Filosofía de la Historia
Por Immanuel Kant
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En "Filosofía de la Historia" se presentan las claves para comprender la concepción de una historia en sentido cosmopolita, cuyas fuerzas naturales conducen, de un modo necesario, al progreso sin más no sólo de los individuos involucrados en ella, sino fundamentalmente del género humano en su conjunto. Hegel, con la entronización del espíritu absoluto, y Marx, con el peso de las fuerzas productivas, habrán de ser dos de sus discípulos más agudos.
Immanuel Kant
Immanuel Kant wird 1724 in Königsberg geboren. Mit 16 Jahren beginnt er das Studium der Theologie, Philosophie und Naturwissenschaften an der Königsberger Universität. Jedoch erst im Alter von 46 Jahren erhält er eine ordentliche Professur für Logik und Metaphysik in Königsberg. Als wirkungsmächtigster deutscher Philosoph neben Hegel erlangt Kant schon zu Lebzeiten einen legendären Ruf. Er verbringt sein Leben alleinstehend und einem strengen selbstauferlegten Tagesablauf folgend, der Anlaß zu zahlreichen überlieferten Anekdoten bietet. Kant stirbt in hohem Alter von 80 Jahren 1804 in Königsberg.
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Filosofía de la Historia - Immanuel Kant
FILOSOFÍA DE LA HISTORIA
Immanuel Kant
Se ve que la filosofía puede
también tener su quiliasmo.
KANT.
¿QUE ES LA ILUSTRACIÓN?
1784
La ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad. La incapacidad significa la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otro. Esta incapacidad es culpable porque su causa no reside en la falta de inteligencia sino de decisión y valor para servirse por sí mismo de ella sin la tutela de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propia razón!: he aquí el lema de la ilustración.
La pereza y la cobardía son causa de que una tan gran parte de los hombres continúe a gusto en su estado de pupilo, a pesar de que hace tiempo la Naturaleza los liberó de ajena Hítela ( naturaliter majorennes); también lo son de que se haga tan fácil para otros erigirse en tutores. ¡Es tan cómodo no estar emancipado! Tengo a mi disposición un libro que me presta su inteligencia, un cura de almas que me ofrece su conciencia, un médico que me prescribe las dietas, etc., etc., así que no necesito molestarme. Si puedo pagar no me hace falta pensar: ya habrá otros que tomen a su cargo, en mi nombre, tan fastidiosa tarea. Los tutores, que tan bondadosamente se han arrogado este oficio, cuidan muy bien que la gran mayoría de los hombres (y no digamos que todo el sexo bello) considere el paso de la emancipación, además de muy difícil, en extremo peligroso. Después de entontecer sus animales domésticos y procurar cuidadosamente que no se salgan del camino trillado donde los metieron, les muestran los peligros que les amenazarían caso de aventurarse a salir de él. Pero estos peligros no son tan graves pues, con unas cuantas caídas, aprenderían a caminar solitos; ahora que, lecciones de esa naturaleza, espantan y le curan a cualquiera las ganas de nuevos ensayos.
Es, pues, difícil para cada hombre en particular lograr salir de esa incapacidad, convertida casi en segunda naturaleza. Le ha cobrado afición y se siente realmente incapaz de servirse de su propia razón, porque nunca se le permitió intentar la aventura. Principios y fórmulas, instrumentos mecánicos de un uso, o más bien abuso, racional de sus dotes naturales, hacen veces de ligaduras que le sujetan a ese estado. Quien se desprendiera de ellas apenas si se atrevería a dar un salto inseguro para salvar una pequeña zanja, pues no está acostumbrado a los movimientos desembarazados. Por esta razón, pocos son los que, con propio esfuerzo de su espíritu, han logrado superar esa incapacidad y proseguir, sin embargo, con paso firme.
Pero ya es más fácil que el público se ilustre por sí mismo y hasta, si se le deja en libertad, casi inevitable. Porque siempre se encontrarán algunos que piensen por propia cuenta, hasta entre los establecidos tutores del gran montón, quienes, después de haber arrojado de sí el yugo de la tutela, difundirán el espíritu de una estimación racional del propio valer de cada hombre y de su vocación a pensar por sí mismo. Pero aquí ocurre algo particular: el público, que aquellos personajes uncieron con este yugo, les unce a ellos mismos cuando son incitados al efecto por algunos de los tutores incapaces por completo de toda ilustración; que así resulta de perjudicial inculcar prejuicios, porque acaban vengándose en aquellos que fueron sus sembradores o sus cultivadores. Por esta sola razón el público sólo poco a poco llega a ilustrarse. Mediante una revolución acaso se logre derrocar el despotismo personal y acabar con la opresión económica o política, pero nunca se consigue la verdadera reforma de la manera de pensar; sino que, nuevos prejuicios, en lugar de los antiguos, servirán de riendas para conducir al gran tropel.
Para esta ilustración no se requiere más que una cosa, libertad; y la más inocente entre todas las que llevan ese nombre, a saber: libertad de hacer uso 'público de su razón íntegramente. Mas oigo exclamar por todas partes: ¡Nada de razones! El oficial dice: ¡no razones, y haz la instrucción! El funcionario de Hacienda: ¡nada de razonamientos!, ¡a pagar! El reverendo: ¡no razones y cree! (sólo un señor en el mundo dice: razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis pero ¡obedeced!) Aquí nos encontramos por doquier con una limitación de la libertad. Pero ¿qué limitación es obstáculo a la ilustración? ¿Y cuál, por el contrario, estímulo? Contesto: el uso público de su razón le debe estar permitido a todo el mundo y esto es lo único que puede traer ilustración a los hombres; su uso privado se podrá limitar a menudo ceñidamente, sin que por ello se retrase en gran medida la marcha de la ilustración. Entiendo por uso público aquel que, en calidad de maestro, se puede hacer de la propia razón ante el gran público del mundo de lectores. Por uso privado entiendo el que ese mismo personaje puede hacer en su calidad de funcionario. Ahora bien; existen muchas empresas de interés público en las que es necesario cierto automatismo, por cuya virtud algunos miembros de la comunidad tienen que comportarse pasivamente para, mediante una unanimidad artificial, poder ser dirigidos por el Gobierno hacia los fines públicos o, por lo menos, impedidos en su perturbación. En este caso no cabe razonar, sino que hay que obedecer. Pero en la medida en que esta parte de la máquina se considera como miembro de un ser común total y hasta de la sociedad cosmopolita de los hombres, por lo tanto, en calidad de maestro que se dirige a un público por escrito haciendo uso de su razón, puede razonar sin que por ello padezcan los negocios en los que le corresponde, en parte, la consideración de miembro pasivo. Por eso, sería muy perturbador que un oficial que recibe una orden de sus superiores se pusiera a argumentar en el cuartel sobre la pertinencia o utilidad de la orden: tiene que obedecer. Pero no se le puede prohibir con justicia que, en calidad de entendido, haga observaciones sobre las fallas que descubre en el servicio militar y las exponga al juicio de sus lectores. El ciudadano no se puede negar a contribuir con los impuestos que le corresponden} y hasta una crítica indiscreta de esos impuestos, cuando tiene que pagarlos, puede ser castigada por escandalosa (pues podría provocar la resistencia general). Pero ese mismo sujeto actúa sin perjuicio de su deber de ciudadano si, en calidad de experto, expresa públicamente su pensamiento sobre la inadecuación o injusticia de las gabelas. Del mismo modo, el clérigo está obligado a enseñar la doctrina y a predicar con arreglo al credo de la Iglesia a que sirve, pues fue aceptado con esa condición. Pero como doctor tiene la plena libertad y hasta el deber de comunicar al público sus ideas bien probadas e intencionadas acerca de las deficiencias que encuentra en aquel credo, así como el de dar a conocer sus propuestas de reforma de la religión y de la Iglesia. Nada hay en esto que pueda pesar sobre su conciencia. Porque lo que enseña en función de su cargo, en calidad de ministro de la Iglesia, lo presenta como algo a cuyo respecto no goza de libertad para exponer lo que bien le parezca, pues ha sido colocado para enseñar según las prescripciones y en el nombre de otro. Dirá: nuestra Iglesia enseña esto o lo otro; éstos son los argumentos de que se sirve. Deduce, en la ocasión, todas las ventajas prácticas para su feligresía de principios que, si bien él no suscribiría con entera convicción, puede obligarse a predicar porque no es imposible del todo que contengan oculta la verdad o que, en el peor de los casos, nada impliquen que contradiga a la religión interior. Pues