Alquimia Del Dolor - Luis Montiel PDF
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Luis Montiel
Medical Anthropology in Tarragona
Medical anthropology at the Universitat Rovira i Virgili (until 1991, the University of Barcelona
at Tarragona) has a history going back more than 30 years.
In 1981, the first medical anthropology course in Spain was offered here as part of the under-
graduate degree program in anthropology; in 1984, a medical anthropology course was offe-
red here for the first time in a Spanish university as part of the degree program in nursing; and
in 1986, medical anthropology became part of a Ph.D. program here for the first time in a
Spanish university. A required course in medical anthropology has been part of the URV un-
dergraduate program in social anthropology since 1993, and will remain so until this program
is phased out in 2016.
In 1982, the first medical anthropology symposium in Spain (Primeres Jornades d’Antropolo-
gia de la Medicina) was held in Tarragona. It was an international event and marked the
formal founding of the specialty in this country.
Between 1988 and 1994, medical anthropologists in Tarragona organized an interdepartmen-
tal Ph.D. program in social sciences and health (Ciències Socials i Salut) jointly with the Uni-
versity of Barcelona’s Department of Sociology.
A master’s degree program in medical anthropology was offered at URV between 1994 and
2000, and a Ph.D. program in medical anthropology between 1998 and 2007.
In 2005, with the so-called Bologna reform of European universities and related changes in
the Spanish legislation governing universities, the current two-year master’s degree program
in medical anthropology and international health (Màster en Antropologia Mèdica i Salut Inter-
nacional) was initiated. A year later, this focus became a priority research line of the depart-
ment’s Ph.D. program in anthropology (2006-2013). In 2013, this Ph.D. was transformed into
a new doctoral program in anthropology and communication with two priority research lines:
medical anthropology and global health, and risk and communication.
The students enrolled in these programs come not only from Catalonia and elsewhere in
Spain, but also from other European Union countries and Latin America.
Alquimia del dolor
Luis Montiel
Tarragona, 2014
Edita:
Publicacions URV
Ilustración de portada:
A human head containing jostling human figures (1929).
Wellcome Library, London
http://goo.gl/fLM1R9
El blog de la colección:
http://librosantropologiamedica.blogspot.com/
Consejo editorial:
Xavier Allué (URV)
Josep Canals (UB)
Josep M. Comelles (URV)
Susan DiGiacomo (URV)
Mabel Gracia (URV)
Àngel Martínez Hernaez (URV)
Enrique Perdiguero (UMH)
Oriol Romaní (URV)
Prólogo�����������������������������������������������������������������������������������������������9
Agradecimientos�������������������������������������������������������������������������������13
Medicina y literatura. Una reflexión preliminar��������������������������������15
Mann para Luis y el de Proust para mí no son los mismos, pero sí pue-
do afirmar que comprendo su embodiment porque comprendo el
mío. Son textos que marcan tu vida y se trasponen en tu obra, quizás
porque como le dijo Freud a Gog ambos soñamos en escribir novelas
pero nos hicimos médicos, aunque luego no estoy muy seguro qué ha
significado ser médico para ambos. No creo que deba decir más, les
aconsejo que, a partir de ahora, se tumben en un sofá o en una buena
butaca de orejas de las de antaño, pidan silencio al entorno, pasen
página con el dedo suavemente y, como Alicia, entren en el país de las
maravillas ignotas que es Alquimia del dolor.
Una obra que ha tenido un período de gestación tan largo como ésta
complica enormemente la grata tarea de mostrar reconocimiento a
cuantos han colaborado en su feliz término, y por otra parte despier-
ta el temor de olvidar a alguna de esas personas. En un movimiento
centrífugo debo comenzar por los más próximos: mi familia (Carmen
y Helena), cuyo apoyo y comprensión han sido y son necesarios para
disponer del tiempo y de las circunstancias más favorables; mis ami-
gos y compañeros de profesión, con quienes he compartido comen-
tarios sobre lo leído y en muchas ocasiones el trabajo en este campo
(José Luis Peset, Ángel González de Pablo, Rafael Huertas, Gustavo Pis-
Diez Pretti, José Martínez Pérez, Ana María Leyra, en un tiempo pasa-
do Diego Gracia Guillén…); los compañeros que me «reclutaron» para
la docencia en el ámbito del psicoanálisis (Eduardo Chamorro, Pedro
Chacón, Gerardo Gutiérrez, José Gutiérrez Terrazas…); las personas
que a lo largo de estos treinta años han trabajado en la biblioteca de
la Facultad de Medicina de la UCM, cuyo apoyo amistoso no me ha
faltado nunca; los alumnos de las sucesivas promociones de Medicina,
Psicología y Filosofía, españoles y extranjeros, que han pasado por mis
cursos y con su interlocución me han ayudado a afinar mi pensamien-
to; las personas e instituciones que no sólo me han autorizado, sino
que además me han animado cariñosamente a reutilizar estos mate-
riales para componer el presente libro; los maestros y amigos (Pedro
Laín, Agustín Albarracín, Elvira Arquiola, Delfín García Guerra…) que
ya no están pero que tanto han hecho por mí y por mis trabajos; y mi
colega y amiga María Isabel Porras, quien, además de poder figurar de
pleno derecho en algún otro apartado, añade a ello el mérito impaga-
ble de haber revisado con meticulosa precisión el manuscrito.
MEDICINA Y LITERATURA. UNA REFLEXIÓN PRELIMINAR
4 Véase la bibliografía.
5 Sin pretender ser exhaustivo y limitándome a las publicaciones en español he
aquí unas cuantas referencias de interés: Baños, J.E. (2003). «El valor de la literatura en
la formación de los estudiantes de medicina». Educación médica, 6-2, 93-99. Fernández
Guerra, J. (2006). Medicina y literatura: hacia una formación humanista. Málaga,
Grupo Editorial 33. Barbado Hernández, F.J. (2007). «Medicina y literatura en la formación
del médico residente de medicina interna». Anales de Medicina Interna, 24-4, 195-200.
En la web puede consultarse: <http://www.fisterra.com/human/1libros/libros.asp>
Alquimia del dolor 19
6 Debo señalar una excepción a la que no me referiré en este libro: algunas obras
de ficción de escasa calidad, a menudo escritas por médicos, que pueden suministrar
testimonios interesantísimos acerca de supuestos y actitudes ante la enfermedad y la
medicina característicos de la época en que fueron escritas.
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sentido que hoy en día se da a este término. Hay, todo lo más, individuos
«experimentados» que, si se aventuran a servir de guía a alguien, es por-
que antes han recorrido ese camino, aunque no ignoran que entonces
estaba seco, y hoy tal vez llueva, ni que las habilidades e intereses del
viajero pueden ser muy diferentes que las propias. En este sentido, mi
situación actual es y debe ser la de aquél que dice a sus amigos: «voy a
llevaros a un lugar que me gustó muchísimo», pero que no se plantea
en modo alguno añadir, una vez llegados al destino: «esto hay que verlo
así, y en aquello no es menester que detengáis vuestra atención». El arte,
como muy bien supieron mis queridos pensadores y creadores del Ro-
manticismo alemán, es un ámbito de libertad, y esa libertad es uno de
los mayores valores de la formación que, a través del arte, puede obte-
nerse, así como el requisito indispensable para acceder a ella.
Por otra parte, ¿quién, en su sano juicio, necesitaría presuntos maes-
tros cuando lo que se le ofrece es la interlocución con quienes lo son
o lo han sido, a veces en el sentido más excelso de la palabra? Pues en
efecto, la literatura, como ya supo Quevedo —«vivo en conversación
con los difuntos/ y escucho con los ojos a los muertos»— nos regala
esa milagrosa posibilidad. Los maestros son ellos, y así hay que leerlos:
escuchándolos y conversando, por más que, en apariencia —¡sólo en
apariencia!— ellos no puedan responder. Sólo así, además, el trabajo no
termina nunca, pues queda abierto; el efecto de lo leído, de lo que una
vez nos inquietó y nos hizo reflexionar, prosigue, silenciosamente, y sus
frutos emergen cuando menos se piensa. Si alguno de los tecnócratas à
la mode nos preguntara por el número de horas de trabajo que implica
esta formación no tendríamos más remedio que abrumarle con una ci-
fra incalculable, y para él increíble, pues difícilmente comprendería que
las horas dedicadas a la lectura de las páginas de un libro constituyen
solamente el punto de partida. Y sin embargo esta formación es per-
fectamente compatible con cualquiera otra más técnica, pues, una vez
concluida la lectura, se produce calladamente, de una manera sutilísima
y continuada.
Sostengo, pues, la convicción de que la literatura permite, de forma
privilegiada, el trabajo personal de todos y cada uno de los lectores.
Así, mi propuesta de lectura no es, como en la totalidad de los casos
posibles, sino una más, pues los textos literarios nunca son cerrados, no
están escritos por expertos ni pertenecen a los expertos, por lo que dan
Alquimia del dolor 25
8 No puedo renunciar a incluir en este punto una extensa cita de Howard Brody
que considero muy valiosa: «El interés en la investigación y la docencia en ética médica
en las últimas dos décadas se ha visto propiciado en gran medida por la convicción de
que la asistencia médica se ha ido concentrando en lo tecnológico, y de que si se prestara
la adecuada atención a las dimensiones humana e interpersonal, se podría recuperar un
nivel de asistencia y compasión que se supone (de manera correcta o incorrecta) que se
alcanzó en el pasado. Este punto de vista, generalmente contemplado por los docentes
en ética médica como legítimo, les ha puesto, sin embargo, en un aprieto. Está muy bien
poner el acento sobre el elemento de la compasión y sobre la necesidad de humanizar a
los futuros médicos, especialmente cuando se intenta convencer a un decano para que
conceda horas de curriculum y dólares para un programa de ética médica. Pero, desgra-
ciadamente, existen pocas pruebas de que la enseñanza de la ética, tal como se imparte
en «respetables» círculos académicos, dé origen a un producto más humano y compasivo.
Generalmente, no parece que, por ejemplo, los filósofos que estudian y enseñan ética sean
más compasivos o bondadosos como grupo que sus colegas que enseñan lógica formal
[…] Más bien parece que esta justificación para la enseñanza de la ética sirve al eticista
para hacerse querer por el médico práctico, cuya presunta inhumanidad hacia sus pacien-
tes concede al eticista su raison d’être. […] El material de la parte central de este libro
podría persuadir al lector de que la manera de lograr médicos más compasivos consiste
en abolir todos los cursos de ética médica y sustituirlos por cursos de medicina y literatura
(No quiere ir tan lejos, pero, el relato de la enfermedad por parte del paciente, la toma en
consideración de lo que significa para él) tiene una profunda dimensión ética. Reconoce
hasta qué punto la rutina de la historia clínica es empobrecedora cuando se la compara
con la historia que el paciente hace de su propia enfermedad, y promueve el respeto a las
personas al insistir en el hecho de que la manera «acientífica» en que el paciente organiza
y da sentido a los hechos es tan digna de estudio como el diagnóstico médico». (Howard
Brody (1987) Stories of sickness. New Haven & London,Yale Univ. Press, pp.182–184).
9 Concretamente en el titulado «Resignación». Cfr. Schiller, F. (1991). Poesía filosó-
fica. Madrid, Hiperión, pp. 157-158.
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10 Además del libro del maestro puede consultarse a este respecto: Montiel, L.
(1992). «Tiempo e historia en la obra de Pedro Laín». En: Montiel, L.; Arquiola, E.; Jimenez
Moreno, L. (comps.). Filosofía y ciencia en la obra de Pedro Laín Entralgo. Arbor,
562-563, pp. 235–243.
PARTE I:
LA ENFERMEDAD. LA MUERTE. LA MEDICINA.
1. Un laboratorio sobre la enfermedad humana
saludes que ha habido hasta el presente […] Una salud que no solamente
se posea, sino que sea preciso reconquistarla todos los días porque hay
que sacrificarla todos los días13.
Con esta escueta carta de marear invito a los lectores a engolfarse
en la obra de Thomas Mann, algunos de cuyos paisajes expondré a
continuación.
13 Nietzsche, F. (1999). Die fröhliche Wissenschaft, en ed. cit., Bd. 3, pp. 635-636.
* El origen de este texto se encuentra en una conferencia sobre «Medicina y
literatura» que pronuncié, gracias a la amable invitación de José María Urkía, en la
Academia de Medicina de Bilbao en 1995.
14 Eco, U. (1995). Apocalípticos e integrados. Barcelona,Tusquets.
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que ha crecido y madurado conmigo; pues uno es, tal vez, el libro para
su autor, pero nunca es uno solo para el lector. Al menos en este caso
no es así. Esa primera, remota lectura mía de La montaña mágica
a los dieciséis años, aun representando el extasiado descubrimiento
que, en tal momento, constituyó para mí, es distinta de la siguiente,
la de un estudiante de medicina que, sutilmente «envenenado» por
Agustín Albarracín y Pedro Laín, acudía a la novela con otros ojos,
más escudriñadores, sin saber que, por ese camino, terminarían por
convertirse en los ojos de un historiador de la medicina. Y también
esta lectura es diferente a la que, muy poco más tarde, y desde la pers-
pectiva de la obra completa de Thomas Mann, realizaba el doctorando
que ya había decidido seguir la huella de los mentados maestros. Y
luego... ¿qué decir de todos esos repetidos retornos a ese hogar espiri-
tual, motivados, a veces, por la impartición de cursos de doctorado, en
otras ocasiones por conferencias en las que, requerido cordialmente
por amigos, doy libre curso a la emoción del reencuentro? ¿Y de esos
otros, inmotivados, o mejor, sin una causa exterior, por así decir...?
Existe un personaje secundario, escasamente relevante, en La mon-
taña mágica, Ottilie Kneifer, que asegura —en un sentido extremada-
mente negativo, que me guardo muy bien de compartir—, que el Sa-
natorium International Berghof es «su patria»15. Yo no me encuentro,
desde luego, confinado en un sanatorio, y la lectura de esta obra maestra
no me ha impedido leer otras obras excelsas —literarias o de otra ín-
dole— del pensamiento humano. Pero puedo decir que La montaña
mágica constituye algo así como mi patria espiritual, mi patria chica,
la primera. Me he educado con ella, y no es extraño: Thomas Mann sa-
bía que era una obra educativa, y de este modo quiero presentarla hoy,
aunque no ignoro que muchos, los que han leído la novela, no necesi-
tan que se les recuerde en qué medida su pretensión fundamental es
educar para la vida.
En todo caso, no siempre se ha entendido así el mensaje de esta
vasta indagación sobre el europeo del siglo veinte. Tan sólo un año
después de su publicación, su autor tuvo que defenderse de algunas
críticas, como la de un médico, un cierto doctor Schelenz, en las pá-
ginas de la Münchener Medizinische Wochenschrift. En todo caso,
algún fragmento de esta apología sirve, mejor que mis palabras, para
dar cuenta de las intenciones de Thomas Mann:
[Se trata de] un libro de despedida, y pedagógicamente autodisciplinario.
Su deber es deber de vida, su deseo la salud, su meta el futuro. Por ello es
un libro médico. Porque para este juego de ciencia humanística llamado
medicina, por más profundamente que le pertenezca el estudio sobre la
enfermedad y la muerte, la meta sigue siendo la salud y la humanidad, la
recuperación, en su más pura forma, de la idea del hombre.16
16 Mann, Th. (2001). «Del espíritu de la medicina». Quirón, 32-1, pp. 56.
17 Thomas Mann juega con el doble sentido del término: «novela de época» / «no-
vela del tiempo».
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historia hermética. La hemos narrada por ella misma, no por amor a ti,
pues tú eras sencillo. Pero, en suma, es tu historia. Puesto que la has vivi-
do, debes sin duda tener la materia necesaria, y no renegamos de la sim-
patía de pedagogo que durante esta historia hemos sentido hacia ti y que
podría llevarnos a tocar delicadamente, con la punta del dedo, un ángulo
de nuestros ojos, al pensamiento de que ya no te volveremos a oír ni a ver.
¡Adiós! ¡Vas a vivir ahora, o a caer! Tienes pocas probabilidades; esa
danza terrible a la que te has visto arrastrado durará todavía algunos cor-
tos años criminales, y no queremos apostar muy alto que puedas esca-
parte. Si hemos de ser francos, nos tiene sin cuidado dejar esta cuestión
sin contestar. Las aventuras de la carne y del espíritu, que han elevado
tu simplicidad, te han permitido vencer con el espíritu lo que no podrás
sobrevivir con la carne […] De esta fiesta mundial de la muerte, de esta
mala fiebre que incendia en torno a ti el cielo de esta noche lluviosa, ¿se
elevará el amor algún día?36
La pregunta es para nosotros. Mann es explícito: le tiene sin cui-
dado dejar sin respuesta la cuestión acerca de la eventual superviven-
cia de Hans Castorp. Él ya ha hecho lo que podía hacer, y, porque lo ha
hecho, ha logrado llegar con el espíritu más lejos de lo que le habría
permitido la carne. Aquí está, de nuevo entre nosotros, tal vez a punto
de morir una de sus miles de muertes. Que su existencia literaria no
haya sido vana; que su muerte, así como la de otros, más carnales que
él, mera criatura de ficción, no haya sido inútil, es una cuestión que
hoy se ha desplazado a nuestro campo de responsabilidad.Y para no-
sotros no es baladí, pues de la respuesta que sepamos dar a esta cues-
tión depende, en último extremo, el que aún quepa, para nosotros,
para nuestra cultura, alguna esperanza, o que debamos resignarnos a
nuestra condición de enfermos incurables, tercos y voluptuosos.
*
Este texto es la versión española de la ponencia que presenté en las Davoser
Literaturtage del año 2006, publicada luego en el volumen correspondiente de los
Thomas-Mann-Studien: Luis Montiel: «Sie wären ein besserer Patient als der! Thomas
Mann und die klinische Medizin», en: Was war das Leben? Man wusste es nicht! Thomas
Mann und die Wissenschaften von Menschen. Die Davoser Literaturtage 2006, hrsg.
von Thomas Sprecher, Frankfurt am Main, Vittorio Klostermann, 2008, pp. 51–67.
37 En cierto sentido podría sustituirse el nombre del protagonista de la novela
por el de su creador. Jochen Eigler considera a Thomas Mann «[un] maestro de la obser-
vación clínica», lo cual, a mi juicio, es especialmente acertado en el sentido que doy a
esos términos en el presente escrito. Jochen Eigler: «Krankheit und Sterben.Aspekte der
Medizin in Erzählungen, persönlichen Begegnungen und essayistischen Texten Thomas
Manns», in: Liebe und Tod in Venedig und anderswo. Die Davoser Literaturtage 2004,
hrsg. von Thomas Sprecher, Frankfurt/Main, Vittorio Klostermann, 2005, p. 102. En el
mismo texto (pp. 98-99) Eigler cita el fragmento de Herr und Hund en el que Mann
habla elogiosamente del veterinario que atiende a su perro Bauschan, donde señala
«que le habría confiado sin vacilar mi persona y la de todos los míos», sin duda con una
cierta ironía respecto de los médicos que se ocupan del ser humano.
38 Dietrich von Engelhardt ha señalado correctamente que «las figuras literarias
de los médicos Behrens y Krokovski no son en modo alguno representativas de las
ideas y los modelos del médico en esa época. En torno a 1900 se defendían otras mu-
chas maneras de ser médico, que criticaban el modelo reduccionista científico-natural
del siglo diecinueve y buscaban un vínculo con las ciencias del espíritu» Engelhardt,
54 Luis Montiel
D.v.: «Tuberkulose und Kultur um 1900. Arzt, Patient und Sanatorium in Thomas Manns
Zauberberg», in Auf dem Weg zum «Zauberberg». Die Davoser Literaturtage 1996,
hrsg. von Thomas Sprecher, Frankfurt/Main, Vittorio Klostermann, 1997, p. 334). Pero
los testimonios de autores como los citados por el historiador de la medicina de
Lübeck representan precisamente un conato, aún incipiente y minoritario, de rebelión
contra la situación heredada de las últimas décadas del siglo xix, que desde luego queda
perfectamente ilustrada por las figuras de ambos médicos. El hecho de que sus campos
de trabajo —medicina «del cuerpo» y medicina «de la mente»— estén tan estrictamente
delimitados es, también, un rasgo decimonónico que apenas puede considerarse su-
perado en el siglo xx, ni en los años transcurridos del xxi.
39 En este relato, que difícilmente puede ser conocido por los lectores españoles,
dado que nunca ha sido traducido, las hadas, expulsadas por este príncipe en nombre
de la Ilustración, deben refugiarse en un país mítico llamado Ginnistan.
40 Joseph Skoda (1805–1881), uno de los más cualificados representantes de la
medicina vienesa de la primera mitad del siglo xix, y así mismo una de las figuras más
relevantes de la medicina anatomoclínica de la que más adelante me ocupo en el texto,
era célebre por la extraordinaria celeridad y precisión de sus diagnósticos, que recibían
de sus subordinados dicho calificativo.Tomo el dato de mi maestro Pedro Laín, de quien
lo aprendí [cfr. Pedro Laín (1963). Historia de la medicina moderna y contemporá-
nea. Barcelona, Editorial Científico Médica, p. 443], no sin rendir tributo a la figura de
referencia en el estudio de la llamada Neue wiener Schule, Erna Lesky.
41 Pues siempre cabe la duda de que alguno de sus diagnósticos, empezando por
el de Hans, no esté más bien al servicio de los intereses de la empresa propietaria del
Berghof que del propio paciente, como sugiere Settembrini. Mann,Th. (1981), pp. 90-91.
Alquimia del dolor 55
42 En este sentido puede aplicarse al doctor Behrens la frase que Thomas Rütten
dedica a toda la «institución y sus defensores, para quienes las defunciones dañan al ne-
gocio y su prestigio, por lo que no encuentran ocasión para el duelo, la rememoración
y la elaboración autocrítica de las mismas». Thomas Rütten: «Sterben und Tod im Werk
Thomas Manns», in: Lebenszauber und Todesmusik. Die davoser Literaturtage 2002,
hrsg. von Thomas Sprecher, Frankfurt/Main, Vittorio Klostermann, S. 19. El aspecto más
negativo de esta actitud ha sido señalado por Jochen Eigler: «El trato professional con
seres humanos enfermos exige una cierta medida de acostumbramiento —acostum-
bramiento necesario— que siempre corre el riesgo de convertirse en hábito, o de de-
generar en mala costumbre».
43 En este punto habría que remitirse también, y mucho más que a Ortega, a
Platón, a través de su concepción del asombro como origen del filosofar.
44 «Había experimentado un ligero temor de recibir impresiones terribles, pero se
sentía defraudado; todo el mundo parecía lleno de actividad en aquella sala, no se tenía
la sensación de hallarse en un lugar de sufrimiento». Mann,Th. (1981), p. 65.
56 Luis Montiel
45 Este es uno de los muchos guiños que el autor hace al lector dotado de cierta
formación clásica. Precisamente porque pretende dar a entender que su propósito es
escribir una historia que supere los límites cronológicos de la propia época y que arro-
je luz sobre aspectos esenciales de la existencia humana —al menos de la occidental—
en su conjunto, en La montaña mágica menudean los datos que permiten establecer
similitudes con grandes obras de nuestra cultura: la Odisea, en este caso, pero también
la Divina Comedia de Dante y el Fausto de Goethe. Mann,Th. (1981), p. 83.
46 Actitud que, en la perspectiva total de la novela, guarda en no pocos momentos
un notable parentesco con la denominada de «atención flotante», propia del psicoana-
lista en el ejercicio de su trabajo.
47 Agradezco a mi amigo y colega José Martínez Pérez su ayuda en la recuperación
de la bibliografía relativa a esta parte de mi trabajo.
Alquimia del dolor 57
57 Pedro Laín (1986). «Qué es ser un buen enfermo», en: Ciencia, técnica y medi-
cina. Madrid, Alianza Universidad, p. 262.
58 «Hay dos caminos que conducen hacia la vida: uno es el ordinario, directo y
honrado. El otro es peligroso, es el camino de la muerte. Y éste es el camino genial»,
p. 598. Por cierto, no sé si alguien habrá señalado ya que esta frase parece calcada de
uno de los «Proverbios del infierno» que forman parte de El matrimonio del cielo y el
infierno, de William Blake: «El progreso hace caminos rectos, pero los caminos tortuo-
sos sin progreso son los caminos del genio». Ignoro si Mann conocía la obra de Blake
en la época de La montaña mágica, pero está claro que la estimaba, y mucho, en la
época de Doktor Faustus, pues una de las composiciones de Adrian Leverkühn está
basada en algunos de sus poemas. Thomas Mann (1979): Doktor Faustus, Frankfurt/
Main, Fischer, p. 836.
60 Luis Montiel
59 Mann, Th. (1981), p. 244. Con ello se consuma el proceso cultural de «etiqueta-
do» (labelling). Kleinman (1991), p. 77.
60 Coe (1979), p. 135.
61 Es el propio Castorp quien, inducido por el lenguaje alegórico del italiano,
reconoce: «Es cierto que yo no he estado nunca en un convento, pero me lo imagino
así. Sé ya de memoria la “regla” y la observo exactamente». El comentario de Settembrini
a esta frase acentúa el carácter seudorreligioso y disciplinario de esa aceptación: «Se
puede decir que ha terminado usted su noviciado, y ha pronunciado usted sus votos».
Mann,Th. (1981), pp. 197-198.
62 Coe (1979), p. 135.
63 Especialmente los suministra Settembrini en una de sus primeras conversa-
ciones con Hans y Joachim, donde destaca la historia de la joven Ottilie Kneifer, un
verdadero caso de lo que hoy se denomina «hospitalismo», la incapacidad de vivir fuera
de la institución. Mann,Th. (1981), p. 124.
Alquimia del dolor 61
83 «La Astronomía, esa gran ciencia, nos ha enseñado a ver la Tierra en el gigan-
tesco tumulto del cosmos como un pequeño astro totalmente periférico, incluso en el
seno de su propia galaxia. Esto es indudablemente cierto desde el punto de vista cien-
tífico. Sin embargo, dudo que en esta exactitud se agote la verdad. En lo más profundo
de mi alma creo —y tengo esa creencia por algo natural en el ser humano— que esta
Tierra tiene una significación central en el marco del Todo. En lo más profundo de mi
alma alimento la suposición de que en cada «hágase» que hizo surgir el cosmos del seno
de la nada, se hizo una excepción con el ser humano, y que con él se puso en marcha
un gran ensayo que, en caso de malograrse por culpa del propio ser humano, repre-
sentaría el fracaso de la creación, su refutación. Sea o no esto cierto, sería bueno que el
ser humano se comportara como si así fuera». Thomas Mann (1998). «Lob der Vergäng-
lichkeit», in: Meine Zeit. Essays 1945–1955, hrsg. von Hermann Kurzke, Frankfurt/
Main, Fischer Verlag, p. 221.
84 Georges Canguilhem (1998). Le normal et le pathologique, París, P.U.F., pp.
118–134. Acerca de la influencia de los estudios de Kurt Goldstein sobre este modo de
entender la salud y la enfermedad véase Claude Debru (2004). Georges Canguilhem,
science et non science, París, Editions Rue d’Ulm, p. 49–63.
85 Canguilhem (1998), pp. 115-116.
68 Luis Montiel
86 Canguilhem (1998), p. 64. La formulación más taxativa de esta tesis aparece cerca
del final del Essai de 1943 que constituye la primera sección de la edición definitiva de
la obra: «En matière de pathologie, le premier mot, historiquement parlant, et le dernier
mot, logiquement parlant, revient à la clinique» (p. 153).
Alquimia del dolor 69
91 Como el lector ha imaginado sin duda, utilizo este término, que coincide con
el título de uno de los epígrafes de La montaña mágica (p. 917) con toda intención.
92 Thomas Mann: Joseph, der Ernährer, Frankfurt am Main, Fischer Taschen-
buch Verlag, p. 979.
2. Un laboratorio sobre el mal y la muerte.
*
Este capítulo es la reelaboración de dos artículos publicados previamente: Mon-
tiel, L. (1987). «Sammael (El ángel del veneno)» Jano, XXXII‑776, pp. 84–89 y Montiel,
L. (1993). «Enfermedad y culpa. El sufrimiento del inocente en Doktor Faustus, de
Thomas Mann». Jano, XLV-1054, pp. 71–76.
93 Sigerist, H. (1943). Civilization and disease. Ithaca, Cornell, p. 186.
72 Luis Montiel
sección del mundo vivo […] Los contactos son aquí múltiples y com-
plejos: veneno y hermosura, hermosura y magia, magia y liturgia»95.
Para los antiguos filósofos renacentistas de la naturaleza era ésta
un libro en el que estaba escrita la obra de Dios, el libro que comple-
mentaba la Sagrada Escritura. Sus caracteres eran, a veces, difíciles de
interpretar, pero Dios, su autor, habría querido que resultasen legibles,
y así habría infundido en el espíritu humano el conocimiento de la
ley de la semejanza, de la analogía. Pero el Maligno habría encontrado
aquí un lugar adecuado para tender sus trampas: el investigador pue-
de, tal vez, encontrar el consensus, la buena semejanza, establecida
por Dios; pero puede también dejarse engañar por el simulacrum,
la falsa semejanza con la que el Diablo aparta al estudioso del rec-
to camino96. Porque existe este riesgo —confundir la semejanza con
el simulacrum— es por lo que puede darse el talante fáustico, que
consiste, fundamentalmente, en arriesgar la propia perdición en este
apasionante desafío del conocimiento.
Al menos de esta manera está formulado el problema en el Doktor
Faustus manniano. La educación recibida por Adrian de su padre le
proporciona una vía hacia la comprensión de la realidad, así como
un problema: el de la ambigüedad de lo visible, con su peligrosísimo
correlato moral. Si se elige bien, se está del lado de Dios; si se yerra,
del lado del Demonio. Y lo que, en adelante, preocupará ante todo a
Adrian es el conocimiento del bien y del mal, de lo divino y lo demo-
níaco; por eso no es casual que escoja en primer lugar el estudio de
la teología. El Diablo, con el que pactará mas tarde, se lo recuerda:
«¿Pretenderás acaso negar que sólo has estudiado la más insigne de
las artes y de las ciencias en calidad de especialista […]? El objeto de
tu interés era... yo97».
Si más tarde decide dedicarse a la composición musical, parece
legítimo ver en ello el efecto de aquella primera decisión. La música,
como puede verse en La montaña mágica, es —a juicio de algu-
nos— «políticamente sospechosa» (tradúzcase «políticamente» por «fi-
losófica» o «moralmente») en cuanto puede conducir al dominio del
«Flagellum haereticorum»
109 Mann, Th. (1978). «Der Tod in Venedig». En: Erzählungen, II. Frankfurt am
Main, Fischer Taschenbuch, pp. 397-398.
110 Hoffmann, F. (1972). «Krankheit und Krise als Lebenssteigerung. Zur Wert-
philosophie des Lebensschädlichen bei Thomas Mann». Stimmen der Zeit, XCVII-4,
pp. 248–265.
111 Mann,Th. (1971), pp. 245–247.
112 Hoffmann, F. (1972), p. 264.
Alquimia del dolor 79
«¡Echo quiere ser bueno! ¡Echo quiere ser bueno!»122 El ángel, el elfo,
pretende, según parece, aplacar a un poder superior que, a su juicio,
le castiga infligiéndole el sufrimiento insoportable. El niño que nada
sabe del pecado suplica que se le levante el castigo del dolor. Para mí,
esta imagen es aún más atroz que la que Zeitblom acaba de describir,
pues, como pronto explicará a éste su amigo Adrian, la enfermedad
del niño se debe a su pacto con el diablo. En beneficio de la fuerza y
de la originalidad del intelecto, Leverkühn ha sacrificado el amor, ha
prometido al Diablo no amar a nadie; y ahora el Diablo le arranca a
aquél por quien empezaba a sentir un amor auténtico, puro y desin-
teresado.
¿Qué es esto? ¿Se trata de una inesperada recaída del escritor, del
moralista, en el mundo moral del Antiguo Testamento? ¿Sostiene Mann
que los hijos pagan las culpas de los padres? En cierto sentido, sí. De
hecho, lo que afirma es que, en la delicada economía de lo humano,
los inocentes sufren por los culpables. La contemplación de la agonía
del niño produce a Serenus la impresión de que se trata de una pose-
sión diabólica123, y, desde luego, Adrian no cree otra cosa. Satán hace
sufrir al inocente y, a través suyo, al culpable demasiado audaz para
temer por sí mismo. Detrás de esta imagen hay toda una teoría antro-
pológica de la culpa. La soberbia de Leverkün no reposa en el pecado
mismo, sino en la errónea presunción de que uno puede pecar sin
que su decisión repercuta en los demás. Un estudioso de la obra man-
niana, F. Hoffmann, escribe al respecto:
La disposición de Adrian hacia la enfermedad es pecaminosa, porque con
ella no solamente se entrega a sí mismo como ofrenda, sino a la vez a la
humanidad entera124.
Esto es lo que, muy a su pesar, aprenden Adrian Leverkühn y quie-
nes le rodean; lo que, igualmente, aprenden quienes desfilan ante los
hornos crematorios: que cuando un ser humano ejecuta una acción
perversa toda la humanidad debe sufrir. Que cuando se desata el mal,
el dolor y la muerte alcanzan también a los inocentes. No obstante,
no debemos confundir a Adrian Leverkühn con los nazis; no debemos
*
Publicado previamente en Jano, 651‑H, (1985) pp. 37–48.
127 Mann, Th. (1975). «Elogio de lo efímero». En: El artista y la sociedad. Madrid,
Guadarrama, p. 317.
Alquimia del dolor 87
128 Mann, Th. (1975). «Fragmento sobre el sentimiento religioso». En: El artista y
la sociedad. Madrid, Guadarrama, p. 207.
88 Luis Montiel
129 Aries, Ph. (1977). L’homme devant la mort. París, Seuil, 553–595.
130 Mann, Th. (1978 a). Buddenbrooks. Frankfurt am Main, Fischer Taschenbuch,
pp. 443-444.
Alquimia del dolor 89
en opinión del autor, «un vago afán de conciliar el cielo con su fuerte
vitalidad y conseguir de él la gracia de concederle una dulce muerte,
no amargada por su tenaz apego a la vida»133.
Pero cuando la muerte se anuncie encontrará a su víctima —pues
en este caso lo es—inerme ante ella, dado que no se ha preocupado
tanto de obtener una concepción religiosa del tránsito cuanto de in-
tentar establecer un pacto con un poder superior.Tampoco su privile-
giada vida pasada puede venir en su ayuda:
Le faltaba aquel trabajo de zapa del sufrimiento que va minando lenta-
mente, con el arma del dolor, nuestra vida misma, o al menos va borrando
de nuestro espíritu las condiciones bajo las cuales la hemos recibido y
despierta en nosotros el dulce anhelo de un fin, de una paz eterna.134
A partir del momento en que se declara su enfermedad mortal la
consulesa pierde todo interés por cuantos le rodean y, mucho antes
de alcanzar el límite establecido por los médicos, entra en agonía:
A medida que la enfermedad empeoraba iba agudizándose su cerebro, y
todo su interés se concentraba en la dolencia, que observaba con terror
y odio manifiesto135.
Más tarde, la terrible agonía clínica de la consulesa, que se asfixia
a lo largo de interminables horas por causa del edema pulmonar, ca-
paz de estremecer al lector más distante, adopta el aspecto de «una
lucha con la vida por la muerte»136. La desdichada moribunda recla-
ma incluso a los médicos alguna ayuda material para bien morir, para
terminar con su fantasmagórico combate. Su muerte no es un dejar
de existir, como veremos que ocurre en el caso de otros personajes
de la narración, alguno de los cuales puede considerar la cesación
de la existencia como un bien deseable. La consulesa Buddenbrook,
representante de un modo de ser falso y caduco, es arrebatada por el
reino de los muertos: «¡Sí! […] ¡Ahora voy! En seguida...», responde
a unas voces que nadie mas que ella puede escuchar137. El más allá,
138 Mann, Th. (1978 b). «Fiorenza». En: Erzählungen, Bd. 2. Frankfurt am Main,
Fischer Taschenbuch, p. 780.
139 Mann,Th. (1978 b), p. 779.
140 Ibid.
92 Luis Montiel
141 Mann, Th. (1978 c). Königliche Hoheit. Frankfurt am Main, Fischer Taschen-
buch, pp. 94-95.
142 Ibid.
143 Mann,Th. (1978 d). Der Zauberberg. Frankfurt am Main, Fischer Taschenbuch,
p. 757.
144 Mann,Th. (1978 d), p. 58-59.
145 Mann,Th. (1978 d), p. 60.
Alquimia del dolor 93
152 Ibid.
153 Mann,Th. (1978 a), p. 464.
154 Mann,Th. (1978 a), p. 469.
Alquimia del dolor 97
menos puede soportar. Esto resulta tan patente para el propio niño
que se verá impelido a trazar bajo su nombre, en el libro genealógico
de la familia, dos líneas horizontales, justificando ante su enojado pa-
dre su conducta con un triste «creí que no había continuación»155. En
efecto, seguirá rápidamente a su progenitor a la tumba. La enfermedad
que se lleva al muchacho recibe un nombre en la novela: tifus. Incluso
es descrita por el autor con tal minuciosidad que es posible seguir,
a lo largo de algunas páginas, las manifestaciones clínicas cuya evo-
lución en «septenarios» sigue hoy considerándose característica de
la fiebre tifoidea156. Sin embargo, pese a la erudición demostrada por
Thomas Mann en dicha descripción, su pensamiento no es en modo
alguno naturalista, pues se apresura a advertir que no es posible saber
...si la enfermedad que se denomina ‘tifus’ representa en aquel caso con-
creto el resultado de un accidente sin importancia fundamental; si es la
desagradable consecuencia de una infección que tal vez hubiera podido
evitarse y que se puede combatir con los recursos de la ciencia, o si cons-
tituye sencillamente una forma de la disolución, la vestidura misma de la
muerte, que hubiera podido presentarse bajo otra máscara cualquiera y
contra la cual no crece ninguna hierba157.
Mann aventura la hipótesis de que incluso la muerte científica-
mente razonable, incluso la enfermedad producida por un agente pa-
tógeno que será aislado, identificado y estudiado en sus más nimios
detalles no son, en último termino, fruto de un infeliz azar, sino que
tienen su razón más íntima en la propia biografía del paciente. Para
una forma de disolución como la que padece Hanno no crece ningu-
na hierba. No hay otra posibilidad de salvación que la reconciliación
del enfermo con la vida; pero:
...si tiembla de terror y repugnancia ante la voz de la vida que le llama, si
ante estos recuerdos y estos sones alegres y retadores sacude la cabeza y
extiende la mano con gesto de repulsión, lanzándose por el camino que
le brinda la libertad... entonces no hay duda posible: morirá158.
159 Mann, Th. (1956). Betrachtungen eines Unpolitischen. Frankfurt am Main, Fi-
scher, p. 480.
Alquimia del dolor 99
6. Óleo de Cuno Amiet (Musée d’Orsay, París) que bien podría representar la escena
de La montaña mágica en la que Hans Castorp se pierde en la montaña nevada.
*
La parte de este capítulo dedicada a Axel Munthe constituyó el inicio de una
conferencia pronunciada en el marco de las «Jornadas…», en las que participé invitado
por el Prof. Diego Peral, de la Universidad de Extremadura. El texto basado en la novela
Place des Angoisses, de Jean Reverzy, fue escrito y vertido al alemán a petición del Prof.
Dietrich von Engelhardt, de la Universidad de Lübeck, para un volumen colectivo sobre
«Medicina y literatura» que finalmente no llegó a publicarse.
173 Tempranamente lo puso de relieve en su texto La obra de Segismundo Freud,
en: Lain, P. (1943). Estudios de Historia de la Medicina y Antropología Médica. Madrid,
Escorial, pp. 67–278.
106 Luis Montiel
Más tarde referirá esta misma experiencia, aunque esta vez asocia-
da a la palabra, con ocasión de sus reflexiones acerca del hipnotismo
en el marco de los angustiosos lazaretos de campaña de la Primera
Guerra Mundial. Su conclusión será que la palabra, como el contacto,
es lenitiva sobre todo por la intención con la que es pronunciada, por
lo que transmite al otro, al sufriente, al agonizante. No hace falta ser
un gran científico —aprenderá— para acceder con la palabra, y con
ese otro género de comunicación no verbal que representa el contac-
to, al interior del dolor ajeno. En este sentido es muy esclarecedora
la comparación que puede establecerse entre lo que refiere acerca
de Charcot y sus discípulos de la Salpêtrière y un desconocido, pero
exitoso médico alemán. Del gran maestro de la neurología se atreve a
decir algo que hoy resulta bien conocido, ya apenas provoca escánda-
lo, pero que en la época podía interpretarse como la venganza de un
discípulo despechado:
Para mí, que durante años había empleado la mayor parte de mi tiempo
libre en estudiar el hipnotismo, aquellas representaciones en el escena-
rio de la Salpêtrière ante el público del tout Paris no eran más que una
absurda farsa. Algunos de aquellos sujetos femeninos eran, sin duda, ver-
daderos sonámbulos que ejecutaban en estado de vela los diversos actos
que les habían sugerido durante el sueño (…) Siempre estaban dispues-
tas a piquer une attaque de la clásica grande hystérie de Charcot con el
subsiguiente arc-en-ciel o a exhibir sus tres famosas fases de hipnotismo:
letargo, catalepsia y sonambulismo, inventadas todas por el Maestro y
rara vez observadas fuera de la Salpêtrière.178
De este modo, Charcot y sus secuaces habrían producido el fenó-
meno contrario al suscitado por la Faculté en los inicios de la carrera
profesional de Munthe. Mientras que el gremio médico había inventa-
do una enfermedad inexistente, el ínclito Jean-Martin Charcot habría
sido capaz de producir verdaderos enfermos mediante el uso de la
palabra, de su palabra de sabio omnipotente:
Hipnotizadas a diestro y siniestro, docenas de veces al día, por los docto-
res y los estudiantes, muchas de aquellas desgraciadas muchachas pasa-
ban el día en un estado de semiletargo, aturdidos sus cerebros por toda
clase de absurdas sugestiones, semiconscientes y seguramente irrespon-
sables de sus actos, destinadas, más tarde o más temprano, a terminar sus
días en la salle des agités, si no en el manicomio179.
A cambio, la historia del médico alemán ofrece todo lo contrario.
En determinado momento las autoridades deciden controlar, ante la
sospecha de intrusismo profesional, a todos los extranjeros que ejer-
cen la medicina en París, citándolos en comisaría para que acrediten
su formación universitaria. También Munthe tiene que hacerlo, y el
comisario aprovecha para pedirle su opinión sobre cierto alemán sos-
pechoso de charlatanismo que, sin embargo, gozaba de un extraordi-
nario éxito social y económico.
Observé —declara Munthe— que no había ninguna razón para que un
charlatán no pudiera ser un buen médico; un título significaba poco para
sus enfermos, si él podía aliviarlos: Un par de meses después, el mismo
comisario me contó el fin de la historia. El doctor se presentó a última
hora, solicitando una entrevista particular. Mostró el título de una notable
universidad alemana y suplicó al comisario que le guardase el secreto,
porque su enorme clientela la debía al hecho de ser considerado por
todos como un charlatán. Dije al comisario que no tardaría en ser millo-
nario aquel hombre si supiera de medicina la mitad de lo que sabía de
psicología180.
Munthe, lo he señalado al comienzo, es testigo privilegiado y sen-
sible de una época de cambio. La medicina que representa el deifica-
do Charcot produce lo que hoy llamaríamos daños colaterales, y muy
pronto otro de sus estudiantes —no diré discípulo en su caso, como
no podemos decirlo en el de Munthe—, Sigmund Freud, arrojará su
particular paletada de tierra sobre el féretro del maestro de la «menta-
lidad anatomoclínica» al señalar que no había podido llegar más lejos
porque era «un visual»181; porque lo era, señalaría yo, en aras de la
precisión, en un terreno en el que había que abrir plaza al oído, a la
palabra. Concretamente, a las palabras del dolor y del sufrimiento. A
su manera Munthe lo había hecho, aunque, al menos en su libro, pa-
rece prestar más atención a la palabra del médico como instrumento
179 Ibid.
180 Munthe, A. (1981), p. 176.
181 Freud, S. (1925). Charcot, en Obras completas (ed. López Ballesteros). Madrid,
Biblioteca Nueva, vol. X, p. 280.
Alquimia del dolor 111
182 Recibió este premio por su primera novela, Le passage. Cfr. Buin,Y. (1968). Jean
Reverzy (médecin et écrivain lyonnais) 1914–1959. (Tesis doctoral en medicina). París,
Facultad de Medicina, p. 2.
112 Luis Montiel
183 Estos datos proceden de la tesis doctoral citada en la nota precedente, así
como de las «Repères biographiques» con que se cierra la edición de Reverzy, J. (2002).
Oeuvres completes. París, Flammarion, pp. 916–919.
Alquimia del dolor 113
A los médicos no les gusta llamar a sus pacientes por su nombre, marca
demasiado visible de un antiguo estado humano: prefieren al enfermo
numerado, puro, sublimado y perfectamente sometido a la ciencia, de la
cual ellos son presencia ubicua y misterio187.
No parece necesario recordar que, desde los tiempos en que Re-
verzy denuncia esta actitud, se ha intentado de buena fe corregirla,
aunque a veces cayendo en el error de suponer que ese objetivo pue-
de conseguirse mediante técnicas que pueden «aprenderse». Por otra
parte, muchos médicos en ejercicio son conscientes de que la crítica
de Reverzy sigue estando vigente en muchos ambientes. Por ambas
razones, es de temer que aún hoy tenga valor uno de los juicios más
dramáticos, el más triste quizá, de los que quedaron plasmados en esta
novela de la comunicación médica; aquél en que su autor se refiere
a unos «seres tan alejados como los médicos y los enfermos»188 ¡Tan
alejados...! Más que una denuncia hay que concebir esta declaración
como la manifestación de una profunda tristeza, pues no olvidemos
que es un médico quien la emite. Incluso más acá de lo radicalmente
humano, en el ámbito de lo puramente profesional —si es que pue-
de ser lícito proceder a esta antinatural separación—, esta lejanía se
revela como eminentemente negativa, como condición determinante
de un fracaso previsible, pues lo que, a la larga, instaura ese lenguaje
codificado es la incomunicación. Frente a la palabra cosificadora y
dictatorial el enfermo responde —observa el joven interno— con el
silencio. Al fin y a la postre, silencio es lo que se le pide frente a las
órdenes y manipulaciones del médico, y casi es silencio —al menos,
máxima contención verbal— lo que se le exige en las respuestas a
las preguntas de la anamnesis. Así, frente a la usura verbal del profe-
sor de clínica, «ahorrativo de sus instantes como de sus gestos y sus
palabras»189, que sólo concede cinco minutos, cronometrados por una
enfermera, al interrogatorio y exploración de los pacientes ambula-
torios, el enfermo, desde el mismo momento de su ingreso —nota
Reverzy— se atrinchera en un mutismo defensivo que conduce, dia-
190 Ibid.
116 Luis Montiel
204 Ibid.
205 Reverzy, J. (2002), p. 237.
122 Luis Montiel
Poco más resta que decir sobre esta sensible apología de la comuni-
cación humana en el ámbito de la práctica médica. De otros asuntos
se ocupa, con no menor sinceridad, Jean Reverzy en la novela, pero
desbordarían los márgenes de este trabajo, de modo que es necesario
imponerse la disciplina del límite. En tanto que docente —de médi-
cos, especialmente— sólo me queda suscribir sin restricciones una
declaración del escritor cerca ya del final de su novela, y transmitirla
a quienes hayan resuelto seguirme en este recorrido por su obra; sus-
cribirla transcribiéndola, para que no se interpongan entre el médico
escritor y el lector de estas líneas los comentarios del mensajero que
he querido ser:
Mi visita a Dupupet sigue siendo para mí un tema de meditación, de
estudio, de extrañeza y a veces de temor […] Recordando todo esto, se
me ocurre pensar que hay una ciencia aún por nacer que se preocupará
de la aproximación de los seres vivos, de su contacto, de su retiro, de
los movimientos de sus cuerpos y de sus miembros; ciencia que será la
de la soledad del hombre y, en consecuencia, la del hombre mismo. Y
[…] el pensamiento se contenta con esta observación, sin conclusión ni
provecho para la inteligencia, de sonidos articulados, de signos escritos,
de gestos, de descarga de miradas, gracias a los cuales parecen comuni-
carse las almas […] Me había encontrado junto a un anciano dormido,
lo había despertado; nuestras voces se habían elevado para proclamar
nuestra alianza, mientras que detrás de nosotros una anciana señalaba
su presencia con una frase sin fin. Yo no quería comprender nada, pues
nada humano se comprende, pero había encontrado mi lugar entre los
seres humanos207.
210 Véase Montiel, L. (2007). «La novela de la eutanasia: Les Thibault (1922–1940),
de Roger Martin du Gard». En: Montiel, L.; Garcia, M. (Eds.) (2007). Pensar el final: La
eutanasia. Eticas en conflicto. Madrid, Editorial Complutense, 91–114.
211 Barrera Tyszka, A. (2006), p. 13.
212 Barrera Tyszka, A. (2006), p. 12.
126 Luis Montiel
213 Véase el capítulo precedente, así como el texto citado en la nota 38.
Alquimia del dolor 127
lancolía de Robert Burton, obra que había tenido que leer en primer
curso de la licenciatura, que asegura que «la enfermedad es la madre
de la modestia», la encuentra
... estúpida; escondía la pretensión de hacer de la enfermedad una virtud.
Miró de nuevo a su padre. ¿Acaso no es más bien una humillación?221
La referencia a Susan Sontag que aparece pocas páginas más le-
jos nos da la clave pues, en el clásico de esta autora titulado La en-
fermedad y sus metáforas se plantea precisamente una crítica a las
retóricas de la enfermedad que apenas consiguen otra cosa que cul-
pabilizar al enfermo: la idea de que hay que luchar, que no hay que
dejarse llevar, que debe mantenerse alto el estado de ánimo, que la
enfermedad es una prueba que hay que superar y de la que se puede
salir fortalecido —en suma: la mentalidad irreflexivamente idealista
«a lo Hans Castorp»— a menudo no conduce más que a la culpabili-
zación de la víctima, pues el resultado negativo de esos esfuerzos se
interpreta como un fracaso o un abandono. Pero por eso mismo esta
referencia nos introduce también en el mundo de los valores, y en la
perplejidad que la aparición de éste suscita en el médico, entrenado
casi exclusivamente para enfrentarse al de los hechos:
Susan Sontag afirmaba que existen dos reinos, dos ciudadanías: la salud y
la enfermedad.A los seres humanos les toca pasar, con frecuencia, de una
a otra. Andrés ha pensado, más de una vez, que en la mitad, en la frontera
de esas dos geografías, están los médicos. Recibiendo pasaportes, hacien-
do preguntas, evaluando. Pueden desconfiar pero necesitan pruebas. Es
un oficio que necesita evidencias. Un médico ve eritemas, hematomas,
células, enzimas, variables proteicas; un médico lee síntomas, no atiende
[…] pálpitos interiores, escurridizas visiones222.
Pero, afectado en lo más íntimo, Andrés Miranda no puede hurtar
su atención a estos mensajes. En el caso de un enfermo al que no le
une vínculo emotivo alguno es, quizá, fácil mantener la distancia, ocu-
parse casi exclusivamente de lo factual, de lo biológico. Pero cuando
el compromiso afectivo entra en juego las cosas cambian de manera
dramática. Ese enfermo ideal se queda en el hospital, o vuelve a su
casa; pero el padre del doctor Miranda se queda de algún modo con
él, incluso en sus momentos más íntimos. Tiene otros derechos, nada
objetivos, por otra parte, y reclama otro tipo de atención, pues el mé-
dico es a la vez hijo.Y una de las atenciones que reclama es la verdad.
¿O tal vez no?
La problemática verdad
a saber que nuestra vida ya tiene un tiempo marcado, una fecha; todos
tenemos derecho a saber cómo y cuándo moriremos225.
Todo muy lógico, muy razonable, muy digno, muy ético.Y sin em-
bargo la irracionalidad irrumpe de súbito en medio de toda esta cla-
ridad, pues es el propio Andrés quien, como un ser humano común,
eleva su irreflexiva, casi supersticiosa protesta ante al cáncer de pul-
món de su padre:
¡Y él nunca fumó, carajo! […] ¡Ni un solo cigarro en toda su puta vida!226
Al fin y al cabo, no es mucho más que una superstición de raíz
científica pensar que por no fumar va a librarse uno del cáncer de pul-
món. Oficialmente la medicina sabe que el tabaco es un factor de ries-
go pero, con esa voluntad o sin ella, el mensaje que el público recibe
del entorno sanitario es: «no fumes para no tener cáncer». Y más allá
de discusiones bizantinas, el hecho crudo que subyace a cualesquiera
interpretaciones es que ante la muerte lo irracional sobreviene; que,
como Miguel hace notar a su amigo, ese comentario irracional, pero
que traduce la inevitable pregunta «¿por qué a mí?», será también el
de su padre, y en ese momento habrán desaparecido la racionalidad,
la lógica y la claridad, pues el sentimiento la habrá inundado todo.
En suma, como señala el cirujano, «¿qué sentido tiene que sepa la
verdad?»227. O, si se prefiere, ¿qué sentido tiene que la sepa ahora, espe-
cialmente si, como el propio Andrés ha reconocido, el enfermo tiene
un interlocutor privilegiado, que es su propio cuerpo? No creo que
la tesis de Barrera sea que la pia fraus, si de verdad es pia, deba man-
tenerse en todos los casos hasta el final228; y desde luego para Andrés
no representa el cómodo expediente para desentenderse de su padre
pues, como la novela pone de manifiesto, el conocimiento que decide
no compartir con él va asociado a un mayor compromiso afectivo.
Además, una parte importante de ese compromiso está representada
por la silenciosa deliberación del doctor Miranda, de Miranda hijo.
se trata tan sólo del pretexto para liberar una tensión insoportable. Al
llegar a casa su ira parece haberse esfumado, y no contesta —sin duda
porque no conoce la respuesta— a la angustiada pregunta de su hijo:
«¿Hubieras preferido no saber nada? […] ¿Hubiera sido mejor que no
te lo dijera?»234.
En efecto, el enfermo que sabe —que sabe que va a morir— no
tiene respuestas, sólo preguntas: «¿Por qué a mí? ¿Por qué yo?», que
flotan sobre una continua «depresión que más que envolverlo, lo em-
papa».
Está indignado con la vida, furioso, resentido; se siente impotente, le ate-
rra saber que no tiene salidas […] También ha cambiado su relación con
su hijo. En realidad ha cambiado su relación con los otros, con todo el
mundo […] En el fondo también siente algo de pena, lamenta lo que ocu-
rre, desearía ahorrarles a los demás este proceso inútil235.
Se trata de reacciones conocidas, que en buena medida ya han
sido tipificadas en libros técnicos, pero que se experimentan de otra
manera cuando se las contempla encarnadas, por más que sea, como
señalé en la presentación, en personajes de papel; esa es la magia del
verdadero arte236. Lo mismo ocurre con el descubrimiento «del cruel
significado de la palabra destino. Es esto. Nada más. Una jeringa», y
con la vivencia de desposesión del propio cuerpo, secuestrado por la
enfermedad237. Sólo gracias al embrujo de la literatura podemos pasar
de la intelección «gris», en el sentido de los versos de Goethe, a otro
dominio, aquél en el que, por un momento, nos sentimos dentro de la
piel del que sufre,
...de una piel que no gobierna, que ya no dialoga con él […], que vive
para sí misma, para su propia destrucción238.
239 Barrera Tyszka, A. (2006), p. 116. Más adelante dirá: «Por primera vez piensa
que la enfermedad puede quitarle a él y a su padre algo que jamás pensó: la conversa-
ción, la posibilidad de hablar. La enfermedad también está destruyendo sus palabras»
(p. 138).
240 Duby, G. (1997). Guillermo el Mariscal. Madrid, Alianza.
241 Véase, por ejemplo: Calavia, O. (2007). «Humana vida breve», en: Montiel, L.;
Garcia, M. (eds.) (2007). Pensar el final: La eutanasia. Eticas en conflicto. Madrid,
Editorial Complutense, pp. 45–61.
138 Luis Montiel
Alerta
Los felices veinte... Un tópico que, a setenta años vista, e incluso más
temprano, resuena en los oídos de Occidente como el solapado anun-
cio de una danza macabra a la que casi todos habían de verse con-
vocados en un plazo muy breve. La Primera Guerra Mundial, la Gran
Guerra, recientemente concluida, había abierto una brecha en la cul-
tura occidental por la que a ésta se le escapaba la vida sin que nadie, al
parecer, se diese cuenta. Felices para algunos inconscientes, los años
veinte preludiaban aquellos en que sería preciso, al menos en Alema-
nia, acudir a la panadería en busca del pan cotidiano con una maleta
llena de marcos que no valían ni el papel en que estaban impresos. Al
son de los nuevos ritmos bailables, las ideologías crecían sin apenas
esconderse, y el efecto alucinógeno de estas nuevas plantas se haría
sentir muy pronto.
246 Debo señalar que, además, constituye el punto de partida de una obra muy
digna de tenerse en cuenta sobre la medicalización de la sociedad contemporánea:
Bensaïd, N. (1981). La lumière médicale. Les illusions de la prévention. París, Seuil.
Alquimia del dolor 141
Plan de campaña
Ante todo hay que advertir que la sátira de Romains va dirigida contra
la Medicina como profesión mucho más que contra la Medicina como
ciencia, aunque, evidentemente, ambos aspectos están estrechamente
ligados; y, más exactamente, contra la profesión médica ejercida en un
marco muy específico, el propio de la llamada «economía de mercado»,
por otra parte el que el autor tiene más cerca y que tan importante
papel desempeña en el discurso teórico y práctico sobre el ejercicio
de la medicina en las actuales democracias occidentales. Esto resul-
ta explícito desde el comienzo de la obra, cuando nos enteramos de
que su protagonista, Knock, ha comprado la plaza de médico del pue-
blo de Saint Maurice a su predecesor, el doctor Parpalaid, del mismo
modo que hoy se compra, pongamos por caso, una licencia de con-
ductor de taxis. Contando con este dinero, que Knock pagará a plazos,
y con sus propios ahorros, Parpalaid ha podido adquirir una consulta
en Lyon, viéndose obligado a renunciar a sus originales aspiraciones,
puestas en París247. En estas primeras páginas el lenguaje está carga-
do de resonancias socioprofesionales y económicas; así, las personas a
quienes los médicos deben atender son, en primer término, denomi-
nadas «clientes»248; Parpalaid va a dar el salto a Lyon porque —según
su esposa— «se había jurado acabar su carrera en una gran ciudad», lo
que el interesado confirma: «¡Lanzar mi canto de cisne sobre un vasto
teatro!»249; y cuando intenta vender a su sucesor su destartalado auto-
móvil, lo hace apoyándose en la necesidad de un vehículo motorizado
para el desempeño de lo que, pomposamente, llama «la profesión»250.
Clientela, carrera, profesión, tres términos de una retórica bien conoci-
da que el artista desenmascara desde las primeras líneas. De ellos, los
dos últimos están explícitamente supeditados al criterio mercantil que
refleja el primero al menos para el viejo médico rural, pero también,
como pronto descubre el lector, para Knock. La distancia del pueblo a
la estación de ferrocarril —once kilómetros— es, a juicio de Parpalaid,
El conquistador y su evangelio
La «Quinta Columna»
Comprenda usted, amigo mío, lo que deseo ante todo es que las personas
se cuiden. Si quisiera ganar dinero me habría instalado en París o en New
York262.
Además, en el breve pregón está escondido, como una bomba
de relojería, el argumento que le permitirá cumplir con su objetivo,
ya enunciado, de «conservar al enfermo». Ese argumento es el del
peligro: «la progresión inquietante de las enfermedades de todas las
especies...»; si los habitantes de Saint Maurice adoptan ante la enfer-
medad una actitud estoica y naturalista, lo primero que hay que hacer
es obligarles a sentir miedo, crear para ellos una interpretación que,
aparentemente basada en la ciencia natural, desvirtúa aquella vieja
concepción naturalista desde la que vivían su vida y deja el paso libre
a otra, técnica, según la cual la salud debe ser objeto de su preocupa-
ción, pero nunca asunto suyo, sino del especialista en la materia: el
médico. Esta estrategia de terror se pone en práctica, en primer lugar,
en la misma persona del pregonero, e inmediatamente después en la
de quien, primero de manera involuntaria, va a continuar con la labor
de extensión y amplificación de la retórica de poder diseñada por
Knock: tras la propaganda a través de los medios de comunicación,
llega el turno a la educación sanitaria.
Cuando el pregonero abandona la consulta de Knock, recibe éste
al maestro, cuya «urgente» y «preciosa colaboración» solicita, para per-
plejidad de su interlocutor. La astucia del falso médico toca aquí sus
cotas más altas, pues ni siquiera se presenta como innovador, dando
por sentado que lo que reclama del maestro es viejo como el mundo
y ha sido realizado también en la etapa de Parpalaid:
¿Cómo se repartían ustedes la enseñanza popular de la higiene, el trabajo
de propaganda en las familias... ¡qué se yo! Las mil cosas que el médico y
el maestro no pueden hacer más que en colaboración?263
Con el maestro, Knock administra sabiamente el halago y el terror:
Uno puede pasearse con una cara redonda, una lengua sonrosada, un ex-
celente apetito, y esconder en todos los repliegues de su cuerpo trillones
de bacilos de la máxima virulencia capaces de infectar un departamento.
Las escenas cuarta, quinta y sexta del acto segundo, que suceden a la
conversación entre Knock y Mousquet, muestran con tres ejemplos
—la señora de negro, la señora de violeta y los dos chicos— la estra-
tegia de terror empleada por Knock, que oscila entre la insinuación
en los dos primeros casos y el amedrentamiento en los dos últimos,
dependiendo de la actitud de los pacientes. También el tipo de asis-
tencia propuesto es diferente en cada caso. Para la señora de violeta,
terrateniente y muy pagada de sus nobles ancestros, «una vigilancia
incesante del proceso de curación»274, en la línea de la díaita más
exigente practicada por el arquiatra clásico. A la de negro, granjera,
le prescribe «observación» antes de proceder a un largo y caro trata-
miento, de manera que ella misma pueda decidir acerca de la conve-
niencia de seguirlo. Pero las condiciones bajo las que debe realizar
esta observación dejan pocas dudas acerca de su resultado:
Nada de alimentación sólida durante una semana. Un vaso de agua de
Vichy cada dos horas y, a lo sumo, medio bizcocho a la mañana y a la no-
che, mojado en un dedo de leche. Aunque preferiría que se pasara usted
sin el bizcocho […] Al acabar la semana […] si sus fuerzas y su alegría
han vuelto, es que el mal es menos serio de lo que se podría creer […] Si,
por el contrario, siente usted una debilidad general, pesadez de cabeza y
cierta pereza a la hora de levantarse, no será lícito dudar más y comenza-
remos el tratamiento275.
Evidentemente, tal como el autor ha puesto de relieve desde el
comienzo, Knock es un facineroso. Las mañas de que se sirve para
cumplir su propósito son a todas luces inmorales, y no sería razonable
276 Romains, J. (1991), p. 119. Esta frase parece dar la razón a Bensaïd cuando
afirma que, ante el cúmulo de informaciones sobre los riesgos de ciertas conductas ali-
mentarias, para muchas personas «comer es vivir peligrosamente. Cada comida es una
aventura. Cada alimento, un enemigo en potencia». Bensaïd, N. (1981), p. 159.
277 Romains, J. (1991), p. 121.
Alquimia del dolor 151
tendimiento entre Knock y sus gozosas víctimas es, por tanto, máxi-
mo. La propia Mme. Rémy, con el fanatismo de los conversos, pone
al estratega de la prevención al resguardo de cualquier acusación de
charlatanismo:
Y que nadie insinúe que descubre enfermedades en personas que no las
tienen. Yo misma me he hecho examinar quizá diez veces desde que él
viene diariamente al hotel. En todas las ocasiones se ha prestado a ello
con la misma paciencia, auscultándome de los pies a la cabeza, con todos
sus instrumentos, y perdiendo un buen cuarto de hora. Me ha dicho siem-
pre que no tenía nada […] y ni hablar de hacerle aceptar un céntimo278.
Verdaderamente, sobran motivos para admirar la astucia de
Knock; sobre todo cuando, a la vuelta de unas pocas páginas, el autor
nos lo muestra explicando a Parpalaid, que le escucha con asombro y
envidia, la organización de su empresa:
La consulta, en cuanto tal, no me interesa más que a medias. Es un arte un
poco rudimentario, una especie de pesca con red. Pero, el tratamiento es
como la piscicultura […] Tengo cuatro escalones de tratamiento. El más
modesto, para rentas de doce a veinte mil, no comprende más que una
visita por semana, y alrededor de cincuenta francos de gastos farmacéu-
ticos al mes. En la cúspide, el tratamiento de lujo, para rentas superiores
a cincuenta mil francos, implica un mínimo de cuatro visitas por semana
y de trescientos francos al mes de gastos diversos: rayos X, radioterapia,
masajes diversos, análisis, medicación, etc...279
No se piense, empero, que Knock describe su organización con la
jerga propia de un truhán, no. Muy al contrario, lo hace —como viene
procediendo desde el comienzo— en nombre de la ética: «No se pue-
de imponer la carga de un enfermo permanente a una familia cuya
renta no alcanza los doce mil francos. Sería abusivo»280. Por otra parte,
luchar cerrilmente por exprimir al paciente individual no es algo que
entre en los cálculos de Knock. Sin abandonar la retórica militar que
infiltra toda la obra, el siguiente nivel que muestra a Parpalaid es, por
así decir, el Te Deum de la medicalización: se trata de un mapa del
cantón salpicado de puntos rojos.
El triunfo de la medicina
*
Este capítulo es resultado de la reelaboración de tres pubilcaciones: Montiel, L.
(1993). «Pazzia, moralità e creatività artistica. La riconquista dell’irrazionale nella lettera-
tura». En: Galeazzi, O. (ed.) Healing. Storia e strategie del guarire. Firenze, Leo Olschki,
pp. 43–63. Montiel, L. (1995). «El saber del solitario: el inconsciente en los Cuadernos
de G.Ch. Lichtenberg». Jano, XLVIII–1115, pp. 35–38. Montiel, L. (1995). «Un cuento
de hadas sobre la vida del inconsciente: El caldero de oro, de E.T.A. Hoffmann». Jano,
XLVIII–1115, pp. 39–44.
288 Nodier, Ch. (1982). La Fée aux Miettes. París, Gallimard, p. 126.
158 Luis Montiel
289 Foucault, M. (1972). Histoire de la folie à l’age classique. Cfr. sobre todo el
capítulo II de la Primera parte, titulado «Le grand renfermement», pp. 56–91. La men-
ción al asilo de Glasgow depende, al parecer, no tanto de las propias experiencias del
escritor, que realiza un viaje a Escocia en 1821, cuanto de la irritación que le provocó
un escrito laudatorio sobre los métodos terapéuticos empleados en el mismo, apa-
recido en la Revue de Paris en 1829, del que era autor el Duque de Lévis. Berthier, P.
«Notice». En: Nodier, Ch. (1982), pp. 333-334.
290 A juicio de Ernesto Sabato, uno de los autores de que me ocuparé más tarde,
esto no es un argumento contra los grandes hombres, sino contra los valets de cham-
bre. No hay que decir que tal es también la opinión de Nodier. Cf. Sabato, E. (1970)
Heterodoxia. En: Ensayos. Buenos Aires, Losada, p. 310.
291 Nodier, Ch. (1982), p. 127.
Alquimia del dolor 159
las blasfemias del Divin Marquis; más espesa aún, la decisión de toda
una cultura de considerar sin sentido el discurso de la locura tiende
cadenas de silencio en torno al alienado. Pero el citoyen Charles No-
dier, con su visita literaria al asilo de Glasgow298, donde supuestamen-
te escucha la fábula de un interno de la que surge el relato, pretende
deshacer estas neblinosas cadenas.
Abandono en este punto a Nodier y a su «hada de las migajas»
porque su propuesta revolucionaria acaba aquí para dejar lugar a un
cuento fantástico, muy estimable sin duda, pero que nada tiene que
ver con lo que propongo. Lo novedoso de la actitud del escritor fran-
cés se detiene en la propuesta de escuchar el discurso del loco con la
intención de aprender algo de él, lo que no es poco. Pero será preciso
seguir avanzando por ese camino de manera cada vez más deliberada.
Aunque también debe señalarse que si Nodier ha podido llegar hasta
aquí es porque otros han iniciado una andadura que conduce hasta
él y más lejos. Para que esta historia comenzase fue necesario que
se intuyera la existencia de una parte de la vida psíquica que, hasta
entonces, había sido desconocida o negada: la parte inconsciente. Es
difícil señalar una primera piedra miliar en esta ruta, pero creo poder
afirmar que uno de los adelantados en el descubrimiento de la vida
psíquica inconsciente fue el autor del que paso a ocuparme.
Su cuerpo está hecho de tal manera que hasta un mal dibujante lo dibu-
jaría mejor a oscuras y, si estuviera en su poder modificarlo, daría menos
relieve a alguna de sus partes. Con su salud, que dista mucho de ser ópti-
ma, este hombre diría que ha estado casi siempre contento; posee el don
de aprovechar debidamente sus días de buena salud. Su imaginación, que
es su más fiel compañera, jamás le abandona […]. No tiene más que unos
pocos amigos; a decir verdad, su corazón está siempre abierto a uno solo,
presente, y a varios ausentes […]. Y si tuviera la posibilidad de volver a
elegir un alma y una vida, no sé si elegiría otras de poder recuperar una
vez más las suyas […]. Su cuerpo y su indumentaria raramente han sido
298 Anterior a esta visita literaria es la que realmente llevó a cabo, en 1807, al asilo de
Santa Pelagia, donde tuvo ocasión de ver a Sade, o lo que quedaba de él. Cf. de Beauvoir, S.
(1974). El marqués de Sade.Trad. esp. Buenos Aires, Siglo veinte, pp. 11‑12.
162 Luis Montiel
fui privado de un poco de luz, deduje que una gran nube debía de haber
tapado el sol y todo me pareció oscuro, aunque la luz no hubiera sufrido
merma alguna en la habitación. Así ocurre muchas veces con nuestras
conclusiones: buscamos en la lejanía causas que suelen estar muy cerca,
en nosotros mismos309.
Es esa misma libertad bien entendida la que le permite decir, con
irónica nostalgia: «Por entonces, cuando el alma aún era inmortal»310;
advierto, además, que esto no es una frase sacada de contexto: es un
aforismo íntegro. Lichtenberg habla del alma, de un alma cercada por
la ciencia —ya no es inmortal— pero cuyos poderes auténticos des-
bordan en mucho los ilusorios límites trazados por ésta. Reconoce
que el hombre europeo necesita ampliar su horizonte en el conoci-
miento de sí mismo, sin que este reconocimiento le convierta en un
místico; simplemente demanda una ampliación de las fronteras de la
ciencia:
Del alma se ocupan los pastores y los filósofos, que a menudo se es-
tropean el negocio unos a otros; del cuerpo se encargan, además del
médico y del farmacéutico, los campesinos, molineros, panaderos, cerve-
ceros, carniceros y destiladores; del «pellejo adoptado», un sinnúmero de
tejedores, sastres, zapateros, sombrereros, curtidores, y, por último, de la
vivienda, el caracol, el arquitecto, el carpintero, el ebanista y el cerrajero;
del alma sólo se ocupa, pues, el pastor. ¡Por cierto que aún hay que inter-
calar aquí a las ciencias!311
Una vez más descubrimos aquí al Lichtenberg ilustrado que
transciende la Ilustración. En esa vocación de ir más allá sin negar
lo más valioso de lo actual se encuentran su mayor mérito y su limi-
tación, vale decir su honestidad y su rigor intelectual, muy superiores
a los de algunos autores más afortunados que él ante el juicio de la
posteridad. Como advierte Béguin en su maravilloso ensayo sobre El
alma romántica y el sueño, Lichtenberg no alcanzará a llevar a vía
de hechos estas intuiciones, que tendrán que esperar hasta la eclo-
sión del Romanticismo312; pero al menos puede afirmarse que nuestro
El artista al que me refiero tiene tanto que ver con lo que ha sido lla-
mado, por Ellenberger, «el descubrimiento del inconsciente»316, como
para que un autor del pasado siglo, Gaston Bachelard, haya podido
acuñar en su apasionante Psicoanálisis del fuego el concepto de
«Complejo de Hoffmann»317. De hecho, Hoffmann consiguió mucho
más que popularizar las doctrinas sobre la vida inconsciente que mé-
dicos y filósofos —y, sobre todo, los médicos-filósofos— de su tiempo
comenzaban a construir. Como auténtico artista, fue capaz de tras-
cender la mera ilustración de la documentación que manejaba para
construir algunos de sus relatos, dejando libre curso a su propio in-
consciente; a lo que, con término más propio de su época, él mis-
mo denominaba «fantasía». Precisamente en una recopilación titulada
Fantasías a la manera de Callot (1814) es donde aparece el cuento
objeto de este esbozo de análisis: «El caldero de oro»; dicho sea de
paso, se trata precisamente del que permitió a Bachelard acuñar el
término arriba citado, con el que pretende señalar la personalidad del
artista atraído máximamente por el elemento ígneo, por el fuego fan-
tástico, casi sin soporte material del ponche —del líquido que arde,
del aqua ardens—, en el que viven las místicas salamandras. Dado
que este relato se gesta en unas condiciones particulares, tal vez me-
rezca la pena esbozar el panorama de esa gestación.
Ernest Theodor Wilhelm Hoffmann (1776–1822) vivió temprana-
mente la separación de sus padres, y también tempranamente (1801)
quedó huérfano de madre. De su tutela se hicieron cargo, entonces,
dos de sus tíos solteros: del varón, Wilhelm, correcto y frío, había re-
cibido el tercer nombre; de la mujer, Sophie, aprendió el amor por
la música. Su devoción por la de Mozart le llevó, en la edad adulta, a
cambiar precisamente ese tercer nombre no muy apreciado por el de
Amadeus. Durante casi toda su vida intentó ser músico, con éxito li-
mitado, y podría decirse que sólo a regañadientes, o mejor, a modo de
pasatiempo, se convirtió en escritor, alcanzando lo que no esperaba:
una fama imperecedera. Con limitadas pretensiones escribió los rela-
318 Existe una edición española de esta obra: Schubert, G.H. (1999). El simbolismo
del sueño. Edición y estudio preliminar a cargo de L. Montiel. Barcelona, MRA.
319 Puede ampliarse este información en: Bravo Villasante, C. (1973). El alucinan-
te mundo de E.T.A. Hoffmann. Madrid, Nostromo.
Alquimia del dolor 171
Rechazo, pues, formalmente, que Lenz sea, sin más, una historia clínica,
y que deba leerse como una historia clínica. El médico Georg Büchner
redactó una tesis doctoral sobre anatomía comparada (sobre el siste-
ma nervioso del barbo), tesis laureada y que le valió el profesorado
en la universidad de Zürich, de la que a la sazón era decano el gran
Lorenz Oken, el fundador de la Sociedad alemana de naturalistas y
médicos. Cabe sospechar que no sólo la calidad científica del trabajo,
sino también su condición de disidente político329, compartida por el
propio Oken330, pudo tener algo que ver en ese nombramiento que,
en parte, era un acto de asilo. En todo caso, los nervios del barbo y los
nervios craneales del ser humano, objeto de otro escrito breve, son
los temas de Büchner cuando pretende ser científico. Pero Büchner
es, en mayor medida y con mayor antelación que médico, escritor. Y
cuando se ocupa de la locura lo hace desde la literatura, al margen
e incluso en oposición a la ciencia; de forma aún más clara que su
Lenz lo muestra el más famoso de sus dramas, Woyzeck, convertido
en ópera por Alban Berg y llevado en fechas no muy lejanas al cine
por Werner Herzog.
La vida del Lenz histórico dista de ser la más propicia para conser-
var la salud mental. Nace en Livonia, hijo de un pastor cuyos sermo-
nes, de corte veterotestamentario, culpabilizador, permiten imaginar
cuál sería su actitud doméstica, y cómo debieron de ser las relacio-
nes con su hijo, al que pretendía imponer el estudio de la teología.
Cuando éste abandona el hogar para intentar vivir como desea, su
suerte no mejora más que para empeorar; pues conocerá a Goethe,
y le caerá en gracia... hasta caer en desgracia. No puedo extenderme
en los motivos de este cambio de actitud —bien documentados, por
otra parte, por Gutiérrez Girardot331—, cuyo efecto inmediato es la
solicitud del poderoso «Júpiter de Weimar» de que Lenz sea declarado
persona non grata y expulsado de su ciudad en 1776. Con estos an-
tecedentes, por más que sumarísimamente presentados, resulta algo
más comprensible que, en 1778, el artista sufra un primer ataque de
su enfermedad mental en casa de Kaufmann, un poeta del Sturm und
Drang que le ha acogido provisionalmente. Ante lo penoso del caso,
sus amigos acuerdan enviarle junto al pastor Oberlin, en Waldersbach
(Alsacia), por ser conocida la actividad de este párroco en el cuidado
de enfermos mentales. De este período procede la información mane-
jada por Büchner, pues el diario de Oberlin había llegado a manos del
padre de su amigo August Stöber.
330 Pfannenstiel, M. & Zaunick, R. (1965). «Lorenz Oken und J.W. von Goethe». Sud-
hoffs Archiv, 33, 113–173. (pp. 143–163).
331 Büchner, G. (1981). Lenz, Barcelona, Montesinos, pp. 24-25.
Alquimia del dolor 179
Natura sanat
recibir como en sueño cada ser de la naturaleza como las flores reciben
el aire con el crecimiento y decrecimiento de la luna336.
Y aunque la educación recibida le mueve a considerar que éste
no debe ser un estado espiritual elevado, por ser aún demasiado ele-
mental, reconoce ingenuamente que, en éste, «la tranquilidad debe
ser mayor»337. No puede, pues, extrañarnos que cuando, algún tiempo
después, su amigo Kaufmann le sugiera que vuelva a Livonia, con su
padre, para reintegrarse a la vida activa, Lenz, excitado, le responda:
¿Irme de aquí, irme a casa? ¿Volverme loco allí? […] ¡Déjame en paz!
¡Sólo un poco de paz, ahora que me va bien! ¿Irme de aquí? No lo entien-
do, con sólo dos palabras se ha estropeado el mundo338.
Pero no es el mundo, sino su mundo el que se ha estropeado; aun-
que cabe preguntarse si ese deterioro del mundo de Lenz puede no
afectar a quienes han aceptado otro mundo, el de la lucha competitiva
lejos de la vida natural, para el que su padre le reclama y que, con pala-
bras poéticamente cargadas de sentido, describe el desgarrado poeta:
Siempre ascender, luchar, y así eternamente arrojar todo lo que da el mo-
mento y sufrir siempre privaciones para gozar una vez; mientras a uno le
saltan por el camino claras fuentes339.
permite suponer que quien la emite pretende tan sólo llamar la aten-
ción sobre sí mismo, darse cierta importancia más o menos trágica a
costa de una exageración o de una mentira, bien porque, de aceptarse
su veracidad, lo tajante de su enunciado resulta de mal gusto, incluso
incomprensible para un estilo de vida con clara tendencia a favorecer
un mediocre, ralo equilibrio. Sin embargo, una lectura de las novelas
del escritor argentino demuestra, literalmente, la veracidad de aquel
aserto. De no haber escrito, de no haber purgado su alma como lo ha
hecho, Sabato se habría vuelto loco. Para comprenderlo basta con ob-
servar el despliegue de personajes que pueden identificarse, bien que
en medida desigual, con otros tantos aspectos de la personalidad de
su creador, y remitir, como inmediatamente haré, esta multiplicidad al
dominio hermenéutico de una variante muy singular del psicoanálisis.
Esta metodología exige siempre una legitimación; pero tal exigencia
es aún mayor en el caso que nos ocupa, pues Ernesto Sabato se ha
pronunciado en varias ocasiones —y con harta razón— en contra de
una crítica psicoanalítica que pretenda «explicar» las razones incons-
cientes de la creación artística. Precisamente el texto sobre el que,
de manera casi exclusiva, versará este conato de interpretación —el
«Informe sobre ciegos» de Sobre héroes y tumbas— recoge una de
las versiones más agresivas de la censura sabatiana al psicoanálisis de
la obra de arte; no olvidemos que es Fernando Vidal Olmos quien la
formula:
¡Cuántas estupideces cometemos con aire de riguroso razonamiento!
Claro, razonamos bien, razonamos magníficamente sobre las premisas A,
B y C. Sólo que no habíamos tenido en cuenta la premisa D.Y la E, y la F. Y
todo el abecedario latino más el ruso. Mecanismo en virtud del cual esos
astutos inquisidores del psicoanálisis se quedan muy tranquilos después
de haber sacado conclusiones correctísimas de bases esqueléticas345.
Me apresuro a tranquilizar al lector y al artista cuya obra preten-
do no tanto «explicar» cuanto asumir personalmente, mediante una
auténtica experiencia intelectual activa, confiando además en que tal
vez el despliegue de algunos temas de esa obra que, en su calidad
de vivencias difícilmente comunicables, permanecen como guarda-
dos en cerrados capullos, pueda ser útil a otros. La vasta, ambiciosa
345 Sabato, E. (1978 a). Sobre héroes y tumbas. Barcelona, Seix Barral, p. 417.
Alquimia del dolor 185
346 Sabato, E. (1978 b). Abaddón el exterminador. Barcelona, Seix Barral, p. 122.
347 Mann,Th. (1953). Bilse und Ich. En Altes und Neues. Frankfurt a. M., Fischer, 24
y 31.
186 Luis Montiel
Por otra parte, tal vez resulte ocioso ocuparse en probar el carác-
ter de Doppelgänger de algunos personajes sabatianos, cuando éste
ya ha sido puesto de relieve por multitud de críticos, así como —
lo que es más importante— sentido por los lectores más sensibles.
Acéptese, como prueba más concreta, la ya mencionada existencia
literaria de «Sabato‑S.», así como la del R. que se menciona en Sobre
héroes y tumbas y aún más prolijamente en Abaddón, cuya vincula-
ción con el autor, de orden genealógico, viene ilustrada por la inicial
que recibe como único nombre: R, la letra que precede a la S en el
alfabeto, nombraría al sustrato inconsciente, o al menos a parte de él,
del escritor; este personaje, más que ningún otro, se presenta como el
daimon de Sabato, tal como creo haber probado en otro lugar348.Tam-
bién Bruno, Fernando —nacido en la misma fecha que su creador349—
Martín y Alejandra deben considerarse «emanaciones del propio ‘yo’
que escribe el poema», si bien el propio Sabato ha puesto de relieve350
hasta qué punto es peligroso interpretar este parentesco de forma
excesivamente simplificadora o unilateral.Todos estos personajes son
en cierta medida Ernesto Sabato, y en cierta medida otros; a causa de
lo primero no me parece ilícito presentar su existencia de ficción
como un testimonio lúcido y peligroso de la fragmentación de la per-
sonalidad de su autor, una fragmentación que Jung interpreta así:
Una debilidad en el orden jerárquico del yo basta para poner en movi-
miento esas tendencias y deseos determinados instintivamente, y ocasio-
nar así una disociación de la personalidad, o sea, una multiplicación de
los centros de gravedad de la persona. (En la esquizofrenia se produce
incluso una fragmentación múltiple de la personalidad)351.
Retengamos la frase previa al paréntesis en el citado texto de Jung
—«una multiplicación de los centros de gravedad de la persona»— y
348 Montiel, L. (1989). Con los ojos de Perséfone. Una lectura de Ernesto Sabato.
Madrid, ICI, 21–33, fundamentalmente en p. 27.
349 Sabato, E. (1978 a), p. 305.
350 Así lo afirmó expresamente en el curso de la primera de las mesas redondas
recogidas en este volumen. Por otra parte, ya en Abaddón censuró a quienes querían ver
en Vidal Olmos a un segundo Sabato: «Vidal Olmos es un paranoico […] No cometerá la
ingenuidad de atribuirme a mí todo lo que ese hombre piensa y hace». Sabato, E. (1978
b), p. 70.
351 Jung, C.G. (1983). La psicología de la transferencia. Buenos Aires, Paidós, p. 35.
Alquimia del dolor 187
354 Sabato se ha pronunciado de forma muy clara acerca de este tipo de aproxi-
maciones a su obra. En Abaddón habla de aquellos que se dirigen a él para preguntarle
por alguno de sus personajes: «si había realmente vivido, y dónde, si en aquella casa, si
en la otra, si en aquel Mirador. Iban al archivo de los diarios, querían saber, qué ansiedad
tiene la gente de ese carnaval por el absoluto, qué insaciable sed. ¿Era verdadera aquella
noticia? Como si lo más apócrifo no fuera lo que se acumula en los archivos. Pero no
importaba: seguían las preguntas, si esos personajes vivieron y cómo, dónde. Sin com-
prender que nunca murieron, que desde sus reductos subterráneos lo acosan de nuevo,
lo buscan y lo insultan». Sabato, E. (1978 b), p. 94.
Alquimia del dolor 189
longissima via, no un camino recto, sino una línea sinuosa que une pos-
turas antagónicas entre sí […] un sendero cuya sinuosidad laberíntica no
carece de espanto356.
También de esto último ha tenido el artista una experiencia de
primera mano:
Siempre el camino hacia lo más íntimo es un largo periplo que pasa por
seres y universos357.
Lo dicho hasta aquí induciría tal vez a suponer, algo apresurada-
mente, que la situación descrita es una situación patológica: «escisión
de la personalidad», «sinuosidad no carente de espanto»... Podría pen-
sarse que sólo un enfermo, un desequilibrado —en el sentido más
peyorativo de la palabra— se vería sometido a estas tensiones; y, sin
embargo, para Jung la diferencia entre salud y enfermedad consiste,
en este caso, tan sólo en una cuestión de grado, pues no acepta que
pueda darse la tan buscada integridad o plenitud de la existencia sin
una previa experiencia de la escisión:
Sin la experiencia de lo contradictorio no existe experiencia alguna de
la totalidad, y por tanto, tampoco ningún acceso interior a las imágenes
sagradas. Por este motivo, el cristianismo insiste con razón en la pecami-
nosidad y en el pecado original con la evidente intención de, al menos
desde fuera, desgarrar en cada individuo el abismo de la contradictorie-
dad del mundo358.
Desde esta perspectiva no puede extrañar la continua queja de
Sabato en el sentido de que nuestro mundo actual —me refiero al oc-
cidental, y sobre todo al más industrializado— está desacralizado. Esta
desacralización coincide, pues, con la deshumanización reconocida a
casi todos los niveles, y denota la existencia de una enfermedad no ya
individual, sino de la cultura; la comodidad y el temor al enfrentamien-
to consigo mismo en busca de un equilibrio superior —en busca del
Sí‑mismo— habrían conducido a ello.
Lo que acabo de decir requiere una pequeña precisión terminoló-
gica: en la obra de Jung el Sí‑mismo —das Selbst— designa
356 Jung, C.G. (1989). Psicología y alquimia. Barcelona, Plaza & Janés, p. 19.
357 Sabato, E. (1978 a), p. 504.
358 Jung, C.G. (1989), p. 35.
Alquimia del dolor 191
359 Jung, C.G. (1982). Psicología y simbólica del arquetipo.Trad. esp., Buenos Aires,
Paidós, pp. 96–98.
360 Sabato, E. (1978 a), p. 308.
361 Ibid.
192 Luis Montiel
368 Una concisa y documentada exposición de este tema figura en el capítulo titu-
lado «El mito del andrógino» de: Eliade, M. (1984). Mefistófeles y el andrógino. Barcelona,
Guadarrama, 131‑136.
369 Sabato, E. (1978 a), p. 536.
370 Sabato, E. (1978 a), p. 300.
Alquimia del dolor 197
1. Dios no existe.
2. Dios existe y es un canalla.
3. Dios existe, pero a veces duerme: sus pesadillas son nuestra exis-
tencia.
4. Dios existe, pero tiene accesos de locura: esos accesos son nuestra
existencia.
5. Dios no es omnipresente, no puede estar en todas partes. A veces
está ausente ¿en otros mundos? ¿En otras cosas?
6. Dios es un pobre diablo, con un problema demasiado complicado
para sus fuerzas. Lucha con la materia como un artista con su obra. A ve-
ces, en algún momento, logra ser Goya, pero generalmente es un desastre.
7. Dios fue derrotado antes de la Historia por el Príncipe de las Ti-
nieblas. Y derrotado, convertido en presunto diablo, es doblemente des-
prestigiado, puesto que se le atribuye este universo calamitoso […] Mi
conclusión es obvia: sigue gobernando el Príncipe de las Tinieblas. Y ese
gobierno se hace mediante la Secta Sagrada de los Ciegos371.
Quedémonos, de momento, con la idea de una creación caída jun-
to con el hombre, con el sentimiento de una dolorosa dislocación que
debe remediarse, sentimiento que produce la melancolía e incita, su-
perando la abulia, a una búsqueda dramáticamente cargada de riesgos
espirituales. Precisamente aquí encontramos una especie de nudo en
el que vienen a trabarse tanto los temas como las corrientes cultura-
les que, poco a poco, vemos perfilarse a lo largo de la interpretación.
La ortodoxia religiosa nos ha contado hasta la saciedad la historia del
salvador que redime al hombre de su caída, pero ha dejado en sombra
durante dos milenios el destino del resto de la creación. De ello se
ha ocupado la heterodoxia —no es casual que Sabato haya dado este
título a un provocativo volumen de ensayos—, representada en este
caso por el gnosticismo:
Y como al hijo superior le corresponde la misión de salvar al ser humano
(el microcosmos), el hijo inferior tiene la significación de un salvator
macrocosmi372.
Este «hijo inferior», el también llamado filius philosophorum, es
el nombre dado por los alquimistas al resultado de la Obra, al produc-
to de la transmutación, de manera que la tarea del alquimista tendría
381 Este término, que los escritores románticos hicieron célebre, suele traducirse
por «el doble».
382 Sabato, E. (1978 b), p. 166.
383 Sabato, E. (1978 a), p. 29.
Alquimia del dolor 203
son alas de murciélago: como lo son las que crecen al propio Sabato
después de su unión con Soledad:
Sin que atinara a nada (¿para qué gritar? ¿Para que la gente al llegar lo
matara a palos, asqueada?) Sabato observó cómo sus pies se iban transfor-
mando en patas de murciélago […] Su asco se hizo más intenso cuando
se le formaron las alas […] pero cuando el proceso alcanzó la cabeza […]
su horror alcanzó la máxima e indescriptible intensidad […] El había per-
tenecido siempre a la clase de gente que siente invencible asco ante una
rata. Es imaginable, pues, lo que podía sentir ante una rata de un metro
veinte, con inmensas alas cartilaginosas, con la repulsiva piel arrugada de
esos monstruos.Y él dentro!392
con cuanto acabo de decir: «Traum von ihnen ist drauf das Leben:
Después, la vida no es sino soñar con ellos»396.
Soñar...: ¿No despertamos, precisamente, de un sueño en este
momento? Con Fernando Vidal Olmos, con Ernesto Sabato, con los
alquimistas medievales y renacentistas hemos soñado un gran sueño,
el sueño del individuo y de al menos buena parte de la humanidad.
Despertados del letargo de la no conciencia por la urgente llamada de
una campanilla, hemos soñado el sueño del inconsciente, hemos vivi-
do una ceremonia de muerte y renacimiento, hemos presenciado, tal
vez incluso compartido, unas nuptiae chymicae, en las que el uno es-
cindido y amenazado por la locura se reencuentra consigo mismo en
la figura teriomórfica que es símbolo de la unidad del Uno y el Todo,
del hombre consigo mismo —consciente e inconsciente— y con el
mundo, con la naturaleza entera. A través de sus personajes, Ernesto
Sabato ha realizado la aforística sentencia de Jaspers: «Del seno de la
noche vine a mí mismo»397. Nuestro viaje, ese que hemos emprendido
de su mano, que se iniciaba bajo el dominio de la sombra, de las tinie-
blas, no termina tal vez en el «Gran Mediodía» soñado por Nietzsche,
pero al menos desemboca —como supo el desconocido autor del
tratado de alquimia que lleva ese nombre— en una aurora naciente,
Aurora consurgens398.
396 El verso pertenece al poema titulado Brot und Wein, «Pan y vino».
397 Jaspers, K. (1973). Philosophie. Berlín, vol. III, p. 105.
398 Este es el título de un tratado de Alquimia escrito probablemente en el siglo
xivy atribuido hasta el pasado siglo a Santo Tomás de Aquino. Cf. Jung, C.G. (1989), pp.
332‑333.
*
Publicado previamente como: Montiel, L. (2005). «Desmembramiento del alma, o
sea, psicoanálisis. En el cincuentenario de la muerte de Thomas Mann». Frenia, V, pp.
133–143.
Alquimia del dolor 209
399 Mann, Th. (1978). Der Zauberberg. Frankfurt am Main, Fischer Taschenbuch
Verlag, p. 497. Como el lector podrá ver más adelante no es por frivolidad por lo que
cito directamente de la edición alemana.
210 Luis Montiel
406 Montiel, L. (2001). «La poética del aire». En: Montiel, L. (Coord.) Arte y ciencia
del aire. Barcelona, MRA, pp. 11–33 (28-29).
407 Al trabar conocimiento con Hans el médico jefe del sanatorio, Dr. Behrens, no
deja de poner de relieve —aunque con matices— esta circunstancia: «Es, por otra parte,
una institución a la que debemos mucho, esa querida Hamburgo. Gracias a su meteoro-
logía, tan alegremente húmeda, nos proporciona cada año un bonito contingente» (p.
51). Apenas hace falta señalar que la gran ciudad portuaria, en uno de cuyos astilleros
debería estar trabajando Hans Castorp, no es el único lugar «alegremente húmedo» de
la Alemania septentrional. Aunque la frase podría tener otro sentido si se considera que
el mismo Behrens hablará de «lugares húmedos» cuando se refiera a lesiones tuberculo-
sas activas en los pulmones de sus pacientes...
214 Luis Montiel
anecdótico. Aunque esto, ¿es realmente así? Si bien se mira, «lo anec-
dótico» de semejante ambiente resulta altamente provocativo, pues
es la manifestación de que se puede vivir de otro modo; existen otras
reglas que permiten hablar de la sociedad de los sanos como de un
mundo diferente: «allá abajo», como dicen, inadvertidamente, todos
los pensionistas y como el propio Hans aprenderá a decir muy pronto,
sin siquiera proponérselo. Así pues, no hay una manera única, dogmá-
tica, de vivir. Y ésta que acaba de descubrir tiene para él un interés
especial: un interés filosófico; pues es motivo de thaumazein, de ese
asombro que, como advirtió Platón, mueve a la pregunta y por ello
está en el origen de la filosofía. La mera comprobación de que puede
haber otra forma de vida, aunque morbosa y en ocasiones ridícula,
si se quiere, deja en nada el calificativo de «absoluto» que acabamos
de ver empleado por Thomas Mann al hablar del valor del trabajo
entendido como rasgo altamente representativo de una cultura, y
en este sentido, susceptible de ser proyectado sobre la cultura en su
conjunto. ¿Realmente existen valores absolutos? O, si se prefiere, ¿son
verdaderamente absolutos todos los valores que pasan por tales? Las
nuevas experiencias de Castorp, incluso las más insulsas, son, pues,
filosóficas en tanto que antidogmáticas.
En ese ambiente puede comenzar a enfrentarse, más temprano
que tarde, con su homosexualidad latente, reflejo de la de su autor,
hasta llegar a reconocerla como una de las causas de su presente si-
tuación. Entiéndaseme —entiéndasenos a Mann y a mí— bien: no se
trata de sostener que la homosexualidad sea algo morboso, sino que
las trabas puestas a su reconocimiento por los condicionamientos so-
ciales y culturales terminan dejando su huella. En este sentido se pro-
nuncia en una importante conversación con su amada inasible —por
razones clarísimas no puede decirse en este caso «platónica»408—
Clawdia Chauchat, a la que no ha dejado de identificar en un nivel
simbólico con un amor adolescente, su compañero de colegio Privis-
lab Hippe409:
425 «Un joven simple (o sencillo) viajaba en pleno verano...» Así comienza La
montaña mágica.
426 «Die Stellung Freuds in der modernen Geistesgeschichte» —El lugar de Freud
en la moderna historia del espíritu— (1929) y «Freud und die Zukunft» —Freud y
el porvenir— (1936), en Essays, III, Hrsg. von Hermann Kurzke, Frankfurt am Main,
Fischer Taschenbuch Verlag, 1978, pp. 153–172 y 173–192.
427 «Die Stellung Freuds...», pp. 159-160.
2. Figuras de la perversión en El Rey de los Alisos
de Michel Tournier*
*
Este trabajo, que ha permanecido inédito, es resultado de una estancia en la
École des Hautes Ëtudes en Sciences Sociales (París), propiciada por los profesores
Jacqueline Carroy, Jean-Pierre Peter y Claude Debru, a quienes deseo testimoniar mi
gratitud.
428 Suele señalarse el episodio evangélico del ciego de nacimiento (Juan, 9–3)
como punto de partida de una nueva consideración, no punitiva, de la enfermedad
desde el punto de vista religioso, que debería ser la propia del cristianismo por venir
del mismo Cristo.
224 Luis Montiel
429 A lbarracin, A. (1971). «Oración de Blas Pascal para pedir a Dios el buen uso de
las enfermedades». Introducción y versión castellana. Asclepio, XXIII, 249–261.
430 Novalis (1976). La Enciclopedia. Ed. de F. Montes. Madrid, Espiral, 259-260.
Alquimia del dolor 225
433 Mann, Th. (1955). «Goethe und Tolstoi». En: Adel des Geistes. Frankfurt am
Main, S. Fischer Verlag, 179.
434 Mann, Th. (1978). «Schopenhauer». En: Essays, Bd. 3 -Musik und Philosophie.
Frankfurt am Main, Fischer Taschenbuch Verlag, 231-232.
Alquimia del dolor 227
Podría decirse que, sin ser sólo eso, la obra narrativa de Thomas
Mann constituye un experimento exigente y riguroso enderezado a
resolver, con toda la cautela posible —hablamos de 55 años de tra-
bajo— el «problema aristocrático» enunciado del modo que hemos
visto en Goethe y Tolstoi, que tan estrecho parentesco guarda con la
citada hipótesis de Novalis. Y ese enorme esfuerzo se vio inevitable-
mente condicionado por las dramáticas circunstancias —dos guerras
mundiales, el inicio de la guerra fría— que le tocó vivir. Así, su última
gran creación, Doktor Faustus (1947) está marcada por el nazismo,
interpretado como emergencia de los aspectos demoníacos de lo pro-
piamente humano en la historia, emergencia que el escritor no da
por cancelada a la vista de la evolución de la política de su país de
adopción, Estados Unidos, al final de la guerra, a causa de la cual Mann
renunciará también a su reciente nacionalidad norteamericana para
morir apátrida en Suiza. Esta irrupción de lo demoníaco en la vida de
los individuos y de las colectividades, este pacto fáustico con el diablo
que Mann emblematiza con la sífilis del compositor protagonista de
su novela, implica una tremenda radicalización del «problema aristo-
crático», por obra de la cual la presencia del mal y su simbolización
mediante la enfermedad alcanzan unas dimensiones desconocidas
hasta entonces y su tratamiento se vuelve especialmente peligroso.
En esta perspectiva, aunque me gustaría retomar el contacto con
la obra de éste a quien considero uno de mis maestros, prefiero dedi-
car mi contribución al presente libro a la reflexión sobre otro autor
que a menudo ha declarado su admiración por la obra del escritor
alemán y que, en cierto sentido, al menos desde mi punto de vista,
ha retomado el trabajo en el punto en que éste lo dejó. Me refiero a
Michel Tournier.Y ya que el nazismo marcó un punto de inflexión en
la historia de Occidente, la obra elegida para la tarea no puede ser otra
que El Rey de los Alisos (Le Roi des Aulnes, 1970). Se trata, como ense-
guida veremos, de una obra extremadamente peligrosa, pues se ocupa
de un asunto igualmente peligroso; y para ello, la enfermedad elegida
por el escritor es humana en grado exquisito, hasta tal punto que nin-
gún otro animal puede padecerla. Incluso su carácter de enfermedad
es ambiguo, difícil de asir, pues pertenece al inestable terreno de la
psicopatología. El protagonista de la novela, el «ogro» Abel Tiffauges es,
desde este punto de vista, un «perverso». La experiencia me ha mos-
trado que tanto la novela como mi interpretación de la misma, cuando
228 Luis Montiel
440 Ibid., 50. Cfr. también Milne, L. (1994). L’Evangile selon Michel: la Trinité ini-
tiatique dans l’oeuvre de Tournier. Ámsterdam, Rodopi.
441 J-M de Montrémy: «Michel Tournier: “Je me suis toujours voulu écrivain
croyant”». La Croix, 8, 1980, p. 8. Cit. en Milne, L. (1994), 1.
442 «Creo poseer el sentido de lo sagrado. Es más bien el sentido de lo profano
lo que me falta. Vivo en lo absoluto, en un mundo totalmente vertical donde cada ser,
como un árbol, se hunde en lo más profundo del barro y, en el mismo movimiento, se
eleva hacia lo más puro del éter. Soy incapaz de desencarnar lo sagrado y de rechazarlo
al dominio de lo abstracto». (Le Figaro Littéraire, 19 de abril de 1978, cit. en Klettke,
1991, 51).
232 Luis Montiel
443 Amery, J. (1973). «Äestetizismus der Barbarei. Üeber Tourniers Roman Der
Erlkönig». Merkur, p. 297.
444 «Tournier face aux lycéens». Le Magazine Littéraire, 226, enero 1986, 24. Cit.
en Bouloumie, A. (1988). Michel Tournier. Le roman mythologique. Suivi de questions
à Michel Tournier. París, Jose Corti, pp. 105-106.
445 Friedlaender, S. (1982). Reflets du nazisme. París, Seuil, p. 103.
Alquimia del dolor 233
tomadas del acervo mítico— del relato, el Rey de los Alisos y san Cris-
tóbal, han sido presentadas por su autor como contrafiguras, siendo
la primera la «sombra» de la segunda450, mientras que otro personaje
tomado de la realidad, el criminal Eugène Weidmann, cuyo rostro, en
el patíbulo, parece idéntico al del protagonista, representa a su «her-
mano oscuro»451, y, en consecuencia, actúa como un espejo mágico en
el que puede reconocer los rasgos más escondidos y rechazados de
su personalidad. Así, Michel Tournier pone ante nuestros ojos a un
auténtico asesino que no es Abel Tiffauges, pero que, en cierto sen-
tido, podría llegar a ser él. Así, el hombre concreto Abel Tiffauges se
mueve —y tiene que elegir— entre Weidmann (cazador, en alemán)/
Erlkönig y San Cristóbal.
En sí misma, esta posición fluctuante es todo un hallazgo, que
pone en cuestión la noción, a menudo mortalmente estática, de «yo»
sobre la que reposa, confiada, buena parte de nuestra cultura, así como
la de «individuo» —indiviso—, pues está claro que Tiffauges, como
todos nosotros, está «diviso», dividido, escindido, tironeado por las di-
ferentes personae que viven en él. Testimonio de este hallazgo es su
nombre de pila, Abel, que le remonta, y nos remonta con él, al origen
mismo de la escisión, al conflicto asesino entre los hijos del hombre
primordial, Adán, entendido, en la perspectiva mítica, no como un
combate entre dos personas diferentes, sino como un combate inte-
rior, bellum intestinum452. De hecho, nuestro Abel ostenta algunos de
del estudio de Fauskevag, S.E. (1993). Allégorie et tradition. Etude sur la technique
allégorique et la structure mythique dans Le Roi des Aulnes de Michel Tournier. Oslo,
Solum Forlag-París, Didier Erudition. (Cfr. especialmente pp. 258–260).
453 Vray, J-B. (1986). «De l’usage des monstres et des pervers». Sud, 16–61, nº espe-
cial dedicado a Michel Tournier, preparado por Ch. Baroche, pp. 100–131.
454 Tournier, M. (1981). «Günther Grass et son tambour de tôle», en Le vol du
vampire. Notes de lecture: «Lo que Grass perdía escogiendo una especie de monstruo
como testigo número uno de su relato lo ganaba, centuplicado, por otra parte.Y es que
los monstruos tienen una utilidad preciosa tanto en las letras como en las ciencias; arro-
jan una luz nueva y penetrante sobre los otros, los llamados normales» (Ed. cit., p. 335).
455 Vray, J-B. (1986), pp. 125–131.
236 Luis Montiel
«Eres un ogro». Con estas palabras comienza una especie de diario con
el que, a su vez, comienza la novela463. Un ser humano empieza a ha-
blar de sí mismo, en primer término para sí mismo, y se presenta a tra-
vés de una mirada ajena, pero próxima —la de la amante que acaba de
abandonarle— como un ogro. Solamente al final de la segunda página
parece caer en la cuenta de que esa no es la manera más común de
presentarse y enuncia su nombre: «me llamo Abel Tiffauges». De este
modo reconoce la voluntad de escribir —de escribir ‘también’, habría
que decir— para otros, a quienes notifica acto seguido: «y no estoy
loco», consciente de la rareza de lo que en esos «escritos siniestros»464
va a revelar. El nombre es un dato, interesante a lo sumo para ese otro
sin rostro que lee. Para el protagonista, lo importante, por problemáti-
co, es la definición de su personalidad que a la vez se manifiesta y se
oculta en ese término:
¿Un ogro? Es decir, un monstruo feérico465, que emerge de la noche de
los tiempos? […] Ante todo, ¿qué es un monstruo? […] Monstruo viene
463 Citaré por la edición de Folio de 1996. Para no abusar de las notas al pie, la
página de esta edición de la que proceda cada referencia figurará al final de la misma
en el texto.
464 Este es el nombre que, por los motivos que enseguida se explicarán, les da su
autor en la ficción, y también el de la primera parte de la novela: «Escritos siniestros de
Abel Tiffauges».
465 Este término, que tal vez no resulte familiar a muchos lectores, es traducción
del francés féerique, y significa (DRAE) «relativo a las hadas». He preferido esta traduc-
ción a otras, como «mágico» o «fabuloso», pues la intención del autor al presentar a su
protagonista como un ogro no es otra que vincularlo al mundo de los cuentos de hadas.
En nuestra tradición las fábulas suelen tener una moraleja que ni de lejos alcanza el
objetivo moral a que aspira la novela de Tournier, y la noción de magia es mucho más
amplia de lo que conviene a las pretensiones del autor. Al remitir al lector a los cuentos
Alquimia del dolor 239
de hadas, por un lado, y por otro al poema de Goethe Erlkönig —El Rey de los Alisos
[o de los elfos, Cfr. Tournier, M. (1977), 115-116]—, el escritor sitúa su narración en el
mundo del Märchen, el cuento popular, folklórico, en el que aparecen hadas, duendes,
ogros, etc., en el que lo arquetípico desempeña un papel fundamental. Cfr. Wasserziehr,
G. (1997). Los cuentos de hadas para adultos. Una lectura simbólica de los cuentos
de hadas recopilados por J. y W. Grimm. Madrid, Endymion.
240 Luis Montiel
y otra siniestra, deformada por todas las torpezas466 del genio, llena de
relámpagos y de gritos (49).
Las religiones, especialmente las orientales, pero no sólo éstas,
conocen dos caminos a través de los cuales el creyente se dirige a
lo sagrado: la «vía de la mano derecha» y la «de la mano izquierda»467.
Esta antiquísima asociación de ideas, que fundamenta entre nosotros
el doble sentido de la palabra «siniestro», tiene, a no dudarlo, una con-
notación moral unívoca tan sólo para los espíritus simples, pues para
el sujeto de la iniciación ambas posibilidades son válidas, y sólo el
resultado final autoriza un juicio sancionador. «Por sus frutos los co-
noceréis», parece que afirmaba Cristo (Mateo, 7–16), y no «por sus
métodos». Abel Tiffauges, en tanto que ogro, en tanto que ser humano
que prefiere ocultarse, porque sabe que piensa y siente de manera
diferente de la aprobada por la colectividad, pertenece a la vía de la
mano izquierda aún antes de que el destino le lleve a emprender el
camino por ella. Y lo característico de esta vía es el trato con el mal,
o al menos con aquello que los seres humanos más comunes y la
ortodoxia religiosa consideran malo. Sin embargo, la mera fórmula
utilizada para designar valorativamente esa parte de la realidad revela
un conocimiento exacto, aunque quizá no del todo consciente, acerca
de dónde se encuentra, de a quién pertenece ese territorio peligro-
so, pues izquierda o derecha la mano es de cada uno. Tanto los nazis
como el protagonista van a recorrer esta vía, incluso juntos durante
un largo trecho. Pero lo que cada miembro de esta desigual pareja
busca es algo muy diferente. Incluso la capacidad para reconocer el
camino elegido lo es. Abel sabe dónde se encuentra, no confunde
su vía con la de los «otros», los «normales». Los nazis subvierten los
valores: llaman «bueno» a lo que defienden y «malo», o «degenerado», o
«subhumano», a lo que se les opone; y no pretenden andar su camino
poniéndose en peligro a sí mismos, sino aniquilar a quienes se atrevan
a elegir otro.
Las circunstancias han situado a Abel Tiffauges en el comienzo
del camino de su destino de ogro, de predador, de «hombre de presa».
Y esta noción nos remite —no es la primera vez, ni será la última— a
Nietzsche, cuando sostenía:
Nos equivocaremos profundamente sobre la bestia de presa y sobre el
hombre de presa […] y también sobre la naturaleza mientras busquemos
una disposición morbosa o un infierno innato en el fondo de todas estas
manifestaciones monstruosas y tropicales, las más sanas de todas […] El
«hombre de los trópicos», ¿deberá ser desacreditado a todo precio, como
si fuera una manifestación del hombre enfermo y en decadencia, o como
si fuera su propio infierno y su propia tortura? ¿Por qué? ¿Acaso en prove-
cho de las zonas templadas? ¿En provecho de los hombres moderados, de
los «morales», de los mediocres? Esto puede servir al capítulo de «la moral
como forma de cobardía»468.
Este fragmento, tan conforme en su tono con el carácter que Tour-
nier da a su personaje, y como él tan ambiguo y peligroso, tan suscep-
tible de desarrollarse en el sentido de lo mejor como de lo peor, sólo
puede ser bien comprendido a la luz de otro texto de la misma obra
que, bien mirado, podría considerarse el Leitmotiv tanto de la novela
como del presente trabajo:
La creencia fundamental de los metafísicos es la creencia en la contra-
posición de los valores […] Es lícito poner en duda, en primer término,
que realmente exista esa contraposición.469
468 Nietzsche, F. (1999). Jenseits von Gut und Böse. En: Kritische Studienausgabe,
Hrsg. von G. Colli und M. Montinari. München, Deutschen Taschenbuch Verlag–Berlin,
De Gruyter, Bd. 5, p. 117.
469 Ibid., p. 16.
Alquimia del dolor 243
470 El propio Nestor sugiere este parentesco: «Un día se marcharán todos [los
alumnos de la escuela] pero tú permanecerás, incluso si yo he desaparecido […] Final-
mente llegarás a hacerme inútil, y estará bien que así sea» (54).
471 Ambos, Jung y Kerényi, publicaron conjuntamente un libro sobre este tema
en 1941: Einführung in das Wesen der Mythologie: Gottkindmythos eleusinische
Mysterien. Ámsterdam & Leipzig, Pantheon Akademische Verlagsanstalt.
472 «Sobre la emoción que produce un complejo decimos: ‘¿qué es lo que le ha
entrado hoy?’ o ‘tiene el diablo en el cuerpo’, etc.». Jung, C.G. Allgemeines zur Komplex-
theorie, en: Gesammelte Werke, 8. Olten und Freiburg i. B., Walter Verlag, p.117.
Alquimia del dolor 245
473 «[eso] a lo que llamamos yo […] tiene su propia voluntad […] y es también un
conglomerado de contenidos a alta presión, de modo que, por principio, no podemos
encontrar ninguna diferencia entre el complejo del yo y cualquier otro complejo». Jung,
C,G. ÜberGrundlagen der Analytischen Psychologie, en: Gesammelte Werke, 18/1, 89.
474 Trias, E. (1999). La razón fronteriza. Barcelona, Destino, pp. 150-151. Volveré
sobre este tema en el momento oportuno.
475 Según el Grand Dictionnaire Français-Espagnol Larousse, la traducción de
étron sería «mojón, zurullo». Miguet,Th. (1991). «L’argument ontologique comme mons-
trance». En Bouloumie, A.; de Gandillac, M. (dirs.) Images et signes de Michel Tournier.
Actes du Colloque International de Cerisy-la-Salle. Août 1990. París, Gallimard, pp.
164–187, cit en p. 180.
246 Luis Montiel
co— señorío natural incluso a los profesores. Este es otro aspecto que
ya hemos encontrado en el marco del trato con el mal: parece nece-
sario que se den ciertas condiciones previas, que, en el caso de Abel,
consisten en una cierta propensión hacia lo prohibido, lo inaceptable
socialmente. Así, por ejemplo, los rasgos homosexuales que presenta
en esa etapa escolar, representados por el ambiguo tatuaje que impri-
me sobre el muslo de su compañero Pelsenaire478, y otros más propia-
mente ogrescos, o perversos —como Tournier se complace en señalar
en Le Vent Paraclet479—, como el placer que le produce el sabor de
la sangre de la herida embarrada de este compañero cuando le obliga
a limpiársela con la lengua480; cosas todas ellas que no sólo hay que
mantener ocultas frente a la sociedad, sino que incluso están ocultas
para la consciencia del propio individuo, reprimidas. Pero no sólo lo
malo gusta de ocultarse. La naturaleza, al decir de Heráclito481, sigue
esa misma tendencia.Y, como en parte acabamos de ver, y en parte ve-
478 Un corazón con la leyenda «A.T. pour la vie», supuestamente «à toi pour la vie»
—tuyo para siempre—, y presuntamente dirigido a una mujer inexistente, que despier-
ta en el tatuado la sospecha de un escabroso juego entre «à toi» y «Abel Tiffauges» (25).
479 «Abel Tiffauges […] se presenta de entrada como una encrucijada de per-
versiones, pero de perversiones solamente esbozadas, ágiles e inventivas […] Cuando
Freud define al niño como un “perverso polimorfo” aproxima, sin duda conscientemen-
te, dos términos contradictorios, siendo la perversión por naturaleza “unimorfa”. No es
éste el caso de Abel Tiffauges, quien […] se revela como un hormigueo de perversiones
larvadas: vampirismo (el episodio de la rodilla herida de Pelsenaire), antropofagia (su in-
terpretación de la eucaristía), coprofilia (passim), fetichismo (su gusto por los zapatos),
pedofilia (passim), necrofilia (episodio de Arnim), bestialismo (su caballo Barba Azul),
etc. Pero precisamente esta pluralidad asegura una cierta inocencia a Abel Tiffauges,
pues el verdadero perverso encuentra su culpabilidad y su castigo en la pobreza del
único gesto estereotipado que se obliga a realizar». Tournier, M. (1977), pp. 118-119.
480 Tournier, M. (1996), pp. 28-29. A esto se añade la «perversión», en el sentido
psicoanalítico del término, consistente en la humillación voluntaria que, en las páginas
anteriores, se ha visto ilustrada por la sumisión abyecta que Pelsenaire le impone a raíz
de su descubrimiento de la atracción que por él siente Tiffauges.
481 Physis kriptesthai philei (fragm. 123), lo que habitualmente se ha traducido
como «la naturaleza gusta de ocultarse», si bien esta traducción ha sido contestada
por algunos autores. Heidegger, en particular, considera que en dicha frase physis y
kriptesthai «no están separados uno del otro, sino que se inclinan el uno al otro. Son lo
Mismo. Sólo en esta inclinación regala el uno al otro su esencia propia. Esta donación
graciable, que es mutua en sí misma, es la esencia del philein y de la philía». Heidegger, M.
(1994). «Aletheia», en: Conferencias y artículos.Trad. esp., Barcelona, Ed. del Serbal, 237.
Observe el lector que Heidegger atribuye a este juego sagrado de ocultarse-mostrarse
248 Luis Montiel
que debe narrar a sus compañeros es la historia del santo patrón del
colegio, San Cristóbal, según la Leyenda dorada de Jacobo de Vorági-
ne. De este modo conoce Abel la historia del gigante que, en tiempos
remotos, buscando un señor a quien servir pasó por la corte del rey y
por la del Diablo para, después de un período de anachoresis —es de-
cir, de separación del mundo— durante el cual se dedicó a pasar via-
jeros sobre sus hombros, de un lado al otro de un río, tuvo que llevar
a un niño cuyo peso abrumador estuvo a punto de ahogarle, y que le
reveló su identidad divina, único señor al que su enorme fuerza podía
sin sonrojo someterse. El niño-dios manifestó su aceptación haciendo
florecer la seca pértiga en la que el gigante se apoyaba para realizar
su trabajo (60–63). Horas más tarde Abel observa a Nestor en la sala
de estudio dibujar un San Cristóbal, con los rasgos del propio Nestor,
llevando sobre sus hombros el colegio, por cuyas ventanas se aso-
man los alumnos. Mientras Abel contempla la escena, sin ser capaz de
descubrir su sentido, Nestor pronuncia una frase oracular, no menos
incomprensible para Abel que el dibujo, que enuncia la cuestión fun-
damental para Nestor-Juan Bautista, la cual, sin llegar a ser resuelta en
la corta vida de éste, pasará a ese sucesor cuyo camino está abriendo:
En busca del señor absoluto Cristóbal lo encontró en la persona de un
chico. Pero lo que importaría saber es la exacta relación que existe entre
el peso del chico sobre sus hombros y la floración de la pértiga (63).
¿Cuán grande debe ser el peso para que se produzca el milagro?
¿Dónde y cuándo aparecerá el niño de peso abrumador, y cómo reco-
nocerlo, para que la ocasión no se pierda? Sólo al final del relato ten-
drán respuesta estas preguntas para Abel Tiffauges. De momento, él ni
siquiera sabe que son preguntas que le conciernen. A lo sumo sabe
que interesan a su amigo, que muy pronto tendrá ocasión de ensayar
una experiencia fórica488, durante un recreo, sirviendo de montura a
Abel en un juego de combate ecuestre. Cuando, después de vencer a
sus adversarios, deposita a éste en el suelo, Nestor comenta, emocio-
nado: «no sabía que llevar a un niño fuera una cosa tan hermosa» (68).
488 El concepto de foria, acuñado por Michel Tournier precisamente en esta obra
a partir del verbo griego forein (del que procede el latino fero), será objeto de trata-
miento detallado más adelante. De momento baste con saber que hace referencia al
hecho de portar o llevar a alguien alzándolo del suelo.
252 Luis Montiel
problema, sabe que para ello hay que contar con la realidad, con la
parte negativa de cada uno, que no se deja amordazar y que debe
ser reconocida. Según Nestor, «Adrets había descubierto la euphoria
cadente» (Ibid.), es decir, lo contrario de lo que representa Cristóbal
y de lo que él mismo ha experimentado llevando a Tiffauges sobre
sus hombros; una potencialidad que, sin duda, reconoce en sí mismo.
Y su descubrimiento es, a la par que «emocionante», necesario si se
pretende controlar esta potencialidad.
En la historia del barón podríamos ver, quizá, el paso del arqueti-
po «Cristóbal» por la servidumbre del diablo. En un sermón que, días
después, escuchan los alumnos en la capilla, se asiste a la puesta en es-
cena de otra encarnación del mismo arquetipo, en este caso positiva
y con fines edificantes. Se trata de la historia, procedente de los Essais
de Montaigne, del conquistador portugués Alfonso de Albuquerque,
quien, en trance de naufragio, al recordar que San Cristóbal era el pa-
trón de los viajeros y navegantes, subió sobre sus hombros a un niño
para, de este modo,
ponerse bajo la protección del niño al que protegía, salvarse salvando,
asumir un peso, cargar sus hombros, pero con un peso de luz, con una
carga de inocencia (77).
Y después del ejemplo, la enseñanza:
Ya que todos estáis aquí bajo el signo de Cristóbal, es preciso que en
adelante y durante toda vuestra vida sepáis atravesar el mal abrigándoos
bajo una capa de inocencia.Ya os llaméis Pierre, Paul o Jacques, recordad
siempre que os llamáis también Portenfant (Portaniño). Pierre Porten-
fant, Paul Portenfant, Jacques Portenfant. Y así, lastrados con esta carga
sagrada, atravesaréis los ríos y las tempestades, así como las llamas del
pecado (78).
¡Excelente! Pero teatral, es decir, falso en el fondo. Así lo percibe
Nestor, cuyo olfato detecta no la improvisación, sino la elaboración
de un discurso edificante que ha sido previamente «escrito en negro
sobre blanco y aprendido de memoria» (Ibid.). Un bello ejercicio retó-
rico, incontestable quizá en su contenido, pero falto de alma. Los cu-
ras de Saint Christophe no son Portenfants, sino más bien carceleros
de niños, y la idea que, en sus escritos siniestros, Abel se hace de las
iglesias cristianas no es mucho mejor. Pero el mensaje es válido, como
tantos otros mensajes emitidos por locutores inconscientes de lo que
254 Luis Montiel
confrontación, cada vez más radical, con esa sociedad que terminará
persiguiéndole: la «inversión maligna». Me permito llamar la atención
del lector hacia la afinidad existente entre esta «inversión», referida
exclusivamente al dominio axiológico, y la Umwertung nietzscheana,
así como con otra idea del filósofo alemán, la de la Entlarvungspsy-
chologie490. Pues lo que nuestro ogro desenmascara es la perversión
—la inversión malintencionada, maligna— de valores humanos con
fines de dominio, tal como Nietzsche puso de relieve en la práctica
totalidad de su obra; y el hecho de que no lo haga «filosóficamente»,
sino «ogrescamente» acentúa el efecto de su denuncia. El agente de la
inversión maligna es, directamente, Satán, pero los ejecutores de sus
designios son los hombres. Satán, el mal. Pues bien: ¿en qué hechos
humanos descubre Tiffauges la inversión maligna, la presencia del mal
enmascarado, que intenta hacerse pasar por su contrario? Pues, por
ejemplo —más bien como ejemplo máximo— en el patriotismo:
Su dominación [la de Satán] sobre las ciudades se manifiesta, entre otros
signos, por las innumerables avenidas, calles y plazas consagradas a mi-
litares de carrera, es decir asesinos profesionales, desde luego muertos
todos en sus camas, porque no hay nada satánico sin un toque grotesco
que es como la rúbrica del Príncipe de las Tinieblas […] La guerra, mal
absoluto, es fatalmente el objeto de un culto satánico. Es la misa negra
celebrada a la luz del día por Mammón, y los ídolos embadurnados de
sangre ante los cuales se obliga a arrodillarse a las masas engañadas se
llaman: Patria, Sacrificio, Heroísmo, Honor (107).
Esta declaración tiene una importancia extraordinaria si se con-
sidera que el marco histórico de la novela de Tournier es la Segunda
Guerra Mundial.Ya en los «escritos siniestros» se escucha, de tanto en
tanto, la voz profética del ogro anunciando la catástrofe que se aveci-
na, y las otras cinco partes del relato se desarrollan en plena confla-
gración. Los «normales» están a punto de participar en esa misa negra
que sólo repugnancia produce a nuestro monstruo. Esto no significa
que aquellos sean malos y este bueno, sin más. La monstruosidad hit-
leriana, que deja en mantillas la ingenua monstruosidad de Abel Tiffau-
ges, hizo inevitable la guerra. Pero la guerra en sí fue una desgracia,
una miseria, y el indudable bien que de ella salió fue un bien precario,
miserable, negativo, si así puede decirse. Fue bueno hacer desapare-
cer el nazismo, y no me resigno, ni creo que nadie lo haga, a aceptar
que las decenas de miles de muertos de aquella guerra hayan sido
absolutamente vanas. Pero la hueca retórica patriótica; la arrogancia
en la victoria —que podría traducirse en la sentencia: «como aquello
era el mal, lo que yo represento es el bien»—, que tan negativas con-
secuencias tuvo en el mundo occidental como, especialmente, en el
mundo comunista; el paulatino descubrimiento de las connivencias
ocultas, y no tan ocultas, entre algunos sectores de la sociedad «de-
mocrática» y el nazismo, son cosas que no pueden ser calificadas de
buenas ni por el más tolerante de los evaluadores.
Examen de conciencia necesario para no incurrir en medias ver-
dades, o en mentiras absolutas, herramientas ambas del señor Satán.
Desde esta perspectiva censura Tournier, a través de su personaje, la
actitud observada durante la Primera Guerra Mundial por escritores
como Maurice Barrès y Charles Péguy,
... que pusieron todo su talento y toda su influencia a favor de la histeria
colectiva de 1914 y que merecen ser elevados a la dignidad de Grandes
Descuartizadores de la Juventud, junto a muchos otros, desde luego
(107).
Grandes descuartizadores de la juventud, es decir, ogros. Ogros
que ni siquiera devoran los cuerpos que descuartizan y que, sin em-
bargo, son honrados por la sociedad de los «normales», de esos que
odian y desprecian al «pedófilo» Abel, que sólo cautiva y consume
imágenes. ¿Quién es más terrible? ¿Quién más inhumano? Vivimos
—afirma Tiffauges— bajo una inversión maligna de los valores, bajo
el escamoteo demoníaco de lo que es verdaderamente valioso y su
sustitución por un sucedáneo nocivo. Hay que repetir que esta es
una tesis ya conocida, la de Nietzsche, pero del hecho de que deba
repetirse debemos inferir que poco se ha trabajado por cambiar las
cosas. Si todo sigue igual en lo concreto —apología de la guerra santa
al modo que podríamos llamar cristiano, occidental— es porque na-
die se ha tomado en serio la Umwertung reclamada por el filósofo.
Nuestra ética, nuestra teoría de los valores, reposa aún sobre los viejos
fundamentos, es decir, sobre la inversión maligna:
Alquimia del dolor 257
Y siente que lo que le separa de ellos son los adultos, los S.S., los
miembros del «Cuerpo Negro» —Schwarze Korps—, cuyas insignias
debe aprender de inmediato para dirigirse a cada uno según su grado,
reconociendo de un vistazo «los signos ínfimos que permitían distin-
guirlo sobre los uniformes idénticamente macabros» (Ibid.). Cuerpo
Negro, uniformes idénticamente macabros... Para un lector de signos,
el nuevo ambiente se presenta notablemente cargado, si bien en este
caso es el autor, y no Abel, quien parece reparar en ellos. El protagonis-
ta sólo parece haber entendido, por ahora, que el ejército uniformado
de negro le separa de los niños; es decir: aunque al servicio, desde este
mismo momento, de la Napola de Kaltenborn, él se siente diferente de
los otros adultos, a los que percibe como un obstáculo. Si Tournier nos
presenta a los soldados como personajes que pertenecen a un mundo
macabro, a un ejército macabro, casi de inmediato nos muestra a Abel
en su nuevo trabajo, llevando en su carro provisiones para los niños,
como «pater nutritor» —¡es la primera vez que se siente padre!— y
asegura que «sentía este papel de proveedor de alimentos […] como
una muy sabrosa inversión de su vocación ogresca» (325). A diferen-
cia de los S.S., quienes, en lo que a él respecta, tienen secuestrados a
los niños491, como hundidos en un reino oscuro y oculto, tal vez ese
reino de la muerte a que hace referencia el calificativo «macabro», él
les trae la vida. Y lo siente como una foria «de un género nuevo, deri-
vado e indirecto, es cierto» —pues lo único que levanta del suelo son
sacos de comida, pero éstos ‘levantan’, a su vez, a los niños— «aunque
nada despreciable en espera de algo mejor» (325).
El aprendizaje de Tiffauges en su nuevo destino le permite pro-
fundizar en el costado tanático de esa forma de existencia. Pronto
aprende que la selección de candidatos para la Napola se apoya fun-
damentalmente en un rasgo de carácter:
491 Pocas líneas más lejos Tournier desliza la idea de secuestro bajo los tonos
demagógicos del propio Hitler, citando textualmente un fragmento de su discurso del
Reichsparteitag de 1935: «A partir de ahora, el joven alemán se educará progresivamen-
te de escuela en escuela. Se le cogerá de la mano desde la infancia para no abandonarle
hasta la edad de la jubilación. Nadie podrá decir que ha habido un período de su vida
en el que se le haya dejado solo». Tournier, M. (1996), p. 326.
Alquimia del dolor 259
Era preciso que el niño fuese ante todo un lanzado, o en otros términos,
que manifestara un instinto de conservación tan atrofiado como fuera
posible (327).
Las pruebas a las que se les somete, y que luego forman parte de
su entrenamiento, son calificadas de «suicidas»; y el resultado de este
proceso es la formación de «niños-fieras» (328). En resumen, muer-
te y deshumanización. No podemos olvidar, lo señalo una vez más,
que ya no nos encontramos en el dominio de los «escritos siniestros»,
aunque por poco tiempo. Abel Tiffauges no habla, de momento, en
primera persona, y aunque el autor nos hace ver por sus ojos, no es
menos cierto que las consecuencias que nos fuerza a extraer de estas
primeras observaciones no resultan tan obvias para el protagonista. Él
mismo se encuentra turbado, rechazado a medias y a medias atraído
por este ambiente mágico que no es el suyo, en el que se siente ajeno,
como un intruso, excluido de lo fundamental, que no comparte. La
máquina aparentemente perfecta no trabaja para sus fines, sino para
260 Luis Montiel
492 A través de su personaje, Tournier da este apelativo a Hitler con ocasión del
descubrimiento que aquél realiza casualmente en el ayuntamiento de un pueblo: el
«reclutamiento» de niños y niñas para ser enviados, respectivamente, a la Hitlerjugend
y a la Bund deutscher Mädel. Cada año, en la fecha del cumpleaños del Führer, se le
hacía «esta donación exhaustiva, quinientas mil niñas y quinientos mil niños de diez
años, en hábito sacrificial, es decir, completamente desnudos, con los que amasaba su
carne de cañón» (p. 317). Rastenburg es el nombre del lugar en el que se encontraba
la Wolfschanze —¡nombre igualmente significativo: la guarida del lobo!—, el cuartel
general de Hitler en Prusia Oriental.
493 Gris de campaña, o gris militar; dejando a un lado el color equivaldría, para el
lector español, a «caqui».
Alquimia del dolor 261
Una dulzura mortal les agarra las tripas, humedece su mirada, los inmo-
viliza por una fascinación exquisita y venenosa que se llama patriotismo
(338-339).
Apenas hace falta señalar los vocablos presentes en la cita que
evocan, explícitamente, la muerte; quizá convenga, en todo caso, ad-
vertir que, fuera de los fragmentos citados, aparecen con idéntica rei-
teración. Y Tiffauges siente que él mismo no está inmunizado frente
a ese peligro:
¿No soy yo —se pregunta— al fin y al cabo otro Victor, y no es mi única
esperanza que los golpes del destino pongan a Kaltenborn al nivel y a
merced de la locura que me es propia? (343).
Tiffauges no es un testigo omnisciente ni, lo que es más impor-
tante, inocente. Al menos no es esto último en el sentido más teórico,
ideal, del término; pues mi intención, como la de su creador, es mostrar
que posee una inocencia real, humana, inestable hasta desaparecer a
veces, pero que siempre sabe encontrar el camino hacia la superficie,
y que se pone a prueba en el trato con el mal. Desde luego, pese a su
vinculación con los nazis, él se siente no sólo ajeno, sino enfrentado
a ellos494. Siguen siendo quienes le separan de la realización de sus
deseos —tener a todos los niños para él solo— y además representan
una actitud ante la vida que, como hemos visto, no comparte. Pero ese
deseo, esa obsesión, esa que él mismo acaba de llamar locura, tiene su
escenario en la misma danza de la muerte. Poco más lejos, en otro de
sus «escritos siniestros», se interroga por su actitud actual, menos re-
belde y susceptible que cuando se encontraba en Francia; y podemos
añadir, en tiempos de paz. Su respuesta es clara: mientras que allá —y
entonces— sólo encontraba «un desierto inexpresivo» en el seno del
cual brotaban, de tanto en tanto, «manifestaciones blasfemas elemen-
tales», aquí —y ahora— se encuentra
495 Cfr. Zimmer, H. (1999). El rey y el cadáver. Cuentos, mitos y leyendas sobre la
recuperación de la identidad humana. Compilado por J. Campbell. Barcelona, Paidós,
pp. 175-176, 181-182. Aquí se refiere cómo Lancelot, en el relato El caballero de la
carreta de Chrétien de Troyes, después de atravesar el puente llega al castillo del «Rey
Muerte».
Alquimia del dolor 263
496 En este punto, como en tantos otros, los nazis rescribieron la historia. Schla-
geter murió ejecutado por las tropas francesas que ocuparon el Ruhr en 1923 ante el
retraso en el pago de las indemnizaciones de guerra impuestas a Alemania en el Tratado
de Versalles. Se produjeron algunas agresiones, terroristas según unos, de guerrilla en la
opinión de los otros, a causa de una de las cuales Schlageter fue fusilado. Pero eso ocu-
rrió en 1923, es decir, mucho antes de que existiera «el Reich». Cfr. Burleigh, M. (2002).
El tercer Reich. Madrid,Taurus, p. 84.
264 Luis Montiel
497 Aunque el apellido del protagonista remite de forma explícita a uno de sus
antepasados históricos, el «ogro» Gilles de Rais, propietario del castillo que lleva ese
nombre en la Vendée, y al que Tournier dedicó su novela Gilles et Jeanne (1983), uno
de los personajes alemanes de Le Roi des Aulnes lo traduce así haciendo un juego de
palabras.Tiffauges, Tief Auge (ojo profundo).
498 Debo gratitud por esta referencia, de valor, como se verá, extraordinario para
mi trabajo, a Mme. Françoise Davoine, que me puso en la pista del libro de J-C. Schmitt
que, a partir de ahora, tendré que citar profusamente. Agradezco igualmente a Mme.
Pouchelle su ayuda en la búsqueda del libro.
Alquimia del dolor 265
499 Schmitt, J-C. (1994). Les revenants. Les vivants et les morts dans la société
médiévale. París, Gallimard. El capítulo V está dedicado en exclusiva a la leyenda de la
«Mesnie Hellequin», aunque en otros lugares de la obra se encuentra también informa-
ción de gran interés sobre la misma.
500 Ibid., p. 137.
501 Ibid., p. 194. Entre el Hellequin de los siglos xi y xii y el Arlequín de la Comme-
dia dell’arte se sitúa el «roi Hellekin» cuyo emisario aparece en una obra del siglo xiii
entre un sonido de campanillas (Ibid.) y, a comienzos del siglo xiv, la mesnada presidida
por su rey en el Roman de Fauvel, donde desempeña un papel puramente satírico,
desprovisto de todo carácter macabro (Ibid., pp. 191–193).
502 Ibid., p. 144.
503 Tampoco ha advertido esta semejanza otro autor que ha estudiado la materia,
y que aporta, además, un dato interesante respecto del grado en que el conocimiento
de la mesnie era del dominio público. Según parece, en las prédicas de los clérigos se
utilizó como nombre común para designar en general a los malos cristianos, a los pe-
cadores, modificándolo según los lugares: «halegrin, crenequin, hennequin, hanequin».
Lecouteux, C. (1999). Chasses fantastiques et cohortes de la nuit. París, Imago, p. 156.
266 Luis Montiel
507 En la Edad Media los elfos y los enanos podían representar a los muertos. Cfr.
ibid., p. 135, así como Lecouteux, C. (1997). Les nains et les elfes au Moyen Age. París,
Imago. Este autor, analizando los nombres dados a los enanos en los Edda recoge la
siguiente nómina, altamente significativa: «Negro, Difunto, Tórpido, Muerto, Cadáver,
El-que-entra-en-la tumba, Preparado-para-la-inhumación, Frío, Enterrado-bajo-el-cairn,
Noche-sin-luna, Luna-nueva» (105). Su relación con la muerte parece evidente. No así
la de los elfos; en un principio se tuvo a los elfos por los espíritus de los muertos
que habían tenido una vida meritoria, de modo que, si intervenían en las vidas de los
hombres, era siempre para hacer el bien, de forma que eran vistos como una especie de
genios tutelares del terruño (pp. 128–129). Pero la influyente obra de Snorri Sturlusson,
que introduce la idea de «elfos negros» y «elfos oscuros» al lado de los «elfos de la luz»,
confundiéndolos, a la vez, con los enanos, da pie a una inversión que ya no se detendrá
(129). Recuérdese en este contexto lo referido por Tournier en Le vent paraclet sobre
el cambio de significado del título de la leyenda en el poema de Goethe.
268 Luis Montiel
Portenfant, Cristóforo
Mientras se hunde en el lodo, Abel Tiffauges sabe «que todo está bien
así»; y al levantar «por última vez» la cabeza hacia Ephraïm, sólo alcan-
za a ver «una estrella de oro de seis puntas girando lentamente en
el cielo negro» (496). El perverso que arrebataba niños a sus padres
muere intentando arrebatar un niño a la muerte. El antiguo Erlkö-
nig es ahora la cabalgadura —Behemot, Caballo de Israel, le llama
Ephraïm (494)— a cuyos lomos cabalga un niño sin padre perseguido
Alquimia del dolor 273
513 Título de la sexta y última parte de la novela y emblema del destino persegui-
do por su protagonista.
514 «Seis psiquiatras habían certificado que Eichmann era un hombre “normal”.
“Más normal que yo, tras pasar por el trance de examinarle”, se dijo que había excla-
mado uno de ellos. Y otro consideró que los rasgos de Eichmann, su actitud hacia su
esposa, hijos, padre y madre, hermanos, hermanas y amigos, era “no sólo normal, sino
ejemplar”». Arendt, H. (1999). Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad
del mal.Trad. esp., Barcelona, Lumen, 46. En las páginas siguientes la autora esboza una
biografía del personaje que refrenda esta impresión. La «normalidad» de las personas
y procesos sociales que pusieron en marcha el Holocausto constituye el núcleo, vale
decir la tesis, del influyente estudio de Zygmunt Bauman (1997). Modernidad y Holo-
causto. Trad. esp., Madrid, Sequitur. Citaré a continuación algunos de sus fragmentos
más explícitos: «Suponer que los autores del Holocausto fueron una herida o una enfer-
medad de nuestra civilización y no uno de sus productos, genuino aunque terrorífico,
trae consigo no sólo el consuelo moral de la autoexculpación sino también la amenaza
del desarme moral y político […] El Holocausto fue el resultado del encuentro único de
factores que, por sí mismos, eran corrientes y vulgares. Y que dicho encuentro resultó
posible en gran medida por la emancipación del Estado político —de su monopolio
de la violencia y de sus audaces ambiciones de ingeniería social— del control social,
como consecuencia del progresivo desmantelamiento de las fuentes de poder y de las
instituciones no políticas de auto-regulación social» (xvii-xvii). «Lo cierto es que todos
274 Luis Montiel
los ‘ingredientes’ del Holocausto, todas las cosas que hicieron que fuera posible, fueron
normales […] en el sentido de que se acomodaban por completo a todo lo que sabe-
mos de nuestra civilización, del espíritu que la guía, de sus órdenes de prioridad, de su
visión inmanente del mundo y de las formas adecuadas de lograr la felicidad humana
junto con una sociedad perfecta» (10-11). «El Holocausto no resultó de un escape irra-
cional de aquellos residuos todavía no erradicados de la barbarie premoderna. Fue un
inquilino legítimo de la casa de la modernidad, un inquilino que no se habría sentido
cómodo en ningún otro edificio» (23).
515 Se refiere a un episodio de los comienzos del nazismo, que sucintamente
relata. El 9 de noviembre de 1923 un grupo de miembros del partido, portando armas y
encabezado por Hitler, intentó sin éxito hacer caer el gobierno legítimo de Baviera. En
la plaza del Odeón, en Munich, se produjo un tiroteo que causó dieciséis muertos entre
los golpistas.A consecuencia de lo anterior Hitler pasó poco más de un año en la cárcel,
de donde salió fortalecido y con el manuscrito de Mein Kampf.
Alquimia del dolor 275
516 Cfr. Trias, E. (1994). La edad del espíritu. Barcelona, Destino, pp. 98–101.
517 Aquí se da una circunstancia sumamente turbadora, lo que por otra parte
apenas puede sorprendernos en el contexto en que nos encontramos. En 1922 un aris-
tócrata conservador y racista, Arthur Moeller van den Bruck publicó una obra titulada
El tercer Reich, fuente de inspiración para el nazismo que comenzaba a despuntar. Pues
bien: resulta que este título «evocaba el imperio de los mil años antes del juicio final
descrito por el místico medieval Joaquin de Fiore». Burleigh, M. (2002), p. 105. Esta mis-
ma idea está en la base de la obra de Trías a la que acabo de referirme, si bien lo que el
filósofo español toma del místico italiano es la noción de que este «imperio» es, o debe
ser, «la edad del espíritu», título de su obra. ¿Cabe aportar un ejemplo más claro sobre la
ambivalencia de la condición humana?
518 Tournier, M. (1970), passim. Más concretamente, cfr. 15: «Todo es signo. Pero
hacen falta una luz o un grito desgarradores para atravesar nuestra miopía y nuestra
sordera»; 36: «Su cara oculta [de Nestor] eran los signos, el desciframiento de los signos
276 Luis Montiel
[…]. Mi única ambición es ponerme yo mismo sobre esta pista»; 226: «Un país en blanco
y negro, pensó Tiffauges [de la nevada Prusia Oriental]. Poco gris, pocos colores, una
página blanca cubierta de signos negros»; y, desde luego, la citada perorata del Conde
von Kaltenborn.
519 Fauskevag, S.E. (1993), p. 141.
Alquimia del dolor 277
521 La incongruencia señalada por Tiffauges —es decir, por Tournier— había sido
ya detectada por el filósofo alemán Franz von Baader, y resuelta del mismo modo. Cfr.
Libis, J. (2001) El mito del andrógino.Trad. esp., Madrid, Siruela, 84.Tournier, apasionado
conocedor de la cultura alemana, y en concreto del Romanticismo, podría haber tenido
noticia de este hecho directamente o, lo que es aún más fácil, a través de la obra de un
autor francés de la que Libis toma esta información: Susini, E. (1942). Franz von Baader
et le romantisme mystique, París, Vrin, vol. II, p. 336.
Alquimia del dolor 279
522 Recuerde el lector que Abel define a sus queridos pupilos de Kaltenborn
como enfants-fauves (niños-fieras).
PARTE III:
LAS CIENCIAS DE LA VIDA EN EL ESPEJO
DE LA LITERATURA
1. El cuerpo del autómata
en la obra de E.T.A. Hoffmann*
*
Publicado previamente como Montiel, L. (2008) «Sobre máquinas e instrumentos
(I): el cuerpo del autómata en la obra de E.T.A. Hoffmann». Asclepio, LX- 1, 151–176.
523 Mandressi, R. (2003). Le regard de l’anatomiste. Dissections et invention du
corps en Occident, París, Seuil.
524 Mandressi, R. (2003), p. 18.
525 Foucault, M. (1984). Historia de la sexualidad, 1. La voluntad de saber, Mé-
xico, Siglo XXI, pp. 168–176.
284 Luis Montiel
526 Empleo este término en el sentido que le dio Michel Foucault, especialmente
en el prefacio a Las palabras y las cosas (México, Sigo XXI, 1982, p. 7): ese «a priori
histórico [gracias al cual] han podido aparecer las ideas, constituirse las ciencias, re-
flexionarse las experiencias en las filosofías, formarse las racionalidades […]; el campo
epistemológico […] en el que los conocimientos, considerados fuera de cualquier cri-
terio que se refiera a su valor racional o a sus formas objetivas, hunden su positividad
y manifiestan así una historia que no es la de su perfección creciente, sino la de sus
condiciones de posibilidad».
527 Al final de su extenso recorrido por la anatomía medieval y moderna conclu-
ye: «No es cuestión únicamente de medicina. Ni tampoco de ciencia […] La anatomía
fue un vehículo de meditación moral y de investigación espiritual, un espectáculo so-
cial, una fiesta que reunía multitudes. Fue la manera de significar la condición humana
y el esplendor de la Creación. Fue también un concepto clave para pensar y decir el
análisis. Fue el objeto y el pretexto de una cultura visual marcada al mismo tiempo por
la sensualidad y lo macabro, por la crueldad y lo barroco. En el curso de los tres siglos
durante los que sopló en Europa «un viento irresistible de embriaguez anatómica» lo
que se produjo fue una irrigación de lo imaginario, la instauración de una sensibilidad».
Mandressi, R. (2003), p. 270. El texto entrecomillado en el interior de la cita pertenece
a Camporesi, P. (1989). L’officine des sens : une anthropologie baroque, París, Hachette,
p. 121.
528 Así le califica Rüdiger Safranski en la biografía que le dedica: Safranski, R. (1984).
E.T.A. Hoffmann. Das Leben eines skeptischen Phantast, München/ Wien, Hanser.
Alquimia del dolor 285
529 El lector informado puede objetar que este camino ya era conocido, a lo que
hay que responder que en la exposición del autor uruguayo se ponen de manifiesto
aspectos menos conocidos y puntos de vista novedosos que son, precisamente, los que
de manera más decisiva han estimulado mi propia reflexión.
530 Lain, P. (1963). Historia de la medicina moderna y contemporánea, Barcelo-
na, Editorial Científico-Médica, pp. 56–58.
531 Mandressi, R. (2003), p. 132.
286 Luis Montiel
536 Acerca del papel central de la razón en la medicina griega véase Lain, P. (1987),
La medicina hipocrática, Madrid, Alianza Editorial, pp. 56-57, 70-71. Y para el caso
concreto de Galeno, Garcia Ballester, L. (1972). Galeno en la sociedad y en la ciencia
de su tiempo, Madrid, Guadarrama, pp. 53–57.
537 No sólo a los pintores; también los escultores están interesados por la disec-
ción (Lorenzo Ghiberti, 1447–1455) o la practican (Miguel Ángel). Cfr. Mandressi, R.
(2003), pp. 100, 103–105.
538 Mandressi, R. (2003), pp. 139-140.
539 Mandressi, R. (2003), pp. 105-106. En este período auroral de la mirada ana-
tómica el anatomista médico aún no ha perdido de vista la perspectiva de la vida,
como revelan las ilustraciones anatómicas de la obra de Berengario (c. 1479–1540), que
muestran al cadáver en un marco natural y en actitudes propias de la vida. Mandressi,
R. (2003), p. 97.
288 Luis Montiel
Barral, 1992, pp. 10-11. Sobre el verdadero objetivo de la crítica romántica a la Ilustración
véase Berlin, I. (2000). Las raíces del romanticismo, Madrid,Taurus, pp. 43–71.
550 Según uno de ellos el motivo principal de este interés —que, como vere-
mos, sólo parcialmente puede aplicarse a Hoffmann— se encuentra en «la industriali-
zación rápidamente desarrollada del siglo diecinueve y en el progreso técnico». Drux,
R. (1986). Marionette Mensch. Ein Metaphernkomplex und sein Kontext von E.T.A.
Hoffmann bis Georg Büchner. München, p. 67.
551 Me refiero al texto publicado en 1805 con el título Nachtwachen bajo el
seudónimo de Bonaventura. Estudios recientes han conducido a la identificación de
su autor,August Klingemann. Cfr. Günzel, K. (1995). Die deutschen Romantiker, Zürich,
Artemis&Winkler, pp. 166-167.
552 Gendolla, P. (1992). Anatomien der Puppe. Zur Geschichte der Maschinen-
menschen bei Jean Paul, E.T.A. Hoffmann, Villiers de l’Isle Adam und Hans Bellmer,
Heidelberg, Winter Universitätsverlag, pp. 63-64.
553 En español existe una breve, pero bien documentada biografía de Hoffmann:
Bravo-Villasante, C. (1973). El alucinante mundo de E.T.A. Hoffmann, Madrid, Nos-
tromo. Merece destacarse el estudio introductorio de Ana Pérez a la edición española
de las Opiniones del gato Murr. Madrid, Cátedra, 1997, pp. 9–121, que incluye una
selecta bibliografía. En alemán resulta interesante, como casi todas las de su autor, la de
Safranski, R. (1984), aunque conviene completarla con la lectura de algunas obras más
académicas.
292 Luis Montiel
una las dos máquinas antes referidas de Wolfgang von Kempelen; pero
además, en el curso del relato, Ludwig se hace eco de las experien-
cias del propio Hoffmann, al mencionar su contemplación de unos
autómatas en el arsenal de Danzig559. En la época en que Hoffmann
escribe su relato aún no se había descubierto la superchería de Kem-
pelen, cuyo turco, en este caso mudo jugador de ajedrez, ocultaba en
el interior de la mesa sobre la que se situaba el tablero a un verdadero
jugador enano que manejaba las piezas con ayuda de imanes560.
En el relato de Hoffman el turco no juega al ajedrez, sino que
habla. También esto está tomado de la realidad, pues en los años pre-
cedentes ya se habían organizado espectáculos con figuras parlantes.
Johann Samuel Halle, profesor de la Academia Militar de Prusia, autor
de una Fortgesetzte Magie en 7 volúmenes (1788–1802), fabricó el
«Brahmín, u oráculo parlante», un muñeco que permanecía sentado
y respondía a preguntas mediante un sistema de tubos a través del
cual llegaba la voz de personas ocultas en un balconcillo inaccesible
a las miradas del espectador561, y Etienne-Gaspard Robert (Robertson)
había utilizado el mismo sistema en sus célebres espectáculos de «fan-
tasmagoría», más concretamente en el denominado «la mujer invisi-
ble», que no era exactamente una fantasmagoría —es decir, uno de
559 Gendolla, P. (1992), pp. 152-153. El año anterior al de la publicación del relato
Hoffman vio en Dresde varios autómatas de otros célebres constructores de este tipo
de máquinas, J.G y F. Kaufmann.: Kreplin, D. (1957). Das Automaten-Motiv bei E.T.A.
Hoffmann. (Tesis doctoral mecanografiada), Bonn, 1957, p. 12. En el relato, Ferdinand
menciona al volatinero —voltigeur— de Ensler como «uno de los más perfectos autó-
matas que haya visto jamás». Cabe pensar que en él pudo basarse el célebre Jean-Eugè-
ne Robert-Houdin para su «Diavolo Antonio», «uno de los autómatas más simpáticos de
este artífice»: Aridjis, Chloe. (2006). Topografía de lo insólito. La magia y lo fantástico
literario en la Francia del siglo xix, México, FCE, p. 178. Aunque la citada autora no
señala esa posible influencia parece razonable apuntarla, pues el muñeco de Robert-
Houdin era, también, un trapecista, y su creador un apasionado lector de obras relativas
a la materia, como Aridjis señala en las páginas 137–140 de su obra.
560 La superchería sólo fue descubierta años más tarde, en los Estados Unidos,
cuando el autómata era exibido por Johann Nepomuk Maelzel (1772–1838), que lo
había adquirido con fines crematísticos. Edgar Allan Poe escribió un relato casi perio-
dístico sobre este evento, «Maelzel’s chess player» (1836). Cfr. Mracek, W. (2001). Ba-
ron von Kempelen Schach— «Automat». Automaten und Androiden, Auszug aus der
Diplomarbeit am Institut f. Kunstgeschichte, Graz. <http://www.chess.at/geschichte/
kempelen.htm> (consultada el 15-11-2006)
561 Stafford, B. (1994), pp. 102-103.
Alquimia del dolor 295
564 Hoffmann, E.T.A. (1988 a). «Los autómatas», en Los hermanos de San Serapión,
II (ed. de Celia y Rafael Lupiani y Julio Sierra). Madrid, Anaya, p. 71. Cito por esta
edición después de cotejar cada fragmento con la edición electrónica de las obras de
Hoffmann disponible en el Projekt Gutenberg. El lector podrá comprobar que en algún
caso el texto de la traducción está modificado. <http://gutenberg.spiegel.de/etahoff/
serapion/serap331.htm> (consultada el 20-02-2007) (p. 31 de dicha edición).
565 Montiel, L. (2003). “Primera mirada sobre el lado oscuro del magnetismo: El
magnetizador, de E.T.A. Hoffmann”. En: Montiel, L.; González De Pablo, A. (coords.) En
ningún lugar. En parte alguna. Estudios sobre la historia del magnetismo animal y
del hipnotismo, Madrid, Frenia, pp.143–170.
Alquimia del dolor 297
sólo por un lado que se ven tan a menudo en las películas policiacas:
transparente por el lado del que obra poniendo en marcha ese tipo de
actividad psíquica —el magnetizador, el «oráculo»— y reflectante del
lado del que cree escuchar un mensaje ajeno, cuando en realidad está
escuchándose a sí mismo. Por cierto que esto constituye un paso ade-
lante en la historia de la relación literaria entre magnetismo animal y
cibernética, pues ya no se trata solamente de equiparar al sonámbulo
y el autómata, sino de permitir la irrupción de lo psíquico descono-
cido a través de un mediador que es sólo «cuerpo», mera materia, ex-
traordinaria argucia del mayor calado psicológico: la singularización
del cuerpo-materia permite a Hoffmann liberar de forma inédita el
cuerpo-espíritu.
Más allá de las declaraciones de los personajes protagonistas, el
devenir del relato no hace sino apoyar esta interpretación. Alguien
comenta a Ludwig y Ferdinand que el actual poseedor e ingeniero de
la máquina es un cierto profesor X que vive en la ciudad, y los amigos
deciden visitarle para intentar satisfacer su curiosidad. La visita a este
personaje parece tomada del relato que Goethe hizo de la suya en
1805 a uno de los más conspicuos propietarios de autómatas alema-
nes, el profesor de Física y Química de la Universidad de Helmstedt,
Gottfried Christoph Beireis (1730–1809), individuo singular, que pa-
saba por alquimista, y que llegó a adquirir algunos de los famosos
autómatas de Vaucanson569. Lo mismo que para el autor del Fausto,
para los protagonistas del cuento de Hoffmann, la experiencia resulta-
rá decepcionante. En el relato, el viejo profesor se limita a mostrarles
las habilidades de sus máquinas que hacen música, pero sin que en
ningún momento se sugiera siquiera la posibilidad de llegar más lejos
de la pura mecánica570. La visita no hace sino confirmar la diatriba de
Ludwig contra la música mecánica, cuyo núcleo lo constituyen las
frases que cito a continuación:
Prometeo desencadenado
Pero sin duda el más famoso de los cuentos «de autómatas» salidos de
la pluma de Hoffmann es El hombre de la arena (Der Sandmann,
1815, publicado en 1817), acerca del cual ha podido escribirse recien-
temente que «el número de estudios [a él dedicados] ha alcanzado
tal medida en los últimos años que podría considerarse [su] interpre-
574 Una estudiosa de la obra hoffmaniana ha relacionado esta escena con otra,
expuesta de forma cómica, pero en el fondo también inquietante: el relato de un sueño
por el personaje del pintor Bickert en El magnetizador. En ella Bickert describe cómo
se veía a sí mismo como marca de agua en un papel y cómo un poetastro, cuyo nombre
no menciona, jugaba con él descomponiendo su figura y dibujando sus miembros en
los lugares más inverosímiles del cuerpo. Llama la atención que, para referirse a él sin
mencionar su nombre ni repetir torpemente «el poetastro», Bickert le llama en una
ocasión «el Satán anatómico». ¡Un argumento a añadir a todos los señalados por Man-
dressi (Mandressi, R. (2003), pp. 228–239) a favor de la ubicuidad de la anatomía en el
imaginario moderno! Sauer, L. (1983), p. 210. En el mismo sentido Drux, R. (1986), p. 86.
302 Luis Montiel
575 Hoffmann, E.T.A. (1987). «El hombre de la arena». En Nocturnos. (Ed. de Celia y
Rafael Lupiani). Madrid, Anaya, p. 28. <http://gutenberg.spiegel.de/etahoff/sandmann/
sandman2.htm> (20-02-2007) (p. 2 de dicha edición).
Alquimia del dolor 303
579 Gendolla, P. (1992), pp. 16-18. Se declara deudor en este punto de Norbert Elias
en su célebre estudio sobre el proceso de civilización. Cfr. Elias, N. (1989). El proceso
de civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas, México, Fondo de
Cultura Económica.
Alquimia del dolor 305
El biopoder, lo siniestro
582 Esta acusación, que dista de ser baladí, o un mero síntoma de la locura de
Nathanael, será estudiada con detalle en el próximo trabajo.
583 Gendolla, P. (1992), pp. 172-173.
Alquimia del dolor 307
584 Como es sabido, el alter ego de Hoffmann en esta novela es Johannes Kreisler,
aunque hay no pocos rasgos del escritor en el maestro Abraham. Dada la abrumadora
cuantía de estudios hoffmanianos ignoro si alguien habrá señalado que, en algún as-
pecto, el maestro Abraham recuerda también a Goethe; por ejemplo, en su faceta de
forzado organizador de fiestas cortesanas para el príncipe.
585 Como ya he advertido la práctica totalidad de los estudiosos de la obra de
Hoffmann ha reconocido esta proyección de su propia personalidad sobre sus persona-
jes. Drosselmeier y Coppelius son abogados de día y creadores de vidas ficticias en sus
ratos libres, preferentemente de noche, como el mismo Hoffmann, aunque sin duda él
mismo sabía muy bien dónde radicaba la diferencia entre sus criaturas y las fallidas del
más negativo de sus sosias en estos menesteres. Drosselmeier es, en palabras de Gendo-
lla, «un Coppelius amistoso»; (Gendolla, P. 1992, p. 188); pero el destino del aprendiz de
poeta Nathanael en «El hombre de la arena» muestra bien a las claras hasta qué punto
el escritor era consciente de las ambiguedades de su propia actividad creativa. Volveré
sobre este tema en el próximo capítulo.
586 Hoffmann, E.T.A. (1988 a), p. 79. <http://gutenberg.spiegel.de/etahoff/sera-
pion/serap331.htm> (p. 31).
587 Hoffmann, E.T.A. (1988 b). “El cascanueces y el rey de los ratones”, en Los
hermanos de San Serapión, I. Edición de Juan Tébar, Celia y Rafael Lupiani., Madrid,
Anaya, p. 88. <http://gutenberg.spiegel.de/etahoff/serapion/serap241.htm> (consulta-
da el 22-02-2007) (p. 21).
308 Luis Montiel
cae como sin quererlo —como se cae enfermo— en una torpe mí-
mica que no soporta la confrontación con la realidad. En otro relato
infantil, El niño extranjero (Das fremde Kind, 1817), los muñecos
mecánicos resultan atractivos en el interior de la casa de campo en la
que viven; pero cuando los pequeños protagonistas del relato —otra
vez un calco de los niños Hitzig— salen al aire libre, los juguetes pier-
den todo su interés, aniquilados, si así puede decirse, por la fascinante
naturaleza588.
Pero esta «desnaturalización» —o dicho de otro modo, este «pro-
ceso de civilización» en el sentido de Elias— tiene un correlato temi-
ble: el de la aparición de ese «biopoder» al que, citando a Foucault,
hacía referencia al comienzo, que no puede sino beneficiarse de esa
conversión del cuerpo en autómata; del cuerpo, y no sólo de él, si se
admite —aunque sólo sea con un propósito heurístico— la noción de
espíritu, o al menos la existencia de una psique que, precisando de la
materia para existir, tiene una condición diferente. En este sentido el
hombre-autómata surgido a la vez de la «mirada anatómica» y de la tec-
nificación de la existencia representa un peligro para el ser humano
sin calificativos porque, como el muñeco mecánico, lleva escondidos
en su interior los instrumentos que le hacen desarrollar su programa.
Como dice en términos psicológicos uno de los autores citados, «ha
interiorizado —en sentido literal— su dependencia»589.Así, el final del
«proceso de civilización» estudiado por Elias sería «la transformación
de la psique en un aparato susceptible de control»590, lo que resulta
tanto más sencillo cuanto más inatacable parezca el modelo mecani-
cista591.
No caeré en el error de hacer de Hoffmann un foucaultiano avant
la lettre. Dudo incluso que fuera consciente de esta implicación per-
versa del proceso que critica desde el interior del mismo, sin disponer
de la distancia de la que hoy disfrutamos para contemplarlo. Pero el
desgarrado testimonio de Nathanael acerca de su falta de autonomía
psíquica, tan razonable —y psicológicamente— desmontado por Cla-
ra desde la teoría aún no enunciada de la proyección, se nos presenta
hoy como un inteligente atisbo de esa peligrosa deriva. Una vez más la
literatura pone ante los ojos de una cultura la imagen de ciertas ame-
nazas de las que pocos de sus contemporáneos son conscientes. Estas
amenazas tienen que ver con la idea del cuerpo, que en Occidente se
confundirá de manera creciente con la idea del yo.
Este es, pues, el cuerpo que la mirada anatómica ha mostrado al
escritor. Reflexionemos ahora sobre la mirada misma.
2. El «mundo del ojo» en la obra de E.T.A. Hoffmann*
*
Publicado previamente como Montiel, L. (2008). «Sobre máquinas e instrumentos
(II): el mundo del ojo en la obra de E.T.A. Hoffmann». Asclepio, LX– 2, 207–232.
592 Schipperges, H. (1978). Welt des Auges. Zur Theorie des sehens und Kunst des
Schauens, Freiburg i. B., Herder.
593 Aparece por primera vez en una carta a Friedrich Schiller fechada el martes
15 de noviembre de 1796, refiriéndose al placer que le producen las observaciones
que realiza sobre la naturaleza; observaciones en que predomina el sentido de la vista,
pues la naturaleza es, «si así puede decirse, el mundo del ojo, que se crea mediante la
figura y el color […] Sólo en medida menor necesito los medios auxiliares de los otros
sentidos, y todo razonamiento se transforma en una especie de representación». Dörr,
V.C.; Oellers, N. (Hrsg.) (1998). Johann Wolfgang Goethe Sämtliche Werke. Briefe, Tage-
bücher und Gespräche. 40 Bände Band 4 (31) Frankfurt am Main, Deutscher Klassiker
Verlag, 259-260.
312 Luis Montiel
595 Este calificativo, bien conocido por todo lector familiarizado con la obra hoff-
maniana y/o con la de Sigmund Freud, será, inevitablemente, el núcleo de uno de los
asuntos más polémicos de los que habré de ocuparme en el presente texto.
596 Véase lo que luego se dirá al respecto de Meister Floh.
597 Lo sabemos por un testimonio de su amigo Hitzig, a quien Hoffmann se lo
comunicó en el curso de una de las visitas de aquél a su lecho de enfermo. Günzel, K.
(1979). E.T.A. Hoffmann Leben und Werk in Briefen, Selbstzeugnissen und Zeitdoku-
menten, Düsseldorf, Claasen, pp. 357-358.
314 Luis Montiel
598 <http://gutenberg.spiegel.de/?id=5&xid=609&kapitel=3&cHash=18212119
ce2#gb_found> (Consultada el 4- VII-2007) (p. 2). En este caso, así como en el de Meis-
ter Floh, al que me referiré más tarde, carecemos de una edición en nuestro idioma.
599 Ibid.
Alquimia del dolor 315
25. Portada de Klein Zaches, diseñada por Hoffmamnn, que representa la acción
mágica —a través del peinado— del hada Rosabelverde sobre su pupilo Klein
Zaches.
606 Como es sabido, Freud sostiene en su texto que la evisceración de los ojos es
en este caso un equivalente de la castración, remitiéndose al complejo de Edipo.
607 Se ha señalado con profusión el hecho de que tales apellidos evocan nociones
que tienen un peso extraordinario en el relato; así Coppelius es muy similar a «copela»,
«vaso de figura de cono truncado, hecho con cenizas de huesos calcinados, y donde
se ensayan y purifican los minerales de oro o plata» (DRAE) —lo que, a través de la
química, nos remite a la alquimia—, y Coppola hace pensar en «coppo», en italiano,
órbita del ojo.
608 <http://gutenberg.spiegel.de/?id=5&xid=604&kapitel=5&cHash=61f05a2d1
82#gb_found> (Consultada el 16-VII-2007) (p. 5). Hoffmann, E.T.A. (1987). «El hombre
de la arena». En Nocturnos (ed. de Celia y Rafael Lupiani), Madrid, Anaya, pp. 43-44.
320 Luis Montiel
617 <http://gutenberg.spiegel.de/?id=5&xid=604&kapitel=5&cHash=61f05a2d1
82#gb_found> (p. 5, p. 41 de la ed. esp).
618 <http://gutenberg.spiegel.de/?id=5&xid=604&kapitel=6&cHash=61f05a2d182>
(p. 6, p. 51 de la ed. esp).
619 <http://gutenberg.spiegel.de/?id=5&xid=604&kapitel=6&cHash=61f05a2d182>
(p. 6, p. 49 de la ed. esp.).
620 Hace años publiqué una interpretación semejante de otro relato de Hoff-
mann, «El caldero de oro». Montiel, L. (1995) Un cuento de hadas sobre la vida del
inconsciente: El caldero de oro, de E.T.A. Hoffmann. Jano, XLVIII-1115, pp. 39–44.
324 Luis Montiel
621 <http://gutenberg.spiegel.de/?id=5&xid=604&kapitel=6&cHash=61f05a
2d182> (p. 6, pp. 50-51 de la ed. esp.).
622 Gendolla, P. (1992). Anatomien der Puppe. Zur Geschichte der Maschinen-
menschen bei Jean Paul, E.T.A. Hoffmann, Villiers de l’Isle Adam und Hans Bellmer,
Heidelberg, p. 169.
623 v. Montiel (2007).
Alquimia del dolor 325
624 Evidentemente no se trata del triunfo definitivo. Hoffmann nos está mostran-
do el nacimiento de un hecho cultural de extraordinaria relevancia, pero, como tal
nacimiento, se trata aún de un fenómeno incipiente, incluso lacunar. Aunque también
de manera irónica —lo que demuestra la escasa confianza que Hoffmann tenía en la
capacidad de respuesta de sus contemporáneos— el escritor describe las reacciones
que el ataque de locura de Nathanael al descubrir a Olimpia desarticulada entre las
manos de su creador provoca en la sociedad de la ciudad universitaria: «La historia del
autómata había arraigado profundamente en sus almas y, de hecho, surgió una profunda
desconfianza hacia las figuras de aspecto humano.Y para convencerse por completo de
que uno no se había enamorado de una muñeca de madera, varios amantes exigieron a
la amada que bailara y cantara sin conservar el compás, que durante las lecuras bordara
e hiciera punto, jugase con el perrito, etc., pero sobre todo que no sólo escuchara, sino
que de vez en cuando dijese algo, de forma que esas palabras mostraran un pensamien-
to previo. De resultas de ello la unión amorosa de muchos se fortaleció y se convirtió en
más estimulante, mientras que otros, por el contrario, se separaron en silencio».
<http://gutenberg.spiegel.de/?id=5&xid=604&kapitel=7&cHash=61f05a2d182#
gb_found> (p. 7, p. 55 de la ed. esp.).
326 Luis Montiel
625 Cuando arremete, presa de furia, contra Spalanzani al ver que entre él y
Coppola han destruido la muñeca, y debe ser reducido y encerrado en un asilo, y evi-
dentemente al final, cuando intenta asesinar a Clara y finalmente se suicida.
626 El propio Hoffmann lo denominó Märchen: el título completo del relato es
Meister Floh. Ein Märchen in sieben Abenteuer zweier Freunde. El término alemán
Märchen suele traducirse al español como cuento fantástico, o de hadas, o folklórico,
y algo de todo ello lleva en sí el vocablo alemán. Como puede verse, el planteamiento
de Hoffmann es bastante más modesto que el que cabe suponer a una «novela de
formación». Por otra parte, una estudiosa reciente de esta obra ha discutido también el
acierto de Hoffmann al adscribir al género literario del cuento fantástico la obra que
Alquimia del dolor 327
nos ocupa, afirmando que «Meister Floh no es un Märchen, sino más bien una sátira
grotesca con aspecto de Märchen en la tradición menipea». Mayer, P. (2006), E.T.A. Hoff-
manns Meister Floh: eine groteske märchenhafte Satire. In: Goethezeit Portal. URL:
<http://www.goethezeitportal.de/db/wiss/hoffmann/floh-groteske-satire_mayer.pdf>
(Consultada el 12-IV-2007). Cita en p. 42. (Menipo —Ss. iv-iii a.C— fue un filósofo de la
escuela cínica que se valía de fábulas para zaherir a los filósofos a los que desdeñaba.)
627 Entre los datos suministrados al respecto en las primeras páginas hay uno que,
además, nos permite asociarlo —aunque de manera antitética, como demostrará el rela-
to— al tema del autómata. En su primera infancia tardó mucho en comenzar a hablar e
incluso a relacionarse con los adultos, de manera que su madre, alarmada y entristecida,
le comparaba a una «muñeca inanimada», y el autor, transcribiendo las opiniones de
dichos adultos, le llama «niño—autómata». Pero será un muñeco —un Arlequín— el pri-
mer objeto —¿el primer personaje?— que le arranque gestos y expresiones de júbilo.
De este modo reconquista el escritor, a través del ánimo infantil y del juego, la figura de
la copia humana, maltratada en el contexto del que nos estamos ocupando.
328 Luis Montiel
628 El título de la segunda parte de la novela goetheana tiene, como es sabido, por
título, «Wilhelm Meisters Wanderjahre».
Alquimia del dolor 329
629 Esta invención de Hoffmann podría presentarse como una prueba más del
carácter «teatral» de la nueva ciencia, puesto de relieve por Mandressi para la Anatomía
—véase mi artículo precedente— y por Hartmut Böhme precisamente para los trabajos
microscópicos de Leeuwenhoek: Böhme, H. (2003), 386–389.
630 No puede pasarse por alto que, al final del relato, Pepusch se revelará como
el cardo Zeherit, perdiendo su apariencia de ser humano. Así resultará que los com-
pañeros de Peregrinus en su aventura —en su peregrinar— son una pulga y un cardo,
representantes generalmente despreciados de los reinos animal y vegetal.
330 Luis Montiel
631 Añádase a esto que, como agudamente ha observado un autor, todo el rela-
to está construido en torno a la imagen de la camera obscura. Müller, M.M. (2003).
«Phantasmagorien und bewaffnete Blicke. Zur Funktion optischer Apparate in E.T.A.
Hoffmanns Meister Floh». E.T.A. Hoffmann Jahrbuch, 11, 104–121. Estos son, en breve
síntesis, los principales argumentos de dicho autor: al comienzo de la narración Pere-
grinus se encuentra en una habitación a oscuras en la que entra un rayo de luz por
debajo de la puerta que comunica con el salón, donde le esperan los productos de su
fantasía. (p. 104); el protagonista identifica a Dörtje como la princesa Gamaheh sola-
mente cuando la contempla a través del ojo de una cerradura (pp. 116-117); y, a lo largo
de todo el relato, Peregrinus es presentado como «el morador de la camera obscura de
su propia existencia (p. 108). Y dada su estrecha relación con nuestro tema, conviene
no pasar por alto lo que este autor nos recuerda: que la camera obscura fue el modelo
explicativo aceptado desde el siglo xvii para explicar científicamente la visión (p. 105),
en el marco de esa cosmovisión mecanicista a la que, como estamos viendo, Hoffmann
se opone con todas sus fuerzas.
Alquimia del dolor 331
632 En resumen, la ciencia está muy bien —parece pensar Hoffmann— pero con-
viene no olvidar que la vida y la muerte dependen exclusivamente de la naturaleza.
332 Luis Montiel
633 <http://gutenberg.spiegel.de/?id=5&xid=582&kapitel=5&cHash=71a755b6
17floh02a#gb_found> (consultada el 19-VII-2007) (p. 5).
634 Ibid.
635 Böhme, H. (2003), pp. 372–389.
636 Böhme, H. (2003), p. 370.
Alquimia del dolor 333
647 <http://gutenberg.spiegel.de/?id=5&xid=582&kapitel=5&cHash=71a755b6
17floh02a#gb_found> (p. 5).
648 <http://gutenberg.spiegel.de/?id=5&xid=582&kapitel=6&cHash=71a755b6
172#gb_found> (p. 6).
Esta actitud configurará el tema de un breve relato, bastante poco conocido,
aunque interesantísimo, de Hoffmann, titulado Haimatochäre.
336 Luis Montiel
649 He tratado este tema en el estudio de «El caldero de oro» presente en esta obra,
y también en Montiel, L. (2003). «Primera mirada sobre el lado oscuro del magnetismo:
‘El magnetizador’, de E.T.A. Hoffmann». En: Montiel, L.; Gonzalez De Pablo, A. (eds.) En
ningún lugar. En parte alguna. Estudios sobre la historia del magnetismo animal y
del hipnotismo, Madrid, Frenia, pp. 143–170.
650 Cfr. Schubert, G.H. (1999). El simbolismo del sueño. Edición y estudio preli-
minar de Luis Montiel, Barcelona, MRA, p. 55.
Alquimia del dolor 337
651 <http://gutenberg.spiegel.de/?id=5&xid=582&kapitel=20&cHash=71a755b
617floh07a#gb_found> (p. 20).
652 Shattuck, R. (1996). Conocimiento prohibido. De Prometeo a la pornogra-
fía. Madrid, Taurus, 1998. Edición original en ingles: Forbidden Knowledge. From Pro-
metheus to Pornography, New York, St. Martin’s Press.
338 Luis Montiel
653 <http://gutenberg.spiegel.de/?id=5&xid=582&kapitel=20&cHash=71a755b
617floh07a#gb_found> (p. 20).
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corresponden las citas en el texto.
Alquimia del dolor 343