Técnicas de iluminación
Por Eloy Tizón
2.5/5
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En todos estos relatos hay un reverso de sombra, un vértice de silencio, algo que no se nombra directamente pero que es una invitación al lector para que se sumerja y participe en la construcción del sentido. Para que intervenga en la extraña normalidad de estos diez sueños, y pueda encontrar un poco de claridad o un lapicero contra la desdicha. Páginas que resplandecen con luz propia. Técnicas de iluminación.
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Técnicas de iluminación - Eloy Tizón
Eloy Tizón
Técnicas de iluminación
Eloy Tizón, Técnicas de iluminación
Primera edición digital: mayo de 2016
ISBN epub: 978-84-8393-504-0
© Eloy Tizón, 2013
© De la imagen de cubierta: Cristina Prat Mases, 2013
© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016
Voces / Literatura 193
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No juzgar. Todos los defectos son iguales. No hay más
que un defecto: carecer de la facultad de alimentarse de luz.
Simone Weil, La gravedad y la gracia
Fotosíntesis
(Acompañando a Robert Walser)
Uno camina y camina. Camina a la sombra. Camina al sol. No deja de caminar nunca, despacio o rápido dependiendo de los días. Da vueltas en círculo. Se empapa con la lluvia y se seca con la luz. ¿Por qué caminar tanto? No hay respuesta. No hay tiempo para analizarlo. Se trata de caminar, sin más. Y se camina. Adelante, siempre adelante. Por gusto, por hartazgo, por necesidad. A través de puentes y espesuras y concavidades y encrucijadas y lunes. Se atraviesan bosques, conventos. Se empujan masas de aire con las piernas. Se desplazan bolas de humo. Se cruzan ríos parecidos a locomotoras. Se tarda un mar o dos en llegar.
Cuando por fin se alcanza un destino, nada más amanecer allí, sin tiempo para descansar ni refrescarse la nuca, se emprende el camino de regreso. No hay necesidad de asentarse. La tarjeta del buzón es la confirmación de un fracaso. Los problemas empiezan siempre con una dirección postal. El nido es la tumba del pájaro. Todas las llaves, todas, las acuña Belcebú. Cuando uno nace el mundo está a medio hacer y cuando uno lo abandone seguirá poco más o menos lo mismo. Nada funciona como es debido, pero es que nada tampoco ha llegado a fastidiarse de manera concluyente. Así hasta la extenuación o el infarto. Hasta la siguiente parada. No hay prisa. Uno pisa barro, pisa escombros, pisa flores mojadas, pisa libros. Sube y baja escaleras. Mastica oxígeno o piñones. Se peina con el canto de las manos. Estornuda para dentro. Olfatea carretillas cargadas de remolachas, torres de heno, cestas de huevos. Descorcha una botella de sidra, a la salud de los presentes. Se zambulle en ciertos cuerpos nocturnos que debajo del corsé huelen a resina y a leche recién ordeñada, respira músicas, las acaricia.
Una mujer tranquila, con sus orillas húmedas. Nos sirvió una jarra de cerveza, luego una jarra de vino, luego una jarra de nata espolvoreada con canela. No quiso cobrarnos nada. Era la hija del posadero, aunque su verdadero oficio era el de comadrona. Se le transparentaba un poco el vestido. Las ganas de sonreír no se le acababan nunca. Su aldea estaba en fiestas, su esposo estaba en la guerra, no especificó en cuál. El cielo estallaba de cohetes, los músicos ambulantes tocaban hasta el desmayo celebrando la belleza trágica de la vida, los perros ya ni ladraban. Aquello era vivir. Abrazarla en el cobertizo era igual que amasar harina. Su piel, por descontado, también estaba en fiestas, también estaba en guerra. Tan hermosa que uno no sabía por dónde empezar a quererla. Antes de apagar la vela de un soplo, dio la vuelta al retrato de su esposo, que quedó mirando hacia la pared mientras aquello duró. Uno sentía que a su lado nada malo podía sucederle. Ella dijo, al tiempo que se anudaba el cordón del delantal, que rezaría por uno en sus plegarias. Los ojos le brillaban. Antes de despedirse ofreció su nombre en voz alta, con alegría: «Margarita».
Qué magnífico verano. Nada más sabroso que un domingo de sol al aire libre. Uno lleva el sendero en la sangre, nació con ello. Escapa de ese hormiguero leguleyo de pólizas e inventarios. Publicidad. Comisiones. Wassermann & Asociados, transacciones comerciales. Somos un pueblo con alma de ventanilla atornillados a su pluma y a su tintero, qué le vamos a hacer, una raza de chupatintas, con eso está todo dicho. Nuestra frase favorita es: que pase el siguiente. Esas torres de formularios (por triplicado), qué haríamos sin ellas. Cuando de negocios se trata, toda delicadeza es insuficiente, bien lo saben los tenderos y los registradores de la propiedad con sus escribanías de cuero. Una institución bancaria detrás de otra; sus cámaras acorazadas custodian lingotes de decencia y oro entrecomillado. Jaulas para canarios, dentro de las cuales se obstina un temblor amarillo. La mañana es deliciosa y los abetos son adorables, no hay más que verlos ahí plantados en toda su majestuosidad verde, uno se dobla ante ellos con reverencia. A sus pies, señora. Cualquier transeúnte de categoría que ahora salga de misa y nos vea creerá que uno está loco o borracho, haciéndole piruetas a un parterre, pero y qué. La vegetación simboliza el triunfo de la razón sobre el caos sanguinolento de las pasiones humanas. La luz está de nuestra parte. Hay como un borde de agua en los corazones. Todo centellea y está lleno de Dios, aunque sea un Dios municipal armado con una escoba de barrendero que la mayoría de las veces apenas existe o no se prodiga o es ciego. Uno siempre preferirá los pedestales que no tienen una estatua encima a los que sí la tienen; el aprecio que uno siente hacia mártires y héroes no es por cierto exorbitante; su estima, en suma, queda lejos de lo patológico. La acción supera al pensamiento; es mejor hacer cosas que soñarlas. Sin una pizca de épica, todo se vendría abajo en un segundo. En el duelo asimétrico entre la cigarra y la hormiga de la fábula, uno se declarará siempre partidario de la cigarra; antes cantar que acumular haces de leña para el invierno. Camarero, sirva otra ronda aquí a la concurrencia, uno invita. ¡La melodía por encima de la agenda!
Hora de comer. Nada sabe mejor que el tabaco de pipa fumado después de una comida opípara, ya lo decía mi tío Hans, que era alguacil. Uno es un inconformista, asiente ante la verdad, no le queda más remedio, por algo uno tiene como oficio ser medio escribiente medio charlatán de verbena. Para mantener fresca la mente no hay nada mejor que un rodeo. Uno camina a lo largo y a lo ancho, de frente y de través, en todas las direcciones. Pantanos y capitales, áreas de regadío y barrancos. Adelante, siempre adelante, con determinación y sin miedo. Jamás ceder, jamás retroceder un solo palmo del terreno conquistado al enemigo tras una empinada batalla. Los brazos son sus remos. Uno abre la boca y expele grandes bocanadas de aire que le hinchan los carrillos. Deja atrás bodegas y balnearios. Saluda a un repartidor en bicicleta que pasa zigzagueando, doblado bajo el peso de un fonógrafo: una obra de arte más genial que cualquiera de los cuadros que mancillan las paredes de, pongamos por caso, un palacio ducal, detrás de un cordón de terciopelo. Apoyado en su bastón de caña, uno emprende aventuras primorosamente grandiosas, desgasta las suelas de sus zapatos. Pide, en una sastrería, que le presten un termómetro. Todo es hola y adiós y unas décimas de fiebre. Uno duerme encaramado en las cornisas de los edificios o en el cable del telégrafo, se lava los pies en la luna, hace gárgaras de anís, silba a los racimos de plátanos, orina entre dos toneles, alquila un disfraz de policía y no gana para sustos. La meta siempre está más allá, al doblar la esquina, puede que uno la alcance en un millón de metros o en media hora, o dentro de cuatro inviernos y quinientas estrellas más. Algún día conseguirá su objetivo, uno no desespera.
Bien, volvamos al principio (ah, pero ¿es que habíamos salido de allí alguna vez?) ¿Por dónde íbamos? Sí, decía que mi tío tenía esa afición de hacer esculturas en miga de pan, mientras cenaba un guiso de caracoles, las modelaba con una mano sin por eso dejar de llevarse cucharadas a la boca, y a la vez hablaba con mi tía Matilda, que estaba en la cocina, embarazada de su quinto hijo, cebando un ganso, podía hacer varias cosas a la vez mi tío Hans, que era alguacil y también partía leña. Un gran hombre, mi tío. Aquel que cena caracoles no merece estar solo. Tallaba figuritas con el cuchillo, construía un pequeño bestiario amasando la miga del pan y prensándola entre los pulgares, cada día una figura distinta, cada guiso una experiencia, debió de hacer más de quince mil en toda su vida, a veces repetía la misma pero era poco frecuente, decía que prefería innovar, y no se daba importancia por ello. Con esto quería decir que había maneras de escaparse. La ley de la gravedad no tiene por qué llevar siempre razón.
Hora de dormir. Lo bueno de vestir la chaqueta del pijama debajo del traje de calle es que uno puede pasar la noche en cualquier lado, sobre cualquier superficie, dura o blanda, sin rendir cuentas a nadie. Se recomienda. No se necesitan almohadas; las piedras del camino resultan excelentes. Y tampoco es preciso contar con la presencia de una mecedora, esa silla altisonante que parece un homenaje a la duda. Sobre todo para alguien que sabe que el suelo, la nieve entera, es su mejor mecedora. Nos gusta la nieve porque no tiene nombre ni edad. La nieve es la esquina sucia de las palabras, ese resto que queda después de haber triturado todos los nombres propios: un poco de arena fría. Si uno pudiera, se casaría con ella. La nieve en el altar. Los invitados, impacientes, mordisqueándose los guantes. Muebles envueltos en fundas en casas de veraneo cerradas. Y al fondo, un gallo o dos, que no cantan. ¿Acaso existe, la nieve?
La felicidad, en cambio, da miedo. Es demasiado –cómo decir– inapelable. Uno está indefenso ante la felicidad, ante la inminencia de su desplome con su descomunal peso feliz, bajo el que queda felizmente aplastado, agitando sus extremidades. Uno se siente más cómodo y protegido en las afueras de la felicidad –igual que en las afueras de las ciudades o en las afueras de la gente–, sin tanta presión encima, con más espacio libre para moverse y, llegado el caso, bailar. Son esos momentos previos en que la felicidad gravita alrededor de uno en forma de promesa. Una moderada desgracia, una calamidad llevadera, el intervalo entre dos alferecías. La felicidad sobreviene y es una crisis, una catástrofe, un rayo que calcina un árbol, una enfermedad fulminante para la cual no hay antídoto. La felicidad es un lugar solitario. La felicidad y los rayos, mejor cuanto más tarde. Cree uno.
Puesto que toda elección conlleva una renuncia (o muchas), es preferible no elegir, no rechazar. Quedarse sin nada –para tenerlo todo–. En asuntos de amor, ha escrito uno por ahí, cualquier fracaso conlleva una cierta dicha. Uno está convencido de ello y también de lo contrario. Es hora de pensar menos, por tanto, y de pasar a la acción. La especie humana está a punto de declararse en suspensión de pagos. Qué cosas dice uno. Hoy el viento sopla de un lado y mañana soplará de otro, no hay que desmoralizarse ni perder la compostura. Uno ostenta hasta con orgullo su condición de paria, ya que es la única que tiene.
Porque uno estuvo en Berlín cuando Berlín era joven y la ciudad no era más que un sudario de pensiones y tranvías, con música de opereta y cerdos criándose en los balcones, oh dulzura de vivir, y todo el mundo era artista o lo decía (daban ganas de hacerse revisor) y los alemanes llevaban por la calle el dedo índice estirado, atado con un lacito, del que pendía, balanceándose, un paquete de buñuelos.
Escrito a lápiz. En una barra de grafito está contenido el mundo. A lo que más se parece eso que algunos llaman vida es a una línea serpenteante que parte de la mano y sigue una ruta continua, sin interrumpirse nunca, y el mismo trazo que modela la vasija del alfarero es el que modela la nervadura de la hoja en el árbol, se prolonga en la curva de la ola y coincide con el perfil de algunas mujeres, muy pocas, que nos hicieron temblar. Todo forma parte del mismo hilo del mismo ovillo. Cualquier línea que uno mira puede ser la línea del horizonte. Vivir es vibrar.
¿Por qué no iba uno a estar contento? Pues claro que está contento. Lo difícil sería estar triste, con este sol y esta pluma estilográfica. Ella me pidió que permaneciese a su lado, juntos para siempre, pero uno tuvo que marcharse, no le quedó más remedio. No fue fácil resistir la tentación, escapar sin hacer ruido al amanecer de la tibia madriguera llevando los zapatos en una mano y el remordimiento en la otra, sufriendo por esto y por aquello, reclamado por la urgencia de sus vagabundeces y trotamundismos. La vida nos reunió una vez y fue un milagro. Claro que la naturaleza del milagro es no durar. Lo que define al milagro no es su carácter sobrenatural, sino su carácter migratorio. Milagro es lo que