Cuentos Completos
Por Mark Twain
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Mark Twain
Mark Twain (1835-1910), fæddur Samuel Langhorne Clemens, var bandarískur rithöfundur, húmoristi og fyrirlesari þekktur fyrir gáfur sínar og lifandi lýsingu á bandarísku lífi á 19. öld. Hann er almennt talinn einn merkasti bandaríski rithöfundurinn. Verk Twain kanna oft þemu um kynþátt, samfélag og siðferði. Meðal frægustu skáldsagna hans eru Ævintýri Tom Sawyer og Ævintýri Huckleberry Finns, sem þykja meistaraverk bandarískra bókmennta.
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Cuentos Completos - Mark Twain
Mark Twain afiló su narrativa y cimentó su éxito en el género del cuento. Sus relatos se caracterizan por unas tramas ingeniosas, una inventiva inagotable, unos personajes inolvidables, un genial sentido del humor y por su excepcional uso del lenguaje, que traza un vívido retrato de la sociedad de su tiempo. Genio y figura, el propio Twain defendía así sus relatos: «Me gusta una buena historia bien contada. Por esa misma razón, a veces me veo obligado a contarlas yo mismo».
Esta edición es la más completa de la narrativa breve de Twain. La componen todas sus piezas cortas, sesenta textos magníficamente traducidos. Asimismo presenta una excelente introducción de Charles Neider, reconocido como uno de los mejores especialistas en la vida y la obra de este coloso de las letras.
Mark Twain
Cuentos completos
INTRODUCCIÓN
No hace mucho estaba leyendo Pasando fatigas de Mark Twain cuando sentí curiosidad por su costumbre de incluir historias puramente ficticias en una obra de no ficción, historias que quedaban allí mezcladas solo porque en ese momento las tenía en mente y eran buenas. En Pasando fatigas encontré cinco de esas historias, y me pregunté si en otros de sus textos de no ficción habría más. Pues claro que las había: dos en Un vagabundo en el extranjero, tres en La vida en el Mississippi, y tres más en Viaje alrededor del mundo, siguiendo el Ecuador. «¡Qué costumbre tan curiosa!», pensé. Pero Twain es un cúmulo de costumbres curiosas, tanto en lo personal como en lo literario, y eso puede gustar o no. A mí me gusta. Es precisamente esa falta de convencionalismos, como figura literaria y como ser humano, lo que lo hace tan atractivo a quienes disfrutan con él.
«En rigor, no obstante, esas historias no pertenecen a los libros en los que quedan recogidas —pensé—. Su lugar está entre los otros cuentos, entre los relatos que se reconocen claramente como tales. Deberían quedar recogidas en una recopilación junto con los demás. A ver si lo están». Y, así, fui a la biblioteca de la Universidad de Columbia, donde descubrí, para mi sorpresa, que no existía ninguna compilación de sus relatos por separado de los ensayos, anécdotas y similares.
He aquí un hombre, un gran hombre, un monumento nacional, podría decirse, que falleció hace más de cuarenta años y aún no se han recopilado sus relatos, y en cambio escritores menores que han muerto hace mucho menos o incluso que están vivos han recibido ese homenaje por parte del mundo editorial y los lectores. ¿Por qué? ¿Se debe a que no es un buen escritor de relatos? Sin embargo, es reconocido por haber escrito algunos maravillosos y creo que en general se le considera uno de nuestros mejores autores de ese género. ¿Se debe a que su producción es tan extensa, variada y popular que sus relatos han quedado eclipsados (por sus novelas y libros de viaje)? ¿O tal vez a que no era un formalista y no publicó sus relatos cortos estrictamente como tales?
A lo largo de su vida los cuentos aparecieron en volúmenes que solo puedo catalogar de misceláneos, puesto que contienen anécdotas, chistes, cartas, reflexiones, etcétera; toda clase de textos de no ficción serios y humorísticos junto con algunos de ficción. Twain era un hombre muy laxo con respecto a los límites. Algunas de sus obras cortas fluctúan entre la ficción y la realidad. Y tenía ideas muy claras sobre el atractivo de las sorpresas. Cuando era editor le pidió a William Dean Howells, su amigo, que preparara una recopilación de relatos de aventuras reales. Howells las dispuso siguiendo un orden, y cuando Twain lo revisó le recomendó con amabilidad que lo mezclara todo, que aportara variedad para que el lector se sorprendiera. El esquema formal le resultaba tan cómodo como un cuello apretado, algo que difiere considerablemente de las ideas francesas que eran populares entonces, y lo siguen siendo. Tal vez sea su falta de convencionalismos, su insistencia en prescindir de la forma, lo que haya dejado sus relatos en la sombra.
Twain no desconocía su rechazo por la forma. No sé si cuando defendía esa postura lo hacía para racionalizar alguna carencia literaria o no. Lo que sé es que era su filosofía. Seis años antes de morir, cuando dictaba fragmentos de su autobiografía, sintió el impulso de explicar la práctica del dictado. Esa explicación ilustra su manera de entender la escritura en general.
En los últimos ocho o diez años he hecho varios intentos de escribir mi autobiografía con la pluma de un modo u otro, pero el resultado no ha sido satisfactorio. Era demasiado literario. Con la pluma en la mano, la narrativa es un arte difícil. La narrativa debe fluir como un arroyo entre las colinas y los bosques frondosos, cuyo curso cambia con cada canto rodado con que topa y con cada estribación pedregosa y cubierta de hierba que se cruza en su camino. Su superficie se rompe, pero el curso no se interrumpe por las rocas y los guijarros del fondo en las zonas poco profundas. Un arroyo que no sigue ni un minuto una línea recta, pero que discurre y discurre con brío, a veces agramatical, a veces en forma de herradura de casi una milla, y, al final del recorrido, vuelve a pasar a un metro del camino que ha atravesado una hora antes. Pero siempre fluye, y siempre cumple por lo menos una ley, a la que es siempre fiel, la ley de la narrativa, la cual no tiene ley. Nada que hacer sino el viaje, la forma en que se hace no es importante, con tal de que se haga.
Con la pluma en la mano el flujo narrativo es un canal; avanza con lentitud, con suavidad, con decoro, con somnolencia, sin imperfecciones, excepto ser una pura imperfección todo él. Es demasiado literario, demasiado remilgado, demasiado bonito; esa forma de avanzar, el estilo y el movimiento no le sientan bien a la narrativa. El curso del canal siempre es una reflexión: es su naturaleza, no puede evitarlo. Su superficie pulida y brillante se interesa por todo aquello que deja atrás en las orillas: las vacas, el follaje, las flores, todo. Y, así, pierde mucho tiempo en reflexiones.
En la obra de casi cualquier otro escritor es fácil decir: «Esto es un cuento, y esto otro no». Tomemos como ejemplo a Joyce, Mann, James, Hemingway, Kafka o Lawrence. No hay dudas: un relato corto pertenece a un género concreto y guarda la misma relación con el conjunto de la narrativa que una acuarela con respecto a la totalidad de la pintura o una canción con respecto a la música. Incluso en el caso de Chéjov resulta fácil distinguir qué es un cuento y qué no. Digo «incluso» porque sus relatos tienen los límites tan bien difuminados, carecen tan claramente de formalismo (aunque no de forma) que entre todos los escritores mencionados es quien podría presentar problemas en ese sentido. Sin embargo, el caso de Twain es distinto por completo. Tengo la sensación de que escribía en primer lugar para satisfacer al lector y no tanto los requisitos del género. Y echaba mano de cualquier cosa que acudiera a su mente y fuera útil para su causa. Por eso encontramos textos en los que no es posible distinguir la realidad de lo inventado.
No solía entretenerse en las sutilezas de la ficción. Esta tiene un estilo propio, que el escritor literario venera. Para él es, en un sentido muy particular, más importante que la realidad: la conforma, la controla. Es inconcebible imaginar a James o a Flaubert incluyendo material de borrador, sin modificar, sin pulir, en su narrativa. Para Mark Twain esas cuestiones carecían de importancia. Simplemente las desestimaba, aunque era muy consciente de su existencia, mucho más de lo que acostumbraba a admitir. Twain contaba con una dosis suficiente del espíritu de la frontera[1] para sentir aversión por la «forma». Daba la impresión de que era un concepto del Este, o, si no, peor: europeo. Henry James viajó a Europa en busca de la forma, para empaparse de ella, de la forma de las sociedades antiguas, del arte antiguo, de los estilos y los edificios antiguos. Twain viajó a Europa para burlarse de ello y hacernos reír. El hijo de la frontera pensó que podía descubrir las situaciones donde la forma carecía de contenido y pasaba a ser un engaño. Sea lo que sea un cuento —y no es este el lugar para tratar de expresar con exactitud en qué consiste o debería consistir— podemos expresar con cierta seguridad lo que no es. No es un fragmento de autobiografía o biografía; no es una crónica, sin matices, de un hecho histórico; no es un chiste ni una historia graciosa sin más; no es un sermón moralizante, proceda o no del púlpito; no es, en resumen, ninguno de los pequeños textos que solían escribirse en el Viejo Oeste para incluirlos en periódicos o revistas y cuya creación resultó ser, en parte y por suerte, obra de Twain. Un cuento es algo que, a través de un largo proceso de evolución, ha llegado a tener vida propia. Obedece sus propias leyes, gobierna su propio territorio. Y ya lo hacía cuando Twain empezó a escribir.
Twain tenía temperamento de escritor, pero carecía de conciencia de escritor. Su genio era en esencia producto del Oeste, su fuerza era su tierra, sus gentes, su lengua y su sentido del humor. De lo que carecía era de una forjada conciencia del Este que le permitiera pulir la riqueza natural de la que gozaba. Tal vez esa conciencia lo hubiera inhibido y hubiera acabado por echarlo a perder. Aunque, quizá, él sabía mejor que nadie lo que necesitaba. Lo que tenía, lo tenía en abundancia: la capacidad innata de hablar por los codos. Sabía muy bien en qué consistía una historia, para qué servía y qué hacer con ella. No creía que necesitaran adornos, y las contaba de forma directa, sin ceremoniales. Su algazara es notable: su afición por las muecas, el monólogo, los dialectos y las caricaturas. Es un gran defensor de las fábulas imposibles, de ir amontonando un detalle sobre otro hasta que la historia acaba por desmoronarse. En sus pasajes más brillantes es divertidísimo, y sus relatos están llenos de ellos, como el lector descubrirá.
Muchas veces se ha dicho que sus cuentos forman una parte importante de nuestro patrimonio literario. Resultaría difícil, si no imposible, rebatir esa afirmación, suponiendo que uno quisiera intentarlo. También forman parte de nuestro folclore. Twain es el escritor que más se le aproxima, nuestro narrador de cuentos populares. El de la rana saltadora es un relato estadounidense vivo que todos los años se representa en el condado de Calaveras. Sean cuales sean sus remotos orígenes (se ha afirmado que es muy parecido a un viejo cuento griego, que a su vez es probable que proceda de otro cuento hindú, y así hasta el infinito), ahora es nuestro relato, que refleja algo en nosotros. «El hombre que corrompió a Hadleyburg» forma parte de nuestro patrimonio moral. Un estadounidense rebelde y creativo, Frank Lloyd Wright, me escribió que de todos los relatos cortos ese era su favorito. Esos cuentos, junto con varios más, entre los cuales se encuentran «Un legado de treinta mil dólares» y «El billete de un millón de libras», se han incluido en muchas antologías. Cuentos de indignación moral como «La historia de un caballo», y otros escritos para sorprender, como por ejemplo «Extracto de la visita que el capitán Tormentas hizo a los cielos», no tienen menos fuerza e importancia aunque sean menos populares. ¿Quiénes son nuestros escritores de relatos? Irving, Hawthorne, Poe, James, Melville, O. Henry, Bret Harte, Hemingway, Faulkner, Porter… Esos son los nombres que acuden a mi mente sin reflexión previa, aunque mi gusto no se extiende a O. Henry y Harte, y encuentra muchas pegas a Faulkner. A Twain lo sitúo entre los mejores.
Twain es un hombre peligroso a la hora de escribir sobre él. A menos que lo abordes con sentido del humor, estás perdido. No se puede diseccionar a un humorista. Al primer golpe lo matas y lo conviertes en un escritor trágico. Debes aproximarte a Twain con una sonrisa. Es su prerrogativa: puede conseguir que lo logres o que falles. Un importante crítico estadounidense realizó un brillante estudio sobre él. El único problema es que a lo largo del texto creía estar describiendo a Twain cuando en realidad estaba describiendo a otra persona, quizá a sí mismo. El crítico no tenía sentido del humor, y su error fue comparable al de aquel sin oído musical que escribió sobre Beethoven. Dios no permita que intente diseccionar a Mark Twain. En él lo maravilloso no consiste en el detallismo constante, ni en la vida cotidiana, es todo en general, el contorno, la personalidad que emana. ¿Quién querría, estando en este lugar, intentar diseccionarlo? Tan solo expondré con brevedad algunas ideas, y si a veces parezco crítico, que el lector recuerde que adoro la honestidad de este hombre.
Twain deja brotar su escritura a raudales, y arroja en ella todas sus dotes. A veces se lleva por delante todo lo que encuentra, pero otras fracasa de forma ingenua. No es el tipo de escritor versátil que triunfa de igual forma sea lo que sea lo que tiene entre manos. Es difícil creer que pudo haber escrito meticulosos ensayos de viaje como los de Hawthorne, o las críticas delicadas y sutiles de James. Sin embargo, a veces parece haber intentado ambas cosas. Andaba por ahí con un sable y a veces intentaba usarlo para cazar mariposas. Escribía muy deprisa y sentía el orgullo de un niño ante su producción diaria. No se esforzaba por obtener un efecto pulido, o, más bien, lo hacía muy raras veces. Cuando le cambiaba el humor dejaba de escribir y abandonaba el manuscrito, en ocasiones durante años. No era un buen juez de su trabajo. Pero como era en esencia un hombre de buen talante, rara vez dejaba de lado el humor en lo que concierne a la relación con su trabajo. En ese aspecto no se parecía a Flaubert, ni a Proust, ni a James. Dejar de lado la benevolencia hacia uno mismo —o hacia la propia producción— puede resultar una gran ventaja a veces. Ser equilibrado no siempre garantiza un trabajo de mayor calidad.
En los escritos de Twain se aprecia —en el relato de Hadleyburg, por ejemplo— una especie de ingenuidad que parece literaria, como un rechazo a teñir la prosa de la sofisticación del hombre maduro. Sin duda eso refleja en cierta medida la actitud que adoptaba en relación con el acto de escribir y con la naturaleza de sus lectores. La escritura no era el hombre al completo, incluso a veces puede que fuera su parte menor. Y entre sus lectores, según parece apreciarse, como en su familia, hay muchas mujeres, mujeres ingenuas, protegidas de la dolorosa realidad del mundo masculino. La influencia de lo moral en la obra de Twain suele ser considerable, pero la puramente literaria, la estética, es de vez en cuando tan débil que resulta tan solo un goteo. Esta última, imposible de definir, es la que se necesita para crear una obra de arte. En algunos casos procede de momentos de bienestar sin límites; en otros, del abismo de la frustración o la desesperación. Pero, sea cual sea la causa, la tensión debe estar presente, dentro de uno, para que se consiga el efecto. Su exceso puede resultar tan devastador para una obra de arte como su defecto, aunque los escritores como Twain suelen pecar más del último.
En su caso, incluso sus páginas menos valiosas tienen algo de placentero, precisamente por una baja tensión. Está relajado y su sentido del humor es contagioso. Twain rara vez intenta superarse, esforzarse por alcanzar un efecto de grandeza. La lección que supone estar relajado mientras se escribe, aunque es peligrosa para los escritores más jóvenes, tiene un valor incalculable para los más maduros. El adecuado equilibrio de las tensiones cuando uno está a punto de sentarse a trabajar —la salud, la relación con lo material, la capacidad lingüística del momento, el papel de la propia mente— es en realidad lo que suele llamarse inspiración. El equilibrio lo es todo: el continente, que consiste en nuestro complejo estado de ánimo, debe acoger al milímetro aquello que contiene, que es el material bruto a punto de ser transformado en arte. Es una lástima que Twain no se tomara a menudo la molestia de encontrar el justo equilibrio en sí mismo. Pero por lo menos sustituyó eso con otra virtud. En alguna parte dice, con ironía, que tenía por costumbre hacer las cosas y pensarlas después. Uno compara ese hábito con el contrario, el de reflexionar hasta un punto enfermizo, cosa que se aprecia en las últimas obras de Melville y James, y también en parte de las obras de Thomas Mann y Marcel Proust.
Twain no se esfuerza por ser un artista (palabra que seguramente él habría pronunciado al estilo británico, y con una sonrisa). Se sentía más cómodo con el término «periodista». Creció siendo periodista, como Dickens, y era uno de esos escritorzuelos entusiastas del siglo XIX que pasaron al lado de la literatura sin apenas darse cuenta. Tenía instinto de periodista, igual que Defoe, aunque no Hawthorne y James. Eso no tiene por qué suponer por fuerza un impedimento a la hora de crear literatura. No desde el momento en que estimula la conciencia de escribir para un público, la conciencia de un escenario y el uso del habla nativa y del saber popular. Desde el momento que anima una discusión en términos populares con una genialidad poco habitual, tratamos con un don muy poco corriente. También es normal que sus limitaciones sean grandes, las de lo conocido, y en especial de lo que resulta conocido para un grupo en particular. La escritura de Twain era casi siempre un medio para lograr un fin. Tenía unos cuantos objetivos impersonales en mente en relación con la forma, la experimentación, la consistencia, el diseño. Gozaba del toque de lo popular y sabía que era una bendición. Esto lo enriquecía y lo hizo famoso en todo el mundo.
Poseía en un grado limitado el oficio del escritor que ve su prosa, que la examina con cuidado, buscando su diseño y su efecto, mientras al mismo tiempo escucha su música. Flaubert y Joyce eran escritores que veían muchísimo, no por casualidad en sus obras hallamos un gran esplendor de imágenes visuales. La inteligencia visual puede actuar como estricto control de la auditiva, que puede resultar incontrolable, como las malas hierbas, hasta que uno acaba escribiendo sonidos por el puro placer de escucharlos. James, en su última etapa, dictaba gran parte de su narrativa, y como resultado sus obras de ese período están marcadas por la prolijidad, la falta de fuerza y cierta vaguedad en el significado. Por supuesto, puede alegarse que adoptó ese método para satisfacer las necesidades de una genialidad en decadencia. El problema aquí radica en que es una tarea difícil registrar y comprobar la decadencia real de su genialidad separándola de los tics de los que había empezado a adolecer. Uno se pregunta si el sentido visual en la literatura, sobre todo en términos de diseño formal, no ha pecado de exceso de ambición en nuestro siglo con la producción de obras como el Ulises de Joyce, José y sus hermanos de Mann y partes de la gran novela de Proust, y si el impulso de sus excesos no se debió en parte a los abusos del sentido auditivo, tal como se ha observado en un escritor de la talla de Dickens.
En buena parte, la grandeza de Twain se debe a que oía muy bien. Sus diálogos son extraordinarios. A veces uno se pregunta si tenía mucha memoria auditiva. Su capacidad de imitar estilos de habla, con todo un despliegue de detalles precisos, es en verdad notable. Su biógrafo, Albert Bigelow Paine, escribió:
También durante la cena tenía el hábito, entre platos, de levantarse de la mesa y caminar de un lado a otro de la habitación, agitando la servilleta y hablando, hablando sin parar y con una gracia que jamás habría podido igualar del todo con la pluma. En opinión de la mayoría de quienes conocieron en persona a Mark Twain, sus palabras improvisadas, expresadas con aquella inefable habilidad para el discurso, manifestaban la culminación de su genialidad.
Twain y la tradición oral: ambos están relacionados con la frontera. Sin embargo, algunos de sus principales defectos proceden directamente de esa parte de su genialidad. Alguna que otra falta de consistencia, una especie de estructura o ritmo de vodevil para producir efecto, un exceso de indulgencia en el aspecto burlesco, la sensación de que está dando un sermón desde una tarima. Al principio de su carrera pública alcanzó el éxito como profesor y orador, y sin duda ese éxito, esa práctica, esa confianza consolidada en un talento que debía de hacer tiempo que sabía que poseía, tuvo una influencia decisiva en su trabajo.
En la obra de Twain hay cierta transparencia, como la que se halla en los cuentos de hadas. Uno capta los mecanismos por detrás de la cortina de seda. Pero en esa transparencia hay una especie de fuerza también presente en esos cuentos, un conocimiento previo de los acontecimientos, un gusto por la repetición, por explicar lo que ya se conoce, una suerte de conjuro tribal. También hay algo de abstracto en parte de su ficción, una especie de aproximación geométrica al arte de la narrativa que, para el lector moderno, no acaba de resultar satisfactoria. Me refiero a obras como El conde americano y La tragedia de Wilson Cabezahueca. La última es una obra muy imperfecta, cuyas imprecisiones permiten rastrear su creación de buen principio, o más bien de mal principio, un hecho que el mismo Twain llegó a revelar hasta cierto punto. Pero cuando habla con su propia voz, con su ritmo, sus formas idiomáticas y su dialecto, tal como hace en muchos de sus relatos, es único, estrafalario, maravilloso, un ejemplo de inspiración.
Este hombre adoraba los recursos efectistas tal como en la frontera se veneraban las bromas. Afirmaba haber sido el primer usuario del teléfono privado, el primer escritor en utilizar una máquina de escribir, el primer autor en dictar su obra en la grabadora de un fonógrafo. Saltaba de invento a invento con la pasión de un jugador empedernido, y perdió la camisa. A veces el abuso de los recursos efectistas le hace perder la camisa literaria. Su obra favorita de entre las que escribió era Juana de Arco, en la que pretendía relatar los recuerdos de un amigo de Juana. Es sentimental y aburrido, lo cual resulta previsible, ya que no está narrado con la voz y el estilo característicos de Twain.
Es indiscutible que él, como muchos otros novelistas del siglo XIX, peca a veces de añadir paja. A menudo eso se debe al aspecto económico de la producción de libros en su época. La obra de dos volúmenes, que solía venderse mediante suscripción, a menudo por entregas, era tan importante en aquellos tiempos como ahora. Si un escritor solo contaba con un libro y medio, era un desastre. Tenía que obtener de algún modo la parte restante o tirar la toalla. El efecto que ello produce puede apreciarse en todos los autores, desde Dickens hasta James. Si olvidamos ese punto, es probable que reparemos en la longitud de las novelas del siglo XIX y pensemos: «En aquellos tiempos los escritores eran gigantes». Sí que lo eran, pero está claro que muchas de esas novelas necesitan una poda, desde nuestro punto de vista.
Hay una nueva forma de añadir contenido de relleno que ha tenido su florecimiento en nuestro siglo y que no se debe a lo antes citado, que prácticamente prescinde del aspecto económico de forma consciente. Es el caso de Joyce, Proust, Mann, Faulkner. Sospecho que esa forma de agregar volumen tiene su motivo en una sutil e inocua forma de megalomanía, el deseo de llenar callejones sin salida de tal modo que nadie pueda añadirles ni una coma. Es hora de que la novela de proporciones elegantes recupere su fama y su valor, una novela que por su intensidad, elasticidad, forma y armonía alcanza lo que las de otros tiempos conseguían con el grosor. Una ballena no es, por definición, mejor que un tiburón.
Casi huelga añadir que en el relato corto el impulso o la necesidad de añadir paja eran mínimos, y en consecuencia en los cuentos de Twain abundan menos los recursos efectistas que en la mayoría de sus obras extensas. Incluso podría decirse que se sentía más cómodo con ellos, que era la forma que le resultaba más agradable, siéndole de tanto deleite explicar historias. Era la forma que expresaba de manera más precisa su «voz» particular. De hecho, algunas de sus obras extensas son una serie de relatos colocados uno detrás de otro en lugar de tener una estructura propia.
A pesar de sus grandes éxitos seguía siendo un escritor no satisfecho ni integrado de gusto indefinido. En Un vagabundo en el extranjero, por ejemplo, a menudo siente deseos de hacer una descripción seria de las escenas, influido por la belleza del paisaje y el hecho de haber tomado notas detalladas. Ello entra en conflicto con el deseo de resultar divertido, o con el nerviosismo por temer que la atención del lector decaiga. Interrumpe las descripciones para introducir palabras y frases estrafalarias en lengua foránea sin ninguna gracia, creando un batiburrillo de mal gusto, aburrido y que supone una afrenta a su considerable talento descriptivo. Su autobiografía es un buen ejemplo, aunque tardío, de ello. No la escribió de forma cronológica —no pudo—, sino que saltaba de un punto a otro, adonde lo llevaran su ociosa memoria (no siempre fiable) y una serie de asociaciones al azar, y unas veces se detenía en los detalles menores mientras que otras trataba los acontecimientos importantes por encima y de forma precipitada. Es un documento de Estados Unidos importante y olvidado, y es lógico que haya sido así puesto que resulta casi imposible de leer en su forma efectiva, una secuencia confusa de hechos en la que se mezclan párrafos de periodismo cotidiano de la época en que lo escribió. Y, sin embargo, lo notable es que se trata de una obra extraordinaria y solo necesita una mano experta que la componga de forma adecuada. Está preparada para convertirse en un clásico de su género, aunque su estado actual corresponde al de un borrador. Twain no siempre reconocía la diferencia entre un borrador y el producto acabado, al revés que Henry James, quien a veces confundía afinar la prosa con convertirla en el propio material vivo del que procedía.
Es probable que el mayor equilibrio en Twain se encuentre en sus cartas, donde podía ser él mismo sin tener que complacer a quienes creía que eran sus lectores y satisfacer sus exigencias (reales o imaginarias) de incluir más fragmentos humorísticos propios de su estilo. Era, en cierto sentido, esclavo de sus lectores; o, más preciso, de lo que creía su deber para con los lectores. Cuando Twain es de verdad él mismo resulta magnífico. Con qué belleza, con qué franqueza, con qué sensibilidad escribe inmerso en un momento de emoción profunda, como cuando plasmó sus pensamientos instantes después de la muerte de su hija Jean. Entonces no hay matices falsos, no hay tensión alguna en su prosa. Sientes que es un hombre, único y grande, honesto, noble, en cierto modo sublime.
Sus mejores libros, a excepción de los de viaje, son los que transcurren en el Oeste, y estos últimos deben en gran medida su parte humorística, su genialidad y su sabiduría a la tendencia fronteriza de Twain. El sentimentalismo de esa zona lo abarca todo: desde una exagerada consideración con las mujeres hasta el sadismo más mortífero; la falta de formas en el comportamiento social, junto con ciertos códigos de conducta que rayan la delincuencia juvenil; el relativo desprecio de la lengua escrita en contraste con la hablada; el vocabulario subido de tono; las actitudes hacia los urbanitas y el Este, que se consideran casi sinónimos; la impaciencia con respecto a los medios y los principios de la ley… Todas esas características de la frontera estadounidense se encuentran en sus mejores obras, y son su motor. También están presentes de un modo más disimulado en su famoso descendiente, Ernest Hemingway.
Hombre de Missouri, Twain decía con escepticismo a Europa y al mundo: «Demostrádmelo». Ese concepto era nuevo en el Este, donde la veneración del viejo continente estaba en boga entre los literatos, igual que hoy en día. París, Roma, Londres, se consideran aún los templos del aprendizaje literario, o, si no, de la práctica literaria; y si no de la práctica, de la conciencia literaria. Twain iba más allá. Al habitante del Oeste, Europa le parece remota, y sus problemas —unos problemas manidos, muy manidos— casi producto de una obstinada imaginación, o, en todo caso, un sueño muy olvidado y a la vez todavía presente, un regusto amargo, un desasosiego atenazador en algún remoto confín de la mente. El clima y los espacios amplios expresan con elocuencia el hoy y el mañana. Europa, como el Este, es un ayer deslucido.
Twain puede ser muy sarcástico al volver las tornas y revelar el engaño. En su época estaba de moda entre los europeos, algunos de los cuales eran ilustres figuras de la literatura, como Dickens, redactar irónicas reseñas sobre los «salvajes» Estados Unidos. Twain, que se autonombró embajador, les devolvió el favor con intereses, ofreciendo una visión progresista de los estadounidenses y otra diferente de Europa, como una pieza de museo de la barroca humanidad. La sal en la herida es consecuencia de que esa visión tiene gran parte de verdad, como Hawthorne había ya insinuado en sus Cuadernos ingleses. Twain jamás dio con un símbolo más acertado que la lengua alemana, la cual fue, por su parte, objeto de una sátira tan aguda y tan ingeniosa que incluso hubo muchos alemanes que rieron y apreciaron la verdad de lo que daba a entender. Twain gozaba de una maravillosa sabiduría. Es en esencia tan cuerdo que su compañía resulta vivificante. Por su forma de vida parecía decir: «Pertenezco al clan de los escritores, pero soy más cuerdo que ellos. Yo sé disfrutar de la vida». De un hombre así se espera que viva muchos años. Él los vivió, igual que Tólstoi, y, como él, con frecuencia conseguía escribir sin artificios.
Ha sucedido en otros países que lo que en un momento dado recibe un trato condescendiente por no considerarse merecedor de ser llamado arte se convierte de forma indiscutible, casi de la noche a la mañana, en una forma artística de las más elevadas. Sucedió en Alemania y en Rusia a principios del siglo pasado. Creo que sucederá en nuestro país cuando las leyendas y los mitos del Oeste, y el folclore, pasen a ser la base de una forma sofisticada de conocimiento. No falta esnobismo entre los intelectuales del Este en relación con los materiales procedentes del Oeste. Algunos escritores y críticos académicos que disfrutan con los westerns se burlan de la idea de que en el ámbito más serio de la novela puedan utilizarse los mismos materiales para conseguir un efecto favorable y verdadero. Puede que la frontera sea obsoleta, que haya desaparecido; sin duda es así, en un sentido geográfico. Pero existen otras fronteras —la del matiz cultural, por ejemplo—, y también son importantes. Contienen elementos que se originan o se inspiran en la frontera geográfica. Esta ha sido absorbida por la tierra, y si para el aventurero tal cosa es una calamidad, no tiene por qué serlo para el artista, en particular para el escritor. En el Oeste hay un sentido de desinhibición del que el Este ha carecido durante mucho tiempo. Sobre él planea el fantasma de Europa.
A mí me parece que el Oeste producirá una literatura importante y fecunda, y que esa literatura, aunque será libre en su tono y su discurso de un modo que resulta imposible que lo sea la de Nueva Inglaterra, será no obstante sofisticada, sabrá de lo que habla, comprenderá el significado de la herencia y de la tradición igual que el de la rebelión, y el de su lugar en la gran corriente de la literatura y las artes. El hecho de que no haya sido consciente de su valor durante el último medio siglo no puede utilizarse en su contra. Quienes han hecho de ella su profesión son, por desgracia, provincianos, y o bien albergan un resentimiento innecesario hacia el Este o bien lo temen. Tal vez quienes utilicen el material del Oeste en mayor medida y con más éxito no sean precisamente aquellos que proceden de él. No es necesario. Tanto da de dónde procedan.
La influencia personal de Twain ya a lo largo de su vida fue muy importante. La literaria ha sido también considerable, no solo entre los humoristas, sino también entre los novelistas estadounidenses. La prosa de acción de Hemingway y su lenguaje de tendencia oral son una herencia directa. El propio Hemingway dijo que la literatura estadounidense empieza con un libro, Las aventuras de Huckleberry Finn, lo cual resulta una obvia exageración tan de su estilo, pero indica la consideración en que tenía a Twain. Este es un escritor recio, es por excelencia el autor que llama a las cosas por su nombre, el que se esfuerza en establecer una correspondencia precisa entre la realidad tal como él la experimenta y la que aparece en sus libros. También eso es lo que persigue Hemingway; en ello consiste su verdadera pasión. Lo que lo hace grande es que tiene la capacidad de apreciar dónde, en este complejo mundo, puede entrar en contacto con lo que para él es la verdadera experiencia; el valor para buscar esos lugares y, en palabras de James, saturarse de ellos; la pasión para encontrar las palabras —las palabras frescas, según su propio estilo— en las que hacer encajar su experiencia. Como Twain, Hemingway da la impresión de ser un gran escritor solo por casualidad. La escritura va a remolque de su vida. Eso dista mucho del ejemplo de James y Flaubert, que parecían vivir solo para su trabajo, y cuya pasión, moral, inteligencia y religión fueron sacrificadas por su obra y quedaron diluidas en ella.
El gusto por Twain ha disminuido en los últimos cuarenta años. Se le ha considerado perteneciente a otra época, a la de la cromolitografía y la franela, alguien de un optimismo extraordinario, con una capacidad de autocrítica nacional de la que hoy raramente se goza. A pesar de su hombría fronteriza resulta demasiado frívolo, demasiado juvenil, demasiado rodeado de mujeres para satisfacer por completo el gusto del país. Pero es un sólido monumento de las letras estadounidenses y una lección de valor incalculable para nuestros jóvenes novelistas. Su lección dice así: no menosprecies las fuentes de donde hayas nacido; recuerda que el periodismo de ayer puede convertirse en la literatura de mañana; imprégnate del lenguaje vivo, y no olvides que el humor proporciona larga vida y que la musa no te exige que trabajes con el ceño fruncido.
CHARLES NEIDER
Pacific Palisades
California
CUENTOS COMPLETOS
LA CÉLEBRE RANA SALTADORA DEL CONDADO DE CALAVERAS
Para complacer la petición de un amigo que me escribía desde el este, fui a visitar al viejo Simon Wheeler, hombre amable y charlatán, a fin de pedirle noticias de un amigo de mi amigo, Leonidas W. Smiley. Tal había sido su petición, y he aquí el resultado. Tengo la vaga sospecha de que el tal Leonidas W. Smiley es un mito; de que mi amigo jamás conoció a tal personaje; y de que lo único que le movió a solicitarme aquel favor fue la conjetura de que, si yo preguntaba por él al viejo Wheeler, este se acordaría de cierto infame Jim Smiley y emprendería el relato mortalmente aburrido de los exasperantes recuerdos que de este tenía, un relato tan largo y tedioso como desprovisto de ningún interés para mí. Si esa fue su intención, lo logró plenamente.
Encontré a Simon Wheeler descabezando un confortable sueñecito al lado de la estufa del bar, en la desvencijada taberna del decadente campo minero de Angel, y pude apreciar que era gordo y calvo, con una expresión de agradable benevolencia y simplicidad pintada en su tranquila fisonomía. Se levantó y me dio los buenos días. Le expliqué que un amigo mío me había encargado que hiciera ciertas pesquisas acerca de un querido compañero de su niñez llamado Leonidas W. Smiley: el reverendo Leonidas W. Smiley, joven ministro evangelista que, según le habían dicho, había residido durante una temporada en el campamento de Angel. Añadí que, si podía contarme algo acerca de este reverendo Leonidas W. Smiley, le quedaría sumamente agradecido.
Simon Wheeler me condujo hasta un rincón y, tras sentarse, impidiéndome el paso con su silla, emprendió la monótona narración que sigue a este párrafo. No sonrió una sola vez, ni frunció el ceño, ni varió el tono suave y fluido de voz que empleó desde la frase inicial, ni en ningún momento delató la más leve pizca de entusiasmo; pero su interminable narración estuvo recorrida por una vena de seriedad y sinceridad tan impresionantes que me demostró con toda evidencia que, lejos de imaginar que hubiera en su historia algo ridículo o gracioso, la consideraba como algo muy importante y admiraba a sus dos héroes como hombres de trascendente ingenio y finesse. Así pues, le dejé que hablara sin interrumpirle ni una sola vez.
—El reverendo Leonidas W. Hummm, reverendo Le… Bueno, aquí hubo una vez un sujeto llamado Jim Smiley, allá por el invierno del cuarenta y nueve, o en la primavera del cincuenta, no recuerdo muy exactamente. De todas formas, pienso que debió de ser en uno de esos años, ya que me acuerdo perfectamente de que cuando llegó aquí no estaba terminada la gran presa del río. En cualquier caso, era el hombre más peculiar que jamás se haya visto: siempre estaba apostando sobre cualquier cosa, con tal de encontrar a alguien que le aceptara la apuesta. Y si no lo encontraba, cambiaba las tornas. Todo lo que planteara el otro, a él ya le estaba bien: con tal de poder apostar, ya se sentía satisfecho. Y, con todo, tenía mucha suerte, una suerte extraordinaria, y por lo general siempre ganaba. Estaba constantemente dispuesto a correr cualquier riesgo; no se podía mencionar una sola cosa sobre la que no se prestara a apostar, sin importarle mucho qué bando tomar, tal como antes le he dicho. ¿Que había una carrera de caballos? Pues allí le tenía usted, todo colorado de alegría o sin un solo cuarto al terminar. ¿Que había una pelea de perros? Pues allí que apostaba. ¿Que había una pelea de gatos? También apostaba. ¿Que era de gallos? Lo mismo. Incluso si veía a dos pájaros posados en alguna rama, apostaba sobre cuál sería el primero en emprender el vuelo. Si se trataba de una asamblea en el campamento, allí acudía él sin falta para apostar por el pastor Walker, a quien tenía por el mejor de los predicadores de por aquí, lo cual era muy cierto, pues era un hombre excelente. Incluso si veía una sabandija arrastrándose hacia algún sitio, le apostaba a usted sobre lo que tardaría en llegar a su destino. Y si le aceptaba la apuesta, era capaz de seguir al bicho hasta México, solo por enterarse de adónde se dirigía y cuánto tiempo le llevaría. Muchos de los chicos de por aquí conocieron a este Smiley y pueden hablarle de él. En fin, que no hacía distingos, todo le parecía bien para apostar, al muy truhán. Una vez, la mujer del pastor Walker estuvo muy enferma durante bastante tiempo, y parecía que no había salvación para ella; pero una mañana el pastor vino por aquí y Smiley le preguntó qué tal seguía su esposa, y el pastor contestó que, gracias a la infinita misericordia de Dios, se encontraba mucho mejor, y que estaba reponiéndose tan bien que, con la bendición de la Providencia, acabaría por curarse del todo. Smiley, sin pararse a pensar, le dijo: «Le apuesto dos dólares y medio a que no sale de esta».
»Este Smiley tenía una yegua a la que los muchachos llamaban la jaca del cuarto de hora
, aunque solo en broma, ¿sabe usted?, porque ya supondrá que era más rápida que eso, y Smiley también ganaba dinero con aquella yegua, a pesar de que era muy lenta y de que siempre sufría de asma, moquillo, consunción o algo por el estilo. Solían concederle doscientas o trescientas yardas de ventaja y aun así acababan pasándola por el camino; pero hacia el final de la carrera se excitaba mucho, como desesperada, y empezaba a trotar y a galopar, agitando las patas en todas direcciones, unas veces en el aire y otras hacia los lados, golpeando las vallas, levantando tanto polvo y armando tal revuelo con sus resoplidos y bufidos, que siempre acababa llegando la primera a la meta, ganando justo por una cabeza.
»También tenía un perro de presa muy pequeño, que cuando lo veías no habrías dado un centavo por él, ya que parecía servir solo para rondar por ahí con cara aviesa y tumbarse cerca de uno esperando la ocasión de robarle algo. Pero en cuanto se apostaba dinero por él, se convertía en un perro diferente: la mandíbula inferior empezaba a adelantársele como el espolón de un barco y sacaba a relucir sus dientes, refulgentes como el fuego. Y el perro adversario ya podía atacarlo y provocarlo, morderlo y revolcarlo por el suelo dos o tres veces, que Andrew Jackson, que así se llamaba el animal, nunca se revolvía contra él, como si estuviera satisfecho de sí mismo, como si ya se hubiera esperado algo así. Y a todo esto las apuestas se iban doblando y doblando a favor del contrario, hasta que no había ya más dinero que apostar. Entonces, de repente, agarraba al otro perro por el lugar preciso de la articulación de la pata trasera, y ya no lo soltaba. No lo mordía, ¿comprende?, sino que se limitaba a aferrarse a él hasta que los otros tiraban la esponja, así tuviera que aguantar un año. Smiley siempre acababa ganando con aquel chucho, hasta el día en que se topó con un perro que no tenía patas traseras, porque se las había cercenado una sierra de esas circulares, y cuando la pelea había proseguido su curso habitual y las apuestas ya estaban en su apogeo, fue el animalillo a agarrarse a su sitio favorito y en ese preciso instante se dio cuenta de que le habían jugado una mala pasada y de que el otro perro lo tenía contra las cuerdas, por así decirlo, y el pequeño chucho pareció muy sorprendido, se le veía como desanimado, sin hacer ya ningún esfuerzo por ganar la pelea, así que acabó muy mal parado. Lanzó a Smiley una mirada que parecía decirle que tenía el corazón destrozado y que la culpa había sido de él, por haberle hecho enfrentarse con un perro que no tenía patas traseras donde agarrarse, siendo como era aquella su salvación en el combate. Después de dar unos cuantos pasos tambaleantes, se tumbó y murió. Era un buen animal, aquel Andrew Jackson, y de haber vivido habría llegado a hacerse un nombre, ya que tenía madera y genio para ello… Estoy seguro de ello, porque, pese a que nunca tuvo oportunidad de demostrarlo y las circunstancias no le acompañaron, no tendría sentido que un perro como aquel pudiera pelear así si no hubiera tenido talento. Siempre me pongo triste cuando pienso en su último combate y en la forma en que acabó.
»Pues sí, este Smiley tenía terriers, gallos de pelea, gatos y toda clase de bestias por el estilo, hasta el punto de no darte tregua, y ya podías presentarte con cualquier animal que él siempre aceptaba la apuesta con el suyo. Una vez cogió una rana, se la llevó a su casa y dijo que iba a dedicarse a educarla, y durante tres meses no hizo otra cosa que enseñar a aquel bicho a saltar en el patio de atrás de su casa. ¡Y vaya si aprendió! Le daba un golpecito en el trasero, y al momento veías la rana surcando los aires como un buñuelo de viento; luego daba una voltereta, o incluso dos si había tomado bastante impulso, y caía con las patas bien planas y en buena postura, como un gato. También la adiestró en el ejercicio de coger moscas, y la sometió a una práctica tan constante que podía atrapar cualquiera que se pusiera al alcance de su vista. Smiley decía que todo lo que necesitaban las ranas era educación, y que podían hacer casi cualquier cosa… y yo le creía. Mire usted, le he visto poner ahí mismo, en el suelo, a Daniela Webster, que así se llamaba la rana, y decirle canturreando: Moscas, Daniela, moscas
, y antes de poder parpadear la rana daba un salto y atrapaba a una mosca ahí, en la barra, y volvía a caer al suelo tan firme como una bola de barro, y se ponía a rascarse la cabeza con su pata trasera con la mayor indiferencia, como si no tuviera ni idea de estar haciendo nada más de lo que cualquier otra rana podría hacer. Jamás se ha visto una rana tan modesta y campechana como aquella, a pesar de estar tan bien dotada. Y cuando se trataba de saltar sobre terreno plano, salvaba más espacio de un solo bote que cualquier otro bicho de su especie. Saltar en terreno llano era su punto fuerte, ¿comprende?, y en esos casos Smiley apostaba hasta el último centavo que le quedara. Smiley estaba terriblemente orgulloso de su rana, y tenía motivos para ello, ya que gentes que habían viajado por todo el mundo coincidían en afirmar que superaba a cualquier rana que hubieran visto nunca.
»Pues bien, el caso es que Smiley guardaba la bestezuela en una cajita enrejada y solía traerla aquí al campamento para apostar. Un día, un individuo, que no era de por aquí, se lo encontró con su cajita y le preguntó:
»—¿Qué es lo que lleva usted en esa caja?
»Y Smiley repuso, con tono indiferente:
»—Podría ser una cotorra, o podría ser un canario, pero no lo es: no es más que una rana.
»Y el tipo cogió la cajita, la examinó cuidadosamente, volviéndola de un lado y de otro, y dijo:
»—Hummm… ya lo veo. Bueno, ¿y para qué sirve?
»—Bueno —dijo Smiley cautelosamente y con aire despreocupado—, sabe hacer muy bien una cosa. A mi entender, puede vencer saltando a cualquier rana del condado de Calaveras.
»El individuo volvió a coger la cajita, la contempló larga y detenidamente y se la devolvió a Smiley, diciendo con mucho retintín:
»—Pues no veo nada en esta rana que indique que sea mejor que otra cualquiera.
»—Tal vez usted no lo vea —le contestó Smiley—. Tal vez entienda usted de ranas, tal vez no. Podría ser un experto, o podría no ser más que un aficionado. En todo caso, yo ya tengo formada mi opinión, y le apuesto a usted cuarenta dólares a que mi rana derrota saltando a cualquier otra del condado de Calaveras.
»Su interlocutor se quedó un minuto pensativo, diciendo luego con triste resignación:
»—Verá, yo no soy más que un forastero y no tengo ninguna rana, pero si la tuviera aceptaría su apuesta.
»Entonces Smiley repuso:
»—Está bien, no se preocupe. Si me sostiene la caja durante un minuto, iré a buscarle una.
»El tipo cogió la caja, puso sus cuarenta dólares al lado de los de Smiley y se sentó a esperar.
»Permaneció allí durante un buen rato, entregado a sus reflexiones, y luego sacó la rana, le abrió la boca y, con una cucharita, se la llenó de perdigones casi hasta la barbilla. Después, la depositó en el suelo. Entretanto, Smiley había ido a la charca, donde estuvo chapoteando en el barro durante un buen rato. Finalmente, cogió una rana y se la llevó a aquel individuo, diciéndole:
»—Ahora, si está usted dispuesto, póngala al lado de Daniela, con las patas delanteras alineadas a la misma altura, y yo daré la señal de partida. —Acto seguido, dijo—: Uno, dos, tres… ¡ya!
»Smiley y aquel tipo tocaron a sus ranas por detrás, y la nueva saltó con gran ímpetu; en cambio, Daniela pareció lanzar un suspiro y levantar los hombros… así, como un francés. Pero todo fue en vano: no podía moverse. Estaba plantada tan firmemente sobre el suelo como una iglesia, y no podía avanzar, como si estuviera anclada. Smiley se quedó muy sorprendido, y también muy disgustado, pero naturalmente no tenía ni idea de qué podía pasarle a la rana.
»El individuo cogió el dinero y se dispuso a marcharse. Cuando había llegado a la puerta, apuntó con el pulgar por encima de la espalda, así, hacia Daniela, y volvió a decir con mucho retintín:
»—Pues no veo nada en esta rana que indique que sea mejor que otra cualquiera.
»Smiley se quedó rascándose la cabeza y contemplando a Daniela durante un buen rato, hasta que al fin dijo:
»—¿Qué puede haberle pasado a esta rana para no saltar? Es como si le sucediera algo raro… parece como si estuviera hinchada. —Y, cogiendo a Daniela por la piel del cuello, la levantó del suelo—. ¡Que me lleve el diablo si no pesa al menos cinco libras!
»Y, poniéndola boca abajo, la hizo arrojar dos puñados de perdigones. Entonces comprendió la treta y se puso hecho una auténtica furia. Dejó la rana en el suelo y salió en persecución de aquel individuo, sin lograr darle alcance. Y…
Al llegar a este punto, Simon Wheeler oyó que le llamaban desde el patio de delante y fue a ver de qué se trataba. Antes de salir, se volvió hacia mí y me dijo:
—Quédese aquí, forastero, y espéreme. Enseguida vuelvo.
Pero, con el permiso de ustedes, no consideré que la continuación de la historia del emprendedor vagabundo Jim Smiley me proporcionara mucha información concerniente al reverendo Leonidas W. Smiley, así que me dispuse a marcharme.
Ya en la puerta, me encontré al sociable Wheeler, que regresaba, y volvió a engancharme y a reanudar su relato:
—Pues bien, este Smiley tenía una vaca de color amarillento y tuerta, que no tenía por rabo más que un corto muñón, como una banana, y…
Sin embargo, careciendo tanto de tiempo como de disposición para ello, no esperé a escuchar más acerca de aquella desdichada vaca, y me marché.
1865
EL CUENTO DEL NIÑO MALO
Había una vez un niño malo cuyo nombre era Jim; aunque, si se fijan, habrán observado que en los libros de la escuela dominical los niños malos casi siempre se llaman James. Era extraño, y no obstante cierto, que este se llamaba Jim.
Tampoco este niño tenía a la madre enferma: una madre piadosa y enferma con tisis, que con gusto yacería en su tumba y descansaría por fin, si no fuera por el mucho amor que prodigaba a su hijo y por la angustia de que el mundo fuera duro y cruel con él cuando ella faltase. La mayoría de los niños malos de los libros de las escuelas dominicales se llaman James y tienen madres enfermas que les enseñan a decir: «Ahora voy a acostarme…», etcétera, y les arrullan con voz dulce y plañidera, y les dan un beso de buenas noches, arrodilladas junto a la cama y llorando en silencio. Con este ocurría todo lo contrario. Se llamaba Jim y a su madre no le pasaba nada malo: ni tenía tisis ni nada por el estilo. Era más bien robusta, y no era piadosa; y lo que es más, no se preocupaba en absoluto por su hijo. Solía decir que si se rompía la cabeza no iba a perderse gran cosa. Le mandaba a la cama con un sopapo, y jamás le daba un beso de buenas noches; al contrario, antes de dejarlo acostado, le daba unos pescozones detrás de las orejas.
En cierta ocasión, este niño malo robó la llave de la despensa, se coló en ella y se comió un poco de mermelada, y luego rellenó el tarro con alquitrán para que su madre no notara la diferencia; pero no le asaltó de pronto un cruel remordimiento, ni tampoco escuchó ninguna voz que le susurrara: «¿Está bien que desobedezca así a mi madre? ¿No es pecaminoso hacer algo así? ¿Adónde van los niños malos que engullen glotonamente la mermelada de su buena madre?». Y luego no se arrodilló a solas, ni prometió nunca más volver a hacer una maldad así, ni se levantó con el corazón aliviado y feliz, ni se lo contó todo a su madre pidiéndole su perdón, ni fue bendecido por esta con lágrimas de orgullo y agradecimiento en sus ojos. No; así es como se comportan los otros niños malos de los libros; pero, por extraño que parezca, con este Jim sucedía todo lo contrario. Se comió aquella mermelada y, con su forma de hablar vulgar y pecaminosa, dijo que estaba estupenda; y luego rellenó el tarro con alquitrán, y dijo que aquello también era estupendo, y se echó a reír pensando que «cuando la vieja lo descubra va a poner el grito en el cielo»; y cuando la madre lo descubrió, él negó saber absolutamente nada del asunto, y ella le dio una fuerte paliza y él puso los lloros. Todo lo que ocurría con aquel chico era muy curioso: todo resultaba distinto a lo que les sucedía a los James malos de los libros.
En otra ocasión se subió a los manzanos del granjero Acorn para robar manzanas, y no se quebró ninguna rama, haciéndole caer y rompiéndose un brazo, ni tampoco fue atacado por el enorme perro del granjero y tuvo que permanecer en cama durante semanas, teniendo tiempo de arrepentirse y prometer enmendarse en lo sucesivo. Ah, no; robó tantas manzanas como le vino en gana y bajó de los árboles sin ningún percance; y también estuvo preparado para enfrentarse al perro, y en cuanto lo vio venir para echársele encima le arrojó un ladrillo que lo dejó malparado. Era muy extraño: jamás ocurría nada parecido en aquellos libritos de cubiertas veteadas como mármol, con dibujos de hombres con chaquetas de faldones, sombreros acampanados y pantalones hasta la rodilla, y mujeres con vestidos de talle justo por debajo de los brazos y sin miriñaques. No había nada parecido en ninguno de los libros de la escuela dominical.
En otra ocasión robó el cortaplumas del maestro, y cuando tuvo miedo de que lo descubrieran y le azotaran, lo deslizó dentro de la gorra de George Wilson: el hijo de la pobre viuda de Wilson, el chico intachable, el niño bueno del pueblo, que siempre obedecía a su madre, que nunca decía una mentira, que era muy estudioso y al que le encantaba asistir a la escuela dominical. Y cuando el cortaplumas cayó de la gorra y el pobre George agachó la cabeza y se ruborizó, como tomando conciencia de su culpa, y cuando el agraviado profesor le atribuyó el hurto y estaba a punto de dejar caer el puntero sobre sus hombros temblorosos, no apareció de repente ningún improbable juez de paz con el pelo blanco que se interpusiera y, con actitud ecuánime, dijera: «No castiguéis a este noble muchacho… ¡ahí tenéis al infame culpable! Pasaba por casualidad por la puerta de la escuela y, sin ser visto, observé cómo cometía el hurto». Ni tampoco Jim fue expuesto a la vergüenza general, ni el venerable juez dirigió ningún sermón a toda la escuela bañada en lágrimas, ni tomó a George de la mano diciendo que aquel muchacho era digno de encomio, y luego le pidió que se fuera a vivir con él para barrer su despacho, encender el fuego, hacer recados, cortar leña, estudiar leyes y ayudar a su mujer en las labores domésticas, y tener todo el tiempo restante para jugar, ganando cuarenta centavos al mes y siendo feliz. No; así es como habría ocurrido en los libros, pero no pasó de ese modo con Jim. No hubo ningún juez vejete y entrometido que pasara por allí y montara ningún revuelo, y así George, el niño modélico, recibió una paliza, y Jim se alegró de ello porque, como saben, detestaba a los niños ejemplares. Jim solía decir de ellos: «¡Abajo con esas nenazas!». Tal era el lenguaje grosero de este niño malo y maleducado.
Pero lo más extraño que jamás le ocurrió a Jim fue aquella vez que salió en barca en domingo y no se ahogó, y aquella otra vez que se vio sorprendido por la tormenta mientras pescaba en domingo y no fue alcanzado por el rayo. Ya pueden ustedes consultar una y otra vez los libros de la escuela dominical de arriba abajo, desde este momento hasta las próximas Navidades, que jamás verán en ellos una cosa parecida. Ah, no; encontrarán que todos los niños malos que salen en barca en domingo invariablemente se ahogan, y que todos los niños malos que son sorprendidos por la tormenta mientras pescan en domingo acaban infaliblemente alcanzados por un rayo. Los botes en que los niños malos salen en domingo acaban siempre naufragando, y siempre hay tormenta cuando los niños malos van a pescar ese día. Cómo logró escapar Jim a todo eso es para mí un misterio.
La vida de Jim debía de estar protegida por algún encantamiento: esa tenía que ser la explicación. Nada podía dañarle. Incluso llegó a darle al elefante del zoológico una tableta de tabaco sin que le golpeara la cabeza con la trompa. Rebuscó en la alacena para echar un trago de peppermint, y no se equivocó y bebió aguarrás. Robó la escopeta de su padre para salir a cazar en día feriado, y no se arrancó tres o cuatro dedos de un disparo. Un día que estaba furioso golpeó a su hermanita con el puño en las sienes, y esta no pasó largos días de verano postrada en cama, sufriendo, ni murió con dulces palabras de perdón en sus labios que redoblaran la angustia del corazón destrozado de Jim. No, la niña lo soportó bien. Al final se escapó y se hizo a la mar, y al regresar no se encontró triste y solo en el mundo, con los seres queridos reposando en el silencioso cementerio y el emparrado hogar de su infancia desolado y en ruinas. Ah, no; regresó a casa borracho como una cuba, y lo primero que vio fue el puesto de policía al que lo llevaron.
Y creció y se casó, y fundó una familia numerosa, y una noche les partió a todos la cabeza con un hacha, y se enriqueció con toda clase de canalladas y fraudes; y ahora es el rufián más perverso y diabólico de su pueblo natal, es universalmente respetado y forma parte de la legislatura.
Así es que, como ven, nunca hubo uno de esos James malos de los libros de escuela dominical que tuviera una suerte tan prodigiosa como la de este pecador Jim con su encantadora vida.
1865
CANIBALISMO EN LOS VAGONES DEL TREN
Recientemente estuve en Saint Louis, y al regresar hacia el oeste, después de cambiar de tren en Terre Haute (Indiana), subió en una de las estaciones del trayecto un caballero de aspecto benévolo y agradable, de unos cuarenta y cinco o cincuenta años, y se sentó junto a mí. Estuvimos hablando animadamente