Hombres felices
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Una fotografía o un cuadro, un padre que juega con su hijo y que "irremediablemente" se convierte en otro, las familias, los compañeros, los amantes. Dos amigos, por ejemplo, debaten sobre el orden y el desorden de una cocina y, como en estos cuentos, de una honestidad brutal, todo se convierte en una lúcida visión de lo que es la vida "el mundo", de lo que somos, felices o no, cada uno de nosotros.
Fiel a una voz inigualable, personalísima y capaz de zarandear al lector entre la alegría y la desolación, Felipe R. Navarro ha logrado "con sinceridad, con rigor, pero también con no poca ironía y humor" que los cuentos de estos Hombres felices sean ya no solo el reflejo de una búsqueda y un aprendizaje constantes, sino la confirmación de un escritor apasionado y apasionante como pocos.
"Cuando parecía imposible crear algo nuevo en el cuento, Navarro reinventa un modelo personalísimo de fabulación. La escritura: lúdica y afilada. Y los asuntos, impredecibles, por las realidades que convocan y por las muchas veces hirientes cuestiones humanas que ventilan".
J. Ernesto Ayala-Dip, Babelia
"Son tan arriesgados sus planteamientos, tan atrevidos sus modos constructivos, tan irreverente su careo con las convenciones de la escritura, y tan ocurrente su apuesta por perspectivas inauditas…, que la conclusión no se hace esperar: Navarro es uno de esos casos de radical singularidad creadora".
Pilar Castro, El Cultural
"Un ejemplo contundente de que lo artísticamente decisivo no es lo que se cuenta, sino el modo de contarlo".
Ricardo Senabre, El Mundo
"Una narrativa excitante que no se somete a ninguna convención; arte del siglo xxii".
Javier Calvo, El País
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Hombres felices - Felipe R. Navarro
Felipe R. Navarro
Hombres felices
Felipe R. Navarro, Hombres felices
Primera edición digital: mayo de 2016
ISBN epub: 978-84-8393-528-6
© Felipe R. Navarro, 2016
© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016
Voces / Literatura 224
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¡Ya pasó mucho! Puede pasar más... ¿No? –Y prosiguió–: ¡Puede no pasar nada! Qué más da. ¡Solo importa ser un poquito felices!
Fogwill
Nadie es feliz aquí, pero disimulamos muy bien.
Manuel Vilas
Soy el lugar
A un hombre que no cree en fantasmas la vida se le ha llenado de ídem –los ídem son como los fantasmas, pero prescinden de la parafernalia clásica; sobre todo prescinden de la sábana blanca, supongo que para no ser confundidos con otras cosas, por ejemplo con una huelga sanitaria, en caso de aglomerarse excesivamente, como le ocurre a este hombre–. Así que como decía, a este hombre la vida se le ha llenado de ídem, de fantasmas; usaré indistintamente ambos términos para evitar confusiones –o para alimentarlas–.
¿Cómo distinguir a los fantasmas de los ídem, esto es, cómo conocer de su presencia si en ausencia del tradicional blanco flotante diríase, por los pocos estudios que se disponen sobre ellos, que no existen, o que son al menos invisibles? Este hombre, pragmático, ha estudiado siquiera someramente el asunto antes de intentar alcanzar conclusiones. De pronto sintió que a su alrededor todo era turbio, como a quien el rostro se lo envolviese un fino visillo gobernado por el viento, y lo achacó a la vista, a problemas de visión, y entonces ha acudido al oculista, que aparte de vista cansada –no confundir con mirada cansada– no concluyó nada más. Es cierta turbiedad pero es también cierta viscosidad en los movimientos, como lastrados, como si su vida transcurriese un poco a cámara lenta ahora, como si le tirasen de pies y manos delicada pero persistentemente, y ha visitado al traumatólogo: ningún diagnóstico concluyente –aunque sí le encontraron un menisco algo tocado que le dará problemas en el futuro, si alcanza a llegar al futuro–. Al neurólogo ha acudido después, al neurólogo le ha dado el hombre, antes pragmático y siempre concienzudo, la siguiente explicación –mejora la explicación en cada nueva visita médica– de sus síntomas: es como si viviese rodeado de un suave y casi transparente polímero. El neurólogo ha hecho una anotación, pero no sabemos el contenido de esa anotación.
Pero así es, en definitiva; el hombre sale a la calle, carece de diagnósticos, continúa trabado, como quien viviese en el interior de una medusa, como si de pronto tuviese tres kilos de más. Buscando y buscando para intentar deshacerse de ese peso se encuentra con el concepto de bioma, ese mundo de células ajenas que cargamos con nosotros. Pero eso se integra –¿se integra?– con nosotros, y lo que él siente es otra cosa, como un repentino exceso de peso. ¿Los problemas del mundo, las penas del mundo, las culpas del mundo, han recaído sobre él? Porque ha acudido a la mitología, de ese modo ha acudido a la religión, a formularles preguntas; también sin resultado.
Solo le resta la terapia, debe estar volviéndose loco. Consume pastillas, unas por prescripción, otras por afición. Bebe a veces. Todo resulta traslúcido, aunque cierre los ojos y caiga sobre su sofá casi inconsciente así es, después lo es aún. Visita regularmente a un psicólogo. Y pone nombre a otros de sus problemas, pero al cabo todo sigue, es, similar a la vida de una mosca caída en un bote de cola, ve al psicólogo como en la niebla, paga las sesiones y tiene la sensación de que los billetes que entrega, si los soltase sin ponerlos sobre la mano del terapeuta, flotarían sobre el horizonte gelatinoso en que se ha convertido su vida.
Abandona la terapia. Piensa en huir, lejos. ¿Le seguirá esa sensación, le seguirán los fantasmas adonde vaya? Conduce rápido. Tan rápido como puede y le dejan y no le cogen. Y cuando llega, allí están de nuevo la leve oscuridad, el aire ocupado. Siente miedo entonces, ya siente miedo. No le ayudan ni la ciencia ni la química ni la religión ni nada. El psicólogo, en realidad psicóloga, le ha dicho que en el campo hay caminos y que esos caminos los hizo alguien a base de caminar una y otra vez por ese mismo lugar, hasta que la hierba acabó aplastada, y seca, hasta que las semillas acabaron arrastradas por los pasos y no quedó nada que crecer, un paso y otro paso y otro paso, y hubo un camino. Setenta euros y ha aprendido a hacer un camino en el campo. Se encierra desesperado en el baño y ahí están, atravesando paredes, puertas, atravesando sentimientos; un paisaje mucilaginoso. Y bueno, acaba por creer en los fantasmas, en los ídem más bien por aquello de la ausencia de parafernalia clásica. E incluso un día penetra en la multitud de una huelga sanitaria, por ver si los ídem ante tanta blancura flotando en el aire echasen de menos esa condición tradicional y se quedasen allí, con otros, demorando la vida de otros. Sin éxito –no solo su intento, sino también la protesta–.
Se resigna. Será así. Siempre. Y no será. Un día. Le molesta a veces hasta lo indecible vivir así. Y como es hasta lo indecible, no lo dice. Solo aguantará. Se hace una solemne promesa: llegado el caso, él no será un fantasma, un ídem de esos, no andará molestando a la gente por ahí colgado de sus vidas. Y, recién hecha la promesa solemne, le asalta una duda: ¿quién será el que lleva la gestión de esos asuntos fantasmales? ¿Tendrá, llegado el momento, la posibilidad de elegir?
Orígenes del turismo
... hasta ese fin de uno mismo que suele llamarse cima.
René Char
El valle se abre bajo sus pies, pero a estas alturas –¿desde estas alturas?– casi ya ni mira el paisaje; solo sube, y sube. Empuja. Remonta la ladera. Habrá un momento, no por aguardado menos doloroso, en que la roca escapará otra vez de sus manos, y con un estrépito ronco que crece hasta perderse como rocío sobre las copas de los árboles y cultivos, rueda, de nuevo, hacia el valle. Entonces, algo huérfano de esfuerzo cuando sucede cada vez esto, se yergue, el hombre se yergue, se frota la espalda y los cuádriceps y las manos. Detenido, contempla el terreno, el ensanchamiento del horizonte que se desliza, y finalmente comienza una vez más el descenso; en busca una vez más de la roca.
Pero se está demorando más de lo habitual: la piedra ha rodado, el hombre no desciende. Mira, ahora, hacia arriba: resta poco hasta la cima. Realiza una acción imprevista, casi sin orden mental previa: sigue trepando, sube un poco más. Corona. Y allí se yergue, se frota la espalda y los cuádriceps y las manos. Contempla el terreno al otro lado. Es similar el valle de la vertiente opuesta, los cambios de color, las masas arbóreas, es similar: pero no es el mismo. No es el mismo. Estira el cuello, con los ojos cerrados; esboza una sonrisa con los ojos cerrados. Los abre, se da la vuelta, y por la ladera de siempre se deja caer.
Otras veces desciende calmo, cansado: cansado por adelantado. Pero ahora baja a toda velocidad, leyendo los cambios del terreno, equilibrándose con los brazos abiertos en cada apoyo. Lleva media sonrisa, los latidos disparados, la respiración a todo pulmón, quemazón muscular. Cuando alcanza el lugar donde reposa la roca, el terreno aplastado por el peso, comienza a frenarse. Jadea, se repone: ha sido una buena bajada. Con el resuello recuperado mira a su alrededor; se inclina a veces, recoge cosas –desde aquí, desde este