Muerte en abril
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A Mario Bermúdez, un tipo oscuro y pusilánime, nadie le echó de menos cuando desapareció, un viernes de abril. Por eso su cadáver estuvo tres días descomponiéndose en el cuarto de baño. Por eso no hubo quien le explicara al inspector Álvarez qué hacía bajo la ducha con un sostén de encaje color teja y bragas y liguero haciendo juego.
Pero cuando al viernes siguiente aparece otro hombre con los mismos síntomas de asfixia y también vestido de mujer, y más tarde otro, toda la ciudad de Las Palmas se conmueve. Y la clave parece tenerla una joven asustada que recurre los servicios de Ricardo Blanco para que éste demuestre su inocencia.
Así, siguiendo un accidentado camino de rivalidades y pasos en falso, el inspector Álvarez y el detective tendrán que colaborar para resolver un caso especialmente peligroso.
Muerte en abril es la segunda novela de Ricardo Blanco, el detective canario amante del jazz, las mujeres, el cine y la novela negra, que está destinado a ocupar un lugar destacado en la literatura policíaca en lengua española.
José Luis Correa Santana
José Luis Correa (Las Palmas, 1962) es profesor de Didáctica de la Lengua y la Literatura en la Universidad de las Palmas de Gran Canaria. Tras una breve etapa como autor de relatos cortos, en la que obtiene algunos premios como el Julio Cortázar (La Laguna, 1998) o el Campus (Las Palmas de Gran Canaria, 1999), se instala definitivamente en la novela con títulos como Me mataron tan mal (Premio Benito Pérez Armas, 2000) y Échale un ojo a Carla (Premio Vargas Llosa, 2002). Con la novela Quince días de noviembre (2003) irrumpe en el género negro e inicia la serie que tiene como protagonista a Ricardo Blanco, que continuará con, entre otras, Muerte en abril (2004), Muerte de un violinista (2006), Un rastro de sirena (2009) y Nuestra Señora de la Luna (2012), todas ellas publicadas en Alba. La obra de Correa ha traspasado nuestras fronteras y ha sido traducida al alemán, italiano y finlandés.
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Muerte en abril - José Luis Correa Santana
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A Mario Bermúdez nadie lo conocía bien. Parece ser que era de pocas palabras, algo pusilánime y, según algunos vecinos, un hombre de tensión baja. Por eso ninguno de ellos lo echó de menos cuando desapareció. Por eso se estuvo tres días descomponiendo en la tina de su cuarto de baño. Por eso una gotera del grifo había logrado abrirse camino a través de la piel de su frente hasta pinchar en hueso. Por eso no tuvo a nadie que le cerrara los ojos, que se le quedaron lacios, tal que hielos resecos. Por eso no hubo quien pudiera explicarle a la policía, juradito que aún no podemos creerlo, inspector, parecía tan poquita cosa, tan soso, tan insípido, imposible saber qué hacía bajo la ducha con un sostén de encaje color teja y bragas y liguero haciendo juego.
Representaba, desde hacía más de cinco años, a algunas marcas poco acreditadas de electrodomésticos en el Archipiélago, pero no le iba nada bien: le faltaba lo que se dice don de gentes. El caso es que había ido perdiendo clientes a machamartillo. Uno de ellos, Armando Alvarado, acaso el único que seguía tratando con su mercancía porque le merecía la pena colocarles congeladores y exprimidoras a pequeños comerciantes de pueblo, le había oído decir que estaba ahíto de ese trabajo y que esperaba un cambio importante para después del verano. Lo que no sabía Mario era que moriría en abril con macabro aguacero sin poder asistir a su esperado florecimiento.
El cuerpo empezó a oler a rancio un lunes santo. La sorpresa del médico forense, don Ignacio Santa Ana, hombre bragado en refriegas más aceradas, ufano, cáustico y frío como un iceberg, fue mayúscula cuando pudo comprobar que Mario Bermúdez había muerto el viernes anterior, hay que joderse que uno viva en un piso de mierda con paredes de cartón piedra en las que cualquier susurro retumba igual que un trueno y nadie haya oído nada; porque una cosa está clara, señores, este tipo tuvo que agitarse como un cerdo mientras se moría; y el olor, coño, la peste que destila esta jodida habitación se huele desde casa del carajo. El policía encargado de la investigación, el inspector Álvarez, había insistido en que nadie más que el forense y el fotógrafo entrara en aquel baño. En el último caso en que se había visto envuelto, el suicidio de un niño pijo, un tal Toñuco Camember, había tanta gente alrededor del cadáver que parecía que alguien se había dedicado a vender entradas. Y al final no hubo Cristo que supiera a quién pertenecía cada huella.
El problema, en el caso Bermúdez, era justo el contrario: no había huellas. Sólo las del muerto. Eso resultaba, cuando menos, inusual. Álvarez se dirigió al doctor para preguntarle qué opinaba de la muerte.
–La muerte siempre es una putada.
–Ya. Hasta ahí llego yo, nos ha jodido mayo. Pero en ésta en concreto ¿de qué putada hablamos?
–De asfixia.
–¿Se ahogó?
–¡Qué coño se ahogó! Asfixia he dicho. Este tipo se ha pasado de revoluciones en su último polvo, manía de experimentar nuevas sensaciones, carajo, si en el amor y en la guerra está todo inventado. Pues, ¿ve aquí y aquí estas marcas violáceas? Esto no lo hacen las manos. Tiene el pescuezo quebrado como si fuera un pollo. Busque por ahí y encontrará el cordón de una bata, un cable grueso fuera de lugar o algo por el estilo. Algo ancho porque, si no, hubiese dejado otra cicatriz distinta, un corte mismamente.
–Cojonudo. Un matasanos metido a detective. Lo que me faltaba.
–No se pique, mi teniente, sólo es una idea. Y de matasanos nada. A mí ya me llegan bien muertos.
–Y ¿cómo explica que no haya huellas? ¿Qué clase de mujer folla con guantes?
–Usted es el experto.
Por si la intuición de Santa Ana fuera acertada, mientras levantaban el cadáver Álvarez se dedicó a revolver detrás de la puerta del baño y en los roperos. Investigó las tiras de las cortinas, las bandas de las persianas y hasta los cordones de los zapatos por si faltaba algo, pero no halló nada anormal. La compañera de juegos debió de haberse llevado lo que demontres hubiera utilizado para darle gusto a Bermúdez. Seguro que, en el fragor de la batalla, se le fue la mano, le entraría el pánico y saldría por patas, eso pasaba hasta en las mejores familias. Sin embargo, lo que extrañaba a Álvarez era la falta de signos de violencia, salvo, claro está, en el cogote del muerto. Y lo de las huellas. Toda la casa aparecía limpia, casi esterilizada. Hasta los cojines del salón estaban dispuestos de una manera metódica por tonalidades de color y formas. Ya en la habitación, tanto en la cartera como en la mesilla de noche se encontraron billetes y monedas, una tarjeta de crédito a pique de caducar y hasta un cheque al portador por setenta euros, lo que invalidaba la posibilidad de un atraco. De todas maneras ¿a cuenta de qué iban a vestir de encajes al pobre diablo aquel para limpiarle luego unas perras? Si algo estaba claro en aquel caso es que el móvil no era el robo.
Álvarez dedicó el resto de la mañana a entrevistarse con los residentes del edificio. Esperaba encontrar, en la misma planta, a algún fisgón que hubiera notado algo extraño, que hubiera visto a alguien desconocido o, al menos, que supiera de los hábitos y las costumbres del muerto. De las cuatro viviendas del rellano, dos no servían de gran ayuda: una era la del propio Bermúdez y otra llevaba varios meses deshabitada; su actual dueño había removido Roma con Santiago para comprarla y, luego, no había tenido la delicadeza de vivir en ella, seguro, inspector, que lo hicieron para enjuagar dinero, hay un montón de gente que hace eso, no me extrañaría que, si lo investiga bien, encuentre delito, quién sabe si a lo peor tiene que ver con la muerte de ese pobre hombre. Álvarez atajó como pudo la desbordada imaginación popular y se centró en las otras dos viviendas. En la primera, vivía una pareja joven con dos niños pequeños que no pudo dar cuenta de lo ocurrido. Los dos trabajaban en una empresa de alimentación y pasaban la mayor parte del día fuera de la ciudad. De todas maneras, Mario era un vecino ejemplar que no daba lata, apenas se le oía y jamás se quejó de los ruidos que hacían los chiquillos, un encanto de hombre. El otro piso, el que daba justo enfrente del de Bermúdez, lo habitaba una viuda con un hijo soltero y talludito, profesor de instituto. Doña Olga –a ese nombre respondía la buena mujer– era una madre de las de antes y vivía exclusivamente para su hijo, de modo que pasaba casi todo el tiempo en su casa; por las tardes salía a pasear y a tomarse un té con las amigas del club de la tercera edad y volvía normalmente a eso de las ocho y media, pero el resto del día estaba en casa. El problema era que, aunque de natural cotilla, doña Olga padecía de una ligera sordera, acaso más cerrada de lo que reconocía y, por más que se esmeró, no pudo ser de mucho auxilio. Según ella, a don Mario no lo frecuentaban demasiado; eso sí, pensándolo mejor, resultó que se había topado en el ascensor un par de veces con una chica jovencita, tal vez demasiado para Bermúdez, que entraba en su casa con su propia llave. No podría describirla muy bien porque ese maldito trasto es más oscuro que yo qué sé: sólo puedo decirle que era bajita, morena, vestía siempre con vaqueros y llevaba una de esas mochilas de un solo brazo que tan de moda están ahora, pero si me llaman a una rueda de reconocimiento, a espiar detrás de un espejo de un solo rumbo, le juro que no podría señalarla entre otras cinco. Doña Olga había visto mucha televisión.
Álvarez acabó exhausto. Cuando regresó al lugar del crimen, ya se habían llevado al Instituto Anatómico Forense el cuerpo macilento de Bermúdez. Nadie lo había reclamado, así que quedaría allí en reposo hasta que la policía cerrara el caso. Luego, Dios diría. Santa Ana, ajeno a estos entramados de la burocracia legal, terminaba de recoger los aperos de diseccionar. Estaba sentado en la tapa del retrete. Había encendido un virginio y convertido el baño en una niebla de humo grisáceo y pestilente. El inspector lo miró con desaprobación y le recriminó la indelicadeza, coño, Santa Ana, un poco de respeto para el muerto, joder, mira qué cisco ha montado aquí. El forense andaba más cerca de los sesenta que de otra cosa. Canoso, con el pelo muy corto y gafas de montura de pasta que, treinta años después, volvían a estar de actualidad. La barriga le sobresalía un palmo de los calzones, y respiraba con dificultad. Ante la observación del inspector, levantó la vista sobre sus gafas, cerró el maletín de cuero negro, respiró hondo como quien cuenta hasta diez y le respondió: «No me joda, inspector. ¿No ve que lo que pretendo es camuflar el hedor a muerte? No es falta de respeto, sino todo lo contrario».
Álvarez se volvió a la Jefatura dándole vueltas a la socarronería filosófica del forense. Para el policía, en la actitud de Santa Ana había algo de contrición, algo de pudor irredento. Se había pasado media vida hurgando en las vísceras amojamadas de gente que una vez estuvo viva, y nadie puede sobrevivir a eso sin una pizca de cinismo, sin aprender a reírse, cuando menos, de uno mismo. En esa profesión, si dejas que te afecten las emociones, estás acabado. Álvarez lo sabía bien. Pero aún no había logrado alcanzar esa frialdad, ese desapego que tan natural parecía en Santa Ana. Lo había intentado muchas veces. Había ensayado ante el espejo, a la hora de afeitarse, muecas sardónicas, gestos de indiferencia, guiños de desdén hacia las cosas muertas, pero su mujer siempre acababa guaseándose de él, déjate ya de regañizas, m’ijo, que pareces un mimo. Ella, por supuesto, no entendía de las exigencias de su cargo, no se las había tenido tiesas con la morralla con la que él lidiaba a todas horas. Susana, la esposa del inspector Álvarez, era calcada a la del comisario Maigret, parecía que Simenon había pensado en ella para afianzar su personaje. O tal vez las esposas de los policías eran igual en todas partes, en París y en Las Palmas, en la ficción y en la realidad. A Álvarez le gustaba Simenon. A veces, cuando llegaba pronto a casa, le leía a Susana algún pasaje en el que aparecía la señora Maigret tan prudente, tan dócil y le lanzaba la puya, ¿ves, Susana?, ésta sí que sabe comprender a su marido.
Cuando llegó a la comisaría, le esperaban varios reporteros de periódicos locales que habían acudido a la lumbre de la sangre como las hienas. Buscaban información sobre lo que ellos creían un asesinato. Álvarez estuvo a punto de preguntarles cómo carajos se enteraban tan pronto de las noticias, pero no quiso darles el gusto. Le hubieran respondido, de todas formas, que era información reservada, que no estaba en su poder hablar de sus contactos y pollabobadas de ésas. De modo que se limitó a contarles lo que sabía. Que había aparecido un cadáver en extrañas y desagradables circunstancias –omitió lo de la pinta del muerto– y aún no podía descartarse nada. Pensó añadir que, detrás de todo, podría haber tanto un asesinato como el intento de batir un récord sexual, pero le dio apuro. Al hombre –eso no admitía dudas– no se le conocían enemigos, parecía un tipo normal y el sumario, por tanto, acababa de abrirse, bla, bla, bla. Uno de los periodistas, Melo Torres, al que el inspector conocía ya de otros casos, le interrogó sobre si las desagradables circunstancias tenían algo que ver con tendencias sexuales desviadas, con ropa interior femenina u otra suerte de depravación. A Álvarez le sentó aquello como un tiro. Recordaba alguna de las crónicas del tal Torres y le tocaba mucho las narices la frivolidad con que trataba todo. El periodista no mostraba ningún tipo de respeto hacia la vida y, menos que nada, hacia la muerte de la gente. Todo lo pervertía para darle carnaza a sus lectores. Además se hacía acompañar de un fotógrafo comemierda que era capaz de vender a su madre por una buena instantánea, un cabrón siniestro que siempre vestía de negro y usaba, incluso en pleno agosto, gabardina de vaquero de película mala. El inspector amagó un exabrupto y le salió una imperceptible protesta, mire Torres, todavía no puedo decirles nada hasta que la autopsia arroje nuevos datos que aclaren el asunto, sólo les diré que Mario Bermúdez, un pobre hombre que no había matado en su vida a una mosca y que no se lo merecía, acabó bien muerto y bien jodido.
–¿Quiere decir que alguien se lo merece?
–Conozco a un par de ellos a quienes nadie lloraría.
–¿Puedo añadir esa declaración en mi columna?
–En este país, Torres, hay libertad de expresión.
–Gracias, comisario Álvarez.
–Sólo soy inspector.
Nada más salir por la puerta los informadores, Álvarez se lanzó a la cajonera de su mesa de trabajo para sacar una pastilla contra la acidez. Le revolvían el estómago los tipos como Torres. Con lo bien que había amanecido el día, con la primavera plantada en el cielo de Las Palmas igual que una siempreviva, todo se había ido a la mierda en dos horas. Tenía un cadáver en un estado lamentable, una viuda negra suelta por la ciudad y una mosca cojonera en forma de periodista revoloteando sobre su escritorio. Parecía todo un mal sueño.
Intentó despertar de él durante la siguiente semana pero no había visos de luz por ninguna parte. Había hecho muy pocos progresos. Media ciudad se había ido de la isla, de vacaciones de Semana Santa y la otra media andaba para la playa. La autopsia reforzó la teoría de Ignacio Santa Ana para añadir tan sólo un dato nuevo: Bermúdez, menuda sabandija, había tenido un final muy movido. Había secuelas en dosis considerables de un barbitúrico, codeína, en su orina, y rastros de semen por todas partes, en cantidades que hacían pensar en, como poco, tres eyaculaciones, o dos después de mucho aguantarse las ganas. Una muerte bien dulce, qué puñetas. Tendría que empezar por encontrar a la muchacha de la que habló doña Olga. No obstante, y según la versión de la vieja, esa chica no podía medir más de uno sesenta, pesaría unos cincuenta kilos frente a los más de ochenta de Bermúdez, una lucha desigual. Aunque, claro, la cama es el único lugar donde las fuerzas se equilibran. La única referencia, por tanto, que le servía a Álvarez era esa joven misteriosa. Tal vez se presentase en la comisaría a declarar cuando los periódicos dieran la noticia de la muerte, tal vez comprendiese que el silencio podría comprometerla más aún, tal vez cogiese miedo y estuviese ahora de camino a su despacho. El inspector no daba un duro por que ocurriera, pero sólo le quedaba esperar a ver si sonaba la flauta. Y, tres noches después, la flauta sonó. Pero tocó otra canción muy diferente.
2
Se llamaba Carlos. Carlos Ventura. Era enfermero y, a diferencia del otro, tenía algunos amigos que podían responder por él. No podría decirse que todo el mundo lo apreciara, pero de nadie puede decirse eso. Llevaba más de ocho años en la Clínica del Perpetuo Socorro y jamás había faltado a su trabajo. Vivía solo igual que Bermúdez, pero no siempre había sido así. De hecho, una vez fue novio de Cristina Santiago, una auxiliar de radiología con quien tuvo una historia corta y apasionada que se truncó por un malentendido, o eso confesaba Ventura a sus compañeros, sí, señor inspector, Carlos juró por sus muertos que no había tenido nada que ver con aquella stripper, pero Cristina no le creyó y la cosa empezó a agriarse por la desconfianza y los recelos de la radióloga. El asunto se comentó en la clínica y todo dios tuvo que ver con aquello. Las compañeras de Cristina, cómo no, apoyaron la decisión de la muchacha, yo tampoco se lo hubiera perdonado, inspector Álvarez, a ver, el muy guarro se lió con una pelandusca que a saber con quién más estaría enrollada, una tipa que no valía un duro, ni siquiera era guapa, a qué decirlo, sí, de acuerdo, tenía las tetas grandes, pero eran más falsas que un billete de un euro, y las cosas hoy no están para bromitas, ya no se trata de que te peguen unas purgaciones, hablamos de algo más serio, el sida por ejemplo, a mí mi novio me hace eso y lo mando a hacer gárgaras más pronto que lo que tardo en bostezar, vamos que si le doy puerta. Por su parte, Íñigo Lozano, enfermero también y su mejor amigo, siempre se alió con Carlos, yo lo conocía bien y no era un tipo que estuviera pichaflojeando con las tías, se lo juro, si usted me dice de otro a lo mejor se lo admito, pero ¿Carlitos Ventura?, si era medio sanaca y, además, estaba de verdad colado por su novia, aquello fue una putada de las gordas, alguien interesado se chivó a Cristina de que lo habían visto en un sitio de ésos, y sólo era una despedida de soltero, creo que la de Benito Padrón, uno que trabaja en la planta de traumatología, habíamos quedado para cenar y, luego, sugirieron lo del pickshow; para colmo, el único que le puso pegas a la idea fue Carlos, de eso sí que me acuerdo, pregúntele a cualquiera de los chicos de Trauma, en fin, señor agente, él no se lo merecía.
Otra vez le volvió a la mente a Álvarez la conversación con el periodista Melo Torres sobre lo de merecerse que a uno lo maten. Porque ya no hablábamos de un exceso sexual, peccata minuta, joder, sino de un asesinato: a Carlos Ventura, más claro el agua, lo mataron. Era cuestión de atar cabos. Álvarez era demasiado viejo y demasiado desconfiado para creer en las casualidades. Nada de un polvo cósmico. Lo de Carlos Ventura fue un crimen en toda regla. Lo mataron. Igualito que a Bermúdez. También viernes. Salvo en la ropa que le dejaron puesta. Esta vez era un canesú, una especie de camisón festoneado en azul añil que le daba al cadáver un aspecto estrambótico y grotesco. El cuerpo apareció tendido boca arriba en un camastro antiguo con armazón de hierro, una sobrecogedora pieza de museo que desentonaba cosa bárbara con el resto de la habitación. Más tarde se supo que era lo único de aquella casa que le pertenecía al muerto –todo lo demás venía con el alquiler– y que era el legado de una bisabuela cuarterona que vino de Caracas. Como Carlos Ventura era hijo único, al morir sus padres, se llevó la cama