Cuentos de amor de locura y de muerte
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Bien podrá haber incomodado esta indisciplina sintáctica a ciertos editores, haber escandalizado a algún que otro defensor del cumplimiento a pie juntillas de las normativas gramaticales, o seguir poniendo en aprieto a más de un profesor de español.
La transgresión de fronteras aparentemente fijas aparece aquí, en el título, como clave esencial para todo un volumen que pone en contacto, contagia, contamina. Amor de locura, amor de muerte, locura de muerte, muerte de amor…
Alquimia narrativa que cabalga sin pausas, proliferando en pos de tensiones, intensidades y dudas. Porque este libro, quizá el más conocido de su autor y para muchos su mejor volumen de cuentos, convoca relatos oídos y fantasmas olvidados, ansiedades escondidas y temores reprimidos. Los convoca y los transfigura en una prosa vigorosa. Pero, además, en ese "de amor de locura y de muerte" resuena una cadencia que pareciera desdeñar las pausas entre uno y otro elemento, y apresurarse hacia un final, que es, en el caso del título, el comienzo del volumen.
Entramos a Cuentos de amor de locura y de muerte tropezando, algo desorientados, aferrándonos al calificativo de "cuentos" que el título proporciona como tabla segura. Los cuentos de Horacio Quiroga no son, sin embargo, hijos de la premura. Es sabido que el autor trabajaba largo tiempo en ellos, despojándolos de capas a su parecer innecesarias, de adjetivaciones fortuitas y enunciaciones superfluas.
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Cuentos de amor de locura y de muerte - Horacio Quiroga
Horacio Quiroga
Cuentos de amor de locura y de muerte
Edición de Adriana López-Labourdette
Barcelona 2024
Linkgua-ediciones.com
Créditos
Título original: Cuentos de amor de locura y de muerte.
© 2024, Red ediciones.
© Prólogo y edición de Adriana López-Labourdette.
e-mail: info@linkgua.com
Diseño de cubierta: Michel Mallard.
ISBN rústica ilustrada: 978-84-9007-630-9.
ISBN tapa dura: 978-84-1126-356-6.
ISBN ebook: 978-84-9897-031-9.
ISBN ePDF: 978-84-9007-117-5.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.
Sumario
Créditos 4
Prólogo 9
Bibliografía crítica 17
Breve biografía de Quiroga 21
Una estación de amor 25
Primavera 25
Verano 28
II 30
III 37
Otoño 40
Invierno 44
II 46
Los ojos sombríos 49
El solitario 59
La muerte de Isolda 67
El infierno artificial 75
La gallina degollada 85
Los buques suicidantes 95
El almohadón de pluma 101
El perro rabioso 107
Marzo 9 107
Marzo 10 113
Marzo 15 114
Marzo 18 115
Marzo 19 115
Marzo 20. (6 a.m.) 116
A la deriva 119
La insolación 123
El alambre de púa 133
Los mensú 147
Yaguaí 159
Los pescadores de vigas 171
La miel silvestre 179
Nuestro primer cigarro 187
La meningitis y su sombra 199
Decálogo del perfecto cuentista 229
Libros a la carta 233
Prólogo
Tres temas —amor, locura, muerte— parecerían organizar este volumen de relatos que ahora el lector tiene en sus manos. Sin embargo, la ausencia de comas en el título, una voluntad expresa del autor, que no pocos editores han pasado de largo, sugiere otra organización, o más bien, otra des-organización, en la que se amalgaman amor, locura y muerte.¹ Bien podrá haber incomodado esta indisciplina sintáctica a ciertos editores, haber escandalizado a algún que otro defensor del cumplimiento a pie juntillas de las normativas gramaticales, o seguir poniendo en aprieto a más de un profesor de español. La transgresión de fronteras aparentemente fijas aparece aquí, en el título, como clave esencial para todo un volumen que pone en contacto, contagia, contamina. Amor de locura, amor de muerte, locura de muerte, muerte de amor... Alquimia narrativa que cabalga sin pausas, proliferando en pos de tensiones, intensidades y dudas. Porque este libro, quizá el más conocido de su autor y para muchos su mejor volumen de cuentos, convoca relatos oídos y fantasmas olvidados, ansiedades escondidas y temores reprimidos. Los convoca y los transfigura en una prosa vigorosa. Pero, además, en ese «de amor de locura y de muerte» resuena una cadencia que pareciera desdeñar las pausas entre uno y otro elemento, y apresurarse hacia un final, que es, en el caso del título, el comienzo del volumen. Entramos al libro tropezando, algo desorientados, aferrándonos al calificativo de «cuentos» que el título proporciona como tabla segura. Los cuentos de Horacio Quiroga no son, sin embargo, hijos de la premura. Es sabido que el autor trabajaba largo tiempo en ellos, despojándolos de capas a su parecer innecesarias, de adjetivaciones fortuitas y enunciaciones superfluas. Es en esta técnica que podríamos llamar de purgación —dejando de lado las connotaciones religiosas, claro está— donde radica la sensación, que el lector experimentará con frecuencia al adentrarse en estos relatos, de estar ante el núcleo concentrado y cerrado de una historia inquietante. Sensación que contrasta con la acusación de «desaliño verbal» o ausencia del «menor escrúpulo verbal», uno de los reproches más fuertes de parte de la posterior generación de escritores, reunidos alrededor de las revistas Proa y Martín Fierro, en Buenos Aires.
En «Ante el tribunal» un texto sui generis aparecido en la revista El hogar en 1931 Quiroga se presenta a sí mismo ante un tribunal literario que juzgará si su obra debe o no pasar a la historia. Su defensa se dirige precisamente al vituperio a que se vio sometida su obra, y lo hace recordándoles a los jóvenes iconoclastas —en una fórmula que Borges, uno de sus más duros detractores,² retomaría luego—³ que toda generación tiene la obligación, el sino inevitable, de separarse violentamente de sus predecesores para ser atacada más tarde por sus sucesores. Ante el tribunal literario alega Quiroga: «batallé contra otro pasado y otros yerros con saña igual a la que se ejerce hoy conmigo. Durante años he luchado por conquistar, en la medida de mis fuerzas, cuanto hoy se me niega». Habrían de pasar algunos años hasta que, a partir de la segunda mitad del siglo XX, a raíz de la «generación del 45» en Uruguay y el grupo de Contorno en Argentina, Horacio Quiroga fuera reconocido⁴ no solo como excelente cuentista sino como figura fundadora del cuento latinoamericano y de la teoría sobre éste. Con él se inaugura la reflexión acerca del cuentista como profesional; reflexión que será enriquecida posteriormente por autores como Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, Carlos Fuentes y Augusto Monterroso, entre otros. A despecho de la innegable amalgama amor-locura-muerte, esta última constituye el hilo rojo que atraviesa todo el volumen. Nada asombroso si tomamos en cuenta la contundente presencia de la muerte en la vida del autor: su padre muere a poco de haber nacido Horacio Quiroga, su padrastro se suicida siendo él un adolescente; más tarde, en 1901 mueren dos de sus hermanos; en 1902 el joven Quiroga mata por accidente a su mejor amigo; en 1912 su joven esposa se suicida; y, por último, el autor uruguayo termina con su vida en 1937 en Buenos Aires.
Acaso sea la ubicuidad de la muerte en la biografía de Quiroga una de las razones que explican por qué «los cuentos negros», según la denominación de John A. Crow en su ya clásico ensayo de 1939, dominan, en cantidad y peso narrativo. En ellos el horror aparece ya en las primeras líneas como un presagio hacia cuyo cumplimiento se desenvuelve veloz todo el relato. Puede que el más contundente de estos «cuentos tremendos sin tremendismos» —como acertadamente los denominara Juan Carlos Onetti— sea «La gallina degollada». El sosiego de las primeras palabras («Todo el día, sentados en el patio en un banco») se oscurece antes de cerrar la frase con la acotación «estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini Ferraz». La violencia implícita en el degüello del título emerge como contraposición a dicha tranquilidad para ir atrapando in crescendo a cada uno de los personajes que aparecen en el texto hasta llegar a un final atroz, cuya sobria descripción, apenas bosquejada, acrecienta la crueldad del acto. El ritmo acelerado de este cuento contrasta con la parálisis paulatina —del protagonista y del texto— en «La miel silvestre», lo mismo que «A la deriva» (su primer cuento sobre la región de Misiones) donde se relata la muerte lenta de un hombre tras ser mordido por una víbora. «La insolación», por su parte, cambia de perspectiva y pone en el centro la mirada de unos perros que vaticinan y relatan la muerte de su dueño, mientras que en «El solitario» una joya de brillo seductor y meticulosa elaboración pasa de ser el objeto del deseo de una esposa avara a servir como arma mortal para su muerte.
Tanto por el tremendismo de las historias, por el manejo de elementos fantásticos, por la densidad de los detalles y las descripciones, así como por el marcado psicologismo, en todos estos cuentos la herencia de Poe, pero también de Maupassant, Kipling y Chéjov, es innegable. También lo es la capacidad de Quiroga para apropiarse de ciertas atmósferas, de ciertos giros inscribiendo las historias en un contexto latinoamericano dado tanto en su dimensión urbana como en el ámbito rural. Con matices y giros diferentes la muerte es un componente ubicuo en ambos espacios, incluso en relatos como «El primer cigarro» o «La meningitis y su sombra» donde apenas se le nombra. En aquel como motor que desencadena el relato, en éste como amenaza que lo justifica. Personalmente considero este último relato, «La meningitis y su sombra», como uno de los más complejos y más logrados de todo el volumen. Un joven ingeniero recibe —y cede ante— un encargo de un conocido lejano que le pide sirva de consuelo a su joven hermana, María Elvira Funes, gravemente enferma y víctima de delirios febriles acompañados de una «ansiedad angustiosa, imposible de calmar». Lo insólito de este cuadro con que se abre el relato es el hecho de que el protagonista apenas conoce a dicha joven, mientras ella, en una «sencilla obsesión a cuarenta y un grados» clama desesperada por la pasión del desconocido. Con estos ingredientes se plantea la intriga que el protagonista y narrador en primera persona irá desarrollando a modo de acotaciones, comentarios y reproducciones de las notas enviadas por los Funes. Relato y acción avanzan juntos paso a paso, y este paralelismo le aporta al cuento una presencialidad contundente que sirve de gancho para la lectura, y que viene a ser disputada en las últimas líneas en que la intensidad de todo el cuento parece más un producto de la escritura que ésta un producto de la intensidad. Por otra parte, el texto va creando una ficción dentro de la ficción, en la que el narrador hace las veces de amante al tiempo que María Elvira, la enferma, actúa —en consonancia con el delirio de la fiebre— como enamorada correspondida. Es en el recurso a la metaficción y la resultante endeble frontera divisoria entre diferentes planos de ficción donde se localiza la tensión que sustenta todo el relato. A pesar de los esfuerzos de la familia Funes por el contagio entre estos planos, pronto el protagonista se encontrará deseando que se inviertan el carácter imaginario de la pasión con el carácter real de la enfermedad. El límite amenaza con quebrarse cuando María Elvira, en pleno desvarío, susurra «Y cuando sane y no tenga más delirio ... ¿me querrás todavía?». El protagonista ahora enamorado, pero también el lector ya imbuido en el dilema de estos planos superpuestos, se preguntará hasta el final si dicha frase fue enunciada desde la cordura o desde el delirio.
Como recuerda Andrés Neuman en el ensayo preliminar a la edición de 2004 (Editorial Menoscuarto), Quiroga calificó este cuento bajo la rúbrica de «historias a puño limpio», en contraposición a los «cuentos de efecto», por un lado, y a los «cuentos de monte» por el otro. Los cuentos de efecto serían aquellos cuya eficacia está en una especie de trampa que suele aparecer en las últimas líneas, un recurso que Quiroga hereda de uno de sus escritores más admirados, Edgar Allan Poe. Frente al efectismo de estos, aquellos que resultan de una pelea a puño limpio con la historia, prescinden de los mecanismos de sorpresa y suelen resultar mucho más complejos narrativamente que los anteriores. Si bien las dos primeras calificaciones establecen una diferenciación basada en la construcción del relato, la última, «cuentos del monte», alude más bien a la temática tratada: la lucha contra y frente a la naturaleza. Se ha visto en este tipo de cuentos el mayor aporte de Horacio Quiroga a la cuentística latinoamericana. La selva —donde el autor vivió por largas temporadas—, aparece aquí como espacio misterioso, exuberante e indomable. Un lugar otro, una otra geografía, diferente a la clásica contraposición pampa versus ciudad, en el que se unen densidad vegetal y densidad simbólica. Pero la selva, espacio paradigmático de lo sublime, no funge como mero escenario de la acción. Los personajes —peones, nativos— y las historias son el resultado de ese entorno, imposibles por tanto en otros horizontes.
En todo caso, tanto en los cuentos de efecto, los de a puño limpio como en los cuentos del monte, el andamiaje que los sustenta se estructura sobre un conocimiento profundo del arte mismo de la escritura, y de los dilemas y paradojas inherentes a la producción textual. Invito al lector a consultar el «Decálogo del perfecto cuentista», aparecido por primera vez el 27 de febrero de 1925 e incluido al final de esta edición. Un texto sugerente no solo dado la eficacia de los trucos —así los llama en otro texto del mismo corte— para la «confección casera, rápida y sin fallas» de un cuento, sino también porque iluminan los principios que subyacen a la cuentística del propio Quiroga. Más que de pautas se trata de supuestas leyes enunciadas como axiomas de una verdad indiscutible, como eslabones de una moral literaria, tan incuestionable como definitiva. De ahí la alusión a los diez mandamientos del título, pero también la referencia a un Dios (como modelo literario), a la fe, la deferencia y la humildad hacia la figura sagrada del «maestro». Ya el título, considerado por Julio Cortázar como «una guiñada de ojo al lector», adelanta el tono irónico que acompaña este tipo de texto, en el que Quiroga da señas de algunas fórmulas comunes en los manuales sobre el cuento, oscilando entre el reconocimiento y la burla. Incluso, años más tarde, en «La retórica del cuento» (1928), dirá de estos manuales que fueron escritos con «más humor que solemnidad». La evidente ironía inscrita en sus líneas no debe, sin embargo, llevarnos a perder de vista la aguda reflexión sobre la problemática —difícil, contradictoria, azarosa y, finalmente necesaria— de lo que muchos años después Harold Bloom denominara «la angustia de las influencias». No es casual que Quiroga abriese el decálogo con esa prueba de fuego, en la que el autor en ciernes se posiciona con respecto a sus antecesores, entrando de lleno a un larga dinámica de roces, atracciones, conflictos y rechazos. Tampoco es casual que Quiroga cierre el decálogo con una especie de resistencia ante el lector, quien se convierte en un estorbo en el proceso de escritura. Dos complejos procesos enmarcan entonces la construcción de un relato: la relación con los autores, por un lado, la relación con los lectores, por el otro. En el centro, también en el centro mismo del decálogo, la construcción de un cuento. Aquí las leyes se vuelven más claras, más transparentes: principio y final del relato; cuidado en la adjetivación y en la elección de registros. La eficacia de estos principios de escritura se hace evidente en sus propios cuentos, al menos en los más logrados. ¿Quién podrá discutir la firmeza del trazo que va de «Resulta que hay pocas cosas más terribles que encontrar en el mar un buque abandonado», con que el narrador de «Los buques suicidantes» comienza el relato de la «muerte hipnótica» de sus otroras compañeros de un viaje, hasta la sentencia final, de una lógica implacable?
Afiliado en sus primeros libros a la estética modernista —con su clásica peregrinación a París—, Horacio Quiroga va dirigiéndose cada vez más hacia una vertiente marcada por el realismo y el naturalismo. Seymor Mentor en El cuento hispanoamericano lo considera padre del criollismo y, siendo más exactos, el volumen Cuentos de amor de locura y de muerte puede ser considerado como tránsito hacia un criollismo que, más que por un intento de representar el «alma americana», como han pretendido algunos críticos, gana fuerza precisamente por la separación paulatina del modelo criollista decimonónico basado en la construcción de un universo exótico localizado en los predios de una naturaleza exuberante e indomable. Los discursos del inconsciente («A la deriva»), la reapropiación de lo grotesco («El almohadón de plumas») y la deformación (en «La gallina degollada»), así como la temática del delirio («La meningitis y su sombra» o «Los buques suicidantes») ubica al autor a caballo entre el modernismo y la posterior narrativa de corte surrealista. Por otro lado, tanto su mirada hacia la naturaleza como la crítica social a la explotación en plantaciones y obrajes, presente, por ejemplo, en el magnífico cuento «Los mensú», lo acercan a la novela de la tierra. Calificar su obra bajo una etiqueta de cualquiera de las estéticas del momento equivale a corroborar que invariablemente hay una parte de ella, huidiza e insolente, que se escapa en otra dirección, que escucha atenta los derroteros de una literatura pasada, presente y por venir.
Bibliografía crítica
Beardsell, Peter R.: Quiroga: Cuentos de amor de locura y de muerte. Critical Guides to Spanish texts. Londres: Grant & Cutler, 1987.
Crow, John: «La locura de Horacio Quiroga», en Revista Iberoamericana 1, 1939,