Knock Out, tres historias de boxeo
Por Jack London
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Jack London
Born in San Francisco, Jack London (1876–1916) shoveled coal, pirated oysters, sailed with a sealing schooner, and worked in a cannery as a youth. In 1897, London traveled to the Yukon to join the Klondike gold rush, an experience that inspired many of his later works. Best known for The Call of the Wild (1903), he wrote and published more than fifty volumes of essays, novels, and short stories, and was one of the most popular authors of his era.
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Knock Out, tres historias de boxeo - Jack London
Jack London
Knock Out, tres historias de boxeo
Jack London
KNOCK OUT
TRES HISTORIAS DE BOXEO
Wikibook
ISBN 978-88-99941-46-8
Edición Digital
Septiembre 2016
ISBN: 978-88-99941-46-8
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de Simplicissimus Book Farm
INDICE
KNOCK OUT, TRES HISTORIAS DE BOXEO
UN BISTEC
EL MEXICANO
I
II
III
IV
EL COMBATE
I
II
III
IV
V
VI
KNOCK OUT, TRES HISTORIAS DE BOXEO
«En los primeros rounds, la cosa será feroz. Es la especialidad de Ponta. Es un bruto que intenta todos los golpes juntos, un torbellino que quiere tumbar al otro en los primeros rounds. Ha enviado a varios a la lona, algunos más inteligentes y fuertes que él. Mi problema es resistir, eso es todo. Entonces, estará a punto. Iré a buscarlo, ya lo verás. Sabrás cuándo voy a buscarlo, y lo haré pedazos».
Knock Out reúne tres historias memorables: Un bistec, quizás el mejor relato que se haya escrito sobre boxeo; El mexicano, un clásico imprescindible de la narrativa de Jack London, y El combate, novela de desenlace inesperado y verídico. Historias épicas donde el coraje y el sacrificio constituyen el destino último de sus protagonistas.
Enrique Breccia, uno de los mayores ilustradores contemporáneos, ha elaborado dieciséis estampas en blanco y negro que interpretan magistralmente la violenta intensidad de estas páginas.
UN BISTEC
Con el último trozo de pan, Tom King limpió la última partícula de salsa de harina de su plato y masticó el bocado resultante de manera lenta y meditabunda. Cuando se levantó de la mesa, lo oprimía el pensamiento de estar particularmente hambriento. Sin embargo, era el único que había comido. Los dos niños en el cuarto contiguo habían sido enviados temprano a la cama para que, durante el sueño, olvidaran que estaban sin cenar. Su esposa no había comido nada, y permanecía sentada en silencio, mirándolo con ojos solícitos. Era una mujer de la clase obrera, delgada y envejecida, aunque los signos de una antigua belleza no estaban ausentes de su rostro. La harina para la salsa la había pedido prestada al vecino del otro lado del hall. Los dos últimos peniques se habían usado en la compra del pan.
Tom King se sentó junto a la ventana en una silla desvencijada que protestaba bajo su peso, y mecánicamente se puso la pipa en la boca y hurgó en el bolsillo lateral de su chaqueta. La ausencia de tabaco lo volvió consciente de su gesto y, frunciendo el ceño por el olvido, se guardó la pipa. Sus movimientos eran lentos, casi rituales, como si lo agobiara el peso de sus músculos. Era un hombre de cuerpo sólido, de aspecto impasible y no especialmente atractivo. La tosca ropa estaba vieja y gastada. La parte superior de los zapatos era demasiado débil para las pesadas suelas que, a su vez, tampoco eran nuevas. Y la barata camisa de algodón, comprada por dos chelines, tenía el cuello raído y manchas de pintura indelebles.
Pero era la cara de Tom King lo que revelaba inconfundiblemente a qué se dedicaba. Era la cara de un típico boxeador por dinero, de uno que había estado durante largos años al servicio del cuadrilátero y que, por ello, había desarrollado y acentuado todas las marcas de las bestias de pelea. Tenía un semblante particularmente sombrío, y para que ninguna de sus facciones pasara inadvertida, iba bien rasurado. Los labios carecían de forma y constituían una boca hosca en exceso, como un tajo en la cara. La mandíbula era agresiva, brutal, pesada. Los ojos, de movimientos lentos y con pesados párpados, carecían casi de expresión bajo las hirsutas y tupidas cejas. En ese puro animal que era, los ojos resultaban el rasgo más animal de todos. Eran somnolientos, como los de un león: los ojos de una bestia de pelea. La frente se inclinaba abruptamente hacia el cabello que, cortado al ras, mostraba cada protuberancia de la horrible cabeza. Completaban el cuadro una nariz dos veces rota y moldeada por incontables golpes, y orejas deformadas, hinchadas y distorsionadas al doble de su tamaño, mientras la barba, aunque recién afeitada, ya surgía de la piel, dándole al rostro una sombra negra azulada.
Era realmente la cara de un hombre al que temer en un callejón oscuro o un lugar solitario. Sin embargo, Tom no era un criminal, ni había cometido nunca un acto delictivo. Más allá de algunos altercados, comunes en su modo de vida, no le había hecho daño a nadie. Ni tampoco había provocado reyertas. Era un profesional, y reservaba toda su brutalidad combativa a las apariciones profesionales. Fuera del ring era lento, afable y, en los días de su juventud, cuando el dinero abundaba, había sido tan manirroto que terminó perjudicándose. No era rencoroso y tenía pocos enemigos. La pelea era un negocio para él. En el ring pegaba para dañar, pegaba para herir, pegaba para destruir, pero no había animosidad en ello. Era una mera profesión. El público se reunía y pagaba para ver el espectáculo de dos hombres que se noqueaban. El ganador recibía la mayor parte de la bolsa. Cuando Tom King enfrentó a Woolloomoolloo, el Patán, veinte años antes, sabía que la mandíbula de su contrincante llevaba apenas cuatro meses recuperándose después de una fractura durante un combate en Newcastle. Y Tom se había concentrado en esa mandíbula y la volvió a fracturar en el noveno round, no porque abrigara malos deseos respecto del Patán, sino porque era el medio más seguro de noquearlo y ganar su parte de la bolsa. Tampoco el Patán abrigaba malos deseos contra él. Así era el boxeo, ambos lo sabían y lo aceptaban.
Tom King nunca había sido locuaz. Se sentó junto a la ventana, silencioso y taciturno, mirándose las manos. Las venas sobresalían, grandes e hinchadas, y los nudillos, golpeados, deformados tumefactos, daban testimonio del uso que les daba. Nunca había oído decir que la edad de una persona era la edad de sus arterias, pero conocía muy bien el significado de aquellas venas grandes y sobresalientes. Su corazón había bombeado demasiada sangre a gran presión a través de ellas. Ya no hacían su trabajo. Habían perdido elasticidad y, por la distensión, él ya no tenía resistencia. Se cansaba rápidamente. Ya no podía soportar veinte rounds, mazazos y pinzas, pelea, pelea, pelea, pelea, de campana a campana, golpe tras golpe, ser llevado contra las cuerdas y a su vez llevar al oponente contra las cuerdas, golpes más feroces y más rápidos en el último round, el vigésimo, con la sala a sus pies y aullando, y él mismo precipitándose, castigando, esquivando y propinando una lluvia de golpes y recibiendo una lluvia de golpes a cambio, y todo el tiempo con el corazón bombeando fielmente la sangre por las venas. Las venas, hinchadas en ese momento, siempre se habían encogido luego, aunque no del todo: cada vez, imperceptiblemente al principio, quedaban un poquito más grandes que antes. Las miró y miró sus nudillos tumefactos y, por un momento, tuvo la visión de la joven excelencia de aquellas manos, antes de que el primer nudillo se incrustara en la cara de Benny Jones, también conocido como el Terror Galés.
La sensación de hambre volvió a invadirlo.
—Pero ¿por qué no puedo conseguir un bistec? —murmuró en voz alta, apretando sus grandes puños y escupiendo un ahogado juramento.
—Intenté con Burke y con Sawley —dijo su esposa, como disculpándose.
—¿Y no me fían? —preguntó él.
—Ni medio penique, Burke dijo que… —balbuceó ella.
—¡Diablos! ¿Qué dijo?
—Que con lo que te daría Sandel esta noche tendrías suficiente, que no quería aumentar tu cuenta.
Tom King gruñó, pero no contestó. Estaba ocupado, pensando en el perro de pelea que había sido en los días de su juventud y al que había alimentado con incontables bistecs. Burke le habría dado crédito para mil bistecs en aquel entonces. Pero los tiempos eran otros. Tom King estaba envejeciendo y los hombres maduros que peleaban en clubes de segunda clase no tenían la esperanza de pagar sus deudas con los comerciantes.
Se había levantado por la mañana añorando un bistec, y la añoranza no se había disipado. No había tenido un entrenamiento adecuado para esa pelea. Era un año de sequía en Australia, los tiempos eran difíciles y hasta resultaba arduo encontrar un trabajo irregular. No tenía sparring y su alimentación no había sido la mejor, ni siempre suficiente. Durante algunos días había trabajado como peón y había corrido alrededor de la propiedad por la mañana temprano para poner en forma las piernas. Pero era difícil entrenar sin sparring, y con una esposa y dos niños que alimentar. El crédito con los comerciantes apenas había aumentado un poco cuando se planeó su pelea con Sandel. El secretario del Gayety Club le había adelantado tres libras —de la parte del perdedor— y se había negado a darle más. De tanto en tanto se las había arreglado para pedir unos pocos chelines a algún viejo amigo, que habría sido más generoso si no fuera un año de sequía y no estuviera él mismo en dificultades. No —y era inútil ocultárselo—, su entrenamiento no había sido satisfactorio. Habría necesitado mejor alimentación y menos preocupaciones. Además, cuando un hombre tiene cuarenta años, es más difícil ponerse en condiciones que cuando tiene veinte. —¿Qué hora es, Lizzie? —preguntó.
Su esposa atravesó el hall para averiguarlo, y más tarde regresó.
—Las ocho menos cuarto.
—Empezarán la primera pelea en pocos minutos —dijo él—. Apenas un combate de prueba. Luego habrá cuatro rounds entre Dealer Wells y Gridley, y diez rounds entre Starlight y un marinero. No tardarán más de una hora.
Al final de otro silencio de diez minutos, Tom se puso de pie.
—La verdad, Lizzie, es que no he tenido un entrenamiento adecuado.
Fue