Pero… ¿quién mató a Harry?
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Campiña inglesa, mariposas, luz de verano... y un cadáver. Una hilarante comedia negra que Hitchcock llevó al cine en 1955.
Una mañana de verano, en un bosque que rodea la urbanización de Sparrowswick Heath (donde cada casita tiene su nombre: El Barco, El Refugio, Caos…), un niño de cuatro años encuentra el cadáver de un hombre. Al contrario de lo que sucede en las novelas policíacas, no se trata aquí de encontrar, entre una serie de sospechosos, quién es el asesino: más bien al contrario, aquí hay toda una serie de personas que confiesan haber matado a la pobre víctima... con lo que ciertamente se hace difícil determinar quién lo hizo en realidad. Entretanto, ante tal profusión de «culpables», el cadáver es enterrado y desenterrado no menos de tres veces.
Pero… ¿quién mató a Harry? (1949), adaptada en 1955 al cine por Alfred Hitchcock, es una fenomenal vuelta de tuerca a los mecanismos de la novela policíaca, una excelente comedia negra elaborada con toda la calma y mordacidad de la flema británica. Pero no solo eso: en ese clima estival, de monte bajo, mariposas, tardes soñolientas, noches esplendorosas y mágicas, Jack Trevor Story supo insuflar algo del Sueño de una noche de verano, con sus enredos y confusiones, y un erotismo sutil y muy vital que hace, deshace, separa y junta parejas… en torno a un cadáver.
Jack Trevor Story
<p>Jack Trevor Story nació en Hertford en 1917, hijo de un panadero y de una empleada doméstica. Antes de dedicarse a escribir, trabajó como ayudante en una carnicería y en la fábrica de radios Marconi. <i>Pero… ¿quién mató a Harry?</i> fue su primera novela, que Alfred Hitchcok llevaría al cine en 1955. A ella siguieron <i>No Protection for a Lady</i> (1951), una serie de novelas de aventuras, multitud de guiones para televisión y, entre otras muchas novelas, una trilogía sobre un vendedor ambulante, compuesta por<i> Live Now, Pay Later</i> (1961), <i>Something for Nothing</i> (1963) y <i>The Urban District Lover</i> (1964).</p> <p>Autor prolífico y a destajo, casado y abandonado varias veces, siempre endeudado, las columnas autobiográficas que publicó en <i>The Guardian</i> en la década de 1970 sirvieron de inspiración para una serie de televisión de la ITV, <i>Jack on the Box</i>. Murió en 1991 en Milton Keynes (Buckinghamshire), después de pasar una temporada en una institución psiquiátrica.</p>
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Pero… ¿quién mató a Harry? - Jack Trevor Story
ALBA
Nota al texto
La primera edición de Pero… ¿quién mató a Harry? se publicó en 1949 (T. V. Boardman, Londres).
Un lugar para muertos
El pequeño Abie subía por la vereda del bosque que llevaba a Sparrowswick Heath inclinando mucho el cuerpo hacia el pedregoso camino, con una escopeta de juguete firme bajo el brazo. A juzgar por su expresión, sabía adónde iba y por qué. A juzgar por su expresión, conocía el camino, sabía adónde llevaba y no tenía miedo, aunque los árboles, muy juntos y frondosos, lo rodeaban por todas partes hasta más allá de donde alcanzaba la vista, hasta donde no penetraba el sol. Se notaba que era su terreno de caza, que era él el que asustaba al pasar, que no temía las cosas que ocultaba el sombrío bosque, sino que eran las cosas las que lo temían a él. Abie tenía cuatro años y un cuerpo fuerte y cuadrado; llevaba pantalones largos con peto. El gesto empecinado de su cara rojiza y el pelo mojado, con raya al lado, que arrancaba en el lado derecho y terminaba en el izquierdo, delataban su espíritu aventurero. Además, llevaba la escopeta.
Arriba, después del bosque, se extendía un gran brezal, hermosísimo y dorado bajo el cálido sol de verano; lo cubría una tupida alfombra de helechos de la altura de un hombre, con su bella y completa gama de verdes. La alfombra de helechos estaba salpicada de calveros de hierba sedosa, fina como el pelo de una mujer e igual de tentadora. Grandes árboles silenciosos se alzaban solemnemente en las colinas, valles y laderas: robles, hayas, castaños, abedules y fresnos. Entre ellos campaban a sus anchas, como niños, los árboles jóvenes: matorrales de roble enano y fresno arribista, retama espinosa, endrino, rododendro y castaño. Y elegantes retoños de plateado abedul alzaban sus ramas separadas y poco pobladas con el primor de un escaparate selectísimo.
Sparrowswick Heath quedaba fuera de la vista y del ruido del mundo. Un lugar remoto y secreto, protegido del tráfico rodado, un lugar para vivos y para muertos. Y, concretamente esa tarde, un lugar para muertos.
También era un lugar de casitas incongruentes, de poca calidad. Las habían construido en las encrucijadas más curiosas del bosque del que acababa de salir Abie. Las había levantado allí a propósito, por motivos comerciales, un hombre llamado Mark Douglas.
Abie salió al campo dorado por el sombrío túnel que era la vereda del bosque con los oídos atentos a la caza mayor que poblaba el bosque de helechos gigantes. Pisaba sin ruido la hierba corta y mullida, avanzando cautelosamente de una forma que se había inventado él.
De pronto se oyó el estampido de una explosión atronadora, que partió por la mitad la suave y silenciosa quietud y todo empezó a crujir y a estremecerse. Sobre todo Abie. Sabía que era el nuevo capitán que había salido de caza… pero ¡ni aun así…! Se volvió dos veces con rapidez y voló a los helechos más veloz que cualquier presa.
Se sentó en un calvero de hierba rodeado de helechos y se quedó escuchando con la cara vuelta hacia un trozo de cielo azul pastel tan lejano que carecía de importancia, muy concentrado, con los ojos muy abiertos y redondos. El nuevo capitán era un hombre gordito y simpático y Abie sabía que no le dispararía a propósito. Sin embargo, también sabía que el nuevo capitán andaría buscando conejos y que un niño pequeño arrastrándose entre los helechos no se diferenciaba mucho de un conejo.
Se oyó otro disparo, más cerca esta vez, y al chiquillo le pareció que le pasaba silbando por encima de la cabeza. Tomó una decisión: retirarse y dejar la caza al nuevo capitán. Él disponía de todo el tiempo del mundo para salir a pegar unos tiros, porque todavía no estaba en edad de ir a la escuela; en cambio el nuevo capitán tenía que ir a menudo a la ciudad y una tarde como la de hoy podía ser preciosa para él.
Empezó a arrastrarse entre los helechos. No era una forma agradable de moverse, porque tenía que llevar la escopeta de alguna manera y los tallos secos del año anterior le pinchaban todo el tiempo.
Cuando estaba a punto de llegar a la vereda que lo devolvería al bosque oyó jaleo un poco más adelante, entre los helechos. Un estallido súbito de voces: exclamaciones humanas y gruñidos femeninos de indignación. La voz del hombre sonaba como ahogada por un sentimiento fuerte; la de la mujer, como ahogada por un pañuelo o una mano. A Abie no le interesaban esas voces, pero sabía que era mejor evitarlas. Tenía una sospecha muy atinada de lo que encontraría si seguía arrastrándose dos minutos en la misma dirección: un nidito de amor. Como el nidito con el que se había tropezado ayer mismo… ¿o hacía una semana, o un año tal vez? ¿O era mañana? Siempre se confundía con esas cosas. Lo único que sabía era que tenía que evitar ese nidito de amor tanto como la escopeta del nuevo capitán. A los enamorados no les gustaban los niños. Lo habían tratado fatal. Aquel día fueron la madre de George y el cobrador de la renta, y le insultaron, le dieron un par de bofetadas y lo echaron de allí. Aunque no sabía por qué. Desde luego, no les había espantado la caza, porque no llevaban escopeta. Solo estaban allí tumbados, mirándose. Y cuando se lo contó a su madre, ésta le dijo que era un nidito de amor y que procurara no volver a tropezar con ninguno. Por lo tanto, eso es lo que quería hacer y empezó a hacerlo sin pérdida de tiempo.
Entonces volvió a oír ruido entre los helechos, como una pelea de perros debajo de una manta, ahogado, pero violento y agitado. Se oyó un golpe, como cuando una cosa choca con otra. Madera con madera, tal vez. Y después, una palabrota muy gorda, nada ahogada ni debajo de una manta. Se detuvo a escuchar y lo que oyó sería la envidia de toda su clase de la guardería, cuando llegara el momento.
–¡Muy bien! –dijo la voz del hombre–. ¡Tú lo has querido!
Abie iba a seguir arrastrándose, pero se detuvo en seco al oír otro disparo, y esta vez supo que las balas pasaban volando entre los helechos justo por encima de su cabeza. Parecía que la escopeta no tenía nada que ver con lo que estaba pasando a unos pocos metros de él, entre los helechos, pero ambas cosas quedaron unidas por el atardecer y los latidos del corazón del niño.
–¡Chúpate ésta! –dijo la voz de la mujer–. ¡Chúpate ésta, so animal!
Abie se encogió, pero enseguida se dio cuenta de que la mujer no se lo decía a él y se levantó valientemente.
El ruido que hizo debió de asustar a la mujer, porque oyó que se le cortaba la respiración y enseguida dejaba escapar uno o dos gemidos extraños. Después supo que se iba de allí sin ningún cuidado, rompiendo helechos al huir precipitadamente.
Poco después, Abie encontró al hombre.
Estaba tumbado boca arriba y casi lo pisa. Era un hombre alto, con bigote y pelo ondulado. Miraba al cielo y no se movía. Sangraba un poco por la frente. La sangre salía de una herida que tenía encima de un ojo y le iba manchando el cuello de la camisa poco a poco. Se quedó mirándolo un ratito, esperando que lo insultara. Después se puso la escopeta bajo el brazo izquierdo y se fue sin molestarse en andar de la manera que se había inventado: de lo único que tenía ganas era de llegar al bosque y a casa.
Un cadáver entre helechos
El nuevo capitán se sentó a horcajadas en la rama más baja de un roble; las cortas piernas le colgaban. Entre los brazos sostenía una escopeta del veintidós y, entre los dientes, una pipa de calibre desconocido. Era un hombre gordezuelo y bajito, de pelo negro y tieso y cara tostada, arrugada y perfectamente afeitada; un tipo marinero, de ojos inocentes como los de un niño de pecho. Un hombre que inspiraba protección a las mujeres, confianza a los niños, temor a los cobardes y aprensión a los hombres de negocios. Un hombre que conocía el mundo, aunque no hubiera visto más que sus consecuencias en las tabernas de la orilla del río… porque, estrictamente hablando, el nuevo capitán no era ni nuevo ni capitán. Se llamaba señor Albert Wiles, era barquero de mercancías en los muelles del Támesis y se había jubilado. No era ni charlatán ni pretencioso, porque el título por el que lo conocían en Sparrowswick no era de su invención: lo había nombrado capitán el señor Mark Douglas, el propietario, amo y destructor de cosas bellas. Había