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El soldado de Rodas
El soldado de Rodas
El soldado de Rodas
Libro electrónico492 páginas8 horas

El soldado de Rodas

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Información de este libro electrónico

Roma, año 52 d. C.
Durante el transcurso de una naumaquia con miles de combatientes en el lago Fucino, un senador intenta acabar con la vida del emperador Claudio. Este resultará el primer paso de un complot para derrocar al césar e imponer un nuevo orden en el Imperio.
Durante cuatro jornadas frenéticas, pretorianos, delincuentes de la Subura, patricios y un gladiador huido de la naumaquia —que ha perdido la memoria y cree ser un soldado de Rodas— luchan por salvar al césar en una carrera sin descanso por las calles de Roma y por descubrir quién está detrás de la conspiración.
Además, otra amenaza se cierne sobre la ciudad. Un culto de fanáticos, los Hijos de Eleusis, está a punto de provocar una revuelta sangrienta en la capital del imperio impulsada por su misterioso líder: el Hierofante…
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 oct 2016
ISBN9788416331932
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    El soldado de Rodas - Eneko Fernández

    Eneko Fernández

    Imagen1

    Pàmies

    Primera edición: octubre de 2016

    Copyright © 2016 de Eneko Fernández Marín

    © de esta edición: 2016, Ediciones Pàmies, S.L.

    C/ Mesena,18

    28033 Madrid

    editor@edicionespamies.com

    ISBN: 978-84-16331-93-2

    BIC: FV

    Ilustración de cubierta: Calderón Studio a partir de un fragmento de La Naumaquia de Ulpiano Checa

    Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

    Para mi familia.

    ÍNDICE DE PERSONAJES

    GUARDIA PRETORIANA:

    Acilio Calvo, tribuno.

    Artorio, speculator.

    Galerio, miles gregarius.

    Hosto Caelio, miles gregarius.

    Lucio Tremelio Scrofa, centurión de los speculatores.

    Mario, speculator.

    Petronio, speculator.

    Sempronio Libo, tribuno.

    Sexto Afranio Burro, prefecto.

    Sexto Betucio, probatus.

    Terencio, speculator.

    Tito Rutilio Lupo, speculator.

    FAMILIA FANIO:

    Andrónico, esclavo.

    Fania la Menor, hija pequeña.

    Fania Mérula, hija mayor.

    Glauco, esclavo.

    Lucilia, esposa y madrastra.

    Servio Fanio Mérula Póstumo, senador.

    Servio Fanio Mérula, hijo mayor.

    Xenia, nodriza.

    FAMILIA CORNELIO:

    Marco Cornelio Cina, senador.

    Marco Cornelio Dolabella, hijo mayor.

    FAMILIA PAPIRIO:

    Aulo Papirio Capito, hijo mediano.

    Aulo Papirio Carbo Ambusto, hijo mayor.

    Aulo Papirio Carbo, senador.

    Aulo Papirio Lurco, hijo menor.

    FAMILIA IMPERIAL:

    Julia Vipsania Agripina, emperatriz.

    Nerón, hijo adoptivo del césar.

    Tiberio Claudio César Augusto Germánico, césar.

    OTROS PATRICIOS:

    Cneo Hosidio Geta, senador y antiguo cónsul sufecto.

    Quinto Viturio Cicurino, senador.

    PALACIO:

    Ampelios, liberto imperial y procurator a muneribus.

    Hermes, ayudante de Ampelios.

    LA SUBURA:

    «El Perro», espía.

    Baco, sirviente.

    Crísipo, médico griego.

    Curtio, hombre sin memoria.

    Mamerco Cloelio «el Búho», hombre de negocios.

    Minio, guardaespaldas.

    Porcio, guardaespaldas.

    Spurio, matón de Carbo Ambusto.

    Vibio Arrio, ladronzuelo.

    GLOSARIO

    aquarii, siphonarii: Equivalen a los actuales bomberos; los aquarii (de aquarius, -ii, fontanero, aguador) eran los encargados de llevar el agua y hacer que corriera; los siphonarii (de sipho, -onis, sifón, y de ahí siphonarius, -ii , sifonero, sofocador) se ocupaban de sofocar el fuego.

    atramentarium, -i (neutro): Tintero, y atramentum, -i (neutro): Tinta.

    bucina, -ae: Bocina, trompeta o corneta militar para anunciar las horas durante la noche, y bucinator, -oris: Bocinero, trompetero. Soldado encargado de hacer sonar la bucina.

    •Buco, Maco, Papo (también Bucco, Maccus, Pappus): Personajes de la farsa atelana (teatro de Atelia, Campania; sus obras fueron importadas a Roma en el año 300 a. C.).

    clivus, -i (neutro): Pendiente, cuesta, subida.

    cognomen, -inis (neutro): Tercero de los tria nomina (praenomen, nomen, cognomen), equivale a un segundo apellido, aunque también podía ser una referencia a un mote o a la posición en la familia; y praenomen, -inis (neutro): Primero de los tria nomina, es el nombre propio o de pila.

    corvus, -i: Arpón, elemento de la proa de un barco.

    cursus honorum: (De cursus, -us y honor, -oris). «Carrera del honor». Proceso establecido y reglado para ir ascendiendo en la jerarquía de los distintos cargos políticos del Gobierno.

    equites: De eques, -itis, caballero romano.

    gorgoneion: Del griego γοργόνειον. Amuleto con la forma de la cabeza de la Gorgona.

    lapis niger: De lapis, -idis (piedra) y niger, -gra –grum (negro). Piedra negra en forma de plancha y cuadrada que se colocaba en el Foro como ornamento o símbolo, según la época.

    miles gregarius: De miles, -itis (soldado) y gregarius, -a, -um (normal, vulgar). Soldado raso.

    nomenclator, -oris: Encargado de nombrar a cada persona por su nombre. Un esclavo ejercía de nomenclator con el fin de que su amo supiera los nombres de los ciudadanos.

    ordo equester: De ordo, -inis (fila) y equester, -tris (caballero). Formación militar.

    palaestra, -ae: Escuela, gimnasio, palestra; donde eran educados los jóvenes patricios.

    perduellio, -onis: Crimen de alta traición.

    pilum, -i (neutro): Arma con forma de lanza o jabalina reglamentaria de las legiones.

    princeps, -ipis: Primero, líder, guía (referido al emperador).

    principia, -ium (neutro, plural): Cuartel general.

    probatus, -i: Soldado experimentado, destacado.

    procurator a muneribus: De procurator, -oris y munus, -eris. Organizador al cargo.

    salutatio, -onis: Tradicional ceremonia matinal en la que el amo recibía a las personas que le juraban fidelidad a cambio de su ayuda.

    sella, -ae: Silla, asiento, trono.

    Septimontium: Se refiere a Roma, por sus siete colinas.

    speculator, -oris: Observador, espía, investigador.

    spoliarium, -i (neutro): Foso del circo donde se arrojaba a los gladiadores muertos.

    sportula, -ae: «Cestillo», literalmente. Contribución monetaria que el patrón entregaba a sus clientes y que constituía la principal fuente de ingresos de parte de la población de Roma.

    tabernae novae: Establecimientos que se edificaron en la fachada sur de la basílica Emilia.

    tabularium, -ii: Archivo público que contenía leyes y actas oficiales del Estado romano.

    tesserarius, -ii: Soldado que lleva la contraseña en un campamento.

    valetudinarium, -ii (neutro): Enfermería, hospital.

    vexillatio, -onis: Destacamento de vexillarii (de vexillarii, -iorum, cuerpo de soldados veteranos que militaba separado de las legiones).

    vicus, -i: Lugar, calle.

    HORAS DEL DÍA

    El día comenzaba con la salida del sol y finalizaba con la salida del sol del siguiente día. Cada día se dividía en 12 horae. Eran de duración variable según la época del año, lo que dependía de cuándo salía el sol y de cuándo se ponía.

    En primavera, que es la estación en la que se desarrolla la novela, su equivalencia con nuestras horas es la siguiente para la latitud de Roma:

    -Hora prima: 04:27 - 05:42

    -Hora secunda: 05:42 - 06:58

    -Hora tertia: 06:58 - 08:13

    -Hora quarta: 08:13 - 09:29

    -Hora quinta: 09:29 - 10:44

    -Hora sexta: 10:44 - 12:00

    -Hora septima: 12:00 - 13:15

    -Hora octava: 13:15 - 14:31

    -Hora nona: 14:31 - 15:46

    -Hora decima: 15:46 - 17:02

    -Hora undecima: 17:02 - 18:17

    -Hora duodecima: 18:17 - 19:33

    Las horas de la noche se dividían en 4 horas vigiliae. Al igual que las horas del día, eran de duración variable según la época del año. Dividían el intervalo de tiempo sin luz:

    -Prima vigilia: 19:33 - 21:47

    -Secunda vigilia: 21:47 - 0:00

    -Tertia vigilia: 0:00 - 02:15

    -Quarta vigilia: 02:15 – 04:27

    1

    El soldado de Rodas

    El trirreme siciliano se nos echó encima con el ímpetu de un titán enorme y colérico. El espolón de bronce de su proa hendió nuestro casco, abriendo una grieta a estribor y quebrando los remos a su paso como si fueran ramas secas. Al impacto le siguieron los gritos desgarradores de varios remeros, quienes perecieron aplastados contra los bancos. La sangre escapaba a borbotones de sus cuerpos y se unía a las salpicaduras de agua que caían sobre la cubierta, la cual se había inclinado peligrosamente hacia babor.

    Apoyado de espaldas sobre la borda, atrapado en la conmoción que sobrevino tras el choque, yo contemplaba hipnotizado cómo la nave siciliana comenzaba a ciar, desencajándose lentamente de nuestro trirreme para situarse en paralelo y comenzar el abordaje. Un sonido de madera astillándose acompañaba la maniobra, mientras el iris rojo, pintado en su estrave, nos miraba con furia al intentar escapar de las entrañas de nuestra embarcación. Cuando la nave enemiga logró separarse, la cubierta sufrió un zarandeo. Luego se detuvo tras oscilar varias veces. Y durante un instante, los charcos de sangre y agua dejaron de mecerse sobre ella.

    Acabábamos apenas de hundir otro trirreme enemigo, cuyos restos rascaban todavía nuestra quilla como si fueran uñas enormes, cuando el nuevo rival se nos había echado encima. Lo había hecho sin darnos tiempo para recuperar el resuello, dejando nuestra nave ingobernable, muerta, enteramente a su merced.

    Entonces oí gritar. Fue un grito autoritario, que rebotó sobre la superficie de la cubierta. Luego un nuevo grito, esta vez acompañado del sonido de un gladio al ser desenvainado. Era yo el que gritaba.

    Recobrada ya la compostura, me sorprendí dando órdenes en voz alta, buscando en la vorágine de bultos que me rodeaba, hombres capaces de hacer frente al inminente abordaje. Muchos, de entre la veintena que aún quedaban en pie, presentaban el aspecto de una pronta condena al tártaro. Pero en ese momento divisé, en el castillo de popa, un corro de seis soldados que parecían estar en plenas facultades. Permanecían inclinados hacia adelante, manteniendo una disposición en círculo tras sus escudos, lanzando ojeadas en derredor. Les grité y les hice señales con mi gladio, exhortándolos a formar en línea frente al pretil de estribor. En lugar de obedecer las órdenes, me devolvieron miradas de indiferencia. Al acercarme hacia ellos, mascando su desobediencia en mis mandíbulas, sentí un mareo, trastabillé y caí de rodillas. Acto seguido, y sin poder contenerme, apoyé ambas manos sobre las tablas de la cubierta y vomité con gran estruendo. Lo hice notando la presión del casco sobre las sienes, sintiendo a la vez el cuerpo atenazado por armadura. Como si estuviera enroscándose en torno a mí. Intenté controlar el pánico cerrando los ojos, apretando los dientes hasta que rechinaron. Mi mente entonces se vio asaltada por una serie de imágenes vertiginosas: caras extrañas inclinadas sobre mí, sombras sobre adoquines, volutas de humo ascendiendo sobre palmatorias, cuerpos tendidos que me miraban con ojos vacíos… Todas ellas conformaban una pesadilla vívida que, sin embargo, yo no sentía como propia.

    Una palpitación en mi mano derecha me rescató de la terrible ensoñación. Abrí los ojos. Seguía asiendo fuertemente el arma por la empuñadura; su hoja afilada reflejaba los rayos de un sol que por fin hacía acto de presencia. Mi cuerpo comenzó a calentarse, reconfortado por la luz que Helios nos enviaba. Levanté la cabeza entrecerrando los ojos, a fin de protegerme del deslumbramiento. Distinguí a contraluz la pareja de ciervos de Rodas. Sus siluetas enormes, encerradas en un círculo rojo igualmente enorme, ondeaban sobre la blancura de la vela mayor. El favor de los dioses estaba con nosotros, así que me incorporé y afirmé con seguridad los pies sobre la cubierta, decidido a luchar hasta el fin, hasta que la mano del barquero se extendiera ante mí reclamando su moneda. Como buen soldado de Rodas.

    Eché una nueva ojeada alrededor. Los hombres, sobrepasados por los acontecimientos, seguían sin mantener ningún tipo de formación. Traté de animarlos, caminando con decisión por la nave mientras les lanzaba órdenes enfatizadas por movimientos de mi gladio. Reparé en que los soldados del castillo de popa seguían en corro, sin quitarme la vista de encima y sin cumplir mis órdenes. Al acercarme advertí que llevaban dibujada en sus escudos una espiral blanca. Este hecho me extrañó, pues no había distinguido tal señal en ningún escudo del resto de soldados. Mi extrañeza aumentó cuando uno de ellos rompió súbitamente el corro y se irguió bajo las tablas de las aflastas de la popa. Sostenía con ambas manos, pegado a su pecho, un objeto ovalado y plano: un espejo de acero. Su superficie comenzó a emitir destellos intermitentes a medida que el soldado lo inclinaba, con la vista fija en babor.

    Por primera vez desde que comenzó la batalla, sonó en mi mente una voz de alarma que se agudizó al fijarme en uno de los soldados de aquel grupo: tenía la mitad de la cara cubierta por una costra brillante y rosada que reconocí como los restos de una antigua quemadura. El hombre, al sentirse observado, me devolvió la mirada, dedicándome una sonrisa burlona que cuarteó la carne abrasada de su rostro. Extendió un brazo para señalar con su arma un punto detrás de mí. Me giré y vi cómo el puente de abordaje del trirreme siciliano, el temido corvus, comenzaba a caer sobre nuestra nave como una garra. Y esta vez sonaron en mi interior cientos de alarmas.

    El garfio del corvus perforó nuestra cubierta con una facilidad asombrosa, al tiempo que su base destrozaba, en su caída, un tramo de la borda de estribor y varios toletes. La superficie vibró con violencia bajo mis pies. De nuevo ambas naves quedaron trabadas, esta vez en paralelo, separadas a menos de diez pies. En un instante, decenas de soldados sicilianos pasaban en fila sobre el corvus y subían a nuestra embarcación.

    Mientras me disponía para el combate, advertí que no portaba escudo. Miré alrededor, contrariado, cuando a varios pasos a mi derecha distinguí uno manchado de sangre. Lo cogí, y, al girarme, me encontré con la cara desencajada de un siciliano, que se dirigía hacia mí empuñando un gladio oxidado. Reaccioné presto, y con un movimiento corto del brazo traspasé su abdomen. Al caer de rodillas, aún blandía torpemente su arma en alto. Otro rival se me acercó anadeando, señalándome con un pilum y mostrando con sonrisa siniestra unos dientes amarillos y afilados. Su arma destellaba. Al retroceder hacia la proa, intentando esquivar los cadáveres tendidos sobre la cubierta, sentí un golpe a mi espalda. Era el palo mayor. Lo rodeé sin dejar de mirar a mi rival, intentando que quedara entre él y yo. El siciliano me enfiló con encono, tratando de alcanzarme en los flancos del palo. Hasta que desvié una de sus acometidas con mi escudo. El pilum resbaló sobre su superficie, clavándose profundamente en la cubierta. Entonces giré sobre mí mismo con el brazo extendido. El siciliano aún sonreía cuando el filo de mi gladio le cercenó limpiamente el cuello.

    De pronto, un clamor fantasmal se impuso sobre el ruido que me envolvía, penetrando en mi mente como un coro de sirenas. Desligado en parte de la realidad por aquel sonido, traté de buscar su origen oteando a lo lejos, más allá del combate y de los trirremes, pues era evidente que no procedía de ellos. Tras una bruma que flotaba sobre las aguas, descubrí una masa deforme y colorida que ocupaba todo el horizonte.

    Una serie de reverberaciones me liberaron de la alucinación, a la vez que los alaridos que llenaban la cubierta me ceñían de nuevo a la realidad. Los sicilianos comenzaban a romper nuestras defensas, haciendo que un par de nuestros soldados saltaran repentinamente por la borda. Apenas salpicaron la nave al caer al agua, pero la anegaron de desaliento. Sin embargo, al seguirlos con la mirada, topé milagrosamente con la esperanza. A babor, a menos de quinientos pies de distancia, los remos de un trirreme rodiota cortaban el mar, provocando heridas de espuma mientras avanzaba en nuestro auxilio. Al verlo, recordé unas palabras: «Cambian de clima, no de alma, quienes veloces atraviesan los mares». Los ánimos se me encendieron de nuevo. Nada estaba aún perdido.

    Un nuevo siciliano me salió al paso, maldiciendo y arrojando espumarajos por una boca casi desdentada. Cayó bajo mi arma sin saber siquiera de dónde venía el golpe. Tras abatirle, conté con el tiempo justo para girarme y bloquear una cuchillada de un nuevo enemigo, quien continuó acometiéndome en corto, proyectando su aliento sobre mi rostro, inundando casi mis pulmones. Su sangre brotó cálida cuando lo atravesé con el metal, hundido hasta la empuñadura. Luego apoyé el pie sobre el hombro del caído, con el fin de liberar la hoja, que escapó al son de huesos astillándose. Y en ese momento, la lucha me otorgó una pausa, instante que aproveché para sofocar el ardor de mis brazos y para evaluar de nuevo la situación.

    La sangre recorría la cubierta como un manto, fluyendo espesa, tornándose brillante al escapar de las sombras que la oscurecían en su avance. El número de soldados rodiotas no dejaba de menguar, mientras el combate se mantenía enconado en la popa. Allí, el grupo que mostraba la espiral blanca en sus escudos presentaba una formación en semicírculo, manteniendo al soldado del rostro derretido protegido tras sus compañeros. Luchaban con firmeza, empujando con los escudos, acuchillando a sus oponentes de forma metódica, con tajos cortos y certeros. Permanecían en todo momento hombro con hombro, sin conceder brecha en la defensa.

    El contraste con el resto de la nave era estremecedor. Las escenas de lucha eran caóticas, los soldados se enfrentaban de forma torpe y primaria. Se lanzaban sobre el acero rival con el miedo ya convertido en locura.

    Entonces reparé en un compañero acosado por dos sicilianos cerca de la proa. Me dirigí a socorrerlo cuando mi cáliga izquierda impactó con un pilum, rodando este unos cuantos pasos sobre la cubierta. Envainé mi gladio y agarré el pilum salvando la distancia de dos zancadas. Tras lanzarlo, voló cortando el aire hacia la espalda de uno de los sicilianos. Traspasó metal, piel y carne, y el cuerpo cayó hacia delante arqueado por el impacto. El otro siciliano, atento solo en matar, no reparó en lo que le acababa de suceder a su compañero. En un momento, bajó la vista tras emitir un grito ahogado, y se encontró con un palmo de metal asomando a la altura del pecho.

    El soldado rodiota, recién rescatado, me miró sorprendido cuando vio caer al siciliano. Logró balbucir unas palabras de agradecimiento mezcladas con una extraña pregunta, que no llegué a responder al no encontrarle sentido en aquel momento:

    —¿Por qué tu yelmo es rojo?

    El soldado era menudo, de constitución ligera, y tanto su yelmo como la armadura le iban grandes. Incluso su túnica blanca caía por debajo de sus rodillas. Me observaba con ojos nerviosos desde un rostro ovalado, cubierto por una barba rala, en cuyo centro aparecía una nariz redonda y respingona. Parecía estar milagrosamente ileso, teniendo en cuenta la torpeza con que agarraba sus armas. Le sonreí con camaradería y le conminé a aguantar, tras señalar hacia babor con la cabeza, pues el trirreme amigo se encontraba ya a menos de doscientos pies de distancia. El auxilio se acercaba.

    Sus labios insinuaron una sonrisa que se extinguió de repente cuando su mirada saltó de mi rostro y quedó petrificada detrás de mí. Me giré y me encontré con una figura enorme y oscura que nos observaba desde el centro del trirreme, con la cabeza ladeada. Portaba armadura negra, casi mate, que devoraba la luz del sol. El penacho sobre su yelmo se asemejaba al plumaje de un cuervo funesto. Llevaba un gladio en cada mano, ambos irradiando muerte. Podría decirse que todo en él estaba revestido de la misma sustancia que la de un guerrero homérico.

    Avanzó lentamente, ajeno a la lucha que se libraba a su alrededor, haciendo oscilar sus armas. Un desasosiego se apoderó de mí cuando lo encaré, mezclado con un nuevo mareo, que no podía permitirme en ese momento. Conseguí dominarlo tras tambalearme a la derecha, aunque un latido doloroso se instaló en mi cabeza, marcando cada uno de mis pasos. A mi espalda, el soldado menudo me obsequiaba unas palabras de aliento que apenas se oyeron.

    Nos detuvimos a poca distancia, observándonos desde las sombras del yelmo. En ese momento me dedicó una sonrisa, tan negra como su armadura, que me arrancó súbitamente de la confusión reinante. Y comenzamos a batirnos.

    Acometimos el uno contra el otro con furia, variando constantemente las posiciones de ataque. El tiempo se detuvo, solo existía la cadencia de fintas, bloqueos, cuchilladas, pasos cortos y rápidos alternados con otros largos y pesados.

    Pero de nuevo, el sonido lejano de miles de voces cayó sobre mis sentidos como un torrente, ahogando mis ínfulas guerreras. El horizonte estaba de nuevo colapsado por aquella presencia misteriosa. Contemplé a mi adversario, tratando de encontrar en él alguna señal de desconcierto. Sus ojos continuaban atentos al combate, aunque percibí una relajación en sus hombros, seguida de un descenso de sus armas. Entonces hizo algo absolutamente inesperado: retrocedió cinco pasos de forma casi teatral y rio con estruendo mientras levantaba el rostro y los gladios hacia el cielo.

    A nuestro alrededor, la lucha se desarrollaba con beligerancia, ajena al clamor que se imponía sobre nosotros como un vaticinio aciago. De forma repentina, una luz centelleó a la izquierda del siciliano. Parecía salida de las mismas entrañas de la masa colorida y brumosa que se sostenía sobre el agua. Cuando dejó de brillar la luz, entreví un movimiento a mi izquierda: el grupo de rodiotas de la popa se movía hacia el centro de la embarcación como reaccionando ante una señal que solo ellos parecían entender. El soldado del rostro quemado mantenía la vista clavada en mí, sin dejar de lanzar juramentos, señalando mi posición. Sin embargo, su avance se veía ralentizado por las acometidas de los soldados sicilianos, que se abalanzaban sobre ellos en oleadas y comenzaban a generar bajas.

    Atenazado por el miedo, estaba convencido de hallarme rodeado de súcubos surgidos del averno. Mi cuerpo todavía no reaccionaba, y yo notaba el sudor bañando mis mejillas. Me asaltó el deseo de cerrar los ojos y esperar el fin. Pero, en lugar de eso, de nuevo unas palabras se abrieron camino en mi mente: «Nada confía el marinero, a la hora del miedo, en las pintadas popas. Mantente en guardia, si no quieres ser juguete del viento…». Empecé a repetirlas una y otra vez, mezcladas con un jadeo áspero. Primero en voz baja y luego aumentando el tono hasta casi gritar. Las frases, sucediéndose en bucle, consiguieron frenar mi miedo, lo que puso fin a la risotada del siciliano de armadura negra, que ahora me miraba boquiabierto.

    Mi cordura dejó de flaquear; de nuevo la realidad estuvo únicamente ocupada por la batalla y mi sorprendido adversario. Me acerqué a él de costado, con el escudo por delante y la punta del gladio asomando por encima, tratando de tomar la iniciativa. El siciliano, ya en posición de combate, no me permitió atacar y cargó con ambas armas en una serie de movimientos descendentes, que detuve sin problema inclinando la defensa. A continuación, giró sobre sí mismo y me lanzó un tajo hacia la rodilla adelantada. Lo intuí a tiempo y bajé el escudo, cuyo borde inferior desvió su gladio. Durante un instante albergué la esperanza de arrancárselo de la mano, pero no fue así. Se incorporó rápido y me lanzó una serie de ataques a fondo, extendiendo sus brazos como resortes.

    Necesité poco tiempo para comprender que era mejor soldado que yo. Mi muerte era inevitable. Lo único que me quedaba era caer con honor. Este pensamiento no dejó de acompañarme mientras mi rival fintaba lateralmente y lograba traspasar mi antebrazo con un fulminante ataque frontal. Mi arma cayó pesadamente, rebotando antes de detenerse por completo. Y a continuación sobrevino el dolor, que se extendió en instantes brevísimos por todo mi cuerpo, haciéndome soltar el escudo. Retrocedí apretándome la herida, de la que escapaban hilos de sangre. Alcé la cabeza ahogando un grito y divisé el cielo cruzado por la vela mayor, donde la pareja de ciervos continuaba ondeando inmutable. Por último, me derrumbé exhausto, apoyada la espalda sobre la borda de estribor, con la cabeza colgando hacia delante.

    De forma inmediata, una sombra se proyectó sobre mí. Al menos, el fin de mi existencia lo rubricaría un extraordinario rival, y aguardé resignado el golpe que me arrebataría la vida. Pero este no se produjo…

    Todo ocurrió con rapidez, como en un halo de irrealidad. Las imágenes se sucedieron forzadas, como a impulsos. El barco acababa de sufrir una sacudida, acompañada de un choque atronador. El impacto desestabilizó al siciliano, que cayó desmadejado sobre la cubierta. Una vez pasado el estruendo, me incorporé, ayudándome del brazo sano, y, confundido, observé alrededor. El espolón de la nave rodiota, cuya existencia había olvidado por completo, se había incrustado en nuestro propio trirreme en su alocado intento de ofrecernos ayuda. Su impacto había sacudido a los hombres como títeres. Muchos acabaron ensartados por sus propios compañeros, como ocurrió con el grupo de soldados de la espiral, quienes se hirieron gravemente entre sí al caer de forma inesperada.

    Y de nuevo las voces surgieron con gran frenesí. Me llevé las manos a los oídos. Estaba al borde de la locura. Traté de buscar, entre los grupos de hombres que luchaban y morían sobre la nave, algún gesto que escapara de su aceptación absoluta de la batalla. Pero no hallé ninguno. En su lugar, me topé con la sonrisa de la muerte, dentro de su armadura enlutada, escupiendo tras relamerse varias veces unos dientes teñidos con su propia sangre. El siciliano presentaba una brecha horizontal en la frente que parecía subrayar en rojo mi destino. Me sentí palidecer. Logré destaparme los oídos, agacharme con torpeza y coger de nuevo mi gladio. Lo noté pesado al levantarlo con la mano izquierda. Era mi última defensa.

    Mi oponente aceleró el paso, casi saltando. Me lanzó una estocada, que apenas desvié con un golpe seco que dejaba expuesto mi flanco derecho. Oí el suave e inequívoco sonido de la carne abriéndose al paso del metal. Miré sorprendido su cara, que expresaba una mezcla de dolor e incomprensión, expresión que mantuvo mientras lanzaba su último suspiro. Se derrumbó sobre la nave acompañado por un enmudecer paulatino de las voces que hasta ese momento no habían parado de resonar.

    El soldado menudo surgió tras él, jadeando mientras trataba de extraer el arma de la espalda del siciliano, tirando de la empuñadura con ambas manos. Salió con tal ímpetu que le hizo caer de espaldas mientras el arma se elevaba en arco sobre su cabeza, dejando tras de sí una estela roja. Se levantó inmediatamente. Sus ojos saltaban del caído a mí. Comenzó a emitir una serie de grititos que se tornaron en una risa nerviosa. Luego me miró de forma lastimera, con el labio inferior temblando, descontrolado, como un ente autónomo.

    Yo, que me sentía cada vez más débil por la pérdida de sangre, apenas podía sostenerme en pie. Pensé que iba a desmayarme al notar que la nave se inclinaba bruscamente bajo mis pies. Sin embargo, la misma pérdida de equilibrio de mi salvador me indicó lo que realmente sucedía: el trirreme se hundía.

    Una grieta hizo saltar las tablas de la cubierta, de babor a estribor, uniendo los boquetes del casco que nos habían procurado tanto amigos como enemigos. La nave no pudo soportar la nueva brecha en su tablazón de proa, donde las espigas y muescas eran ya incapaces de mantener unida la estructura. Un sonido ahogado me hizo comprender que la quilla también se estaba partiendo. Desde la cubierta inferior ascendían gritos de los remeros al entender que estaban a punto de ahogarse.

    Los extremos de la nave empezaron a descender, plegándose con respecto al eje de la grieta. Envainé el arma y agarré a mi compañero. Comenzamos a avanzar con dificultad hacia el centro, siendo los únicos que permanecíamos con vida en ese lado del trirreme. Los cuerpos resbalaban en dirección opuesta y se iban amontonando en la proa. Al llegar cerca de la grieta, pude distinguir uno de los baos coronando el perfil de una cuaderna totalmente expuesta. Un poco más abajo, conté no menos de diez cadáveres de remeros. Pero lo más preocupante de todo era que la cuerda que mantenía unida la nave estaba a punto de partirse debido a la inmensa tracción a la que se le sometía desde sus extremos engarzados al casco.

    —¡Tenemos que saltar! —Mi compañero trató de hacerse oír sobre el estruendo acercándose tanto a mi rostro que sus labios tibios me rozaron la mejilla.

    —¡No, aún no! ¡Tenemos que ayudar a los heridos! —le respondí señalando a un par de soldados rodiotas que se estremecían de dolor en la popa junto al soldado de la cara quemada, quien presentaba un corte en uno de sus muslos y trataba de taponarlo al envolverlo con un trozo de lino.

    —¡Que se las arreglen solos! ¡Yo me voy de aquí! Ya he cumplido lo suficiente —dijo con voz cansada mientras señalaba los cadáveres con un movimiento circular de su brazo—. ¡Me he ganado el derecho a no ser uno de ellos!

    A continuación, se dirigió rápidamente hacia la borda con la clara intención de saltar. Conseguí agarrarle del brazo justo cuando plantaba uno de los pies sobre el pretil, y tiré con fuerza hacia atrás. El menudo soldado pareció volar como Ícaro antes de caer de espaldas sobre la nave.

    —¡Pero qué demonios…! —comenzó a decir.

    Mi gladio, de nuevo desenvainado y apuntándole al pecho, cortó de raíz su cólera.

    —¡Vas a ayudarme si no quieres que te mate aquí mismo por cobarde y traidor! —exclamé.

    Pero justo en ese momento, la nave se partió definitivamente en dos mitades casi simétricas. La entrada de agua provocó que ambas partes aceleraran su hundimiento por los extremos al romperse su unión. Perdí el equilibrio debido al balanceo descontrolado y resbalé golpeándome las rodillas con dureza. Debido a las ansias por incorporarme, me olvidé de la herida en mi brazo derecho y apoyé todo mi peso sobre él. Un relámpago de dolor recorrió todo mi cuerpo y volví a caer, esta vez sobre el hombro. Aturdido, sentí que me empapaba en sangre pegajosa, y no pude reprimir las arcadas, que vidriaron mis ojos y me contrajeron el estómago. Ya había perdido la cuenta de las veces que me había caído y vuelto a levantar, pero intuí que solo me quedaban fuerzas para hacerlo una última vez. Alcé la cabeza, encogí las rodillas y me apoyé en el brazo sano.

    Comencé a avanzar a gatas hacia la parte alta de la mitad del trirreme. Una vez allí, miré hacia el otro pedazo de la nave, donde el soldado de la cara quemada, ya el último que quedaba con vida, trataba de acercarse desde la popa arrastrándose sobre la madera. Tras llegar al extremo más elevado, se fijó en mí y su rostro se tornó una máscara de odio. Miró desesperado hacia la superficie del agua y después de nuevo hacia mí, evaluando la distancia que nos separaba. Comprendí que estaba preparándose para saltar a mi lado, y todo indicaba que con oscuras intenciones. Llegados a este punto de la contienda, ya no me sorprendía el hecho de que un soldado de mi propio ejército quisiera matarme.

    El tiempo pareció avanzar a impulsos mientras se ponía en pie, flexionaba las piernas, apretaba los dientes y finalmente saltaba. Su espalda se arqueó por el impulso, mientras que sus brazos se extendieron directamente hacia mí. Pero sus dedos solo asieron el aire, y cayó con un fuerte chapoteo sobre las aguas teñidas de rojo.

    Las voces sonaron de nuevo, esta vez más nítidas, más cercanas. Colapsaron definitivamente mi cordura, y decidí dejarme llevar, soltarme y ser engullido por la proa, ya sumergida más de diez pies. Aflojé la mano y me preparé para el fin cerrando los ojos.

    Cuando comenzaba a deslizarme sobre la cubierta, una garra se cerró sobre mi muñeca. Y me quedé colgando, temeroso de abrir los ojos y encontrarme una cara diabólica con las fauces abiertas listas para devorarme.

    —¡Eh, tú! ¡No voy a poder salvarte si no pones algo de tu parte!

    La voz de la bestia me resultaba familiar. Alcé la vista y me topé con la cara enrojecida por el esfuerzo del soldado menudo. Apenas era capaz de sostenerme mientras permanecía agarrado a la parte superior del trozo de trirreme. Su imagen ahuyentó mis temores, y entendí que la tercera hilandera no quería cortar aún el hilo de mi vida. Así que tanteé con los pies hasta que di con una abertura en la madera y me apoyé en ella. El soldado relajó su esfuerzo hasta soltar del todo mi muñeca.

    —¡Te habrías ahogado si te hubieras tirado hacia allí! —explicó jadeante—. ¡Te habrías golpeado con algún resto o enganchado con algún cadáver, y el barco te hubiera arrastrado hacia el fondo! —Señaló hacia el costado izquierdo con la cabeza—. ¡Es mejor saltar por uno de los lados para que no nos trague! —El temor aparecía esculpido en su rostro mientras miraba hacia la superficie del lago, situada unos diez pies bajo nosotros.

    —¡Es igual! —exclamé, con la cabeza a punto de estallarme—. ¡Los sicilianos nos matarán en el agua igualmente, o, si no, la corriente nos arrastrará mar adentro!

    Y entonces, sus palabras me golpearon con una contundencia casi física:

    —¡Pero qué sicilianos, pero qué mar! ¡Todo esto es un montaje, una representación! —dijo mientras trazaba círculos enérgicos con uno de los brazos—. ¡No hay ningún condenado siciliano! Ni tú ni yo somos soldados de Rodas. ¡Por la sagrada Laverna, ni siquiera sé dónde está Rodas! —Acto seguido, me agarró por un hombro y me sacudió enérgicamente—. ¡Despierta de tu sueño, porque somos gladiadores de Roma! El agua que nos rodea no es el mar… ¡Estamos en un maldito lago, rodeados por miles de espectadores! —Y tras soltar una risilla nerviosa y aguda, concluyó—: ¡Estamos dentro de una maldita naumaquia organizada por el césar, organizada por Claudio!

    DÍA I

    2

    El speculator

    LAGO FUCINO, HORA OCTAVA

    Una bruma ligera y sedosa se extendía sobre las orillas del lago. El cielo estaba cubierto, aunque en algunos puntos aparecía traspasado por rayos de luz que hacían clarear el agua inquieta, arrancándole destellos aquí y allá. Al fondo, las moles grises de las montañas se alzaban sobre un manto ondulante de colinas plagadas de olivos y árboles frutales. Las franjas regulares de los cultivos cortaban la monotonía del verde con sus tonos ocres, mientras villas y pequeñas granjas lo punteaban de blanco. Tito Rutilio Lupo, recientemente nombrado speculator de la guardia pretoriana, pensó que, en otras circunstancias, la imagen bien podría haber sido hermosa. Sin embargo, en aquel momento no era más que el envoltorio vistoso del espectáculo de muerte que se estaba celebrando en el lago.

    Y prácticamente la mitad de Roma se encontraba allí. Lupo se maravillaba ante la capacidad de convocatoria de la naumaquia, teniendo en cuenta que el lago Fucino estaba a varias horas de viaje desde la ciudad. Personalmente aborrecía los espectáculos de gladiadores, al igual que le sucedía a su padre. «Pero los soldados también matan, y a veces mueren gloriosos. Y tú estuviste en el ejército», recordó haberle dicho a su progenitor siendo niño, cuando le oyó criticarlos por vez primera. «Hijo, hay una gran diferencia entre ser sacrificado para divertir a una ciudad y morir voluntariamente en aras de su grandeza».

    Su padre, un orgulloso caballero del ordo equester, siempre había sido propenso a los discursos solemnes. Y creyó en ellos hasta el mismo día de su muerte, mientras era devorado en su cama por la fiebre. Lupo también había creído en ellos, lo que le llevó en primer lugar a dejar de encarnar al gladiador Flama cuando jugaba de niño con gladios de madera. Lo cambió por Alejandro, Julio César o Escipión, y esto le llevó después a alistarse como soldado al cumplir los diecisiete años.

    La gente a su alrededor no parecía compartir su opinión sobre los combates de gladiadores. Ni mucho menos. Todos parecían estar invadidos de delirio. Jaleaban, abucheaban y maldecían como si les fuera su propia vida en ello.

    Los ojos oscuros y almendrados de Lupo repasaron el panorama en todas direcciones. Era difícil calcular el número de asistentes. Las laderas de las colinas que rodeaban el lago en primer término estaban llenas de romanos, conformando un auténtico tapiz viviente. Familias enteras habían venido con su comida y su bebida a ver «el espectáculo más grande de la historia», tal como se describía en los edictos pintados por toda la ciudad. Los lugareños, para alivio de sus bueyes, habían abandonado sus villas y olvidado sus arados por un día. Vendedores de vino caliente portaban sobre sus cabezas ánforas repletas de vino y trataban de hacerse oír sobre el griterío de los organizadores de apuestas, los cuales renovaban esfuerzos a fin de lucrarse.

    Lupo había tenido ocasión de ver desde lo alto de una colina, allá en la lejana Britania, el espacio que ocupaba una legión en formación. Lo que se desplegaba ante sus ojos tendría más de cien veces aquel tamaño.

    Aunque pudiera parecer que la seguridad del evento quedaba comprometida por la afluencia masiva de espectadores, nada estaba más lejos de la realidad. Todo había sido planificado semanas antes, incluyendo un pormenorizado estudio de la geografía: vías, caminos, rutas, villas cercanas… Ya desde el alba, cuando comenzaron a llegar los primeros espectadores, los pretorianos iban indicando dónde debían colocarse, tratando de distribuirlos igualitariamente en las colinas.

    Sexto Afranio Burro, prefecto de la guardia pretoriana, se había reunido varias veces con el emperador con el objeto de prepararlo todo. A esas reuniones también asistía el liberto imperial Ampelios, en calidad de procurator a muneribus y, por tanto, encargado de organizar la cuestión económica siguiendo los designios del propio césar. Entre ambos, consiguieron acotar «las desmedidas pretensiones iniciales del princeps», según palabras del propio Burro, las cuales habrían hecho del evento algo económicamente inviable. Y, lo que era peor, que se tornara peligroso por el exceso de gladiadores perfectamente pertrechados para el combate.

    Lupo, abrumado por lo que tenía ante sí, era incapaz de imaginar cómo habrían sido entonces esas «desmedidas pretensiones iniciales». Su fantasía estaba más que colmada por la visión de las cien naves y los casi veinte mil hombres, entre gladiadores y remeros, que componían la naumaquia. Todo ello con el fin de celebrar la inminente desecación del lago que lo convertiría en una inmensa llanura cultivable. La de la obra civil más ambiciosa del emperador

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