Los misterios de los celtas
Por Stefano Mayorca
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Los misterios de los celtas - Stefano Mayorca
MAYORCA
PRÓLOGO
El canto de los dioses, la sabiduría mágica, el encantamiento de los bosques y las selvas, el culto a la diosa, la revelación de los misterios en forma de poesía extática, las artes misteriosas y adivinatorias de las runas, e incluso el conocimiento de las hierbas y plantas alucinógenas, que provocan un estado de mag o trance, constituían el patrimonio religioso de aquella Luz del Norte que dio nacimiento a la tradición celta-druida.
Rama perenne y lozana de la antigua religión del dios de las brujas, el druidismo apareció en el centro y norte de Europa en forma de conexiones sacerdotales secretas que operaban en el mundo céltico. Religión natural en el sentido arcano de todas las manifestaciones sagradas de la inteligencia divina de la vida, la magia celta honraba a los dioses mediante ritos relacionados por el misterio. Las fuerzas sacerdotales druidas, históricamente vinculadas, incluso a través de los vikingos, a las tribus de los pieles rojas y a las jamás olvidadas tradiciones chamánicas amerindias, ya señalaron en el mundo antiguo prerromano, romano y medieval un sendero cifrado que conducía al predestinado a una comunión con las divinidades que, confiada su semilla a los héroes, se revelaron tras una infinidad de pruebas.
Experiencias sagradas, recorrido iniciático, éxtasis, visión, palabra de Dios y grandeza que no se parecen ni se parecerán jamás al ascetismo místico del cristianismo gótico. El poder de los dioses y de las diosas era celebrado mediante sencillas acciones rituales que seguían un calendario astronómico antiquísimo jamás traducido y que, en la actualidad, se mantiene en las ciencias paganas lunares y solares.
El valor iniciático de la magia celta, las ceremonias esotéricas de los druidas y el secreto encantamiento de las noches de las diosas y de las brujas no desaparecieron tras la permanente persecución de la Europa cristiana. Se intentó extinguir la religión de Cernunnos, de Freya y del hada Holpa igual que se había hecho con el Gran Pan etrusco-romano.
Sin embargo, su antorcha se mantuvo encendida y los hermanos y hermanas de la magia secreta transmitieron intacto el mensaje de la diosa al príncipe del Gaal, soberano del aúreo Castillo/Árbol de oro y pontífice e iniciador del cetro de los misterios.
En esta obra, el autor describe y completa la investigación sobre el mundo oculto de los celtas y la magia de los druidas, y une, a su competencia en la interpretación de los antiguos dioses y sus cultos, una atenta y erudita reconstrucción histórica. Su contribución, además de profundizar en las disciplinas dedicadas a las sabidurías antiguas, muestra el deseo de restituir —desde un punto de vista doctrinal y práctico— plena legitimidad, libertad y dignidad a la auténtica realización iniciática de los libros sacerdotales de los dioses padres. Por ello, a la vista del hada y reina Morgana, más allá de las brumas de Avalón, el recuerdo de los ojos sonrientes de luz del mago Merlín ya no parecerán un sueño lejano.
CLAUDIO ARRIGONI
INTRODUCCIÓN
Ellos [los druidas] nos explican que
el alma es inmortal y pasa, después
de la muerte, de un cuerpo a otro…
Cayo Julio César, De Bello Gallico, Libro IV, 13-14
(Trad.: Comentarios sobre la guerra de las Galias)
La religión mágica y sagrada de los druidas, aquellos sacerdotes y altos dignatarios del pueblo celta, parece ejercer un encanto imperecedero que no deja de sorprendernos. Todavía hoy llama la atención y despierta la fantasía de muchas personas gracias al aura de misterio que rodea el mundo mágico de los celtas, envuelve los rituales de los druidas (sacerdotes o vigorosos hombres sabios) y da al conjunto de su doctrina, «la ciencia sagrada», un sentido enigmático e inaccesible. Los antiguos conocimientos que poseían los druidas se mantienen todavía ocultos, protegidos del pensamiento profano, para evitar que este antiguo tesoro de sabiduría sea violado. De hecho, siempre han sido protegidos a fin de que su más íntima esencia, el eje operativo que sostiene su práctica, se mantenga confinado en los niveles más profundos del mito y de la leyenda. Sólo así, el valor de su naturaleza oculta, es decir, el rostro resplandeciente de su arcana trascendencia, podrá continuar existiendo más allá del tiempo y del espacio, más allá de una realidad angosta, no conforme con las raíces de un recorrido iniciático que se pierde en la noche de los tiempos, que aporta luz y sabiduría, y que obtiene su energía vital del espíritu de la naturaleza y de todos los procesos que esta pone en marcha. La impenetrabilidad de esta religión queda reflejada en sus valores secretos, que fueron custodiados por una tradición oral que no dejaba espacio a formas de escritura y que confiaba a la transmisión directa entre maestro y discípulo su núcleo práctico y su proceso de iniciación. El maestro transmitía las nociones teóricas, los símbolos y los rituales al nuevo druida, que adquiría de tal forma los conocimientos con el fin de convertirse él mismo en depositario del arcano de los arcanos.
Este libro, un auténtico viaje a las raíces del pensamiento celta, de sus orígenes y del mito que acompaña a la cultura de un pueblo tan extraordinario, conducirá al lector hasta el reino oculto en el que se encuentran hadas, sacerdotisas y magos.
CELTAS, GALOS Y GÁLATAS: ¿QUIÉNES FUERON?
Comprender bien el complejo e intrincado juego de cruces étnicos que preside la formación del pueblo celta no es fácil, debido, entre otras cosas, a las diferentes opiniones que sobre tal cuestión se han manifestado. Sin embargo, intentaremos analizar los datos históricos de forma exhaustiva, buscando en los estudios e investigaciones que han intentado aclarar el origen de esta misteriosa civilización. ¿Quiénes fueron los celtas? En la etimología encontramos una primera referencia a su nombre. En efecto, celta puede derivar del griego keltoi, que significa «pueblo desconocido», o quizá del indoeuropeo kel-kol, que significa «colonizadores», o de keleto, «rápido», porque se desplazaban a caballo con gran rapidez. Todas estas denominaciones tienen un punto en común: destacan el carácter belicoso y el espíritu de conquista que marca la historia de este pueblo.
Los romanos llamaban galos o galli a los celtas que vivían en el norte de Italia (Galia Cisalpina) y más allá de los Alpes (Galia Transalpina); los griegos los llamaban gálatas (término que deriva de keltoi). Celtas, gálatas y galos son, en consecuencia, términos de orígenes diferentes que designan, no obstante, realidades etnolingüísticas parecidas.
El historiador Diodoro Sículo, nacido en Agirio (la actual Agira), Sicilia (90-20 a. de C. aproximadamente), nos proporcionó en su célebre obra Historia una interesante descripción del pueblo celta:
Son de alta estatura y fuerte musculatura bajo una piel clara. Sus cabellos son rubios y no sólo por naturaleza, sino porque se los aclaran artificialmente lavándoselos con agua y yeso, y se los peinan hacia atrás, sobre la frente y hacia arriba. Por eso parecen demonios silvanos, dado que esa técnica les deja la cabellera espesa y dura como una crin. Algunos se rasuran la barba, otros —en especial los mayores (personas de rango y notables)— muestran sobre sus mejillas rasuradas bigotes que cubren su boca.… Visten —es sorprendente— camisas bordadas de colores llamativos y llevan, además, pantalones que denominan —calzones— y una capa sobre los hombros sujeta con un broche, ligera en verano y pesada en invierno. Estas capas tienen franjas o cuadros, y cada uno de estos, muy juntos entre sí, muestran diferentes colores.
Y añadía:
Llevan yelmos de bronce con grandes imágenes repujadas e incluso cuernos que les hacen parecer aún más altos de lo que ya son.
La lengua de los celtas era el indogermánico, razón por la que es lógico deducir que pertenecían al mismo grupo que los germanos, los romanos y los arianos. La denominación celta agrupa a todas las poblaciones de lengua celta, desde Asia Menor a Irlanda, porque la lengua marca la pertenencia étnica y da homogeneidad a un pueblo. Si en algún caso faltan las fuentes escritas, los topónimos vienen a confirmarnos el dato necesario. Pensemos en la palabra dunum que aparece en la Galia, pero también en Hispania, Britania y Panonia. También se difundió por todos esos territorios la palabra durum, es decir, «ciudad fortificada». Según algunas fuentes griegas que se remontan a los siglos VI y V d. de C., es decir, cuatro siglos antes de que apareciera cualquier referencia a los druidas, los celtas fueron identificados como un grupo lingüístico que hablaba una lengua derivada del indoeuropeo, un grupo de lenguas emparentadas entre sí y localizadas en una amplia extensión geográfica europea y asiática.
Se dice que del indoeuropeo proceden todas las lenguas que se hablan en Europa, excepto el finés, el estonio, el húngaro (magiar) y el vasco. Era una lengua que estaba en íntima conexión con el latín, las lenguas germánicas, el griego, las lengua itálicas, el eslavo, el hitita, el sánscrito. También se halla en el origen de varias lenguas celtas como el gaélico de Irlanda y de Escocia, el bretón del País de Gales y de la isla de Bretaña. Es interesante observar que con toda probabilidad existen puntos de conexión entre el sánscrito y las primeras lenguas europeas, como ha estudiado Gerhard Herm en su libro dedicado a los celtas, en el que destaca la afinidad que hay entre algunas palabras de uso común. Rey, por ejemplo, se dice raja en antiguo indio, rex en latín y rix en la lengua de los celtas.
El pueblo de las nieblas a la conquista de Europa
La cuna de los celtas se sitúa en la región que va desde el Rin a Bohemia (esta incluida). Se trata de un dato que queda atestiguado por los restos arqueológicos correspondientes a la segunda Edad del Hierro —los últimos cinco siglos antes de nuestra era—, conocida como periodo La Tène por el nombre de la estación situada junto al lago Neuchatel, en Suiza. Encontramos testimonios en ese sentido en Hecateo de Mileto (550-476 a. de C.) y en el historiador Herodoto de Halicarnaso (484-425 a. de C. aproximadamente), que escribieron en el siglo siguiente algunos textos sobre esa realidad. Estos escritores de la Antigüedad se refirieron con el nombre celtas a las poblaciones establecidas al norte de los Alpes, entre los Pirineos y la cuenca del río Danubio. La civilización de La Tène se extendía por el actual este de Francia, Suiza, Austria septentrional, Hungría y Eslovaquia. A partir del siglo V a. de C., los celtas conocieron una notable expansión y comenzaron, desde esta área central, su difusión geográfica, que acabó por llevarlos por casi toda Europa y una parte de Asia Menor. En la obra del poeta griego Apolonio de Rodas del siglo II a. de C., Argonáuticas, podemos leer que los celtas se desplazaron en todas direcciones: hacia occidente, para llegar hasta las actuales Francia, España e islas británicas; posteriormente, hacia el sur, para llegar al norte de Italia, que entonces era la Galia Cisalpina, y, finalmente, hacia el norte hasta Bohemia y hacia oriente, a través de Panonia, para llegar a Grecia e incluso a Asia Menor, donde fundaron el reino de Galacia, en el que introdujeron el uso de la lengua celta.
Hoy día, los nombres de muchas ciudades son topónimos de origen celta, como París, Milán, Coimbra, Viena, Maguncia o Bohemia, por citar sólo algunas. Siguiendo alguna de las hipótesis que se han formulado sobre el origen de este pueblo, podemos descubrir que los celtas habían atravesado el Rin ya en la Edad del Bronce y se habían asentado en el Franco Condado y en las regiones de Borgoña, Alsacia y Lorena. Fueron los primeros en desarrollar intercambios comerciales de amplio alcance, demostrando una capacidad y apertura mental bastante superiores a las de otros pueblos. En efecto, si analizamos las obras de arte celta que proceden de la Antigüedad, podremos descubrir una fusión de estilos con influencias germánica, griega y latina que muestra una extraordinaria diversidad cultural. Uno de los grandes avances llevados a cabo por los celtas fue la construcción de vías de comunicación. Hace tiempo ese dato fue puesto en duda por los estudiosos, pero hoy ha sido confirmado gracias al descubrimiento de vestigios indiscutibles. La arqueología, por otra parte, ha demostrado tanto la prosperidad de las comunidades celtas de agricultores, como el refinamiento artístico en la producción de cerámicas, joyas y esmaltes. Conocían perfectamente la técnica de cocción del vidrio ornamental, tanto incoloro como coloreado. También cabe destacar la habilidad que demostraron en el trabajo con los metales. Debido a que en aquellos tiempos el estaño resultaba relativamente caro, inventaron una especie de latón, y en lugar de zinc —entonces desconocido en estado puro— utilizaban un mineral hoy conocido como smithsonita o esmitsonita (carbonato de zinc).
Eran capaces de estañar los objetos de cobre y argentarlos sirviéndose por primera vez del mercurio que obtenían gracias a la destilación. Todas las técnicas que desarrollaron tuvieron una fuerte resonancia en la cuenca mediterránea y fueron adoptadas por todos los pueblos que allí habitaban. Igualmente avanzado debía de ser su dominio de las técnicas para tejer y tintar. Sabemos que los hombres vestían calzones y camisolas ajustadas que tejían con lana. Las mujeres, en cambio, llevaban largas túnicas que cubrían con una capa también hecha de lana. No debía de ser casualidad que en el siglo I a. de C., justo antes de la invasión de Bretaña llevada a cabo por César, los productos de lana británica fueran muy buscados por los romanos. Pensemos, por ejemplo, en el sagum, especialmente apreciado en Roma. Se trataba de una capa de lana muy cómoda de llevar.
La victoria sobre los etruscos
Uno de los primeros pueblos que habitaron en la Península Itálica fueron los etruscos, pueblo misterioso y cargado de fascinación, que perdió una gran parte de su territorio a favor de los celtas. Hacia el año 400 a. de C. la civilización etrusca había llegado al punto álgido de su evolución histórica, que se prolongó a lo largo de casi cinco siglos. Los etruscos dominaban la costa del mar Tirreno desde la desembocadura del río Tíber, en el centro, hasta el límite septentrional de la Toscana. Organizados en doce poderosas ciudades estado, poseían importantes yacimientos minerales situados en la isla de Elba y practicaban un rico comercio marítimo con los fenicios, los cartagineses y los griegos. Era ya célebre su habilidad para construir vías de comunicación de gran nivel y modernos métodos para regar y drenar sus campos, así como sus avances en la industria metalúrgica. Este pueblo, genial y avanzado, había ampliado su área de influencia hasta la zona de la actual Venecia y los lagos alpinos de Suiza.
Disponía, además, de soldados bien equipados gracias al alto nivel técnico que había alcanzado. Soldados conocidos por su valentía, hasta el punto de que el mismo Homero llegó a alabar con énfasis su audacia y el valor de sus antepasados troyanos. Sin embargo, a pesar de su preparación bélica, el armamento de que disponían y su determinación, los etruscos fueron derrotados por los celtas en torno al año 400, en la época de mayor esplendor, como ya hemos señalado.
El pueblo de las nieblas descendió desde los Alpes y, atraído por la belleza de la actual región del alto Adige y la abundante fertilidad del valle del Po, decidió establecerse en estas tierras. De nada sirvieron los esfuerzos y el valor militar de los etruscos. Los celtas, que desde hacía tiempo mantenían un fluido intercambio comercial con la Etruria de los poblados situados a lo largo del Danubio y los Alpes, se impusieron, como nos explicó Polibio, un historiador griego anterior a Diodoro:
Con un pretexto fútil y con un gran ejército atacaron de forma imprevista a los etruscos, a los que echaron de la llanura en la que se asentaron ellos.
Y añadió:
Desde allí se extendieron por toda la Italia septentrional y la región próxima a las fuentes del río Po. Aquí se establecieron los laevos y los lebecios, y más allá los insubros, la mayor población de origen celta; y aún más allá, a lo largo del río, los cenomanos.
Los celtas fundaron en la Italia septentrional la base de algunas de las más importantes ciudades italianas, entre ellas: Taurinum (Turín), Bergomum (Bérgamo) y Mediolanum (Milán).
Debemos tener presente, entre otras cosas, que en torno a los años 221 y 218 a. de C., cuando el caudillo cartaginés Aníbal decidió organizar un ejército para atacar Roma, los celtas ibéricos de la Galia Transalpina y de la Galia Cisalpina firmaron alianzas con el caudillo de Cartago para combatir en sus filas. La ayuda de los celtas fue determinante para los objetivos bélicos de Aníbal cuando, superada Iberia, atravesó la Galia meridional y los Alpes y se dirigió hacia el territorio celta cisalpino. Roma continuó, después de la derrota de Aníbal, su sistemática invasión de la Galia Cisalpina y la colonización de los territorios conquistados. Sin embargo, en el año 390 a. de C., los celtas lograron derrotar y saquear la ciudad imperial. En aquella ocasión, muchos romanos se refugiaron, presos del pánico, en la ciudadela sin preocuparse de cerrar las puertas; otros, en cambio, se refugiaron en la cercana Veio. Como escribió Livio, los celtas no sólo eran unos valientes soldados, sino también unos estrategas capaces de aprovechar hábilmente las ocasiones. Diodoro añadió que los celtas no se habían aprovechado, en este caso, del hecho de que las puertas de la ciudad estuvieran abiertas, quizá temiendo que se tratara de una trampa. Después de siete meses, asediadores y asediados decidieron entablar conversaciones y los celtas se retiraron después de recibir miles de libras de oro, una suma notable que sólo con mucho esfuerzo, como nos explicó Plinio, se pudo reunir en toda la ciudad.
De cualquier manera, la toma de la Galia Cisalpina y de la Galia Narbonesa por parte de las legiones de César se convirtió en una empresa titánica. Efectivamente, no fue una victoria fácil, a la vista del valor de los guerreros celtas, que, como hemos dicho, era proverbial y conocido en todo el mundo antiguo. El historiador Catón (234-149 a. de C.) escribió al respecto:
Dos son los ideales que los celtas persiguen con gran fervor: las virtudes guerreras y la discusión con buen juicio.
La forma en que despreciaban el peligro durante las batallas también fue relatada por Alejandro Magno. Este nos explicó, a través de Tolomeo, un episodio que se remonta al año 335 a. de C., cuando el rey macedonio recibió a una delegación de los celtas perteneciente a la región hoy llamada Eslovenia, mientras estaba acampado con su ejército en el bajo Danubio. Alejandro preguntó a un jefe celta el motivo que explicara tanto valor y la respuesta que obtuvo fue:
No tememos a nada ni a nadie; sólo de una cosa tenemos miedo: que el cielo nos caiga encima.
Tal afirmación rememora un temor ancestral que permaneció profundamente arraigado en este misterioso pueblo hasta la entrada en el medievo. En su cosmología se contemplaba, de hecho, la posibilidad de que un día el cielo cayese sobre la Tierra a consecuencia de una extraña derrota en la lucha que las divinidades buenas tendrían contra los dioses del mal. Su Olimpo estaba organizado según una jerarquía específica de dioses que habían tomado posesión después de un feroz enfrentamiento, que había visto a generaciones de divinidades luchar entre sí por el gobierno del universo (que según los celtas había surgido del caos primordial). Con el fin de mantener el orden y el equilibrio en el universo, era necesario mantener sojuzgados a los antiguos rivales, los dioses malvados. Ammiano Marcellino (332-400 d. de C.) escribió:
No hay banda de extranjeros que pueda resistir el empuje de un solo celta, y menos aún si llama a su mujer, todavía más fuerte que él, si esta, con los ojos encendidos, el cuello tenso y los dientes apretados, libera sus brazos y comienza a dar puñetazos y patadas que más bien parecen salir de una imparable catapulta.
El emperador y filósofo Juliano hablaba con entusiasmo y respeto de los celtas durante la campaña contra los germanos —junto a aquel viajaba el mismo Ammiano Marcellino cumpliendo funciones de cronista—, quizá porque presumía de sus orígenes celtas. Afirmaba, de hecho, que descendía de la tribu celta de los misos, establecida junto a las orillas del Danubio, y definía a esta gente como:
El pueblo más valiente del mundo.
Y, además, añadía:
Serían también los mejores soldados si no tuvieran dos defectos: no soportan la disciplina militar y beben demasiado.
Las bebidas que los celtas tomaban estaban hechas a base de grano fermentado y de hierbas especiales que sólo ellos conocían. Podemos suponer que tenían algunos efectos capaces de potenciar la capacidad bélica de los guerreros, ya elevada en estado normal. No se puede excluir que ciertas pociones preparadas por los sacerdotes tuvieran también funciones rituales orientadas a enturbiar la conciencia, como ocurre en el caso del chamanismo y de los estados de éxtasis que siguen a ciertas ceremonias. Pero de eso ya hablaremos en otro apartado de esta obra.
La Galia Narbonesa
Entre los territorios celtas ocupados por César, y progresivamente convertidos en galorromanos, encontramos la Galia Narbonesa, que estaba subdividida en diferentes áreas administrativas. El área meridional constituía la provincia llamada Gallia Narbonensis, cuya capital era Narbo (la actual Narbona), que aún conserva el nombre tradicional de Provenza («provincia»). Otras ciudades celtas que también han