Amores enanos
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Amores enanos es una enorme fábula sobre las dificultades que tenemos los seres humanos para convivir con los demás seres humanos. Y, sobre todo, para lograr ser felices junto a ellos. Pero también es una novela acerca del amor y el sexo y la soledad y la incomunicación. Una historia desopilante en la que el lector no puede parar de reír. Un disparate mayúsculo. Y un drama que, entre risas y lágrimas, se resolverá justo al final, en las últimas líneas de la última página. Una pequeña y enorme fábula. Parecida a sus dos protagonistas. Milagro y Perico trabajan de enanos en un circo que un buen día cierra sus puertas por falta de espectadores. Entonces, deciden comprar un terreno, quedarse a vivir cerca del mar y, en un inesperado golpe de fortuna, se convierten en los strippers más famosos de la pequeña ciudad vecina. De buenas a primeras, son ricos. Y aprovechan ese dinero que les cae del cielo para construir un barrio cerrado en el que sólo se permiten enanos. Sin embargo, no todo serán alegrías. La irrupción de una altísima y bella periodista, Eliana, trastocará para siempre la vida de la comunidad. Narrada desde la complejidad de medir poco más de un metro en medio de una sociedad que está diseñada para hombres y mujeres con muchos más centímetros de estatura, Amores enanos es una suerte de espejo que deforma aún más si cabe las tristes deformidades del mundo actual. Un texto que nos obliga, como lectores, a mirarnos desde otro lugar: un lugar bastante diferente del lugar desde el que solemos mirarnos. Después de la reciente publicación de la deliciosa Tacos altos, Federico Jeanmaire (un escritor con gran prestigio que ha recibido en Argentina los premios Ricardo Rojas, Emecé y Clarín) nos deleita ahora con una novela quizá aún más singular e indispensable, una obra imperdible a la que no le falta ni le sobra nada. Absolutamente nada
Federico Jeanmaire
Federico Jeanmaire (Baradero, Argentina, 1957) es licenciado en Letras, profesor universitario y especialista en El Quijote. Como novelista ha obtenido premios muy importantes en su país, como el Rojas, el Emecé y el Clarín. En Anagrama ha publicado Miguel, una biografía ficticia de Cervantes: «Un retrato entintado, ruptural, estudiado y nada académico de Cervantes, y un intento de novela histórica que se salta algunas reglas del género. Un logro y un juego» (Luis Antonio de Villena, El Mundo); Tacos altos: «Ideal para redescubrir a un autor argentino original, capaz de construir un mundo personal con estilo propio y cercano» (Diego Gándara, La Razón); «Bellísima historia sobre la transición de la infancia a la vida adulta, las dudas existenciales, la búsqueda de la identidad individual, el choque cultural entre Oriente y Occidente, y la pulsión de venganza» (Quimera), y Amores enanos (finalista del XXXIV Premio Herralde de Novela): «La novela más divertida del año... Una fábula corrosiva... escrita con una pulcritud de acróbata. Un libro sin duda recomendable» (Alberto Olmos, El Confidencial); «Jeanmaire muestra una solvencia técnica magistral y con ello consigue una de esas narraciones absorbentes que (...) lleva a la lectura de un tirón... Tantos momentos divertidos de la novela enmascaran un implacable retrato sobre la imposible convivencia humana» (Santos Sanz Villanueva, Mercurio).
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Amores enanos - Federico Jeanmaire
Índice
Portada
Amores enanos
Créditos
El día 7 de noviembre de 2016, un jurado compuesto por Salvador Clotas, Paloma DíazMas, Marcos Giralt Torrente, Vicente Molina Foix y el editor Jorge Herralde, otorgó el 34.º Premio Herralde de Novela a No voy a pedirle a nadie que me crea, de Juan Pablo Villalobos.
Resultó finalista Amores enanos, de Federico Jeanmaire.
También se consideró en la última deliberación la novela Cómo dejar de escribir, de Esther García Llovet, excelentemente valorada por el jurado, que recomendó su publicación.
A Jacob Karl Grimm y Wilhelm Grimm
Es raro ser enano. Muy raro. Apenas un poco menos raro, sospecho, que ser gigante. Eso en cuanto a la cantidad de ejemplares de cada especie: aunque no conozco estadísticas serias al respecto, es obvio que los enanos somos bastante más numerosos que los gigantes o, al menos, se nos ve bastante más por las calles. Pero en cuanto a la calidad, y aquí me refiero a la fácil pregunta de para qué servimos realmente cada uno, creo que los gigantes se llevan todas las ventajas. Ellos son útiles para la sociedad. Y menos raros, en consecuencia. Incluso, hasta pueden llegar al extremo de convertirse en ídolos de multitudes y ganar muchísimo dinero practicando algunos deportes.
Nosotros no.
Perfectamente inútiles, los enanos no servimos para casi nada.
Los circos eran una posibilidad. Sin embargo, no quedan ya casi circos con enanos. Ahora los circos son otra cosa muy distinta de la que fueron. La gente no quiere encontrarse en ellos con animales. Dicen que no les gusta que vivan en cautiverio, que es cruel mantenerlos encerrados, que los maltratan, que esto y que lo otro y que lo de más allá. Y, en algún sentido, esa misma gente debe emparentar a los enanos con los animales de la selva porque tampoco quieren vernos a nosotros. Hoy por hoy, el público prefiere los espectáculos de luces, el malabarismo, la acrobacia, la magia, los grandes shows.
Cuestión de modas, me parece.
Y contra las modas nada puede hacerse.
La otra escasa salida laboral que tenemos los enanos son algunos lugares de esparcimiento para adultos altos. Me contaron que en Colombia, por ejemplo, una discoteca de Medellín y otra de Bogotá son atendidas por enanos. Atienden las barras. Pero no desde atrás como sería lógico, sino subidos a ellas. Una suerte de diversión barata para los humanos no enanos que van a emborracharse o a bailar en esos sitios. Tan patético, el asunto, que se completa con camareras mancas que atienden las mesas, y uno de esos clubs, incluso, lleva por nombre Media Res.
Feo, el conjunto.
También hay bares en Estados Unidos, o en algunos países de Europa, donde los clientes, cuando han bebido lo suficiente, por unos dólares o unos euros se divierten arrojando enanos al aire. No sé si es cierto, me lo contó la misma persona que me contó lo de las discos colombianas.
Muy feo, repito.
Aunque no es para indignarse. Ni siquiera para enojarse. Finalmente, los poquísimos circos que todavía nos aceptan y estos singulares bares o discos constituyen las únicas ofertas de trabajo que tenemos los enanos en la actualidad. Ya no existen los reyes que necesiten de bufones en sus cortes. Y, por no existir, ya ni siquiera existen las cortes, y los reyes son cada vez menos poderosos.
El mundo se ha democratizado.
Ha progresado, no cabe duda.
Sin embargo, si se mira bien, siempre lo ha hecho en una dirección diametralmente opuesta a nuestros intereses. A los intereses de los enanos, quiero decir.
Comencé del modo serio y casi científico en el que comencé porque no se me ocurrió una mejor manera de comenzar. No me resulta nada fácil escribir. Y, mucho menos, tener que hacerlo, por obligación, acerca de los desagradables hechos que acontecieron en el barrio.
Pero.
Bueno.
Al menos lo intento.
Otra manera de comenzar podría consistir en contar que el sol aparece justo por detrás de la hilera de sauces, cerca del arroyo que nace en las cataratas. Lentamente, sale el sol. Colosal. Imponente. Primero en anaranjados casi rojos, y algunos minutos más tarde torna a variados tonos del amarillo. Me gusta. Es maravilloso. Y lo hice yo mismo. Sin ayuda de nadie. No me refiero al sol, por supuesto, hablo del marco en el que aparece en mi ventana: la hilera de sauces, las cataratas y el arroyo. Eso es lo que yo hice, sin ayuda de nadie.
Entonces.
Me levanto muy temprano, cada mañana, todas las mañanas de mi vida, sólo para eso. Para observar tan bellísima imagen con los dos ojos bien abiertos desde la ventana de la cocina. Los días que llueve no. Los días que llueve prefiero quedarme un rato más en la cama, tapado hasta las orejas, y recordar en detalle el último de los amaneceres que pude presenciar antes de que comenzara a llover.
Después.
Cuando no llueve, claro.
Me acerco hasta los macetones donde planté los sauces llorones bonsáis y trabajo un poco en ellos. Hay que tenerlos a raya. Cortos. Si no les podo las ramas, el día menos pensado pueden taparlo todo. Hasta las cataratas pueden tapar, si los dejo crecer a su antojo. Luego, camino por uno de los costados de las cañerías hasta las canillas, reviso que no hayan sufrido ningún daño durante la noche y que el agua fluya con normalidad para que el milagro de tanto esfuerzo sobreviva, por lo menos, hasta la mañana siguiente.
Fue un sueño.
Mi sueño.
Y ahora una pequeña realidad cotidiana que, desde mi ventana, se ve enorme. Ése podría ser, quizás, un mejor principio que el anterior.
Aunque no sé.
Realmente, no lo sé.
Lo que pasó, pasó. Y me pasó por enano. Si no fuera enano, no me habría pasado. Seguro. Estoy convencido. Incluso si fuera gigante, no me habría pasado.
Uno se cansa de ser enano.
Ésa es la verdad.
Son años de mirar al mundo y al resto de sus habitantes humanos desde muy abajo. Nadie se fija en eso. Es horrible. Duele el cuello de tanto mirar hacia arriba. Uno vive contracturado. Y muy a pesar de nuestra insignificancia y de que no constituimos ningún riesgo para los demás, molestamos. Somos como monstruos bajitos, casi accesibles, de encuentro fácil. Nos parecemos, pero no somos lo mismo. Incordiamos, involuntariamente, el saludable andar de los seres de estatura normal.
Resulta evidente.
Y eso se nota en los ojos de aquellos transeúntes que nos vamos chocando por el camino.
Todo el tiempo, a toda hora.
Incluso los niños, que a veces son menos altos que nosotros mismos, se dan cuenta instantáneamente de nuestra deformidad. Y la expresan a los gritos, claro. Hasta nos señalan apuntándonos con sus dedos índices. Lo único bueno del asunto es que no damos miedo. Creo que los que dan miedo, en determinadas circunstancias, son los gigantes.
El mundo nos resulta muy desproporcionado, a los enanos.
Muy.
¿Alguien, por ventura, se ha puesto a reflexionar siquiera un instante en tan manifiesta desproporción? No. Nadie lo ha hecho ni tampoco nadie lo hará. Ningún ser humano que mida entre un metro y medio y dos metros de altura.
Yo sí.
Y otro montón de enanos tan enanos como yo.
Ésa no es, entonces, la causa del problema en el que me encuentro. La causa habría que buscarla en que yo, además de reflexionar acerca del tema como cualquier otro enano, puse manos a la obra para modificar ese estado tan injusto de cosas. Ahí está el pecado. Mi pecado original.
Además de la desproporción del mundo, odio los diminutivos. Los odio con toda mi alma. Y eso significa mucho, también. Mucho de dolor y mucho de angustia. Incluso aunque mi alma no sea tan grande como las demás almas humanas.
El odio por los diminutivos está en el origen mismo de mi vida.
Me llamo Milagro.
Milagro León.
Aunque en mi cédula de