Era como si la vida se me estuviera escapando poco a poco. Jamás había experimentado nada parecido. El color gris de la ciudad se me había metido en el alma y ya no sabía qué hacer para sacarlo de allí. Al igual que en La historia interminable –mi película favorita de la niñez– sentía como si estuviera a punto de atravesar Los Pantanos de la Tristeza. Bastian, el protagonista del film dirigido por Wolfgang Petersen, aseguraba que un gran misterio se guarecía en aquellos pantanos. El que se adentraba en ellos corría el riesgo de que una gran tristeza se apoderara de él. Y si esto sucedía, se hundiría poco a poco en las aguas cenagosas por siempre jamás.
De la misma manera que Artax –el caballo blanco de Atreyu–, comencé a sentir que una extraña Nada se iba apoderando de mí. Un vacío en el pecho que acababa por dejarme exhausto, como si la batería de mi móvil interior se hubiera descargado de repente. Desde que me levantaba hasta que se ponía el sol, mi cuerpo iba sumergiéndose en las turbias aguas de un pantano del que tampoco veía la forma de salir. La sensación de no tener fuerzas para seguir afrontando el día a día iba calando cada centímetro de mi ser y mi alma me pesaba como si llevara el cadáver a cuestas.
EL HUNDIMIENTO
El pantano a veces se hacía más oscuro debido a las personas y a las situaciones que me rodeaban. Otras veces la ciénaga era yo mismo. Por momentos, parecía que mi mente había entrado en periodo de hibernación. La comida fue perdiendo su sabor, la bebida fue perdiendo su frescor e incluso la compañía de mi mujer y de mi hijo –las dos personas que más amo