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Libro electrónico621 páginas12 horas

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En el amanecer de un día tórrido de agosto de 2016, en uno de los descampados de la ciudad de Málaga, aparece el cuerpo de un hombre moribundo cubierto de hormigas. Este hecho marginal de la crónica de sucesos da origen a la narración del día de una ciudad y su abigarrada realidad: policías y delincuentes, adolescentes y jubilados, sacerdotes y músicos ambulantes, médicos y reporteros, escritores y asesinos, drogadictos y chamarileros, místicos y supervivientes, camareros y constructores, vivos y muertos. En la gran tradición de las novelas que ocurren en un solo día, como Ulises, de James Joyce, Mrs. Dalloway, de Virginia Woolf o Bajo el volcán, de Malcolm Lowry; y de las novelas que se centran en el desarrollo de la vida de una ciudad, como Manhattan Transfer de John Dos Passos, Berlin Alexanderplatz de Alfred Döblin o Petersburgo de Andrey Biely, esta nueva novela de Antonio Soler es sin duda su obra más ambiciosa que solo un novelista con su experiencia podía acometer. La variedad de personajes, de situaciones, de registros lingüísticos, de técnicas narrativas, hacen de Sur una novela deslumbrante y fascinantemente rica en la que están todas las historias que hierven en una ciudad, oscilando cada día entre el infierno, la salvación o la insignificancia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 sept 2018
ISBN9788417355869
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    Sur - Antonio Soler

    © Tofiño

    Antonio Soler

    (Málaga, 1956). Es autor de trece novelas. Entre ellas, Los héroes de la frontera, Las bailarinas muertas, El nombre que ahora digo, Una historia violenta y Apóstoles y asesinos. Ha recibido los premios Herralde, Primavera y Nacional de la Crítica, entre otros. Con El camino de los ingleses obtuvo el premio Nadal. La novela fue llevada al cine con un guión del propio Soler. Ha publicado asimismo un libro de relatos, Extranjeros en la noche. Sus novelas se han traducido a una docena de idiomas. Pertenece a la convulsa Orden de Caballeros del Finnegans.

    En el amanecer de un día tórrido de agosto de 2016, en uno de los descampados de la ciudad de Málaga, aparece el cuerpo de un hombre moribundo cubierto de hormigas. Este hecho marginal de la crónica de sucesos da origen a la narración del día de una ciudad y su abigarrada realidad: policías y delincuentes, adolescentes y jubilados, sacerdotes y músicos ambulantes, médicos y reporteros, escritores y asesinos, drogadictos y chamarileros, místicos y supervivientes, camareros y constructores, vivos y muertos.

    En la gran tradición de las novelas que ocurren en un solo día, como Ulises, de James Joyce, Mrs. Dalloway, de Virginia Woolf o Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, y de las novelas que se centran en el desarrollo de la vida de una ciudad, como Manhattan Transfer de John Dos Passos, Berlin Alexanderplatz de Alfred Döblin o Petersburgo de Andrey Biely, esta nueva novela de Antonio Soler es sin duda su obra más ambiciosa que solo un novelista con su experiencia podía acometer. La variedad de personajes, de situaciones, de registros lingüísticos, de técnicas narrativas, hacen de Sur una novela deslumbrante y fascinantemente rica en la que están todas las historias que hierven en una ciudad, oscilando cada día entre el infierno, la salvación o la insignificancia.

    Un jurado compuesto por Jorge Eduardo Benavides, Juan Cruz,

    Luis Mateo Díez, Diego Doncel, Antonio Lucas, Juan Antonio Masoliver,

    Mercedes Monmany y José María Pozuelo Yvancos concedió a esta obra

    el I Premio de Narrativa Alcobendas Juan Goytisolo,

    que convoca el Ayuntamiento de Alcobendas

    Publicado por:

    Galaxia Gutenberg, S.L.

    Av. Diagonal, 361, 2.º 1.ª

    08037-Barcelona

    info@galaxiagutenberg.com

    www.galaxiagutenberg.com

    Edición en formato digital: septiembre de 2018

    © Antonio Soler Marcos, 2018

    © Galaxia Gutenberg, S.L., 2018

    Imagen de portada: © Cyrille Druart

    Conversión a formato digital: Maria Garcia

    ISBN: 978-84-17355-86-9

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización de sus titulares, aparte las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45)

    Índice

    Sur

    Censo de personajes

    Agradecimientos

    SUR

    María del Mar,

    sur, norte, este, oeste.

    Rosa de los vientos

    Hablo de la ciudad contemporánea, en perpetua construcción y destrucción, novedad de hoy y ruina de mañana; la ciudad vivida o, más bien, convivida en calles, plazas, autobuses, taxis, cines, restaurantes, salas de conciertos, teatros, reuniones políticas, bares, apartamentos minúsculos en edificios inmensos, la ciudad enorme y cambiante, reducida a un cuarto de unos cuantos metros cuadrados e inacabable como una galaxia, la ciudad de la que no podemos salir nunca sin caer en otra idéntica aunque sea distinta; la ciudad, realidad inmensa y diaria que se resume en dos palabras: los otros.

    OCTAVIO PAZ

    Este era nuestro pan cada jornada,

    la imagen simple y sepia de la vida,

    la puta realidad

    paciente como un francotirador.

    JOSÉ LUIS GONZÁLEZ VERA

    Los barrios lentos

    La leche tibia del cielo se derrama en silencio sobre todas las cosas. Los tejados, los árboles dormidos, el brillo de los automóviles. Es una luminosidad blancuzca que brota con un golpe rápido, espesa, turbia. Mancha las nubes y cuelga de ellas. Se oye el jadeo con el que viene el día, una respiración profunda que por un momento se suspende, como si la tierra estuviera a punto de detenerse y girar hacia atrás antes de retomar su órbita y traer un nuevo día.

    La noche no ha podido enfriar el asfalto, que sigue ahí, adormilado y caliente, serpeando con su costra de fiebre. El sol asciende, obstinado. Bulle la vida. Se acaban las horas menguadas, la patarata de la muerte. El día comienza. Los insectos escarban la tierra.

    En ese tramo de la avenida Ortega y Gasset la ciudad se ha desnudado ya de viviendas y almacenes, el polígono industrial deja paso a los solares y las tapias que solo guardan terrenos baldíos. Palmeras solitarias, torretas de electricidad, un barco a medio pintar junto al muro de un jardín abandonado. En la cornisa de la gasolinera BP se produce un fulgor momentáneo, la atraviesa un pájaro de luz.

    Un hombre vestido con un mono verde cruza entre los surtidores, tiene cara de pez, sin barbilla, sin apenas cuello. Mira a su alrededor con ojos brillantes y pequeños. Lo que ve es poco. La monotonía del verano, un coche que pasa, y al otro lado de la rotonda las vallas publicitarias: Un hombre abrazando por detrás a una mujer, acostados, supuestamente desnudos bajo la sábana que los cubre, y a su lado la leyenda RENUEVA TU COLCHÓN RENUEVA TU PASIÓN y ese otro mural, desgarrado desde días atrás, que deja entrever la fotografía de un vehículo blanco, el emblema de la marca Volkswagen y una palabra flotando en el papel roto, Caddy. Las dos vallas centrales quedan medio ocultas detrás de un árbol. Se entrevé un coche rojo y un letrero, Espíritu MEDITERRÁNEO, estampado sobre la fotografía de una playa idílica.

    Al fondo, detrás de las vallas, se dibuja el perfil de un edificio alargado y rojizo, de varias plantas, que el hombre de la gasolinera, a pesar de llevar años trabajando allí, no sabe lo que es. También ve la mancha verde del pequeño cañaveral que hay cerca de los carteles publicitarios. Unas cañas despeinadas como el pelo ralo y encrespado de alguien que acabara de levantarse, con mal aliento, como la propia tierra.

    Lo que el hombre de los ojos pequeños no puede ver es lo más importante, aquello de lo que le hablarán los compañeros y sobre lo que le preguntarán algunos clientes a lo largo de ese día y de los días siguientes.

    El hombre no ve el camino que comienza al pie de las vallas. Un camino bordeado de hierbajos secos, plantas con espinas y desechos desperdigados entre los rastrojos semiurbanos. Alguna lata de cerveza aplastada, una maraña de plástico enredada entre tallos quemados por el sol, fragmentos de ladrillos, vidrios y papeles descoloridos, cables, alambres oxidados. La tierra desecada y gris, polvorienta y recalentada.

    El pequeño sendero se adentra por el descampado, apunta hacia la lejana construcción rojiza y hacia unos montículos desabridos en medio de los cuales se levanta una solitaria pared de hormigón, una especie de muro dividido en dos que parece haber surgido de la tierra, allí sembrado como un menhir doble en el que alguien, con letras enormes, ha pintado WAS en el primer muro y, con caracteres algo más pequeños, BUEST en el segundo. Y es allí, al pie justo del segundo bloque de hormigón, donde se encuentra esa masa parda. Setenta y cinco kilos, ovillado, recogido sobre sí mismo.

    La sensación que transmite es extraña. Contradictoria. La masa, el cuerpo, parece inmóvil y al mismo tiempo da la impresión de que se estremece, de que se mueve e incluso de que susurra o piensa en voz alta.

    La postura es casi fetal. Solo una pierna extendida rompe el dibujo de la posición prenatal. Bajo la capa hirviente de hormigas que lo cubre se aprecia que el torso del hombre está desnudo, lleno de polvo. Los pantalones son grises. La pernera derecha está subida hasta casi la rodilla. Allí también trabajan las hormigas, lo mismo que lo harán en la otra pierna, cubierta por el pantalón aunque ese pie, el izquierdo, esté descalzo y sea una mancha oscura, de un morado casi negro en el que los insectos se afanan ejemplarmente, como células de un verdadero superorganismo.

    Son hormigas de la especie linepithema humile, la llamada hormiga argentina. Son pequeñas, rojizas, absolutamente omnívoras. Viven en la tierra, bajo la madera, bajo los suelos, matan a otros insectos, acaban con todas las especies de hormigas de la región que invaden. Aquí forman una costra sobre el cuerpo caído, se introducen por todos los pliegues de su piel, se adentran por los orificios, horadan, cortan, arrastran, se comunican ansiosamente, ávidas, codiciosas, ciento treinta millones de años para llegar a este punto de eficacia, de precisión.

    La piel del hombre es pastosa, pajiza, amarillenta. Tiene los ojos entreabiertos y en la ribera de sus párpados abreva celosamente un centenar de hormigas. El iris azul grisáceo. Los ojos que vieron aquellos campos nevados en otro continente, los ojos que amanecieron contemplando el cuerpo de su hijo Guillermo en la cuna y que al verlo por primera vez dejaron escapar lágrimas de alegría. Cuando rozó la plenitud. Trabajan en los ojos los insectos, acuden en una cadena organizada al cráter de las orejas y se introducen como espeleólogos por el laberinto de los oídos, se adentran por el cuero cabelludo, merodean por las fosas nasales, entran en la boca y sacan su botín de saliva con residuos de benzodiazepinas –diazepam, bentazepam, lormetazepam– y alcohol –vodka, ginebra, tequila–. La respiración del hombre es leve, y en la montaña del tórax apenas se percibe el trabajo de sus pulmones.

    Al otro lado de la rotonda, al otro lado del camino y de los carteles en los que un hombre abraza por la espalda a una mujer que finge estar dormida y un coche rojo surge al lado de una playa con agua esmeralda, un automóvil llega, un joven se baja de él y risueño pregunta al hombre de los ojos pequeños y el mono verde:

    –Lolo, ¿te has dado cuenta de que han tumbado la señal de la gasolinera? La de la rotonda. Está en el suelo, ¿te has dado cuenta?

    Y el hombre de los ojos pequeños, la cara de pez y el mono verde responde Jé y siente que ha empezado el día.

    Las tijeras de Ismael son pesadas, puntiagudas, están afiladas. Las tijeras de Ismael son manejadas con cuidado y una considerable precisión. Cortan la tela en línea recta. Primero un tajo limpio, después giran y dan un nuevo corte formando un ángulo agudo en la tela de la cortina. Con el tercer corte se produce un nuevo triángulo que cae al suelo, entre los pies desnudos de Ismael. Los pies casi sepultados por triángulos, todos de un tamaño aproximado.

    Ismael es corpulento, muy joven, tiene los brazos musculosos, la espalda pesada y carnosa, la mirada muy fija. Está concentrado. Empezó a cortar la cortina del salón desde abajo. Primero el paño derecho. Desde el suelo hasta la altura de sus ojos. Ahora ha empezado con el otro paño. Corta de izquierda a derecha. Meticuloso, de cara al ventanal, bañado por la luz que, sin el freno de la cortina, cada vez se adentra más en el salón.

    Empezó a cortar temprano. Cuando aún no había amanecido. Fue a la cocina, abrió con cuidado el cajón de los cuchillos. Sacó dos. Los más largos. Los alineó, los midió. Cogió uno en cada mano. Los sopesó. Y volvió a soltarlos sobre la encimera. Bebió agua del frigorífico, directamente de la botella, un trago largo, inclinando la cabeza hacia atrás exageradamente, y luego guardó los cuchillos. Del mismo cajón cogió las tijeras. Dio una vuelta por el piso. Miró la cama vacía de su madre. Turno de noche. La cama grande, como una balsa. Flotando en la penumbra. Imaginó a su madre desnuda, abierta de piernas. A su padre. Y al Otro. También el Otro habría estado allí. Con su polla. Ismael afirmó con la cabeza.

    Entró en el cuarto de baño. Vio su silueta en la oscuridad del espejo. Cogió la toalla que colgaba junto al lavabo y salió. Al pasar delante de la habitación de su hermano Jorge dio una patada a la puerta cerrada. «¡Gorgo!» Se sonrió al oír el sobresalto del hermano. El ruido de la cama, el balbuceo dormido y asustado de Jorge. Después el silencio. Sabiendo que el otro se había despertado y estaría medio incorporado, quieto, mirando la puerta desde la cama.

    Ismael fue a sentarse en el sofá del salón. Y comenzó a cortar la toalla en triángulos, mecánicamente, con atención. Cortó la toalla, cortó los paños que encontró en la cocina, cortó un vestido de la madre que había sobre la cama y cortó los pantalones de deporte de Jorge. Siempre en triángulos equiláteros, o al menos acutángulos. Luego empezó a cortar la cortina. Parsimoniosamente, tan ensimismado como cuando dio el primer tajo a la toalla, mirando la tela y a veces mirando con la misma concentración la calle, cada vez más visible bajo la primera luz del día. Los pájaros cruzaban veloces por delante del ventanal, a la altura de cinco pisos, trazando una maraña de líneas rectas, un cableado invisible y obsesivo sobre las copas de los árboles, entre las ventanas y los toldos de color naranja de la calle Juan Sebastián Bach.

    El sol toca los pies de Ismael, los triángulos de tela beige, los copos cálidos que siguen cayendo a su lado. Los rayos de luz provocan fulgores en las ventanas de enfrente y convierten los cristales en reflectores. Allí, a la altura del tercer piso, ve a una anciana salir a la terraza y sentarse al otro lado de los barrotes. «Otra vez, otra vez, todo el día, todos los días, en la jaula, en el zoológico, hasta que te mueras, o yo vaya y te mate, pedazo de puta.» Sigue con lo suyo, tranquilo, casi animado.

    Olor a tomillo. El Atleta corre y atraviesa la zona de sombra de unos pinos, sol, la sombra de un algarrobo, de nuevo sol. Sudor, liberación. El golpeteo perfectamente rítmico de las zapatillas en el asfalto, el diapasón y la velocidad aumentando. Corre, ligero y rápido, llevado por el viento.

    El Atleta baja la pendiente suave de ese carril antiguamente conocido como el Camino de las Pitas y que ahora llaman calle Julio Verne. Sale a campo abierto, acelera, fuerza el sprint, el fulgor de la luz inundándolo todo y todo a punto de distorsionarse, de romperse. Cuando el cuerpo le dice basta dobla el esfuerzo y aumenta la velocidad como un largo y maravilloso aullido, diez, veinte, treinta metros más, y cuando lo consigue y todo se tensa al máximo sigue corriendo diez, veinte metros más.

    Se detiene y la sangre le vuelve súbitamente al cuerpo en una gran oleada, el corazón ocupa todo su cuerpo, se apodera de toda su anatomía y luego se dispersa y se le concentra en pequeños cúmulos en las sienes, en el cuello, en el abdomen.

    El Atleta se dobla sobre sí mismo, se apoya en las rodillas y traga aire, vuelve el olor del campo, el calor de la mañana y el grito eléctrico de las chicharras, tan temprano. Se incorpora, camina. Mira el cronómetro. 56’ 09".

    Camina, trota, carrera suave. A su derecha, al otro lado de la valla metálica, va dejando las instalaciones del colegio Los Olivos, tres curas patean un balón en el campo de fútbol, se ríen, alborotan como niños. «Como pájaros en la mañana» les gustaría decir a ellos. Siente nuevos deseos de tomar impulso y correr a fondo, pero hace justamente lo contrario, abandona el trote suave y continúa la marcha andando.

    «La Alegría en Cristo, la Nueva Vida, los Campos del Edén Eterno» escribían esas cosas en la pizarra, siempre con mayúsculas para que se viera que todo era verdad y único. «No penséis que lo que hacéis lo han hecho otros hombres antes que vosotros» decía el padre Isaías Abril, «Y cuando beséis a una chica no penséis que eso lo han hecho otros hombres y otros jóvenes antes que vosotros, sino que inauguráis el mundo, y también la vida. Y así debéis valorarlo, con moderación y sin exceso. Porque el otro es el camino que lleva al vicio y a la disolución, a la desaparición ante los ojos de Cristo. La desaparición eterna. ¿Sabéis lo que es eso?» Seguro que lo diría sintiendo que Mundo, Historia y Vida iban con mayúsculas en su pensamiento. Y Vicio y Disolución. Desaparición. Repeinado, con un tupé aéreo y con reflejos amarillentos. Tal vez tintados con unas gotas de agua oxigenada en la soledad de su habitación, en las noches interminables allí en la residencia que hay a la espalda del colegio. Sus gafas ahumadas. Hablando con prodigalidad, hijo del páramo salmantino o palentino, haciendo alarde de progresía. Chicas, besos, jóvenes, vicio. Desaparición eterna.

    El Atleta avanza a paso rápido. Ve una pintada nueva en el muro que marcha paralelo al camino. TE KIERO CULIYO. La primera vez. A ese también podría haber ido el padre Abril a soltarle la monserga con las mayúsculas y el camino del vicio. Se pierde el rumor de los curas que jugaban al fútbol. El trino trinitario.

    A lo lejos divisa su moto. Ha recuperado las pulsaciones, el sudor es una segunda piel, el aire parece entrar en sus pulmones no solo por los conductos nasales y por la boca sino a través de los poros del pecho y los costados, atravesando la camiseta, las costillas, los capilares, esa esponja rosada con la que en los dibujos de anatomía representaban los pulmones.

    Aprovecha el camino que le queda hasta la motocicleta para hacer estiramientos. Sóleos, cuádriceps, isquiotibiales, flexores.

    Cuando ya está al lado del vehículo ve la mancha bajo el motor, las gotas de aceite. Se lo temía. «La puta que parió.» Se agacha, toca el aceite con la yema de los dedos. «La puta me cago en, dinero mamá otra vez.» Viene a su cabeza el dormitorio de la madre, el cajón de la cómoda. Los pañuelos y las bragas, la pequeña montañita de billetes.

    Se alza, mira el campo, los edificios, otra vez visibles, del colegio. Abre el portaequipaje. Se quita la camiseta y se pone una limpia, blanca, con el cuello algo raído. Mete la camiseta sudada en una bolsa de plástico. Respira hondo. Estira los flexores. Piensa que todo se solucionará, no sabe cuándo. Se solucionará. Vuelve a agacharse, observa la mancha de aceite en la tierra. Mira el incomprensible motor asomando bajo la carcasa sucia. Piaggio.

    Antes de cerrar el portaequipaje mira el móvil. Dos llamadas perdidas y un whatsapp de Jorge. Gorgo. Lo abre.

    El Atleta restriega la mancha de aceite con la suela de la zapatilla. Mira los grumos de tierra. Sube a la moto. La arranca. Le parece que suena bien. Suena como siempre. Y la mañana se abre. Como la cueva de Sésamo.

    Las hormigas cumplen infatigablemente su trabajo. Detectan los puntos de mayor y más fácil extracción en la cantera humana que se les ha ofrecido. Su lenguaje es químico. Un rastro volátil de feromonas. Distintas proporciones de esas moléculas significan una cosa u otra. Las glándulas que las producen no dejan de trabajar en ningún momento. Emiten un morse antediluviano, perfeccionado a lo largo de los milenios. Un alfabeto de doce significados básicos. Alarma, reclutamiento, trofalaxia, estímulo sexual, determinación de la casta, etcétera.

    La colonia forma una maraña frenética alrededor del cuerpo caído entre los arbustos resecos, al pie del monolito de hormigón con esas cinco letras BUEST escritas en su parte superior. El hombre –⁠Dionisio G. G., según sería nombrado en los periódicos y distintos medios locales en los días posteriores– ha cambiado ligeramente la posición de los dedos de la mano izquierda en los últimos minutos. También se han producido unos movimientos reflejos, autónomos, en su vientre.

    La temperatura ha subido tres o cuatro grados, el terral, ese aire cálido que recuerda una estufa encendida a punto de incendiarse, se expande por la ciudad y se va apoderando de los descampados, de las piedras, las fachadas, lame los cristales de las ventanas, convierte las persianas metálicas de los establecimientos cerrados en parrillas, envuelve a las personas en un halo casi palpable, táctil, reblandece el asfalto.

    Los vehículos han aumentado su cadencia en la avenida Ortega y Gasset, y un tipo huesudo, llevando una guitarra cogida por el mástil, se aproxima por el descampado hacia los dos monolitos de hormigón, todavía sin advertir la presencia del cuerpo cubierto de hormigas. Mientras, al otro lado de la ciudad, en la zona conocida como los Pinares de San Antón, un hombre que a veces se ha cruzado en la notaría de Amelina Marín con quien ahora está comido por los insectos, se encuentra sentado en una hamaca de teca, jugueteando con las hojas de un arbusto. Es un hombre grande, también canoso, con entradas y el pelo echado hacia atrás. El mentón casi cuadrado y la frente orgullosa. Va vestido con una estrafalaria camisa hawaiana. Céspedes, así me dicen mis amigos, todos, y los empleados, para qué me vas a llamar tú de otro modo y para qué quieres saber el mote que me endosaron en la pila bautismal.

    Es lo que le dice ese hombre a la mujer que está tumbada en la hamaca contigua a la suya. Ella es joven y los dos están solos en el jardín, cerca de la piscina. Han pasado la noche en blanco. Él, animado, sigue hablando:

    –Céspedes. Todos, desde el colegio, los empleados, los clientes, en la financiera, y si fuera a la cárcel lo mismo, para qué me vas a llamar de otro modo, menos mi madre, todo el mundo. Hasta mi mujer. ¿Qué miras, qué me miras así?

    Ella lo observa con la boca abierta, calibrándolo y sonriendo con los ojos mientras pasa la lengua por la parte trasera de sus dientes, despacio, como si los estuviera contando.

    Céspedes sigue:

    –¿Te parece raro? ¿O es que ibas a consentir, ya sabes, si te digo el nombre que me pusieron en el registro? Toda la noche a tu lado velando las armas y tú ahí como una reina de hielo, o de frigorífico por lo menos.

    –Que si iba a consentir qué, qué significa. ¿Follar?

    –La nomenclatura la pones tú, yo hablo de la máquina que mueve el universo, ya sabes, los planetas que se atraen, las fuerzas gravitacionales y el oleaje de las células, todo, los ácidos sumados a los fantasmas infantiles, a los cuentos froidianos y todo lo que hace que un hombre se sienta atraído por una mujer como un triste alfiler por un imán de herradura de los grandes, de los que están cargados con más energía de la que ellos mismos pueden soportar. Somos viruta cósmica, Carole, los hombres digo, no vosotras.

    –Qué mono eres.

    –Acepto mi condición de alfiler nada más –Céspedes levanta la vista a los árboles que hay frente a ellos y se pasa la mano por el pelo, tratando de echárselo más atrás aún–, pero como antes te dije, yo estaré encantado de seguir hablando castamente contigo, como hemos estado toda la noche.

    –¿Crees que tengo más energía de la que puedo soportar, Céspedes?

    –Te sale por los ojos.

    –Y qué pasa, ¿que lo de follar es solo cosa tuya y yo soy como la taquillera, que te deja pasar o no? Si consientes, dices. Menudo. Y que llevamos toda la noche hablando, pues ya ves, cuando nos presentó el dueño de la casa eran las cuatro por lo menos y luego estuviste detrás de la de los tacones plateados hasta que te dio largas y por lo menos eran las cinco y media cuando te pusiste a mi lado a mirar la luna.

    La mujer se incorpora, tuerce la cabeza, su melena cuelga como una cortina pesada y oscura. Sin dejar de mirar a Céspedes.

    –La luna no, lo que miraba era tu nuca y a ti mirando la luna, que es muy distinto. ¿No te parece?

    Pero la mujer no contesta, entorna los ojos, mira a su alrededor, alza el cuello, largo, y bosteza, bosteza justo cuando a diez kilómetros de allí, el tipo que camina por el descampado llevando una guitarra agarrada por el mástil se eleva sobre un pequeño montículo y ve el primer muro de hormigón completo, no el que pone WAS sino el que tiene escrito BUEST en la parte superior, y avanza, el sol cegándolo en la misma proporción que lo ciegan la heroína y la cocaína adulterada que lleva en el organismo. Camina por el pedregal arcilloso, entre plásticos, matojos, latas y fragmentos de ladrillo triturado. Y es así, todavía en movimiento, todavía avanzando, como al principio el alucinado hidalgo confunde el cuerpo caído con una tela metálica, con un animal muerto, una cabra, y después lo toma por un fardo polvoriento, algo que un prendero ha dejado abandonado, hasta que ya cerca, cuando ya siente el calor del hormigón recalentado tan de mañana, fija la mirada y comprende. Se espanta y comprende al mismo tiempo.

    Carole, la mujer que bosteza, deja la cabeza doblada y la melena le cuelga como un péndulo blando. En ese jardín la temperatura es seis o siete grados más baja que en el descampado de las hormigas. Aquí el terral apenas se deja sentir, los pinos desprenden un olor suave y el hombre, mirándola fijamente a los ojos, le dice Me gustas.

    –Dios cómo me gustas. Cómo me han gustado siempre las mujeres como tú, aunque nunca, aunque no he conocido de verdad a ninguna, pero siempre, por lo leído por las ensoñaciones que uno ha tenido, he sabido que las mujeres como tú existían y ahora te encuentro aquí en este momento como si un náufrago se encontrara en una isla desierta la llave de una caja fuerte que está al otro lado del mundo llena de millones, así es como me siento, de verdad, de verdad, ¿o me ves con necesidad y ganas de mentir?

    Carole lo mira con ironía, una ceja levantada, una media sonrisa. Él continúa.

    –Lo vivo aquí, en mitad del pecho en las tripas, y aunque ya sea tarde para todo está bien es un regalo de todos modos, aunque sigas ahí mirándome con esa cara o precisamente porque me miras así. Te reconozco, eres una de ellas, una de esas mujeres de las que existen muy pocas, ponen una en cada doscientos kilómetros cuadrados o no sé cómo coño hacen el reparto pero es muy escaso y a mí siempre me han estado dando esquinazo, siempre, cuando yo llegaba a una habitación ellas salían por la otra puerta cuando yo subía a un tren en una estación ellas iban caminando por otro andén, o era mi cobardía la que me decía al oído que esas mujeres inaccesibles las que yo estaba buscando eran las que salían por la otra puerta las que estaban al otro lado del cristal cuando ya era imposible dirigirles la palabra acercarme a ellas, estaban lejos así que me permitía soñar fantasear. Pero ahora no, a lo mejor ha tenido que pasarme todo lo que me ha pasado para estar aquí y decírtelo, ahora no te veo desde un tren ni parada en otro coche en un semáforo y en dirección contraria, estás sentada a mi lado en este sitio absurdo en esta mañana en la que todo está abierto después de una noche y de un día y de un mes y de una vida bastante absurda. No quiero darte más el coñazo no quiero que tampoco te pongas ahora a flotar como una pompa de jabón, ya te he dicho lo suficiente ya he puesto unos cuantos pétalos al pie del altar ¿no te parece? Y no es por ganarme nada no me mires así, a veces incluso uno dice las cosas que siente, o más o menos, pero el resumen es ese.

    Céspedes se levanta, la hamaca cruje al liberarse de su peso. Se pone las manos en los riñones y se queda mirando la piscina como si la piscina fuese su pasado, así de absorto. Después se gira y levanta la vista hacia la fachada de la casa, hacia la balconada que da al jardín:

    –¿Sabes que aquí en esta casa rodaron una película, una parte de una película?

    –No han parado de decírmelo en toda la noche. El dueño y no sé cuántos más. Pueden poner una placa de mármol en la puerta.

    –Sí ¿y también te han dicho que era una escena o una de las escenas era una especie de orgía y luego una tía acababa aquí en el jardín suicidándose y Juan Diego llorando a su lado? Seguro que era ahí en ese trozo de césped.

    –Los detalles me los he ahorrado. ¿Es que iba a haber aquí una orgía, una partouze o algo así? ¿Quién es Juan Diego, otro de tus amigos, como estos?

    –Na.

    –No qué.

    –Todo. Ni la orgía ni es mi amigo ni yo no conozco a casi nadie de aquí, a un amigo del dueño nada más o a dos, y se me olvidaba que tú no sabes quién es nadie en este país, francesita. Una niña perdida en el bosque que vino huyendo del lobo y que al ser francesa o medio francesa o tres cuartos de francesa no puede conocer a los desgraciados actores españoles.

    –¿Lo de la niña perdida en el bosque es algo que te pone especialmente? Ya me lo dijiste anoche.

    –No, es que se te nota un poco. A saber de qué lobo has huido, aunque bien puede ser que sea el lobo el que huyó. Juan Diego es un actor enorme, en mi casa casi le ponían velas cuando salía en la tele, era de los que hacían el Tenorio y todo eso, los tíos con pantis y el cuello de almidón pero él como si fuera del método…

    –Muy interesante. A lo que íbamos, ya que no me dices tu nombre ¿te puedo decir Cespedito? Así, con esa pinta, es lo que te pega.

    Céspedes se mira, camisa hawaiana, bermudas, zapatos náuticos.

    –No está a tu altura es barato. En cambio tu nombre sí, sí lo está, hasta tu nombre me gusta. Carole. Y este –se vuelve a mirar la camisa– es el uniforme que te ponen cuando te echan de tu casa, nada más.

    La mujer se encoge de hombros, sigue con la sonrisa:

    –Ya. Otra costumbre indígena.

    –Sí, ya ves –resopla, hace un gesto de cansancio– llevo dos días fuera de mi casa y me siento como si me hubieran abierto la puerta de la jaula así, puede que mi mujer piense que ha cerrado la puerta de mi nido pero lo que siento es que ha cerrado la puerta de la jaula y me he quedado en el lado de fuera al aire libre, con demasiado espacio. La libertad desorienta mucho.

    Carole lo observa. Céspedes levanta la vista al cielo, el mentón aún más cuadrado desde la perspectiva de Carole, la boca entreabierta y los dientes poderosos. Mira los hombros anchos del hombre, su espalda firme cuando Céspedes se vuelve a girar y se acerca al borde de la piscina y todavía murmura algo que ella no puede entender. En cierto modo, este hombre le produce ternura.

    Jorge, el cobarde, el hermano menor de Ismael, el que ha dejado colgado al Atleta en el entrenamiento de esta mañana, gira en Juan XXIII y entra en la avenida de Europa, manipula los botones del aire acondicionado. Por los conductos sale una bocanada cada vez más caliente. Golpea con la mano abierta los respiraderos, los mandos «Puta mierda de coche, de mi primo y de quien lo parió». Levanta la vista, da un volantazo para esquivar a un tipo que venía de frente y que le toca el claxon estrepitosamente «Tu puta madre». Se pasa el acceso de la explanada que sirve de aparcamiento, saca el intermitente y da marcha atrás, entra en el descampado «Su puta madre».

    Jorge sale del coche, es un Renault Kangoo con las ventanillas traseras convertidas en una prolongación de la carrocería y la publicidad del negocio de su primo rotulada en forma de un semicírculo MOLDURAS Y MARCOS FERRER con la dirección, Avd. Europa 45, cortándolo a modo de diámetro. A un lado del letrero hay dos pinceles cruzados como los huesos de una bandera pirata. En el otro extremo, muy mal pintado, un marco, supuestamente de cerezo, del que brotan unas hojas y unos frutos que tal vez representen cerezas aunque parecen albóndigas. Jorge contiene las ganas de soltarle una patada al vehículo. Se conforma con dar un manotazo al letrero, que suena como un gong sordo. Al darse la vuelta ve a Vane, la dependienta de Calzados Famita, bajándose de su coche.

    –Qué, ¿no te gusta tu buga? Lo vas a echar abajo.

    Jorge sonríe, tuerce la cabeza «Mierda de todo», mira la chapa que acaba de golpear:

    –No qué va. Iba uno por ahí con ganas de bronca –señala con la barbilla el extremo de la avenida. Le avergüenza reconocer que no funciona el aire acondicionado.

    Se queda de pie, con los ojos entornados por el sol, esperando que la dependienta –pelo ondulado, teñido de rubio pajizo, leggins blancos– saque el bolso y alguna cosa más de su vehículo. Jorge aprovecha para mirarle las nalgas, imagina que llevará un tanga, piensa si esa chica suda y piensa en el sabor del sudor de su novia. Se vuelve justo antes de que la dependienta saque todo el cuerpo del coche y cierre la puerta con la cadera.

    Al llegar a su lado, Jorge comprueba que es más alta que él. «Putos tacones.» Todo se le pone en contra. Siempre. Su hermano, Ismael, mide casi quince centímetros más que él, una cuarta.

    De los linderos de la explanada llega un olor a rastrojos quemados. A Jorge el olor le parece en ese momento sensual. Marihuana, barritas de incienso. Caminan juntos, Jorge intenta seguir una línea recta, la dependienta, en cambio, zigzaguea un poco, se acomoda el bolso a un lado, abraza una carpeta azul. Tiene los labios pintados de rosa, una pasta cremosa, excesiva. Los ojos y las cejas oscuros, un mechón amarillento y rizado se columpia en la frente bronceada. La erección de Jorge llega a la máxima rigidez al mirar el rabo de maquillaje negro en el ojo.

    –Es muy temprano para ti, ¿no?

    La joven se pone unas gafas de sol, su cara se transforma, parece mayor «Todavía está más buena».

    –Díselo a mi jefe. Rollo de rebajas, anoche estuve ahí hasta la una y media. De premio me trajo un cubata de La Esquinita.

    –Vaya rollo –Jorge tuerce la cabeza fingiendo contrariedad «Te querrá follar». Piensa en la trastienda de la zapatería, el olor a cuero que percibió al entrar allí una tarde. Se imagina a la rubia abierta de piernas en una mesa, el culo en la superficie de formica y el dueño de la zapatería delante de ella, de pie. Se acuerda de los pezones de su novia, hace dos noches, los ojos entornados y diciendo Más.

    –Pero es buena gente. En el fondo –la chica sonríe, levanta una mano y agita los dedos en el aire como si quisiera que Jorge los contara o algo así.

    –¿Eh?

    –Chao. Voy a comprar tabaco. Hasta lueguito.

    –Adiós. Hasta luego, Vane –«Vane.» Le estaría diciendo su nombre cien mil veces. «Vane, Vane y ella mirándome.»

    La melena le golpea la nuca siguiendo el compás firme de los pasos. La blusa rosa fuerte oscilando y la malla blanca ciñéndose a cada milímetro de sus piernas. Los tacones. Jorge se detiene en el borde de la acera, deja pasar dos coches, cruza. Se acuerda del capullo del claxon. Pasa por delante del escaparate de la zapatería REBAJAS!!! OFERTAS!!! IMPARABLES!!! Y se vuelve a mirar la figura ya lejana de la dependienta.

    El sonido de la campanilla. En su tienda no hay nadie. Están al fondo, en el taller. Rodea el mostrador y se acerca a la dependencia trasera. Su primo está hablando con Pedroche.

    –Buenos días –Jorge piensa que quizás sea la primera vez que dice allí eso de buenos días. Como cuando en el colegio entraba en el despacho del director. Para recibir las quejas por algo que hubiera hecho su hermano.

    El primo alza la barbilla, esboza una mueca parecida a una sonrisa:

    –Qué pasa chaval.

    Pedroche, sentado en un taburete alto, lo mira de reojo y lo más que llega a salir de su boca es un sonido parecido a Jumm.

    –El coche tiene roto el aire acondicionado, no le funciona.

    El primo lo mira como si no hubiera entendido:

    –¿Seguro?

    –Sale aire caliente.

    –¡Joder, cómo va a ser! Lo arreglé el año pasado. Qué le has hecho tío.

    –Hace dos.

    –¡Qué dos, joder! El año pasado.

    –Qué va, el otro.

    Pedroche interviene desde su rincón, sin levantar la vista del marco que está ensamblando:

    –Fue hace dos años, Floren. Lo llevó Paquito que en paz descanse.

    –¿Estás seguro de que no funciona? Hoy hace mucho calor. Eso le has dado a tope y ha saltado la calefacción si lo has girado mucho con el ansia lo has pasado de rosca.

    –No funciona. Eso no se pasa de rosca.

    –¿Cobraste las molduras del hotel? Lo de Valleniza.

    –Sí, por la tarde, después de cerrar.

    –Vale, déjalo en la caja, con la factura. No hubo problema, ¿no?

    Jorge niega con la cabeza, el primo se le acerca, casi lo roza, Jorge se alarma, pero no hay motivo, Floren señala con la mirada a Pedroche y susurra:

    –No veas qué panorama. No le preguntes por la cara.

    –¿Eh? –Jorge arruga la frente, tranquilizado, despistado.

    El primo susurra, Ya te cuento, le ha pegado la mujer, no le preguntes, ya te contaré, y se vuelve a Pedroche:

    –Bueno, yo me voy a desayunar. ¿Te vienes entonces?

    Pedroche hace un leve gesto afirmativo sin apartar la vista del marco en el que está trabajando, puede adivinarse que ha dicho su frase preferida, Jumm, aunque en un tono inferior al habitual. Suelta el pincelito de la cola. Lo limpia con esmero, cierra el bote cuidadosamente, como si fuese un explosivo.

    Se baja del taburete con parsimonia y se quita el mandil azul. Lo cuelga. Paticorto. Rechoncho. Tan alto al bajarse del taburete como cuando estaba sentado en él. Se encamina hacia la salida.

    Al pasar por al lado de Jorge este puede advertir las heridas. Una raspadura y un arañazo en la mejilla. En la frente, casi en el centro de la calva, lleva dos tiritas por cuyos bordes asoma la piel tumefacta, de un rosa intenso. Tiene un ojo amoratado. Al girarse y mirarlo desde atrás Jorge también cree ver bajo el cuello de la camisa el rastro de unos arañazos.

    Jorge se vuelve hacia su primo arrugando el entrecejo, con una mirada interrogativa, pero Floren no se da por aludido y abre la puerta de la tienda. La figura achaparrada de Pedroche lo sigue con calma. Así entran algunas reses en el matadero. Les golpean el cráneo con un mazo, o eso hacían. Ahora dicen que las electrocutan. Da igual, cuando todavía están con los espasmos ya les están vaciando las vísceras. Caen al suelo dejando escapar un vapor espeso. Pedroche cierra la puerta tras de sí. La campanilla china o lo que sea vuelve a emitir su desagradable tintineo cristalino. Vicente, el tonto de la carnicería, dice que al oírlo le dan ganas de mear.

    Jorge espera unos segundos. Se acerca a la caja y la abre. Saca dinero de su cartera y lo deposita allí. También saca de la cartera la factura de la que le ha hablado su primo. La desdobla. Comprueba que los números que ha falsificado concuerdan con lo que ha dejado en la caja. Oye pasos de mujer en la acera. «Vane.» Pero al otro lado del escaparate aparece la autora del taconeo. Una mujer de mediana edad, menuda, con pantalones como de hombre. Jorge vuelve a ver a la dependienta de la zapatería inclinada, con medio cuerpo dentro del coche, sus labios, el mechón de pelo en la frente perfecta. «Perfecta.» El ojo con el maquillaje, las gafas de sol que lo cubren, un cuerpo en la noche.

    Saca el móvil. Se da cuenta de que el Atleta ha visto su mensaje, pero no ha respondido. «Se habrá cabreado. Otro. A la colección, a la mierda.» Como su hermano, como el del claxon, como el portero del edificio con su cara de borrego. «Electrocutados.» Como su madre, sin querer frenar al cabrón de Ismael. «Vane.»

    Abre la galería de fotos del móvil. Elige la de su novia en la playa. En toples. Aumenta el tamaño de la fotografía. Se centra en la boca. Los labios. Aparece la cicatriz en la comisura izquierda, pequeña pero lo suficientemente marcada como para conferirle a su expresión un signo de severidad, incluso cuando sonríe como en la foto. A Jorge le gusta esa cicatriz, el efecto que produce. «Si no la tuviera se la haría con una navaja.» Un día se lo dijo, Si no la tuvieras te la haría con una navaja, y ella se rió a la vez que hizo un gesto de negación, halagada y al mismo tiempo fingiendo repulsión, «Si tuviera dinero me la quitaba, me hacía la estética».

    Jorge devuelve la foto al tamaño normal y luego se centra en los pechos, los aumenta, observa los pezones, las areolas, su color cremoso, su lisura, las pequeñas erupciones. «Volcanes niños.» Va devolviendo la foto a su tamaño normal lentamente. Aparece el volumen completo de los pechos, «El peso, cómo pesan. Lo liso, la suavidad». Aparecen los pliegues del abdomen y de nuevo la pieza inferior del biquini, de color naranja, la parte superior está arrugada «Un perro atropellado», tirada sobre la toalla.

    Jorge vuelve al whatsapp y abre el de su novia. Teclea.

    Se queda mirando la pantalla. La pequeña foto identificativa de su novia, esa foto que a él no le gusta pero que ella se niega a cambiar. Vuelve a escribir.

    La imagina en su casa, hablando con su madre, esa tía seca y falsa.

    El teléfono vibra. Es la respuesta de Gloria.

    Jorge visualiza el dormitorio de su novia, la penumbra, recuerda cuando la vio allí al entrar para despertarla, hace dos semanas. La madre mirando desde el comedor y él llamándola «Gloria, Gloria», la pierna asomaba bajo la sábana, hasta el muslo, al volverse le vio el pubis depilado.

    Tecleó:

    «Borde. En pelotas, su coño.» El muslo, la ingle, la sábana.

    Jorge cierra el teléfono, su primo Floren y Pedroche se acodan en la barra de La Esquinita. En la explanada que hay frente al bar, a la orilla de donde están aparcados los coches y donde hasta hace unos años se levantaban los depósitos de Campsa como viejas naves espaciales, la temperatura sube. En las aceras, en el vidrio de los escaparates, en la chapa de los automóviles y en el asfalto, el terral se expande por la ciudad. Viento desértico, reseca, dobla los cartones y astringe las maderas, las deshidrata, lo libra todo de cualquier rastro de humedad, contrae los muebles. Se agita despacio, como un animal amenazante, se instala en las calles y envuelve a los transeúntes con su aliento incendiario. Es más suave en los Pinares y en la zona protegida y próspera de la ciudad y se hace fuerte en las llanuras por donde se ha extendido la población, Portada Alta, La Barriguilla, polígono del Viso, Los Prados, barriada de San Andrés, La Luz, La Paz, Virgen de Belén. El gran vivero, el almacén humano.

    Corre y se engolfa el terral a través de los cañones que forman los ríos menores, esa zona aluvial formada por arenas y arcillas del terciario. Un suelo expansivo, idóneo para procesos de humectación-desecación, siempre dispuesto a hincharse con la lluvia y a contraerse, como un animal acorralado, con el calor seco, con este terral que aturde a las personas y aviva los insectos. En el descampado que hay frente a la gasolinera BP el hombre comido por las hormigas ya está completamente expuesto al sol, su temperatura está cercana a los cuarenta grados, las hormigas se agitan, empecinadas, con la constancia de las máquinas, y a unos cientos de pasos de allí el hombre que se dirigía a los monolitos de hormigón acarreando una guitarra habla con aquel otro hombre de la gasolinera, el que va embutido en un mono de color verde y tiene cara de pez:

    –Está allí, tirado, a la vera de los pilares aquellos, los que se ven allí –dice el de la guitarra, y señala hacia el descampado, hacia los carteles publicitarios donde un hombre y una mujer duermen en el mejor colchón del mundo, donde un coche rojo parece volar al lado de una playa con aire caribeño.

    Allí, al lado de las cosas de cemento aquel, señala con la mano libre, hace aspavientos y la guitarra choca y retumba blooonk contra un surtidor, mientras el otro lo mira desconfiado:

    –Explícate, de qué cemento, dónde.

    –Ya me he explicado caballero.

    –Tranquilo tranquilito, explícate, sin alterarse ¿ein?

    Unos minutos antes, el tipo de la guitarra se ha acercado al hombre caído, se ha quedado hipnotizado viendo el hervidero de las hormigas y ha dado unos pasos atrás, ha mirado a su alrededor, ha iniciado el camino hacia el lado contrario de la gasolinera y luego ha vuelto, ha tocado con la punta de su pie el pie del hombre caído, se ha acercado aún más y ha palpado el pantalón en busca de la cartera, de un móvil, no ha encontrado nada, se ha sacudido las hormigas de los dedos, no ha querido meter la mano en los bolsillos, «Las huellas, el adn, lo sacan todo», ha vuelto a mirar a su alrededor y allí a lo lejos, en la ventana de la casa que colinda con el descampado, le ha parecido ver una figura humana que se ocultaba, «Me han visto», mira a un lado y a otro, la ventana ahora parece vacía «Me han visto y se van a chivar», sigue caminando y finalmente, temeroso, ha cambiado el rumbo y se ha dirigido hacia el letrero verde de BP.

    –¡Jesús! ¡Jesús! –llama el hombre del mono en dirección a la tienda de la gasolinera. Se asoma un hombre joven–. Jesús, llama a la policía, que este dice no sé qué de uno que hay allí tirado con dos millones de hormigas.

    Se acercan unos clientes atraídos por las voces y el revuelo. El de la guitarra mira a los lados. Luego muy fijo, casi bizco, al del mono verde:

    –Yo no quiero poblema, jefe. Yo ya he dado el parte.

    –Muy bien. Tú espera aquí.

    –Yo iba a cagar jefe y de pronto me lo encuentro allí.

    –Muy bien, pues si quieres caga en el retrete de ahí. Todo lo que quieras. No te jode.

    –Cuajado de hormigas como si estuviera muerto jefe. Parecía un saco de cemento jefe, del polvo que tiene. Qué quiere usted que haga yo. Estaba allí coño.

    –Pero no está muerto –afirma más que pregunta uno de los curiosos.

    –No sé. Yo iba a cagar.

    –A cagar o a meterte –dice para sí el del mono verde–. A saber lo que ha visto este.

    –¿Meterme? Qué dice. La cosa es insultar. Qué sabrás tú, meterme. Iba yo y me lo encuentro allí con las hormigas. Le pueden haber metido un hierro.

    –Ahora cuando venga la policía le cuentas eso o lo que sea.

    –¿Yo ya qué tengo que ver? Con el asunto coño, está tirado, allí, al lado de unas paredes o cosas de cemento, allí aquello que se ve allí en detrás de los carteles joder.

    –Habrá que ir a ver –dice uno de los curiosos.

    El que está a su lado se encoge de hombros. El del mono verde conmina a todo el mundo a no moverse. Vuelve a decir que está por ver si el guitarrista no se lo ha inventado todo, por broma o por colgado.

    Un cliente se ríe:

    –¿Será posible?

    Otro niega con la cabeza, mirando con los ojos entornados hacia los dos monolitos de hormigón:

    –Verse no se ve nada, está lejos. Hay que ir a mirar, coge agua Manolo –le dice al que va con él–, una botella del coche, por si podemos hacer algo.

    El llamado Manolo saca una botella grande de agua, el otro mira hacia el descampado usando su mano a modo de visera.

    El de la guitarra, que ya no escucha lo que dicen a su alrededor, mira a un lado y a otro. Prueba a envalentonarse:

    –Pero este qué abuso es, voy al vientre, me encuentro un menda en el suelo y ahora me viene y me quieren putear. Lo mejor es haberme ido y ya está, me va tocar a mí la china por buena persona.

    –¿Tú no querías hacer caca hombre? Pues ve, que el que no quiere problemas soy yo, y no te pongas gallito –el del mono verde separa los pies, se planta. Por primera vez se siente bien en lo que va de día, o de semana.

    Se asoma el hombre joven y desde la puerta de la tienda le dice al del mono verde:

    –Ya viene también. Una ambulancia, Bartolo.

    –No veas, Bartolo, vaya tela de nombre.

    –Qué pasa contigo –el del mono verde se acerca al de la guitarra, que da un paso atrás y toma el camino de los aseos sin dejar de hablar, cada vez en voz más alta.

    –Que qué pasa dice, la puta que parió a todo, me pasa por gilipollas ustedes tenéis mucha cara abusando en cuanto podéis pagando con los demás lo pringados que estáis.

    Entra en los aseos. «En tus muertos me voy a cagar cabrón.» Apoya la guitarra contra la pared. «Se me ha parado el vientre con el hijo puta y el otro cabrón de las hormigas.» Mira el lavabo, la jabonera, los rincones. Imposible esconder nada allí. «Mi puta estampa.» Abre la puerta del retrete, se saca una papelina del bolsillo y sigue mirando. Intenta retirar un azulejo que parece algo despegado, las uñas ennegrecidas se clavan en los bordes pero no lo puede retirar. Oye voces fuera. Se acerca al cesto de los papeles usados, saca dos o tres, con asco. Desenrolla uno. «Hijos de la gran puta.» Corta un trozo de papel del rollo que hay apoyado en la cisterna, envuelve en él la papelina y luego envuelve el pequeño bulto en el papel usado. Las voces se acercan, No se habrá ido ¿no?, dice un policía ya casi en el umbral del baño. Está ahí, se oye decir desde lejos al capullo del mono verde. Bartolo. Tiene cojones.

    El de la guitarra cierra la puerta del retrete con pestillo y rápidamente se baja los pantalones.

    –Tú, tú, ¿estás ahí?

    –Estoy cagando joder.

    Tira de la cisterna, tose en falso y mete el pequeño bulto en la papelera, echa papeles usados encima. Hace ruido con la ropa, se pone los pantalones. «Y el calor que hace me cago en la puta.» Sorbe, tose y abre.

    La doctora Galán avanza por el pasillo. Se cruza con Blasco, una enfermera veterana que se detiene ante ella y le dice El de trauma con la tibia y el peroné está listo, para cuando quieras.

    –Vale, voy a hacer una llamada y ahora te busco.

    «Ahora te busco. Me vuelvo transparente, la ansiedad se me ve en los ojos, una piedra cayendo en un pozo.» Una piedra que cae y nunca deja de caer en ese túnel, esperando inútilmente el sonido en el agua. Esa es la sensación que arrastra la doctora Galán, una piedra cayendo interminablemente por la oquedad de su pecho en la que hace meses, años, que no ha entrado la luz. «Ni siquiera un asomo de luz verdadera. Luz artificial y solo luz artificial, cada día. Dioni. Él desaparece y soy yo la que se pierde, metida en un laberinto, extraviada.»

    Alta, morena, los ojos verdosos, los pómulos redondeados. El pelo recogido en una cola alta. Dos líneas de expresión dejan su boca carnosa, su sensualidad, en medio de un paréntesis. La doctora Galán, médico de urgencias, madre de un adolescente aparentemente dócil, mujer de un abogado, Dionisio Grandes Guimerá, con pasado brillante.

    Entra en su habitación de guardia. Saca el móvil y se coloca unas gafas de pasta negra. Busca en los contactos. Julia Mv. Selecciona y pulsa. Descuelgan a la sexta o séptima señal, se oye un ruido de ropa, un suspiro profundo, adormilado, antes de contestar:

    –Dime Ana.

    –¿Estás durmiendo?

    –No eh, no importa, jo me he vuelto a dormir.

    –No has sabido nada entonces.

    –¿No has sabido nada tú? No yo no. No me ha llamado ese que algunas veces ha coincidido con él en los garitos.

    –Ya.

    –Le dejé tres o cuatro mensajes en el buzón pero no, me he dormido. Ahora…

    –Ya.

    –Espera, tengo un mensaje suyo, lo miro.

    –Sí.

    La doctora Galán mira la radiografía que tiene sobre la mesa, el trazo celeste del hueso, la línea negra de la fractura.

    –¿Ana? Dice que no, que no lo ha visto ni sabe.

    –Ya. Bueno, no sé ya, yo voy, voy a llamar a la policía.

    –¿Sí? Otras veces…

    –Son dos días. Más. Desde el martes.

    –Algo ha pasado.

    –No sé, Ana. No sé qué decirte la verdad. Me visto y voy para allá.

    –No no, no te preocupes. Esperaré un poco más.

    –Me doy una ducha y

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