Pensar en marcha
Filosofía y protesta social en Colombia
Pensar en marcha : filosofía y protesta social en Colombia /
Adolfo Chaparro Amaya... [et al.] ; editado por Delfín Ignacio
Grueso Vanegas... [et al.].- 1a ed.Ciudad Autónoma de Buenos Aires : CLACSO, 2022.
Libro digital, PDF
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-813-182-5
1. Colombia. 2. Filosofía Clásica. 3. Conflictos Sociales. I. Chaparro
Amaya, Adolfo. II. Grueso Vanegas, Delfín Ignacio, ed.
CDD 303.6098
Otros descriptores asignados por CLACSO:
Protesta social / Juventudes / Movimientismo / Gobierno /
Violencias / Filosofía / Estado / Colombia / América Latina
Diseño de tapa: Dominique Cortondo
Corrección: Facundo Gómez
Diseño interior: Paula D’Amico
Pensar en marcha
Filosofía y protesta social en Colombia
Delfín Ignacio Grueso Vanegas,
Ángela Niño Castro, Eduardo A. Rueda Barrera
y Leonardo Tovar González
(Editores)
CLACSO Secretaría Ejecutiva
Karina Batthyány - Secretaria Ejecutiva
María Fernanda Pampín - Directora de Publicaciones
Equipo Editorial
Lucas Sablich - Coordinador Editorial
Solange Victory y Marcela Alemandi - Gestión Editorial
Nicolás Sticotti - Fondo Editorial
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CONOCIMIENTO ABIERTO, CONOCIMIENTO LIBRE
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Pensar en marcha. Filosofía y protesta social en Colombia (Buenos Aires: CLACSO, Marzo de 2022).
ISBN
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necesariamente las opiniones e interpretaciones expresadas.
Índice
Introducción ............................................................................................................................9
Ángela Niño, Eduardo A. Rueda y Leonardo Tovar
Entrada. La filosofía toma la palabra .......................................................................... 17
Delfín Ignacio Grueso
SECCIÓN I. CRISIS DE LA DEMOCRACIA, REPRESIÓN POLICIAL
Y REVOLUCIÓN MOLECULAR
Apartado A. Avatares políticos de la democracia
Constitución sitiada, neototalitarismo y paz hecha trizas en
Colombia. Por un marco de sentido desde la filosofía política .........................29
Oscar Mejía Quintana
Pluralismos políticos o muerte a la democracia .....................................................43
Angélica Montes Montoya
Voz pública y democracia................................................................................................. 55
Leonardo González y Luisa Monsalve
Explota Colombia.................................................................................................................67
Luis Eduardo Hoyos
Colombia: protesta social, tensiones emergentes y subjetividades políticas.......75
Sergio de Zubiría Samper
Apartado B. Avatares sociales de la democracia
Tres tesis sobre el paro nacional del 28-A en Colombia ....................................... 91
David Alejandro Valencia Gutiérrez
Contra-conductas de 2021 en Colombia: entre la (des)aceleración
de la economía y la constitución del homo politicus................................................105
Luz María Lozano-Suárez
Los “ni-ni”: ni trabajo ni estudio ¿ni futuro?
La protesta joven en el marco del paro 2021 ........................................................... 117
Angela Niño Castro
Disolución ..............................................................................................................................131
Leonardo Tovar González
Crisis orgánica, insurrección popular y represión ..............................................145
Edwin Cruz Rodríguez
Revolución molecular y estallido social en Colombia ........................................ 159
Adolfo Chaparro Amaya
Una política molecular por venir: a propósito del paro nacional
en Colombia ......................................................................................................................... 171
Nelson Fernando Roberto Alba
El derecho a la palabra y la construcción de la memoria del presente .......179
Martha Palacio Avendaño
Otra praxis de libertad ....................................................................................................189
Eduardo A. Rueda Barrera
Excurso. El trasfondo político del paro: la crisis de representación
de la sociedad colombiana .............................................................................................201
Fernán E. González G.
SECCIÓN II. SUBJETIVIDADES, VIOLENCIAS Y RESISTENCIAS
Los buenos somos más.................................................................................................... 239
Francisco Cortés Rodas
La mala educación de la “gente de bien” ................................................................. 245
Juny Montoya Vargas
Aporofobia y lucha social en Colombia ....................................................................257
Andrés Sandoval S.
El rol de los intelectuales en la protesta.
Revisiones a la práctica de suplicio en Colombia .................................................271
Ángela Patricia Rincón Murcia
Ira ........................................................................................................................................... 285
Enver Joel Torregroza Lara
Simpatía en el paro nacional de Colombia ............................................................ 295
José Oliverio Tovar Bohórquez
Las víctimas como precio: una aproximación al mayo colombiano ........... 307
Onasis R. Ortega
Cuerpos en resistencia: desgarrando el presente, fracturando
el pasado, rehabitando el porvenir ............................................................................. 321
Laura Quintana
El acontecimiento “sentipensante” del nuevo tiempo.
El espíritu de la rebelión juvenil ..................................................................................335
Jorge Gantiva Silva
Sujetos sociales en transformación en el paro de 2021 en Colombia.......... 349
Diego Jaramillo Salgado
La lucha social será feminista o no será ...................................................................363
Katherine Esponda Contreras
SECCIÓN III. DIGNIDAD, CULTURA Y MEMORIA
La explosión social obsidiana .......................................................................................375
Numas Armando Gil Olivera
El miedo al pueblo. Reflexión de un transterrado en Puerto Rico
sobre las protestas en Colombia ..................................................................................383
Carlos Rojas Osorio
Simulación y democracia en Colombia o cómo perpetuar
el inmovilismo social........................................................................................................395
Damián Pachón Soto
Colombia: protesta social y modernidad postergada.........................................409
Vicente Durán Casas
Luchas sociales y memoria ............................................................................................421
Alberto Antonio Berón Ospina
Derribamiento de estatuas y crisis del imaginario nacional...........................435
Alfredo Gómez Muller
La lucha por lo simbólico en Colombia. Sobre la resignificación
de los símbolos en el contexto del Paro Nacional ................................................451
Juan Camilo Castillo
APÉNDICE. MIRADAS LATINOAMERICANAS
Presentación ....................................................................................................................... 467
Democracias en tiempos revueltos............................................................................ 469
Jovino Pizzi
La respuesta brasileña a la pandemia de COVID-19:
un ejemplo de patología social .................................................................................... 487
Maximiliano Sérgio Cenci
Marchas de 5 estrellas o caminos de interculturalidad .....................................501
Sofía Reding Blase
Los derechos humanos en la filosofía y en los estudios latinoamericanos ....... 515
Ana Luisa Guerrero Guerrero
Pensar los conflictos sociopolíticos en la era de la dignidad de los pueblos ...... 531
Ricardo Salas Astrain
Sobre los autores y autoras ............................................................................................................553
Ira
Enver Joel Torregroza Lara
En la tarde del dos de octubre de 2016, el día del plebiscito por la paz,
estaba en mi casa en Bogotá, con mi esposa y mi hijo de pocos meses
de edad. Había pasado la mañana en el puesto de votación más cercano, ubicado en el parqueadero de un colegio privado de una congregación de agustinos, cumpliendo mi obligación como jurado de
votación; ritual inevitable para el profesor universitario en Colombia. Era una tarde típica de domingo bogotano, cargada de nubes y
melancolía andinas. Tras regresar del conteo de votos, mi esposa y
yo nos sentamos a ver la trasmisión de los resultados por televisión
sin mayores expectativas; ella, que es politóloga y más realista, ya
me había advertido del posible resultado y por ello llevábamos varios
días viviendo un duelo adelantado. Pero yo, que tengo en el alma clavada la irracional esperanza del filósofo en la razón, debo confesar
que creía en un triunfo del sí, limitado, parco, pero triunfo, al fin y
al cabo. En el fondo depositaba mi confianza en el pragmatismo del
establecimiento y en el hecho simple de que el acuerdo de paz era la
victoria indiscutible del Estado de Derecho: el reconocimiento de la
Constitución por parte de la guerrilla.
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Enver Joel Torregroza Lara
Los resultados nos deprimieron, inevitablemente. Pero esa tarde
habría sido hasta cierto punto normal y relativamente tolerable, si no
hubiese sido por la reacción de los vecinos. De un momento a otro comenzamos a escuchar gritos de victoria. La consternación se convirtió pronto en desconcierto y luego en miedo. Un vecino del edificio de
enfrente, que en la madrugada del primero de enero había sacado los
altavoces de su equipo de sonido a la calle para imponernos su música
a todos los demás y no dejarnos dormir, salió esta vez también a celebrar con el himno nacional. Sus gritos estaban cargados de madrazos
y de rabia. Una furia desatada, propia de quien por fin logra la venganza y goza con el desquite. Similar al grito de triunfo del fanático de fútbol que no solo disfruta con la victoria de su equipo, sino que además
se regodea con la derrota humillante del enemigo.
En las horas siguientes el ambiente de la ciudad se enturbió. Una
sombra de miedo e inquietud cubrió una ciudad ya de suyo caótica, ingobernable y triste. Pronto comenzaron a desfilar automóviles
por las calles. Mientras los conductores tocaban sin parar sus bocinas, los pasajeros sacaban el cuerpo por la ventana a gritar “¡No! ¡No!
¡No!”. Otros abrían las ventanas de sus casas para sacar la bandera y
acompañarlos con otros tantos gritos de júbilo agresivo.
Nada, absolutamente nada, de todos los miles de páginas que había leído en mi vida, me había preparado lo suficiente para ese momento. Tanto que aún me duele contarlo. Ni el estoicismo de Séneca
o Marco Aurelio, ni mi entrenamiento en el escepticismo filosófico e
irónico más radical de Montaigne, La Bruyère, Schopenhauer o Gómez Dávila me protegió frente a esa cruda manifestación de la condición humana. Que el “No” ganara, había forma de explicarlo; Colombia es un país difícil, contradictorio como todos, lleno de traumas y,
en 2016, mayoritariamente uribista. Pero, ¿qué significaba semejante
modo de celebrarlo? Sentí que un abismo me separaba del compatriota del frente y de todos que habían salido a las calles a celebrar;
que había algo en el alma de mi propio país con lo que no podía ni
podría jamás identificarme, que estaba más allá de mi capacidad de
comprensión o compasión. Me sentí extraño en mi tierra y sentí ira.
286
Ira
¿Cómo dialogar con un vecino así? ¿qué decirle? ¿cabría la posibilidad algún día de argumentar con él? Mi convicción es que no es
posible y que este es un síntoma más de las poderosas fuerzas que
dominan la psique colombiana. Tonto sería yo si creyera que el problema es la falta de voluntad de diálogo de mi vecino, posicionándome del lado de los racionales, los sensibles y superiores; es decir,
en el lugar de “la gente de bien”, los “buenos”, los “no violentos”,
como se suele decir, con esas fórmulas profundamente violentas
que empujan al otro al lugar de un mal que debe ser extirpado. Estoy seguro de que muchos de los que salieron a celebrar a gritos el
triunfo del “No” aquel día lo hacían con la convicción de hacer parte del bando de “la gente de bien”, de los “no violentos”. Tampoco es
mi culpa, por no bajar yo las escaleras de mi edificio, cruzar la calle
e ir a dialogar con el vecino, a razonar habermasianamente, o por
actuar con humildad pretensiosa y superioridad moral. Tampoco
caigo en esa tontería, o estupidez más bien, pues el vecino –como
todo el mundo sabe en Colombia– podría haberme pegado un tiro.
El problema no es, como se ha querido señalar muchas veces de
modo equivocado, que haga falta empeño o voluntad en los individuos para superar los odios. La cuestión de la violencia en Colombia no se resuelve esperando que haya gestos de buena voluntad,
que nazcan del corazón bondadoso de sus gentes, para superar las
diferencias. Todo esto es discurso vano, una degeneración quizás
de la moralidad y el sentimentalismo cristiano de un país de cultura católica, pero no es la forma correcta de explicar el problema de
la violencia en Colombia.
Por el contrario, el discurso que permanentemente apela a la buena voluntad del corazón de los colombianos para superar los odios,
argumentando que son estos los que causan la guerra, hace parte
en realidad del problema. La gente no puede decir o expresar lo que
piensa o siente de manera espontánea, tranquila y abierta porque
inmediatamente teme ser juzgada por su “violencia”. El imperativo
colectivo de esta forma de moral consistente en la defensa y práctica
permanente de una conducta “pacífica” ha devenido en un perverso
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Enver Joel Torregroza Lara
mecanismo de control de toda queja, todo reclamo, toda inconformidad justificada. Es un mecanismo perverso porque nadie cuestiona
este imperativo de “no-ser-violento”, asumiendo su bondad inherente. El individuo que lo ha aprendido se ve obligado a callar su molestia por abusos e injusticias, mientras siente culpa por su inconformidad con la realidad. Al mismo tiempo, en todo contexto y lugar, se ve
también forzado a actuar hipócritamente para no parecer agresivo.
Con el tiempo, la acumulación sucesiva de enfados contenidos deriva en la violencia pasivo-agresiva característica de la conducta cotidiana de muchos colombianos.
Sea cual sea el origen histórico o los resortes secretos de esta
moralidad represiva, lo cierto es que está integrada en el programa
operativo de la mentalidad colombiana. Pienso que se trata de algo
dramático, porque una de las emociones más difíciles que genera el
estado permanente de violencia es la aplastante sensación de impotencia, de sentirse no solo débil y frágil, sino maniatado, y esta moral-de-los-buenos-que-no-son-violentos la incrementa. Los que se
atreven, ya sea por valor, pero también por desespero, a reclamar,
señalar, juzgar, criticar, cuestionar, denunciar o exigir, son asesinados. El miedo domina a la sociedad colombiana desde que tengo
memoria: miedo a salir a la calle, miedo a pensar en público, miedo
a quejarse, miedo a manifestarse. Pero también miedo a hacer negocios y a hacer empresa, miedo a destacarse o sobresalir, miedo a
triunfar, miedo a construir y a hacer sociedad. Miedo a ser correcto,
justo, responsable o cuidadoso. En todo lugar y a todas horas acecha
la amenaza del ladrón, el abusador, el timador, el tramposo, el corrupto, el violador o el asesino dispuesto a aplastar al bobo. “El vivo
vive del bobo”, dice el refrán popular. En esta cultura del miedo a la
relación social, de generaciones enteras sometidas una tras otra a
formas infames de violencia política, económica y social, la moral represiva no hace sino sumar impotencia a la impotencia, perpetuando paradójicamente la violencia.
La violencia en Colombia, como todos sus males, ha sido diagnosticada hasta el cansancio. Pero esos diagnósticos, que habitan
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Ira
los libros de investigadores e intelectuales, no llegan a la mayoría.
El discurso popular que divide a la sociedad en buenos por un lado
y malos por el otro, provee un explicación simplificada e ingenua
de los males, pero muy poderosa y persuasiva. Como este discurso
tiene una versión de izquierda y otra de derecha, se cree que la solución a la violencia consiste en identificar quiénes son los malos que
la causan: o los paramilitares y sus aliados políticos en la derecha,
o los guerrilleros y sus aliados políticos en la izquierda. Pero en este
debate a todos se les olvida que la violencia es transversal, estructural y sistémica, que hay desde hace lustros en el país una cultura
de la violencia que lo atraviesa de arriba a abajo y que va más allá
de la convencional explicación estructuralista de los marxistas de
vieja escuela.
A la sociedad colombiana la domina la violencia a pequeña escala, violencias cotidianas y sistémicas de todo orden y a todo nivel. Todo es al revés en Colombia. En vez de que los padres apoyen
a sus hijos, los hijos desde muy jóvenes deben trabajar para pagar el
arriendo que le cobran sus padres por seguir viviendo en su casa tras
graduarse de la Universidad. La policía infunde miedo o desprecio. Si
un policía atrapa un delincuente, la gente le grita “¡Suéltelo! ¡No sea
abusivo!”. Si alguien se queja porque lo atienden mal en una oficina
pública o privada los demás lo señalan con desaprobación por ser
una persona complicada y conflictiva. Si alguien se queja porque el
sistema de transporte público es ineficiente, incómodo, contaminante y peligroso, los demás juzgan que se trata de una exageración propia de alguien mimado; “¡Tan delicado!” dicen. Si abusan de alguien,
los familiares lo instan a que no denuncie, con frases como “¿Para
qué se pone bravo?” o “Es mejor no meterse en problemas”.
Al señor mayor dueño del apartamento que había alquilado lo
atracaron un día a mano armada en el mismo barrio, a plena luz y en
la vía pública. Le pregunté que por qué no denunciaba y su respuesta
fue que la experiencia de años le había enseñado que eso no servía
para nada, mientras que con su mirada me juzgaba por mi ingenuidad. Durante años he oído esas respuestas. He visto también cómo
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Enver Joel Torregroza Lara
la gente ha dejado de expresar su enfado frente a todo tipo de abusos, provenientes del Estado, de los comercios, los empleadores y los
bancos. La gente no expresa sus molestias cotidianas por culpa, con
miedo a los efectos negativos y porque sabe que sus quejas caen en
saco roto, que le van a responder con retórica y que hasta la van a regañar atribuyéndole la responsabilidad de su mal. Un alcalde mayor
de Bogotá en una ocasión solicitó a los ciudadanos que no sacaran
su teléfono a la calle para que no se lo robaran. Si a alguien le roban,
la respuesta de los demás es que “dio papaya”, que “por qué fue tan
bobo”, que “no se puso las pilas”. Si violan a una mujer es su culpa,
por vestir falda o maquillarse, por caminar por donde no debía, por
andar sola… por ser mujer.
Los ejemplos son innumerables, agotadores hasta el hastío. Todos
los conocemos. Pero el que más me molesta es esa violencia ejercida
por la prohibición sistemática de la queja que opera en la moral colombiana a todo nivel y a todas horas y que obliga a todos a dar las
gracias por lo poco que se tiene. Si alguien se queja, es un desagradecido porque siempre habrá otro en peores condiciones. Si te roban,
hay que agradecer porque a otro le robaron más. Si abusan sexualmente de ti, hay que agradecer porque te pudieron haber matado.
Si tienes hambre, hay que agradecer porque otros no tienen piernas
con qué andar ni brazos con qué comer. No hay lugar para la queja,
en esta perversa máquina de la culpa de cadenas interminables.
La violencia de la guerra, la violencia de la manipulación política, la violencia de las limitaciones económicas del país y la ausencia
de Estado, dan continuidad a la violencia sufrida en casa y otros espacios privados. Ambas se nutren mutuamente y se complementan.
La violencia cotidiana, sistemática y taimada, se articula eficientemente con la violencia social, económica y política a nivel colectivo.
Desgastada por la microviolencia de los espacios privados, el alma
ciudadana llega disminuida al espacio de lo público. El clima de
muerte que caracteriza a una sociedad dominada por la corrupción
y el narcotráfico, se ve trágicamente complementado con el miedo y
la imposibilidad de expresar el enojo, tatuados en los cuerpos desde
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Ira
la infancia. El sistema moral, que frena con mecanismos de culpabilización cualquier asomo de protesta y se reproduce con facilidad
en todos los escenarios de socialización, desde la familia y la escuela
hasta la televisión y las redes sociales, le da forma a una subjetividad
política sometida, avergonzada y reprimida, a la vez que refuerza los
efectos opresivos del imperio del miedo.
La consecuencia de todo esto es que la sociedad colombiana no
sabe protestar, porque no ha tenido la oportunidad de hacerlo y en
general no se lo permite. Cuando lo intenta, como ha ocurrido con
la masiva explosión de protesta social en 2021, la protesta ha sido
condenada a priori y sistemáticamente frenada por la misma moral
represiva de siempre. Se han condenado sus excesos, su nivel de agitación, sus efectos negativos en la economía, sus motivos, su modo
y lugar. Pero se lo ha hecho porque en Colombia no está permitida
a priori la queja. Porque por principio todo reclamo es injustificado.
“Antes deberíamos dar las gracias por tantos campos verdes, tanta
agua y belleza natural”, pareciera que alcanza a decir esta vocecilla
endemoniada de la conciencia nacional.
Quiero que se me entienda: cuando digo que la sociedad colombiana no sabe protestar no es una acusación, sino el señalamiento
de un hecho, de una situación que lamento profundamente y con
tristeza. Me gustaría un país distinto, donde todo el mundo reclama
y exige y demanda a todas horas y por todo, por respeto, porque es
obvio, porque es básico. Sin miedo, ni culpa. Un país distinto, donde
no se esgrima el “yo también tengo derecho” para pasar por encima
del otro, sino para exigir lo que es bueno para todos.
Gracias a la protesta social de 2021 ha sido por fin y por primera
vez en la historia de Colombia que he vivido y puedo recordar una
protesta de verdad, como debe ser. Es irracional esperar que un estallido social de esas dimensiones sea “pacífico” en los limitantes términos establecidos por la retorcida moral colombiana de la no-violencia que, como he explicado, es un mecanismo represor que configura
una subjetividad sometida. Durante los meses de la protesta he visto
comentarios por todas las redes sociales, en columnas y entrevistas,
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Enver Joel Torregroza Lara
que invitan a la población a la moderación, a no expresarse violentamente, a actuar pacíficamente. Algunos incluso han querido dar lecciones a los demás de cómo se debe protestar: los “buenos” de siempre, la “gente de bien”, que sí sabe marchar en calma, calladita, con
letreros bien pintados con buena ortografía, por vías pavimentadas
y sin interrumpir las horas de trabajo o de comida. Con superioridad moral señalan de nuevo a los “malos”: los que no saben protestar,
sino que lo hacen a deshoras, con violencia, gritando mucho, cortando el tráfico en carreteras, quemando vehículos y tirando piedras.
Pero un estallido social de verdad, honesto y que exprese el agotamiento y la ira contenida de muchos años por injusticias y traumas
sin nombre no puede ser un desfile ordenado de colegiales.
La pandemia de la COVID-19 y los confinamientos obligatorios
han sido la mecha de la explosión, en Colombia y en otras partes del
mundo. La pandemia y los confinamientos se han adicionado como
un factor más de presión sobre la difícil situación vital de millones
de personas en diferentes países, acentuado los problemas previos,
agravándolos y haciéndolos más visibles al mismo tiempo. Problemas sociales y políticos de largo aliento como el racismo en Estados
Unidos, o las heridas de la dictadura y la exclusión de los mapuches
en Chile, son solo dos ejemplos. Así que no cabe argumentar que la
gente sale a protestar a las calles en 2021 solamente porque está cansada de la pandemia y el encierro. Estos factores han sido un acicate,
pero no son la causa.
A nivel individual, los motivos de cualquier colombiano para salir
a la calle y gritar son muchos y variados. Los problemas no son universales y en cada región del país la rabia contenida tiene sus motivos distintos. El indígena del Cauca no protesta por lo mismo que el
empleado de Cali o el estudiante de Bogotá. El motivo del estallido
no se puede reducir a la acción de respuesta frente a la medida de
un gobierno de turno o un determinado proyecto de ley. Pienso honestamente que cientos de miles de colombianos están insatisfechos
con su realidad económica, política y social desde hace años y que
están dispuestos a marchar ahora y protestar también por abusos,
292
Ira
leyes injustas e imposiciones indebidas de hace diez, veinte o treinta
años. Que quieren marchar en contra de la pandemia y el confinamiento, sí, pero también en contra de los bancos, la mediocridad en
el sistema educativo y el de salud, el costo de vida, la ausencia de infraestructura y de Estado, la violencia guerrillera y paramilitar, el
narcotráfico y la corrupción. Si hay un denominador común en todas estas manifestaciones es sin duda el desespero. La imposibilidad
de soportar más, tras décadas de pobreza, humillación e impotencia.
Es fácil confundir firmeza con violencia, poder con violencia. Todos los colombianos tenemos poder y tenemos derecho a actuar con
firmeza frente a lo que está mal. Es más, es nuestro deber. Quejarnos,
exigir y reclamar. No podemos por tanto avalar una sola forma de
protestar, diciendo que sí a esta protesta y a aquella otra no, condenando manifestaciones civiles como si fueran actos de violencia de
gente malvada o ignorante. Hablar y pensar así quiebra una vez más
nuestra sociedad mil veces fragmentada. La sociedad colombiana
puede –soy terco, lo sé, como una mula, con mi irracional optimismo
filosófico –aprender a gritar su ira. Puede aprender a usar su fuerza
para transformarse, quebrando los atolladeros de la consciencia colectiva, los laberintos de culpa y miedo en los que se enreda su moral.
Puede usar su ira como una potencia generadora de efectos reales
en su propia mejora, con firmeza y persistencia, a lo largo del tiempo. Pero esto solo se logra si sigue protestando, si no para de protestar, hasta que la sociedad en su conjunto aprenda a hacerlo de una
vez por todas, sin culpa y sin miedo. La ira que se ha manifestado es
proporcional al lamentable estado en el que se encuentra el país. El
problema que hay que resolver no es, por tanto, la ira, sino sus profundas y lamentables causas.
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