el Estado. Bobbio es un maestro de la clasificación; su método es uno de los más
poderosos detergentes del lenguaje político. Y eso en sí mismo es invaluable en un tiempo de
vocablos enlodados. No es raro que uno de sus trabajos más importantes haya sido la publicación de
un amplio diccionario de política y que el resto de sus trabajos sea una testaruda invitación a la
ordenación de las palabras. Pero las inscripciones del pizarrón, por muy esclarecedoras que sean,
suelen ser planas. Lo que la escritura de Bobbio tiene de claridad no siempre se acompaña de
profundidad. Una parte importante de su bibliografía se compone de manuales escolares:
instrumentos pedagógicos que no ofrecen una pista novedosa, una observación sutil, un
descubrimiento agudo para el examen de la historia de las ideas. Su compendio De Hobbes a Marx o
su Teoría de las formas de gobierno son eso: apuntes escolares transformados en libros. Ése es su
alcance. Cuando Perry Anderson, el historiador marxista que estudió a profundidad sus escritos, dijo
que Norberto Bobbio no era en realidad un filósofo original de gran estatura, estaba diciendo la
verdad.
Bobbio se consagró a la tarea de limpiar el vocabulario de la política. Ésa era la misión de su
filosofía: construir conceptos; hacer que las pompas de jabón que emergen de la boca del demagogo
se conviertan en ladrillos del entendimiento. Bobbio sentía horror por la vaguedad, por la idea
confusa.[12] Recorría los pasillos de la historia para fijar el sentido de las ideas. No hubo palabra
que más se empeñara Bobbio en desinfectar que la palabra democracia. Ninguna combinación de
sílabas tan salivada en el siglo XX como esta mezcla de voces griegas. ¿Qué es la democracia? ¿Qué
ha sido? ¿Qué puede ser?
El primer acercamiento al tema fue un ensayo que Bobbio publicó unos meses después de la
muerte de Stalin. El acicate fue el famoso informe Jruschov que denunciaba los abusos de la era
anterior. Su título era típicamente bobbiano: “Democracia y dictadura”. El artículo llamaba a los
socialistas a caminar sin las muletas de Marx. Cuando interrogamos al marxismo sobre los grandes
asuntos de la política, el marxismo se queda callado. No tiene respuesta. El marxismo era un enorme
agujero político. Sobre los grandes temas, Marx simplemente no dijo nada importante. Sus
preocupaciones eran otras. De ahí que la tarea urgente de la izquierda era voltear la vista a quienes
había considerado enemigos: a los diseñadores de las instituciones liberales. La respuesta de la
capilla no se hizo esperar. Lo acusaron de reaccionario, traidor, burgués que pretende congelar la
nave de la historia e impedir la marcha triunfante de la clase obrera.
Veinte años después, a mediados de los setenta, Bobbio regresaba a aquellos temas. En la revista
del Partido Socialista publicaba ensayos sobre dos ausencias: la primera era una teoría marxista del
Estado; la segunda, una alternativa a la democracia representativa. Los breves párrafos que Marx
dedica a la experiencia revolucionaria francesa no bastan para conformar una idea del Estado, un
argumento consistente sobre la forma de gobierno. Si el marxismo es una crítica de las formas
políticas del capitalismo, es una crítica que no se toma en serio como alternativa. No hay ahí teoría
política porque el marxismo y, sobre todo, el leninismo, se concentraron en el problema de la
conquista del poder, olvidando los problemas de su ejercicio. Además, el marxismo no puede ocultar
la fantasía anarquista que lo embruja. Después de todo, el Estado estaba destinado a desaparecer y a
ser enterrado, como dicen quienes creen conocer el desenlace de la aventura humana, en el “basurero
de la historia”.
Gaetano Della Volpe, discípulo de Mondolfo y el mismo Togliatti, dirigente del Partido
Comunista, respondieron. Veían en la invitación de Bobbio una traición a Marx, un abandono del
pensamiento socialista para entregarse en brazos de Benjamin Constant, el ingeniero de las
instituciones enemigas. Mientras Bobbio leía a los apóstoles de la burguesía, ellos se guarecían en
los mausoleos de Marx y de Rousseau. Bobbio respondió a los ataques con tranquilidad.
Desenvolvía el hilo de sus argumentaciones con elegancia y enorme fuerza persuasiva, pidiendo a los
comunistas desconfiar del “progresismo ardiente” que, entre cantos a la fraternidad, conducía a la
dictadura del partido único.
En la esgrima de la polémica, Bobbio nunca pierde piso. Esquiva las descalificaciones con
gracia; escucha los argumentos y rebate con agilidad; funda sus razones en sus clásicos, condimenta
sus alegatos con ironía pero no mira nunca con desprecio a sus críticos. Los escucha. Les responde.
Bobbio va tejiendo suavemente en esas intervenciones uno de los más sólidos alegatos por la
democracia. Se trata, en efecto, de una defensa democrática de la democracia, una argumentación
parida en el foro de la discusión pública.
Ahí, en el combate con los citadores marxistas, se solidifica el entendimiento bobbiano de la
democracia. El régimen democrático aparece como un procedimiento que abre las puertas de la
decisión a la participación colectiva. No es un resultado: es un método. La fuente principal de esta
visión procedimental proviene del autor que tanto lo influyó en sus escritos jurídicos: Hans Kelsen.
El jurista austriaco entendió la democracia como un régimen político en el que los ciudadanos eran
autores (directos o indirectos) de sus reglas. La democracia no es un régimen que exprese la verdad
o la justicia: es un sistema político en el que los individuos participan en la formación de sus normas,
al elegir a quienes las dictan. Kelsen también había subrayado la importancia de las instituciones de
la competencia, particularmente de los partidos políticos y el respeto de los derechos de las
minorías. Sin partidos (el plural es imprescindible) no hay democracia. Tampoco existe ahí donde no
hay refugio para la minoría.[13] Schumpeter reforzaría esta visión. La democracia no es, como quieren
los rousseaunianos, el reino de la Voluntad General; no es la conquista de la felicidad pública; es
apenas un modesto procedimiento competitivo. Se trata, dice el economista austriaco, de un método
en el que los encargados de decidir adquieren el poder a través de la competencia electoral.[14]
Ésos son los ingredientes del pastel: reglas, competencia, derechos. La democracia se ataba al
imperio de normas y la tolerancia. “¿Qué cosa es la democracia sino un conjunto de reglas (las
llamadas reglas del juego) para solucionar los conflictos sin derramamiento de sangre?”—pregunta
Bobbio parafraseando a Popper. [15] El italiano destacaba cuatro reglas constitutivas del juego
democrático: el sufragio universal, la regla de la mayoría, las libertades individuales y los derechos
minoritarios. La democracia era un procedimiento, no una sustancia. Pero se trataba de un
procedimiento del que colgaba la coexistencia pacífica entre los hombres. El ideal debía ser
abrazado sin reservas por la izquierda porque se trataba del único espacio conocido en donde
pueden coexistir seres libres y autónomos; en donde podría abrirse camino la voluntad colectiva sin
aplastar la voz de la discrepancia. El vacío teórico de la política marxista debía ser llenado sin
vergüenza por el liberalismo. Quien conoce la capacidad destructiva del poder sabe que las
instituciones y las prácticas liberales no son los muros de la prisión capitalista, sino las columnas de
la autonomía individual.
Fue así como participó en la inyección de la vacuna liberal en una parte importante de la
izquierda. Lo hizo desde dentro, desde la izquierda misma, rechazando los dogmatismos y la gritería
de la época. La democracia, que seguía siendo caricaturizada en el Partido Comunista como un
palacio de engaños, como la tiranía de la burguesía triunfante, es definida por Bobbio como un
requisito de civilización. La tarea de la izquierda era, en efecto, reconciliarse con el liberalismo y
reconocer el valor de los mecanismos democráticos. La izquierda contemporánea tenía que volver a
ser lo que había sido originalmente: liberal. Mientras muchos discutían sobre las condiciones
objetivas del levantamiento revolucionario y seguían soñando con el asalto al poder, Bobbio
defiende usos tan aburridos como el voto o personajes tan antipáticos como los partidos políticos. Su
alegato no era la campaña de un entusiasta; era la persuasión de un desencantado. Tal vez la
democracia liberal no asegure un ejercicio más humano del poder. Tan sólo un poder menos brutal.
Diminuta y gigantesca diferencia. Por eso mismo, quien sabe defender la democracia sabe no pedirle
demasiado: “el único modo de salvar la democracia es tomarla como es, con espíritu realista, sin
ilusionar y sin ilusionarse”.[16]
Por eso el demócrata tiene que ser, como Tocqueville, un crítico de la democracia. Bobbio lo
fue, enérgicamente. En uno de sus ensayos más populares presenta la democracia como decepción. La
democracia se empeña en ofrecer lo que no cumple. Es lo que llama las “promesas incumplidas de la
democracia”. La democracia nos ofreció la desaparición de los intermediarios que se apropian de la
voz ciudadana; aseguró que liquidaría a las pandillas del poder; dijo que se iba ir ensanchando hasta
cubrir todos los espacios sociales; juró eliminar el secreto y cultivar al ciudadano virtuoso. Nada de
esto ha pasado. La democracia realmente existente está plagada de vicios. Las camarillas y las
corporaciones imponen sus intereses; el secreto oculta el proceso decisorio mientras las máquinas
burocráticas se alejan cada vez más del examen público. El ciudadano, encerrado en su propio
mundo, apenas se interesa en el espectáculo. Y sin embargo, la democracia sigue siendo un ideal
defendible. A pesar de todas sus miserias, la democracia merece apoyo más que por méritos propios
por la miseria de sus alternativas. Bobbio respaldaría la expresión de Churchill: lo único que salva a
la democracia es que el resto de las formas de gobierno son mucho peores. Toda decisión política es
una elección entre males.
La importancia del argumento de Bobbio está, sobre todo, en el lugar desde el que se expuso. La
concepción democrática que Bobbio construye no es original. Popper, Kelsen, Schumpeter habían
armado ya el modelo procedimental. Lo importante es que Bobbio habla en el territorio de la
izquierda. Desde ahí polemiza con los intelectuales socialistas y los voceros del Partido Comunista.
Ésa es su tribuna y su auditorio. El propio título del libro que contiene sus aportaciones al debate es
claramente un guiño: ¿Qué socialismo? Ése es el título de sus reflexiones sobre… la democracia. En
realidad, la compilación no es una meditación sobre el socialismo deseable o el tipo de socialismo
posible, como anuncia el letrero en la portada. Es una potente defensa del régimen democrático, de
sus reglas y de sus valores. Es también una advertencia sobre las dificultades y las amenazas del
pluralismo. Pero el socialismo de la portada se esconde entre las hojas. La palabra apenas se asoma
tímidamente en los últimos párrafos del libro y se le pinta con palabras vagas. Lo que es claro es que
Bobbio quería dirigirse a los socialistas. Quería discutir con la izquierda desde su propia provincia
y por ello empleaba su lenguaje y trataba con cautela a sus ídolos.
La crítica de Bobbio al marxismo en aquellos ensayos políticos tempranos es francamente
timorata. Vista a la distancia de las décadas, no puede dejar de advertirse el modo en que Bobbio
esquiva la confrontación con la médula materialismo histórico para enfrentarse con enemigos fáciles.
Se lanza contra el fanatismo marxista, pero se cuida de no criticar la lógica del marxismo. Arremete
contra los lectores de Marx, no contra Marx; critica lo que Marx no dice, evitando calificar lo que sí
dice. Censura la ausencia de una teoría política marxista. A los marxistas no les reprocha serlo, sino
serlo exclusivamente. Bobbio trata sentimentalmente al marxismo. En alguna ocasión habló de la
filosofía marxista como una moral, como una ventana ética que permitía ver el drama de la historia
desde el lado de los oprimidos.[17] Pero el marxismo no es el cuento de navidad de Dickens. Su
pretensión fundamental es ser filosofía —y no cualquiera: la filosofía de la liberación final del
hombre. Aquí hay una noción que Bobbio, lector de Popper, no se atreve a llamar por su nombre. En
su momento de mayor lucidez vuelve a traicionarlo su blandura. Como en los tiempos de su juventud,
cuando se hacía aparecer como fascista entre los fascistas y liberal entre liberales; ahora se
presentaba como un tipo de marxista (heterodoxo, por supuesto) ante los marxistas. No lo era.
Las concesiones retóricas pueden ser eficaces. Una crítica frontal al marxismo habría cerrado los
oídos de quienes había elegido como interlocutores. Pero la estrategia lo hace tropezar en absurdos
insostenibles. En su defensa del reformismo escribe Bobbio: “Si es lícito hablar de un marxismo
reformista, leninismo y reformismo son dos términos incompatibles; hablar de leninismo reformista
sería como hablar de un círculo cuadrado”. Y luego remata su absolución política del marxismo
separándolo de sus discípulos equivocados. Quien “piense que el leninismo es la consecuencia
natural del marxismo —a nivel práctico, no sólo teórico— está totalmente fuera de la lógica y de la
práctica del reformismo”. ¿Puede, en efecto, hablarse de un Marx reformista? No. Arrancarle la
revolución a Marx es como robarle el cielo a los cristianos.
Bobbio había leído La sociedad abierta y sus enemigos de Karl Popper y, un año después de
que apareciera en inglés, había publicado una reseña elogiosa del libro. Sin embargo, en sus disputas
con la izquierda, no invoca el nombre de quien mostró la raíz totalitaria del pensamiento marxista.
Hablar de Popper era cruzar la frontera e instalarse en el territorio de la derecha. Al mismo tiempo
que Bobbio publicaba sus argumentos sobre la democracia evadiendo el cuestionamiento frontal,
Leszek Kolakowski se preguntaba sobre el vínculo entre el marxismo y el estalinismo.[18] El filósofo
polaco sostenía que el marxismo contenía la semilla del horror totalitario. El sueño de la humanidad
liberada implicaba la eliminación de las maquinarias instituidas por la burguesía. Una sociedad
reconciliada no necesitaría ley, ni Estado, ni democracia representativa, ni libertades individuales.
Todos estos dispositivos eran vistos como una expresión de una sociedad dominada por el mercado.
El problema político del marxismo no son simplemente, como quiere hacernos creer Bobbio, sus
silencios. En su esqueleto está inevitablemente el armazón totalitario.
Bobbio festejó la caída del muro de Berlín a su modo: con una advertencia. La demolición del muro
a martillazos era una derrota de la mala izquierda, un apremio para la buena. La izquierda represiva
y despótica se había convertido en cascajo, los símbolos marciales de la patria proletaria a la venta
de los turistas. El proyecto de la fraternidad terminó siendo una cárcel opresiva y miserable. La
historia y sus sorpresas daban la razón a Bobbio. El programa de los disidentes victoriosos era
precisamente el que el italiano pedía a la izquierda treinta años antes: libertades democráticas:
seguridad frente a la arbitrariedad, libertad de prensa, autonomía de reunión, libertad asociativa.
Pero Bobbio no baila en el féretro del comunismo totalitario. El espacio liberal que se abría paso no
podía ser el final del camino. El Estado democrático que Bobbio siempre defendió era tan necesario
como insuficiente. En un mundo de injusticias atroces no puede pensarse que los problemas radicales
de la convivencia desaparezcan con formalidades. ¿Podrán las democracias triunfantes atacar
eficazmente el problema de la desigualdad o serán atrapadas por los vericuetos procedimentales?
Ése será su desafío central. Ante el fracaso del comunismo, Bobbio renovaba su confianza en la
izquierda. Se propuso así precisar su naturaleza.
Entenderíamos el mundo de manera muy distinta si, en lugar de tener dos manos, dos ojos y un par
de piernas, estuviéramos constituidos de otra forma. El cuerpo nos impulsa a ordenar el universo en
parejas: el día y la noche; el frío y el calor; arriba, abajo; sí, no. Seguramente los ocho tentáculos y el
ojo del pulpo registrarán el universo marino de una manera muy distinta a la que nos impone nuestra
anatomía binaria. El novelista francés Michel Tournier escribió un libro bellísimo sobre las parejas
en las que descansa nuestra concepción del mundo. Los conceptos que nos sirven de brújula aparecen
en pareja: cada uno de ellos tiene un contrario que es tan fuerte como él mismo. Hombre y mujer; la
risa y el llanto; el toro y el caballo; el animal y el vegetal; la memoria y la costumbre; la poesía y la
prosa; dios y el diablo. Las ideas, al parecer, no caminan solas, se enlazan en nuestro entendimiento
con su opuesto: quien nunca ha probado la sal no conoce el sabor del azúcar.[19]
Bobbio procede de manera semejante. El retratista del pensamiento político traza el contorno de
los conceptos con la silueta de su idea contraria siempre en mente. Y no hay faro más relevante en el
mundo de la acción política que la que permite distinguir la izquierda de la derecha. ¿Qué significa
estar a la derecha en teatro ideológico? ¿Quién es un hombre de izquierda? Recogiendo el uso común
de las palabras, podría decirse que derecha es conservación, un amor por las tradiciones que deben
defenderse frente a los quejumbrosos que quieren cambiarlo todo. La izquierda es denuncia de lo
existente, rebeldía frente a lo acostumbrado. Unos ven el futuro como amenaza, los otros pretenden
emanciparnos de las cadenas de la historia. La derecha se somete a las imperfecciones de nuestra
condición natural; la izquierda denuncia las injusticias de nuestra circunstancia. El pecado de la
derecha es el cinismo; el pecado de la izquierda es la ingenuidad. Un derechista, apuntó Ambrose
Bierce en su diccionario endiablado, es un político enamorado de los males existentes. Se distingue
así del izquierdista, que quiere reemplazarlos por nuevos males.
Nacida en tiempos revolucionarios, hay quienes han decidido tirar la distinción a la basura: se
trata, dicen, de una brújula obsoleta: dos nombres que designan cajones vacíos, banderas que han
dejado de congregar a los combatientes de la política contemporánea. Para Bobbio, la distinción
sigue tan vigente como en aquel día en que se decidió el arreglo de los asientos en la Asamblea
Nacional Francesa. Hoy como entonces, izquierda y derecha expresan la necesidad de encontrar un
sentido de pertenencia y un antagonismo primordial que separe el campo de batalla. La distinción,
insistiría Bobbio, no solamente sigue viva en el lenguaje público, sino que siguen vivas las razones
que le dieron origen.
El eje de izquierda y derecha se traza por las actitudes frente a la igualdad. Ése es el argumento
de Bobbio. La izquierda es esencialmente igualitaria. Lo es, no porque pretenda uniformar a la
humanidad o porque desconozca la existencia y hasta el valor de algunas desigualdades, sino porque
estima que la acción política puede y debe esforzarse para reducir las disparidades en la distribución
del poder y el dinero. La derecha, por el contrario, cree que el proyecto de la igualdad es imposible
o indeseable. Desde la izquierda puede entenderse que los hombres sean, en muchos aspectos,
desiguales. Efectivamente, los hombres son entre sí tan iguales como desiguales. Lo importante es
que, desde la izquierda, se aprecia mayormente lo que asemeja a los hombres y se busca, ante todo,
eliminar los abismos de la desigualdad. La izquierda busca atenuar las diferencias; la derecha
pretende reforzarlas.
Se puede llamar correctamente igualitarios a aquellos que, aunque no ignorando que los hombres son tan iguales como desiguales,
aprecian mayormente y consideran más importante para una buena convivencia lo que los asemeja; no igualitarios, en cambio, a
aquellos que, partiendo del mismo juicio de hecho, aprecian y consideran más importante, para conseguir una buena convivencia, su
diversidad.[20]
La desigualdad que complace a la derecha por ser vista como espejo de un diseño natural, indigna a
la izquierda como arbitrariedad de la historia.
De ahí que la derecha tienda a cobijarse en la legitimidad de la tradición, mientras la izquierda
confía en los artificios de la razón. La derecha, dice Bobbio, “está más dispuesta a aceptar lo que es
natural, y aquella segunda naturaleza que es la costumbre, la tradición, la fuerza del pasado”. La
izquierda, por el contrario, no encuentra razones para inclinarse ante el hábito de los siglos. Su
convicción radica en la eficacia de la acción humana para transformar el mundo. El naturalismo de la
derecha contrasta con el artificialismo de la izquierda. No hay nada más lejano al pensamiento de la
izquierda que el culto a la tradición, el enamoramiento de los ritos y las prácticas ancestrales
exaltadas por el solo hecho de ser antiguas. Nada más extraño al mundo de la izquierda que la
pretensión de perpetuar las diferencias escudado en el argumento de la costumbre. La izquierda es, a
un tiempo, proyecto de igualdad y proyecto de razón.
Igualdad y razón. Aquí podría estar la fórmula de la izquierda bobbiana. Un ideal y un método:
fraternidad y cordura. La izquierda en la que cree Bobbio ha de ser, por eso, tan lejana a las
exclusiones como al fanatismo. El espíritu laico es la bujía que la izquierda no puede negar a menos
que se niegue a sí misma. De su indispensable laicidad provienen sus impulsos esenciales:
compromiso con el rigor crítico, rechazo al dogmatismo, desprecio de la demagogia, censura de la
superstición. Bobbio no puede dejar de ver a la izquierda como la hija más fiel de las luces. Quizás
ésa es una de sus aportaciones más persistentes: desde el denso óxido del pesimismo se asoman dos
luces: la defensa de la igualdad, la defensa de la razón.
La vejez hizo que el filósofo volteara a sí mismo. Un hombre dedicado a comentar los escritos de los
clásicos y a aprovechar sus enseñanzas para orientar el debate de día, volvió los ojos hacia su
experiencia. El vuelco es curioso. Su filosofía política es una especie de negación de sí mismo
porque caminó siempre de la mano de sus clásicos. No me oigan a mí, escuchen la advertencia de
Maquiavelo, la propuesta de Constant, la lógica de John Stuart Mill. Su inteligencia ordenadora
apenas se escucha como la voz de un intérprete de las ideas de otro. Pero después de cumplir los
ochenta años, Bobbio fue separándose de los temas académicos para acercarse a su experiencia.
Frente al antiguo deleite de los conceptos, el viejo ahora se descubre saboreando los afectos. Fue así
que Bobbio fue cediendo a la tentación de hablar de sí mismo.
En su ensayo sobre la vejez escribe que “el gran patrimonio del viejo está en el maravilloso
mundo de la memoria”. Cariños devorados por el tiempo, lugares visitados en años remotos,
fragmentos de poesías memorizadas en la adolescencia, escenas de películas y de novelas. Amigos,
familia, amores. Pero la vejez es horrible. Engaña quien dice lo contrario. Con frecuencia, hasta la
memoria, la única fortuna, se extravía. Camina despacio, se rezaga, se repite, aburre. Hay una
frondosa tradición literaria que elogia la vejez. La publicidad quiere hacer de los ancianos
hombrecitos arrugados, sabios y sonrientes, felices de pasear por el mundo. No se les llama ancianos
sino “personas de la tercera edad”. Al hacerlo, estos mensajes hacen de la vejez una nueva
mercancía, una nueva clientela. La vejez es terrible. Quien alaba la vejez no le ha visto la cara, dice,
parafraseando a Erasmo. Basta ver el dolor de los hospitales, la soledad de los asilos, la
desesperanza de los enfermos. El viejo Bobbio sabía que la vejez es fea y que además dura una
eternidad. Toda la vida por detrás. Ha llegado al final. El futuro no le pertenece al viejo. Delante, la
muerte. Bobbio la encara sin esperanza. “Como laico —decía— vivo en un mundo en el que la
dimensión de la esperanza es desconocida.” La muerte es el fin, la entrada al mundo del no ser.
En el epílogo de El hacedor, Borges hace el retrato de un anciano. “Un hombre se propone la
tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de
reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de
astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas
traza la imagen de su cara.” Bobbio, un hombre que se propuso dibujar el mundo de la política,
delineó en su cara la imagen de la templanza. Ésa era su virtud más querida y a ella dedicó uno de
sus últimos ensayos.
Ernesto Treccani, amigo suyo, organizaba un ciclo de conferencias para elaborar un diccionario
de virtudes. Al pedirle a Bobbio su colaboración, él de inmediato eligió la templanza. El diccionario
nunca se completó, pero el ensayo sí alcanzó la imprenta. Elogio della mitezza fue el título en
italiano. Los traductores al español explican las dificultades para trasladar mitezza al español. La
palabra puede convertirse en mansedumbre, aunque el término parece aplicable más a los animales
que a los hombres. Mitezza es mesura, moderación, flexibilidad, dulzura, ductilidad, suavidad.
Bobbio no había estado inclinado a tratar las virtudes. Moderno, discípulo de Hobbes, receloso
de la ampulosa retórica republicana, Bobbio no creyó en ningún momento que la convivencia pudiera
sostenerse en los pilares de la bondad. Era la corpulencia de un Estado que castiga, no la llama de la
moral lo que puede dar sentido a la convivencia. Frente a la ética de las virtudes, el escéptico abraza
decididamente la ética de las reglas. Pero el Bobbio de las confidencias últimas toca lo que su teoría
había ignorado. El cartógrafo habla así de la virtud que más quiere. No habla de ella como si fuera el
atributo moral por excelencia, como si la templanza fuera la reina de las virtudes humanas. Para él es
algo más modesto pero mucho más entrañable: el abrigo moral de una personalidad dubitativa.
Bobbio escribe sobre la templanza como escribiendo uno de los capítulos no escritos de la Crítica
contra mí mismo que alguna vez quiso publicar, recordando a Croce.
Hay quien ha visto los miles de papeles dispersos, los cientos de conferencias, las ponencias y
cátedras de Bobbio como un esfuerzo por construir una teoría general de la política. Así se llama
precisamente la antología que su discípulo Bovero preparó recientemente para la editorial Trotta. Es
cuestionable que ése haya sido el resultado de la obra bobbiana, pero, en todo caso, lo notable de su
reflexión sobre la templanza es que se ubica claramente en el territorio de lo apolítico. La mía, dice
Bobbio, es la más antipolítica de las virtudes. Más que elogio, la templanza merece el vituperio del
príncipe: decir suave es decir débil, vacilante, irresoluto. Es dócil el cordero, animal martirizado; no
el zorro o el león, las queridas bestias de Maquiavelo. Ahí está su atractivo: “no se puede cultivar la
filosofía política sin intentar entender lo que está más allá de la política, sin adentrarse en la esfera
de lo no político, sin establecer los límites entre lo político y lo no político”.
Bien, pero ¿cuál es la suavidad que Bobbio elogia, la templanza con la que se identifica? Ante
todo, es lo contrario de la arrogancia.
El moderado no tiene una gran opinión de sí mismo, no ya porque se menosprecie, sino porque es propenso a creer más en la miseria
que en la grandeza del hombre, y él es un hombre como todos los otros. […] El moderado es aquel que “deja ser al otro aquello que
es”, incluso si el otro es el arrogante, el perverso, el prepotente. No entra en la relación con los otros con el propósito de competir, de
pelear y al final de vencer. Está por completo más allá del espíritu de la competencia, de la concurrencia, de la rivalidad, y por lo
tanto también de la victoria. En la lucha por la vida es en realidad el eterno derrotado.[21]
En esto último se equivoca Bobbio. La templanza es al hombre lo que la ductilidad es a los
cuerpos sólidos. El moderado no es el “eterno derrotado” porque no contiende. Atraviesa el fuego y
no se quema.
Pero la blandura del moderado tiene un límite, un hierro definitorio. Lo declara Bobbio en una
confesión tardía: “detesto con toda mi alma a los fanáticos”.
Liberalismo trágico
Lástima que al paraíso se vaya en coche fúnebre.
Stanislaw Lec
Greta Garbo se le quedó mirando unos segundos. Se encontraron en Nueva York. La diva lo saludó
brevemente y solamente alcanzó a decirle a Isaiah Berlin con su voz gruesa y su mirada triste: “You
have beautiful eyes”. Isaiah Berlin enmudeció. Ocultos entre las ventanas redondas de sus lentes, los
ojos del profesor eran oscuros, vivos, brillantes. Tal vez la actriz, que diera vida a la temible belleza
de Mata Hari, lograba ver que en esos ojos tímidos se asomaban muchas miradas, muchos hombres,
muchos siglos. Eran los ojos de una inteligencia que podía ver el mundo desde ventanas opuestas; los
ojos de un hombre al que nunca bastó su mirada. Escribió alguna vez Marcel Proust que el único
viaje auténtico “no consiste en ir hacia nuevos paisajes sino en tener otros ojos, ver el mundo con los
ojos de otro, de cien otros, ver los cien mundos que cada uno de ellos ve”. Berlin hizo de su vida ese
viaje auténtico: vio el mundo con los ojos de cien otros. Vio el mundo como lo vería Maquiavelo y
Kant; como Dostoievski y Tolstoi; como Marx y como Mill; como un zorro y un erizo. Berlin vio la
historia con la mirada de muchos.
Berlin veía a un hombre “intolerablemente feo” cuando se encontraba en el espejo. Su hábito de
menospreciarse quizá comenzó con el desagrado que sentía por el trazo de sus facciones. Un elefante
de hombros estrechos y brazos torpes. Por eso el piropo de Greta Garbo lo había dejado sin habla.
El conferencista estaba acostumbrado a esquivar otros elogios, no éste. Al primer encuentro, no eran
sus ojos lo que capturaban la atención. Era su voz, su acento, su dicción, la velocidad con la que
concatenaba largas frases como si fueran las letras de una interjección lo que cautivaba a sus
interlocutores. Uno de sus maestros de secundaria quedó maravillado con su conversación: es como
si en vez de hablar, estuviera tocando un instrumento. No una flauta que cantara buscando la belleza,
sino saboreando el placer de sonar. Como una fuente. No hay ningún amigo, ningún discípulo, ningún
colega que no retenga el bólido de su expresión como uno de los recuerdos más perdurables. La voz
de Berlin galopando sin pausa. Se trata, recuerda un profesor de Oxford, del único hombre que
pronuncia la palabra “epistemológico” como una sola sílaba. Cuando Joseph Brodsky empezaba su
exilio en Londres, escuchó la voz de Isaiah Berlin por el teléfono. Al otro lado de la línea, oía al
admirado autor de los ensayos sobre la libertad hablando a la velocidad más extraordinaria. Era,
recuerda el gran poeta ruso, como si la velocidad del sonido estuviera correteando a la velocidad de
la luz.[1]
Las palabras de Berlin se sucedían con una rapidez inaudita pero sin atropellarse. En su discurso
sin respiros ni silencios, el hilo de la razón se desenvolvía con limpieza. Tras la prisa en la voz
estaba la serenidad de una partitura. Puede escucharse así en las grabaciones de sus conferencias. El
flujo de su palabra es fogoso y en ocasiones oscuro, pero la velocidad no conduce a la imprecisión o
al tropiezo. Cada exposición tiene una armadura perfecta. Se traza una propuesta, se dibujan las ideas
capitales, se examinan las objeciones, se formula finalmente una tesis. En la carrera de las voces no
hay frase que quede sin final ni idea que no encuentre desenlace. Cada paréntesis con su apertura y su
clausura. Por eso los asistentes a sus conferencias legendarias, quienes escuchaban al profesor en sus
transmisiones de radio, quedaban maravillados por la gracia melódica de su palabra, por la
arquitectura sinfónica de su inteligencia.
Hay una tercera marca en su voz: los estratos de su acento. Berlin llegó a ser el prototipo del
gentleman: elegante, culto, puntilloso y suave. El traje, siempre de tres piezas. Pero el más inglés de
los ingleses era también un hombre venido de fuera: el menos inglés de los ingleses.[2] En su voz se
percibía esta tensión. En el paladar del caballero se mezclaban las capas de su identidad. Como dice
su biógrafo Michael Ignatieff: “La genealogía de sus manierismos vocales es la historia de cómo
todas las capas de su identidad se asentaron en su voz”.[3] Sonoridades eslávicas y judías fundidas en
las modulaciones de la aristocracia intelectual británica.
Isaiah Berlin nació el 6 de junio de 1909 en Riga, la ciudad báltica que después sería capital de
Letonia y que entonces formaba parte del imperio zarista. Su nacimiento fue tenido por un milagro.
Unos años antes, su madre había dado a luz a una niña muerta y había recibido de los médicos la
condena de que no conocería la maternidad. Ahora el parto volvía a complicarse. Después de largas
horas de tensión y de angustia en que la sombra de la muerte volvió a asomarse, el doctor tomó los
fórceps y tiró del brazo izquierdo del bebé con tal fuerza que sus ligamentos quedarían
permanentemente dañados.[4]
Sin hermanos, Isaiah viviría apegado a sus padres en esa pequeña ciudad en los bordes del
imperio. Mendel, su padre, era un comerciante judío inteligente y tímido. Marie, su madre, era una
mujer redonda y bajita que adoraba la ópera italiana. A los siete años la familia se mudó a San
Petersburgo. Como John Stuart Mill, Isaiah no fue a la escuela. Aprendió de los libros de la casa. Su
educación se alimentó de la biblioteca de la familia que estaba en el piso superior de una fábrica de
cerámica. La ausencia de una educación formal no limitó su formación. Al cumplir diez años había
leído ya La guerra y la paz y Ana Karenina. Mientras estudiaba hebreo y el Talmud, se adentraba en
las historias de Julio Verne y los mosqueteros de Dumas. Muchas lecturas y pocos juegos.
En invierno de 1917 los tres Berlin se acercaron a las ventanas de su casa ante el clamor que
venía de las calles. El murmullo se hacía cada vez más claro: “Todo el poder a la Duma”, “Tierra y
libertad”, “Abajo el zar”. Mendel y Marie compartían la emoción popular. Veían en ella un clamor
de justicia, un grito contra el despotismo. Unos días después, cuando las cosas parecían
tranquilizarse, el niño de siete años y medio salió a la calle. Iba a comprar un libro de Julio Verne
cuando encontró un grupo de hombres que arrastraba a un sujeto dominado por el pánico. Era un
policía municipal que había sido descubierto por los revolucionarios. La escena pasó velozmente
frente a los ojos del niño que bien pudo anticipar que el hombre al que arrastraban los rebeldes no
escaparía con vida. La imaginación del niño se anticipaba a lo que vendría: la aniquilación de un
hombre a manos del odio. La escena tatuó la memoria de Isaiah Berlin. Pronto los padres de Isaiah
descubrieron que la revolución liberal se convertía en algo muy distinto. Encontraban en Lenin las
convicciones de un fanático peligroso.
Para 1919, la familia Berlin fue obligada por el comité de vivienda a desalojar los cuartos que
no usaban en su departamento. Ocupada por extraños, su casa dejó de ser suya. La atmósfera se fue
tornando hostil: cateos frecuentes, privaciones, miedo. En una ocasión, sus habitaciones fueron
saqueadas por la policía secreta en busca de joyas. Fue entonces que la familia decidió salir de la
Rusia bolchevique. Mendel Berlin no estaba dispuesto a soportar la sensación de ser invadido en su
propia casa, el aislamiento, el espionaje constante, los arrestos caprichosos y la impotencia frente a
la locura de los golpeadores.
En octubre de 1920 salieron de San Petersburgo. Después de una breve estancia en Riga, se
instalarían en Inglaterra, la isla que el padre idealizaba como ciudadela de la verdadera civilización.
El hijo heredaría este amor por lo británico. Para Isaiah Berlin, Inglaterra era la roca de la que
brotaron los principios que más amaba. Ahí germinaron la tolerancia y el respeto a los otros. Ahí se
estableció el reino de las leyes. Una isla que, a diferencia del continente, no había acogido al
fanatismo; una tierra que valoraba la libertad sobre la eficiencia y que apreciaba la dulzura de
algunas incoherencias por encima del áspero orden de los dogmáticos.
El niño pudo adaptarse con velocidad a la ciudad, a la escuela, al idioma. Ganó una beca que le
permitió entrar a Oxford para convertirse después en profesor de la más antigua universidad inglesa.
Para 1933, cuando era un profesor desconocido que apenas había publicado unos cuantos artículos
sobre música en revistas estudiantiles, recibió el encargo de escribir una monografía sobre Karl
Marx. Berlin no había sido la primera opción de los editores de esta colección de textos
universitarios. Antes habían buscado a Sidney y Beatrice Webb y a Harold Laski. Todos rechazaron
la propuesta. Berlin la aceptó sin saber mucho del personaje y sin sentirse atraído por el edificio que
había construido. A decir verdad, Marx era el origen de un régimen que abominaba. En la
universidad había tratado de leer El capital mas encontró intolerable su prosa. Pero escribir de Marx
era para él la única manera de conocerlo. Así, Berlin pasó cinco años en compañía de este hombre
que le resultaba antipático.
Aprendió a apreciarlo. Por lo menos, a entenderlo. El resultado de este trabajo de juventud es un
libro en el que ya pueden encontrarse las luces de su obra madura. Ahí respiran con vida las ideas de
Marx. No son piezas de granito sino pulsaciones que obedecen a un impulso vital. Berlin entra a las
aulas donde Marx estudió filosofía en Berlín; lee sus libros juveniles; lo acompaña en su viaje a
París para admirar su talento polémico y para palpar la cuerda de sus amistades y sus rivalidades;
registra sus gustos literarios y sus disposiciones anímicas; lo sigue en un largo día de exilio
londinense. La imagen de la historia, el entendimiento de la economía, el anticipo del futuro no
aparecen como bloques de bronce, sino como derivaciones de una inteligencia extraordinaria. A
Berlin nunca le interesó la economía y mucho menos la marxista. De hecho sintió siempre una
desconfianza profunda por las ciencias sociales. Veía en ellas una palabrería vanidosa e inculta. Lo
que le interesaba era la hechura de las ideas, la fascinante vida del pensamiento. Para entender a
Marx, Berlin actúa como reportero que registra las pugnas, las alianzas, los forcejeos de su vida; es
un metiche que escudriña papeles privados y cartas; un novelista que detalla atmósferas e imagina
razones del actuar; un intérprete que hilvana los fragmentos de su obra para tejer un cuadro claro de
su pensamiento; un abogado que defiende a su cliente de las denuncias de sus enemigos y un crítico
que exhibe las debilidades y peligros de sus ideas.
Es cierto que hay vacíos importantes en la monografía.[5] A más de sesenta años de que fuera
publicada, no puede decirse que sea la mejor puerta para entrar al pensamiento de Karl Marx. De
cualquier manera, el texto es un acceso extraordinario al universo de Berlin. En su libro puede
apreciarse la capacidad del historiador de las ideas para apreciar los rasgos constitutivos de una
personalidad y examinar el modo en que su vida se trenza en su obra. A pesar de que Marx no
escribió nunca un diario y que era un hombre renuente a hablar de sí mismo, Berlin parece conocerlo
íntimamente. Así, lo describe en su aislamiento, en su aversión al espejo y a la introspección.
Aprecia al hombre de genio que nunca tuvo empaque de dirigente social. Elogia la inteligencia que
no se vende por aplausos. Admira su fuerza imperturbable durante cuarenta años de embates,
enfermedades y carencias. Le irrita el impaciente que es dado a los truenos de furia y el arrogante
que apalea a sus críticos. Reconoce al escritor de talento, al panfletista genial que se desinfla en el
momento en que abre la boca frente a un auditorio. Berlin no solamente expone las ideas de Marx
sino que abre la inteligencia de la que provienen: una mente activa y práctica a la que no tentaba el
sentimiento; una razón que repudiaba la retórica hueca de los farsantes y el conformismo idiota de los
burgueses.
El sentido general del ensayo es, sin duda, crítico. Una mecanógrafa que pasaba el dictado por la
máquina de escribir le preguntó de pronto: “Parece que no le cae muy bien el señor Marx,
¿verdad?”[6] No, no le caía bien. Pero hay en Berlin un esfuerzo por entender el mundo tal y como lo
veía una figura que le era esencialmente antipática. Era la primicia de su método: para conocer
nuestra realidad es indispensable desdoblarse para verla desde distintos ángulos. Quien ve el mundo
desde la única ventana de sus párpados pierde de vista su espalda. Por eso es necesario encontrar
más de una manera de observar el mundo. Verlo con los ojos del poeta y el ingeniero, con la mirada
del rebelde y el magnate, por la ventana del devoto y el traidor.
Durante la segunda Guerra, Isaiah Berlin se convirtió en la retina del gobierno inglés en los Estados
Unidos. Primero estuvo en Nueva York y después en Washington, al servicio de la embajada
británica. Berlin debía hacer un informe semanal sobre el clima de la opinión en los Estados Unidos.
Sentía, dice Ignatieff, ese apetito por el chisme y la intriga que hacen a un buen periodista —o a un
buen diplomático, podríamos agregar. Los encantos de su conversación le abrieron múltiples puertas.
En los Estados Unidos, en el encuentro diario con funcionarios, congresistas, periodistas,
empresarios, líderes sindicales se afiló esa percepción que sería tan admirada en él. Se condimentó
ahora con un sentido de la oportunidad y un deber de anticipación. Su capacidad para descifrar los
laberintos de la vida política norteamericana provenía de la razón y de la memoria, de la intuición y
del olfato.
El talento de Berlin le permitió dominar muy pronto el complejo laberinto político de esa ciudad
de intrigas palaciegas, disputas y guerras de interés. La esponja que Berlin empapaba de
conversaciones, de lecturas de diarios, de confidencias e intuiciones se exprimía en su informe
semanal para Londres. El diplomático, a quien nunca le gustó sujetar la pluma, dictaba su repaso. Las
secretarias hacían milagros para entender su lengua galopante. Los informes de diplomático
impresionaron a los funcionarios que los leían del otro lado del Atlántico. Berlin describía con
detalle la compleja relación del presidente con el Congreso, describía la atmósfera de la opinión
norteamericana, se anticipaba a los hechos intuyendo el rumbo de la vida pública. Entre sus lectores
más atentos estaba el mismísimo Churchill, que disfrutaba la entrega semanal como su lectura más
sabrosa durante la guerra. “Están bien escritos. Tengo la sensación de que sacan el mayor jugo de lo
que sucede y ofrecen una viva pintura de los asuntos norteamericanos”, decía.
En febrero de 1944, Clementine Churchill le comentó a su marido que Irving Berlin, el
compositor de There’s No Business Like Show Business, estaba en Londres y le preguntó si tendría
tiempo para conversar con él. El primer ministro retuvo solamente el apellido del visitante y,
recordando los admirables informes que venían de Washington, le respondió de inmediato: claro, que
venga a comer con nosotros. Así el señor Berlin fue invitado a un salón de Downing Street para
comer con el primer ministro. Aterrado por la intensidad de la conversación política, el compositor
permaneció callado prácticamente toda la comida. En un momento, el primer ministro se dirigió a él
para preguntarle cuándo creía que terminaría la guerra. “Señor primer ministro —le respondió el
músico—, le contaré a mis hijos y a mis nietos que Winston Churchill me hizo a mí esa pregunta.”
Confundido, Churchill le preguntó a su invitado cuál era la obra más importante que había escrito.
Dudando, Berlin respondió: “No lo sé. Supongo que White Christmas”.
En Washington y en Nueva York, Berlin descubre el mundo del poder. Y lejos de sentirse repelido
por la pugna de las ambiciones, por la hipocresía y la simulación, se fascina ante la grandeza de los
hombres del Estado. Él conocía la política que estaba en las bibliotecas de Oxford, en los libros de
Aristóteles, Maquiavelo y Montesquieu; la política de los tratados sobre la justicia y las
especulaciones sobre el origen del Estado. Ahora entraba en contacto con la política del poder, la
política de las decisiones. Era la historia viva, la historia en marcha.
Durante cinco años trató de descifrar ese mundo que ya no estaba en los enigmas de los clásicos
sino en las maniobras de los vivos. Sus ojos y su lenguaje; su temperamento; la tenacidad de su
carácter, sus movimientos, sus reflejos. Nadie que viera la política de cerca podría seguir pensando
que ésta era el resultado de las “vastas fuerzas impersonales” que diría T. S. Eliot y que Berlin
tomaría como epígrafe de algún ensayo. La política, la historia más bien, caminaba de la mano de
hombres concretos que hacen frente a su circunstancia. Ahí se dio cuenta que, más que sus horas en la
biblioteca, lo que le ayudaba a entender los enigmas de la política real era su entrenamiento en un
arte menospreciado: el chisme. En una de sus cartas a sus padres, Isaiah Berlin cuenta que su interés
por entender la política norteamericana y su capacidad para descifrar su código proviene de su
fascinación por la vida de otros. Las instituciones, dice refiriéndose a la maquinaria política
norteamericana, juegan un papel infinitamente menor al que les otorgamos ingenuamente. A pesar de
que busquemos el imperio de la ley, todos los gobiernos son de hombres. Son precisamente los
individuos y las relaciones entre ellos los que definen al final del día el rumbo de los poderes.
Mucho más que el marco fijo de las reglas, mucho más que el clima de la cultura, cuenta el
melodrama de las personalidades. El carácter de los protagonistas, sus rencillas y afectos, sus
cualidades y lacras son la clave. Así lo advierte él mismo en alguna carta: “En mi debilidad por el
chisme está mi tino para descifrar el jeroglífico de la política”.
Churchill y Roosevelt, los aliados del Atlántico, atraen particularmente su admiración. Berlin
dibujó elogios memorables de la pareja. Desde sus cartas se percibe este respeto. El 2 de enero de
1942 detecta el hilo que los une. En un tiempo en el que los individuos son incapaces de apreciar la
magnitud de los eventos que los envuelven, es una fortuna que haya dos hombres que se sienten en
casa con la historia.[7] Churchill era el hombre de la imaginación histórica, el estadista que sabe
acomodar el presente y el futuro en el largo telar de los siglos. Berlin encuentra, en el arcaísmo de la
retórica churchilleana, el guiño de una tradición fresca. El barroquismo de su expresión, el sentido
épico de su convocatoria a la sangre, al sudor y, sobre todo, a las lágrimas, consiguió comunicar el
sentido de urgencia histórica que el momento exigía. Berlin pinta a un estadista sobrehumano: “Uno
de los dos hombres de acción más grandes que su nación ha producido, orador de poderes
prodigiosos, salvador de su país, héroe mítico que pertenece tanto a la leyenda como a la realidad, el
ser humano más grande de nuestra época”.[8] Nada menos.
Roosevelt, a diferencia de Churchill, era un hombre del nuevo siglo y del nuevo mundo que no
tenía miedo al futuro. Un hombre espontáneo, quizá desordenado, que supo conciliar lo que parecía
incompatible. Ésta fue la gran hazaña del presidente norteamericano: defender valores fundamentales
sin quemar otros igualmente importantes. Su servicio a la humanidad, dice, fue enseñarnos que es
posible combinar la eficiencia y la bondad. Fortaleció la democracia al demostrar que la promoción
de la justicia social y la libertad individual no son la estocada de un gobierno eficaz. Cambió con
ello la idea que teníamos de las obligaciones de un gobierno frente a los ciudadanos: la
responsabilidad moral de garantizar un mínimo de atenciones sociales.
En su ensayo sobre Roosevelt, Berlin traza el retrato de dos políticos. El primero es el político
de la tenacidad; el segundo es el político de la adaptación. El primero pretende imponer su poder a
las circunstancias; el segundo se amolda a ellas. “La primera clase de estadista —dice Berlin— es
en esencia un hombre de principio único y de visión fanática. Preso de su propio sueño brillante y
coherente por lo general no comprende ni a las personas ni los acontecimientos. No tiene dudas ni
titubea y, por medio de la concentración de la fuerza de voluntad, de la brusquedad y del poder, logra
pasar por alto gran parte de lo que acontece a su alrededor.” Su claridad, su determinación, incluso
su ceguera pueden ayudarle a vencer la resistencia de las cosas y doblegar a los hombres para que se
plieguen a su voluntad. El otro tipo de estadista está dotado de una aguda sensibilidad que le permite
“captar impresiones minuciosas, integrar una vasta multitud de detalles evanescentes o inasibles,
parecida a la que poseen los artistas en relación con su material”. Este político es un artista que
escucha los materiales de su escultura. No ve el mundo en blanco y negro ni cree que su tarea sea una
cruzada sin distracciones ni demoras. Por el contrario, sabe que para avanzar frecuentemente hay que
dar rodeos, que en ocasiones hay que esperar a que el tiempo madure, y que muchas veces hay que ir
en contra de lo que una vez se quiso. Políticos de doctrina y políticos de intuición.
Un par de años después de que publicara su ensayo sobre el presidente del New Deal, Isaiah
Berlin dictaba una conferencia en la que, de alguna manera, regresaba al tema del estadista y al
enigma maquiavélico por excelencia: la eficacia política. Más bien, exploraba su presupuesto
intelectual: el conocimiento del que se alimenta la eficacia. En una transmisión de la bbc de junio de
1957, se preguntaba con llaneza: ¿qué significa tener buen juicio en política? ¿Qué es tener sabiduría
política, estar dotado para la política, ser un genio político, o acaso ser simplemente políticamente
competente, saber cómo lograr que se hagan las cosas? ¿Cuál es la ciencia o el arte que el político
debe conocer? Hobbes y sus herederos han creído que el estadista ha de conocer la mecánica de las
sociedades para gobernar juiciosamente. De la misma manera que un técnico necesita dominar las
reglas de su disciplina, el estadista debe conocer la anatomía de los cuerpos colectivos, la física
molecular de los individuos, la química de las pasiones colectivas o la mecánica de la economía
política. Sea cual sea la naturaleza de esa ciencia privilegiada de la sociedad, la convicción común
es que tal ciencia existe y que el dominio de sus leyes es el requisito indispensable para un gobierno
ilustrado y eficaz. Lo primero conduce inmediatamente a lo segundo.
El hombre de Estado al que llamamos juicioso no es un hombre de ciencia, responde Berlin. Si
soy un gobernante torturado por una decisión compleja, ¿de qué me serviría recopilar toda la
información de las bibliotecas, qué uso tendrían las lecciones de filosofía de la historia o los
manuales de economía política?
Obviamente —apunta Berlin— lo que importa es entender una situación particular en su plena unicidad, los hombres, eventos y
peligros concretos, las esperanzas y miedos particulares que están en movimiento en un lugar específico en un tiempo determinado:
París en 1791, Petrogrado en 1917, Budapest en 1956, Praga en 1968 o Moscú en 1991.[9]
De nada nos sirve conocer alguna ley sobre el surgimiento de las revoluciones formulada por un
agudo científico social. Lo que importa es entender la circunstancia que, por definición, es única.
Más que reflexión, el juicio político es reflejo.
La razón cuenta menos que la habilidad. Lo que hace exitosos a algunos políticos es que no
piensan en términos abstractos ni generales: su talento está en la capacidad de atrapar la combinación
de elementos que conforman su circunstancia. Por eso hablamos del buen ojo político, del olfato, del
tacto: orgullos de la sensibilidad, no de la inteligencia. Por encima de todo, el gran estadista es el
hombre que palpa la textura del presente. De poco le sirven el conocimiento teórico, la erudición, el
poder de razonamiento abstracto; en el político, la habilidad lo es todo. Berlin llama “sabiduría
práctica” a la agudeza de Bismarck, de Talleyrand, de Roosevelt. Llamémosla astucia: la
inteligencia del cazador, del cocinero, del navegante. La astucia es sintética más que analítica,
previsora y ágil. Más que profunda es prudente. La inteligencia astuta es una combinación del
“olfato, la sagacidad, la previsión, la flexibilidad mental, el fingimiento, la maña, la atención
despierta y el sentido de oportunidad”.[10]
La sabiduría del político no surge del concepto sino de la experiencia. El juicio político no
necesita teorías para examinar la circunstancia, esa compleja e irrepetible plataforma del presente.
La prudencia política descansa en un registro elemental del territorio que se pisa y de lo que hay
latente en él. Churchill escuchaba el rumor de los siglos pasados; Roosevelt olía los aromas del
futuro. En ambos casos el presente está cargado de mensajes: no es nunca sólo presente. El estadista
examina las fuerzas actuantes, los poderes en juego, las energías en movimiento. Lo importante es
que la circunstancia no se mire congelada. Antes que el silogismo, lo que cuenta es la oportunidad,
esa coincidencia de la acción y el tiempo. En el mundo político, lo bueno es sólo bueno a su tiempo.
En el verano de 1945, todavía al servicio de la embajada británica en Washington, Isaiah Berlin
recibió la noticia de que debía desplazarse a Moscú a pasar unos meses. La embajada no tenía mucho
personal y necesitaba el respaldo de alguien que supiera ruso. La guerra acababa de terminar y la
relación entre los antiguos aliados estaba dominada por el optimismo. Berlin no había estado en
Rusia desde 1919, cuando tenía apenas 10 años. Le emocionaba regresar, pero el viaje también lo
cubría de temores. Tenía una pesadilla recurrente de que los policías soviéticos lo arrestaban y no lo
dejaban salir. Su trabajo en la cancillería no era muy distinguido: debía leer la prensa soviética y
comentar su contenido. La prensa moscovita no tenía la riqueza de la prensa inglesa o
norteamericana. La monotonía de la propaganda cubría todas las columnas. Los periódicos no tenían
mucho jugo que se les pudiera exprimir y los burócratas del partido hablaban más para los
micrófonos sembrados por doquier que para su interlocutor. Berlin tenía mucho tiempo libre.
Visitaba museos, edificios históricos, teatros, librerías, bibliotecas.[11]
Al profesor le habían advertido que sería difícil entrar en contacto con ciudadanos soviéticos y
más difícil aún con intelectuales. Las puertas de los burócratas estarían abiertas para repetir la línea
oficial pero los artistas no se animarían a conversar con extranjeros. Pero el duende de Berlin pudo
levantar la cortina que se imponía a los diplomáticos. Los encantos de su conversación le abrieron el
afecto de escritores y artistas extraordinarios. El diplomático treintañero pudo conocer muy de cerca
el vivo escenario cultural de la Unión Soviética que había sido sofocado por la instauración de un
régimen policiaco. A la experimentación del cine, de la novela, de la pintura y del teatro en la
década de los veinte, siguió el miedo.
Dos poetas que encontraría en ese viaje marcarían la vida de Berlin: Boris Pasternak y Anna
Ajmátova. Conocía y admiraba la obra de Pasternak de tiempo atrás y no le fue difícil entrar en
contacto con él. Llevaba unas botas que sus hermanas, vecinas de Berlin en Oxford, le mandaban.
Muy pronto, Pasternak se fascina con el brillante lector de su obra que viene de Inglaterra con un
regalo. Pasternak le cuenta de su participación en el Congreso Antifascista en París en 1935. En su
intervención durante el congreso dijo simplemente:
Tengo entendido que ésta es una reunión de escritores para organizar la resistencia al fascismo. Sólo tengo una cosa que decir sobre
esto: no se organicen. La organización es la muerte del arte. Sólo cuenta la independencia personal. En 1789, 1848, 1917, los
escritores no se organizaron en pro ni en contra de nada; se los imploro; no se organicen.[12]
Berlin se vuelve su ventana para conocer lo que sucede en Occidente, un mundo del cual no tiene
noticias. El placer de portar las nuevas del mundo exterior a gente tan ávida de recibirlas era para el
visitante una emoción indescriptible: era “como hablar a las víctimas de un naufragio en una isla
desierta, apartadas de la civilización durante décadas; todo lo que oían lo recibían como nuevo,
emocionante y delicioso”.
Berlin describe a Pasternak como un poeta de genio que no crea poesía solamente en sus poemas
sino en todo lo que hace. ¿Y qué es el genio?, se pregunta. Hacer con naturalidad lo que para el resto
es imposible. Detenerse en el aire cuando uno salta, sin tener que descender de inmediato, como
decía el bailarín Nijinsky. Quedarse en el aire antes de regresar al piso. ¿Por qué no? Berlin entabló
una relación estrecha con Pasternak. Lo visitaba cada semana. Hablaban de libros y de escritores; de
la terrible condición de la escritura en tiempos de Stalin. En un encuentro tiempo después, Pasternak
lo llevó a su estudio y le entregó un sobre grueso con un manuscrito. Le dijo: “Mi libro. Todo está
allí. Es mi última palabra. Por favor, léalo”. Era Doctor Zhivago.
A Anna Ajmátova la conoció casualmente. El diplomático saturado de tiempo libre fue a buscar
librerías de viejo en San Petersburgo, la ciudad que conoció en su niñez. La ciudad estaba muy
cambiada: una guerra y una revolución se interponían entre la presencia y los recuerdos. En una de
esas librerías, Berlin entró en conversación con un tipo que hojeaba un libro de poesía. Resultó ser
un crítico literario. Al interrogarle sobre los escritores de Leningrado, el hombre le preguntó: ¿se
refiere usted a Ajmátova? Berlin había escuchado el nombre de la poeta pero no conocía mucho su
trabajo. La ubicaba como una gran poeta de tiempos pasados. Desde 1925 le habían prohibido
publicar. La creía muerta. Ajmátova no solamente estaba viva sino que vivía muy cerca de ahí, a un
par de cuadras del expendio de libros viejos. El crítico se ofreció a llamarla por teléfono para
ponerlos en contacto. A las tres de la tarde de ese mismo día los recibiría.
Berlin llegó puntualmente a casa de Ajmátova. Subió unas escaleras oscuras y entró en la
habitación. El apartamento estaba amueblado muy modestamente. No había tapetes ni cortinas. Los
muebles originales ya no estaban ahí. ¿Habrían sido robados? ¿Los habría vendido? Una mesa, unas
sillas flacas, un sofá y un bellísimo dibujo de ella trazado por Modigliani. Entonces apareció: la
mayor poeta rusa del siglo XX. Berlin la describe como una “mujer majestuosa de cabello gris”. Una
“reina trágica” que se desplazaba lentamente con una inmensa dignidad. Sus rasgos hermosos y
tristes, su expresión severa y suave. Joseph Brodsky, amigo de ambos, evocaba así su presencia unos
años antes de que su pelo encaneciera: “Su sola mirada te cortaba el aliento. Alta, de pelo oscuro,
morena, esbelta y ágil, con los ojos verdosos de un tigre polar”.[13] El encuentro fue interrumpido
muy pronto por Randolph Churchill, que estaba en la ciudad y quería usar a Isaiah como intérprete.
Berlin tuvo que irse pero acordó reanudar la conversación por la noche.
Regresó a las nueve de la noche. Ella estaba acompañada por una amiga que se retiró hacia la
medianoche. Entonces volvió a darse el fenómeno que había vivido con Pasternak: la necesidad de
absorber toda la información posible del mensajero que llegaba de Occidente. Hablaron también de
escritores y de literatura. Pero hablaban de asuntos más entrañables. Ella le habló de sus amores. Del
poeta Mandelstam, que había estado perdidamente enamorado de ella. De su amistad con Modigliani.
De su infancia en las costas del Mar Negro. De su primer esposo, el poeta Gumiliev, de su encierro y
de su ejecución en 1921, acusado de atentar contra Lenin. Le habló del arresto de su hijo, más bien
de su desaparición. De los largos meses en espera de una noticia suya. La conversación se pausaba
en silencios y lágrimas.
Ella le preguntaba si quería escuchar sus poemas. De memoria, recitó fragmentos de Réquiem, el
poema que escribió durante veinte años, desde que la policía soviética arrestó por segunda vez a su
hijo Lev, hasta que lo liberaron al determinar que “su condena no estaba justificada”. Durante años
no existió registro escrito del poema. La posesión del texto era una sentencia de muerte. Once
personas lo sabían de memoria y en su recitación lo conservaron. La misa funeral nombra a las
víctimas del horror totalitario, a los amantes de la tortura, a los expertos en la manufactura de
huérfanos. Ahí están todos: la poeta embarazada a quien los policías arrancan a patadas un niño
muerto; el amigo ahorcado; el hombre que, al sentirse traicionado, se pega un tiro; el oprobio del
poeta que denuncia a su amante; los años en los campos de concentración; el vecino que se lanza de
la ventana antes de denunciar al amigo.
Quisiera, una a una, llamarlas por sus nombres,
mas me han robado la lista, ya nunca podré hacerlo.
Para ellas he tejido este amplísimo manto
con sus propias palabras, con su llanto inconsolable.
Ajmátova nombra su propio tormento, el tormento de las mujeres a quienes el poder arranca el
hijo, el padre, el hermano, el marido.
Te llevaron al amanecer,
fui tras de ti como quien despide un cadáver.
Lloraban los niños en la estancia oscura y humeaba la vela bajo el icono.
No podré olvidar el frío de tus labios y el sudor mortal en tu frente.
Como la mujer de los strelzi
aullaré a los pies del Kremlin.
La poeta interrumpía la lectura con recuerdos. Su esposo y su hijo arrestados, torturados en
campos de concentración. Las mujeres semana tras semana, mes tras mes aguardaban noticias. Las
cárceles callaban.
Hace diecisiete meses que grito
llamándote a casa.
Me he arrojado a los pies del verdugo,
por ti, hijo mío, horror mío.
Todo ha perdido sus contornos,
y ya soy incapaz de distinguir
a la fiera del hombre, al hombre de la fiera,
ni sé cuántos días faltan para la ejecución.
Me encuentro sola, rodeada de flores
polvorientas, del tintinear del incensario,
y de huellas que no conducen a ninguna parte.
Mientras me mira fijamente a los ojos
anunciándome la próxima muerte,
una estrella inmensa.
Berlin escuchaba una voz seca hablar de la demencia de un siglo en el que “sólo los muertos
sonreían, alegres por haber hallado al fin reposo”. No queda más tarea, dice, que acabar de matar la
memoria y hacer que el alma se vuelva de piedra.
Aprendí cómo puede deshojarse un rostro,
cómo entre los párpados asoma el espanto
y el sufrimiento va grabando las mejillas,
como tablillas de escritura cuneiforme.
Cómo bucles que fueron castaños o negros
se tornan plateados al paso de una noche,
y se marchita la risa en los labios sumisos
y en la seca sonrisa vemos temblar el miedo…
La noche avanzaba. Eran ya las tres de la mañana. Ella trae de la cocina un plato con papas
hervidas. Es lo único que puede ofrecerle. La conversación siguió. Se desvió a Dostoievski y a
Tolstoi, a Joyce y Eliot. Ella le preguntaba a su invitado de su vida personal. Él contestó con
confianza. Hablaron de las sonatas para piano de Beethoven, de Bach y de Chopin. Para entonces, la
luz del sol se colaba por la ventana sin cortinas. Eran ya las once de la mañana. Isaiah Berlin besó la
mano de Anna Ajmátova y regresó exaltado a su cuarto de hotel. Ella escribió:
Como en el canto de una nube,
recuerdo tus palabras,
y por mis palabras para ti,
la noche fue más brillante que el día.
Así, sueltos de la tierra,
nos alzamos, como estrellas.
No había ansiedad ni sonrojos.
No ahora, no después, no entonces.
Pero en la vida real, ahora mismo,
escuchas cómo te llamo.
Y esa puerta que entreabriste
no tengo la fuerza de cerrar.
Los sonidos se apagan en el éter,
y la oscuridad envuelve el polvo.
En un mundo mudo para todo el tiempo,
sólo quedan dos voces: la tuya y la mía.
Y para el sonido del viento del invisible lago Ladoga,
que es casi campana,
el diálogo de madrugada se convirtió en
el delicado resplandor de arcoiris abrazados.[14]
La larga conversación los seguiría por el resto de su vida.[15] Él lo tendría como el instante más
intenso de su vida. Ella, como la noche que cambió la historia. Poco tiempo después del encuentro, la
policía secreta colocaba unos micrófonos bien visibles en el techo de la casa de Ajmátova. No eran
aparatos de espionaje; eran instrumentos de intimidación. El hostigamiento siguió. El partido censuró
las revistas que habían publicado sus poemas, declarando que su trabajo era el retrato de una
señorita revoloteando entre el convento y el burdel. Su poesía, sentenciaban los censores, no era más
que una mezcla aristocrática de tristeza, nostalgia, muerte y maldición. La “monja puta”, según el
insulto del tirano, era expulsada de la unión de escritores y sus libros prohibidos.
Ella estaba convencida de que aquella noche era responsable de su desgracia. No culpaba a
Isaiah de su suerte. Creía que el destino así lo había calculado. Isaiah Berlin era el “invitado del
futuro”. Poco tiempo después escribiría en la tercera dedicatoria al “Poema sin héroe”:
No será el amado esposo para mí.
Pero lo que logremos, él y yo,
perturbará el Siglo Veinte.
Estaba convencida de que esa noche, que se prolongara hasta las once de la mañana, había
desatado la Guerra Fría.
Tras la inmersión en la diplomacia, Isaiah Berlin regresó al castillo universitario, a disfrutar eso que
llamaba la sublime distancia del mundo real. Dedicó su vida a la enseñanza en Oxford y desfiló por
las principales universidades norteamericanas, pero no fue nunca un recluso de la torre. Berlin no fue
un profesor que se dirigiera sólo a sus alumnos y a otros profesores. Lejos de ser el académico
cautivo en la biblioteca y el salón de clase, Berlin fue un hombre que atrajo los reflectores de la
fama. Sus clases de filosofía y de historia en Oxford fueron convocando más y más alumnos. Pronto
se le conoció como el profesor más atractivo de la universidad. Los estudiantes que llenaban los
auditorios recordarían sus lecciones como una ceremonia y una aventura.
De conferencias, conversaciones, anécdotas y escritos se fue alimentando una leyenda. Su
erudición, su voz, los caracoles de su dicción, la claridad con la que podía desenvolver un tema
complejo lo convirtieron en personaje. Sus lecciones escaparon de los confines del aula y entraron a
las peluquerías por vía de las transmisiones de la bbc. T. S. Eliot elogió su “elocuencia torrencial”.
Michael Oakeshott, al presentarlo en la London School of Economics, lo llamó, un poco en tono de
sorna, el “Paganini de la tribuna”. Avishai Margalit lo coronó como rey de los adjetivos: podía tocar
la médula de un personaje a través de una cadena de calificativos sutiles. Si hacemos caso a quienes
han narrado la experiencia de escuchar sus conferencias, se diría que eran un concierto de ideas.
Lelia Brodersen, quien trabajó durante un tiempo como su secretaria, describió el embrujo de su
disertación. Berlin se acomodaba detrás del atril, clavaba la mirada en el fondo del salón y hablaba
con la prisa de un corcho destapado. Durante una hora, sin un segundo de pausa, Berlin derramaba su
elocuencia sobre el auditorio. Sin respiro, el hombre se movía en un péndulo hacia adelante y hacia
atrás. Una “furiosa corriente de palabras” desembocaba siempre en “frases bellamente terminadas”.
Si alguna vez he estado en contacto con la verdadera inspiración —recordaba ella— fue en contacto
con este virtuoso.[16]
Berlin tuvo el don de comunicarse simultáneamente con muchos auditorios. Al tiempo que
conectaba con los filósofos y los historiadores, envolvía a un auditorio vastísimo. Los académicos
discutían sus interpretaciones, aprovechaban sus hallazgos, discurrían sobre sus propuestas; los no
especialistas gozaban el paseo. No fue un vulgarizador que comprimiera las ideas en chatarra para el
consumo veloz; no fue tampoco un erudito exiliado en su propia comarca intelectual. Su prosa nunca
se enreda, nunca se pierde en la abstracción, nunca se entierra en los detalles del especialista
obsesivo.
Para Berlin, la vida de las ideas no estaba en ellas sino en los hombres que las pensaban. Los
temas que le apasionaron siempre: la Ilustración y el antirracionalismo; la pertenencia nacional, el
fascismo, el temperamento romántico y el pluralismo encuentran siempre su biografía emblemática.
Su insurrección contra la “tiranía del concepto” lleva al historiador de las ideas a ser, más bien, su
biógrafo. Cuando quiere examinar el surgimiento de la idea nacional retrata a Herder, el poeta y
filósofo que entendió la necesidad de pertenecer; al buscar las raíces del fascismo, traza la silueta de
Joseph de Maistre; para colorear la idea de la libertad, compone la galería de sus amigos y
enemigos: Montesquieu, Mill y Kant en una pared; Rousseau, Hegel y Marx en la otra. La vida de las
ideas es real en la vida de los hombres. Las ideas no flotan: respiran.
Ojos cargados de ojos. El hombre se acerca al pasado buscando la forma en que los hombres de
ayer pensaban, sentían, deseaban. La comprensión no deriva del concepto, sino de una especie de
fantasía cultivada. Se trata, dice el propio Berlin, de una “perspicacia imaginativa”. De ahí se nutre
el entendimiento. La filosofía, insinúa el retratista, debe conectarse con el sentimiento poético que
permite hundirse en la experiencia particular. Berlin podía escribir sobre algún oscuro pensador
alemán del siglo XIX como si fuera un tipo al que acaba de ver en una fiesta la noche anterior. Su
pasión por las ideas estaba condimentada por una curiosidad chismosa, por una voluntad de descifrar
el espíritu de un personaje, el sentido de un instante o la médula de una idea a través de una anécdota
jugosa y reveladora.
Se ocupó sobre todo de sus adversarios. Desde su estudio de Marx, Berlin exploró las razones de
antiliberales, antimodernos y antirracionalistas. Quizá uno de sus mejores ensayos sea el retrato que
pintó de Joseph de Maistre. Difícilmente podría imaginarse una figura más distante del suave liberal
que este admirador de los verdugos. Y sin embargo, Berlin pinta de cuerpo entero al furioso
reaccionario que veía el mundo como un matadero. Leer a los aliados es aburrido. Es mucho más
interesante leer a los adversarios porque ellos nos ponen a prueba. Eso es lo que intenta Berlin:
reexaminar constantemente sus convicciones de liberal atribulado a través de las interpelaciones de
sus críticos más enérgicos.
El biógrafo se adentra en sus personajes. Habla a través de ellos. Por eso no es fácil hablar del
pensamiento de Berlin. La fuente de sus ideas se vacía en la pila de las ideas de otros. Berlin se
apropia de sus autores, se esconde en ellos. En sus retratos se verá siempre su pincel. Veremos, por
supuesto, la nariz y la frente de sus personajes, la ropa de la época y el paisaje del tiempo que los
envuelve, pero el trazo, el color y la textura de sus cuadros son inequívocamente suyos. El
historiador resalta en sus autores las ideas que le son más entrañables y desatiende aquello que
menos le interesa. El retratista no necesita verse en el espejo para reflejarse en cada uno de sus
cuadros. Su Maquiavelo, por ejemplo, es emblemático de esta apropiación. El florentino que aparece
en su galería no es el cínico técnico del poder, el impasible consejero del príncipe que está dispuesto
a recomendar la mentira y la muerte que favorecen al Estado. No es tampoco el patriota, el
republicano apasionado que busca ante todo la unidad de Italia. El Maquiavelo de Berlin es el
pluralista que rompe la ilusión de encontrar el principio único que rige la vida de los hombres. Su
Maquiavelo es el revolucionario que clavó una espada en la conciencia de Occidente al romper en
dos el código que pretendía normar la vida de los hombres. El autor de El príncipe aparece como el
hombre que hizo trizas la fantasía de la sencillez moral. Frente a la moral que transmite la Iglesia está
la moral que exige el Estado. Maquiavelo aparece así como un inconsciente precursor del
pluralismo, algo así como un pionero de la tolerancia liberal. El Maquiavelo de Berlin se parece
mucho… a Berlin. De ahí vienen algunas críticas a su trabajo. El filoso crítico inglés Christopher
Hitchens, un hombre que nunca sintió mucha simpatía por él, lo llamó por eso un hábil ventrílocuo.
No le gustaba ser llamado filósofo. Era un historiador de las ideas. Lo era porque al recorrer los
caminos del pensamiento occidental rechazó enfáticamente construir un sistema que envolviera al
mundo, la historia, el hombre. Joseph Brodsky lo entendió muy bien al apuntar que la filosofía puede
tener un aliento totalitario: la completa estructuración de ideas y conceptos. Precisamente de su
renuencia al acomodo ordenado de todo lo conocido, nace su liberalismo. Brodsky había leído en
Rusia una copia trasquilada de los Cuatro ensayos sobre la libertad. En ellos había encontrado una
preciosa antifilosofía: el rechazo del globo que todo lo abarca. “Lo bueno de Cuatro ensayos sobre
la libertad era que no adelantaba ningún sistema, porque ‘libertad’ y ‘sistema’ son antónimos.”[17]
Si la observación del poeta ruso puede ser válida para describir el liberalismo fragmentario de
Berlin, no lo es en forma alguna para describir el liberalismo, que en incontables bocetos ha tratado
de delinear un sistema. Muchos de los grandes pensadores liberales han querido cobijar la libertad
bajo una sábana coherente de conceptos, principios y reglas. Locke, Kant, John Stuart Mill, Popper o
Rawls han buscado la lógica de la libertad y han creído encontrarla. Ahí están sus planos hechos de
normas. A diferencia de estos filósofos de la libertad, Berlin detestaba, como Tocqueville, los
sistemas absolutos que pretenden entrelazar todos los preceptos de la convivencia humana. Creía,
con su admirado Herzen, que un hombre sólo puede observar con libertad el mundo cuando no tiene
que acomodar las frondas de su mirada al croquis de una teoría.
Los liberales de sistema ofrecen una clave para resolver el rompecabezas. La historia es un
enigma que la filosofía resuelve. Al final del día, confían en que el lienzo fracturado encontrará
arreglo en una constitución o en algún arco de principios. El rompecabezas de la historia tiene
arreglo. Esta cavidad embona con aquel pico. Cada cresta tiene su valle. Cuando las piezas hallen su
sitio, el dibujo será claro. No habrá huecos ni sobrantes. La totalidad resultará del enlace armónico
de los fragmentos. Para Berlin, por el contrario, no hay rompecabezas que descifrar porque los
pedazos de nuestra existencia simplemente no embonan. Los fragmentos no se complementan: riñen.
Unos meses después de casarse, en el verano de 1956, Isaiah y su mujer, Aline, se instalaron en una
cabaña en el pequeño pueblo costero de Paraggi, en la costa italiana de Liguria. Isaiah disfrutaba el
aislamiento, el aire de la costa, los chapuzones en el mar, la comida de las trattorias. Él no nadaba
por la debilidad de su brazo izquierdo pero disfrutaba sumergirse en el agua. Durante la siguiente
década pasarían prácticamente todos los veranos allí. En la azotea de la cabaña, Isaiah se instalaba
todas las mañanas a trabajar. Allí preparó la más importante de sus conferencias, el más polémico de
sus ensayos: “Dos conceptos de libertad”. Durante dos veranos seguidos, Berlin leía, tomaba notas,
dictaba en su grabadora, corregía y volvía a dictar versiones sucesivas de esa conferencia que sería
la oportunidad de ordenar sus convicciones claves.
Hay dos personas que hablan de libertad, dice Berlin. La primera quiere limitar el poder que lo
amenaza; la segunda quiere arrebatárselo al opresor. Dos conceptos de libertad: libertad negativa y
libertad positiva. Nadie ha descrito mejor la libertad negativa que Hobbes: ausencia de
impedimentos externos. Soy libre si me dejan en paz. De ahí nace el impulso a la libertad negativa:
del deseo de que no se metan con uno. No importa si el metiche es un gendarme o un vecino; no
importa si es un rey o el alcalde electo por el voto de la mayoría. De ahí que no hay conexión lógica
entre esta libertad y el régimen político. Si queremos que el poder no nos fastidie, da lo mismo que
ese poder sea monárquico o republicano.
La libertad positiva nace de otro impulso: del deseo de ser realmente mi propio dueño. La
libertad positiva proviene de esta manera de un acto de liberación de aquellas fuerzas exteriores o
interiores, que impiden que yo sea mi propio amo. Esta emancipación es la victoria sobre lo que nos
sujeta, las pasiones que nos enloquecen, la ignorancia que nos ciega. La batalla se libra dentro de un
mismo hombre. Es por ello que la idea de la libertad positiva puede servir para que el poder
justifique la coacción a nombre de una libertad superior. El poder libertador, desde luego, sabe
mejor que el individuo lo que al individuo conviene: conoce qué es lo que lo somete y cómo debe ser
liberado.
La libertad negativa está en las murallas que me cuidan, en las cortinas que me protegen. La
libertad positiva está en el poder de un agente que logrará rescatarme de mi enfermedad, de mi
locura, de mis arrebatos, de mi pobreza. Una libertad defiende la posibilidad de elegir sin
obstáculos; la otra defiende la elección correcta, la elección que se amolda a la razón, a la justicia, a
la verdad. Para unos la libertad es el permiso de equivocarse, el derecho de ser infeliz; para los
otros, la libertad es el imperio de la razón. “Nadie tiene derechos contra la razón”, decía Fichte
delineando los perímetros de la libertad positiva.
A decir verdad, no había mucho de original en la defensa berliniana de la libertad negativa. Una
larga tradición que curiosamente nace con Hobbes ha visto la libertad como la ausencia de
obstrucciones. Constant, en su ensayo sobre la libertad de los modernos comparada con la de los
antiguos, distingue con claridad la libertad entendida como participación en los asuntos públicos y la
libertad como resguardo del ámbito privado. No era tampoco novedosa en la denuncia de las trampas
retóricas del totalitarismo que se arropaba con la defensa de una libertad superior para aplastar una
libertad que se desprecia como lujo. Karl Popper ya había escrito su contundente alegato contra el
historicismo marxista y Talmon había denunciado la raíz totalitaria del democratismo rousseauniano.
Lo notable en el argumento de Berlin era, además de la elegancia de su expresión, el acento en la
irremediable fractura del hombre: los tres ideales de la Revolución francesa eran preciosos. Pero no
eran compatibles. No puede decirse: libertad, igualdad, fraternidad. Debe decirse: libertad, igualdad
o fraternidad.
“La libertad no es el único fin del hombre”, apunta Berlin. Si hay otras carencias, puede ser
razonable limitarla.
Yo estoy dispuesto a sacrificar parte de mi libertad, o toda ella, para evitar que brille la desigualdad o que se extienda la miseria. Yo
puedo hacer esto de buena gana y libremente, pero téngase en cuenta que al hacerlo es libertad lo que estoy cediendo, en aras de la
justicia, la igualdad o el amor de mis semejantes. Debo sentirme culpable, y con razón, si en determinadas circunstancias no estoy
dispuesto a hacer ese sacrificio. Pero un sacrificio no es ningún aumento de aquello que se sacrifica (es decir, la libertad), por muy
grande que sea su necesidad moral o su compensación. Cada cosa es lo que es: la libertad es libertad, y no igualdad, honradez,
justicia, cultura, felicidad humana o conciencia tranquila. Si mi libertad, o la de mi clase o nación, depende de la miseria de un gran
número de otros seres humanos, el sistema que promueve esto es injusto e inmoral. Pero si yo reduzco o pierdo mi libertad con el fin
de aminorar la vergüenza de tal desigualdad, y con ello no aumento materialmente la libertad individual de otros, se produce de
manera absoluta una pérdida de libertad.[18]
La libertad será un valor precioso pero no es el único, no es el máximo, no es idéntico para
todos. En ocasiones, advierte Berlin, la libertad puede llegar a ser un obstáculo para la justicia, para
la seguridad, para la felicidad. La política, como la vida, es elección de valores, es decir, sacrificio.
Lo dice muy claramente al final del ensayo: los valores de la vida no son solamente múltiples; suelen
ser incompatibles. Por ello el conflicto y la tragedia no pueden ser nunca eliminados de la vida
humana. Cada paso es el abandono de un camino, cada elección es una pérdida. No podemos eludir
la necesidad de elegir entre acciones, fines y valores. Nuestros valores están en conflicto. Ahí está
nuestra tragedia: estamos rotos por dentro, y no tenemos compostura. Ésta es la nota fundamental del
liberalismo berliniano: su sentido trágico.[19]
Una de las raíces de Occidente proclama con optimismo la compatibilidad de los bienes
auténticos. Trepado en la confianza de la ciencia, Condorcet decía que la naturaleza había unido la
verdad, la virtud y la felicidad con un lazo indisoluble. Todo lo bueno va junto. Justicia, belleza,
bondad, igualdad, libertad abrazadas fraternalmente. ¿Es eso verdad?, pregunta Berlin. No, responde
de inmediato. Lo bueno va pegado con lo malo; lo deseable es oneroso; un bien sacrifica a otro.
Ninguna persona puede poseer simultáneamente todas las virtudes. Optar por una es renunciar a
otras. Ésa era la lección original de Maquiavelo: es imposible ser al mismo tiempo buen hombre y
buen príncipe. Quien quiera ganar la gloria política debe renunciar al cielo; quien busque la
salvación sacrificará su reino.
Hay un dolor en este liberalismo sombrío que es más ruso que británico. Cada decisión es un
quebranto, cada paso es de alguna manera una desgracia. Si el rompecabezas cósmico no existe; si
los valores y las verdades chocan; si las respuestas correctas a nuestras preguntas son contradictorias
no puede aspirarse sensatamente a la solución definitiva de nuestros infortunios. Vivimos arrastrando
la pena de elegir el bien sacrificado. Y la política será, si bien nos va, la elección del mal menor.
“Estamos condenados a elegir y cada elección supone una pérdida irreparable.”[20] Quienes viven
felices sin sentir la punzada de la duda y la elección no conocen la experiencia de ser humanos.
La carga de la libertad proviene de nuestra imperfección. Berlin, más que lamentarla, la acepta.
El hombre no es, a fin de cuentas, la cebolla perfecta que dibuja la poeta polaca Wislawa
Szymborska:
La cebolla es otra historia.
No tiene entrañas la cebolla.
Es cebolla cebolla de verdad,
hasta el colmo de la cebollosidad.
Por fuera cebolluda,
cebollina hasta la médula,
podría escrutar su interior
la cebolla sin temor.
En nosotros extranjería y salvajismo
apenas cubiertos por la piel,
el infierno de la medicina interna,
anatomía violenta,
y en la cebolla, cebolla
y no sinuosos intestinos.
Reiteradamente desnuda
y hasta el fondo asíporelestilo.
Ser no contradictorio la cebolla,
logrado entre la cebolla.
En una simplemente otra,
la mayor una menor contiene
y la siguiente a la siguiente
y así la tercera y la cuarta.
Fuga centrípeta.
Eco concentrado en coro.
Lo de la cebolla, eso sí lo entiendo,
el vientre más bello del mundo:
se envuelve a sí mismo en aureolas
para su propia gloria.
En nosotros: grasas, nervios, venas,
secreciones y secretos.
Y se nos ha denegado
la idiotez de lo perfecto.[21]
Sí: se nos ha negado la idiotez de lo perfecto.
Alguna vez le preguntaron al ventrílocuo qué vida de las que él había contado le hubiera gustado
vivir. Berlin respondió de inmediato: Herzen. A Berlin le maravilla desde muy joven la pluma del
“Voltaire ruso”, le fascina la intensa aventura de su vida; le divierte su malicia, le cautiva su
sabiduría, lo hipnotizan largos pasajes de sus cuadernos. No hay mejor guía de las convicciones de
Berlin que los escritos de Herzen. Ahí está lo que Berlin aprecia de sí mismo. Un contemporáneo de
Herzen describía así el asombro de su conversación:
Su extraordinario cerebro pasaba de un tema a otro con increíble celeridad, con inagotable ingenio y brillantez. […] Tenía una
asombrosa capacidad para la yuxtaposición instantánea e inesperada de cosas totalmente distintas y tenía este don en altísimo grado,
nutrido como estaba por la observación más sutil y por un sólido fondo de conocimientos enciclopédicos. Lo poseía hasta tal grado
que, al final, quienes lo escuchaban estaban a veces exhaustos por los interminables juegos de artificios de su palabra, por su
infatigable fantasía y poder de invención, por una especie de opulencia pródiga del intelecto, que asombraba a su público.[22]
¿Hablaba de Herzen o intuía a Berlin?
Berlin no se identifica con Herzen simplemente por la velocidad de su lengua. Sus principios
fundamentales eran los mismos: la historia no sigue ningún libreto, los problemas del hombre no
tienen solución, toda sociedad tiene su propia fibra, los atajos son trampas, el culto a las
abstracciones es un altar de sacrificios. El hombre tiende a levantar templos a sus ideas. Templos en
los que carne humana se incinera. Las ideas vueltas ídolo; los hombres convertidos en ofrenda.
Muchas han sido las ideas enaltecidas: la Justicia, la Hermandad, la Felicidad, el Orden, la
Tradición, el Progreso. Herzen se detiene a analizar este dios del progreso. Un culto que nos
convierte en pavimento que otros pisan. Lo que nos ofrece esta religión es que, después de nuestra
muerte, todo será hermoso. Herzen responde Desde la otra orilla: una meta remota no es una meta;
es un engaño. No podemos ser el asfalto del presente. “El fin de cada generación es ella misma.”
No hay libreto, sentencia Herzen. La historia no tiene guión que reparta papeles, que perfile una
trama lógica y que presagie un desenlace. La historia, esa autobiografía de un chiflado, es toda
improvisación, toda sorpresa: no hay itinerario, no hay coherencia. Por eso la meta de la vida es la
vida. Entregar el presente a la promesa de un futuro sublime conduce a la inmolación. Por eso
debemos abrazar lo transitorio. Gozar lo fugaz. El arte y el chispazo de la felicidad individual son
los únicos bienes a nuestro alcance. La tiranía de las abstracciones niega la rugosa vida. “¿Por qué
canta un cantante?”, pregunta Berlin, siguiendo al ruso. ¿Canta porque quiere rendir pleitesía al Arte?
¿Canta para anticipar una canción futura mucho más bella que la que vocaliza en ese momento? Nada
de eso. Canta por cantar. “El propósito de un cantante es la canción. Y el propósito de la vida es
vivirla.”[23]
Herzen era tan adverso a los sistemas como Berlin. Las recetas terminan enterrando la fruta de la
realidad en “el silencio de un santo estancamiento”.[24] El mundo de las ideas no puede ser sustituto
del mundo de las piedras, los insectos, la ópera y el chiste. Lo fascinante es que su escepticismo no
lo empuja a la pasividad, que su pasión por el cambio no lo ciega con ilusiones. Fue un exótico: un
revolucionario no fanático. Un revolucionario sin utopía. Al dedicar Desde la otra orilla a su hijo de
quince años, le pide que no busque soluciones en este libro. No hay soluciones, le advierte: el
hombre no tiene solución. Lo que está resuelto está muerto.[25]
Si Berlin vio reflejadas sus convicciones en la cabeza de Herzen, en el novelista Turgueniev
encontró su aprieto existencial. En su ensayo sobre el narrador ruso, Berlin describe la pinza que
apretuja al moderado en tiempos difíciles. Unos lo tachan de temeroso que defiende a los poderosos,
otros los identifican como cómplice de alborotadores. “Blando como la cera”, Turgueniev se
columpia entre las razones de los revolucionarios y los reparos de los tradicionalistas. Siente horror
por las supersticiones y los abusos de los reaccionarios pero teme también la barbarie del
radicalismo. Entiende a los viejos y quiere hacerse entender por los jóvenes. Por supuesto, no queda
bien con nadie. A medida que el radicalismo se inflama, el terreno de la conciliación se angosta.
Quienes se resisten a afiliarse a alguno de los bandos en contienda y pretenden conversar con ambas
puntas, son tildados de blandengues, oportunistas, cobardes. Son indecisos en tiempos que no
soportan la vacilación.
La indecisión del amigo de Flaubert es la tribulación del liberal. Más bien, la tribulación del
moderado. Hombre débil, incapaz de comprometerse con su tiempo, cobarde que ve una lucha a
muerte sentado sobre la barda. Paralizado por sus dudas es el tibio, el espantadizo. Berlin sintió que
esa culpa era la suya. Sus críticos justamente le clavaron esa crítica en la espalda. Norman
Podhoretz, por ejemplo, habló de su filosofía como una tibia tautología que rehuyó la controversia
fundamental. Su moderatismo, arguye, proviene menos de la duda que de una debilidad de carácter:
Berlin, filósofo sin esqueleto, no podía resistir el dolor de ser impopular. Berlin, agrega Christopher
Hitchens, estuvo perseguido por la necesidad de agradar. Quiso ser valiente pero cuando había que
tomar una decisión que supusiera riesgos, recordaba que tenía que tomar el té en algún otro lugar.[26]
Los lectores de Isaiah Berlin debemos más a la paciencia del editor que a la perseverancia del
escritor. A Henry Hardy debemos la posibilidad de leer a ese sabio tímido que escribía mucho y
publicaba poco, que dictaba conferencias extraordinarias sin guardar apunte de sus lecciones. El
conversador prodigioso temía a la imprenta y acumulaba manuscritos en la polvareda solitaria de su
estudio. De no ser por los rescates de su editor, contaríamos apenas con un puñado de textos de
Berlin: su monografía de Marx, sus cuatro ensayos sobre la libertad y su libro sobre Herder y Vico.
El resto de sus trabajos estaría perdido en la memoria de quienes asistieron a sus conferencias u
oculto entre las tapas de una vieja revista. Hardy ha dado cuerpo a una obra que pudo haber sido
puro aire.
La colaboración entre Hardy y Berlin empezó en los años setenta, cuando el historiador de las
ideas estaba en la plenitud intelectual y empezaba a conformarse la leyenda del intelectual sin obra.
Berlin, en efecto, había publicado muy poco y no tenía el menor interés de encerrarse para escribir su
gran tratado sobre el romanticismo. Lo detenía la modestia y, quizá, el miedo. Berlin sostuvo siempre
que sus talentos eran limitados, y que su prestigio era producto de alguna equivocación. Que el error
dure mucho tiempo, completaba. No he tenido agenda intelectual. Soy un taxi. La gente me para a la
mitad de la calle, yo me detengo y voy donde ellos me piden.
La modestia era quizá una estudiada forma de vacunarse contra sus críticos. El profesor de
Oxford sentía miedo de que la letra impresa llevara el sello de su nombre. Temía que en el momento
en que se le sometiera al examen riguroso de la lectura, su prestigio se desmoronaría. Mejor el
recuerdo borroso de su voz inimitable que la estampa de lo que él calificaba como medianía. Berlin
era, en efecto, un autor necesitado de editor. Henry Hardy fue ese editor.
Como cuenta Michael Ignatieff, los dos hombres nunca llegaron a ser amigos. Sus modos eran
muy distintos. El autor era desordenado, caprichoso y modesto; el editor era metódico, obsesivo,
quisquilloso, aun pedante. En términos laborales, el impulso estuvo siempre del lado del editor.
Hardy aceleraba, Berlin ponía el freno. El editor quería publicarlo todo, el autor apenas cedía unos
papeles tras años de persuasión. Si Rousseau dijo de sí mismo que había sido filósofo a pesar suyo,
bien puede decirse de Berlin que fue autor muy a su pesar. El editor exhuma los restos de una
conferencia, descifra los garabatos y los jeroglíficos de algún apunte, transcribe pacientemente las
viejas grabaciones, remonta los reparos del profesor. La obra de Isaiah Berlin es, en cierto modo, el
triunfo del terco editor sobre el autor renuente.
Hay algo de milagroso en la publicación de los ensayos de Isaiah Berlin. El logro más asombroso
de Hardy fue la restauración del ensayo sobre Hamann, el excéntrico pensador prusiano que se opuso
con vehemencia a la modernidad liberal. Escarbando entre papeles y carpetas, Hardy había
encontrado un manuscrito admirable con largos párrafos sobre el escritor. Ahí había un libro que
publicar. Pero a la mitad del último capítulo, el argumento se suspendía con una inserción que decía:
“¿por qué estamos aquí?, ¿cuál es nuestra misión?, ¿cómo podemos calmar la…” Y en ese punto el
manuscrito se cortaba. El libro no podía nacer.
Tiempo después, encontró en el sótano de la casa de Berlin un sobre polvoso que decía
“Hamann”. Dentro del sobre, varias cintas rojas. Las cintas eran tiras quebradizas que no podían ser
escuchadas en las máquinas disponibles. La tecnología de esas grabaciones era totalmente obsoleta.
Hardy se puso en contacto entonces con el National Sound Archive de Londres en donde los expertos
buscaron reproducir las cintas. Intentaron comprar el dictáfono de Agatha Christie que acababa de
ponerse a subasta, pero éste ya se había vendido. Finalmente, el Museo de Ciencias localizó un viejo
dictáfono inservible. Los técnicos lo repararon para que pudiera recibir las cintas de lo que parecían
grabaciones de una conferencia sobre Hamann. El problema de la máquina se había resuelto. El
inconveniente ahora era que las cintas estaban seriamente dañadas: el tiempo las había endurecido.
Entonces, las tiras hubieron de ser calentadas en un horno para que se suavizaran. Finalmente, tras un
larguísimo suspenso, los expertos lograron transferir la grabación a unos casetes. Con mano
temblorosa, Henry Hardy apachurró el botón de play de un tocacintas convencional. De la máquina,
entre una cortina de ruido, emergió la voz galopante de Berlin. Después de un rato, pudo escucharlo
decir: “¿Por qué estamos aquí?, ¿cuál es nuestra misión?, ¿cómo podemos calmar la agonía espiritual
de aquellos que no descansarán hasta obtener respuesta a todas estas preguntas”. Y después de eso,
lo escuchó continuar hasta completar el capítulo y proseguir para armar otro capítulo y formular las
conclusiones del ensayo. El libro de Hamann había nacido.
Al retratar la contradicción de nuestros ideales, Berlin supo ver la insuficiencia del que sentía más
propio. Liberal con aire trágico, estuvo muy lejos de abrazar el culto al mercado y se resistió a
desechar la aspiración de pertenencia. Algunos leyeron su defensa de la libertad negativa como un
elogio del estado mínimo, como una defensa de una competencia económica sin riendas donde el
poder público apenas aparece como vigía. Caricatura: Berlin se sintió siempre un liberal de
izquierda. Estaba convencido de que la libertad no podía aflorar en una sociedad marcada por la
ignorancia y la pobreza. Por ello admiró el New Deal de Roosevelt como una política que, en este
mundo inhóspito, encontró el punto de conciliación entre libertad e igualdad.
La pertenencia fue para él una sed continua. Habiendo sido arrancado de su tierra natal desde
muy niño, sintió la necesidad de formar parte de una comunidad. En ese sentido, el liberalismo de
Berlin no se declara rival de la comunidad. O, por lo menos, de alguna forma de apetito nacional. Si
hay un nacionalismo que muerde, también hay un nacionalismo que abriga. Frente al nacionalismo de
la quijada dura, de la memoria resentida y de soberbia pendenciera, hay un nacionalismo suave que
cobija. Se trata de un nacionalismo tranquilo que permite que el hombre se sienta en casa y con los
suyos. Berlin encuentra en Herder el buscador de esta pertenencia. “Creía que así como necesita
comer y beber, tener seguridad y libertad de movimiento, la gente necesita pertenecer a un grupo.
Privada de esto, se siente aislada, solitaria, disminuida, infeliz.”[27] Herder mostraba que el
nacionalismo podía ser no político, no agresivo. El cosmopolitismo de los liberales o los socialistas
era para él un empeño hueco que ignoraba los deseos más profundos del hombre. Por eso fue
sionista: quiso que los judíos tuvieran país, casa. Sabía que el nacionalismo podía ser una estupidez
o un crimen, pero sentía la necesidad de pertenecer a una familia hecha de costumbres, ritos,
sabores.[28]
El nacionalismo berliniano parece más una disposición anímica que una convicción intelectual.
Aborrecía las nociones organicistas que convierten al individuo en célula insignificante y
prescindible, ridiculizaba la necedad de quien sigue un camino por el hecho de ser propio aunque
conduzca al barranco, temía la violencia del resentimiento nacionalista. Lo decía: el nacionalismo es
una enfermedad: la infección de una herida. Y aún así, viendo el peligro a la cara, entendía el valor
de pertenecer.
Se pertenecía, por cierto, a una familia concreta, a una nación con sus lluvias, sus ficciones, sus
fiestas y sus panes. Como aquel reaccionario al que estudió, diría que el hombre, así, en abstracto, es
un animal inexistente; las criaturas que viven en la Tierra son alemanes, rusos, italianos, mexicanos.
De ahí sus sospechas del molde universal de los enciclopedistas. Citaba aquel párrafo en el que
Montesquieu daba la razón a Moctezuma cuando argumentaba que la religión de los españoles era
buena para ellos y la azteca era buena para los suyos. Del liberalismo llegó a decir que, siendo una
obra europea, difícilmente podría aclimatarse en otras tierras. Sospecho, dijo, que no debe haber
muchos liberales en Corea y dudo que haya liberalismo en Latinoamérica. “Creo que el liberalismo
es esencialmente la creencia de un pueblo que ha vivido en el mismo suelo por un largo tiempo y en
relativa paz el uno con el otro. Un invento inglés.”[29]
En uno de los pocos viajes que hizo fuera de su mundo, confrontó una cultura que le resultó
perturbadora. A principios de 1945, Berlin contrajo una enfermedad fastidiosa. Nada grave.
Trabajaba en la embajada inglesa en Washington y uno de sus compañeros de trabajo, yerno de
Dwight Morrow, el ex embajador norteamericano en México, lo invitó a Cuernavaca a descansar y
reponerse de su malestar. El clima y la calma le sentarían bien. Así, Berlin pasó diez días en la Casa
Mañana de Cuernavaca y un par de días en la ciudad de México. Las cartas que ha recogido Henry
Hardy dan cuenta de sus impresiones. No hay cartas ni postales fechadas en México, pero sí un par
de referencias a su visita en misivas posteriores. Como terapia, el tratamiento del sol de Cuernavaca
fue eficaz: a su regreso a Washington, Isaiah comenta a sus padres que su salud es estupenda. Su
imagen de México, sin embargo, es una mezcla de fascinación y horror, curiosidad antropológica y
repulsión física. Berlin se siente complacido de haber conocido México pero deja muy claro que no
le interesa volver. México era una nación extraña, salvaje, tosca y tímida. México era un país “lleno
de crueldad y bárbara imaginación” al que Berlin no quería regresar jamás. Doce días habían sido
suficientes. Sus impresiones sobre los mexicanos eran contradictorias: por una parte veía
temperamentos ricos y profundos, animados por una rica vida interior. Por la otra, los recordaba
como personajes oscuros y feroces dominados por la superstición y el barbarismo.
La tierra en México es obviamente muy rica y puede dar vida a la vegetación más recargada, pero la mirada en los ojos de su gente
me aterró. Podría respetarlos y hasta admirarlos, pero creo que nunca podría sentirme a gusto entre ellos.
El profesor veía a México como un país con exuberancia vegetal y salvajismo que difícilmente
podía formar parte de la civilización liberal. Al parecer, el botánico dictamina que la planta inglesa
no puede trasplantarse a cualquier tierra. Para aclimatarse, la libertad necesita encontrar una cultura
de tolerancia y una historia de paz. Liberalismo para el hombre rico, salta Christopher Hitchens:
liberalismo para los que no lo necesitan.[30]
En algún momento Isaiah Berlin escribió que su única pasión verdadera era la música. Si su vida
pública colgó de su mirada, su intimidad seguía los laberintos de su oído. Lo revelan con claridad
sus cartas: disfruta los hallazgos de la biblioteca, goza la conversación, le inquieta la política. Pero
vive para cazar conciertos, para escuchar las partituras de Bach, los cuartetos de Beethoven, las
sonatas de Schubert, las sinfonías de Mozart. Vive para asistir al festival de Salzburgo, para conocer
a Toscanini, para presenciar una nueva puesta en escena de Nabucco, para oír a la filarmónica de
Viena o el piano de Arthur Schnabel. Berlin podía cruzar media Europa para escuchar un concierto.
De todos sus quehaceres, no hubo ninguno que lo llenara de gozo como ser director de la ópera de
Londres en Covent Garden. Isaiah Berlin asistía a todas las funciones, formaba el repertorio de la
temporada, buscaba directores, contrataba a los cantantes que admiraba, escribía las notas del
programa. Al describir a Verdi en alguno de sus ensayos, nombraba su propia sensibilidad:
Fue el último maestro en pintar con colores positivos, claros, primarios, en dar expresión directa a las eternas y mayores emociones
humanas: amor y odio, celos y miedo, indignación y pasión; pesar, furia, burla, crueldad, ironía, fanatismo, fe, las pasiones que todos
los hombres conocen. Después de él esto es mucho más raro.[31]
Un par de años antes de su muerte, Isaiah Berlin imaginaba su funeral como un concierto: Alfred
Brendel tocando una sonata de Schubert. Así fue. El 14 de enero de 1998, en la ceremonia a su
memoria en la sinagoga de Hampstead, en Londres, Alfred Brendel tocó el andantino de la sonata en
La Mayor de Schubert. La suave melancolía de sus primeras frases es interrumpida súbitamente por
una tormenta. Entre la dulzura, la tragedia. Brendel fue uno de los últimos grandes amigos de Berlin.
Los unía, naturalmente, el amor por la música. También un perfecto trío de odios: el ruido, el humo
del cigarro y los fanáticos.
En la misma ceremonia, Bernard Williams, uno de los hombres más cercanos a Isaiah Berlin, dijo
que la imagen que más recordaría de su amigo no sería la de Berlin hablando brillantemente con ese
acento tan suyo, tan irrepetible. Lo recordaré escuchando su música, decía. Concentrado en la
melodía, moviéndose ligeramente, perdido en un lugar más allá de las palabras, los argumentos, la
historia.
Sílabas enamoradas
El ser carece de contrarios.
Antonio Machado
El pensamiento se fundamenta en un desarraigo. Cercar las palabras, dice Octavio Paz, es “arrancar
al ser del caos primordial”.[1] En el cuchillo de un poeta nacido en Elea hace más de veinticinco
siglos encontramos el origen de esta cisura de Occidente. Parménides narra su viaje hacia la luz
montado en una carroza fantástica y escoltado por doncellas solares. Después de abrir con suaves
palabras las puertas de la noche y el día encontró a una diosa sin nombre. La divinidad acogió
benévola al poeta y le reveló la entraña “bellamente circular” de la verdad.
Atención, pues:
Que Yo seré quien hable;
Pon atención tú, por tu parte, en escuchar el mito:
Cuáles serán las únicas sendas investigables del Pensar.
Ésta:
Del Ente es ser; del Ente no es no ser.
Es senda de confianza,
pues la Verdad la sigue.
Lo que es existe, lo que no es no merece palabra. Ahí está el filoso cuchillo de Parménides, la
navaja de la disyunción que sigue partiéndonos. El hombre no es polvo; el agua no arde; lo ligero no
oprime. La realidad es una, imperturbable. Muchos de los contemporáneos de Parménides pensaron
que era un cretino: quien abre los ojos observa la exuberancia de las cosas, la incesante mudanza de
la vida, la presencia de la ambigüedad, la ironía de los cuerpos. La realidad, responde Parménides,
no se ve con la retina sino con los párpados cerrados de la inteligencia. La imaginación queda
proscrita: lo que es nada viene de la nada.
Si para Rousseau la caída de nuestra civilización fue la propiedad, para Octavio Paz nuestro
desamparo nace con la definición. Nuestras desdichas no nacieron en el momento en que alguien
dijo: “esto es mío”, sino en el momento en que alguien dijo: “esto es esto y no puede ser aquello”.
Dos pecados humanos: adueñarse de la naturaleza que es de todos; aprisionar el significado variable
de las cosas. Esa cerca del ser, esa muralla que divide al mundo en dos mitades, esa prisión lógica
que nuestro pensamiento no puede perforar es la casa de Occidente. De ahí viene el desarraigo: la
palabra quedó hecha pedazos y, con ella, nosotros partidos.
Todo era de todos
Todos eran todo
Sólo había una palabra inmensa y sin revés
Palabra como un sol
Un día se rompió en fragmentos diminutos
Son las palabras del lenguaje que hablamos
Fragmentos que nunca se unirán
Espejos rotos donde el mundo se mira destrozado
Las palabras rasgan pero también enlazan. El trabajo del poeta es recrear la originaria
fraternidad de los significados. La imagen poética traspasa la muralla y dice lo indecible: las plumas
son piedras. “El universo deja de ser un vasto almacén de cosas heterogéneas. Astros, zapatos,
lágrimas, locomotoras, sauces, mujeres, diccionarios, todo es una inmensa familia, todo se comunica
y se transforma sin cesar, una misma sangre corre por todas las formas y el hombre puede ser al fin
su deseo: él mismo.”[2] La raíz de la poesía es la comunión del hombre y el mundo, las plantas y los
volcanes. En Estocolmo, al recibir el Premio Nobel, recordaba una noche en el campo cuando
percibió la correspondencia de los astros y los insectos:
Es grande el cielo
y arriba siembran mundos.
Imperturbable,
prosigue en tanta noche
el grillo berbiquí.
El poema es el campo de las conciliaciones. Pacto instantáneo de enemigos, el poema encuentra
la afinidad oculta entre realidades distantes: el grillo y el cosmos. Escribir es recrear esa fraternidad
cósmica que la lógica mutila. La conciencia de la contradicción y el anhelo de reconciliación nace en
Paz desde muy temprano, desde su infancia en Mixcoac. A Julio Scherer le cuenta que su casa era
el teatro de la lucha entre las generaciones. Mi abuelo —periodista y escritor liberal— había peleado contra la intervención francesa
y después había creído en Porfirio Díaz. Una creencia de la que, al final de sus días, se arrepintió. Mi padre decía que mi abuelo no
entendía la Revolución mexicana y mi abuelo replicaba que la Revolución había sustituido la dictadura de uno, el caudillo Díaz, por la
dictadura anárquica de muchos: los jefes y jefecillos que en esos años se mataban por el poder.
Mi abuelo, al tomar el café,
me hablaba de Juárez y de Porfirio,
los zuavos y los plateados.
Y el mantel olía a pólvora.
Mi padre, al tomar la copa,
me hablaba de Zapata y de Villa,
Soto y Gama y los Flores Magón.
Y el mantel olía a pólvora.
Yo me quedo callado:
¿de quién podría hablar?
El café del abuelo se enfrentaba con el alcohol del padre. Los líquidos se enfrentan: chocan, se
envuelven, se estrangulan. Después son uno en el paladar de Octavio Paz Lozano. El liberalismo no
tenía que matar a la comunidad ancestral; el apego a la tierra no exigía el aniquilamiento de la
legalidad. Desde entonces, Paz rechaza la opción: no es esto o lo otro sino esto con lo otro. “Mi
abuelo tenía razón pero también era cierto lo que decía mi padre.”[3] Desde esas quemantes
discusiones podemos ver la marca de la literatura paciana: la conciliación de los contrarios. Paz
supo que aun en las voces más distantes había un hondo parentesco. Su obra extiende esas
conversaciones del desayuno: diálogo con John Donne y Apollinaire, diálogo con las serpientes de la
diosa Coatlicue, y los colores danzantes de Miró; diálogo con Pessoa y sus heterónimos; diálogo
desde las tres puntas del surrealismo; diálogo con Quevedo, Machado y Ortega; diálogo con sor
Juana, Jorge Cuesta, Alfonso Reyes; diálogo con los olores y los sabores de la India, sus mitos y
formas; diálogo con la poesía china; diálogo con los disidentes del fin de siglo y los inquisidores
coloniales; diálogos sobre el erotismo y la democracia. Diálogos que alumbran una civilización. La
civilización Octavio Paz.
Conversaciones marcadas por el anhelo de trascender la contradicción. El mantel de Mixcoac
raja el cuchillo de Parménides. El mantel es el puente que ahuyenta las clasificaciones y las
disyunciones. Como lo vio Manuel Ulacia, en la poesía y en el ensayo de Octavio Paz se escenifican
una y otra vez estas nupcias de contrarios.[4] El goteo rítmico que sostiene su pensamiento son
columnas fraternalmente enemigas: soledad y comunión; unión y separación; la flecha y el blanco; la
ruptura y la conciliación; modernidad y tradición; confluencias y divergencias; inmovilidad y danza.
La clave estaba fuera de Occidente. El filósofo taoísta Chuang-Tse decía, por ejemplo:
Si no hay otro, que no sea yo, no hay tampoco yo. Pero si no hay yo, nada se puede saber, decir o pensar […] La verdad es que todo
ser es otro, y que todo ser es sí mismo […] El otro sabe del sí mismo pero el sí mismo depende también del otro […] Adoptar la
afirmación es adoptar la negación.[5]
E n Blanco, poema de voces múltiples que recorre los territorios del amor, la palabra, el
conocimiento, el poema que Paz considera uno de sus trabajos más complejos y ambiciosos,
encontramos estas líneas que sintetizan el esfuerzo por reencontrar la mitad perdida, la mitad negada
del hombre.
No y Sí
juntos
dos sílabas enamoradas
Un personaje invisible hechiza a los enamorados: la imaginación. La imaginación no es en Paz la
“loca de la casa”, como la apodó santa Teresa; es el supremo ejercicio de la inteligencia. La
capacidad de asociar entidades aparentemente distantes es penetrar en la verdad. “La poesía es
entrar en el ser”, escribió en El arco y la lira. No el ser de la apariencia ni el de la lógica: el ser de
lo más humano: la palabra.
El modo de operación del pensamiento poético es la imaginación y ésta consiste, esencialmente, en la facultad de poner en relación
realidades contrarias o disímbolas. Todas las formas poéticas y todas las figuras del lenguaje poseen un rasgo común: buscan, y con
frecuencia descubren, semejanzas ocultas entre objetos diferentes. En los casos más extremos, unen a los opuestos. Comparaciones,
analogías, metáforas, metonimias y los demás recursos de la poesía: todos tienden a producir imágenes en las que pactan el esto y el
aquello, lo uno y lo otro, los muchos y el uno.
Escribir es buscar. Perseguir el centro del instante, sustraer el mundo de su río, salvar, petrificar
lo que el tiempo disuelve. “Escribir es la incesante interrogación que los signos hacen a un signo: el
hombre; y a la que ese signo hace a los signos: el lenguaje.” La pasión del lenguaje no es otra cosa
que pasión por el conocimiento, pasión por el conocimiento que no es otra cosa que amor por las
palabras. Pere Gimferrer lo llama por ello “poeta del pensamiento”. Un poeta de la familia de John
Donne, Quevedo, Wordsworth, T. S. Eliot, Valéry. [6] El poeta catalán conocía de los rigores de la
imaginación poética de Paz. Un poema es una forma de saber. Una carta que el poeta mexicano
dirigió al catalán escrita un día cualquiera de 1967 vale como muestra de su exigencia.
Querido Gimferrer: ponga en duda las palabras o confíe en ellas, pero no trate de guiarlas ni de someterlas. Luche con el lenguaje.
Siga adelante la exploración y la explosión comenzada en Arde el mar. Hoy al leer en un periódico una noticia sobre no sé qué
película, tropecé con esta frase: el hombre no es un pájaro. Y pensé: decir que el hombre no es un pájaro es decir algo que por sabido
debe callarse. Pero decir que un hombre es un pájaro es un lugar común. Entonces […] entonces el poeta debe encontrar la otra
palabra, la palabra no dicha y que los puntos suspensivos de “entonces” designan como silencio. Así, luche con el silencio.
En otra carta sigue la lectura de su amigo:
Yo creo que usted debe seguir por el camino que ahora ha emprendido y llevar a su término la experiencia. Lo que me atrevería a
aconsejarle es que la lleve a cabo con todo rigor, pues de otra manera no sería una experiencia sino un desliz. Los nuevos poemas
que me ha enviado me gustan más que los anteriores pero no modifican sustancialmente mi impresión primera. Repito: no es un
problema de tema sino de rigor. En primer término: el vocabulario. Yo suprimiría muchos adjetivos que son obvios o previsibles. Un
ejemplo: el sutil paso del duende, el susurro floral de los sargazos, etc. También suprimiría frases explicativas: la voz de las sirenas
que parece salir de nuestro propio pecho. ¿No habría una manera más “económica” de decir esto? Usted desea, me imagino, más
mostrar que evocar, pero muchas veces sus poemas no son instantáneas sino evocaciones: no deja usted hablar a las cosas e
interviene.[7]
Los rigores de la imaginación.
La obra de Paz es un prolongado, convincente alegato a favor de los derechos de la poesía. Como
bien dice Enrico Mario Santí, la poesía es el marco de toda su obra: no solamente hacer poesía y
pensarla sino, sobre todo, pensar desde la poesía.[8]
Entre el hacer y el ver,
acción o contemplación,
escogí el acto de palabras:
hacerlas, habitarlas,
dar ojos al lenguaje.
Nítida declaración de una vocación: hacer las palabras, habitar las palabras. El habitante del
lenguaje escucha al mundo poéticamente; así lo nombra. La poesía en Paz no es fantasía: es
contemplación que navega entre la filosofía y la historia. Sin ser una ni otra, es, como la filosofía,
contemplación y como la historia, pinza de lo concreto. El decir poético sale al encuentro del
hombre, el arte, las letras, los hábitos y el poder. La pasión crítica de Paz llega también a abrazar la
cosa política. En el discurso de Paz al recibir el premio Alexis de Tocqueville en 1989, decía:
Desde mi adolescencia he escrito poemas y no he cesado de escribirlos. Quise ser poeta y nada más. En mis libros de prosa me
propuse servir a la poesía, justificarla y defenderla, explicarla ante los otros y ante mí mismo. Pronto descubrí que la defensa de la
poesía, menospreciada en nuestro siglo, era inseparable de la defensa de la libertad. De ahí mi interés apasionado por los asuntos
políticos y sociales que han agitado nuestro tiempo.[9]
La poesía inmiscuyéndose en asuntos de soberanía. No ha habido condena más enérgica a esa
intromisión que la de Platón, un poeta. Platón decide expulsar la poesía de la perfecta ciudad
congelada por la razón. La poesía como rival de la verdad, de la unidad, del orden. Inventar mundos
a la palabra, romper los significados, recordar lo que ha perdido nombre, designar lo inexistente es
despedazar la impenetrable escultura de Utopía. Herética, ebria, subversiva, melancólica, la poesía
no puede reclamar jurisdicción sobre las graves cosas del Estado. El poeta podrá animar el banquete
pero nunca enjuiciar al parlamento. La lucha entre las dos formas de la palabra —filosófica y poética
— se resuelve en Platón con la ejecución de la poesía. Entonces se inaugura, dice María Zambrano,
la vida azarosa, ilegal de la poesía; su maldición.[10]
Paz no quiso disfrazarse con el vocabulario del especialista para hablar de la historia o de la
política. “Prefiero hablar de Marcel Duchamp o de Juan Ramón Jiménez que de Locke o de
Montesquieu. La filosofía política me ha interesado siempre pero nunca he intentado ni intentaré
escribir un libro sobre la justicia, la libertad o el arte de gobernar.” [11] Sin pretensiones teóricas, sus
reflexiones políticas son reflejos, escritos lúcidos y profundos de un testigo frente a los
acontecimientos. Opiniones. La fuerza de sus palabras viene de su impotencia. “La palabra del
escritor tiene fuerza porque brota de una situación de no fuerza. No habla desde el Palacio Nacional,
la tribuna popular o las oficinas del Comité Central: habla desde su cuarto.”[12] En este siglo
intoxicado por las ideologías —creencias tapiadas, satisfechas— Octavio Paz empuña la aguja de la
crítica. La crítica “es nuestra única defensa contra el monólogo del Caudillo y la gritería de la
Banda, esas dos deformaciones gemelas que extirpan al otro”.
Escribir, defender la poesía exigía confrontar la política, es decir, defender la libertad. Pero,
¿qué es la libertad para Octavio Paz? Una y otra vez se resiste a la cápsula de la definición en sus
ensayos. Precisar el significado de la palabra libertad sería esclavizarla. Por eso dice que no se trata
de una idea sino de un acto, más bien, de una apuesta. Es libre el hombre que dice no, el que se niega
a seguir el camino y da la vuelta. La libertad se inventa al ejercerse. Como Camus, Paz dice: ser es
rebelarse. Por eso el poeta no sigue el trazo de los técnicos que quieren reducir la libertad al escudo
que nos resguarda del Estado. La libertad moderna de Benjamin Constant o la libertad negativa de
Isaiah Berlin puede ser un aposento que nos encierre en nosotros mismos. Por eso quiere, a
diferencia de los ingenieros, una libertad de párpados abiertos. Peligrosa una libertad ensimismada,
presa en su soledad; miserable el hombre que no logra desprenderse de sí: “un ídolo podrido”. La
libertad es la proeza de la imaginación.
La libertad es alas,
es el viento entre hojas, detenido
por una simple flor; y el sueño
en el que somos nuestro sueño;
es morder la naranja prohibida,
abrir la vieja puerta condenada
y desatar al prisionero:
esa piedra ya es pan,
esos papeles blancos son gaviotas,
son pájaros las hojas
y pájaros tus dedos: todo vuela.
A los veintiún años, Octavio Paz escribió que “ser es limitarse, adquirir un contorno”. [13] La
libertad, la existencia misma del hombre reclama al otro. El otro es el corazón de uno mismo. Ésa es
la llave de El laberinto de la soledad y la conclusión de Postdata: la otredad nos constituye. “Nos
buscábamos a nosotros mismos y encontramos a los otros.” Lo dice muy claramente al hablar de la
poesía erótica de Luis Cernuda: ser es desear. “Cada vez que amamos, nos perdemos: somos otros.
El amor no realiza al yo mismo: abre una posibilidad al yo para que cambie y se convierta. En el
amor no se cumple el yo sino la persona: el deseo de ser otro. El deseo de ser.” [14] Ser es
derramarse.
El liberalismo puede ser la visión más hospitalaria del mundo pero deja sin respuesta todas las
preguntas sobre el origen y el sentido de la vida. En Paz encontramos un moderado, es decir,
tocquevilleano, amor por la democracia liberal. Ama en ella la civilidad de su convivencia, su
generosidad, la presencia de la crítica. Pero sabe también que en las formas democráticas no están
las respuestas a los acertijos medulares de nuestra existencia. Las democracias modernas ignoran al
otro y tienden al conformismo, a las “sonrisas de satisfacción idiota”. El liberalismo
fundó la libertad sobre la única base que puede sustentarla: la autonomía de la conciencia y el reconocimiento de la autonomía de las
conciencias ajenas. Fue admirable y también terrible: nos encerró en un solipsismo, rompió el puente que unía el yo al tú y ambos a la
tercera persona: el otro, los otros. Entre libertad y fraternidad no hay contradicción sino distancia —una distancia que el liberalismo
no ha podido anular—.
No ha podido liquidar la distancia porque no ha completado su inmersión en el otro. Por ello el
liberalismo paciano se desliga de sí mismo.
En “Piedra de sol”, Octavio Paz describe esta necesidad de encontrar al otro:
para que pueda ser he de ser otro,
salir de mí, buscarme entre los otros,
los otros que no son si yo no existo,
los otros que me dan plena existencia,
no soy, no hay yo, siempre somos nosotros,
la vida es otra, siempre allá, más lejos,
fuera de ti, de mí, siempre horizonte,
vida que nos desvive y enajena,
que nos inventa un rostro y lo desgasta.
En su argumento sobre las insuficiencias de liberalismo, Octavio Paz no se percata de que una de
las contribuciones más importantes del liberalismo es precisamente el paquete de preguntas que deja
de hacerse. La mente liberal se concentra en la órbita de la política buscando tan sólo que el hombre
sea dueño de sí mismo. Sabe que lo cuida de las amenazas del poder aceptando que no lo guía en el
misterio de la vida. El liberalismo no es, no pretende ser, una religión; es una técnica. Pero ésa no es
su miseria, como denuncia Paz. Es su grandeza.
Paz no se describió a sí mismo como un liberal. La camisa le apretaba. Simplemente se sintió
cercano al liberalismo: “Mis afinidades más ciertas y profundas están con la herencia liberal”.[15]
Como ha resaltado Yvon Grenier, la comedida palabra afinidad es crucial en esta confidencia.
Afinidad: proximidad, semejanza; no pertenencia. Más que el liberalismo, a Paz lo mueve una idea
todavía sin nombre. Fraternismo podría llamarse en algún futuro. Una política que tenga en el centro
la fraternidad, la palabra olvidada del triángulo francés. Un poema, recordemos, captura la
fraternidad cósmica: la hermandad del grillo y las estrellas. Ésa es la otra voz que necesita escuchar
la nueva filosofía política. “La palabra fraternidad no es menos preciosa que la palabra libertad: es
el pan de los hombres, el pan compartido.”
A mi modo de ver, la palabra central de la tríada (libertad, igualdad, fraternidad) es fraternidad. En ella se enlazan las otras dos. La
libertad puede existir sin igualdad y la igualdad sin libertad. La primera, aislada, ahonda las desigualdades y provoca las tiranías; la
segunda, oprime a la libertad y termina por aniquilarla. La fraternidad es el nexo que las comunica, la virtud que las humaniza y las
armoniza. Su otro nombre es solidaridad, herencia viva del cristianismo, versión moderna de la antigua caridad. Una virtud que no
conocieron ni los griegos ni los romanos, enamorados de la libertad pero ignorantes de la verdadera compasión. Dadas las diferencias
naturales entre los hombres, la igualdad es una aspiración ética que no puede realizarse sin recurrir al despotismo o a la acción de la
fraternidad. Asimismo, mi libertad se enfrenta fatalmente a la libertad del otro y procura anularla. El único puente que puede
reconciliar a estas dos hermanas enemigas —un puente hecho de brazos enlazados— es la fraternidad. Sobre esta humilde y simple
evidencia podría fundarse, en los días que vienen, una nueva filosofía política. Sólo la fraternidad puede disipar la pesadilla circular del
mercado. Advierto que no hago sino imaginar o, más exactamente, entrever, ese pensamiento. Lo veo como el heredero de la doble
tradición de la modernidad: la liberal y la socialista. No creo que deba repetirlas sino trascenderlas. Sería una verdadera
renovación.[16]
El poeta descubre en su imaginación todo lo que el liberalismo reprime, todo lo que el
liberalismo olvida. Siempre vio con desconfianza, por ejemplo, el círculo impersonal e inflexible
del mercado. Un monstruo ciego y sordo que no entiende del valor. El romántico condena de esa
manera el lucro, el vicio del comercio que nos enfrenta como bestias. Desde “Entre la piedra y la
flor”, su primer intento por “insertar la poesía en la historia”, Paz denuncia las crueldades de esa fría
maquinaria del mercado.
El dinero y su rueda,
el dinero y sus números huecos,
el dinero y su rebaño de espectros.
“Saber contar —escribiría Paz en otro sitio— no es saber cantar.” Por ello la búsqueda de la
libertad no puede separarse de la búsqueda de comunión. Si la imaginación poética es capaz de
enamorar la sílaba que afirma con la sílaba que niega, la misma potencia ha de conciliar las
doctrinas enemigas. El error, decía Pascal, no es lo contrario de la verdad; es el olvido de la verdad
contraria. Paz tocó los cordones contrarios de la política: las razones de la libertad y las tradiciones
de la comunidad; los derechos del individuo y el abrazo de la hermandad. No es extraño que
encontrara en Cornelius Castoriadis la pista de una renovación filosófica, puesto que ahí la
imaginación tiene carácter constituyente. “El alma —recuerda Castoriadis a Aristóteles— nunca
piensa sin fantasmas.” La crisis de nuestra civilización es el agotamiento de esos fantasmas, el vacío
de sentido, la imaginación seca, el conformismo jactancioso. La democracia que defendía
Castoriadis no era el seco ritual de las elecciones sino la viva civilización de las interrogantes, casa
de puertas abiertas.
Nacido muy lejos de Mixcoac, ocho años más joven que Octavio Paz, Castoriadis trató de
recuperar el ideal libertario del socialismo. Hombre de cabeza rapada, sonrisa de fruta y piel viva,
Castoriadis era inteligencia hirviendo. Nada puede suplantar, decía, los goces de una discusión, vino,
música y un buen chiste. De sus lecturas de Marx y de su práctica como psicoanalista, de su amor por
la antigua Grecia y de su observación atenta de las huelgas de los mineros, de su sensibilidad poética
y su práctica como economista surge una noción democrática que va mucho más allá de la
competencia entre partidos. La democracia tiene sentido si cultiva realmente una sociedad de
hombres autónomos, de hombres capaces de decidir su camino. Un régimen donde todas las preguntas
pueden ser planteadas.
Al poeta toca reanimar la filosofía política para encontrar un nuevo mundo de significaciones en
donde las ideas pierdan su envase dentellado. En ese camino está la propuesta de Leszek
Kolakowski, quien escribió un manual para conservadores-liberales-socialistas que combate
precisamente esa vieja filosofía de filosofías excluyentes. El filósofo polaco proponía como lema de
su Internacional una frase que escuchó en un camión de Varsovia: “Por favor, avance hacia atrás”.
Kolakowski argumentaba que las aguas de aquellos ríos no tenían por qué fluir en cauces distintos.
Bien pueden verter sus aguas en la misma cuenca. Un conservador sabe que las mejoras son costosas,
que cada reforma tiene su precio; duda que la supresión de las tradiciones nos hará más felices y
desconfía de las utopías. Abomina, sobre todo, a quienes pretenden usar la maquinaria estatal para
encaminarnos al paraíso. Un liberal exige que el Estado garantice nuestra libertad, no que asegure
nuestra felicidad. Finalmente, un socialista rechaza enérgicamente que la desigualdad sea una
condena irremediable. Que la perfección sea inalcanzable no significa que nada pueda hacerse para
disminuir la opresión.[17] Frente a la tiranía del o, la utopía del y. El derecho de no escoger. Así lo
pone Paz en un poema:
elegir
es equivocarse
Paz decidió no elegir: fue un romántico, un liberal, un conservador, un socialista, un libertario.
Todo; al mismo tiempo. Defendió la libertad y la democracia representativa al tiempo que rechazaba
la idolatría de la razón y del progreso. Apreció el flujo de las tradiciones, temió el estrépito de la
revolución, anheló un mundo fraterno.[18] Corresponde a la imaginación encontrar el puente de las
conciliaciones, el lazo de la convergencia de las dos grandes tradiciones modernas: liberalismo y
socialismo. Es cierto: de la tabla para llegar a ese pacto, Paz dice muy poco. El poeta nombra,
vislumbra, muestra, no dicta receta. Busca el agua otra.
La política no fue la pasión de Octavio Paz, poeta.
La historia de la literatura moderna, desde los románticos alemanes e ingleses hasta nuestros días, es la historia de una larga pasión
desdichada por la política. De Coleridge a Mayakovski, la revolución ha sido la gran Diosa, la Amada eterna y la gran Puta de poetas
y novelistas. La política llenó de humo el cerebro de Malraux, envenenó los insomnios de César Vallejo, mató a García Lorca,
abandonó al viejo Machado en un pueblo de los Pirineos, encerró a Pound en un manicomio, deshonró a Neruda y Aragón, ha puesto
en ridículo a Sartre, le ha dado demasiado tarde la razón a Breton.[19]
La política es sentida así como una maldición. Una maldición que envilece inteligencias y encaja
gusanos en la manzana de los afectos. Nunca le entusiasmó la política. Le interesaba, eso sí —más
bien, le preocupaba. Paz sabía que la maldita política no podía ser ignorada: ignorarla sería peor que
escupir contra el cielo.
La idea del mal subyace en todas sus meditaciones políticas. “El mal: un alguien nadie.” Desde
esa convicción, es un liberal que ve al poder como amenaza, nunca como puente de redención.
Liberalismo que en algunos momentos llega a coquetear con el anarquismo: “deberíamos quemar
todas las sillas y tronos”, llega a escribir en un arranque zapatista. Jamás puede bajarse la guardia
frente al demonio cruel o seductor del poder. La larga reflexión de Octavio Paz sobre la historia y la
política desemboca justamente en dos preguntas. “¿Somos el mal? ¿O el mal está fuera y nosotros
somos su instrumento, su herramienta?” No, responde Paz. El mal está dentro: en el centro de nuestra
conciencia, en la raíz misma de la libertad. “Ésta es la única lección que yo puedo deducir de este
largo y sinuoso itinerario: luchar contra el mal es luchar contra nosotros mismos. Y ése es el sentido
de la historia.”[20] Por eso, y a diferencia de muchos de los más brillantes hombres de su siglo, no se
acercó jamás a la política como quien busca a Dios, como quien pretende encontrar por fin al bien,
como quien cree que en la política están las respuestas esenciales.
Por supuesto, ese liberalismo en guardia permanente frente al mal no está solo, como no está sola
ninguna palabra en Paz. Todo vocablo en su lengua invita a su contrario a aparearse con él. Decir que
Octavio Paz fue un liberal es decir una obviedad incompleta. Evidentemente fue liberal: defendió
tercamente la autonomía del individuo, denunció el despotismo en todos lados, criticó los absolutos,
fue un militante de la duda. Pero fue un liberal que hizo suyas muchas de las críticas al liberalismo,
al que vio como un boceto a un tiempo admirable y terrible.
No hay una doctrina política pulida en las páginas de Paz pero hay, sin duda, una densa y
coherente meditación sobre los azares de la historia, las trampas de la ideología y las posibilidades
del convivir. Valdría la pena concentrarse en sus aportaciones a la comprensión del cambio
mexicano. Los primeros pasos de la democracia mexicana colocan los escritos políticos de Paz bajo
una nueva luz. Leer hoy sus apuntes sobre la naturaleza de la burocracia, los vicios del PRI, las
carencias intelectuales del PAN, las lacras de la izquierda, la baba de la demagogia, la compleja y
exigente textura del pluralismo democrático es darle la razón a Gonzalo Rojas cuando dijo en el
triste 19 de abril de 1998: “Todavía nos habla el muerto”.
Nadie entendió la maquinaria del poder posrevolucionario en México, nadie anticipó los caminos
de la democratización de México, nadie previó con tanta claridad el ritmo de su cambio y la acidez
de sus amenazas como Octavio Paz. Con mucha mayor lucidez que todos los catedráticos
universitarios, el poeta que se burlaba de la politología palpó las peculiaridades de la dominación
priista, anticipó y demandó su cambio auténtico, previó las penurias democráticas. Leyendo a Paz
encontramos el presente.
Pensar el hoy significa recobrar la mirada crítica de Paz. “Tenemos que aprender a ser aire,
sueño en libertad.” Sueño en libertad. En esas palabras desemboca Postdata. De ahí viene el título
de una antología de escritos políticos de Octavio Paz que preparó Yvon Grenier. “Si la política es
una dimensión de la historia, es también crítica política y moral. Al México del Zócalo, Tlatelolco y
el Museo de Antropología tenemos que oponerle no otra imagen —todas las imágenes padecen la
fatal tendencia a la petrificación— sino la crítica: el ácido que disuelve las imágenes.” La crítica es
la batalla contra los sueños estancados: sablazo contra la telaraña de las ideologías. De ahí proviene
la vigencia de Paz, enemigo de la ideología en el siglo de las borracheras ideológicas.
Paz cultiva el arte del discernimiento: ve, entre las muchas cosas, lo que es cada una. Por eso
nunca simpatizó con los simplificadores. Los hechos sociales son siempre enredos. A la caricatura
del régimen posrevolucionario como una dictadura semejante a las sudamericanas o como un primo
cercano de los sistemas de partido único en Europa del Este, Paz opuso siempre sus razones.
Cualquiera que haya vivido una dictadura se dará cuenta de que en México no existió tal cosa. La
política posrevolucionaria no habrá sido de modo alguno democrática pero tampoco puede ser
dibujada como un facsímil del franquismo. Habrá sido un crítico del poder pero antes de eso era un
crítico. Su inteligencia estaba siempre por delante de su voluntad. Para oponerse al régimen político
priista (una peculiar forma de dominación burocrática, patrimonialista y autoritaria) lo primero que
había que hacer era entenderlo sin las desfiguraciones de los ideólogos que todo lo acomodan a su
prejuicio. Creen que mientras más descalificaciones se lancen al cuerpo del adversario, más fuertes
se hacen. Se debilitan, argumenta Paz, porque se engañan al abdicar de la inteligencia crítica. Antes
que nada Paz buscaba comprender. “Me niego, para criticar al PRI, a caer en simplificaciones de
moda.”
Las peculiaridades del ogro mexicano le hicieron anticipar la ruta de la democratización. No
sería la revolución sino la reforma lo que terminaría con ese régimen de emergencia que inauguró
Calles. Una reforma, anticipaba Paz desde Postdata, que no rendiría frutos inmediatos. El camino del
reformismo sería lento y azaroso. Desde el régimen había muchos actores que se resistirían a
entregar sus privilegios; en la oposición había terribles flaquezas. La fascinación jacobina por la
ruptura no lo embelesaba. Creía que el régimen político debía y podía caminar hacia su
transformación democrática. Lo que obstruía esa transición era la “antinatural prolongación del
monopolio político” del PRI y la inmadurez de sus adversarios.
Este último punto me parece relevante. Enemigo de cualquier esencialismo, no llegó a la
conclusión de que la energía democratizadora se depositaba en algún sujeto históricamente
privilegiado. No era la Oposición la portadora exclusiva de la bandera democrática; no era la
Sociedad Civil la madre elegida de la democracia. El problema era la ausencia de demócratas. “El
PRI debe ir a la escuela de la democracia”, decía Paz. Y de inmediato agregaba: “También deben
matricularse en esa escuela los partidos de oposición”. De ahí viene lo que a muchos pareció
parsimonia frente al ritmo de la democratización. Puede ser cierto: al ver a los adversarios del PRI,
Paz no tenía prisa por verlo en la oposición. En el PAN vio un partido provinciano y mocho. A lo
largo de los años fue matizando sus desconfianzas, pero seguía creyendo que a la derecha no le
interesaban las ideas y los debates les producían dolor de cabeza. Podrán crecer y ganar elecciones
pero no tienen proyecto para México. En los grupos ex priistas y ex comunistas que después se
agruparían en el PRD veía los adefesios de la peor izquierda: demagogia, populismo, estatolatría,
autoritarismo. Si las ardientes convicciones democráticas de los neocardenistas son sinceras,
escribió Paz, son muy recientes.
No deja de llamar la atención que el escritor político más invocado por Paz en la antología de
sus escritos políticos sea Karl Marx. El título mismo de su primer libro tiene aire marxista: “Raíz de
hombre”. Ser radical es llegar a la raíz. Paz veía su poesía erótica como un acto naturalmente
revolucionario. Los grandes autores liberales apenas aparecen en esas páginas. Benjamin Constant se
asoma en un epígrafe y desaparece, Locke es convocado tres veces, Isaiah Berlin ninguna. En
contraste, Marx es citado en 29 ocasiones. El autor de El ogro filantrópico quería discutir con la
izquierda. Con la derecha no tenía nada que hablar. De ahí la frustración de Paz frente a la ausencia
de réplicas. Lo que le indignaba era la renuncia de la izquierda a la crítica: “La gran falla de la
izquierda —su tragedia— es que una y otra vez, sobre todo en el siglo XX, ha olvidado su vocación
original, su marca de nacimiento: la crítica. Ha vendido su herencia por el plato de lentejas de un
sistema cerrado, por una ideología”.[21]
El hilo del pensamiento político de Paz se tensa en su mesura. Hay que ser prudentes, cita a
Diderot, “con gran desprecio hacia la prudencia”. Así, su “amor” por la democracia es, como el de
Tocqueville, muy moderado: el cariño de un escéptico. Veía por eso la llegada de la democracia a
México con una mezcla de contento y preocupación.
La creación de una democracia sana exige el reconocimiento del otro y de los otros. La respuesta a las preguntas que muchos nos
hacemos acerca de la situación de México después del seis de julio, incumbe en primer término a los dirigentes de los partidos
políticos. Una política de venganzas o la imposición de reformas que encontrarían un repudio en vastos sectores de la opinión pública
[…] nos conducirían a lo más temible: a las disputas, las agitaciones, los desórdenes y, en fin, a la inestabilidad, madre de las dos
gemelas, la anarquía y la fuerza. […] Tan mala como la impunidad es la intolerancia. Lo que necesitamos para asegurar nuestro
futuro es moderación, es decir, prudencia, la más alta de las virtudes políticas según los filósofos de la Antigüedad. México ha vivido
siempre entre los extremos, la dictadura y la anarquía, la derecha y la izquierda, el clericalismo y el jacobinismo. Nos ha faltado casi
siempre un centro y por eso nuestra historia ha sido un largo fracaso. La prudencia, natural enemiga de los extremos, es el puente del
tránsito pacífico del autoritarismo a la democracia.
Dije que la política no había sido una pasión para Paz. No es cierto. La política fue la sombra
permanente de sus dos pasiones: la libertad y su aguijón, la crítica. Por ello a Octavio Paz tanto le
apasionó la política, la maldita política.
El ayer es una pregunta. Lo que ha pasado es tan incierto como lo que no ha sucedido. La memoria,
dice Paz, es un jardín de dudas, un camino de ecos, un espejo lodoso. Recordar es atender
murmullos, sombras de pensamiento, rumores, fantasías y tachaduras.
El tiempo no cesa de fluir,
el tiempo
no cesa de inventar,
el tiempo
no cesa de borrar sus invenciones,
no cesa
el manar de las apariciones.
En la cesta del pasado, Octavio Paz busca la higuera de su infancia, la Constitución de su país, el
sentido del arte, el paso de las civilizaciones, la niñez de su amada, las variaciones de la poesía. La
búsqueda de sí mismo y de los otros como una expedición por el tiempo. La memoria es la linterna
que permite rastrear la tradición de la crítica o atrapar a los alacranes de la familia. Escribí memoria
y no Historia porque en Paz parece desdoblarse el recuerdo en dos fórmulas enemigas. La memoria
es pasado vivificado en imágenes; la Historia es pasado concluso. Dos formas de remembranza, la
memoria y la historia, combaten: la poética contra la política del pasado. Si la Historia nos condena,
la memoria nos salva.
Todos los ensayos de Paz están empapados de memoria. En cada uno de ellos hay una reflexión
sobre el origen y la transformación de lo que observa: un cuadro, un poema, un imperio. Más que en
sus ensayos, la imagen del demonio de la historia se dibuja con fuerza en su poesía, sobre todo en su
poesía de madurez. Partamos de su distancia con Joyce: La historia no es una pesadilla.[22] No lo es
porque no encuentra el consuelo del despertar. No podemos desprendernos de la historia
pellizcándonos el brazo: existimos en ella y gracias a ella. Pero la historia puede ser, si no un sueño
macabro, sí una horca de fierro. En eso se convierte cuando el curso del tiempo es detenido en los
pozos de la ideología. Es por eso que Paz escribe en “Aunque es de noche”: “Alma no tuvo Stalin:
tuvo historia”. Quien cree haber descifrado los secretos del pasado se adhiere pronto a la causa de la
tiranía. La historia, dice unas líneas abajo en el mismo poema, es “discurso en un cuchillo
congelado”.
Su gran amigo, el poeta inglés Charles Tomlinson, escribió un poema que adopta la misma
imagen: Stalin y sus sicarios, empuñando el piolet de la historia. Se trata de un poema que tiene
precisamente un epígrafe de Paz y que el propio poeta mexicano ha traducido y comentado en un
ensayo breve.[23]
Yo golpeo. Yo soy el futuro y mi arma,
al caer, lo convierte en ahora. Si el relámpago se helase,
quedaría suspendido como este cuarto
en la cresta de la ola del instante…
y como si la ola jamás pudiese caer.
Soy el futuro; mi puñal instala el porvenir en el mundo. La historia se vuelve para el tirano un
perfecto sustituto de la conciencia. Ahí desembocan todas las teorías que sostienen la inevitabilidad
histórica: en la eliminación de la responsabilidad individual. La operación intelectual ha sido
descrita por Isaiah Berlin: si la historia ha sido convertida en lógica, la única sensatez consiste en
adherirse a la razón victoriosa. Quienes estén de ese lado serán sabios; quienes se coloquen en frente
serán los retrógradas que deben ser eliminados. Por eso decía el historiador de las ideas que, cuando
se adopta la mecánica de la necesidad histórica, el juicio moral es un absurdo. Atila, Robespierre,
Hitler, Stalin son terremotos: fuerzas naturales que tenían que irrumpir en la historia. Censurar sus
crímenes es tanto como sermonear a las lechugas.[24]
Esta forma de capturar el pasado es la “trampa mortal en que cae fatalmente el fanático que cree
poseer el secreto de la historia”. El crimen adquiere entonces dignidad filosófica: el exterminio de
una categoría de hombres es un deber de quienes han aprendido las lecciones del tiempo. El pasado
se vuelve un manual de exterminio, un precedente del campo de concentración. Popper llamó
historicismo a todo esto: el libreto revelado de la historia que convierte a muchos hombres en
material de desecho.
Al propio Paz lo embriagó el alcohol de la historia:
El bien, quisimos el bien:
enderezar el mundo.
No nos faltó entereza:
nos faltó humildad.
Lo que quisimos no lo quisimos con inocencia.
Preceptos y conceptos,
soberbia de teólogos:
golpear con la cruz,
fundar con sangre,
levantar la casa con ladrillos de crimen,
decretar la comunión obligatoria.
Algunos
se convirtieron en secretarios de los secretarios
del Secretario General del Infierno.
La rabia
se volvió filósofa,
su baba ha cubierto el planeta.
La razón descendió a la tierra,
tomó la forma del patíbulo
—y la adoran millones.
Podría decirse que, junto con la preocupación por el lenguaje, la poesía de Paz está marcada por
una preocupación por la historia. La inquietud estuvo presente siempre, pero se intensificó en la
madurez del poeta. La historia y con ella la política penetran la poesía de un hombre de ciudad, de un
escritor que siempre quiso conversar con sus semejantes: “He escrito sobre la historia y la historia
en nuestro siglo asume la forma de la política. El ‘destino’ de los antiguos tiene la máscara de la
política en el siglo XX”.[25] Y la política del siglo XX es el cuento de un fracaso: Hitler, Stalin,
Franco; dos guerras mundiales, totalitarismos, imperios, terrorismo, bombas, dictaduras, genocidas.
El recuento retrata a la historia como un sinsentido, una locura, un vacío: “Ser tiempo es la condena.
Nuestra pena es la historia”.
Todo lo que pensamos se deshace,
en los Campos encarna la utopía,
la historia es espiral sin desenlace.
Y sin embargo, en la historia que es demencia, crimen, absurdo, está también la esperanza. Los
contrarios, una vez más, se besan. Así la historia aparece, ya no como coartada, sino como
iluminación. Más que historia, memoria. Si la política de la historia pretende arrojar el pasado al
territorio de la naturaleza, la poética de la memoria baña al pasado en las aguas de la imaginación.
Ahí se revelan las relaciones ocultas entre las cosas. El historiador, dice Paz, ha de tener algo de
científico y mucho de poeta. El hombre de ciencia va a la caza de leyes, de reglas que expliquen la
reiteración. El poeta, por el contrario, se vuelca a lo único, a lo irrrepetible. Por ello el oficio del
historiador está entre un mundo y otro. Estudia lo irrepetible buscando la sábana que lo envuelve.
El historiador no descubre, no inventa: rehace el pasado. Bucear el pasado es otra manera de
ejercer la crítica. No se trata de acercarse a nuestra historia para comprendernos, sino de
aproximarse al pasado para liberarnos. En la crítica de la historia se despliegan las posibilidades de
la libertad. Ésa fue su tarea cuando reconstruyó el pasado de México, ese país asfixiante que lo
fascinó siempre. Buscar detrás de los hechos, ver detrás de los muros, detrás del gesto y sus
máscaras. El poeta busca los símbolos con los que el tiempo y el espacio nos guiña el ojo. “La
historia de México —escribe en su ensayo sobre sor Juana— es una historia a imagen y semejanza de
su geografía: abrupta, anfractuosa. Cada periodo histórico es como una meseta encerrada entre altas
montañas y separada de las otras por precipicios y despeñaderos.”[26] Entre un siglo y otro: el
abismo; una barranca entre una década y otra. La conquista se empeña en enterrar el mundo
precolombino; la independencia y, sobre todo, el proyecto liberal triunfante pretenden romper con el
universo católico de la Nueva España. Dos negaciones frustradas. A pesar de la quema de los ídolos
y la destrucción de los códices, el mundo indio sobrevivió. A pesar de las nuevas reglas y
constituciones, el mundo novohispano sobrevivió. Las negaciones infructuosas.
El universo es un baúl de símbolos que la imaginación ha de exhumar. Cuando en El laberinto de
la soledad Paz pretende reconstruir el sentido de la Conquista, cierra los ojos e imagina. No acude,
como historiador de disciplina, al polvo de los documentos ni a la tinta seca de las cartas.
Rompiendo todas las reglas de la historiografía, el poeta se coloca en el universo de Moctezuma e
imagina su drama.
¿Por qué cede Moctezuma? ¿Por qué se siente extrañamente fascinado por los españoles y experimenta ante ellos un vértigo que no
es exagerado llamar sagrado —el vértigo lúcido del suicida ante el abismo? Los dioses lo han abandonado. La gran traición con que
comienza la historia de México no es la de los tlaxcaltecas, ni la de Moctezuma y su grupo sino la de los dioses. Ningún otro pueblo
se ha sentido tan totalmente desamparado como se sintió la nación azteca ante los avisos, profecías y signos que anunciaron su
caída.[27]
El párrafo indignará a los historiadores de diploma. No hay asomo de prueba o documento que
sostenga las afirmaciones de Paz. ¿Vértigo del suicida? ¿Traición de los dioses? El poeta no
pretende apresar la realidad histórica, busca evocar su imagen. Para entender el sentido de la imagen
histórica hay que acudir a los escritos de Paz sobre la poesía. En primer término, las siluetas
históricas que dibuja Paz expresan su experiencia de la historia: son auténticas. Para decirlo con dos
títulos de un mismo poema, el pasado en claro es tiempo adentro. [28] En segundo lugar, estas
imágenes encuentran una lógica en sí mismas: tienen la verdad de su propia existencia: la imagen
“vale sólo dentro de su propio universo”. Por último, la imagen también habla del mundo y tiene un
fundamento objetivo. La imagen poética de la historia es una forma legítima y poderosa de capturar
la realidad. No es narración detallada de eventos, escenarios y desenlaces: es la presencia
instantánea y total de un tiempo ido. Momentos comprimidos. La imagen tampoco se pierde en
explicaciones. La reconstrucción de la historia no es nunca calca del pasado, es algo muy distinto: su
recreación.
La poesía convierte el pasado en presencia. Ésa es una de sus funciones como memoria de los
pueblos. “La poesía exorciza el pasado; así vuelve habitable el presente.” Cuando la historia es
alumbrada por la poesía, todos los tiempos están en este ahora. “El poema es la casa de la presencia.
Tejido de palabras hechas de aire, el poema es infinitamente frágil y, no obstante, infinitamente
resistente. Es un perpetuo desafío a la pesantez de la historia.”[29] Contra el plomo de la historia, el
aire de la memoria.
El 17 de diciembre de 1997 Octavio Paz apareció por última vez en público. Montado en una silla de
ruedas salió al patio de la vieja Casa de Alvarado para encontrarse con la república que le rendía
homenaje. A su alrededor, el presidente y sus ministros, empresarios y letrados. Adolorido por cada
bocanada de aire, Paz recordaba a su abuelo y a Díaz Mirón. En un instante levantó la cabeza y miró
el cielo de Coyoacán. Embrujando al auditorio que lo escuchaba, el poeta habló de sus amigos, de su
infancia, de su mujer; de su deseo cuando niño de ser trompeta y no espada, de la generosidad, del
misterio de las palabras, del sol y de las nubes de México, de la luz y de la oscuridad de su patria, de
esa mezcla de destellos y negruras que siempre le intrigó. Terminó con una petición: “Seamos dignos
de las nubes y del sol del Valle de México”. Gabriel Zaid recuerda esa mañana: “Era un día gris,
pero empezó a hablar del sol, de la gratitud y de la gracia. Lo más conmovedor de todo fue que el
sol, como llamado a la conversación, apareció”. Es cierto. Estuve ahí.
Hasta su último aliento Paz hilvanó las sílabas de México tratando de descifrar el misterio de su
sonido, buscando su forma, su alma. Desde antes de publicar El laberinto de la soledad, esa patria
“castellana rayada de azteca” fue la idea fija de Paz. Nada de lo mexicano le fue ajeno. El ensayista
escribe sobre la falda de Coatlicue y los villancicos de sor Juana; del chicozapote, la tortilla y el
mole; medita sobre los retratos de Hermenegildo Bustos, los paisajes de Velasco, los frutos
incandescentes de Tamayo. Jaguares, águilas, vírgenes, calacas. Paz acaricia la forma de México,
viaja por su historia, interroga su geografía, desentraña los enredos de su vida pública. Cientos,
miles de páginas que componen, diría él, un diario en busca de su país y de sí mismo: búsqueda de un
lugar, búsqueda de sí mismo: el peregrino en su patria. [30] México es para él una pasión no siempre
feliz, pero ante todo, una responsabilidad: interpretar el ser mexicano es hacer su historia. Zaid
entiende bien este compromiso cuando lo observa entregado a un destino que “asume como deber: la
historia que está pidiendo ser hecha”:
No es lo mismo escribir en un país que se da por hecho, en una cultura habitable sin la menor duda, en un proyecto de vida que puede
acomodarse a inserciones sociales establecidas, sintiendo que la creación es parte de una carrera especializada; que escribir sintiendo
la urgencia de crearlo o recrearlo todo: el lenguaje, la cultura la vida, la propia inserción en la construcción nacional, todo lo que puede
ser obra en el más amplio sentido creador.[31]
La tarea de Paz es ciertamente prometeica: abrazar todos los espacios de una cultura para
volverla habitable, para activarla como conversadora en la cultura del mundo. La pregunta sobre
México nunca abandonaría a Paz. A mitad del siglo, en El laberinto de la soledad, ese libro que fue
interpretado como una “elegante mentada de madre”, retrata al mexicano, un ser que se disfraza:
“máscara el rostro y máscara la sonrisa”. No definía al mexicano, excavaba su jeroglífico. Veinte
años después escribía en Postdata que el mexicano no era una esencia sino una historia. En todo
caso, México y sus pobladores seguían siendo el interrogante central. México, su historia, su
geografía, su arte: sustantivos que encuentran verbo y predicado en el ensayo de Octavio Paz.
Ahí está, quizá, el higo menos fresco en la canasta paciana. A pesar de todas las advertencias que
hace sobre el flujo de la historia y sus sorpresas; aun con su certeza de la desembocadura universal
de nuestra provincia (“somos, por primera vez en nuestra historia, contemporáneos de todos los
hombres”); con todo y su oposición temprana y enérgica al extravío nacionalista no dejó de juguetear
con los artificios de la identidad. Anatomía imaginaria del ser nacional. En ningún lugar se observa
con mayor claridad el gancho de ese anzuelo identitario que en el contraste que Paz hace
constantemente entre México y los Estados Unidos. Entidades físicas antagónicas, especies
biológicas que no pueden acoplarse, México y los Estados Unidos no se enraman: se enfrentan en sus
ensayos.
Ellos son crédulos, nosotros creyentes; aman los cuentos de hadas y las historias policiacas, nosotros los mitos y las leyendas. Los
mexicanos mienten por fantasía, por desesperación o para superar su vida sórdida; ellos no mienten, pero sustituyen la verdad
verdadera, que es siempre desagradable, por una verdad social. Nos emborrachamos para confesarnos; ellos para olvidarse. Son
optimistas; nosotros nihilistas —sólo que nuestro nihilismo no es intelectual, sino una reacción instintiva: por lo tanto es irrefutable.
Los mexicanos son desconfiados; ellos abiertos. Nosotros somos tristes y sarcásticos; ellos alegres y humorísticos. Los
norteamericanos quieren comprender; nosotros contemplar…[32]
Y más adelante: “La soledad del mexicano es la de las aguas estancadas, la del norteamericano
es la del espejo”. Por eso, cuando los mexicanos cruzan la frontera son gotas de agua en una pila de
aceite. Todavía a finales de los años setenta, Paz insistía en la diferencia infranqueable entre los dos
países. Dos versiones de Occidente. Cuando examina el camino de los vecinos a lo largo de los
siglos, se acerca a una lectura frigorífica de la historia. La fundación de una sociedad aparece como
destino: ellos hijos de la Reforma, nosotros descendientes de la Contrarreforma. Por eso afirma casi
con orgullo que los mexicanos que emigran a los Estados Unidos son incapaces de adaptarse a la
sociedad norteamericana: han guardado su identidad. Y hace de este modo una defensa francamente
conservadora de la “resistencia” frente a lo ajeno: “nuestro país sobrevive gracias a su
tradicionalismo”.[33] La costumbre como sobrevivencia.
En esas líneas cautivadas por la matrona de la identidad el poeta desoía las razones de su
admirado Jorge Cuesta. Paz lo conoció en San Ildefonso, en 1935. El joven se acercó al crítico y
pronto se embarcó en una conversación que seguiría en un restorán alemán del centro de la ciudad de
México. “Hablamos de Lawrence y de Huxley, es decir, de la pasión y de la razón; de Gide y de
Malraux, es decir de la curiosidad y de la acción.”[34] Esa conversación entre poetas no terminaría
nunca.
Los retratos de Jorge Cuesta integran la galería de un misterio. Luis Cardoza y Aragón lo dibuja
como un hombre feo al que asediaban las mujeres. Una especie de Picasso que tenía un ojo más
arriba que el otro. Un tiburón jovial. Un relojero que desmontaba las piezas de un argumento para
rearmarlas de tal modo que su lógica triunfase siempre. En algún momento Xavier Villaurrutia se
siente obligado a dar testimonio de que el hombre existe porque hay quien lo duda. Se le cree sábana
de mito, pero existe y tiene carne. Es un hombre que todo devora: filosofía, estética, ciencia, poesía.
Todo lo atrae con la misma fuerza: todo le sirve para poner en juego la destreza de su ingenio.
Salvador Novo lo describe como un muchacho genial y desequilibrado. Lo que tocan sus manos,
decía Ermilo Abreu Gómez, se convierte en polvo, en ceniza. Todos lo muestran inteligentísimo, alto
y delgado. Elías Nandino resalta sus manos largas y huesudas, su aura angelical y satánica en donde
se reunían la inteligencia y la intuición, la magia y el microscopio. También nota su carácter
indómito: bajo su imagen de ángel de madera se esconde una tempestad blasfema, un letal depósito
de ironía. Un fantasma, un hombre ajeno a su cuerpo. Cuando hablaba, se le escuchaba, pero no se
sabía de dónde venían sus palabras; parecía como si surgieran de los fantasmas del aire. Y Octavio
Paz dibujó sus ojos de perpetuo asombro, su elegancia, su extraña fisonomía de inglés negroide. Un
hombre que no se servía de la inteligencia sino que servía a la inteligencia; un hombre poseído por el
dios temible de la Razón, un hombre a quien le faltó sentido común, esa dosis de intuición, quizá de
irracionalidad, que necesitamos para vivir.
Decía que Paz desoía al Cuesta que insistía que México necesitaba remar contra su pasado y
combatir con dureza las estafas de los nacionalistas o los identitarios que, para el caso, son lo
mismo. La identidad, cualquiera que sea su envoltura, nos encierra en una jaula. Ése fue el problema:
Paz no dejó de interrogarse sobre el cuerpo que somos. Puede hablarse de la identidad desde el
discurso de las razas, el diván del psicoanálisis o la imagen del mito poético. A fin de cuentas, el
trofeo de sus pescas es una red que falsifica y detiene.
La tarde de aquel 17 de diciembre, cuando los políticos y magnates habían dejado la casa en
Coyoacán que ocupaba Octavio Paz, el poeta se quedó un tiempo con su mujer y algunos amigos.
Christopher Domínguez describe la escena. Entre los dolores de la enfermedad se asomaba de pronto
la lucidez y el ingenio de siempre. Alguien le informó de la muerte de su amigo Claude Roy y soltó
unas lágrimas.
Entonces decidió hablar de la muerte. De su muerte. “Cuando me enteré de la gravedad de mi enfermedad —dijo— me di cuenta de
que no podía tomar el camino sublime del cristianismo. No creo en la trascendencia. La idea de la extinción me tranquilizó. Seré ese
vaso de agua que me estoy tomando. Seré materia.”[35]
[Una ciencia de la ilegalidad]
[1]
Citado en Balakrishnan, The Enemy. An Intellectual Portrait of Carl Schmitt, Londres, Verso,
2000, p. 192.
[2]
La expresión es de Hugo Fischer y es referida por Jean-Pierre Faye en Los lenguajes totalitarios,
Madrid, Taurus, 1974, p. 112.
[3]
Véase Joseph Roth, What I Saw. Reports from Berlin 1920-1933, Norton, 2002.
[4]
En Balakrishnan, op. cit., p. 13.
[5]
Citado por Joseph W. Bendersky, Carl Schmitt. Theorist for the Reich, Princeton University
Press, 1983, p. 5.
[6]
Héctor Orestes Aguilar, Carl Schmitt, teólogo de la política, México, FCE, 2001, p. 73.
[7]
Cito de la versión de El concepto de lo político de Rafael Agapito, Madrid, Alianza Editorial,
1991, p. 56.
[8]
Véase Jacques Derrida, Politics of Friendship, Londres, Verso, 1997. La cita de Schmitt se
encuentra en Balakrishnan, op. cit., p. 113.
[9]
Véase el capítulo 12 de la biografía de Balakrishnan.
[10]
El texto de Schmitt está recogido en la compilación de Héctor Orestes Aguilar como “El Führer
defiende el derecho”.
[11]
Véase la biografía de Bendersky, p. 222.
[12]
Ex Captivitate Salus, citado por Enrique Tierno Galván en Revista de Estudios Políticos, vol.
XXXIV, año X, núm. 54, 1950.
[13]
A Dangerous Mind. Carl Schmitt in Post-War European Thought, New Haven, Yale University
Press, 2003.
[14]
Tempestades de acero, Madrid, Tusquets, 1993, p. 5.
[15]
La guerra como experiencia interior, citado por Christian Graf von Krockow, La decisión. Un
estudio sobre Ernst Jünger, Carl Schmitt y Martin Heidegger, México, Ediciones Cepcom,
2001, p. 86.
[16]
Claudio Magris, “Venerable sí, grande no”, El mundo, 18 de febrero de 1998.
[17]
“Mediante la emboscadura proclamaba el hombre su voluntad de depender de su propia fuerza y
afirmarse en ella sola”, La emboscadura, Barcelona, Tusquets, 1993, p. 80.
[18]
Ernst Jünger, Radiaciones. Diarios de la Segunda Guerra Mundial, Barcelona, Tusquets, 1995,
pp. 56-57.
[19]
Stephen Holmes, The Anatomy of Antiliberalism, Cambridge, Harvard University Press, 1993.
[20]
Carl Schmitt, Tierra y mar. Consideraciones sobre la historia universal, Madrid, Estudios
Políticos, 1952, pp. 71-72.
[21]
El concepto de lo político, op. cit., p. 56.
[22]
Giovanni Sartori, “Política”, Elementos de teoría política, Madrid, Alianza Editorial, 1992, p.
220.
[23]
Papini, El crepúsculo de los filósofos, citado en Political
Massachusetts, MIT Press, 1986, p. 7.
[24]
En Heinrich Meier, The Lesson of Carl Schmitt, The University of Chicago Press, 1998. Aquí
sigo la interpretación de Meier sobre los rasgos teológicos de la filosofía política de Schmitt.
[25]
“La ‘humanidad’ resulta ser un instrumento de lo más útil para las expansiones imperialistas, y en
su forma ético-humanitaria constituye un vehículo específico del imperialismo económico”, en El
concepto de lo político, op. cit., p. 83.
[26]
El análisis de Strauss de la obra de Schmitt puede leerse en Heinrich Meier, Carl Schmitt and
Leo Strauss. The Hidden Dialogue, The University of Chicago Press, 1995.
[27]
Carl Schmitt, Sobre el parlamentarismo, Madrid, Tecnos, 1990, p. 22.
[28]
Donoso Cortés, Discurso sobre la dictadura, p. 9.
[29]
Como lo plantea Germán Gómez Orfanel en Excepción y normalidad en el pensamiento de Carl
Schmitt, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1986. Ignacio de Otto, en su Derecho
constitucional, sistema de fuentes (Barcelona, Ariel, 1991), argumenta que la variedad de
conceptos de constitución que desarrolla Schmitt es tan amplia y desorientadora que “sólo puede
explicarse como resultado del intento consciente de negar la supremacía de la Constitución
misma”. El pintor ya no dibuja imágenes: echa humo.
Romanticism, Cambridge,
[Gobernar en bicicleta]
[1]
The Social and Political Doctrines of Contemporary Europe, Cambridge University Press, 1939.
[2]
Véase el ensayo de Torri sobre la oposición del temperamento oratorio con el temperamento
artístico en su De fusilamientos, México, Fondo de Cultura Económica, 1964.
[3]
Diario de Iris Murdoch, citado por Peter J. Conradi en su biografía Iris. The Life of Iris Murdoch,
Nueva York, Norton, 2002, p. 312.
[4]
Iris Murdoch, Under the Net, Nueva York, Penguin Books, 1960, p. 58.
[5]
George Steiner, Errata, Yale University Press, 1998.
[6]
Véase el ensayo sobre Oakeshott en Bhiku Parekh, Pensadores políticos contemporáneos,
Madrid, Alianza Universidad, 1986.
[7]
El racionalismo en la política, México, Fondo de Cultura Económica, 2000, p. 24.
[8]
Popper, por cierto, veía en Oakeshott a un “pensador realmente original” pero, naturalmente, no
aceptaba su embate al racionalismo. Véase “Hacia una teoría racional de la tradición”, en
Conjeturas y refutaciones. El desarrollo del conocimiento científico, Barcelona, Paidós, 1994.
[9]
Sobre ese paralelo entre leninismo y thatcherismo, véase Adam Przeworski, “The Neoliberal
Fallacy”, Journal of Democracy, vol. 3, núm. 3, julio de 1992.
[10]
Así lo llama Adam Gopnik en un fino retrato de Oakeshott: “A Man Without a Plan”, The New
Yorker, 21 y 28 de octubre de 1996.
[11]
“Introducción a Leviatán”, en El racionalismo en la política, p. 222.
[12]
La política de la fe…, p. 46.
[13]
“La educación política”, conferencia inaugural en la London School of Economics, recogida en El
racionalismo en la política, p. 69.
[14]
Burke, Speech on the Reform of the Representation of the Commons in Parliament, en Selected
Works of Edmund Burke, Miscellaneous Writings, Liberty Fund, 1999, p. 21.
[15]
“Qué es ser conservador”, en El racionalismo en la política, p. 376 y ss.
[16]
Colin Falck, “Romanticism in Politics”, New Left Review, 18, enero-febrero de 1963.
[17]
Anthony Giddens, Beyond Left and Right. The Future of Radical Politics, Stanford University
Press, Stanford, 1994.
[18]
“Time, Institutions and Action: An Essay on Traditions and Their Understanding”, Preston King y
B. C. Parekh, ed., Politics and Experience. Essays Presented to Professor Michael Oakeshott
on the Occasion of his Retirement, Cambridge, Cambridge University Press, 1968.
[19]
En La política de la fe y la política del escepticismo, p. 109.
[20]
He traducido los poemas de Donne a partir de la edición de C. A. Patrides, The Complete
English Poems, Nueva York, Alfred A. Knopf, 1991.
[21]
Párrafo 151 de los Pensamientos de Pascal. Cito la edición de Alianza Editorial, Madrid, 1981.
El ensayo de Kolakowski es Dios no nos debe nada. La religión triste de Pascal, Barcelona,
Editorial Herder, 1996.
[22]
“Del arrepentimiento”, Libro III, segundo ensayo, Ensayos completos, México, Porrúa, 1991.
[23]
Hugo Friedrich, Montaigne, University of California Press, 1991, p. 193.
[24]
“La voz de la poesía en la conversación de la humanidad”, en El racionalismo, p. 448.
[25]
La vida parlamentaria, sugiere Oakeshott en La política de la fe…, no es cosa realmente seria: es
un juego en el que los amigos aparecen como oponentes, donde hay disputas sin odio y conflictos
sin violencia. Lo importante en estos ritos no es el resultado sino el proceso. En este punto
Oakeshott recoge las reflexiones del Homo ludens del brillante historiador holandés Johan
Huizinga. “La existencia del juego —dice Huizinga— corrobora constantemente, y en el sentido
más alto, el carácter supralógico de nuestra situación en el cosmos. […] Nosotros jugamos y
sabemos que jugamos; somos, por tanto, algo más que meros seres de razón, puesto que el juego
es irracional”, Johan Huizinga, Homo Ludens, Madrid, Alianza Editorial, 1998, pp. 35-36.
[26]
Elias Canetti, Masa y poder, Barcelona, Alianza Muchnik, 1981, tomo 2, p. 393.
[27]
Hanna Fenichel Pitkin, “The Roots of Conservatism. Michael Oakeshott and the Denial of
Politics”, en Dissent, núm. 4, otoño de 1973.
[28]
“A Place of Learning”, en The Voice of Liberal Learning, Indianápolis, Liberty Fund, 1989, p.
16.
[29]
Noel Annan, Our Age, English Intellectuals Between the World Wars. A Group Portrait, Nueva
York, Random House, p. 400.
[Bobbio y el perro de Goya]
[1]
La carta es citada por Robert Hughes en Goya, Nueva York, Alfred A. Knopf, 2003, p. 151.
[2]
Maquiavelo lo pone así en el capítulo XVII de El príncipe.
[3]
Norberto Bobbio, Autobiografía, Madrid, Taurus, p. 190.
[4]
Autobiografía, edición citada, p. 49.
[5]
Norberto Bobbio, “La historia vista por los perseguidores”, Fractal, núm. 20.
[6]
Norberto Bobbio, Perfil ideológico del siglo XX en Italia, México, Fondo de Cultura Económica,
1989, p. 252.
[7]
Sobre este punto puede verse el estudio de Alfonso Ruiz Miguel, Política, historia y derecho en
Norberto Bobbio, México, Fontamara, 1994.
[8]
“Si cede la ley”, en Las ideologías y el poder en crisis, Madrid, Ariel, 1986.
[9]
Autobiografía, p. 131.
[10]
Quentin Skinner, “Meaning and Understanding in the History of Ideas”, en Visions of Politics,
Volume I: Regarding Method, Cambridge University Press, 2002.
[11]
Esta advertencia de Bobbio es clara: “En el estudio de los autores del pasado jamás me ha
atraído especialmente el espejismo del llamado encuadramiento histórico, que eleva las fuentes a
precedentes, las ocasiones a condiciones, se diluye a veces en particularidades hasta perder de
vista el todo: me he dedicado en cambio con especial interés a la explicación de temas
fundamentales, a la clarificación de los conceptos, al análisis de los argumentos, a la
reconstrucción del sistema”. De Hobbes a Marx, citado en el prólogo de Alfonso Ruiz Miguel a
Estudios de historia de la filosofía, Editorial Debate, 1985.
[12]
Cuando habla de Julien Benda en estos términos, habla de sí mismo: “Con su pasión por las
definiciones netas, unida a su horror por la vaguedad y por la idea confusa, que no se integra en
relaciones bien definidas con otras ideas”. La duda y la elección. Intelectuales y poder en la
sociedad contemporánea, Barcelona, Paidós, 1998, p. 31.
[13]
Esencia y valor de la democracia, Barcelona, Editorial Labor, 1977.
[14]
Capitalism, Socialism and Democracy, Nueva York, Harper and Row, 1975.
[15]
El futuro de la democracia, México, Fondo de Cultura Económica, p. 136.
[16]
Eso lo dice al reseñar la Teoría de la democracia de Giovanni Sartori: “La democracia realista
de Giovanni Sartori”, Nexos, febrero de 1990.
[17]
En una respuesta a Palmiro Togliatti, el secretario del Partido Comunista Italiano, escribe: “Estoy
convencido de que si no hubiéramos aprendido del marxismo a ver la historia desde el punto de
vista de los oprimidos, ganando una nueva e inmensa perspectiva en el mundo humano, no nos
habríamos salvado”. Aquí el guiño es mayor: el marxismo como revelación, como ruta de
salvación. La cita es recogida por Alfonso Ruiz Miguel en Política, historia y derecho en
Norberto Bobbio, México, Fontamara, 1994, p. 29.
[18]
“Marxist Roots of Stalinism”, en Robert C. Tucker, Stalinism. Essays in Historical
Interpretation, Nueva York, Norton, 1977. El libro de Bobbio había sido publicado un año antes
en Italia.
[19]
Michel Tournier, El espejo de las ideas, Barcelona, El acantilado, 2000.
[20]
Norberto Bobbio, Izquierda y derecha, Madrid, Taurus, p. 146.
[21]
Bobbio, Elogio de la templanza y otros escritos morales, Madrid, Editorial Temas de Hoy,
1997.
[Liberalismo trágico]
[1]
Joseph Brodsky, “Isaiah Berlin: A Tribute”, en Edna Ullmann-Margalit y Avishai Margalit, Isaiah
Berlin. A Celebration, Chicago, The University of Chicago Press, 1991.
[2]
Así lo describe Ian Buruma recordando a su amigo: “The Last Englishman”, en Anglomania. A
European Love Affair, Nueva York, Vintage, 1998.
[3]
Michael Ignatieff, Isaiah Berlin. A Life, Nueva York, Metropolitan Books, 1998, p. 3.
[4]
Las referencias biográficas provienen del libro de Ignatieff, sin duda la mejor reconstrucción de la
vida de Berlin.
[5]
Para una lectura crítica y al mismo tiempo respetuosa del trabajo de Berlin, puede leerse el ensayo
de G. A. Cohen, “Isaiah’s Marx’s and Mine”, en el libro homenaje editado por los Margalit.
[6]
Flourishing. Letters 1928-1946, Henry Hardy, ed., Chatto & Windus, Londres, 2004, p. 271.
[7]
Flourishing…, p. 391.
[8]
“Winston Churchill en 1940”, en Impresiones personales, México, Fondo de Cultura Económica,
1984, p. 80. Cuando Churchill leyó el ensayo en el ejemplar del Atlantic Monthly, gruñó:
“Demasiado bueno para ser cierto”.
[9]
“Political Judgement”, en The Sense of Reality. Studies in Ideas and their History, Nueva York,
Farrar, Strauss and Giroux, 1996, pp. 44-45.
lo sintetizan Marcel Detienne y Jean-Pierre Vernant, citados por François Jullien, Tratado de
la eficacia, Madrid, Siruela, 1999, p. 27.
[10] Así
[11]
Recientemente se han reunido los textos que Berlin redactó en sus visitas a la Unión Soviética:
The Soviet Mind. Russian Culture Under Communism, publicado por The Brookings Institution,
Henry Hardy, ed.; pról. de Strobe Talbott, 2004.
[12]
En “Reuniones con escritores rusos en 1945 y 1956”, en Impresiones personales, México, Fondo
de Cultura Económica, p. 319.
[13]
Citado en el prólogo de Vladimir Leonóvich, “Anna de todas las Rusias”, a Anna Ajmátova,
Réquiem y otros escritos, Barcelona, Galaxia Gutemberg-Círculo de Lectores, 2000. La mayor
parte de las citas de Ajmátova provienen de esa edición.
[14]
Esta traducción es mía de la versión al inglés de Judith Hemschemeyer publicada en The
Complete Poems of Anna Akhmatova, Boston, Zephyr Press, 2000.
[15]
Del encuentro legendario no solamente existe el testimonio de Berlin y la puntual narración de
Ignatieff. El escritor húngaro György Dalos dedicó todo un libro a la conversación: The Guest
from the Future. Anna Akhmatova and Isaiah Berlin, Nueva York, Farrar, Strauss and Giroux,
1999. Una ópera basada en el encuentro entre Berlin y Ajmátova se estrenó en julio de 2004 con
música de Mel Marvin y libreto de Jonathan Levi.
[16]
La descripción está en el prólogo de Henry Hardy a La traición de la libertad. Seis enemigos de
la libertad humana, México, Fondo de Cultura Económica, 2004. El libro es la transcripción de
las conferencias que Berlin pronunció en 1952.
[17]
Joseph Brodsky, “Isaiah Berlin: A Tribute”, op. cit., pp. 211-212.
[18]
Isaiah Berlin,“Dos conceptos de libertad”, en Cuatro ensayos sobre la libertad, Madrid, Alianza
Editorial, 1988, p. 195.
[19]
Véase el ensayo de John Gray, Isaiah Berlin, Valencia, Edicions Alfons el Magnànim, 1995.
[20]
Isaiah Berlin, “The Pursuit of the Ideal”, en The Crooked Timber of Humanity, Nueva York,
Alfred A. Knopf, 1991, p. 13.
[21]
Wislawa Szymborska, Poesía no completa, trad. de Gerardo Beltrán, México, Fondo de Cultura
Económica, 2002.
[22]
Quien hace esta descripción es Pavel Annenkov, citado por Berlin en “Alexander Herzen”, en
Pensadores rusos, México, Fondo de Cultura Económica, 1979, p. 357.
[23]
“Herzen y Bakunin”, ibid., p. 195.
[24]
Alexander Herzen, Pasado y pensamientos, Madrid, 1994, Tecnos, p. 171.
[25]
Alexander Herzen, From the Other Shore, Oxford University Press, p. 3.
[26]
Las críticas vienen de Norman Podhoretz, “A Dissent on Isaiah Berlin”, en The Norman
Podhoretz Reader. A Selection of his Writings from the 1950s through the 1990s, Free Press,
2004; y de Christopher Hitchens, “Goodbye to Berlin”, en Unacknowledged Legislation. Writers
in the Public Sphere, Londres, Verso, 2000.
[27]
“Nacionalismo bueno y malo. Entrevista de Nathan Gardels con Isaiah Berlin”, Vuelta, febrero
de 1992, p. 13.
[28]
Sobre el nacionalismo y el sionismo de Berlin puede leerse el ensayo de Buruma “The Last
Englishman…”, cit., y “The Crooked Timber of Nationalism” de Avishai Margalit, recogido en
Ronald Dworkin, Mark Lila y Robert B. Silvers, The Legacy of Isaiah Berlin, Nueva York, The
New York Review Books, 2001.
[29]
La cita proviene de “Isaiah Berlin in Conversation with Steven Lukes”, Salmagundi, núm. 120,
otoño de 1998.
[30]
Chistopher Hitchens, “Goodbye to Berlin”, cit., p. 162.
[31]
“La naïveté de Verdi”, en Contra la corriente, p. 372.
[Sílabas enamoradas]
[1]
Octavio Paz, El arco y la lira, Obras completas, México, Fondo de Cultura Económica, 1995, 1:
116.
[2]
Ibid., 1: 126.
[3]
“Suma y sigue” (Conversación con Julio Scherer), OC 8: 366.
[4]
Véase “La conciliación de los contrarios”, en Adolfo Castañón, Ramón Xirau et al., Octavio Paz
en sus “Obras completas”, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes y Fondo de
Cultura Económica, 1994, y su completo estudio El árbol milenario. Un recorrido por la obra
de Octavio Paz, Barcelona, Círculo de Lectores, 1999.
[5]
“Nosotros: los otros”, OC 10: 33.
[6]
“Poesía del pensamiento”, Vuelta, mayo de 1998.
[7]
Octavio Paz, Memorias y palabras. Cartas a Pere Gimferrer, 1966-1977, Barcelona, Seix
Barral, 1999.
[8]
“Los derechos de la poesía”, en Adolfo Castañón, Ramón Xirau y otros, Octavio Paz en sus
“Obras completas”, op. cit.
[9]
“Poesía, mito, revolución”, en OC 1: 522.
[10]
María Zambrano, Filosofía y poesía, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1993, pp. 13-14.
[11]
“La democracia: lo absoluto y lo relativo”, OC 9: 473.
[12]
“El escritor y el poder”, OC 8: 549. “¿Desde dónde escribe usted, desde el centro, desde la
izquierda, desde dónde?”, le pregunta Braulio Peralta. Paz responde: “Desde mi cuarto, desde mi
soledad, desde mí mismo. Nunca desde los otros”. Braulio Peralta, El poeta en su tierra.
Diálogos con Octavio Paz, México, Raya en el Agua, 1999.
[13]
“Vigilias: diario de un soñador”, OC 8: 147.
[14]
“Luis Cernuda”, OC 3: 253.
[15]
“Pequeña crónica de grandes días”, en OC 9: 471.
[16]
“La otra voz”, OC 1: 586.
[17]
Leszek Kolakowski, Modernity on Endless Trial, Chicago, The University of Chicago Press,
1990. Hay una traducción publicada por Vuelta.
[18]
Véase el ensayo de Yvon Grenier, Del arte a la política. Octavio Paz y la búsqueda de la
libertad, México, Fondo de Cultura Económica, 2004.
[19]
“La letra y el cetro”, en OC 8: 546.
[20]
Itinerario, en OC 9: 66.
[21]
“El poeta en su tierra”, entrevista con Braulio Peralta, en OC 15: 389.
[22]
Eso decía al recibir el Premio Tocqueville, en 1989. Cuarenta años antes, en El laberinto de la
soledad, decía justamente lo contrario: “La historia tiene la realidad atroz de una pesadilla; la
grandeza del hombre consiste en hacer obras hermosas y durables con la sustancia real de esa
pesadilla. O dicho de otro modo, transfigurar la pesadilla en visión, liberarnos, así sea por un
instante, de la realidad disforme por medio de la creación”. (114)
[23]
“El asesino y la eternidad”, en OC 9: 104.
[24]
Isaiah Berlin, “La inevitabilidad histórica”, en Cuatro ensayos sobre la libertad, Madrid,
Alianza Universidad, 1988.
[25]
“Conversar es humano”, entrevista con Enrico Mario Santí, en OC 15: 545.
[26]
Octavio Paz, Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, México, Fondo de Cultura
Económica, 1982, p. 24.
[27]
El laberinto de la soledad, en OC 8: 107.
[28]
Como cuenta Paz en sus cartas a Gimferrer, el primer título de Pasado en claro era precisamente
Tiempo adentro.
[29]
OC 1: 27.
[30]
“Entrada retrospectiva”, prólogo a OC 8: El peregrino en su patria. Historia y política en
México, p. 16.
[31]
Gabriel Zaid, “Octavio Paz y la emancipación cultural”, en Ensayos sobre poesía, Obras 2,
México, El Colegio Nacional, 1993
[32]
Es el capítulo sobre “El pachuco y otros extremos”, de El laberinto de la soledad, en OC 8: 57.
[33]
“El espejo indiscreto”, en OC 8: 434.
[34]
“Contemporáneos”, en OC 4: 72.
[35]
“La muerte de Octavio Paz”, en La sabiduría sin promesa. Vidas y letras del siglo XX, México,
Joaquín Mortiz, 2001, p. 333.
Índice
Portada
Preliminares
Introducción
Una ciencia de la ilegalidad
Gobernar en bicicleta
Bobbio y el perro de Goya
Liberalismo trágico
Sílabas enamoradas
Notas
Contraportada
2
3
7
8
22
35
52
73
89
97