CUERDA FLOJA
El silencio cae, como un trozo de madera seca, entre Alicia y Charly. Se miran sin decir nada. Están en un café para hablar tranquilos. Casi nunca lo hacen, fue ella quien lo propuso para tener privacidad. Un aura solemne permea el encuentro; por el rictus en su rostro, se adivina que Alicia aprieta la mandíbula. Le tiembla el párpado más de lo normal, un ligero golpeteo le cimbra las sienes –síntoma que conoce previo a una migraña-. A pesar de todo, no necesita más que unos jeans ajustados, una blusa blanca y botines negros para verse estupenda. Alicia tiene una sensualidad natural, como una viuda que, a pesar de haber llorado la muerte de su marido, sigue luciendo hermosa el día del entierro.
Charly la mira inquieto, no pierde el buen ánimo, pero se siente abrumado. El lugar se encuentra repleto de gente. Los meseros, apurados, cargan charolas con cafés, postres, sándwiches; se escucha el ruido de los platos, el tintineo de los vasos, el rumor incierto de las voces entremezcladas. De haberlo previsto habrían elegido un lugar más silencioso, pero ya están ahí. Alicia pide un chai latte, Charly su habitual café americano descafeinado. A la distancia son una pareja cualquiera, en sus 40, guapos, bien vestidos, con ese aire familiar que adquieren los que llevan largo tiempo juntos.
Los años le han sentado bien a Charly. Sus incipientes canas vetean su pelo negro, siempre engominado hacia atrás, y su cara angulosa está perfectamente rasurada. Se mantiene en forma. Tres
