Lo que dicen los dioses
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David H. de la Fuente
Dicen que el tiempo lo cura todo, pero no es verdad, hay crímenes que son demasiado terribles.
Lo que dicen los dioses trata de uno de estos crímenes que parecen destinados a obsesionar a las generaciones venideras.
En el Madrid de los años cuarenta, un carnicero emprende una brutal carrera asesina. Introvertido y seco, pero respetado y buen trabajador, alberga terribles fantasías morbosas. Varios años después un comisario de policía y una extraña médium, al rescatar del olvido aquel asunto, quedan trágicamente atrapados en él. Han visto más de lo que podían soportar y algo en ellos se ha roto, su mirada perderá toda inocencia. En 1975 una joven periodista vuelve a exhumar aquellos crímenes y descubre que detrás de ellos hay mucho más de lo que parece. Con el paso del tiempo se darán cuenta de que se enfrentan a un crimen cuya solución siempre es esquiva.
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Lo que dicen los dioses - Alberto Ávila Salazar
Prólogo: Antiguos dioses despertaron
Lo que dicen los dioses me atrapó desde el título. Sencillo, nada pretencioso y a la vez incompleto, como si fuera un trozo de una conversación a la que hemos llegado tarde pero de la que nos queremos enterar a toda costa. Me gustó su indeterminación —puede entenderse de formas muy contradictorias, pero, al final, todas ellas se acaban complementando— y me intrigó lo suficiente como para aparcar varias tareas que tenía pendientes y leerlo lo antes posible.
Si el título de la novela captó mi atención, lo que encontraba a cada página confirmó y alimentó mi extrañeza y mi interés: una vidente italiana que empatiza hasta extremos dolorosos con el espíritu de varias niñas asesinadas; un carnicero intrigante de vida oscura —recordemos que todo empieza en el Madrid ya lejano de los años cincuenta, cuando todavía no se habían superado los rigores de la posguerra—; un policía de vida dura que acabará viendo más de lo que puede asumir y perderá lo cordura… Ya en los años setenta, una periodista especializada en temas sobrenaturales sucumbirá a su curiosidad y se enfrentará con todas estas heridas abiertas tratando de buscar una solución.
Narrada con una extraordinaria sencillez, casi de manera esquemática y prácticamente a pie de calle, sin recurrir a grandes artificios, Lo que dicen los dioses nos obliga a mirar por el rabillo del ojo, enfrentándonos con enigmas inconcebibles. Alberto Ávila ha tenido la habilidad de disfrazar de «lectura fácil» lo que en realidad es una apuesta arriesgada: como en un circo de tres pistas, el escritor juega a combinar elementos que podrían no cuajar, como el agua y el aceite: la aparición de un culto pagano: crímenes rituales en esa España católica y tradicionalista; la insinuación de que dentro de nuestra ciudad existe otra ciudad invisible que solo pueden ver los que miran de verdad. El gran acierto está en unificarlo todo dándole la verosimilitud de la crónica negra, como si fuera uno de esos reportajes sensacionalistas que salían en el periódico El Caso, que de forma tan elocuente nos hablaban de la sociedad de la época, de su pintoresquismo y sus miserias.
Jugar con varias barajas a la vez y hacerlo de forma coherente, sin trampa ni cartón, requiere la habilidad de los mejores tahúres. Además, como en las buenas novelas, Alberto Ávila consigue hacerlo a su manera, como es él: con prudencia, con buen gusto, sin querer llamar la atención. En definitiva, Lo que dicen los dioses es uno de esos libros que esconden mucho más de lo que muestran, y que casi se leen solos.
No encontrará el lector pasajes sensacionalistas, llamadas de atención o truculencia innecesaria. Todo lo contrario: se verá ante una narración fluida de los crímenes y su investigación, la rutina de todos los implicados —el agresor y las víctimas; los testigos, los investigadores y los periodistas— y acabará dándose cuenta de que los fantasmas están entre nosotros.
David G. Panadero,
Director de la colección Off Versátil.
EL TIEMPO DE SERENA
Serena Conti nació en Saló, en una familia afín al régimen de la República Social Italiana. Cuando cayó Mussolini, tuvo que huir del país y llegó junto a su marido a Barcelona a finales de 1945. El matrimonio tenía planeado dirigirse a Suiza desde allí, pero unos amigos le procuraron casa y posición en Madrid, por lo que al final se quedaron en la capital, en la calle Lagasca, muy cerca de la monumental embajada italiana.
Bruno Persichetti, el esposo de Serena, murió poco después, en 1947. La suya fue una muerte extraña: una noche se despertó sonámbulo, perdió el equilibrio al subir las escaleras y se desnucó. Persichetti falleció con treinta años sin haber dejado descendencia. Aquel suceso convirtió a Serena en médium.
La italiana empezó a ver el fantasma de su marido y a comunicarse con él. Era raro el día en que Serena no se despertaba sintiéndolo a su lado, en la cama. Se trataba de un espíritu poco posesivo, que le pedía que aliviara el luto y que rehiciera su vida, por lo que no tardó en recuperar su apellido de soltera. A pesar de todo, nunca se volvió a casar. Y eso que no le faltaron ocasiones por su condición de viuda joven, guapa y bien posicionada.
Aún no había llegado a la treintena y su belleza estaba lejos del estereotipo latino. Tenía unos ojos expresivos de color azul grisáceo, como los de una niña atónita. Su cabello era de un rubio desganado que a veces poseía dorado y otras caoba. Era algo pecosa, según la estación del año, en verano más que en invierno. Serena parecía sonreír hasta cuando no lo hacía; el único rasgo de su rostro que deshacía su armonía general era la mandíbula, ancha y angulosa, poco femenina. Un motivo de inseguridad para la italiana, que siempre llevaba un pañuelo o una bufanda al cuello. Solía enmarcar su rostro con una media melena suelta, poco adecuada para una viuda, pero muy oportuna para ocultar las aristas de su imperfecto óvalo facial.
Serena sabía que tenía un talento que la distinguía y lo puso al servicio de la gente. Poseía la capacidad de comunicarse con los muertos, era una sensitiva.
Su reputación se propagó por el castigado Madrid de la posguerra. Entre la alta sociedad se había difundido el rumor de sus poderes con gran velocidad, no había fiesta a la que dejara de ser invitada o celebración social que no contara con ella. Se decía que Francisco Franco la visitaba frecuentemente. Aunque la beatería del dictador le impedía creer en médiums y brujas, no pudo evitar que su esposa fuera asidua a Serena. La italiana hacía demostraciones de su talento de manera desinteresada y gratuita, gracias a ella se recuperaron los cadáveres de varios soldados, se encontró a personas desaparecidas y se resolvió algún que otro asesinato.
La eficacia y honestidad de Serena Conti había llamado la atención de la policía que, al principio con cortedad y mucha discreción, empezó a solicitar su ayuda. Al poco tiempo llegó a ser de tanta utilidad que la llamaban para que se presentara en la escena del crimen antes, incluso, de que el juez ordenara el levantamiento del cadáver. Allí percibía dolor, sufrimiento, formas y rostros. Los rostros de los asesinos. Era un trabajo desagradable, pero nadie mejor que Serena sabía lo ingrato que es morir y la importancia de tener una sepultura digna.
***
Corría el año 1954. Una mañana de primavera, Serena Conti paseaba por la calle Héroes del 10 de Agosto cuando, al llegar hasta el paseo de Calvo Sotelo, se sintió repentinamente enferma. Había experimentado muchas veces, por percepción paranormal, la agonía y la muerte, pero hasta aquel día no las había percibido con tanta intensidad. Serena vomitó en la calle y, acto seguido, cayó sin conocimiento sobre la acera.
La italiana recuperó el sentido en un banco del paseo. Tenía a su alrededor a un grupo de personas que se preocupaban por ella.
—¿Está usted bien? —le decía un hombre—. Soy médico. ¿Me dice su nombre? ¿Me puede ver?
Serena había sido sufrido un trauma extrasensorial. La médium recordaba un frío intenso y terrible, un frío antiguo, y a cuatro o cinco chicas muy jóvenes y vestidas de novia. Seguramente estaban casadas, porque había visualizado a cada una de ellas con un anillo. De eso estaba segura, del anillo.
Al día siguiente Serena se citó con el comisario de policía Roberto Iríbar en el edificio de Correos, en la plaza de Cibeles. La mujer temía acercarse a la esquina donde se había desvanecido la mañana anterior. Iríbar apareció puntual, llevaba años trabajando con la italiana y se fiaba de sus intuiciones, casi nunca se equivocaba. Lo más frustrante de trabajar con ella es que a veces veía al criminal, pero, por falta de pruebas, no podían encausarlo.
El comisario nunca había visto tan demacrada a Serena y se alarmó cuando supo que su aspecto físico se debía a la visión que había tenido el día anterior. Iríbar había estado con la vidente en escenarios de crímenes horrendos y, aunque sufría, la médium intentaba disimularlo y se mostraba siempre digna. Subieron muy despacio el paseo de Calvo Sotelo y, a la altura de Marqués del Duero, Serena empezó a dar muestras de malestar.
—¿Qué siente, señora Conti? —preguntó el comisario cogiéndola del brazo. Temía que se fuera a desmayar.
—Lo mismo que ayer —titubeó—. Son cinco y están vestidas de novia, tienen un anillo. Y están pasando mucho frío… —Y dicho esto rompió a llorar.
Una hora después, Iríbar había reunido a cuatro agentes. Serena les había señalado cuál era el edificio donde había ocurrido el suceso; en la planta baja había un comercio cerrado. Iríbar preguntó al portero y a los vecinos del inmueble, y le indicaron que se trataba de una carnicería y que llevaba cerrada unos dos años. Pertenecía a un tal Rosendo, quien al parecer se había ido a América después de cerrar el comercio. La historia le chocó al comisario, nadie se va a hacer las Américas sin haber liquidado antes todos sus negocios. ¿Por qué no vendió el local antes de irse?
Serena Conti se fue al cercano café Lyon y allí, en contra de su costumbre, pidió un vaso de vino. Era casi abstemia, pensaba que resultaba poco decoroso que una mujer bebiera alcohol. La ebriedad no consiguió distraerla de su inquietud.
Rosendo Márquez Galindo fue el pequeño de seis hermanos, de ellos solamente cuatro llegaron a la edad adulta. Su padre era agricultor. En 1918, acuciado por el hambre y la miseria, se llevó a su mujer y a sus hijos a Madrid. En la capital aprendió el oficio de fresador y empezó a abrirse camino. El hermano mayor, Ramón, empezó a trabajar como mancebo en una carnicería y, al poco tiempo y con mucha suerte, consiguió hacerse con un negocio cerca de la plaza de Cibeles. Bajo el auspicio de la diosa prosperó, y el suyo fue uno de los primeros negocios de Madrid con cámara frigorífica. Se hizo con proveedores de calidad, y la carnicería Márquez no tardó en ser en una de las más señeras.
Cuando estalló la guerra civil todos menos Rosendo fueron llamados a filas, se libró de sus deberes con la patria por haber nacido con tres dedos en cada mano; una tara que le impedía manejar un fusil pero no manejar un cuchillo. En la batalla de Brunete mataron a dos de sus hermanos y un tercero desapareció sin dejar rastro. Rosendo, que había perdido a sus padres poco antes, se quedó solo en el mundo en cuestión de semanas y heredó el negocio familiar.
Era un hombre frío y sin sentimientos. Durante la guerra cerró la tienda, pero siguió comerciando discretamente, pues conservó los contactos pertinentes para conseguir carne de calidad, quizás la mejor de un Madrid hambriento y asediado. A la sombra de una diosa Cibeles humillada y sepultada bajo sacos de tierra, hizo bastante dinero.
Una vez acabada la guerra, Rosendo dio fin a su carrera como estraperlista de carne y volvió a abrir la tienda. En este momento fue cuando empezó a dar rienda suelta a una faceta oscura de su personalidad que siempre había intentado reprimir. Al carnicero solamente le excitaban las niñas entre los seis y los diez años, antes de la menarquía. Durante la contienda tuvo muchas oportunidades de desahogar sus aberrantes instintos, pero no llegó a hacerlo. Se había acostumbrado a procurarse placer en solitario, evocando imágenes en su cabeza.
Las horas iban pasando y Serena Conti seguía en el café Lyon. La italiana pidió otro vino, las imágenes se desplazaban dentro de su cabeza como llevadas por una ventisca. A cien metros de distancia, la policía seguía trabajando. La carnicería estaba clausurada con tablones. El comisario Iríbar se extrañó de que, en el tiempo que llevaba cerrado el local, nadie hubiera entrado en él, puesto que había sido un buen refugio para vagabundos. Otra incógnita. Retiraron las tablones, dentro había una oscuridad espesa, un aire de otra época. Uno de los policías llevaba una linterna de pilas, Iríbar se la arrancó de las manos y encabezó la comitiva. El haz de luz mostraba la siniestra estampa de los lugares abandonados: ratas, telas de araña agitadas por la brisa que entra por primera vez en años, nubes de polvo… Sin embargo, el comisario notó una sensación ominosa, algo que no podía explicar. Quizás fuera por influencia de su conversación con Serena, pero él mismo empezó a presentir una sombra de horror como jamás había percibido en ninguna escena de un crimen. El local no parecía muy grande, aunque a oscuras era muy difícil determinar sus dimensiones exactas. Estaba surcado por un mostrador, y detrás de él colgaban ganchos herrumbrosos donde antaño se exhibía la mercancía. Iríbar rodeó el obstáculo y vio dos mesas alargadas con sierras y cuchillos oxidados. Detrás había una puerta, ya no llegaba un solo átomo de luz de la calle. Fuera se habían quedado dos policías para evitar que la gente curioseara. Roberto Iríbar había entrado en la trastienda. Los ganchos que colgaban en esta sala eran más grandes que los de la anterior, el suelo estaba lleno de grasa oscura y maloliente, las ratas y los insectos corrían veloces a fundirse con la oscuridad. Al fondo de esta habitación había otra puerta, en este caso era metálica y estaba cerrada con dos pesados y herrumbrosos pestillos que consiguió abrir con problemas: parecía ser una cámara frigorífica. Dentro, el hedor era muy intenso e Iríbar se sintió flaquear. La oscuridad era tan densa que la luz de la linterna apenas podía cortarla. En una esquina de la sala había unos bultos. El comisario se acercó, había un grupo de sacos apilados, se agachó y abrió el contenido. Había encontrado los cadáveres.
***
Los criminales sexuales suelen desarrollar su carrera delictiva de manera paulatina, aumentando con el paso del tiempo la intensidad de sus depredaciones. En el caso de Rosendo no fue así. Llevaba tantos años sofocando sus instintos que, cuando cedió, lo hizo con la más absoluta ferocidad, como si se abriera una esclusa.
Rosendo soñaba con casarse algún día y, poco después de que acabara la guerra, se vio tentado a contraer nupcias con una costurera. A Rosendo le gustaba asistir a bodas, los fines de semana se ponía un traje y se iba a los Jerónimos a ver alguna ceremonia. Esto le excitaba. Miraba a las niñas vestidas de gala. Le gustaban las mujeres que se casaban de blanco, si no era así, abandonaba la iglesia. Su querencia por los trajes de novia le llevó a interesarse por las sedas, los encajes, los tules o las organzas, unas preocupaciones femeninas que llevaron a Rosendo a plantearse muchas veces su hombría. Llegó a comprar cinco trajes de novia que escondía celosamente en un doble fondo en el suelo de su casa y, de noche, se los probaba. Fantaseaba con casarse por la iglesia con una o con varias niñas, y también con cosas mucho más extrañas. Dentro de su imaginario, la fuente de la Cibeles ocupaba un papel crucial. Los republicanos habían enterrado a la diosa durante la guerra con sacos y, cuando los nacionales se hicieron con ella, la exhumaron. Rosendo fue testigo de ello, y cuando vio el rostro pálido e intacto de la diosa emerger sintió una sacudida en su interior; algo parecido a una epifanía. Una visión. Notó un vértigo astral y sublime, se sintió el único custodio de una revelación divina. Aquella misma noche Rosendo Márquez cometió su primer asesinato.
Después de cerrar la carnicería se dirigió a su casa, allí cogió uno de los trajes de novia que tenía escondidos, lo metió en una maleta y se lo llevó a su local. Luego hizo un nudo corredizo en una soga y la pasó por una tubería del techo, de tal manera que el nudo y el otro extremo de la cuerda quedaran equidistantes entre sí, haciendo polea.
Soledad Varela tenía diez años y era hija única. Su madre se dedicaba a la prostitución en los alrededores de la calle Ballesta y se subía a sus clientes a una pensión de la calle del Barco. Mientras su madre trabajaba, la niña pasaba todo el día fuera a de casa, se sacaba propinas haciéndoles recados a los comerciantes de la zona. Su ruta por las tardes era