Los girasoles ciegos
Por Alberto Méndez
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Este libro es el regreso a las historias reales de la posguerra que contaron en voz baja narradores que no querían contar cuentos sino hablar de sus amigos, de sus familiares desaparecidos, de ausencias irreparables. Son historias de los tiempos del silencio, cuando daba miedo que alguien supiera que sabías. Cuatro historias, sutilmente engarzadas entre sí, contadas desde el mismo lenguaje pero con los estilos propios de narradores distintos que van perfilando la verdadera protagonista de esta narración: la derrota.
Un capitán del ejército de Franco que, el mismo día de la Victoria, renuncia a ganar la guerra; un niño poeta que huye asustado con su compañera niña embarazada y vive una historia vertiginosa de madurez y muerte en el breve plazo de unos meses; un preso en la cárcel de Porlier que se niega a vivir en la impostura para que el verdugo pueda ser calificado de verdugo; por último, un diácono rijoso que enmascara su lascivia tras el fascismo apostólico que reclama la sangre purificadora del vencido.
Todo lo que se narra en este libro es verdad, pero nada de lo que se cuenta es cierto, porque la certidumbre necesita aquiescencia y la aquiescencia necesita la estadística. Fueron tantos los horrores que, al final, todos los miedos, todos los sufrimientos, todos los dramas, sólo tienen en común una cosa: los muertos. Pero los muertos de nuestra posguerra ya están resueltos en cifras oficiales, aunque ya es hora de que empecemos a recordar que sabemos.
Éste es el primer ajuste de cuentas de Alberto Méndez con su memoria y lo hace emboscado en un flagrante intento de hacerlo desde la literatura.
Premio Nacional de Literatura 2005, Premio de la Crítica 2005, Premio Setenil 2004.
Alberto Méndez
Alberto Méndez nació en Madrid (1941-2004) donde transcurrió su infancia. Estudió el bachillerato en Roma (Italia) y se licenció en Filosofía y Letras en la Universidad Complutense de Madrid. Trabajó siempre en grupos editoriales nacionales e internacionales . Galardonado con el Premio Nacional de Literatura y el Premio de la Crítica en 2005.
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Los girasoles ciegos - Alberto Méndez
A Lucas Portilla (in memoriam)
A Chema y Juan Portilla, que conocen la ausencia
Superar exige asumir, no pasar página o echar en el olvido. En el caso de una tragedia requiere, inexcusablemente, la labor del duelo, que es del todo independiente de que haya o no reconciliación y perdón. En España no se ha cumplido con el duelo, que es, entre otras cosas, el reconocimiento público de que algo es trágico y, sobre todo, de que es irreparable. Por el contrario, se festeja una vez y otra, en la relativa normalidad adquirida, la confusión entre el que algo sea ya materia de historia y el que no lo sea aún, y en cierto modo para siempre, de vida y ausencia de vida. El duelo no es ni siquiera cuestión de recuerdo: no corresponde al momento en que uno recuerda a un muerto, un recuerdo que puede ser doloroso o consolador, sino a aquel en que se patentiza su ausencia definitiva. Es hacer nuestra la existencia de un vacío.
CARLOS PIERA, «Introducción» a Tomás Segovia:
En los ojos del día: antología poética
Primera derrota: 1939
o
Si el corazón pensara dejaría de latir
Ahora sabemos que el capitán Alegría eligió su propia muerte a ciegas, sin mirar el rostro furibundo del futuro que aguarda a las vidas trazadas al contrario. Eligió entremorir sin pasiones ni aspavientos, sin levantar la voz más allá del momento en que cruzó el campo de batalla, con las manos levantadas lo necesario para no parecer implorante y, ante un enemigo incrédulo, gritar una y otra vez «¡Soy un rendido!».
Bajo un aire tibio, transparente como un aroma, Madrid nocheaba en un silencio melancólico alterado sólo por el estallido apagado de los obuses cayendo sobre la ciudad con una cadencia litúrgica, no bélica. «Soy un rendido.» Durante dos o tres noches, nos consta, el capitán Alegría estuvo definiendo este momento. Es probable que se negara a decir «me rindo» porque esa frase respondería a algo congelado en un instante cuando la verdad es que él se había ido rindiendo poco a poco. Primero se rindió, después se entregó al enemigo. Cuando tuvo oportunidad de hablar de ello, definió su gesto como una victoria al revés. «Aunque todas las guerras se pagan con los muertos, hace tiempo que luchamos por usura. Tendremos que elegir entre ganar una guerra o conquistar un cementerio», concluía en una carta que escribió a su novia Inés en enero de 1938. Ahora sabemos que él, sin saberlo, había rechazado de antemano ambas opciones.
Sabiendo ahora lo que sabemos de Carlos Alegría, podemos afirmar que durante el tránsito entre las dos trincheras sólo escuchó el alboroto de su pánico. Todos los ruidos, todas las explosiones, todos los gritos, fueron absorbidos por el silencio de la noche. Madrid estaba al fondo como un escenario, salpicando la tibieza del aire con los perfiles de una ciudad apagada que la luna dibujaba a su pesar. Madrid se agazapaba.
Así comenzó la derrota del capitán Alegría. Durante tres largos años había observado a ese enemigo desarrapado y paisano, resignado a que otro ejército, el suyo, anonadara esa ciudad inmóvil, silenciosa, que había trazado sus límites al azar, tras unas trincheras desde las que hacía tiempo nadie esperaba un ataque.
«La violencia y el dolor, la rabia y la debilidad, se amalgaman con el tiempo en una religión de supervivencias, en un ritual de esperas donde entonan la misma salmodia el que mata y el que muere, la víctima y su verdugo; ya sólo se habla la lengua de la espada o el idioma de la herida», escribió Alegría a su profesor de Derecho Natural en Salamanca dos meses antes de rendirse al enemigo.
Tres años dedicado a la intendencia con el rigor maniático del agrimensor, con la intransigencia del hijo único, para que nadie obtuviera un proyectil sin la orden oportuna ni a nadie le faltara el rancho para seguir combatiendo. Fueron también tres años escrutando la derrota con los prismáticos verdosos que su centro de Intendencia distribuía regularmente entre los estrategas de la guerra, entre los observadores del combate, entre los curiosos de la muerte. Los horrores que no vio se los habían contado.
Desde su adarve, observaba al enemigo, le veía ir y venir de la oficina al frente, del frente al taller, del ejército a la familia, de la rutina a la muerte. Al principio pensó que era un ejército sin alma de ejército y que por ello debería ser vencido. Con el tiempo, llegó a la conclusión –y así lo reflejó en sus cartas– de que era un ejército civil, «que es lo mismo que ser un ave subterránea o una alimaña angélica». Finalmente, viéndoles guerrear como quien ayuda al vecino a cuidar a un familiar enfermo, la idea de que eran hombres nacidos para la derrota convirtió a aquellos milicianos en un inventario de cadáveres. Siempre lleva las de perder el que más muertos sepulta.
La primera vez que el capitán Alegría estuvo cerca del riesgo fue, precisamente, el día que comienza esta historia. Su decisión no fue la de unirse al enemigo sino rendirse, entregarse prisionero. Un desertor es un enemigo que ha dejado de serlo; un rendido es un enemigo derrotado, pero sigue siendo un enemigo. Alegría insistió varias veces sobre ello cuando fue acusado de traición. Pero eso ocurrió más tarde.
En una confidencia inoportuna que días más tarde utilizaría el fiscal militar para pedir su muerte con ignominia, Alegría confesó a un suboficial intachable que los defensores de la República hubieran humillado más al ejército de Franco rindiéndose el primer día de la guerra que resistiendo tenazmente, porque cada muerto de esa guerra, fuera del bando que fuera, había servido sólo para glorificar al que mataba. Sin muertos, dijo, no habría gloria, y sin gloria, sólo habría derrotados.
Aunque se unió al ejército sublevado en julio de 1936, al principio estuvo bajo la indecisión de sus mandos, que no veían en aquel alférez provisional las cualidades de un guerrero y que destinaron finalmente a Intendencia, donde su rectitud y su formación serían más útiles que en el campo de batalla. Sin embargo, sabemos por los comentarios a sus compañeros de armas que un cansancio sumergido y el pasar de los muertos le transformó, según sus propias palabras, en un vivo rutinario. Aun así, a finales de 1938, fue ascendido al grado de capitán para premiar su celo.
Soy un rendido.
Es probable que el tipógrafo armado con un fusil que desplazó el várgano de la alambrada para hacerse cargo de un capitán del ejército sublevado nunca llegara a saber que así comenzaba otro caos que sólo tangencialmente tenía algo que ver con esa guerra.
Nadie disparó. Cuando llegó al borde de una trinchera republicana, varios hombres vestidos de paisano le apuntaron con sus armas asustados y amenazantes. Obedeciendo una orden, saltó al interior de la trinchera y alguien en la oscuridad le despojó de la pistola que llevaba al cinto. No opuso resistencia. El arma estaba limpia, brillante y engatillada; jamás había disparado. Para el capitán Alegría desprenderse de ella hubiera sido contravenir las ordenanzas. Se rendía, es cierto, pero en perfecto estado de revista.
No había nada fiero ni castrense en su aspecto: más bien parecía un pasante de notario disfrazado de soldado: una cara redonda y apelotonada alrededor de unas gafas también redondas coronaba un cuerpo que, de no ser por la gorra de plato, hubiera parecido diminuto. Todos los testimonios que hemos encontrado hablan de cierta altivez en su actitud a pesar de su obediencia. Acató todas las órdenes como si las esperara en la misma secuencia en que se produjeron.
Primero estuvo de rodillas con las manos en la nuca, luego boca abajo con las manos en la nuca, después tuvo que caminar con las manos en la nuca atravesando un dédalo de trincheras donde hombres desarrapados vigilaban un horizonte oscuro e invisible y, por último, con las manos en la nuca, salió a un claro de la arboleda donde un capitán con abrigo de felpa le observó de arriba abajo a la luz de un candil de carburo. Todas las órdenes le habían sido susurradas por sus apresadores, pero aquel militar desarbolado que tenía enfrente no tuvo ningún reparo en preguntarle a voz en grito qué coño hacía allí.
–El Comité de Defensa de Madrid va a rendirse mañana o pasado mañana –dijo Alegría en un tono que contrastaba con el de la pregunta.
–¿Por eso te rindes? No jodas.
–Por eso.
La conversación se disipó en cuchicheos y frases susurradas por aquellos soldados sin uniforme, aunque hasta él sólo llegaban sus miradas curiosas y sus sonrisas condescendientes. Le tomaron por un loco.
Hubiera querido explicar por qué abandonaba el ejército que iba a ganar la guerra, por qué se rendía a unos vencidos, por qué no quería formar parte de la victoria. Pero la rudeza de esos hombres le desanimó y decidió guardar otra vez silencio.
¿Cómo podía ser la vida de esos hombres desastrados algo de valor para pagar una guerra? ¿Acaso no sabían que morirían por usura? ¿Acaso ignoraban que la implacable disciplina se llevaría por delante a cuantos estaban resistiendo?
Recorriendo los pinares de la Dehesa de la Villa, fue conducido a pie hasta la calle Francos Rodríguez, donde aguardaron el paso de una camioneta que regresaba de repartir munición en el frente noroeste de Madrid. Eran casi las tres de la mañana. Le acomodaron sobre unos fardos en la caja sin entoldar y, vigilado por dos hombres armados, emprendieron la marcha. Ya era un prisionero.
Donde se encuentran las calles Bravo Murillo y Alvarado, un grupo detuvo la camioneta. Con ellos había un hombre herido que fue subido en andas y acomodado junto al capitán Alegría. Tenía el hombro derecho destrozado por una bala y una cura de urgencia no lograba detener la sangre que manaba a través de la compresa. Se quejaba sordamente, como si quisiera no molestar o pretendiera pasar desapercibido. Gracias a él sabemos que el prisionero trató de ayudarle a contener la hemorragia de su herida.
Al ver a Alegría, preguntó:
–Y éste ¿qué hace aquí?
–Es un desertor –dijo uno de los soldados.
–Soy un rendido –corrigió Alegría.
–Pégale un tiro –sugirió lacónicamente el herido.
–Mañana o pasado Segismundo Casado va a rendirse –explicó Alegría.
–Ya. Y por eso te has rendido. No me jodas.
La camioneta se detuvo ante el Hospital General de Cuatro Caminos. Dos soldados, esta vez con uniforme reglamentario, ayudaron a descender al herido y uno de ellos, al ver de cerca el uniforme de Alegría, preguntó:
–¿Y ése?
–Es un desertor.
Silencio.
Nadie le hizo caso. Los gestos de dolor, el hombro herido, la oscuridad y el ruido de la camioneta impidieron otras aclaraciones. Destartaladamente se pusieron en marcha y destartaladamente recorrieron el camino hasta la Capitanía General. Madrid estaba apagada, pero no vacía. Aunque eran más de las tres de la madrugada había mucha gente en las aceras. A medida que se fueron acercando al centro, el número de transeúntes aumentaba y en la Puerta del Sol un ir y venir de soldados y civiles –casi en silencio– confería a la plaza un aspecto de hormiguero.
Embocaron la Calle Mayor y no se detuvieron hasta llegar al interior de la Capitanía General. Allí todos los hombres estaban uniformados, saludaban militarmente a sus superiores y la graduación de cada uno de ellos estaba significada en los galones y en las