La lluvia en la Mazmorra
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La lluvia en la Mazmorra - Juan Ramón Biedma
PRÓLOGO
Luis Alberto de Cuenca
Profesor de Investigación del CSIC
Decía André Breton, en su hermosísima pieza poética L’Union libre, que los ojos de la amada —cuyo cuerpo recorre meticulosamente a lo largo del poema— son «agua para beber en prisión». Hay que reconocer que un vaso bien colmado de agua helada y cristalina en una cárcel tórrida situada en la frontera de México con Texas y en la segunda mitad del siglo xix (por añadir una precisión cronológica que ayude a imaginar la escena). es un verdadero acontecimiento para el cautivo, acostumbrado al turbio brebaje que su carcelero le presenta a diario en una jarra de loza basta y desportillada. Pues bien, la última novela de mi amigo Juan Ramón Biedma (Sevilla, 1962)., que empieza donde terminan estas líneas, ha causado en mi ánimo lector las mismas gratas impresiones que aquel vaso de agua —o de ojos de novia añorada— que el prisionero recibió en aquella cárcel imaginaria. Narrativa de ley, ubicada en las lindes de la mejor tradición clásica, La lluvia en la Mazmorra redime penas, lava el mundo, asegura fertilidad en el desarrollo de la prosa española contemporánea. Más allá de las virtudes que acompañan a su escritura, la novela de Biedma tiene un protagonista de excepción, tanto para el propio escritor, que lo ha admirado siempre, como para este lector que les habla, que lo ha amado desde su remota niñez, cuando los dinosaurios ramoneaban en los bosques de helechos gigantes y las calabazas hablaban.
En efecto, Enrique Jardiel Poncela ha sido siempre un modelo literario y vital para Juan Ramón y para mí. Por eso lo ha insertado en La lluvia en la mazmorra. Por eso estoy escribiendo yo estos párrafos. Él confiesa sentir por Enrique una debilidad rayana en el cariño y en la devoción más entusiastas. Yo crecí con Enrique en el perenne recuerdo de su primera novia, Amparo Robles, que ejerció de segunda madre para mí desde que cumplí mis primeros dos años de vida hasta los veintitantos, cuando se jubiló y dejó de trabajar en casa de mis padres como señorita de compañía. A Amparo se le iluminaba la cara cuando hablaba de Enrique Jardiel Poncela. Este le había consagrado, cuando ella se puso de largo, un delicioso juguete cómico cuyo manuscrito obra en mi poder y que lleva por título El vestido largo. Monólogo corto. Allá por 1984, cuando Amparo aún vivía, hice imprimir por primera vez ese monólogo, en el que Rosario (una máscara de Amparo). dice cosas divertidísimas y al frente del cual consta la siguiente dedicatoria: «Para ti, Amparo, en recuerdo del día en que te pusiste de largo. 26 de marzo de 1920. Tu Enrique».
Jardiel Poncela murió cuando yo era un bebé, de modo que no pude conocerlo personalmente. A través de Amparo, sin embargo, llegué a tener un conocimiento de él mayor que el que me hubiese procurado un trato banal o superficial con él, de esos que los discípulos mantienen con los maestros en cualquier parcela del arte. Con La lluvia en la mazmorra, de Juan Ramón Biedma, la sensación de cercanía con el personaje se ha acentuado, nos hemos hecho todavía más íntimos. Eso es algo que tengo que agradecer al novelista sevillano, con quien comparto a uno de los más chispeantes humoristas de la literatura española de todos los tiempos, que pasea su genio y su figura por las páginas de esta formidable novela.
Madrid, 3 de abril de 2013
El buen teatro, para mí, está compuesto por los pensamientos, las palabras y los gestos que les son arrancados a los seres humanos en su camino hacia, o en su huida de ella, la desesperación.
KENNETH TYNAN, El teatro y la vida
PRÓLOGO I
(Viernes, 24 de enero de 1930)
Un vuelco y un revuelco.
El corazón se le hunde en el pecho.
El aplauso es un aguacero que cesa y no cesa.
Ana Ermitaño detiene su avance al borde del proscenio y se echa a la cara, a los pulmones, los vítores del público que desde la platea al quinto piso colma hasta el último asiento del Teatro Español de Madrid. Ni don Alfonso XIII falta al estreno de La zapatera prodigiosa, la última de García Lorca, aunque según muchos, su majestad falta bastante menos de la cuenta a las funciones que gobierna la Ermitaño.
Los espectadores más próximos atribuyen a la emoción por el cálido recibimiento el traspié previo a un temblor ligero en las piernas que ya no abandonará a la actriz mientras alarga los brazos buscando con discreción algún asidero donde apuntalar su falta de equilibrio, como si ya hubiera empezado a hundirse en la tierra, y parpadea muy deprisa para descartar la visión de la mujer sin labios en la primera fila, la falta de ojos en el hombre que se sienta a su lado, la ausencia de orejas en el siguiente, como si la realidad que la ha acogido hasta ahora hubiera comenzado ya su proceso de desintegración.
La salva no solo no se agota sino que parece remontar.
La mujer mira hacia atrás para empaparse del ambiente de la obra, de la suave luz anaranjada que invade la escena desde el falso ventanal, llenando de alegría la habitación de trabajo del zapatero tal y como especificó el autor; tendría que haber entrado gritando en el escenario, pero necesitaba unos segundos para respirar aquella última ovación y seguro que su querido Federico le perdona la licencia; si no es así, ella ya no estará allí para enterarse.
Al final, los espectadores deciden cederle el turno y van dejando desganadamente de aplaudir.
Antes de empezar su parlamento ya sabe que le fallarán las fuerzas, que no podrá llegar ni siquiera a la conclusión del primer acto y mucho menos entregar al rey, después de la obra, la pitillera que lleva oculta entre sus ropas.
Ana Ermitaño.— Cállate, larga de lengua, penacho de catalineta, que si yo lo he hecho... si yo lo he hecho, ha sido por mi propio gusto... Si no te metes dentro de tu casa te hubiera arrastrado, viborilla empolvada; y esto lo digo para que me oigan todas las que están detrás de las ventanas. Que más vale estar casada con un viejo, que con un tuerto, como tú estás. Y no quiero más conversación, ni contigo ni con nadie, ni con nadie, ni con nadie...
No puede continuar.
Siente como la sangre le empapa el vendaje que se ha improvisado antes de salir, seguramente los compañeros que la observan más allá del foro ya se habrán percatado de la mancha en su vestido.
Ana Ermitaño.— ... ni con nadie, ni con nadie...
Ha sido una décima, pero se ha quedado dormida en pie, sostenida por toda una vida engarzada con la utilería de los escenarios. Palpitaciones, sofoco, vueltas y vueltas. Tiene que aprovechar aquellos últimos minutos para acercarse al monarca, tiene que cumplir aquel último compromiso.
Se dirige a la escalerilla para cruzar el foso, se sumerge en el silencio del patio de butacas. No puede creerse que las cientos de personas que atestan el teatro no murmuren ni una sola palabra, ni un gesto de asombro, mientras la protagonista de la obra rompe su monólogo y abandona la escena, pero estamos hablando de Ana Ermitaño, no hay actriz más traída y llevada, sus admiradores están dispuestos a recibir de ella lo que jamás consentirían en ningún otro.
Por eso nadie levanta la voz, aunque algunos del fondo se incorporan para no perderse un detalle, mientras Ana sigue bordeando la platea camino del palco bajo desde el que la observa su alteza, más boquiabierto que nunca.
Cuando llega a la altura del hombre con el que tanto ha compartido en los últimos meses se detiene, mirándolo de frente mientras el mundo se le despinta.
Todos pueden ver que las piernas ya no van a sostenerla mucho tiempo. El director y el médico del teatro, con un trotecillo indigno, atraviesan el escenario en su dirección. Un suave pero creciente clamor ya ha prendido en el público.
La mujer se lleva las manos a la espalda, pero no es la cuchillada que le va costar la vida lo que busca; de entregarle al jefe del estado la pitillera que oculta en la cintura depende la salvación del alma de su hijo, que no es lo que más, sino todo lo que le importa en estos instantes de despedida.
El Borbón, jugando a temeroso, retrocede en el asiento y se oculta el bigote con la mano para que solo los más próximos puedan percibir su conocida voz monjil.
Alfonso XIII.— Si tengo que escoger entre una mujer inoportuna y otra con aliento a ajo... elijo una partida de billar con los amigos. Vámonos de aquí.
Ana Ermitaño cae.
Un muro de guardaespaldas se materializa alrededor del rey y enseguida el palco queda desierto.
La mujer no se mueve y los espectadores más próximos no se atreven a tocarla.
Enseguida está allí el médico, que la palpa, la gira, la coge en brazos y pide ayuda a los más cercanos para trasladarla al camerino, empapándose en su sangre, notando el objeto rectangular que lleva en la faltriquera y que solo cuando se encuentre a solas con ella podrá comprobar que se trata de una petaca con el escudo borbónico en su interior.
La mayoría de los asistentes permanece en sus butacas.
Todavía queda en todos un resto de esperanza de que la muerte de Ana Ermitaño no sea más que un artificio de la representación.
PRÓLOGO II
(Sábado, 25 de enero de 1930)
Desde hace un buen rato, una niña que le recuerda a sí misma pero con una persistencia que ella nunca tuvo, otra alegría y veintitantos años menos corretea unos metros por delante pateando una pelota de trapo.
Antolina Vilches Veltrán se adapta al paso de la cría, tiene y no tiene prisa, quiere seguir y también darse la vuelta, aunque prevalece el deseo de terminar con aquel estúpido asunto de una vez.
A la vuelta de la esquina, ni que la estuviera esperando, un hombre con traje a cuadros pisa la pelota y su dueña apenas logra detenerse a unos centímetros del barrigón cuadriculado. Antolina también se detiene, simulando contemplar el escaparate de una quincallería donde un cartel sigue dando la bienvenida a 1930, aunque el año tiene ya más de tres semanas de antigüedad. El sujeto mira fijo y áspero a la chiquilla, se lo piensa, adelanta pelvis y panza hasta casi tocarle la nariz y le devuelve la pelota de un toque suave.
La niña sigue con su correría, el hombre a su saga y Antolina, que lleva doce años dando clases a niños especiales y algún instinto de protección habrá desarrollado, detrás de los dos.
Además, van en su misma dirección.
Se dice que no debe darles más vueltas, que bastante misterio tiene con el que la lleva a una tienda desconocida convocada para una comprobación absurda por alguien de quien no había oído hablar en su vida.
Otra revuelta que hacen la cría y el individuo sigue poniéndolos en camino a la calle Postas, como si ellos también, al igual que la maestra, se dirigieran a la tienda de juguetes del número 14B; la maestra había recibido la carta dos días antes, una nota muy breve pero en un tono casi encogido de tan educado, donde el propietario del establecimiento le explicaba por encima que, haciendo inventario, encontró algo a su nombre cuya procedencia le resultaba tan inexplicable que se había decidido a escribirle para que lo examinara por ella misma. No dice qué. No dice más. Al principio le pareció un mensaje de propaganda, pero no era ese el estilo, y como no tenía mejor que hacer, nunca tenía nada que hacer excepto sus clases, decidió aprovechar el sábado por la tarde para acercarse.
El tipo del traje a cuadros le daba mala espina; la niña había atravesado la carretera y él seguía detrás, a su paso pero derechito, sin perderla de vista. A lo lejos distingue a un barquillero, con su cesta y su ruleta, y piensa en adelantarse, invitar a un dulce a la chiquilla y entretenerla hasta que el individuo se pierda de vista.
Iba siendo raro cruzarse con un vendedor de barquillos; Primo de Rivera, que hasta hacía pocos años era considerado por tantos como el gran salvador de la patria, estaba llevando al país a la miseria y cada vez había más desempleados, gente que no podía costearse ni los más pequeños lujos. Antolina se acuerda de otro barquillero, muchos años atrás, ante el que se paró con su padre un domingo que paseaban solos los dos. Cuando ella tenía ya en la mano la galletilla con sabor a canela, al vendedor se le metió entre ceja y ceja engatusar a su padre para que se jugara el importe del dulce en la noria, como ya había convencido al resto de los compradores; la costumbre era esa: todos metían en aquellas norias cilíndricas que los vendedores acarreaban por la ciudad con una correa al hombro y el perdedor pagaba la consumición de los demás. Se ve que su padre quería lucirse delante de ella o que el barquillero se dio muy buena maña con su palique, el caso es que aceptó. Pagó los barquillos de todos con una sonrisa, se levantó el sombrero para saludarlos, la tomó por los hombros y tuvieron que volverse a casa porque había perdido las pocas perras de las que disponía para convidarla a comer en un merendero.
Describiendo un ángulo recto, la niña de la pelota de trapo cambia de opinión y de acera, perdiéndose detrás de otra esquina, hasta el punto de que el hombre del traje a cuadros debe forzar una carrerilla para no perderla de vista.
Para seguirlos, Antolina también se tira a la carretera.
Por poco, por muy poco, no pasa de allí.
El manchón negro de una camioneta Ford modelo T, SALAZONES ADRIÁTICO, Repartos, le pasa tan cerca que le parece notar hasta el sabor de la pintura acharolada. El conductor no frena ni grita por la ventanilla, sigue su camino a la misma velocidad que si no la hubiera visto o que si el incidente no tuviera ninguna importancia, vida más o menos.
Entre que se repone, termina de cruzar y llega a la esquina, la niña de la pelota y su perseguidor se han perdido de vista. Casi se detiene, pero no. Seguro que la niña está a salvo. Sus malos presagios se fundamentan solo en las noveluchas francesas de las que se atiborra.
La calle Postas está allí, y la tienda de juguetes, a un paso. Debe concentrarse en lo que le dirá al dueño cuando llegue, un tal Román Nosequé, o mejor aún, sacar del bolso la carta recibida y dejar que sea él quién se explique, que para eso ha sido quien la ha requerido.
Al pasar por la siguiente bocacalle, se encuentra con una pelota de trapo abandonada.
Es un callejón renegrido rancio roto rezumante retorcido.
No se escucha nada, no se ve a nadie, nadie pasa.
No quiere ni pensar en la posibilidad de adentrarse en él.
No se permite suponer que el hombre del traje a cuadros haya atraído a la niña a las profundidades de la callejuela para hacerle algo todavía más inimaginable.
Hasta este momento no se percata de las palpitaciones que la acompañan desde que la camioneta estuvo a punto de llevársela por delante, de la sensación de frío provocada por el sudor que se le ha solidificado en la espalda, sol falso de sábado por la tarde.
Continúa su camino.
Enseguida está en el número que busca de la calle Postas.
JUGUETES LORANCA.
Venta al detalle.
Coleccionistas, reparaciones.
Abre, entra, cierra.
Nadie detrás del mostrador, ningún cliente. La semioscuridad pardusca del interior y las esquilmadas estanterías le producen la sensación de que ha entrado en los últimos momentos de la tienda, muy poco tiempo antes de ser vendida o abandonada.
Trenes de madera, un barco, algunas motos, un enorme ganso de hojalata. Un diábolo de madera, hierro y goma. En una mesa, tiras de cromos agrupados por temas. Las estrellas del local son una casa de muñecas y una estación de trenes, ambas edificaciones apoyadas en el suelo, contra paredes opuestas. Un puñado de soldados de plomo refleja la rebelión contra el gabacho del 2 de mayo, pero hay mucho claro tanto entre los soldados franceses como en los insurgentes españoles, como si la máquina del tiempo acabara de estropearse y los estuviera devolviendo por grupos a su época de procedencia.
Poco a poco, Antolina se va dejando llevar por el encantamiento viejo y polvoriento del local, y no se conforma con mirar de lejos las figurillas; cuando empieza a revolver los cromos con dibujos en ambas caras fabricados por la barcelonesa Ediciones Barsal, escucha un sonido a su espalda.
Desde detrás del mostrador, comienza a ascender —en un primer vistazo cree que a crecer— la figura de un muchacho que sube por una trampilla que debe conectar el establecimiento con su sótano.
Román.— Perdone, estaba en el taller. Muy buenas.
Antolina.— Buenas. —Rebusca en el bolso y extrae la carta—. ¿Román... Loranca?
Román.
— Sí, yo soy. —Veintidós o veintitrés años, alto y buen mozo, muy formal con su traje caqui de espiguilla y la corbata a juego, un poco serio para su edad.
Antolina.
— He recibido esto. —Le tiende la carta.
Román.
— Doña Antolina Vilches Veltrán —afirma, no pregunta, sin necesidad de tomar la carta de manos de la mujer.
Antolina.
— Sí.
Román.
— He sido yo quien le ha escrito.
Antolina.
— Bien.
Román.
— (Asiente un par de veces en silencio, comienza un dibujo con el dedo en el barniz del mostrador). Sí...
Antolina.
— Pues usted dirá —más divertida que impaciente ante la indecisión del joven.
Román.
— Sí... Verá —borra con la palma el dibujo invisible de la madera—, esta tienda siempre la ha llevado mi padre; fíjese, trabajó aquí como aprendiz y se la legó su antiguo dueño, hace más de cuarenta años. Él vendía los juguetes, trataba con coleccionistas de todo el mundo, los reparaba, todo. De hecho, desde que me hice mayor, yo apenas aparecía por aquí y menos cuando aprobé las oposiciones a secretario de ayuntamiento el año pasado y tuve que mudarme a Aranjuez.
Antolina.
— ¡A Aranjuez! —ironiza, extrañada pero no molesta ante el largo preámbulo; no se siente mal allí—. Felicidades.
Román.
— (Un poco azorado). Pero hace tres semanas mi padre nos dejó. Fue una cosa repentina. —Breve pausa para volver a borrar otro dibujo invisible del mostrador—. Soy hijo único, así que he tenido que solicitar una excedencia para catalogar todo esto y traspasar el local; un trabajo de locos, ya que mi padre, como tantos artistas, era un poco mudadizo para el archivo o la contabilidad y estoy teniendo casi que adivinar cuáles eran sus contactos, proveedores... —La mira de frente por primera vez—. Pero perdóneme, usted dirá que qué le importa a usted todo lo que le estoy contando.
Antolina.
— Pues la verdad es que no termino de explicarme su carta de usted.
Román.— Muy pronto lo entenderá, pero tendrá que hacerme el favor de acompañarme al sótano.
Antolina.— ¿Y no puede contármelo aquí?
Román.— Es que debo enseñarle algo. No tardaremos. —Se desplaza a un extremo del mostrador y levanta la tapa para que pase al interior.
No hay nadie más que ellos en la tienda y ninguna persona sabe que está allí; no le hace ninguna gracia descender a aquella catacumba penumbrosa para resolver un misterio que no sabe adónde puede llevarla, pero el muchacho parece de confianza, muy empeñado en que lo siga, y no se decide a negarse.
Román.— Tenga cuidado con los escalones.
Una inclinadísima escalerilla de material los deja en una sala de techo bajo a cuyos confines no llega la iluminación de tres quinqués de petróleo repartidos por otras tantas mesas a rebosar de pequeños miembros humanos mezclados con ruedas dentadas, tornillos y toda clase de piezas inidentificables; una morgue para enanos en un taller de mecánica.
El dueño se acerca a una cuarta mesa hasta ahora a oscuras y enciende otra lámpara que, aunque más potente que las anteriores, no logra licuar las sombras del resto de la cripta. Lo que muestra es más bien un banco de trabajo, limpio y perfectamente ordenado, con un tornillo a rosca para sostener las piezas y una enorme lupa sujetos a los bordes, un estuche de herramientas de precisión y un extraño muñeco de medio metro de altura sentado en un pequeño pupitre al que le falta una pierna, mirando expectante hacia arriba mientras sostiene un lapicero sobre una hoja amarillenta de papel.
Román.— Cuando senté plaza, intenté convencerlo para que instalase la luz eléctrica, le dije que yo correría con los gastos, pero no hubo manera. Se dejaba los ojos aquí. Este era su laboratorio, se pasaba las horas muertas reparando y rehabilitando los juguetes. En su sector, tenía fama de ser uno de los mejores artesanos de Europa —pensativo—, aunque no ganaba lo suficiente para pagarse la electricidad.
Antolina asiente pero está embelesada con el muñeco de cerámica ataviado a las maneras del siglo anterior que parece mirarla fijamente con sus ojillos de cristal.
Román.— Es Bob Cratchit, llamado así por el escribiente de Mr. Scrooge en Canción de Navidad —explica—. ¿Sabe usted algo de autómatas?
Antolina.— ¿Autómatas?
Román.— Muñecos de cuerda, algunos de ellos dotados de un complejísimo mecanismo que los hace capaces de realizar pequeñas proezas, casi humanas, como pintar un cuadro o ejecutar una pieza musical.
Antolina.— Es un poco... Da un poco de miedo.
Román.— Al señor Cratchit lo encontré hace unos días en un armario donde mi padre guardaba bajo llave sus juguetes más delicados. Y es raro, porque faltándole una pierna, lo normal es que lo tuviera aquí fuera para trabajar en él. Yo no lo había visto nunca ni mi padre me lo había mencionado.
Antolina.— Y supongo que escribe —señalando el lápiz y el papel.
Román.— Será mejor que lo vea usted misma.
El chico introduce los dedos bajo la levita del muñeco para ponerlo en marcha. Después retrocede un par de pasos internándose en la sombra, como para dejar claro que se encuentra al margen de lo que va a ocurrir.
Un poco titubeante al principio, Bob Cratchit comienza a escribir con una letra picuda y regular que va adquiriendo soltura y velocidad a medida que avanza el manuscrito. Antolina lo contempla absorta, sonriendo maravillada ante la hazaña; enseguida se desplaza para poder leer el texto. Basta con que comience a hacerlo para que pierda la sonrisa.
Antolina Vilches Veltrán, tu futuro ha terminado. Requiem aeternam dona ei Domine. Et lux perpetua luceat ei. Requiescat in pace.
En cuanto el muñeco concluye, la mujer busca la mirada del dueño del local demandando una explicación, pero Román se encoge de hombros.
El recuerdo de la niña que correteaba detrás de la pelota de trapo, lo mucho que se parecía a ella misma unos años atrás, el callejón sin luz donde no entró a buscarla, a buscarse, le impiden pensar con claridad en lo que acaba de suceder.
Se dirige a la escalera, abandona el sótano, la tienda, sin decir una palabra.
PRÓLOGO III
(Sábado, 25 de enero de 1930).
Para disponer el velatorio del conde Alivenza, su viuda, que contaba con una gran experiencia en este tipo de ceremonias ya que era la menor de siete hermanas, cada una de las cuales había pasado por este trance, eligió la enorme biblioteca del caserón porque era la pieza menos transitada de la casa y además disponía de una puerta ventana a los jardines que serviría de desahogo si la afluencia de los dolientes superaba las previsiones.
Estamos hablando nada menos del que fue hasta la víspera ayuda de campo del mismísimo rey de España, hombre de singular ascendiente y enorme crédito en todos los ámbitos de la corte, fallecido de unas calenturas tercianas la madrugada anterior con solo treinta y nueve años de edad.
Hacía apenas unos minutos que la dueña de la casa había protagonizado un pequeño incidente doméstico con la servidumbre al descubrir que el refrigerio dispuesto en unas mesas al fondo de la pieza se había dejado menguar tanto que apenas quedaban unos pocos restos que chasqueaban a todo el que pretendía reabastecer sus platos; de ahí que entre la reprimenda al mayordomo, el consiguiente desfile de criados para reponer las vituallas y la expectación por averiguar cuáles eran estas, raro fue el que reparó en los primeros movimientos del conde de Alivenza.
El muerto se desperezó con tantas ganas que a punto estuvo de costarle la vida.
Paulatinamente, de forma muy educada, sin alharacas de ninguna clase —a medias paralizados por el miedo y por el entusiasmo ante un suceso que mitigaba el sopor de la noche—, los asistentes van reparando en como el extinto deja de serlo mientras se arrinconan discretamente contra las paredes para forzar la distancia de seguridad sin tener que abandonar la sala.
Está claro que el quinto conde de Alivenza ha resucitado de muy mal humor. Nadie entiende a qué se refiere al repetir varias veces lo que parecen unas maldiciones por lo bajo, pero cuando, mirándolos fijamente, les espeta: «la que se os viene encima», la mayoría interpreta la frase como el peor de los presagios.
Su mujer, destacándose entre los allegados, se planta muy decorosa ante él y le pregunta:
Manolita.— Pero, Guillermo, ¿se puede saber a qué viene todo esto?
Guillermo.— Manolita, no me marees, que bastante tengo yo con lo mío.
Con tanto furor contenido se lo dice, que la mujer se retira unos pasos prudenciales comentando que aquel comportamiento, no especifica si la respuesta displicente o el hecho de resucitar, era impropio de él.
Guillermo.— ¡Salazar, hazme el favor de traerme recado de fumar! No aguanto ni un minuto más sin echar un cigarrillo.
Aldecoa, un joven reportero de La Nación que había sido destacado para cubrir el deceso, sale inmediatamente de la casa al escuchar estas palabras, con cara de haber obtenido el titular que perseguía.
Al día siguiente, el diario para el que trabaja publicará en primera página:
EL CONDE DE ALIVENZA VUELVE DEL OTRO MUNDO
El aristócrata afirmó que no estaba dispuesto a pasar ni un momento más en un lugar donde está prohibido el tabaco
El doctor Pedrueza, habitual de la casa, se aproxima al conde para observar, evaluar y diagnosticar en silencio.
Al momento regresa el mayordomo, un tipo larguirucho con calva en forma de punta de supositorio que había intentado suicidarse diecisiete veces arrepintiéndose en el último momento, con picadura, librillo y mechero de yesca para su señor, acariciando la cuchilla de afeitar que lleva siempre en el bolsillo por si le viene un arranque de valor que lo decida por fin a acabar con su vida, aventurando entre dientes ¡Ah... si no fuera yo un irresoluto!
Guillermo.— ¿Cómo dice, Salazar?
Mayordomo.— Que si desea algo más el señor.
Guillermo.— ¿Tienes ahí la llave de la bodega?
Mayordomo.— Aquí mismo —mostrándole el aro que lleva sujeto al cinturón.
Guillermo.— Pues dámela.
Sin cambiar el gesto malhumorado, el conde de Alivenza toma la llave y se dirige a la entrada de la bodega que, por una extravagancia de su padre, se encuentra al fondo de la biblioteca.
Temiendo que se le escape, un joven sacerdote de sotana y gafas de montura gruesa al que nadie conoce se interpone en su camino.
Padre Segundo.— Don Guillermo, dispénseme usted, ya que ha estado de visita en las regiones del Señor, ¿puede decirme si ha recibido algún mensaje o legacía?
Guillermo.— Quítese de mi camino.
El conde aparta al cura de un empellón que lo deja mudo por un momento y sirve para que el doctor Pedrueza rompa su silencio.
Doctor Pedrueza.— ¡Este hombre necesita un antihistérico! —Y a la condesa—: Manolita, ¿tenemos Agua del Carmen en casa?
Manolita.— Salazar, ¿queda Agua del Carmen?
Mayordomo.— Ni una gota, señora.
Doctor Pedrueza.— Pues manda a un propio inmediatamente a la botica de guardia para que traiga una botella. —Mientras habla, se dirige al dueño de la casa, que está trasteando con la cerradura de la puerta de la bodega—. Guillermo, te ruego que esperes un momentito hasta que llegue el Agua del Carmen. Ya verás como vuelves a tus cabales en menos que canta un grillo.
Guillermo.— ¡El Agua del Carmen te la bebes tú entera, a ver si hay suerte y te ahogas! —Con estas últimas palabras entra en la bodega dando un portazo detrás de sí.
Su esposa intenta abrir, pero el conde ha cerrado por dentro.
El joven sacerdote, ya repuesto del empujón, lo sigue hasta la misma puerta y, sentándose en el suelo con la espalda apoyada contra ella, murmura acongojado:
Padre Segundo.— Ojalá que no me tenga aquí toda la noche.
Muy distintas fueron las versiones sobre la actitud del doctor Pedrueza ante las últimas palabras que el conde le dirigió esa noche acerca del Agua del Carmen.
Sobre todo porque, cuando se supo al día siguiente que un desgraciado tropiezo le había hecho caer en un enorme charco que las lluvias habían acumulado junto al mercado de la plazuela del Carmen, a consecuencias del cual murió ahogado, los testigos comenzaron a atar cabos.
PRÓLOGO IV
(Sábado, 25 de enero de 1930).
Marcela taconea ruidosamente el primer tramo de escalones y se detiene al llegar al descansillo. No tiene objeto seguir descendiendo, no sabe adónde ir, debe pensar su siguiente jugada.
A través de la piel del bolso puede notar la pitillera que su padre, el médico del Teatro Español, encontró el día anterior entre las ropas de Ana Ermitaño. Con la actriz muerta y su padre secuestrado, le toca a ella decidir qué es lo que hacer con aquel objeto y su contenido, que constituyen, probablemente, el motivo del rapto y el único indicio para localizarlo.
Había venido, como cada sábado, a la tertulia que Enrique Jardiel Poncela convocaba en su piso de la calle Gonzalo de Córdoba con la esperanza de encontrar en ella a Matías Relojero, uno de los hombres de prensa que más sabía sobre los secretos de la familia real, pero precisamente hoy no llegó a presentarse; estuvo a punto de pedirle ayuda al propio Jardiel, amigo de su padre y hombre de vivísima inteligencia, que daba la impresión de saber desenvolverse en cualquier situación, pero no quiso sincerarse ante el resto de los contertulios y prefirió componer una excusa para marcharse.
El problema era que, una vez fuera, se había quedado sin ideas ni sitio al que ir.
Sigue frotando la petaca como si fuera una lámpara mágica, pero no terminan de concedérsele los tres deseos. Se trata de una pitillera de plata mate sin ningún adorno externo, pero en el interior de la tapa tiene grabado un escusón de azur fileteado de gules y tres flores de lis de oro, símbolo de la rama de los Anjou de la casa de Borbón, la actual dinastía reinante en España.
Escucha un ruido en la cancela y sigue bajando los dos tramos de escaleras, se cruza en el zaguán con un vecino gordo, demasiado ocupado en su lucha contra un paraguas para responder a su buenasnoches, y sale a la calle.
Apenas llueve.
La calle está completamente desierta, no es probable que pase por allí ningún coche de alquiler, pero no le vendrá nada mal pasear un rato para despejarse, buscar un sitio donde comer algo; ni se plantea regresar a su casa. Quizás debería pasarse por el Teatro Español por si hay alguien que la conozca y le permita dormir en cualquier sitio. Sacude la cabeza. Habría que ser pánfila para querer pasar la noche en el mismo lugar donde la Ermitaño fue asesinada.
En el interior de la pitillera habían encontrado una extraña llave cilíndrica y un sobre vacío con diez remitentes dirigido al monarca. Nada más. Se había pasado el día intentando inútilmente descifrar todo aquello y ahora se siente demasiado embotada para pensar con claridad.
Al volver la esquina, distingue a lo lejos al sereno con el aire a Ronald Colman que hace su ronda sin aparentar verla. Un tipo triste, casi misterioso, que le abre en silencio el portal del número cuatro de Gonzalo de Córdoba cuando llega para las tertulias de cada sábado, mirándola siempre un poco más detenidamente de lo correcto. Misterioso. Sonríe. Ella era escritora, su oficio era, o sería, el de levantar misterios donde no había más que la mondada y pelada realidad.
Pero lo de la pitillera no era ningún invento. Cuando al regresar a su casa para almorzar se había encontrado con el piso destrozado y su padre desaparecido, tuvo la sensación de que todo su mundo se le venía abajo. La policía...
Escucha el motor de un automóvil a su espalda, tan cerca, que instintivamente se aproxima a la fachada. Pero el coche encalla en la acera delante de ella.
No pretende atropellarla, solo cortarle el paso.
Todavía no se ha detenido del todo cuando dos hombres con boina salen de la parte de atrás, está claro que van a por ella.
En unas décimas, Marcela deberá decidir si dejarse atrapar por aquella gente, ser arrojada al interior del vehículo y conducida hasta algún agujero ignoto donde la violentarán y mortificarán hasta acabar con su vida; todavía está maldiciendo sus excesos imaginativos cuando se da cuenta de que ha decidido que no, porque se ve saltando sobre el capó del Chrysler —por suerte no lleva hoy una falda muy ajustada—, deslizando el trasero algo menos magro de lo que quisiera por la chapa y cayendo al otro lado del automóvil para correr a todo lo que da de sí.
Los ocupantes del coche resuellan detrás.
Marcela se libra, de dos patadas, de los zapatos y empieza a cobrar algo de ventaja. Su padre siempre la ha animado a practicar toda clase de deportes, tiene veintidós años y la mejor de las motivaciones: unos cuantos tipos dispuestos a despellejarla.
Busca alrededor, pero no hay nadie que pueda prestarle auxilio.
Mira hacia atrás. Son cinco. Al menos dos con pistola. Tres de ellos tocados de boina, pero bien trajeados. Como si hubieran venido del pueblo con sus mejores galas para asistir a la fiesta de su matanza.
Les está ganando algo de terreno en cada zancada, pero ni se le ocurre confiar en que pueda perderlos de vista.
Gira en la primera esquina porque lo que se encuentre allí no puede ser peor que seguir en línea recta.
Marcela.— ¡Sereno! —grita con todas sus fuerzas.
El sereno, tan pinturero que se parece a Ronald Colman, sorprendido por su grito mientras aseguraba una cancela al final de la calle, se vuelve sobresaltado.
Marcela.— ¡Me persiguen! —vuelve a gritar mientras corre en su dirección.
Puede escuchar como sus perseguidores también han vuelto la esquina.
La primera reacción del sereno es empuñar su chuzo y correr en su dirección para ayudarla pero Marcela, ya a pocos metros, niega con los brazos.
Marcela.— ¡Están armados! Vaya abriendo —apretando, desesperada.
Algo maldicen los que lleva a su espalda, pero no les presta atención: tiene