Huérfanos de Dios
Por Marc Biancarelli
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Mientras cabalgan hacia la guarida de los Santa Lucia, L'Infernu relata a su discípula su antigua vinculación con el ejercito de los insumisos, un grupo de mercenarios que confundían patriotismo con el pillaje indiscriminado, que sembraban el terror y el caos allá donde iban. El abandono con el que L'Infernu se confiesa a Vénérande, después de una vida dedicada a buscar en vano su humanidad entre el caos de las armas, confiere a la sangrienta lucha por el honor de los vencidos de la Historia las virtudes de un último y poderoso legado.
Arcaica pero actual, esta epopeya heroica reinventa de manera extraordinaria la inocencia de las grandes narraciones fundacionales de las naciones; ese primer momento en que nacen los mitos patrióticos sin que su brillo oculte aún su verdadero origen de violencia descarnada.
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Huérfanos de Dios - Marc Biancarelli
Huérfanos de Dios
MARC BIANCARELLI
Huérfanos de Dios
Traducción de Antonio Roales Ruiz
www.armaeniaeditorial.com
Título original: Orphelins de Dieu
Edición original: Editions Actes Sud, Arles, © Actes Sud, 2014
1.ª edición en papel: febrero 2016
1ª edición en ebook: agosto 2021
Ilustración de cubierta: Eugène Delacroix (1798-1863), Jeune orpheline au cimetiere.
Foto © RMN-Grand Palais (musée du Louvre) / Gérard Blot
Ilustración de solapa: Marc Biancarelli, © Diane Egault
Copyright © Marc Biancarelli, 2014
Copyright © de la traducción, Antonio Roales Ruiz, 2015
Copyright de la edición en español © Armenia Editorial, 2016, 2021
Armaenia Editorial
www.armaeniaeditorial.com
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, bajo las sanciones establecidas por las leyes,
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ISBN: 978-84-18994-30-2
Este libro está dedicado a la memoria
de mi amigo, mi hermano, Pierre Ciabrini.
When the legend becomes fact, print the legend.
John Ford
The Man Who Shot Liberty Valance, 1962
...oggi sono venuti da me diversi da Castelnuovo, ed altri luoghi raccontendo di avere veduti de Corsi ne boschie e chiedendomi riparo per la loro sicurezza. Ho procurato di fargli animo ma la paura, e l’immaginazione sono difficili a vincersi.
Carta al Signore Siminetti,
Segreteria Civile, Livorno, 1773
(Archivio di Stato di Livorno)
A la gente no le parece posible que una muchacha de catorce años abandone su casa en pleno invierno para vengar la muerte de su padre, pero entonces no pareció tan extraño, aunque he de admitir que no era una de esas cosas que ocurren a diario.
Charles Portis
Valor de Ley, 1968
1
Una casa de piedras secas situada sobre la plataforma erosionada, en la cumbre de la colina. Ninguna rama alta de los olivos de las laderas llegaba a ocultarla realmente, no tenía edad. La base de las paredes parecía más vieja, de una vejez indeterminada, compuesta aquí y allá por bloques rústicos y casi ciclópeos que se alzaban sobre un trozo de pared, estrechándose y dejando adivinar la existencia primitiva de una atalaya. El resto de la casa, como si hubiera que haber reconstruido sobre las viejas ruinas para exorcizar sus ultrajes, revelaba un extraño mosaico de sillares de granito rojo y proporciones diversas. Los dinteles macizos que antes habían sido ídolos venerados estaban situados sobre los marcos de las aspilleras y las puertas bajas.
La puerta de entrada estaba al otro lado, daba a una placita de tierra arcillosa y, más lejos, a la zona umbría de otra colina desgarrada por rocas monstruosas a las que venían a anidar perdices. Al mirar desde más alto aún, en las crestas, se tenía una impresión muy clara de que la casa se había concebido como un bastión, una fortaleza que surgía de los olivares para desafiar ella sola al mar y a las islas que emergían de un horizonte brumoso.
Para acceder a la plataforma, había que remontar el sendero de baldosas encajonadas entre muretes que el tiempo había destrozado. La cuesta del sendero era bastante empinada y, a cada lado de los muretes, prados y huertos parecían olvidados por la labor del hombre, y ningún animal pasaba ya por allí desde hacía años.
De vez en cuando, una mujer salía de la casa. Llevaba un cántaro o un fardo de ropa hasta la alberca acondicionada más abajo, justo donde discurría el único manantial permanente de los alrededores. La mujer tomaba un momento el sendero, andando con paso demasiado rápido. A veces tenía que reajustar la carga, con dificultad, nerviosamente incluso, agachándose y blasfemando; luego, retomaba la marcha y parecía un animal acorralado. El cabello le brotaba de debajo de un pañuelo atado en la cabeza, del que casi nunca se separaba, y sus ojos de un azul demasiado claro expresaban más las punzadas de la fiebre que la limpieza de sentimientos. La mujer llevaba siempre el mismo vestido gris, entallado y arremangado. En los pies, unos borceguíes desgastados que le habían traído cuando aún era una jovenzuela.
A veces la mujer se paraba, mirando los arbustos, observando las rocas recubiertas de humus. Sus ojos inyectados de odio surcaban la densa vegetación y nadie habría podido decir lo que miraba exactamente. Recogía piedras del suelo y las lanzaba hacia el bosque, como para alejar los espíritus malignos que la acosaban. Llovían los insultos, amenazas casi incomprensibles, y entonces la mujer se quedaba ahí, abandonada a su sueño aterrador, o como atrapada por un momento en la demencia de su actitud.
Se llevaba después la mano a la boca, como para imponerse definitivamente el silencio, o como si lamentara haber insultado así al vacío absurdo que la rodeaba. Luego, algo interior la devolvía a su tarea, o incluso llegaba a olvidar por completo todo lo que acababa de experimentar, y regresaba a la casa de piedra de la plataforma y no volvía a salir durante horas.
Avanzada la tarde, brotaba el olor a sopa y caía la noche en miríadas de rojos y azules oscuros, luego negros, y cualquier ruido de vida dejaba de ser perceptible en ninguna parte, salvo algunos perros que se sacudían junto a sus comederos y se disponían a aventurarse por los arcos naturales de debajo de las rocas para afrontar las tinieblas.
Tú, decía ella en la penumbra, tú eres mi condena. Cómo te odio. ¿En qué te han convertido? Ven, no hables. No llores. Cállate. No tienes que hablar, nunca, ni tener miedo. No volverán. ¿Estás temblando? No intentes hablar. Toma. Sé un hombre, quiero que seas un hombre. Muérete, si no, nos matarán. No. Ya no somos nada, nada en absoluto. Ya no los verás. Cierra los ojos. Toma.
Por la mañana, ella bajaba de su habitación y el hombre ya estaba sentado cerca de la chimenea. No hacía nada y no esperaba nada, no la miraba y se conformaba con estar allí sentado, tampoco intentaba hablar. Llevaba una camisa y un pantalón de paño marrón y unos grandes zapatos de piel. Por la aspillera, el amanecer se colaba con dificultad y la puerta apenas entreabierta indicaba que el hombre probablemente había salido, a su hora, antes incluso de que se levantara el viento. Después, había vuelto a agazaparse junto a la chimenea y ya no se había movido. No se le veía el rostro en la oscuridad de la habitación, y la leña apenas reavivada no daba suficiente llama para poder verlo, aunque él no quisiera dejarse ver. Pero la mujer se le acercaba y le tendía un cuenco de sopa recalentada en la que flotaba pan duro. Cuando cogía el cuenco, ella le veía el rostro, pero no se paraba a observarlo, acostumbrada a desviar la mirada, no por asco, sino porque creía que mantener demasiado la mirada sin duda lo habría ofendido. El hombre cogía el cuenco y señalaba una cafetera que estaba calentándose cerca de las brasas. La mujer le servía café en un vaso y lo colocaba frente a él, directamente sobre la piedra de la chimenea. Ella le hablaba por fin y recordaba el viento. Por la noche había oído a los perros. Quizá habían olfateado un zorro, pero ella no pronunciaba el nombre del zorro y usaba un apodo para nombrarlo. El hombre apartaba la mirada de ella mientras tomaba la sopa, después se acababa el café y se levantaba, subía por la escalera y desaparecía en la planta de arriba, volviendo a su cama para dormir o simplemente para quedarse allí, tumbado, sin pensar en nada. Ella aprovechaba para reavivar el fuego, echando ramitas secas a las brasas y soplándole a los troncos de la víspera. Cuando brotaban las llamas, se reflejaban intensamente en los ojos claros de la mujer. Probablemente fue guapa, años atrás, mucho antes de que una máscara de arrugas viniera prematuramente a cincelarle en la piel morena finas grietas atormentadas. Pero que hubiera sido guapa ahora ya no tenía la menor importancia. Nada importaba salvo ese hombre que era su hermano y que se pasaba los días enclaustrado en la planta de arriba, nada más le importaba que compadecer sempiternamente a ese miserable al que el destino y la mano del hombre habían ataviado con una fealdad mayor aún que la propia. Ella solo llevaba en el rostro el peso precoz de los años, quizá también la costumbre de los sufrimientos más vivos del alma a los que llamamos locura, mientras que el rostro de él decía algo muy distinto. Hablaba únicamente de la vergüenza eterna y de las manchas del pasado.
Vista desde las áridas crestas, la casa de piedras secas parecía aplastada por un tiempo y unas escenas inmutables. Incluso los perros, que ya no corrían, habrían podido estar esculpidos en restos de rocas. Las sombras lejanas de la hermana o del hermano contaban ahora la supervivencia y el hastío de vivir. Sombras que no se cruzaban entre sí ni se encontraban con nadie. Solo la noche y el secreto de esas cuatro paredes podían, tal vez, unirlos. Aquello podría haber sido el fin del mundo, o el fin de los tiempos.
El pueblo más cercano estaba a horas de camino y la ciudad era un lugar al que ya no iban. Ni para vender los pocos productos de la tierra que aún producían, ni para rezar a un dios al que habían olvidado hacía tiempo. Su padre y su madre, y todos sus antepasados conocidos o desconocidos, descansaban en un campo en el que se pudrían sin que nadie cuidase las cruces de sus tumbas. Ella se llamaba Vénérande. Él habría dicho, en la época en que aún abría la boca, que un día lo habían bautizado como Charles-Marie, pero todo el mundo lo llamaba Petit Charles, no por su estatura, sino porque un primo mayor tenía el mismo nombre.
Estaban completamente aislados de sus semejantes y, si no hubiera sido porque a veces algún cazador a caballo se perdía en el laberinto de cercados y senderos llenos de maleza que circundaban su universo, detrás de un perro levantador o de una presa herida, seguramente ya no habrían sabido, ni se habrían preocupado de saber si el mundo exterior seguía existiendo. Y si, más recientemente, no hubieran enviado allí a un escuadrón de la gendarmería montada para ayudar en la elaboración del futuro censo, nunca se habrían enterado siquiera de que el Imperio había muerto en Sedán.
Pese a todo, a veces Vénérande montaba guardia en la entrada, al anochecer, con una escopeta al alcance de la mano, como si temiese que el pasado surgiera de su propia nada, como si los fantasmas pudiesen reencarnarse y reclamar sus deudas.
Pero ya solo había fantasmas en su espíritu alienado. Ya no había respuesta al pasado porque el pasado había muerto y de él solo quedaba ese hermano desdichado que arrastraba su rostro mutilado cuando nacía el amanecer o se dolía la noche, y que expectoraba ruidosamente en la habitación de arriba los últimos sonidos viscosos que podía expresar. Ese era el momento de decirse que a él ya no le quedaba mucho para liberarse de una vez, y entonces Vénérande volvía a ver con claridad ese pasado que estaba muerto, pero que se obstinaba en oprimirla.
2
Ange Colomba recordaba la vez en que le habían cortado la cabeza al verdugo, en una cueva. Pensaba en ello mientras bebía otro trago de aguardiente, y la ironía y el asco se repartían en él todo el espacio que la vacuidad de su alma dejaba libre. Nunca había matado por placer, pero no abundaban las veces en que eso le había tocado la fibra, lo había perturbado. Quizá aquella vez, por el verdugo. De hecho, no fue especialmente bonito, y se habían echado a suertes quién cogería el cuchillo y quién lo inmovilizaría cuando estuviera debatiéndose. Cortarle la cabeza al verdugo. La idea solo había podido ser de Antomarchi. Un experto en materia de símbolos. Decapitar ante la muchedumbre aterrada a quien decapitaba a sus amigos. Coger al verdugo y someterlo a su propio castigo. Y esa fue, pues, la demostración de su fuerza, ese fue el mensaje implacable que enviaron a las autoridades. La idea habría podido revelarse genial, habría podido hacer que las opiniones se decantaran a su favor si las autoridades no se hubiesen burlado de sus pobres símbolos y si el pueblo que recibió el mensaje no se hubiera quedado aterrorizado y atónito por la dimensión de una provocación tan abominable, o incluso si los tiempos no hubiesen cambiado. Cosa que los adoradores de símbolos ignoran siempre.
En su juventud, Ange Colomba había hecho correr mucha sangre, y a veces también cortado cabezas, cuando eso había parecido razonable o así lo había imaginado. Evocar su nombre era evocar al diablo en acción, era invocar al mal absoluto. Por esa razón lo llamaban l’Infernu, el Infierno, y ese triste antropónimo había estado ocultando desde hacía muchísimo tiempo en la mayor de las insignificancias su verdadera identidad. Probablemente, en otra vida, había sido uno de los rebeldes más jóvenes que acompañaban a las funestas bandas que habían asolado la región, pero el tiempo de las rebeliones había pasado y, como muchos de los rebeldes que un buen día se encuentran sin dinero, l’Infernu debía únicamente a su reconversión en asesino a sueldo poder seguir alimentando las abyectas e innombrables crónicas funerarias.
Pero hay que reconocer que aún había gente que consideraba a este tipo de personajes como héroes. Para otros, más modestamente, solo representaba una solución elemental a sus problemas de vecindario. Pero si l’Infernu podía tener alguna especie de mérito, sin caer en la fascinación morbosa de la eficacia de su trabajo, se lo debía a su longevidad. Ahora se acercaba a los sesenta, y para alguien cuya vida era un valor de cambio indudable, esa resultaba la más inverosímil de las proezas. ¿Qué lo había mantenido en vida tanto tiempo? Su salvajismo se consideraba sin parangón. En cuanto a su instinto de supervivencia, parecía simple y llanamente satánico. Esa peligrosidad innata, mezclada con una reputación de maldad extrema, era lo que mantenía a distancia la venalidad de sus enemigos.
En la época de los voltigeurs, algunos canallas uniformados habían intentado cobrar la recompensa que ofrecían por su cadáver. Lo único que consiguieron fue, como se suele decir, encontrarse con la horma de su zapato. Y el bandolero no había perdido la oportunidad, siempre que había podido, y como era costumbre, de clavar en estacas de madera de castaño las cabezas de sus enemigos vencidos. Con el paso de los siglos y el refinamiento de las costumbres, semejante ritual puede parecer hoy la mayor de las barbaries; pero en un país donde la estima no vale nada, l’Infernu sabía que el terror que inspiraba era la mejor garantía de su supervivencia.
Lo cierto era que el tiempo había pasado y que ya no buscaban a ese viejo malhechor de antaño. ¿Lo imaginan yendo como un animal acorralado a los románticos refugios agrestes de los forajidos de su época? Nada más lejos de la realidad. L’Infernu envejecía llevando una vida monótona de jornalero cansado. Se deslomaba serrando troncos y acondicionando carboneras en los valles, con los obreros de Lucca, anónimamente. Luego, cuando la labor lo fatigaba en exceso, cuando su sombría condición empezaba inexorablemente a pesarle en el alma castigada, atracaba la caja del capataz y desaparecía, amenazando con masacrar a todos los leñadores y a los empleados que vivían del sudor de los miserables, pero también con volver para exterminar a sus hijos si se atrevían a perseguirlo en su camino. Así pues, dejaban que se marchase, puesto que sabían que sus palabras podían convertirse en realidad; incluso, más por despecho que por esperanza, ponían por enésima vez precio a su cabeza y rezaban para que la fortuna le diera la espalda definitivamente y lo encontraran con una bala en el pecho, como al final ocurría siempre con los de su especie.
L’Infernu estaba ahora en una taberna de los arrabales, muy cerca de la ciudad a la que tan poco se aventuraba a ir. Había dejado sus andrajos en un escondite e iba vestido como un habitante de la ciudad, con el cuello bien puesto y la chaqueta abotonada con elegancia. Un sombrero flexible de fieltro y ala estrecha le daba apariencia de extranjero, e incluso se había retocado la barba gris con una navaja de afeitar. Se había sentado a una mesa, con la espalda contra la pared para poder vigilar a todos los clientes, carreteros y criadores de ganado que, en su mayoría, regresaban de los mercados; y allí estaba bebiéndose, con la absenta o el aguardiente áspero, el fruto de su último latrocinio.
La muchacha entró y se sentó sola a una mesa, frente a él, casi avasalladora, pero era fácil ver que en ella nada destilaba alegría. Una campesina pobre más bien, y, como tantas otras, que se había vestido lo mejor que podía para ir a la ciudad. Al principio, apenas le prestó atención y nadie parecía tampoco querer ocuparse de la mujer. Todos los clientes seguían a su manera el natural discurrir de la nada que los había dirigido hacia esa mazmorra. En el fondo de la sala