Azul ruso
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Los relatos de Esteban Erlés desequilibran al lector, lo sumen en tonalidades azules e invitan a pasear entre personajes frágiles, que conviven con la ensoñación, con mundos truculentos que se transforman o se destruyen, con seres felinos, reales y soñados. Una misteriosa mujer que convierte en gatos a sus amantes, un superhéroe venido a menos, una iguana que condiciona la vida de una pareja, el desasosiego del que espera una llamada o el poder de la criptonita en manos de una mujer con gato albino.
Trece relatos que sitúan a Patricia Esteban Erlés como una de las principales voces del cuento de esta primera década de siglo.
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Azul ruso - Patricia Esteban Erlés
Patricia Esteban Erlés
Azul ruso
Patricia Esteban Erlés, Azul ruso
Primera edición digital: mayo de 2016
ISBN epub: 978-84-8393-551-4
© Patricia Esteban Erlés, 2010
© De la ilustración de cubierta: Getty Images, 2010
© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016
Voces / Literatura 129
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Para Melisa, Uma, Hamlet, Milo
y todos los perros y gatos que han vivido conmigo.
–Eran azules –dijo el niño negro–.
Azules, como chocar de jarros,
el silbido del tren, el frío.
¿Dónde estarán mis ojos azules?
¿Quién me devolverá mis ojos azules?
Ana María Matute
No son más silenciosos los espejos.
Jorge Luis Borges
Piroquinesis
Para Fernando Iwasaki, crisantemo japonés
El fuego, según Renato
No, Darío no estaba en la cuna cuando volví del trabajo y por raro que parezca, señor agente, yo lo supe enseguida; nada más abrir la puerta de casa, en realidad. Si usted no me mirara así, como si yo fuera una broma de mal gusto que ha venido hasta su mesa sólo para impedirle terminar el crucigrama del periódico, me explicaría mejor, le daría todo tipo de detalles. La casa es otra si Darío no está. Ni siquiera huele igual.
Es verdad que ando un poco obsesionado y que desde que pasó lo del incendio en el otro piso siempre temo que a Darío vaya a sucederle algo terrible. Pero no se lo digo a usted, que sigue mirándome con cara de café helado, mientras coge la estilográfica negra que reposa sobre el crucigrama a medio hacer y da golpecitos con ella a la esquina de la mesa, como si cada uno de esos golpes midiera el tiempo que está dispuesto a concederme. Luego mira la foto de Darío, un niño de meses aparentemente normal en brazos de su madre y vuelve a mirarme a mí, incrédulo. Todo esto debe de resultarle descabellado, me hago cargo. No es para menos, la verdad: de pronto un enano entra como un golpe de viento en su comisaría y le muestra temblando la foto de un bebé rubio, le dice que es su hijo, su hijo, y que ha desaparecido de su cuna. Sí, señor, no hace falta que disimule, ojalá pudiera decirle que yo también sé que él y yo no nos parecemos en nada y que soy consciente de lo raro que resulta todo esto. Pero es mi hijo y en cuanto he entrado en casa yo he sabido que no estaba allí, porque una voz estrangulada como de bufón enloquecido se ha puesto a gritar en mi interior Darío no está, no está, y entonces he recordado las llamas, y he echado a correr en dirección al cuarto que pinté de azul cuando nos mudamos.
Tres fines de semana me pasé subido en lo alto de una escalera a pesar del vértigo. De vez en cuando Lucía se asomaba a la puerta con su viejo kimono de flores y un cigarro lánguido en la mano. Me miraba dar brochazos allá arriba, y antes de alejarse en dirección al dormitorio me decía que era un insensato y que iba a romperme la crisma. Pero yo había leído en una de esas revistas para futuros padres que el azul es un buen color porque tranquiliza y me empeñé en que la habitación de Darío en nuestra segunda casa fuera azul, bien azul para que durmiera como un angelote de museo y sonriera feliz nada más abrir los ojos. No quería que recordara el fuego que aquella noche surgió de ninguna parte, por eso me daba igual lo que dijera Lucía, ni caso le hice, y terminé de pintar la habitación de mi hijo. Sí señor, Lucía es mi mujer, la madre de Darío, mírelos, aquí están los dos, en esta foto que tomé en la galería de la casa vieja, poco antes del incendio. La he traído por si sirviera para imprimir carteles con su cara y un número de teléfono y pegarlos por el barrio, quizás. Usted mira a Lucía, saca una libreta de uno de los cajones, la abre y garabatea algo con la estilográfica. Me pregunta por ella. No, señor, Lucía no ha podido acompañarme, es que está con depresiones hace tiempo la pobre, no se entera de nada por culpa de la medicación y apenas sale de casa, ni siquiera a la compra. Yo le traigo el tabaco y todo lo demás. Me callo lo de que me da un poco de miedo dejarlos solos a los dos tanto rato, pero no queda otro remedio, vivimos de lo que gano en la tienda. Sí, soy el dueño del negocio, una sastrería, Trajes Renato, confecciono ropa a medida para gente como yo, y no, la verdad es que no da muchos beneficios. Según mis cálculos apenas somos unos treinta enanos en toda la ciudad y además nos morimos pronto, así que dejamos de preocuparnos por la ropa antes que el resto, pero los clientes son bastante fieles, los tiempos han cambiado y ya nadie quiere vestirse en la sección infantil de los grandes almacenes, gracias a eso vamos tirando. Nos arreglamos así, yo paro en el súper a la vuelta del trabajo y traigo la leche en polvo, los potitos y el resto de las cosas que necesita Darío. Hoy mismo venía cargado con pañales, había comprado dos paquetes de los más grandes para no hacer corto el fin de semana pero los debí de soltar por el pasillo, antes de llegar al cuarto de mi hijo, ahora ni siquiera lo recuerdo. Al pasar vi sobre la mesa de la cocina el plato de plástico con los restos de la papilla que yo mismo le había dado para desayunar con su cuchara hundida dentro. A lo lejos aún se oía la radio de Lucía sonando en el dormitorio. Me mira, yo lo entiendo. Estoy acostumbrado. Sé que usted se pregunta qué hace una mujer como ella, ajada pero aún hermosa, con alguien como yo. Observo mucho las reacciones de la gente, no crea, por eso nada más sentarme frente a usted he visto la marca blanca de la alianza en su dedo anular y me he fijado en esa esquina desierta de la mesa donde hasta hace poco quizás hubo un marco con un retrato. Pero no le digo nada de eso, no es el momento, me limito a contestar a su pregunta de qué hice a continuación.
Al asomarme la habitación de Darío fue el vértigo. Como asomarme al vacío fue entrar en esa pequeña habitación azul. Ya sé que muchos pensarán que me he vuelto loco, pero es que entre mi hijo y yo existe un lazo irrompible, un vínculo que va de esos ojos líquidos que nadie se explica aún de dónde han salido al centro exacto de mi pecho. Muchos dirán que soy sólo un hombrecillo ridículo que ha depositado todas sus esperanzas en ese niño normal que midió medio metro al nacer y es hasta guapo, sin entender que yo pasé noches enteras retorciéndome de dolor cuando le dieron los cólicos, mientras acariciaba sus deditos a través de los barrotes de la cuna para intentar calmarlo. Yo nunca he tenido mucha suerte en la vida, es verdad. Nací sin ella. Mido un metro treinta, ya ve, señor agente, según dicen las estadísticas la china se sorteaba entre veinte mil bebés y fue a tocarle al pobre Renato, sí, me llamo Renato, Renato Domínguez. No hace falta que disimule, entiendo que sonría, porque vaya guasa tuvieron mis padres, no creo que pudieran haber encontrado en el santoral un nombre más parecido a «e-na-no». Qué se le va a hacer. Con las mujeres tampoco me ha ido demasiado bien, soy muy tímido y siempre me ha costado hablar con chicas que no sean las clientas de la sastrería. Bueno, con las chicas y con todo el mundo, en realidad. Ojalá tuviera más confianza con usted, para poder decirle que está a punto de perder el segundo botón de su camisa, que si me deja yo se lo coso en un periquete. Nunca salgo de casa sin aguja y un poco de hilo negro en la cartera.
Sí, la conocí gracias a un anuncio de la sección de contactos del periódico, cuando ya había casi desistido de que alguien se fijara en mí apareció ella, con su eterno cigarro y unos ojos tan tristes como una pecera vacía. Ya entonces fumaba demasiado, yo he intentado que lo dejara muchas veces, lo malo es que a mí no me hace mucho caso. Pero volviendo a lo que usted me pregunta de aquella tarde. Ella, a su manera, también parecía un animal de otra especie, sentada frente a un cenicero lleno de colillas, con aquella gabardina gris ratón que no llegó a quitarse en todo el tiempo y sus labios fruncidos, como un paraguas cerrado. Qué quiere, el amor es así yo me enamoré de cada trozo de aquella mujer desencantada, y aún la quiero, pero después de un tiempo Lucía pareció arrepentirse de estar con alguien como yo,