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Colección Marcel Proust
Colección Marcel Proust
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Libro electrónico1620 páginas36 horas

Colección Marcel Proust

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Colección de títulos del autor Marcel Proust.

En busca del tiempo perdido.

Incluye:
A la sombra de las muchachas en flor
El mundo de Guermantes
El tiempo recobrado
La fugitiva
La prisionera
Por el camino de Swann
Sodoma y Gomorra
IdiomaEspañol
EditorialMarcel Proust
Fecha de lanzamiento20 jul 2016
ISBN9786050484533
Colección Marcel Proust
Autor

Marcel Proust

Marcel Proust (1871-1922) és autor d'una sola obra, A la recerca del temps perdut. Si bé havia publicat Les plaisirs et les jours, un recull de contes i poemes en prosa, es pot dir que va esmerçar tot el seu geni creatiu en aquesta novel·la que es va publicar entre 1913 i 1927 en set volums, els tres darrers pòstums.

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    Colección Marcel Proust - Marcel Proust

    Marcel Proust

    En busca del tiempo perdido

    5.

    La prisionera

    1

    Muy de mañana, mirando todavía a la pared y sin haber visto aún el matiz de la raya del día sobre las grandes cortinas de la ventana, sabía ya qué tiempo hacía. Me lo decían los primeros ruidos de la calle, según llegaran amortiguados y desviados por la humedad o vibrantes como flechas en el aire resonante y vacío de una mañana espaciosa, glacial y pura; en el paso del primer tranvía notaba yo si rodaba aterido en la lluvia o iba camino del azur. Y acaso a estos ruidos se había anticipado alguna emanación más rápida y más penetrante que, filtrándose en mi sueño, le infundía una tristeza que presagiaba la nieve o bien hacía entonar en él a cierto pequeño personaje intermitente tan numerosos cánticos a la gloria del sol, que acababan por provocar en mí, dormido aún, con un asomo de sonrisa y dispuestos los párpados cerrados a dejarse deslumbrar, un estrepitoso despertar en música. En aquella época, yo percibía la vida exterior sobre todo desde mi cuarto. Sé que Bloch contó que, cuando iba a verme por la noche, oía un rumor de conversación. Como mi madre estaba en Combray y él no encontraba nunca a nadie en mi habitación, dedujo que hablaba solo. Cuando, mucho más tarde, supo que Albertina vivía entonces conmigo y comprendió que la escondía de todo el mundo, dijo que por fin veía la razón de que, en aquella época de mi vida, nunca quisiera salir. Se equivocaba. Pero era muy disculpable, pues la realidad, aunque sea necesaria, no es completamente previsible; los que se enteran de algún detalle exacto sobre la vida de otro sacan en seguida consecuencias que no lo son y ven en el hecho recién descubierto la explicación de cosas que precisamente no tienen ninguna relación con él.

    Cuando ahora pienso que mi amiga, a nuestro regreso de Balbec, fue a vivir bajo el mismo techo que yo, que renunció a la idea de hacer un viaje, que su habitación estaba a veinte pasos de la mía, al final del pasillo, en la sala de tapices de mi padre, y que todas las noches, muy tarde, antes de dejarme deslizaba su lengua en mi boca, como un pan cotidiano, como un alimento nutritivo y con el carácter casi sagrado de toda carne a la que los sufrimientos que por ella hemos padecido han acabado por conferirle una especie de dulzura moral, lo que evoco inmediatamente por comparación no es la noche que el capitán De Borodino me permitió pasar en el cuartel, por un favor que, en suma, sólo curaba un malestar efímero, sino aquélla en que mi padre envió a mamá a dormir en la pequeña cama junto a la mía. Hasta tal punto la vida, cuando tiene una vez más que librarnos, contra toda previsión, de sufrimientos que parecían inevitables, lo hace en condiciones diferentes, opuestas a veces, tanto que hay casi un sacrilegio aparente en comprobar la identidad de la gracia concedida.

    Cuando Albertina se enteraba por Francisca de que, en la noche de mi cuarto con las cortinas cerradas todavía, no dormía, no se cuidaba de no hacer un poco de ruido, al bañarse, en su tocador. Entonces, en vez de esperar a una hora más tardía, yo solía ir a mi cuarto de baño, contiguo al suyo y que era agradable. En otro tiempo, un director de teatro gastaba centenares de miles de francos en constelar de verdaderas esmeraldas el trono en que la diva hacía un papel de emperatriz. Los bailes rusos nos han enseñado que unos simples juegos de luces sabiamente dirigidos prodigan joyas tan suntuosas y más variadas. Pero esta decoración, ya más inmaterial, no es tan graciosa como la que, a las ocho de la mañana, pone el sol en la que veíamos cuando nos levantábamos al mediodía. Las ventanas de nuestros dos cuartos de baño no eran lisas, para que no pudieran vernos desde fuera, sino esmeriladas de una escarcha artificial y pasada de moda. De pronto, el sol teñía de amarillo aquella muselina de vidrio, la doraba y, descubriendo dulcemente en mí un joven más antiguo que el hábito había ocultado mucho tiempo, me embriagaba de recuerdos, como si estuviera en plena naturaleza ante unos follajes dorados donde ni siquiera faltaba la presencia de un pájaro. Pues oía a Albertina silbar sin tregua:

    Les douleurs sont des folles,

    Et qui les écoute est encor plus fou .

    La quería demasiado para no sonreír gozosamente de su mal gusto musical. Por lo demás, aquella canción había entusiasmado el año anterior a madame Bontemps, la cual oyó decir después que era una inepcia, de suerte que, en lugar de pedir a Albertina que la cantara cuando había gente, la sustituyó por:

    Une chanson d'adieu sort des sources troublées ,

    que a su vez resultó «un viejo estribillo de Massenet con el que la pequeña nos machacaba los oídos».

    Pasaba una nube, eclipsaba el sol y yo veía extenderse en un tono grisáceo la púdica y frondo-sa cortina de vidrio. Los tabiques que separaban nuestros dos cuartos de baño (el de Albertina era uno que mamá, como tenía otro en la parte opuesta de la casa, no había utilizado nunca para no hacer ruido cerca de mí) eran tan delgados que podíamos hablarnos mientras nos lavábamos cada uno en el nuestro, siguiendo una charla sólo interrumpida por el ruido del agua, en esa intimidad que en el hotel suele permitir la exigüidad del alojamiento y la proximidad de las habitaciones, pero que es tan rara en París.

    Otras veces permanecía acostado, soñando todo el tiempo que quería, pues había orden de no entrar nunca en mi cuarto antes de que yo llamase, lo que, por la incómoda posición de la pera eléctrica encima de mi cama, requería tanto tiempo que muchas veces, cansado de buscarla y contento de estar solo, casi volvía a dormirme unos momentos. No es que yo fuese completamente indiferente a la estancia de Albertina en nuestra casa. El estar separada de sus amigas conseguía evitar a mi corazón nuevos sufrimientos. Lo mantenía en un reposo, en una casi inmovilidad que le ayudarían a curarse. Pero al fin y al cabo aquella calma que me procuraba mi amiga era lenitivo del sufrimiento más que alegría. Y no es que no me permitiera gustarlas numerosas, pero estas alegrías que el dolor demasiado vivo me impidiera sentir, lejos de debérselas a Albertina, que por otra parte ya no me parecía apenas bonita y con la cual me aburría, sintiendo la clara sensación de no amarla, las gustaba, por el contrario, cuando Albertina no estaba conmigo. En consecuencia, para comenzar la mañana, no la llamaba en seguida, sobre todo si hacía bueno. Durante unos instantes, y sabiendo que me hacía más feliz que ella, empezaba por quedarme frente a frente con el pequeño personaje interior que cantaba su saludo al sol y del que ya he hablado. Entre los que componen nuestra persona, no son los más aparentes los que nos son más esenciales. En mí, cuando la enfermedad haya acabado de derribarlos uno tras otro, quedarán todavía dos o tres de ellos que persistirán más que los otros, especialmente cierto filósofo que sólo es feliz cuando, entre dos obras, entre dos sensaciones, ha descubierto un punto común. Pero me he preguntado a veces si el último de todos no sería aquel hombrecito muy parecido a otro que el óptico de Combray puso en su escaparate para indicar el tiempo que hacía y que, quitándose la capucha cuando hacía sol, se la volvía a poner cuando iba a llover. Conozco el egoísmo de ese hombrecito: ya puedo sufrir una crisis de asma que sólo calmaría la venida de la lluvia, a él le tiene sin cuidado, y a las primeras gotas tan impacientemente esperadas pierde su alegría y se baja la capucha malhumorado. En cambio, estoy seguro de que en mi agonía, cuando hayan muerto ya todos mis otros «yos», si sale un rayo de sol mientras yo lanzo el último suspiro, el personajillo barométrico se sentirá tan a gusto y se quitará la capucha para cantar: «¡Ah, por fin hace bueno!»

    Llamaba a Francisca. Abría Le Figaro. Buscaba y comprobaba que no venía en él un artículo, o supuesto artículo, que había mandado a este periódico y que no era más que la página recientemente encontrada y un poco arreglada que había escrito tiempo atrás en el coche del doctor Perce-pied mirando los campanarios de Martinville. Después leía la carta de mamá. Le parecía raro, cho-cante, que una muchacha viviera sola conmigo. El primer día, al salir de Balbec, cuando me vio tan triste, tal vez mi madre, preocupada por dejarme solo, estaba contenta de saber que Albertina iba con nosotros y de ver que con nuestros equipajes (los equipajes junto a los cuales había pasado yo la noche llorando en el hotel Balbec) habían cargado en el trenecillo los baúles de Albertina, estre-chos y negros como ataúdes y que yo no sabía si llevarían a la casa la vida o la muerte. Pero con aquella alegría de llevarme a Albertina en la radiante mañana después del miedo de permanecer en Balbec, ni siquiera me lo había preguntado. Pero si al principio mi madre no se había mostrado hos-til a aquel proyecto (hablando amablemente a mi amiga como una madre cuyo hijo acaba de ser gravemente herido y que está agradecida a la joven amante que le cuida con abnegación), sí lo fue una vez realizado por completo y al prolongarse la estancia de la muchacha en nuestra casa y estando ausente de ella mis padres. Pero no puedo decir que mi madre me manifestó nunca esta hostili-dad. Como en otro tiempo cuando ya no se atrevía a reprocharme mi nerviosismo, mi pereza, ahora sentía escrúpulos —escrúpulos que, en el momento, quizá no adiviné, o no quise adivinar— de formular algunas reservas sobre la muchacha con la que le había dicho que me iba a casar, por mie-do a ensombrecer mi vida, a que fuera más tarde menos cariñoso con mi mujer, acaso a sembrar en mí, para cuando ella ya no existiera, el remordimiento de haberla apenado casándome con Albertina. Mamá prefería aparentar que aprobaba aquella elección porque tenía el sentimiento de que no podría hacerme desistir de ella. Pero todos los que la vieron en aquella época me han dicho que, aparte el dolor de haber perdido a su madre, se le notaba una perpetua preocupación. Aquella con-tención de espíritu, aquella discusión interior, le producían a mamá un gran calor en las sienes, y abría continuamente las ventanas para refrescarse. Pero no llegaba a tomar una decisión, por miedo a «influir en mí» en un mal sentido y destruir lo que ella creía mi felicidad. Ni siquiera podía deci-dirse a impedir que Albertina estuviera temporalmente en nuestra casa. No quería mostrarse más severa que madame Bontemps, que era a quien concernía principalmente aquello, y a la que no le parecía mal, lo que sorprendía mucho a mi madre. En todo caso lamentaba haber tenido que dejarnos solos y marcharse precisamente en aquel momento a Combray, donde quizá tuviera que quedarse (y de hecho se quedó) muchos meses, mientras mi tía abuela la necesitara noche y día. En Combray todo le resultó fácil gracias a la bondad, a la generosidad de Legrandin, que, sin retroceder ante ninguna molestia, fue aplazando de semana en semana su regreso a París, y eso que no conocía mu-cho a mi tía, simplemente porque había sido amiga de su madre y además porque se dio cuenta de que la enferma desahuciada reclamaba sus cuidados y no podía pasar sin él. El snobismo es una enfermedad grave del alma, pero localizada y que no afecta a toda ella. Pero yo, al contrario de mamá, estaba muy contento de su marcha a Combray, porque (como no podía decir a Albertina que la ocultara) hubiera temido que descubriera su amistad con mademoiselle Vinteuil. Habría sido para mi madre un obstáculo insuperable no sólo para una boda de la que me había pedido que no hablara todavía definitivamente a mi amiga y cuya idea me era cada vez más intolerable, sino para que Albertina pasara algún tiempo en la casa. Excepto una razón tan grave y que ella no conocía, mamá, por el doble efecto de la imitación edificante y liberadora de mi abuela, admiradora de George Sand y que ponía la virtud en la nobleza del corazón y, por otra parte, de mi propia influencia corruptora, ahora era indulgente con unas mujeres cuya conducta habría reprobado severamente antes, e incluso hoy si se tratara de sus amigas burguesas de París o de Combray, pero que, según yo le decía, tenían un alma grande, y les perdonaba mucho porque me querían.

    De todos modos, y aun dejando aparte la cuestión de conveniencia, creo que Albertina no se hubiera entendido con mamá, que conservaba de Combray, de mi tía Leontina, de todas sus parien-tas, unos hábitos de orden de los que mi amiga no tenía ni idea. No cerraría una puerta, y, en cam-bio, cuando una puerta estaba abierta, entraba tan despreocupada como lo haría un perro o un gato. De suerte que su encanto, un poco incómodo, era estar en la casa, más que como una muchacha, como un animal doméstico que entra en una habitación, que sale, que se encuentra donde menos se espera y que —y esto era para mí un profundo descanso— venía a tenderse en mi cama junto a mí, a hacerse en ella un sitio del que ya no se movía, sin molestar como molestaría una persona. Pero acabó por adaptarse a mis horas de sueño, no sólo a no intentar entrar en mi cuarto, sino a no hacer ruido hasta que yo llamara. Fue Francisca quien le impuso estas reglas. Francisca era de esas domésticas de Combray que saben el valor de su amo y que lo menos que pueden hacer es exigir que les den todo lo que ellas creen que se le debe. Cuando un visitante forastero le daba a Francisca una propina para repartir con la pincha de cocina, apenas el donante había entregado su moneda, Francisca, con una rapidez, una discreción y una energía ejemplares, iba a dar la lección a la pincha, que acudía a dar las gracias no con medias palabras, sino francamente, claro y alto, como Francisca le había dicho que había que hacerlo. El cura de Combray no era un genio, pero también sabía lo que había que saber. Bajo su dirección, se había convertido al catolicismo la hija de unos primos protestantes de madame Sazerat, y la familia se portó perfectamente con él. Se trató de una boda con un noble de Méséglise. Los padres del joven escribieron, para pedir informes, una carta bastante des-deñosa y en la que se aludía con desprecio al origen protestante. E l cura de Combray contestó en un tono tan adecuado que el noble de Méséglise, reverencioso y prosternado, escribió una segunda carta muy diferente solicitando como un gran favor casarse con la joven conversa.

    En Francisca no fue ningún mérito hacer que Albertina respetara mi sueño. Estaba acostumbrada por la tradición. Por un silencio que guardó, o por la respuesta perentoria que dio a una proposición de entrar en mi cuarto o de mandar a pedirme algo, que debió de formular inocentemente Albertina, comprendió ésta con estupor que se encontraba en un mundo extraño, de costumbres desconocidas, regido por unas leyes de vida que no se podía pensar en infringir. Ya había tenido un primer presentimiento de esto en Balbec, pero en París ni siquiera intentó resistir y esperó pacientemente cada mañana mi campanillazo para atreverse a hacer ruido.

    La educación que le dio Francisca fue saludable además para nuestra vieja sirviente, calmando poco a poco los gemidos que no cesaba de lanzar desde que volvimos de Balbec. Pues, al subir al tren, se dio cuenta de que había olvidado despedirse de la «gobernanta» del hotel, una persona bigotuda que vigilaba los pisos y que apenas conocía a Francisca, pero que había sido relativamente atenta con ella. Francisca se empeñaba en volver atrás, apearse del tren, tornar al hotel, despedirse de la gobernanta y no marcharse hasta el día siguiente. La sensatez y, sobre todo, mi súbito horror por Balbec me impidieron concederle esta gracia, pero Francisca había contraído un mal humor enfermizo y febril que el cambio de aires no llegó a suprimir y que se prolongaba en París. Pues, según el código de Francisca, tal como aparece ilustrado en los bajorrelieves de Saint—André—des—Champs, desear la muerte de un enemigo, y aun dársela, no está prohibido, pero es horrible no hacer lo que se debe, no corresponder a una fineza, no despedirse antes de marcharse, como una verdadera mal educada, de una gobernanta de piso. Durante todo el viaje, el recuerdo, constantemente renovado, de no haberse despedido de aquella mujer puso en las mejillas de Francisca un vermellón alarmante. Y si dejó de beber y de comer hasta París, probablemente fue porque aquel recuerdo le ponía un verdadero «peso en el estómago» (cada clase social tiene su patología) más aún que por castigar.

    Entre las causas de que mamá me mandara todos los días una carta, y una carta en la que nunca faltaba alguna cita de madame de Sévigné, estaba el recuerdo de mi abuela. Mamá me escribía: «Madame Sazerat nos ha dado una de esas comiditas de las que ella tiene el secreto y que, como diría tu pobre abuela citando a madame de Sévigné, nos sacan de la soledad sin darnos compañía». En mis primeras respuestas, cometí la tontería de escribir a mamá: «Tu madre te reconocería en seguida en esas citas». Lo que, tres días después, me valió estas palabras: «Pobre hijo mío, si era por hablarme de mi madre, invocas muy inoportunamente a madame de Sévigné; ésta te habría contestado como contestó ella a madame de Grignan: ¿No era nada tuyo? Creía que erais parientes

    Entre tanto, yo oía los pasos de mi amiga que salía de su habitación o entraba en ella. Llamé, pues era la hora en que iba a venir Andrea con el chófer, amigo de Morel y prestado por los Verdurin, a buscar a Albertina. Había hablado a ésta de la posibilidad lejana de casarnos; pero no lo había hecho nunca formalmente; ella misma, por discreción, cuando le dije: «No sé, pero quizá sea posible», movió la cabeza con una melancólica sonrisa diciendo: «No, no será posible», lo que significaba: «Soy demasiado pobre». Y entonces, a la vez que decía: «Es muy poco seguro», cuando se trataba de proyectos para el futuro, en aquel momento hacía todo lo posible por distraerla y hacerle la vida agradable, quizá tratando también, inconscientemente, de despertar en ella el deseo de casarse conmigo. Ella misma se reía de todo aquel lujo. «Qué cara pondría la madre de Andrea al verme convertida en una dama rica como ella, lo que ella llama una señora que tiene caballos, carruajes, cuadros. Pero ¿no te he contado nunca que decía esto? ¡Oh, es un tipo! Lo que me extraña es que eleve los cuadros a la dignidad de los caballos y de los carruajes.»

    Ya veremos más adelante que Albertina, a pesar de los estúpidos hábitos de hablar que aún conservaba, había progresado extraordinariamente. Lo que me era completamente igual, pues las superioridades intelectuales de una mujer me han interesado siempre muy poco. Sólo me hubiera gustado, quizá, el curioso talento de Celeste.

    A pesar mío, sonreía un momento cuando, por ejemplo, al enterarse de que no estaba Albertina, me abordaba con estas palabras:

    —¡Divinidad del cielo depositada en una cama!

    Yo le decía:

    —Pero vamos a ver, Celeste, ¿por qué «divinidad del cielo»?

    —Bueno, si usted cree que tiene algo de los que viajan sobre nuestra miserable tierra, se equivoca.

    —Pero ¿por qué «depositada» en una cama? Ya ve que estoy acostado.

    —Usted no está nunca acostado. ¿Cuándo se ha visto una persona acostada así? Lo que ha hecho es posarse ahí. En este momento, su pijama, tan blanco, y ese modo de mover el cuello, le da un aire de paloma.

    Albertina, hasta en el orden de las cosas tontas, se expresaba de manera muy diferente que la muchachita que había sido en Balbec hacía sólo unos años. Llegaba a decir, a propósito de un hecho político que ella reprobaba: «Eso me parece formidable», y no recuerdo si fue por entonces cuando, refiriéndose a un libro que encontraba mal escrito, aprendió a expresarse así: «Es interesante, pero está como escrito por un cerdo».

    La prohibición de entrar en mi cuarto antes de que yo llamase le hacía mucha gracia. Como llegó también a adoptar nuestra costumbre familiar de las citas y empleaba las de las piezas de teatro que ella había representado en el convento y que yo le había dicho que me gustaban, me comparaba siempre con Asuero:

    Et la mort est le prix de tout audacieux

    Qui sans être appelé se présente à ses yeux.

    Rien ne met à l'abri de cet ordre fatal

    Ni le rang, ni le sexe, et le crime est égal.

    Moi—même...

    je suis à cette loi comme une autre soumise,

    Etsans le prévenir il fautpour lui parler

    Qu'il me cherche ou du moins qu'il me fasse appeler .

    Físicamente también había cambiado. Sus rasgados ojos azules —más alargados— no tenían la misma forma; sí el mismo color, pero parecía como si hubieran pasado al estado líquido. Tanto que, cuando los cerraba, era como cuando se corren las cortinas y ya no se ve el mar. Cada noche, al dejarla, yo recordaba sobre todo esta parte de ella. En cambio, cada mañana, su pelo alborotado, por ejemplo, me causó durante mucho tiempo la misma sorpresa, como si fuera una cosa nueva que no había visto nunca. Y, sin embargo, ¿hay algo más bello, después de la mirada sonriente de una muchacha, que esa corona ondulada de violetas negras? La sonrisa es más bien cosa de amistad; pero los pequeños tirabuzones brillantes de la cabellera florecida, más parientes de la carne y como su trasposición en leves olas, prenden más el deseo.

    Apenas en mi cuarto, saltaba sobre la cama y a veces definía mi tipo de inteligencia, juraba, en sincero arrebato, que prefería morir a dejarme: esto ocurría los días en que me había afeitado antes de llamarla. Era de esas mujeres que no saben explicar la razón de lo que sienten. El placer que les causa una piel fresca lo explican por las cualidades morales del que creen que les ofrece una felicidad para el futuro, que es capaz, además, de perder atractivo y de resultar menos necesario a medida que se deja crecer la barba.

    Le preguntaba a dónde pensaba ir.

    —Creo que Andrea quiere llevarme a las Buttes—Chaumont, que no conozco.

    Entre tantas otras palabras, me era imposible adivinar si éstas escondían una mentira. Por otra parte, tenía confianza en que Andrea me diría todos los lugares a donde iba con Albertina. En Balbec, cuando me sentí muy cansado de Albertina, había pensado decirle a Andrea esta mentira: «¡Ay, Andreíta, lástima no haberla conocido antes! Sería de usted de quien me hubiera enamorado. Pero ahora mi corazón está preso en otro sitio. De todos modos podremos vernos mucho, pues mi amor a otra me causa grandes disgustos y usted me ayudará a consolarme.» Estas mismas palabras embusteras resultaban verídicas pasadas tres semanas. Acaso Andrea creyó en París que era en efecto una mentira y que la amaba, como seguramente lo habría creído en Balbec. Pues la verdad cambia para nosotros de tal modo que a los demás les es difícil reconocerse en ella. Y como yo sabía que Andrea me iba a contar todo lo que hicieran Albertina y ella, le pedí, y lo aceptó, que viniera a buscarla casi todos los días. Así, yo podría quedarme en casa sin preocupación. Y aquel prestigio de Andrea de ser una de las muchachas de la pandilla me hacía confiar en que ella conseguiría de Albertina todo lo que yo quisiera. Y ahora sí que podría decirle con toda verdad que ella sería capaz de tranquilizarme.

    Por otra parte, al elegir a Andrea (que había renunciado a su proyecto de volver a Balbec y se encontraba en París) como guía de mi amiga, pensaba en lo que Albertina me contó del afecto que su amiga me tenía en Balbec, en un momento en que, por el contrario, yo temía serle desagradable, y si lo hubiera sabido entonces, acaso fuera a Andrea a quien amara.

    —Pero ¿es que no lo sabías? —me dijo Albertina—; pues nosotras bromeábamos mucho con esto. ¿Y no notaste que empezó a adoptar tus maneras de hablar, de razonar? Sobre todo cuando acababa de dejarte, era impresionante. No necesitaba decirnos que te había visto. En cuanto llegaba, si venía de estar contigo, se le notaba en el primer segundo. Nosotras nos mirábamos y nos reíamos. Andrea era como un carbonero que quiere hacer creer que no es carbonero, y está todo negro. Un molinero no necesita decir que es molinero, se ve perfectamente toda la harina que lleva encima y el sitio de los sacos que ha cargado. Lo mismo pasaba con Andrea, enarcaba las cejas como tú y después doblaba el cuello tan largo; en fin, no puedo decirte. Cuando cojo un libro que ha estado en tu cuarto, ya puedo leerlo fuera, que de todos modos se sabe que viene de tu casa, porque conserva algo de tus repugnantes fumigaciones. Es una nadería, no sabría decirte en qué consiste, pero, en el fondo, es una nadería bastante simpática. Cada vez que alguien hablaba bien de ti, que parecía tenerte en mucho, Andrea estaba feliz.

    A pesar de todo, para evitar que se preparara algo a espaldas mías, yo aconsejaba renunciar aquel día a las Buttes—Chaumont e ir más bien a Saint—Cloud o a otro sitio.

    Desde luego, y yo lo sabía, no era que amase a Albertina en absoluto. El amor no es quizá otra cosa que la propagación de esos oleajes con que una emoción sacude el alma. Algunos sacudieron la mía hasta el fondo cuando Albertina me habló en Balbec de mademoiselle Vinteuil, pero ahora se habían aquietado. Ya no amaba a Albertina, pues no me quedaba nada del dolor que sentí en el tren de Balbec al enterarme de cómo había sido la adolescencia de Albertina, quizá con visitas a Montjouvain. Todo aquello, pensé durante mucho tiempo, se había curado. Pero en algunos momentos ciertas maneras de hablar de Albertina me hacían suponer —no sé por qué— que, en su vida, todavía tan corta, había debido de recibir muchos cumplidos, muchas declaraciones, y que las había recibido con placer, es decir, con sensualidad. A propósito de cualquier cosa, decía: «¿Es verdad?, ¿es de veras?» Claro que si hubiera dicho como una Odette: «¿Es verdad esa mentira tan gorda?», no me habría preocupado, pues la misma ridiculez de la fórmula se habría explicado por una estúpida trivialidad mental de mujer. Pero su tono interrogador: «¿Es verdad?», causaba, por una parte, la extraña impresión de una criatura que no puede darse cuenta de las cosas por sí misma, que apela a nuestro testimonio como si ella no tuviera las mismas facultades que nosotros (si le decían: «Hace una hora que salimos», o: «Está lloviendo», preguntaba: «¿Es verdad?»). Desgraciadamente, además, esta falta de facilidad para darse cuenta por sí misma de los fenómenos exteriores no debía de ser el verdadero origen de sus «¿Es verdad?, ¿de veras?» Más bien parecía que estas palabras fueran, desde su nubilidad precoz, respuestas a: «No he conocido nunca a una persona tan bonita como tú», «estoy enamoradísimo de ti, me encuentro en un estado de excitación terrible». Afirmaciones a las cuales contestaba, con una modestia coquetamente consentidora, con aquellos «¿Es verdad?, ¿de veras?», que conmigo ya no le servían a Albertina más que para contestar con una pregunta a una afirmación como: «Te has quedado dormida más de una hora. —¿De veras?»

    Sin sentirme en absoluto enamorado de Albertina, sin incluir en el número de los placeres los momentos que pasábamos juntos, seguía preocupándome el empleo de su tiempo; cierto que había huido de Balbec para estar seguro de que Albertina no podría ver a esta o a la otra persona con la que yo tenía miedo de que hiciera el mal riendo, acaso riéndose de mí; cierto que había intentado hábilmente romper de una vez, con mi partida, todas sus malas relaciones. Y Albertina tenía tal fuerza de pasividad, tal facultad de olvidar y someterse, que, en efecto, sus relaciones quedaron ro-tas y curada la fobia que me obsesionaba. Pero ésta puede adoptar tantas formas como el incierto mal que la suscita. Mientras mis celos no reencarnaron en seres nuevos, tuve un intervalo de calma después de los pasados sufrimientos. Pero el menor pretexto puede hacer renacer una enfermedad crónica, de la misma manera que la menor ocasión puede servir para que la persona causante de es-tos celos ejerza su vicio (después de una tregua de castidad) con otros seres diferentes. Yo había logrado separar a Albertina de sus cómplices y exorcizar así mis alucinaciones; se podía hacerle olvidar a las personas, abreviar sus amistades, pero su inclinación al placer era crónica y acaso sólo esperaba una ocasión para ejercerse. Ahora bien, París ofrecía tantas como Balbec. En cualquier ciudad que fuere no necesitaba buscar, pues el mal no estaba en Albertina sola, sino en otras para quienes toda ocasión de placer es buena. Una mirada de una, en seguida captada por la otra, junta a las dos hambrientas. Y a una mujer diestra le es fácil aparentar que no ve y a los cinco minutos ir hacia la persona que ha entendido y la espera en una calle transversal, y le da en dos palabras una cita. ¿Quién lo sabrá jamás? ¡Y era tan sencillo para Albertina decirme, para que la cosa continuara, que deseaba volver a ver cualquier punto de las cercanías de París que le había gustado! Bastaba, pues, que volviera muy tarde, que su paseo durara un tiempo inexplicable, aunque quizá muy fácil de explicar (sin que interviniera ninguna razón sensual), para que renaciera mi mal, unido esta vez a representaciones que no eran de Balbec, y que procuraría destruir lo mismo que las anteriores, como si la destrucción de una causa efímera pudiera implicar la de un mal congénito. No me daba cuenta de que, en aquellas destrucciones donde tenía por cómplice la capacidad de Albertina para cambiar, su facilidad para olvidar, casi para odiar, al objeto reciente de su amor, yo causaba a veces un profundo dolor a uno o a otro de aquellos seres desconocidos con los que Albertina había gozado sucesivamente, y de que aquel dolor lo causaba en vano, pues serían abandonados, pero sustituidos, y, paralelamente al camino jalonado por tantos abandonos que ella cometería a la ligera, proseguiría para mí otro camino implacable, interrumpido apenas por muy breves descansos; de suerte que, bien pensado, mi sufrimiento no podía acabar más que con Albertina o conmigo. Ya en los primeros tiempos de nuestra llegada a París, insatisfecho de lo que Andrea y el chófer me decían sobre los paseos con mi amiga, los alrededores de París me resultaban tan odiosos como los de Balbec, y me fui unos días de viaje con Albertina. Pero en todas partes la misma incertidumbre de lo que Albertina hacía, igual de numerosas las posibilidades de que lo que hacía fuera malo, más difícil aún la vigilancia, tanto que me volví con ella a París. En realidad, al dejar Balbec, había creído dejar Gomorra, arrancar de Gomorra a Albertina; pero, ¡ay de mí!, Gomorra estaba dispersa en los cuatro ex-tremos del mundo. Y mitad por mis celos, mitad por mi ignorancia de aquellos goces (cosa muy ra-ra), había preparado sin querer aquel juego al escondite en el que Albertina se me escapaba siempre. Le preguntaba a quemarropa:

    —¡Ah!, a propósito, Albertina, ¿lo he soñado, o me dijiste una vez que conocías a Gilberta Swann?

    —Sí, bueno, me habló en clase, porque ella tenía los cuadernos de historia de Francia, y estuvo muy simpática, me los prestó y se los devolví también en clase, no la he visto más que allí.

    —¿Es de ese género de mujeres que a mí no me gustan?

    —Nada de eso, todo lo contrario.

    Pero más que entregarme a esta clase de conversaciones indagadoras, solía dedicar a imaginar el paseo de Albertina las fuerzas que no empleaba en hacerlo, y hablaba a mi amiga con ese ardor que conservan intactos los proyectos no cumplidos. Manifestaba tal deseo de ir a ver de nuevo una vidriera de la Sainte—Chapelle, tal pesar por no poder hacerlo con ella sola, que me decía tiernamente:

    —Pero, chiquito mío, si eso te hace tanta ilusión, haz un pequeño esfuerzo, ven con nosotros. Esperaremos todo lo que quieras para que te prepares. Además, si te gusta estar conmigo sola, no tengo más que mandar a Andrea a su casa, ya vendrá otra vez.

    Pero estos ruegos para que saliera reforzaban la calma que me permitía quedarme en casa.

    No pensaba que la apatía de descargarme así sobre Andrea o sobre el chófer del cuidado de calmar mi agitación, encomendándoles a ellos el de vigilar a Albertina, anquilosaba en mí, haciéndolos inertes, todos esos movimientos imaginativos de la inteligencia, todas esas inspiraciones que ayudan a adivinar, a impedir lo que va a hacer una persona. Esto era más peligroso aún porque, por naturaleza, el mundo de los posibles ha estado siempre más abierto para mí que el de la contingencia real. Esto nos ayuda a conocer el alma, pero nos dejamos engañar por los individuos. Mis celos nacían en imágenes, cuando se trataba de un sufrimiento, no de una probabilidad. Ahora bien, puede haber en la vida de los hombres y en la de los pueblos (y debía de haberlo en la mía) un día en que se siente la necesidad de tener en sí un prefecto de policía, un diplomático de clara visión, un jefe de seguridad que, en vez de pensar en lo que esconde un espacio que se extiende a los cuatro puntos cardinales, razona con precisión y se dice: «Si Alemania declara esto, es que quiere hacer tal otra cosa, no otra cosa indefinida, sino exactamente ésta o aquélla, que acaso ha comenzado ya. Si tal persona ha huido, no ha huido hacia los puntos a, b, d, sino hacia el punto c, y el lugar donde tenemos que desarrollar nuestras pesquisas es, etc.» Desgraciadamente, esta facultad no estaba muy desarrollada en mí, la dejaba atrofiarse, perder fuerzas, desaparecer, acostumbrándome a estar tranquilo desde el momento en que otros se ocupaban de vigilar por mí.

    En cuanto a la razón de mi deseo de quedarme, me hubiera sido muy desagradable decírsela a Albertina. Le decía que el médico me mandaba quedarme en cama. No era verdad. Y aunque lo hubiera sido, sus prescripciones no me habrían impedido acompañar a mi amiga. Le pedía permiso para no ir con ella y con Andrea. Sólo diré una de las razones, que era una razón de prudencia. Cuando salía con Albertina, si se separaba de mí aunque sólo fuera un momento, estaba inquieto: me figuraba que había hablado a alguien o simplemente había mirado a alguien. Si Albertina no es-taba de muy buen humor, me imaginaba que le chafaba o le hacía aplazar un proyecto. La realidad no es más que un incentivo para una meta desconocida en cuyo camino no podemos llegar muy le-jos. Es preferible no saber, pensar lo menos posible, no dar a los celos el menor detalle concreto. Desgraciadamente, a falta de la vida exterior, la vida interior tiene también sus incidentes; a falta de los paseos de Albertina, los azares encontrados en las reflexiones que me hacía me proporcionaban a veces esos pequeños fragmentos de realidad que, como un imán, atraen hacia ellos un poco de lo desconocido, doloroso desde este momento. Aun viviendo bajo el equivalente de una campana neumática, continúan actuando las asociaciones de ideas, los recuerdos. Pero esos choques internos no se producían inmediatamente; en cuanto Albertina salía para su paseo, las exaltantes virtudes de la soledad me vivificaban, aunque sólo fuera por unos momentos. Tomaba mi parte de los placeres del día que comenzaba; el deseo arbitrario —la veleidad caprichosa y puramente mía— de gustarlos no habría bastado para ponerlos a mi alcance si el tiempo especial que hacía no me hubiera no sólo evocado las imágenes pasadas, sino afirmado la realidad actual, inmediatamente accesible a todos los hombres a quienes una circunstancia contingente y, por tanto, desdeñable no obligaba a quedarse en su casa. Algunos días muy claros hacía tanto frío, era tan amplia la comunicación con la calle, que parecía que se hubieran abierto las paredes de la casa, y cada vez que pasaba el tranvía, su tim-bre resonaba como un cuchillo de plata golpeando una casa de vidrio. Pero, sobre todo, yo oía en mí con entusiasmo un sonido nuevo del violín interior. Sus cuerdas se tensan o se aflojan por simples diferencias de la temperatura, de la luz exterior. En nuestro ser, instrumento que la uniformidad del hábito ha hecho silencioso, el canto nace de esas diferencias, de esas variaciones, fuente de toda música: por el tiempo que hace ciertos días, pasamos de repente de una nota a otra. Volvemos a encontrar el son olvidado cuya necesidad matemática hubiéramos podido adivinar y que, en los primeros momentos, cantamos sin reconocerlo. Sólo estas modificaciones internas, aunque venidas de fuera, renovaban para mí el mundo exterior. Unas puertas de comunicación condenadas desde hacía mucho tiempo se abrían de nuevo en mi cerebro. La vida de algunas ciudades, la alegría de ciertos paseos, recuperaban en mí su sitio. Estremecido todo yo en torno a la cuerda vibrante, habría sacrificado mi vida de otro tiempo y mi vida futura, suprimidas por la goma de borrar del hábito, por aquel estado tan especial.

    Si no iba a acompañar a Albertina en su larga excursión, mi espíritu vagabundearía más aún que si la acompañaba y, por haber renunciado a gustar con mis sentidos aquella madrugada, gozaba en imaginación de todas las madrugadas semejantes, pasadas o posibles, más exactamente de cierto tipo de madrugadas de las que todas las del mismo género no eran sino una intermitente aparición y que yo reconocía en seguida; pues el aire vivo volvía por sí solo las páginas que había que volver y yo encontraba claramente indicado ante mí, para poder seguirlo desde la cama, el evangelio del día. Aquella madrugada ideal me llenaba el espíritu de realidad permanente, idéntica a todas las mañanas semejantes, y me comunicaba una alegría que mi estado de debilidad no amenguaba: como el bienestar resulta para nosotros, mucho más que de nuestra buena salud, del excedente inaplicado de nuestras fuerzas, podemos alcanzarlo lo mismo aumentando éstas que restringiendo nuestra actividad. El excedente de la mía, mantenido en potencia en mi cama, me hacía vibrar, saltar interiormente, como una máquina que no pudiendo cambiar de sitio gira sobre sí misma.

    2

    Francisca venía a encender la chimenea y para que prendiera el fuego echaba unas ramillas cuyo olor, olvidado durante todo el verano, describía en torno a la chimenea un círculo mágico en el que yo, viéndome a mí mismo leyendo en Combray unas veces, en Doncières otras, estaba tan contento en mi cuarto de París como si me dispusiera a salir de paseo hacia Méséglise o a encontrarme en el campo con Saint—Loup y sus amigos de servicio. Suele ocurrir que el placer que sienten to-dos los hombres en volver a ver los recuerdos acumulados por su memoria es más vivo, por ejemplo, en aquellos que, por la tiranía del mal físico y la esperanza cotidiana de su curación, se ven pri-vados, por una parte, de ir a buscar en la naturaleza unos cuadros parecidos a esos recuerdos y, por otra parte, conservan la suficiente confianza en que podrán hacerlo pronto para permanecer respecto a ellos en estado de deseo, de apetito, y no considerarlos sólo como recuerdos, como cuadros. Pero aunque no hubieran sido nunca nada más que eso para mí y yo hubiese podido, al recordarlos, sólo verlos, volvería a ser de pronto, todo yo, en virtud de una sensación idéntica, el niño, el adolescente que los había visto. No era sólo cambio de tiempo en el exterior, o de olores en la habitación, sino diferencia de edad en mí, sustitución de persona. El olor, en el aire frío, de las ramas de leña, era como un fragmento del pasado, un banco de hielo invisible desprendido de un invierno antiguo que avanzaba en mi cuarto, estriado además de tal perfume, de tal resplandor, como en años diferentes en los que me encontraba de nuevo sumergido, invadido, incluso antes de identificarlas, por la alegría de unas esperanzas abandonadas desde hacía mucho tiempo. El sol entraba hasta mi cama y atravesaba el transparente tabique de mi cuerpo enflaquecido, me calentaba, me tornaba ardiente como cristal. Entonces, convaleciente hambriento que saborea ya todos los manjares que no le permiten todavía, me preguntaba si no malograría mi vida casándome con Albertina, haciéndome asu-mir la obligación, demasiado pesada para mí, de consagrarme a otro ser, obligándome a vivir ausente de mí mismo por su presencia continua y privándome para siempre de los goces de la soledad.

    Y no solamente de éstos. Aun cuando solamente deseos pidamos a la jornada, hay algunos —no los que provocan las cosas, sino los que suscitan los seres— que se caracterizan por ser individuales. Así, si me bajaba de la cama para ir a descorrer un momento la cortina de la ventana, no era solamente como un músico abre un instante el piano y para comprobar si, en el balcón y en la calle, la luz del sol estaba exactamente al mismo diapasón que en mi recuerdo: era también para mirar a una planchadora que pasaba con su cesta de ropa, a una panadera con su mandil azul, a una lechera con su pechero y sus mangas de tela blanca, el garfio con las marmitas de leche, alguna orgullosa muchachita rubia siguiendo a su institutriz; una imagen, en fin, que ciertas diferencias de líneas quizá cuantitativamente insignificantes bastaban para hacerla tan distinta de cualquier otra como lo es la diferencia de dos notas en una frase musical, y sin cuya visión mi jornada hubiera perdido, empobreciéndose, las metas que podía proponer a mis deseos de felicidad. Mas si el suplemento de alegría aportado por la contemplación de unas mujeres imposibles de imaginar a priori me las hacía más deseables, más dignas de ser exploradas, la calle, la ciudad, la gente, me daban al mismo tiempo el afán de curarme, de salir y de ser libre sin Albertina. Cuántas veces, en el momento en que la mujer desconocida con la que iba a soñar pasaba delante de la casa, unas veces a pie, otras con toda la velocidad de su automóvil, sufrí porque mi cuerpo no pudiera seguir a mi mirada que la alcanzaba y, cayendo sobre ella como disparado desde mi ventana por un arcabuz, detener la huida de aquel rostro en el que me esperaba la ofrenda de una felicidad que, enclaustrado como estaba, no gustaría jamás.

    En cambio, de Albertina ya no me quedaba nada que aprender. Cada día me parecía menos bonita. Sólo el deseo que suscitaba en los demás la izaba a mis ojos en un alto pavés cuando, al enterarme, comenzaba a sufrir de nuevo y quería disputársela. Podía causarme sufrimiento, nunca alegría. Y sólo por el sufrimiento subsistía mi fastidioso apego a ella. Tan pronto como desaparecía, y con ella la necesidad de calmar aquel sufrimiento, que requería toda mi atención como una distracción atroz, sentía que no era nada para mí, como nada debía de ser yo para ella. Me dolía la continuación de aquel estado, y a veces deseaba enterarme de algo terrible que ella hubiera hecho y que diera lugar a una ruptura hasta que me curara, lo que nos permitiría reconciliarnos, rehacer de manera diferente y más ligera la cadena que nos unía.

    Mientras tanto, yo encomendaba a mil circunstancias, a mil placeres, la tarea de procurarle junto a mí la ilusión de la felicidad que yo no me sentía capaz de darle.

    Quería ir a Venecia en cuanto me curara; pero, si me casaba con Albertina, ¿cómo iba a hacerlo, tan celoso de ella que, hasta en París, si alguna vez me decidía a moverme, era para salir con ella? Incluso cuando me quedaba en casa toda la tarde, mi pensamiento la seguía en sus paseos, describiendo un horizonte lejano, azulado, engendrando alrededor del centro que era yo una zona movible de incertidumbre y de vaguedad. « ¡Cómo me evitaría Albertina —me decía— las angustias de la separación si, en uno de esos paseos, viendo que ya no le hablaba de matrimonio, se deci-diera a no volver y se fuera a casa de su tía sin que yo tuviese que decirle adiós!» Mi corazón, desde que se estaba cicatrizando su herida, comenzaba a no adherirse ya al de mi amiga; en imaginación, podía alejarla de mí sin sufrir. Seguramente, al perderme a mí, se casaría con otro y, libre, tendría quizá aventuras de aquellas que a mí me horrorizaban. Pero hacía tan buen tiempo, estaba yo tan seguro de que volvería por la noche, que aunque me asaltara esta idea de posibles faltas, podía, en un acto libre, aprisionarla en una parte de mi cerebro, donde ya no tenía más importancia de la que hubieran tenido para mi vida real los vicios de una persona imaginaria; poniendo en funcionamiento los goznes lubrificados de mi cerebro, rebasaba, con una energía que en mi cabeza la sentía yo a la vez física y mental como un movimiento muscular y una iniciativa espiritual, el habitual estado en que hasta entonces estuviera confinado y comenzaba a moverme al aire libre, donde sacrificarlo to-do para impedir que Albertina se casara con otro y obstaculizar su afición a las mujeres parecía tan irrazonable a mis propios ojos como a los de alguien que no la conociera.

    Por otra parte, los celos son una de esas enfermedades intermitentes cuya causa es caprichosa, imperativa, siempre idéntica en el mismo enfermo, a veces diferente por completo en otro. Hay as-máticos que sólo calman sus crisis abriendo las ventanas, respirando aire libre, un aire puro de las alturas, mientras que otros se refugían en el centro de la ciudad, en un cuarto lleno de humo. Apenas existen celosos cuyos celos no admitan ciertas derogaciones. Uno se aviene a aquel engaño con tal de que se lo digan, otro con tal de que se lo oculten, sin que ninguno de ellos sea más absurdo que el otro, puesto que, si el segundo resulta más verdaderamente engañado desde el momento en que le ocultan la verdad, el primero reclama en esta verdad el alimento, la ampliación, la renovación de sus sufrimientos.

    Es más: esas dos manías inversas de los celos suelen ir más allá de las palabras, ya imploren o ya rechacen las confidencias. Celosos hay que sólo sienten celos de los hombres con los que su amante tiene relaciones lejos de ellos, pero, en cambio, permiten que se entregue a otro hombre cercano, si lo hace con su autorización y, si no en su misma presencia, al menos bajo el mismo techo. Este caso es bastante frecuente en los hombres de edad enamorados de una mujer joven. Se dan cuenta de la dificultad de gustarle, a veces de la impotencia para contentarla, y antes que ser engañados prefieren permitir que venga a su casa, a una habitación contigua, alguien que consideran incapaz de darle malos consejos, pero no de darle placer. En otros es todo lo contrario: no dejan a su amante salir sola un minuto en una ciudad que conocen, la tienen en una verdadera esclavitud, y en cambio la dejan ir a pasar un mes en un país que no conocen, donde no pueden imaginar lo que hará. Yo tenía con Albertina estas dos clases de manía calmante. No habría tenido celos si el placer lo gozara cerca de mí, alentado por mí, pero bajo mi completa vigilancia, ahorrándome así el temor a la mentira; acaso no los tuviera tampoco si ella se fuera a un lugar bastante desconocido por mí y bastante lejano como para que yo no pudiera imaginar su género de vida ni tener la posibilidad y la tentación de conocerlo. En ambos casos, el conocimiento o la ignorancia igualmente completos suprimirían la duda.

    En la declinación del día, el recuerdo me volvía a sumergir en una atmósfera antigua y fresca; la respiraba con la misma delicia que Orfeo el aire sutil, desconocido en esta tierra, de los Campos Elíseos. Pero terminaba la jornada y me invadía la desolación de la noche. Mirando maquinalmente en el reloj cuántas horas faltarían para que volviera Albertina, veía que me quedaba tiempo para vestirme y bajar a pedir a mi propietaria, madame de Guermantes, indicaciones para ciertas bonitas cosas de toilette que quería regalar a mi amiga. A veces encontraba a la duquesa en el patio, disponiéndose a ir de compras a pie, aunque hiciera mal tiempo, con un sombrero plano y una piel. Yo sabía muy bien que, para muchas personas inteligentes, no era más que una señora cualquiera, por-que el título de duquesa de Guermantes no significaba nada cuando ya no había ducados ni princi-pados. Pero yo había adoptado otro punto de vista en mi manera de gozar de los seres y de los paí-ses. Me parecía que aquella dama envuelta en pieles y desafiando el mal tiempo llevaba consigo todos los castillos de las tierras de que era duquesa, princesa, vizcondesa, como los personajes es-culpidos en el dintel de un pórtico tienen en la mano la catedral que ellos han construido o la ciudad que han defendido. Pero aquellos castillos, aquellos bosques, los ojos de mi espíritu sólo podían verlos en la mano enguantada de la dama envuelta en pieles, prima del rey. Los de mi cuerpo sólo veían, los días en que el tiempo amenazaba lluvia, un paraguas con el que la duquesa no temía ir armada. «Por si acaso, es más prudente llevarlo, por si me encuentro lejos y me pide un coche demasiado caro para mí». Las palabras «demasiado caro», «superior a mis medios», salían constantemente en la conversación de la duquesa, como «soy muy pobre», sin que se pudiera saber si hablaba así porque le divertía decir que era pobre, siendo rica, o porque consideraba elegante, siendo tan aristocrática, es decir, haciéndose la campesina, no dar a la riqueza la importancia que le dan las personas que son solamente ricas y desprecian a los pobres. Quizá fuera más bien una costumbre de una época de su vida en la que, siendo ya rica pero no lo bastante teniendo en cuenta lo que costaba sostener tantas propiedades, pasaba ciertos apuros de dinero que no quería disimular. Las cosas de las que solemos hablar en broma son generalmente, al contrario, las que nos fastidian, pero no queremos que se vea que nos fastidian, quizá con la esperanza inconfesada de esa ventaja suplementa-ria de que precisamente la persona con quien hablamos, al oírnos bromear con eso, crea que no es verdad.

    Pero, generalmente, a aquella hora yo sabía que la duquesa estaría en casa, y me alegraba mucho, pues era más cómodo para pedirle con detalle los datos que Albertina deseaba. Y bajaba a su casa casi sin pensar en lo extraordinario que era que yo fuese a ver a aquella misteriosa madame de Guermantes de mi infancia únicamente con el fin de aprovecharla para una simple comodidad práctica, como si fuera un teléfono, ese instrumento sobrenatural ante cuyos milagros nos maravillábamos antes y del que ahora nos servimos sin pensarlo siquiera para llamar al sastre o encargar un helado.

    Las cosas de adorno personal entusiasmaban a Albertina. Yo no sabía privarme de regalarle algo cada día. Y cada vez que me hablaba con arrobo de una echarpe, de una estola, de una sombrilla que al pasar por el patio, o desde la ventana, habían vislumbrado sus ojos, rapidísimos en distinguir todo lo referente a la elegancia, en el cuello, sobre los hombros, en la mano de madame de Guermantes, como yo sabía que el gusto naturalmente difícil de Albertina (refinado, además, por las lecciones de elegancia sacadas de la conversación de Elstir) no se conformaría con una simple imitación, aunque lo fuera de una cosa muy bella, que la reemplaza para el vulgo, pero que es completamente distinta, iba en secreto a que la duquesa me explicara dónde, cómo, sobre qué modelo, había confeccionado lo que le gustaba a Albertina, qué tenía que hacer yo para conseguir exactamente lo mismo, en qué consistía el secreto del que lo había hecho, el encanto de su manera (lo que Albertina llamaba «le chic», «la clase»), el nombre exacto —la belleza de la materia tenía su importancia— y la calidad de las telas que yo debía pedir que emplearan.

    Cuando, al llegar de Balbec, le dije a Albertina que la duquesa de Guermantes vivía enfrente de nosotros, en el mismo hotel, al oír el gran título y el gran nombre, tomó ese aire más que indiferente, hostil, desdeñoso, que es la señal del deseo impotente en las naturalezas orgullosas y apasionadas. La de Albertina era magnífica, pero las cualidades que ocultaba sólo podían desarrollarse en medio de esas trabas que son nuestros gustos a los que hemos tenido que renunciar, como Albertina al snobismo: es lo que se llaman odios. El de Albertina a las personas del gran mundo ocupaba, por lo demás, muy poco sitio en ella y me gustaba por un aspecto de espíritu de revolución —es decir, amor desgraciado a la nobleza— inscrito en la cara opuesta del carácter francés donde está el géne-ro aristocrático de madame de Guermantes. Este género aristocrático, a Albertina, por imposibilidad de llegar a él, no le hubiera importado, pero, recordando que Elstir le había hablado de la duquesa como de la mujer que mejor se vestía en París, el desdén republicano cedió el sitio en mi amiga a un vivo interés por una elegante. Frecuentemente me preguntaba cosas sobre madame de Guermantes y le gustaba que fuera a pedirle para ella consejos sobre toilette. Hubiera podido pedírselos a madame Swann, y hasta le escribí una vez con este objeto. Pero me parecía que madame de Guermantes la superaba en el arte de vestirse. Si, al bajar un momento a su casa, después de cerciorarme de que no había salido y de pedir que me avisaran en cuanto volviera Albertina, encontraba a la duquesa envuelta en la bruma de un vestido de crespón de China gris, aceptaba este aspecto dándome cuenta de que se debía a causas complejas y no hubiera podido cambiarse, me dejaba invadir por la atmósfera que desprendía, como ciertos atardeceres envueltos en algodón gris perla por una niebla vapo-rosa; si, por el contrario, aquel vestido era chinesco con llamas amarillas y rojas, la miraba como a una puesta de sol muy luminosa; aquellas toilettes no eran una decoración cualquiera, sustituible a voluntad, sino una realidad dada y poética como la del tiempo que hace, como la luz especial a cier-ta hora.

    De todos los vestidos o de todas las batas que llevaba madame de Guermantes, los que parecían responder mejor a una intención determinada, tener un significado especial, eran esos vestidos pintados por Fortuny según antiguos dibujos de Venecia. ¿Es su carácter histórico, es más bien el hecho de que cada uno es único lo que le da un carácter tan especial que la actitud de la mujer que lo lleva esperándonos, hablando con nosotros, toma una importancia excepcional, como si ese traje fuera el resultado de una larga deliberación y como si esa conversación surgiera de la vida corriente como una escena de novela? En las de Balzac se ven heroínas que visten a propósito esta o la otra toilette el día en que tienen que recibir a este o al otro visitante. Las toilettes de hoy no tienen tanto carácter, excepto los trajes de Fortuny. En la descripción del novelista no puede subsistir ninguna variedad, porque ese vestido existe realmente, y sus menores dibujos quedan tan naturalmente trazados como los de una obra de arte. Antes de vestir este o el otro traje, la mujer ha tenido que elegir entre dos no más o menos parecidos, sino profundamente individuales cada uno, tanto que se podría darles nombre.

    Pero el vestido no me impedía pensar en la mujer. En aquella época, madame de Guermantes me parecía más agradable aún que cuando yo la amaba todavía. Esperando menos de ella (ya no iba a verla por sí misma), la escuchaba casi con la tranquila despreocupación que tenemos cuando estamos solos, con los pies en los morillos de la chimenea, como si estuviera leyendo un libro escrito en lenguaje de otro tiempo. Yo tenía la suficiente libertad de espíritu para gustar en lo que la duquesa decía esa gracia francesa tan pura que ya no se encuentra ni en el hablar ni en los escritos del tiempo presente. Escuchaba su conversación como una canción popular deliciosamente francesa, comprendía que se burlara, como yo la había oído hacerlo, de Maeterlinck (al que ahora admiraba por debilidad de espíritu de mujer, sensible a estas modas literarias cuyos rayos llegan tardíamente), como comprendía que Mérimée se burlara de Baudelaire, Stendhal de Balzac, Paul—Louis Courier de Victor Hugo, Meilhac de Mallarmé. Comprendía muy bien que el que se burlaba tenía una idea muy restringida comparado con aquel de quien se burlaba, pero también un vocabulario más puro. El de madame de Guermantes, casi tanto como el de la madre de Saint—Loup, lo era hasta un punto que encantaba. No es en las frías imitaciones de los escritores de hoy que dicen au fait (por en réalité), singulièrement (por en particulier), étonné (por frappé de stupeur), etc., donde se encuentra el viejo lenguaje y la verdadera pronunciación de las palabras, sino hablando con una madame Guermantes o una Francisca. Desde los cinco años, yo había aprendido de la segunda que no se dice el Tarn, sino el Tar, que no se dice el Béarn, sino el Béar. Lo que me valió que a los veinte años, cuando entré en la sociedad, no tuve que aprender en ella que no se debía decir, como decía madame Bontemps: madame de Béarn.

    Mentiría si dijera que aquel lado terrícola y casi campesino que quedaba en la duquesa ella no lo notaba y no ponía cierta afectación en mostrarlo. Pero en ella, más que afectada sencillez de gran dama que se hace la campesina y orgullo de duquesa que se burla de las damas ricas despreciativas de los campesinos, a quienes no conocen, era inclinación casi artística de una mujer que conoce el encanto de lo que posee y no va a estropearlo con un revoque moderno. De análoga manera, todo el mundo ha conocido en Dives a un normando, propietario de un restaurante llamado «Guillaume le Conquérant», que se guardó muy bien —cosa muy rara— de dar a su establecimiento el lujo moderno de un hotel y que, siendo millonario, conservaba el hablar y la blusa de campesino normando y dejaba que los clientes entraran a la cocina a verle guisar a él mismo, como en el campo, una comida que no por eso dejaba de ser mucho mejor, y mucho más cara, que en los

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