Los señores del ladrillo
Por Nacho Cardero
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Nacho Cardero, director de El Confidencial, traza con una pluma tan afilada como fina el perfil de estos empresarios venidos a menos. En dieciséis relatos plagados de anécdotas e información inédita, que evocan el estilo del reportero Gay Talese, se adentra sin pudor en el alma de estos señores del ladrillo con el objeto de describir su meteórico ascenso y su posterior caída.
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Los señores del ladrillo - Nacho Cardero
McCoy
La parábola del buen pastor
Aunque lo confunden con uno de los hermanos García Carrión, dueños de la empresa familiar que, tal como se escucha en las cuñas radiofónicas, comercializa vinos de Jumilla y zumos de marca, Pascual no tiene nada que ver con ellos. Comparte apellido, un provincianismo inmarcesible y zona de influencia, esto es, Murcia, pero ahí acaba toda posible similitud. Si unos son ricos de familia, el otro, de serlo, lo es por su cabaña de ovejas y su colección de gorras, una de la Caja Rural, otra del motoclub, una tercera del proveedor de piensos, y así otras tantas, que se calza a diario para protegerse del sol machacón que sacude el altiplano. Pascual Carrión no tiene teléfono móvil, ni siquiera fijo, pero sí cuenta con un grupo de amigos en Facebook, Apoyamos al pastor de Jumilla, que no le expropien sus tierras, con más de mil quinientas adhesiones. Tampoco tiene títulos, «yo no he estudiado nada y soy analfabeto», dice, pero exhibe esa locuacidad connatural a la gente del campo, ese sentido común avasallador que se impone a la verborrea de leguleyos y urbanitas, y que le ha permitido doblegar a los poderosos señores del ladrillo en los tribunales y mantenerse recio cuando se enfrentaba a las tentaciones del desierto en forma de sacas con monedas de oro y polos Hackett.
Pascual Carrión, hombre espartano, ha recibido la resolución del Supremo sin grandes alharacas. El plan urbanístico Santa Ana del Monte, gracias al cual se pretendían levantar quince mil viviendas y dos campos de golf, y que estaba proyectado sobre las mismas tierras en las que pastaban las ovejas del pastor, queda suspendido. Tal decisión supone una nueva muesca en el cayado del ganadero en un litigio que viene de lejos, de cuando la inmobiliaria quiso comprarle la finca para llevar a cabo el proyecto y él se negó. A la postre, tanta oposición resultaría vana, pues la promotora encontró un fiel aliado en el Ayuntamiento de Jumilla, que hizo oídos sordos a las rogativas del pastor y aprobó el Plan Parcial Santa Ana. Pero ahí no acabó la cosa. Carrión, temeroso de ser expropiado, enfiló hacia los tribunales. El Superior de Murcia se opuso a su petición de suspender el plan, pero el Supremo, en una sentencia tan ecuánime como anómala, pues la justicia suele ignorar al ciudadano de a pie para doblar la cerviz ante los empresarios de cuello almidonado, le dio la razón. El Consistorio jumillano recurrió la sentencia aduciendo que no había tenido oportunidad de presentar alegaciones. Una vez expuestas, el Alto Tribunal volvió a dictar sentencia y volvió a dar la razón al pastor. Los argumentos eran de Perogrullo: no entendía por qué debían prevalecer los intereses de la promotora a los del pastor, máxime cuando no hay agua para tanto turista de acento inglés ni para tanto green con banderola.
José Antonio parece sufrir todavía ataques de acné y viste con chándal. El periodista queda con él en el bar que hay a la entrada del pueblo. José Antonio es concejal, se sabe de memoria las leyes urbanísticas igual que si fuera un opositor a juez y ha convertido su ordenador de sobremesa en una especie de cajón de sastre en el que almacena las pruebas que luego blande contra sus adversarios. Es el pepito grillo de Jumilla, de ahí que los compañeros lo miren con recelo. A los que son como José Antonio generalmente se les toma por locos. Muchos de ellos lo están, pero de la misma forma que lo estaba don Quijote. Se trata de una locura lúcida. Los políticos temen a los que trabajan mucho y a los quijotes. Son gente peligrosa. Es por ello por lo que intentan desprestigiarlos tachándoles de enfermos y conspiranoicos.
El periodista espera a José Antonio tomando un cortado en el bar Charco Ontur. No existe ninguno que se llame de esa forma, así que deduce por las indicaciones que el bar Charco Ontur es ahora Casa Molowny. Ha mudado su otrora telúrico nombre por otro que suena a entrenador de fútbol o personaje animado sacado de El libro de la selva. Un cambio de denominación que explica las contradicciones de Jumilla, un pueblo que sabe de dónde viene pero que no tiene claro hacia dónde va.
Hay cuatro mesas ocupadas por agricultores y ganaderos de piel atezada que dan cuenta de la pitanza que uno de los camareros saca de una montonera de brasas; chorizo, lomo y panceta que acompañan con vino de la tierra. Son las diez y media de la mañana, pero para ellos es como si fuera la hora del almuerzo. Sus días valen por dos. Días de cuarenta y ocho horas. El camarero les surte de botellas sin etiqueta que se llevan al coleto como si fuera agua bendita. Los caldos de Jumilla se hacen con monastrell, un tipo de uva dura y con demasiado cuerpo. Hace quince años, el vino de Jumilla adolecía de calidad suficiente y los productores se lo colocaban a los Estados Unidos, Alemania y países escandinavos como si fueran trileros jugando a la bolita en el Rastro. Ahora la cosa ha cambiado. Vas a un restaurante de cubertería fina, preguntas por un vino jumillano y te toman por un enólogo de pituitaria de oro.
José Antonio siente devoción por Pascual Carrión. Se le nota cuando narra su historia, que para él es casi como una parábola, la parábola del pastor que no se dejó engañar por los señores del ladrillo, la parábola del buen pastor. Los promotores del Residencial Santa Ana necesitaban de las tierras de Carrión, sus minúsculas treinta hectáreas, para levantar el macroproyecto. Al principio le daban cien mil euros por el suelo. Después se vieron obligados a subir testigos de la inquebrantable testarudez del ganadero. Doscientos, cuatrocientos, un millón de euros… Le llegaron a ofrecer más de 2,8 millones por sus terrenos y el pastor dijo que no. No se fiaba, nos cuenta José Antonio. Antes de cerrar el trato, quería ver el dinero. «Aquí hay gente que ha firmado contratos que no ha cobrado», continúa. Pascual se dio cuenta de con quién estaba tratando. Primero, el dinero. Como se dice por aquí: borrego pasado, dinerico al bolsillo.
El concejal pone al tanto al periodista del frenesí especulativo de la localidad en los últimos años, coincidiendo con la etapa del dinero barato que, como otra parábola, la de los panes y los peces, parecía multiplicarse sin esfuerzo alguno. Y es que un día, el municipio de Jumilla, con cerca de ocho mil viviendas, decidió hacerse grande. Aumentar su tamaño. No el doble, ni el triple. Aumentarlo por diez. Proyectaron levantar setenta mil viviendas y para ello se pusieron a repartir en la feria inmobiliaria de Marbella folletos de urbanizaciones imposibles. «¿Qué le parece vivir en un resort dotado de casa club, complejo hotelero con spa, apartahotel, ciudad deportiva, piscinas climatizadas, centros comerciales, campo de prácticas, academia de golf y zonas verdes, todo ello en un paraíso rural con trescientos quince días de sol al año?» Los promotores se frotaban las manos y vendían Jumilla como reclamo turístico, una localidad cerca de la playa, con casas de arquitectura árabe y mucho árbol, mucho jardín, mucho verde, sin tener en cuenta que en aquel pueblo no había ni infraestructuras ni agua suficiente para abarcar tal desarrollo y de que esa costa que vendían como uno de principales atractivos se encontraba a más de hora y media en coche.
El periodista pide a José Antonio que le presente a Pascual. Quiere conocerle. El concejal le guía hasta la finca. Atraviesan un secarral que, aun flanqueado en