Location via proxy:   [ UP ]  
[Report a bug]   [Manage cookies]                

Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Desde $11.99 al mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Sociabilidad, religión y política en la definición de la Nación. Colombia 1820-1886
Sociabilidad, religión y política en la definición de la Nación. Colombia 1820-1886
Sociabilidad, religión y política en la definición de la Nación. Colombia 1820-1886
Libro electrónico741 páginas6 horas

Sociabilidad, religión y política en la definición de la Nación. Colombia 1820-1886

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer vista previa

Información de este libro electrónico

Durante el siglo XIX en Colombia y otros países hispanoamericanos la expansión de las formas de sociabilidad estuvo íntimamente relacionada con las disputas por el control hegemónico del espacio público. Los principales agentes de las prácticas asociativas fueron las élites liberales, la Iglesia católica con sus aliados conservadores, y los sectores populares liderados por grupos de artesanos. Esos agentes imprimieron un matiz político-religioso en el conflicto por la definición del Estado-nación. Este libro, versión parcial de una tesis de doctorado que recibió la mención summa cum laude en 2006, es un examen exhaustivo de la evolución de las principales formas de sociabilidad desde los inicios republicanos (1820) hasta la instauración del proyecto de república católica, mejor conocido como la Regeneración (1886).
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 ene 2011
ISBN9789587720136
Sociabilidad, religión y política en la definición de la Nación. Colombia 1820-1886

Lee más de Gilberto Loaiza Cano

Relacionado con Sociabilidad, religión y política en la definición de la Nación. Colombia 1820-1886

Libros electrónicos relacionados

Historia social para usted

Ver más

Comentarios para Sociabilidad, religión y política en la definición de la Nación. Colombia 1820-1886

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Sociabilidad, religión y política en la definición de la Nación. Colombia 1820-1886 - Gilberto Loaiza Cano

    ISBN 978-958-710-673-2

    ISBN EPUB 978-958-772-013-6

    © 2011, Gilberto Loaiza Cano

    © 2011, Universidad Externado de Colombia

        Calle 12 n.º 1-17 Este, Bogotá

        Teléfono (57 1) 342 0288

    publicaciones@uexternado.edu.co

    www.uexternado.edu.co

    Primera edición: abril de 2011

    ePub x Hipertexto Ltda. / www.hipertexto.com.co

    A María Cristina y Selene

    "En el sufrimiento está la razón del triunfo

    Woody Allen

    RECONOCIMIENTO

    Este libro es una versión muy parcial de mi tesis doctoral sustentada en octubre de 2006. Pude permanecer durante cuatro años en Francia gracias a una comisión de estudios otorgada por la Universidad del Valle. En ese lapso, el Estado francés me proporcionó beneficios que nunca he disfrutado como ciudadano colombiano. Tuve la fortuna de conocer gente de este y del otro lado del Atlántico que contribuyeron a que mi investigación culminara de manera satisfactoria. Reconozco el aporte decisivo de mi director, el profesor JEAN-PIERRE BASTÍAN. Un incrédulo como yo (incrédulo: según el diccionario, falto de fe, lo cual en mi caso es inexacto; más positivamente individuo escéptico en materia religiosa) conoció la generosidad de musulmanes, protestantes, valdenses, jesuitas, católicos a secas y de otros tantos incrédulos como yo. Luego debo recordar a mis dos tutores en Estrasburgo: ANGELIKA HAMMAN y ENRIQUE ÜRIBE. Muchos colombianos trasplantados por gusto o por obligación a tierras francesas me hicieron sentir menos solo en algunas circunstancias. PATRICIA CARBIENER, la secretaria de mi director, me ayudó a resolver asuntos de la vida cotidiana; MARIE-THÉRÉSE HALBWACHS brindó facilidades excepcionales para vivir en su apartamento. Gané la amistad entrañable de MATHIAS y MERCEDES. En París tuve la ayuda de JULIO DELGADO, Luz ANGELA MORENO, JULIA CARRILLO, CLÉMENT THIBAUD, CARLOS EFRÉN AGUDELO, FRÉDÉRIC MARTÍNEZ y ALFONSO CASTELLANOS. En España, LEONOR BARRIOS y MARÍA FERNANDA DUQUE. En Bonn conté con la solidaridad de FRANCESCO LISCIO y PATRICIA CACERES. En Friburgo (Alemania) compartí cuitas con el profesor SELNICH VIVAS y ROLAND PFEFFERKORN dio testimonio de la hospitalidad alsaciana. En Roma, RACHEL GEORGE, CATERINA ERNI y la Casa Valdese. En Colombia, mis amigos de toda la vida: MYRIAM MONTAÑEZ, HERMANN GUZMAN, ALICIA BURGOS, FABIO HUGO ORTIZ y MERCEDES ALDANA. Varios colegas me alentaron o soportaron: PATRICIA LONDOÑO, RENÁN SILVA, HAROLD ALVARADO TENORIO, ALBERTO MAYOR MORA, MAURO VEGA y LENÍN FLÓREZ.

    Algunas pesquisas fueron facilitadas gracias al Consejo General de la Sociedad SanVicente de Paúl, en París. Tuve la asistencia en archivos de Colombia de varios jóvenes historiadores; ellos han sido el silencioso sustento de este trabajo: CAMILO ANDRÉS PÁEZ JARAMILLO, RONALDVILLAMIL, CATALINA AHUMADA, AQUI- LEO ACEVEDO, ZORAIDA ARCILA, NHORA PATRICIA PALACIOS, CRISTINA CABRERA, CLAUDIA VIVIANA ARROYO; en los últimos detalles, VIVIANA OLAVE y FERNANDA MUÑOZ. También agradezco algunas conversaciones con las profesoras PILAR GONZÁLEZ-BERNALDO y ANNICK LEMPÉRIÉRE.

    INTRODUCCIÓN

    En la historia de los procesos de transformación económica, política y cultural del mundo, el siglo xix se distingue por ser largo, complejo y traumático. Las palabras cambio o transición parecen las más adecuadas para designar un tenso y ambivalente proceso que comenzó a definirse con las disputas geoestratégicas de Francia e Inglaterra, en la segunda mitad del siglo xviii. La Independencia de las antiguas colonias españolas en América hizo parte de esa reorganización territorial del mundo que implicó el abandono de unas formas de dominación para adoptar otras; de la dominación política y administrativa española a la dominación económica inglesa y a la intrincada gestación de una legitimidad política basada en los principios de la democracia representativa. El proceso de la Independencia fue, además, una coyuntura nacida de la incertidumbre y no tanto de las convicciones de quienes se iban a distinguir como el personal político dirigente de la nueva situación; un personal político y letrado que, además, había sido formado en las premisas culturales de la Ilustración, que estaba habituado a negociar espacios de poder y que arrastraba alguna experiencia en rivalidades de clanes y facciones. El abandono definitivo de la figura del rey y el paso a la aplicación de los mecanismos de representación política obligaron a poner a prueba su bagaje teológico-jurídico que se plasmó en la redacción de constituciones políticas; a eso se agregó la necesidad de ejercer de manera más sistemática la publicidad política mediante una eclosión de periódicos. Sin embargo, como veremos en este libro, la asociación con fines políticos no hizo parte de los entusiasmos iniciales de quienes estaban construyendo el nuevo orden. Las prácticas asociativas parecían ya dividirse entre las que podían contribuir a la tranquilidad, a la felicidad y el buen gobierno, sobre todo aquellas que eran la prolongación del espíritu ilustrado, y aquellas que podían perturbar esa tranquilidad porque estarían animadas por el espíritu de facción y por afanes de conspiración política.

    En la mirada que intentamos lanzar sobre el vasto periodo que va de i820 a 1886 -aunque en ocasiones se haga necesario destacar algún hecho del decenio 1810- podemos observar que esos temores iniciales sobre la expansión de la vida asociativa revivieron en determinadas coyunturas. de todos modos, a pesar de las restricciones legales y de las pocas convicciones del notablato político, la sociabilidad se volvió gradualmente un mecanismo inherente al moldeamiento del espacio cotidiano de disputas políticas; se impuso la asociación como un instrumento de reconocimiento de derechos individuales, como el lugar donde el individuo podía opinar libremente y adquirir algunos conocimientos básicos de sus derechos y deberes en la categoría de ciudadano.

    El club político con fines electorales se convirtió en una institución necesaria en la consolidación de la democracia representativa; que surgía y desaparecía según los ritmos de las adhesiones a candidaturas, mientras se volvía parte de la nomenclatura política del siglo y permitía, en ciertos momentos, esbozar la existencia de una estructura de comunicación política nacional semejante a la de un partido político.

    Con oleadas de prevención o de entusiasmo, la cultura política en el siglo xix acudió a la sociabilidad como un mecanismo que contribuyó a definir lealtades y a identificar adhesiones. En sus inicios se consolidó como un instrumento de reunión regulada de quienes se consideraban a sí mismos como el elemento más preclaro de la sociedad y el mejor dotado para las tareas de dirección del Estado y de representación política del pueblo; luego sería una práctica más democrática y, por tanto, más inquietante. En todo caso, la formación de un personal político, la necesidad de garantizar triunfos electorales, en la medida que la democracia representativa impuso su lógica, volvió necesario y constante el recurso de la asociación de individuos. En algunos momentos, y por la voluntad de algunos líderes políticos e intelectuales, la sociabilidad fue vista como una actividad racionalizadora de esfuerzos que permitía distribuir funciones en la conquista de hegemonía. El hombre o la mujer solitarios estaban desahuciados para la vida pública y era entonces indispensable pertenecer a algo, reunirse en algún lugar. La tertulia en un café, la reunión en las galleras, en la casa de un artesano, en el taller de imprenta, en el templo católico, en la plaza central, la tenida de una logia, la sesión en un salón de la escuela primaria; en fin, todos esos sitios y otros más sirvieron de punto de encuentro esporádico o regular de quienes se iniciaban en ciertas prácticas republicanas de discusión, de lectura y formación colectivas en algunos comportamiento cívicos, en la adhesión fugaz y a menudo beligerante a candidaturas locales o nacionales. La sociabilidad política del siglo xix fue, en fin, un dispositivo de legitimación en que los asociados ratificaban o intentaban imponer su papel de tutores o de representantes de fragmentos de la sociedad; heraldos de formas difusas de invocación del pueblo, el público, el bien común y la voluntad general.

    SOCIABILIDAD

    Este libro es el resultado de aplicar una noción que había comenzado a ser familiar en la historiografía universitaria colombiana a inicios del decenio de i990, pero que desde entonces no mostró avances categóricos sobre todo en la explicación de la historia política del siglo xix{1}. Emplearla y mostrar los resultados ahora puede constituir un plural desafío: llenar un vacío historiográfico en la comprensión del comportamiento político durante buena parte de un siglo que, precisamente, se distinguió por una intensa y relativamente extensa participación de las gentes en la política; ir contra las modas investigativas que han ido superponiéndose y, finalmente, darle la importancia a una noción que intenta dar cuenta de uno de los fenómenos más evidentes y menos estudiados, el de la asociación de individuos para conseguir algún tipo de hegemonía en el espacio público. En cualquier caso, estamos ante un campo de estudio inconcluso, asumido para examinar algunas coyunturas y algunos eventos asociativos en particular, como por ejemplo los aportes a la expansión de la sociabilidad católica, pero jamás -hasta ahora- para desarrollar la visión de conjunto que intentamos proporcionar con esta obra{2}.

    La sociabilidad es un término dilucidado mediante resultados concretos, un objeto de estudio fecundo y sugestivo que ha permitido una nueva comprensión de la historia política durante la transición entre el Antiguo régimen y la Revolución francesa y también a lo largo del proceso de constitución del mundo contemporáneos{³}. Como el término está lejos de tener un significado unívoco entre los mismos especialistas, hemos decidido presentar sus aspectos más críticos con base en los análisis que juzgamos más destacados. Sin embargo, lo que más nos interesa es definir su pertinencia para la comprensión de la historia de América Latina -y sobre todo la colombiana- del siglo xix.

    Cualquier estudio basado en la sociabilidad tiene que partir del legado proveniente de la ya vasta pero poco conocida obra -en castellano- del historiador francés MAURICE AGULHON. Con este autor, una noción que ya había hecho un largo recorrido en la sociología era, por fin, motivo de examen por los historiadores; los estudios basados en el concepto de la sociabilidad se multiplicaron luego de la publicación, en 1966, de su libro La sociabilité méridionale{3} En la reciente edición en castellano de uno de sus libros, el Círculo burgués{4}, bajo el cuidado de una de las discípulas que mejor ha aplicado en la historiografía hispanoamericana ese concepto (PILAR GONZÁLEZ-BERNALDO) dice AGULHON que el café es un personaje histórico, al igual que el salón y el club -y luego se pregunta- ¿Y por qué, entonces, no lo serían también la aptitud que llevó a la creación de esas instituciones y el gusto de gozar de ellas?{5}. Pero quizás lo más interesante es que, sin vacilaciones, coloca la historia de las asociaciones en el terreno de la historia de las mentalidades; es decir, en relación con aquellos comportamientos colectivos que se expresan en la sociabilidad como una aptitud, como una tendencia, como un rasgo colectivo que, a su vez, va a estar vinculado con el espíritu democrático republicano y con la necesidad de los individuos de reunirse para deliberar, opinar y hacerse representar.

    En el conjunto de la obra de AGULHON predomina el estudio de formas de sociabilidad muy concretas, pero contiene pocas definiciones del término que utiliza. Y es en esos trabajos concretos que encontramos los aportes más pertinentes de este historiador. Primero, él analiza la evolución de determinadas formas de sociabilidad, como en su análisis de los círculos, que nos permite comprender el carácter elástico de este tipo de asociación que oscila entre la cultura y la política, entre la difusión del ocio y cierto grado de instituciona- lidad. Segundo, Agulhon ha demostrado la importancia de las relaciones de varias formas de sociabilidad con los cambios en lo que podríamos llamar la vida pública de la época; tal es el caso de las influencias ideológicas, de la evolución de la prensa periódica, de la cultura científica, de las prácticas literarias y, por supuesto, de la política misma. Finalmente, este autor aportó una clasificación de las formas de sociabilidad según su origen o según su funcionamiento: burgués, popular, formal o informal. Tercero, como lo demostró en el caso del círculo burgués, la modernidad de una asociación no está solamente ligada a su desarraigo del dominio religioso, sino también a aspectos como el igualitarismo o a la presencia activa del personal femenino en asociaciones que habían sido exclusivamente masculinas.

    Otra contribución decisiva de AGULHON tiene que ver con su caracterización del liberalismo del siglo xix en relación con los conflictos que sostuvo con la Iglesia católica. Según este historiador, se vuelve significativo en el análisis de prácticas asociativas la presencia o no de la institucionalidad católica o la conquista de lo que él llama una una vida civil y laica, cuyo pilar será el liberalismo. Para él, ser liberal en el siglo xix significaba ser, sino antirreligioso, al menos adversario del magisterio religioso en la vida política y social; ser simplemente laico, como diríamos hoy{6}. Ahora bien, este historiador francés considera que esta lucha por la laicización evidenciada en el terreno de la vida asociativa significaba la competencia y la coexistencia de elementos antiguos y nuevos. Así, las confraternidades de devoción y de caridad, las peregrinaciones, las procesiones, las devociones a santos fueron antecedentes de formas modernas de sociabilidad y, a su vez, permanencias asociativas cuyo peso religioso y político en la vida pública fue indiscutible. En nuestra opinión, esta idea de coexistencia de los esfuerzos asociativos modernos de los liberales, ligados a la fundación de clubes políticos y de logias masónicas, por ejemplo, con la sociabilidad controlada por la Iglesia católica, nos permite comprender, por una parte, el carácter híbrido o más bien vacilante de los actores involucrados en estas formas de sociabilidad y de otra, los esfuerzos de adaptación y de resistencia del catolicismo ante la ofensiva asociativa liberal. De modo que cualquier indagación sobre la vida asociativa en el siglo xix debe revelar si ese combate por la laicización, en términos del universo asociativo, provocó rupturas y separaciones irrefutables con respecto a los antiguos poderes de la Iglesia católica. Se trata de comprender hasta qué punto el liberalismo fue capaz de erigir una vida asociativa por fuera de la influencia religiosa católica.

    Aún más interesante, en su libro La République au village, Agulhon señala la importancia del análisis de las relaciones entre las tradiciones de la vida rural y el lenguaje de la política moderna. El autor destaca claramente el papel de algunas etapas fundamentales de la historia política francesa -las revoluciones de 1789 y 1848, por ejemplo- en la evolución problemática de las relaciones entre las élites y el pueblo. Para él, los sectores populares franceses sufrieron, a través de las prácticas asociativas, una mutación hacia un universo político moderno, donde se entremezclaban las novedades ideológicas con las tradiciones populares. A propósito de esto, podemos citar extensamente al mismo autor:

    Aunque, grosso modo, es cierto que las dos evoluciones (la del tradicionalismo al progresismo en política, de lo folclórico a la modernidad en la vida cotidiana) tienen un mismo sentido e incluso cierta solidaridad, es esencial observar que sobre esas dos direcciones no se marcha a la misma velocidad. Lo político es móvil, sujeto a mutaciones bruscas y fáciles, lo folclórico es pesado, lento, es un tejido de lazos que no se deshacen más que uno por uno. De ahí la coexistencia, durante un largo periodo, en Francia, en el siglo xix, de la vida folclórica y de las ideas de izquierda{7}.

    Estas apreciaciones sobre los ritmos diversos de la política y sobre las combinaciones de las ideologías modernas y los arcaísmos de la cultura popular son muy útiles en el examen de las relaciones entre élites y sectores populares a mediados del siglo xix, un periodo de alianzas e intercambios muy intensos entre las ideologías revolucionarias y las tradiciones asociativas del artesanado. Esta perspectiva resulta clave para comprender el auge asociativo en Colombia entre 1845 y 1854, que se caracterizó por una competencia entre los modelos burgueses de sociabilidad, las antiguas prácticas asociativas de los artesanos y las influencias ideológicas del movimiento revolucionario europeo.

    Las tradiciones religiosas del artesanado constituyeron un elemento casi permanente del comportamiento colectivo a lo largo del siglo xix, de tal manera que, aunque los artesanos figuran en la formación de clubes políticos liberales, a mitad del siglo, esa participación en el universo político moderno estuvo matizada por los valores de aquellos que estaban todavía atados a las creencias religiosas católicas. Desde ese punto de vista, es necesario entonces tener en cuenta que la Colombia decimonónica, e incluso la del siglo xx, no revela una expansión concreta, en cada distrito o municipio, de los principios administrativos institucionales del Estado laico y del mundo republicano. Al contrario, el sacerdote católico permaneció por mucho tiempo como la figura central y a veces exclusiva de la organización social, política y cultural de la vida rural, e incluso urbana del país.

    Un punto de debate en torno a la expansión de formas de sociabilidad tiene que ver con su valoración como un síntoma democrático o no. La expansión asociativa puede reflejar la ampliación popular de prácticas que, en principio, estuvieron restringidas a un ámbito aristocrático como a grupos de individuos selectos que buscaban afianzar su distinción social. Para la historiografía marxista y para el mismo AGULHON, la multiplicación asociativa ha sido indicio de la ampliación del horizonte cultural de las masas populares{8}. En contraste con este optimismo, otros investigadores han sido más escépticos; en vez de ser una huella palpable de democratización de la vida pública, el auge asociativo podría ser visto como la multiplicación de enfrentamientos entre identidades partidistas. No sólo eso, la sociabilidad puede implicar la perpetuación de costumbres anti-democráticas, una continua alienación de las gentes del pueblo con respecto al poder; ciertos autores han visto la sociabilidad del siglo xix como un mecanismo de legitimación de las tácticas de representación política, la legitimación y consolidación de un personal político que se beneficiará de una noción restringida de soberanía con el fin de garantizar el ejercicio exclusivo y aparentemente legítimo del poder político{9}.

    Esta idea sombría fue expuesta en la obra de AUGUSTIN COCHIN (1921) recuperada y matizada luego por FRANÇOIS FURET (1978) y PIERRE ROSANVALLON (1985, 2000). COCHIN había hecho una especie de sociología histórica de los aparatos de poder y de la manipulación política. A pesar del aspecto sombrío de esas nuevas redes de poder surgidas del jacobinismo, de la dominación de las sociedades en nombre del ‘pueblo’{10}, COCHIN demostró que a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, apareció en Francia un nuevo tipo de organización política y social que él llamó sociedad de pensamiento o sociedad de ideas{11}. Una forma de socialización cuyo objetivo fundamental era fabricar la opinión unánime{²⁷}. Se trataba, según el análisis de FURET, de una nueva sociabilidad política construida por fuera de las estructuras de poder de la monarquía. Eso entrañaba la aparición de un tipo particular de individuos, los políticos, los especialistas o mejor, los detentadores principales de la opinión y de la representación política. Esta nueva sociabilidad, aunque podría considerarse como una evolución, era por otro lado susceptible de favorecer la aparición de mecanismos perversos de confiscación del consenso bajo el ropaje de un discurso sobre la democracia pura{³⁸}; de confiscación de la voluntad popular por la intermediación de los partidos políticos, de las ideologías y de las sociedades de ideas.

    Por tanto, FURET vincula la aparición y consolidación de un personal profesional de la política con la proliferación de una sociabilidad política, con una sociabilidad que busca poner a los individuos asociados en relación estrecha con el poder. Esta tesis tuvo un desarrollo ulterior en la obra de ROSANVALLON, sobre todo en su examen del liberalismo doctrinario, de la aparición de una generación política que consideró indispensable proveer de legitimidad a quienes iban a ejercer el control de la política y a definir las fronteras de la representación del pueblo. Las asociaciones políticas son formas de reunión y de distinción del personal ilustrado, capacitado para ejercer las tareas de representación; las asociaciones, junto con la prensa, son los instrumentos medulares de la representación política. Ambas contribuyen a extraer del seno de la sociedad a los más capacitados, a quienes están dotados de razón. Es probable que los análisis de FURET y ROSANVALLON estén concentrados en determinadas etapas en la formación del personal profesional de la política en el siglo xix y es posible que desprecien aquellos momentos en que el auge asociativo no estuvo bajo el liderazgo ni el control de una élite; pero, aún así, sus exámenes de la condición de la práctica política post-revolucionaria nos obligan a preguntarnos -y a respondernos- quiénes fueron en realidad los promotores y beneficiarios de la sociabilidad política en aquella época y, en consecuencia, cuál fue la composición social y la influencia política de las asociaciones que aparecieron y desaparecieron en el espacio público.

    Esta mirada opaca sobre la propensión asociativa de los individuos en la época contemporánea parece nutrirse, primordialmente, del examen que lanzó alguna vez Alexis De Tocqueville (1805-1859), quien había señalado, para la situación europea, que la asociación era "un arma de guerra, para ir a ensayarla de inmediato en el campo de batalla{¹⁵} y la veía como una práctica enemistosa, como un elemento de identidad partidista que no escatimaba el recurso bélico. El mismo Tocqueville añadía este otro atributo, pero ya en la situación de Estados Unidos de América: los ciudadanos que forman la minoría se asocian, primero para comprobar su número y debilitar así el imperio moral de la mayoría; en segundo lugar, los asociados se reúnen para descubrir los argumentos más adecuados para causar impresión en la mayoría, porque tienen siempre la esperanza de atraer hacia ellos a esta última y disponer, enseguida, en su nombre, del poder{¹⁶}. En definitiva, para este pensador las prácticas asociativas son un dispositivo de la competición hegemónica, enseñan que el sistema republicano está sustentado en la hostilidad de los agentes de la política que se disputan el control del espacio público; el triunfo electoral de grupos, facciones o partidos; el predominio de tal o cual idea acerca de lo que debe ser la nación. Esta visión, me parece, tuvo cierta continuidad en las reflexiones de Antonio Gramsci cuando se refirió, por ejemplo, al ejercicio normal" de la hegemonía en un régimen parlamentario donde intervienen y se equilibran la fuerza y el consenso; para él, los periódicos y las asociaciones -los llamados órganos de la opinión pública- mediante la multiplicación, que sin embargo puede ser muchas veces artificiosa, cumplen un papel vital en la imposición de la concepción del mundo de tal o cual voluntad hegemónica{12}.

    La sociabilidad política puede entonces ser vista como expresión genuina de una competición despiadada por la hegemonía en la vida pública; como prueba de la existencia de un mundo desapacible, inestable, que presentaba -y presenta aún- la continua pugna por imponer proyectos y personal políticos. En tal sentido, la sociabilidad fue apenas uno de tantos instrumentos utilizados en esa competencia, otros fueron la escuela, la prensa y, por supuesto, la guerra civil. De manera que estamos más cerca de la idea de una sociedad fragmentada que de una democracia pletórica de civismo que se manifiesta en una voluminosa vida asociativa{13}. Como veremos, muchas oleadas asociativas terminaron siendo preludios de disputas bélicas, preliminares organizativos para reunir hombres dispuestos a ir a campos de batalla. Pero dentro del mismo mundo asociativo hubo una intensa pugna por expandir proyectos de adhesión y cohesión; hubo polos asociativos que correspondieron con las principales fuerzas históricas del siglo; el liberalismo y el conservatismo fueron, en Colombia, las dos principales fuerzas políticas que promovieron redes asociativas y que establecieron alianzas con el difuso movimiento popular. La iniciativa de cada fuerza fue diferente según las circunstancias; por momentos, ciertas vertientes del liberalismo colombiano prefirieron el repliegue y hasta el retorno a modalidades ilustradas y, por tanto, excluyentes. En otras ocasiones, la Iglesia católica y sus aliados tomaron la iniciativa y desplegaron modalidades asociativas más audaces y modernas con tal de defender el viejo predominio de esa institución religiosa. Los artesanos intentaron en la segunda mitad del siglo asumir prácticas asociativas autónomas, pero terminaron absorbidos por los juegos coyunturales de alianzas, sobre todo en las vísperas electorales. Entre todas esas variantes, sin duda merece examen aparte, por su importancia y su eficacia, la adaptación de la Iglesia católica a un campo de fuerzas que le era hostil y que -claro- cuestionaba su antigua prominencia en la vida pública.

    SOCIABILIDAD Y DEMOCRACIA REPRESENTATIVA

    No hubo relación directa, ni siquiera de complicidad, entre la instauración de un sistema político basado en la representación y la expansión de prácticas asociativas. Desde las primeras constituciones políticas que se promulgaron durante la primera tentativa republicana, entre i8ii y 1815, hubo una relación inversamente proporcional entre la importancia otorgada a la reglamentación de un sistema electoral y las restricciones a las formas de asociación. Un gobierno representativo que intentaba consolidarse hallaba sospechosa o perniciosa la iniciativa de particulares en la instalación de asociaciones. En aquellos años ya era evidente la animadversión contra cualquier tipo de asociación política que evocara, en su composición y en su nombre, los excesos de la Revolución francesa. Las Constituciones de aquel periodo coinciden en la condena a cualquier Sociedad popular; prohibición extraída de las leyes francesas de 1789 a 1792{14}. La gente reunida, el simple tumulto pasajero en la calle ya era motivo de inquietud. Una cosa era el pueblo levantisco dispuesto a promover cualquier alboroto en la plaza y otra el pueblo muy escogido de los ciudadanos que iban a ejercer las tareas de representación política. La asociación política estaba cerca de esas reuniones tumultuarias y perturbadoras a las que les temían los dirigentes criollos.

    En el tenso tránsito hacia un sistema de representación política, la reglamentación de un proceso electoral fue la vía de delegación de la soberanía del pueblo. Los constituyentes les temieron a las reuniones populares, a la deliberación de gentes del pueblo, armadas o desarmadas. La prioridad, al parecer, era la salvaguarda de una quizás muy frágil seguridad pública; pero más allá de eso se temía que proliferaran otras formas de deliberación que se atribuyeran derechos políticos y pusieran en tela de juicio lo que se había legitimado por medio de las elecciones; en consecuencia, las únicas asociaciones aceptadas eran las asambleas electorales y las juntas de sufragantes parroquiales. Dicho de otro modo, las asociaciones espontáneas de individuos hacían temer una usurpación de la soberanía del pueblo y una deslegitimación de sus representantes. La única constitución que habló con alguna generosidad sobre la libertad de asociación fue la de Cartagena (1812), que proponía un número limitado de participantes, bajo la vigilancia de autoridad civil o eclesiástica:

    Pertenece a los ciudadanos el derecho de reunirse, como sea sin armas ni tumulto, con

    orden y moderación, para consultar sobre el bien común; no obstante, para que estas

    reuniones no puedan ser ocasión de mal o desorden público, sólo podrán verificarse

    en pasando del numero de treinta individuos, con asistencia del Alcalde del barrio, o del Cura párroco, que invitados deberán prestarla{15}.

    En vez de entusiasmo, la actividad asociativa despertó prevenciones. En la construcción del orden republicano, las asociaciones tuvieron que ceñirse al control de los gobiernos y adecuarse al proceso de consolidación del orden político. En las constituciones políticas y los periódicos de aquellos años prevaleció la prevención contra aquellas asociaciones -entre ellas los clubes políticos y las logias masónicas- que contribuyeran a exacerbar el espíritu de facción o que cuestionaran la conservación de nuestra sagrada religión. Para extirpar los peligros del complot y para proteger la Iglesia católica, se expandió desde 1812 un espíritu anti-jacobino y anti-masónico. Sin duda, esta animadversión estaba inspirada en la lectura del abate Barruel (1741-1820) que, en sus Memoires pour servir a l’histoire du Jacobinisme, publicadas entre 1797 y :799, popularizó la tesis de una subversión revolucionaria que era el fruto de la actividad secreta de logias masónicas, agentes clandestinos de un proyecto meditado en los decenios precedentes. Para quienes el proceso de separación de España debía conducir, al menos, a un interregno político en que la Iglesia católica continuara incólume como institución reguladora de la vida pública, era indispensable evitar cualquier expansión masónica en lo que había sido el Virreinato de la Nueva Granada{16}.

    Es posible hablar, por tanto, de una primera etapa asociativa basada en la necesidad de fabricar un consenso patriótico en aras de instaurar una república católica. Las primeras constituciones promovieron casi exclusivamente las Sociedades Patrióticas, que debían estar dirigidas o legalizadas por las autoridades de cada lugar y su único o principal objetivo debía ser promover la instrucción primaria. Luego, en el decenio de 1820, se promovieron con fines idénticos las Sociedades Económicas de Amigos del País (seap). Los vecinos de parroquias, los miembros de cofradías, los electores de cantón completaban un cuadro asociativo que reproducía las exigencias de funcionamiento de mecanismos electorales. Podemos situar esa primera etapa entre 1810 y 1828, cuando comienza la exaltación de la libertad de imprenta y la limitación de la libertad de asociación, con exhortaciones a favor de una sociabilidad de consenso en la instauración del orden republicano, y termina con la cristalización de facciones políticas en disputa que recurren al mecanismo asociativo para identificar adeptos y enemigos. El momento más significativo de esta etapa es el decenio de i820, dominado por la figura política del general Francisco de paula Santander (1792-1840), quien promovió la formación en secreto de varias logias, camufladas en academias de enseñanza de lenguas extranjeras. Su existencia hizo parte de un ambiente secularizador y anglófilo que incluyó la fundación, en 1820, de la logia Libertad de Colombia; la logia Gran Círculo Istmeño (1826); la abolición, en 1821, del Tribunal de la Inquisición; la creación, promovida desde Londres, de Sociedades de lectura de la Biblia, en Bogotá (1825); la aprobación de la Ley de Patronato de 1824; el Plan de Estudios de 1826, en que se intentó popularizar la obra de Jeremy Bentham (1748-1832) y el sistema de enseñanza de Joseph Lancaster (1778-1838). Esta primera etapa esbozó y llevó a su desenlace una pugna entre facciones cuyo momento culminante fue la conspiración contra Simón Bolívar (1783-1830) en 1828. Los resultados más tangibles de la fallida conspiración fueron dos decretos: el 29 de octubre, Bolívar funda una Institución social y literaria en que reunió el personal político dirigente que lo apoyó en el restablecimiento del control político, entre ellos se destacaban todos los miembros de su gabinete ministerial, como José María del Castillo (17761835), Rafael Urdaneta (1789-1875), Estanislao Vergara (1790-1855), José Manuel Restrepo (1781-1863); y el 8 de noviembre decretó la prohibición de las reuniones de sociedades y confraternidades secretas.

    La segunda etapa podemos situarla entre 1832 y 1854. En ese lapso, palabras como espíritu de partido o partidos eleccionarios se volvieron frecuentes en los impresos; la rutina de la competición electoral exigió mayor movilización publicitaria y una actividad asociativa vinculada con la adhesión a candidaturas y la presión sobre los resultados de las urnas; un notablato políticamente activo comenzó a vislumbrar entonces la importancia de alentar adhesiones, así fueran esporádicas, que podían servir en las coyunturas electorales. El retorno al poder del general SANTANDER contribuyó a la instauración de una nueva red de logias masónicas y, principalmente, a la instauración del Supremo Consejo de Cartagena (1833); pero al lado de este proceso asociativo se produjo el tránsito de una sociabilidad elitista a otra que comenzó a incluir a sectores populares. Por eso es posible creer que desde el decenio de 1830 se afianzaron vínculos entre la eclosión de formas asociativas, la multiplicación de títulos de prensa y la agitación electoral. La prensa de opinión comenzó a consolidarse como la prolongación más genuina de la existencia de una voluntad asociativa.

    La participación electoral, así fuera mediante la intimidación, la manipulación o la asonada, sirvió para estimular coyunturas de adhesiones asociativas basadas en alianzas entre dirigentes políticos y grupos de artesanos, principalmente. Una necesaria historia electoral podría descifrar mejor el nexo entre las etapas pre- electorales y el papel que se les atribuyó al club electoral liberal o a la asociación católica. Los hechos del 7 de marzo de 1849, cuando ganó la presidencia del país el general JOSÉ HILARIO LÓPEZ (1798-1869), fueron expresión culminante de un mecanismo asociativo cuya finalidad era reunir a grupos politizados e interesados de los sectores populares que hicieron presencia callejera para incidir en el perfeccionamiento del recurso electoral. De ese modo, la asociación política fue volviéndose orgánica en el sistema representativo, en la medida en que se perfeccionó la disputa entre partidos o facciones. Muchas gentes excluidas del ejercicio del voto podían, de todos modos, mediante sus adhesiones asociativas, influir en la designación de candidatos, en la declaración de compromisos para la representación política y en el triunfo o derrota de tal o cual candidato.

    Entre 1838 y 1849 se esbozan los partidos liberal y conservador como estructuras asociativas de alguna intención de cobertura nacional, basadas además en la alianza de una dirigencia política presta para ejercer tutoría intelectual sobre sectores populares que iban a ser iniciados en los asuntos públicos. Entre 1849 y 1851 se cristaliza entonces el efecto multiplicador de las asociaciones políticas, sobre todo en el liberalismo. Esa expansión exhibe todas las contradicciones y diversidades sociales y políticas que intentaron aglutinarse en torno a un partido político que debía representarlas. Tanto, que la dirigencia liberal, en 1851, exhibió su arrepentimiento por haber promovido una expansión asociativa que escapó de su control. Ese hecho puede explicar que la Constitución de 1853 reprodujera, en el tema de la libertad de asociación, las mismas prevenciones de las primeras constituciones políticas de 1811 a 1815. Precisamente, el fracaso en el proceso de representación política, la fisura entre aspiraciones populares y el proyecto político y económico de una élite, fueron factores determinantes en la ruptura que se plasmó en la revolución artesano-militar del 17 de abril de 1854. El desenlace trágico de ese golpe de Estado provocó, para unos, una enorme frustración y, para otros, una dura lección acerca del carácter de las relaciones entre la élite política y las gentes del pueblo. Desde ese entonces, el comportamiento asociativo sufrió mutaciones ostensibles y decisivas.

    Por tanto, la tercera y última etapa comprende los años de 1855 a 1886 y se caracterizó por el despliegue asociativo de la Iglesia católica y sus aliados mientras el liberalismo vacilaba entre el temor o el deseo de expandir una red asociativa que podía ser nuevamente explosiva. La competición asociativa se orientó más claramente a favor de la iniciativa católica en el frente de la caridad cristiana, algo que implicó atraer y consolidar a la mujer como agente de proselitismo político y religioso, además de conseguir la adhesión de grupos de artesanos desilusionados con el liberalismo. Los dirigentes liberales se alinderaron en facciones con alguna especialización regional; algunos dirigentes, principalmente el caudillo Tomás Cipriano de Mosquera (1798-1878) y Rafael Núñez (1825-1894), basaron su capacidad de negociación política creando bastiones asociativos regionales; el general Mosquera expandió una red de fidelidades repartida en clubes políticos y logias masónicas; así nació la facción mosquerista que no fue otra cosa que la dimensión asociativa nacional de un caudillo que tenía el control político del estado del Cauca pero que pretendió tener el control político del país. El liberalismo radical prefirió concentrar sus esfuerzos en la instalación de un sistema nacional de instrucción pública y en promover formas asociativas elitistas, la masonería y asociaciones de institutores, principalmente. La popularidad y eficacia de los dispositivos asociativos de la Iglesia católica y sus aliados conservadores y las tímidas oleadas de clubes políticos liberales en la segunda mitad del siglo, determinaron que el proyecto de una república católica pudiera finalmente imponerse y plasmarse en la Constitución de i886.

    El despliegue asociativo de la segunda mitad del siglo xix estuvo impulsado por una pugnacidad feroz, por una áspera voluntad hegemónica e impedir la propagación de clubes liberales o asociaciones católicas motivó enfrentamientos diarios. Al lado de las asociaciones se hizo evidente un florecimiento de títulos de prensa, un aumento de talleres de imprenta, una multiplicación de librerías que reproducían la competencia entre lo sagrado y lo profano y una enconada disputa en torno a la implantación de un sistema escolar laico o confesional. La sociabilidad política y religiosa definió identidades partidistas; amplió el espectro de la educación política; animó disputas locales entre el sacerdote católico y artesanos con ínfulas protestantes o librepensadoras y preparó ambientes hirsutos en las jornadas electorales. El club político liberal fue, sin duda, una escuela de opinión, un lugar de ampliación del universo de lectores y ciudadanos, pero también fue escuela de preparación bélica. Algo semejante se puede decir de las Sociedades católicas que, sobre todo en la primera mitad del decenio de 1870, se dedicaron a sabotear el sistema de instrucción pública y a prepararse para una guerra en nombre de la defensa de la religión católica. Las asociaciones políticas del siglo xix se consolidaron, en consecuencia, como un instrumento de acción colectiva, de persuasión y disuasión ante sus adeptos y sus rivales. La importancia del número de individuos afiliados se volvió inherente en el lenguaje político inamistoso cotidiano. Para 1863, un artesano que ya acumulaba una trayectoria asociativa de varios decenios al lado del liberalismo, se atrevía a desafiar a sus enemigos conservadores diciendo: Nosotros somos 14 000 bayonetas{17}.

    En la segunda mitad del xix hay una transformación drástica del espacio público; la eficacia de la vida asociativa se hace evidente. El liberalismo político acentúa libertades individuales y además algunos políticos exaltan la importancia del individuo asociado. Sin embargo, las variantes asociativas exhibieron las grietas sociales y políticas de la sociedad colombiana. Cada una tenía algún sello de exclusivismo, desde el aristócrata club de comerciantes en el estado de Santander, pasando por las academias científicas y literarias, hasta llegar a los briosos clubes políticos liberales y las asociaciones guiadas por sacerdotes católicos ultramontanos. El asociacionismo reprodujo fidelidades, pero también deslizamientos y ambigüedades. Un liberal radical podía aparecer en el listado de contribuyentes de una conferencia de San Vicente de Paúl; algunas logias masónicas fueron centros de reunión de dirigentes liberales y conservadores; algunos clubes urdieron asaltos armados contra patricios locales. Así se formó, mal que bien, un personal político abigarrado y con múltiples variaciones en su capacidad de acción.

    En esa disputa asociativa se definieron tres polos fundamentales de acción. Uno estaba conformado por la Iglesia católica y la dirigencia conservadora. El otro estaba alimentado por la dirigencia política liberal, con todos sus matices e inconsistencias; y finalmente los sectores populares aglutinados en la denominación genérica del artesanado. Entre esas tres fuerzas hubo alianzas y rivalidades episódicas; de esas tres fuerzas históricas provinieron los principales esfuerzos asociativos que, en algunos casos, eran el resultado de alianzas y, en otros, esfuerzos de autonomía o de exclusión. Los rasgos básicos de esas tres fuerzas, que con sus diputas y alianzas moldearon el espacio público del siglo xix, los examinaremos enseguida.

    LA IGLESIA CATÓLICA Y SUS ALIADOS

    ¿Cómo se adaptó la Iglesia católica a las exigencias y hostilidades del nuevo espacio público? ¿Con qué instrumentos compitió ante la multiplicación y consolidación de agentes políticos que relativizaron su tradicional preeminencia? Una historia de la vida asociativa del siglo xix es incompleta sin el examen de lo que la Iglesia católica aportó en la definición del nuevo campo de disputas hegemónicas; ella poseía un legado de prácticas asociativas que pudieron prolongarse y adaptarse a la nueva situación. En ese sentido fue capaz, además, de innovar, de preparar un nuevo personal; trató de reeducar al clero para que pudiera ejercer con mayor destreza actividades proselitistas dentro y fuera del templo católico. Pero, sobre todo, no podemos perder de vista que estamos ante una institución acostumbrada a la vida pública, a hacer política y a detentar poder. Para la Iglesia católica, el proceso de Independencia le permitió desplegar su personal en tareas básicas de organización de un nuevo orden; el clero hizo su contribución intelectual en la redacción de cartas constitucionales; la figura del cura párroco estuvo inscrita en las menudas reglamentaciones de las primeras prácticas electorales y varios sacerdotes católicos exhibieron tempranamente sus dotes de escritores políticos. En fin, desde 1810, la Iglesia católica cumplió una labor decisiva en el diseño de proyectos constitucionales de repúblicas católicas; de sistemas de representación política basados en el ejercicio del voto y en que el nuevo Estado se erigía como protector de la única religión permitida.

    La Iglesia católica, institución del antiguo régimen, pudo entonces adaptarse fácilmente a una situación histórica nueva. No tenía que trastornar su sistema de creencias, tenía que perfeccionar, más bien, lo que un sociólogo llamó su red de agentes y actividades{²³}. En el caso colombiano puede asombrar la rapidez con que tomó la iniciativa en términos de sociabilidad política; en el decenio de 1830 ya estaba dispuesta a fomentar una red asociativa nacional a favor del triunfo electoral de un pretendido partido católico o, por lo menos, de aquellos que pudieran ser sus aliados. Durante todo el siglo xix y buena parte del siguiente, el sacerdote católico fue el principal y con frecuencia el único agente político de la vida aldeana; su influjo fue relativizado por el abogado pueblerino o el maestro de escuela. De todos modos, las prácticas electorales, las reuniones políticas y la lectura de la prensa fueron actividades que solían concentrarse en el templo católico o alrededor del cura de la parroquia; su figura, por tanto, fue imprescindible en la comunicación política de las aspiraciones aldeanas y de las intenciones de la clase dirigente. El mapa de lealtades políticas, entre liberales y conservadores, sobre todo en tiempos electorales, debía partir de conocer los antecedentes y simpatías de los curas párrocos.

    La Iglesia católica en la América latina del siglo xix fue una estructura sostenida por su espesor histórico, por la prolongación de prácticas asociativas tradicionales en que la adhesión católica mayoritaria de la población garantizaba la perennidad de ciertas formas de manifestación colectiva. Las peregrinaciones, las procesiones, las cofradías, las devociones a los santos, las fiestas religiosas constituían un conjunto de prácticas asociativas controladas exclusivamente por la institución eclesiástica. Tampoco habría que despreciar la capacidad de los sacerdotes católicos para promover asonadas y rebeliones. En la segunda mitad del siglo, la Iglesia católica vuelve a tomar la iniciativa de una manera mucho más sistemática e intensa; la breve y tumultuosa multiplicación de clubes liberales en la mitad de siglo le obligó a plantearse una expansión asociativa que incluyera el control social y el proselitismo político-religioso. Tenía entonces que ofrecer una alternativa a un problema social creciente mediante la difusión de la sociabilidad caritativa y tenía que evitar la expansión asociativa del liberalismo, la masonería y el protestantismo. A partir de i855 comienza un ascenso gradual de una sociabilidad católica que es fruto de la alianza orgánica con una dirigencia laica que incluyó el activismo de las mujeres de la élite; esa alianza le dio consistencia organizativa al partido conservador y sirvió de sustento al proyecto de instauración de una república católica que tuvo su concreción en la Constitución de i886. Mientras el liberalismo colombiano se desgarraba en sus luchas de facciones, el conservatismo se nutría de la devoción femenina, del miedo popular a la escuela pública laica, del talento de los escritores católicos, de la popularidad de la prensa católica, de una red nacional de libreros e impresores y de un activo frente de asociaciones caritativas.

    Entre 1848 y 1854, el conservatismo colombiano pareció actuar a la defensiva; después de 1855 el despliegue estuvo basado en la intransigencia ideológica y, al tiempo, en el cosmopolitismo intelectual de la dirigencia laica conservadora. No podía hacer ninguna concesión al liberalismo y era necesario buscar alternativas asociativas y educativas ante las continuas expulsiones de los jesuitas; por eso recurrieron al modelo caritativo francés y, principalmente, a las eficaces conferencias de San Vicente de Paúl. En la expansión caritativa, la Iglesia católica halló aliados orgánicos en los políticos civiles, el devoto personal femenino y un artesanado decepcionado con las políticas liberales. La ampliación del laicado conservador constituye, quizás, una de las innovaciones en la actividad política de la Iglesia católica en Colombia. Su estructura vertical permaneció intacta, pero su control sobre los fieles se perfeccionó gracias a la formación de cuadros laicos permanentes; como sucedió con lo que algunos autores han llamado la feminización del catolicismo{²⁴}, es decir, la ampliación del universo de participación de la mujer en la acción social, en nombre de la difusión de las virtudes teologales y, particularmente, de la caridad. El asociacionismo femenino fue una forma de pedagogía cristiana, pero también cívica, que les permitió a las fieles el aprendizaje de la cosa pública, aunque ellas no ganaran todavía el acceso a la condición de ciudadanas. Fue por la vía del activismo religioso católico, en la organización de obras de beneficencia, que la Iglesia les dio a las mujeres la ocasión de participar en la vida pública{²⁵}. Por supuesto, la emancipación femenina no figuraba en la agenda de la Iglesia católica, pero las circunstancias favorecieron la presencia pública de las mujeres como cuadros permanentes en la propagación de la fe cristiana.

    La fuerte presencia femenina católica durante el siglo xix puede explicarse por los rasgos fundamentales del catolicismo ultramontano{18}. En 1800, por ejemplo, nacen las primeras congregaciones femeninas centradas en el culto al Sagrado Corazón; además, el siglo xix conoció una renovación de la devoción mariana: las apariciones de la virgen María de 1846, 1858 y 1871; la creación, hacia 1836, de la asociación del Sagrado Corazón de María y, finalmente, la proclamación, por pío ix, en 1854, del dogma de la Inmaculada Concepción{19}. En definitiva, la época fue muy sensible a una verdadera sacralización de la mujer, que podía manifestarse en el lugar que ella ocupó en el conjunto de actividades públicas de la Iglesia católica. La consolidación de una red asociativa de caridad implicó, en el caso colombiano, la redefinición general del laicado, puesto que se trataba, sobre todo, de construir un orden católico nacional, opuesto a aquel surgido de la iniciativa liberal. El conflicto, a veces virulento, entre la Iglesia católica y el Estado se expresó en el exilio o en el encarcelamiento de miembros de la alta jerarquía eclesiástica. Pero, en todo caso, el laicado conservador fue mucho más que un satélite de la institución eclesiástica. Se trató, más bien, de un conjunto de mujeres y hombres que aseguraron la dirección laica de gran parte del proceso de expansión de nuevas congregaciones.

    En definitiva, la Iglesia católica colombiana supo adaptarse al espacio hostil preparado por el reformismo liberal e incluso logró imponerse en el desafío hegemónico que se le había planteado. Sus innovaciones asociativas fueron mucho más eficaces que las del liberalismo y aseguraron la implantación de un orden nacional católico.

    EL LIBERALISMO

    El liberalismo colombiano parece condensar las tentativas secularizadoras que surgieron en el proceso de consolidación del sistema republicano, desde el decenio de 1820, bajo el liderazgo de FRANCISCO DE PAULA SANTANDER. Desde entonces se comenzó a debatir la cuestión de si la Iglesia debía someterse a una suerte de regalismo republicano -que era, en buena medida, la prolongación del antiguo patronato ibérico- o si debía tornar definitivamente hacia Roma{20}. El vicepresidente SANTANDER deseaba ver que la Iglesia católica se adaptara al proceso de construcción del mundo republicano y promovía la formación de un clero liberal. El establecimiento del Patronato{21}, en 1824, significó la adaptación al mundo republicano de una institución proveniente del pasado colonial y según la cual la religión católica debía ser protegida por el Estado. Según la ley del Patronato, la elección y la misión de un miembro de la jerarquía eclesiástica estaban sometidas a las decisiones del Congreso y de las Cámaras provinciales. Aunque la permanencia de esta tradición regalista era contradictoria, le permitía al personal civil tener el control sobre la Iglesia católica y orientarla en favor del proceso de construcción republicana. Además, durante este período se destacó una participación muy activa de los curas patriotas e ilustrados en la difusión de la modernidad política.

    Hubo otras señales de legislación liberal en que las autoridades civiles se impusieron sobre la antigua preeminencia de la Iglesia católica. La abolición, en 1821, del tribunal de la inquisición, una institución profundamente atada al pasado colonial español, significó en consecuencia el fin de la censura religiosa sobre los impresos. Esta ley limitó igualmente la instalación y el funcionamiento de las comunidades religiosas. En cambio, otras reformas en favor de la secularización fracasaron, como sucedió con la tentativa de excluir los sacerdotes católicos de la participación en puestos de representación y la reducción del calendario de fiestas religiosas{³⁰}. El decreto del 3 de septiembre de 1821 inaugura, a nuestro modo de ver, una etapa de intervención autorizada de lo civil en asuntos que habían sido de potestad exclusivamente eclesiástica como era, por ejemplo, la vigilancia en la publicación y circulación de libros{³¹}.

    Esa década también fue fecunda en lo concerniente a la modificación de las jerarquías administrativas coloniales. La ley del 25 de junio de 1824 suprimió la antigua división entre ciudades y distritos, fundada sobre privilegios otorgados durante el dominio hispano o por discriminaciones étnicas. Esa ley reconocía, desde el punto de vista jurídico, algunos distritos recientemente establecidos y cuyo surgimiento era el resultado, en buena medida, de conflictos entre propietarios de haciendas y poblaciones pobres que comenzaban a emanciparse de antiguas formas de sujeción económica. La nueva ley aprobaba una igualdad jurídica y administrativa, aunque fuese más bien teórica, entre habitantes de antiguas y poderosas municipalidades y aquellos de las poblaciones nuevas{22}.

    Durante este período, la organización de un sistema nacional de educación buscó la generalización de la lectura, con el fin de garantizar a los nuevos ciudadanos el conocimiento de sus derechos y deberes. Entre 1821 y 1826 existió una dirección nacional de la Instrucción Pública cuyo principal objetivo era instalar una escuela primaria en cada distrito y adaptar las escuelas mutuales para el aprendizaje de la lectura siguiendo el método del cuáquero británico

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1