La conversación tenía casi un cuarto de hora iniciada cuando Cantaura cayó en cuenta del asunto. Había estado distraída, en buena medida porque Reinaldo daba muchos rodeos, y en algún desvío quedó enredada en sus propios pensamientos. Estaba cansada. No eran buenos tiempos; acababa de perder el trabajo, se sentía mal de salud y le cayó encima una serie de deudas que no tenía cómo afrontar. De hecho, le era muy oportuno que Reinaldo la citara en un bar cercano al departamento que compartían.
Cantaura no se preguntó qué quería decirle él. Sólo se concentró en lo que ella deseaba plantearle: pedirle un préstamo hasta que su situación laboral y financiera mejorara. Pero él no le dio oportunidad de hablar. Tomó la palabra y comenzó con aquellas divagaciones sacándola de concentración, sin embargo, algo se abrió paso en la maraña de su mente. ¡Reinaldo iba a dejarla!
—No te digo que te vayas hoy mismo, naturalmente. Puedes tomarte unos días para recoger… –decía Reinaldo.
—¡¿Qué?! —Cantaura no podía creerlo.
—Pero, por qué… qué dices… qué ha pasado —lo interrumpió ella. La había tomado totalmente por sorpresa.
—¿No me has oído? Justo acabo de explicártelo, Cantaura.
—Claro que escuché —mintió ella—. Pero no entiendo…
—No hay nada que entender —insistió él con creciente impaciencia.
—Bueno, si no hay nada que comprender, entonces no lo asimilo.
Estaba claro que Reinaldo no quería seguir con ella. Con toda serenidad, sin alterarse, juró que no había otra persona. Aseguró que no era que Cantaura hubiera dejado de gustarle. ¿Qué era entonces? Eso, decía él, se lo había explicado mientras ella miraba al vacío con expresión de estar a kilómetros de allí. Antes de que la muchacha alegara algo en su defensa, Reinaldo pidió la cuenta, pagó y se levantó para irse. Le hizo una caricia leve en la mejilla y se alejó hacia la puerta del bar. Ella podría dejarle la llave en