Cuando vi las velas sobre mi pastel cubriendo toda la su-perficie, sonreí. ¡50!, pensé, ¿tantos?, entonces recordé que ya llevaba buen tiempo batallando entre sueños, llan-tos, decepciones; y un renacer que ahora me daba tranquilidad.
Soy divorciada, y jamás imaginé que un día le pondría fin a mi matrimonio, ya que es más fácil vivir en medio de un mundo que conoces, aunque no seas feliz, que aventarte al mar sin estar segura si saldrás airosa de cada ola que enfrentes.
Vengo de esa generación cuando las mu-jeres empezaban a tomar el control en las empresas, y a demostrar que son capaces de cumplir los retos que antes eran exclusividad de los hombres. Pero yo fui de ese grupo que decidió quedarse en la casa, peleando con el desorden de los cuartos, y preguntándome todo el tiempo hasta cuándo mi esposo segui-ría ignorándome. Quería que me prestara más atención, que viera una película romántica conmigo o nos escapáramos a cenar de vez en cuando, pero él prefería estar frente a su laptop hasta la madrugada.
–¿Qué haces? -le pregunté una noche.
–Jugando ajedrez, es la única manera que tengo de relajarme.
–¿Y por qué mejor no te relajas conmigo? -pregunté molesta.
–Ya Gaby, no empieces…
Y Carlos volvía a mirar la pantalla, y yo in-tentaba concentrarme en una película. Hasta que una noche desperté y lo vi durmiendo sobre el escritorio. Su computadora estaba prendida, y descubrí cómo se relajaba, cha-teando con mujeres, con las que luego se en-contraba en algún hotel al mediodía, como leí en los mensajes de su Facebook, que por cierto tenía otro nombre.
Regresé a la cama temblando de