Mariquita y Antonio
Por Juan Valera
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Mariquita y Antonio - Juan Valera
Vale.
- I -
Nociones preliminares
Cuando yo era estudiante (¡dichosos tiempos aquéllos!), había en Granada, en la famosa Carrera de las Angustias, una casa de huéspedes de lo más aristocrático y confortable que a duras penas podía entonces hallar en aquella ciudad morisca el más curioso y sibarítico viajero. Había pupilaje hasta de dos duros; pero tanta suma no podía ni solía pagarla sino tal cual inglés que, disfrazado de majo, se descolgaba a veces por allí a visitar la Alhambra y el Generalife. Lo general y ordinario era que cada huésped pagase siete, ocho y hasta nueve reales al día. Por este precio le daban a uno cuarto, cama, luz, asistencia y una opípara comida. El almuerzo no era muy variado en cuanto a la materia; pero variaba infinitamente en cuanto a la forma. Cada huésped se almorzaba un par de huevos, postres, esto es, una naranja u otras frutas y, los domingos y fiestas, su jicarita de rico chocolate. La variación estaba en el modo de preparar los huevos, que ya eran fritos, ya revueltos con tomates, ya pasados por agua y ya en tortilla. De vez en cuando almorzaba el huésped pajarillas, y no del aire, o asadura en chanfaina en lugar de los huevos, y con el chocolate, migas y picatostes.
La comida era aún más espléndida: buena sopa, puchero, con morcilla o chorizo en las grandes ocasiones y siempre con garbanzos, verdura y tocino en abundancia, y, por último, un principio; y digo mal por último, porque siempre después del principio había un postre.
No contento con esto, todo huésped cenaba en aquella bendita casa. Constaba la cena de ropa-vieja o estofado, lo cual traía siempre consigo su correspondiente ensalada, y cuando no era tiempo de lechugas, apio o escarola, o bien, si estos artículos estaban por las nubes, un gazpacho supletorio.
En su época y sazón, se condimentaban y comían en aquella casa los mejores pimientos asados y las más deliciosas ensaladas de pepino que le ha sido dado saborear, desde hace muchos siglos, a un paladar andaluz.
Imposible parece que por tan poco dinero le diesen a uno tan buen trato; pero hay que considerar que Granada es lugar abundante de mantenimientos, y tan barato, que suele llamarse la tierra del ochavico; y hay que añadir que aún no se habían descubierto las minas de California, ni las de Australia, ni las tan ricas en plomo argentífero que hoy se explotan en las Alpujarras. El dinero estaba más caro que en el día y dos pesetas eran entonces, y allí sobre todo, una cantidad muy decente y tónica para gastada en el sustento y regalo de una personita del gremio estudiantil.
A pesar de estas consideraciones, para hablar con verdad y hacer justicia a la patrona, conviene que yo deje aquí consignado que lo bien que nos iba en su casa (pues de más habrá comprendido el lector que yo he sido su huésped) se debía en gran parte a la buena traza que ella se daba para arreglarlo todo, ora en la cocina dirigiendo a la cocinera, y auxiliándola col seno e colla mano, ora en nuestras habitaciones cuidando de que los pocos muebles que había en ellas estuviesen limpios, curiosos y en orden ora en la plaza del mercado, logrando con su mucha discreción y notable ingenio para regatear que le diesen la mejor fruta, los huevos más frescos y gordos y la carne mejor pesada y con menos hueso. Tenía, además, la patrona, que se llamaba doña Francisca, el tino más prodigioso para escoger melones.
No hay que decir que iba a la plaza por las mañanitas, con mucha autoridad acompañada siempre de una criada que llevaba uno y hasta dos cenachos para traer el avío. Cuando había en casa muchos huéspedes y la compra era o tenía que ser considerable, doña Francisca recurría a un coadjutor del sexo fuerte. Era éste un ciudadano que, a fuerza de vivir entre estudiantes, sabía más leyes que los más de nosotros que decíamos que las estudiábamos; decidor, chistoso, despierto y siempre alerta, citaba muchos latines, vendía y compraba libros, llevaba empeñar o a vender nuestra ropa cuando nos faltaba dinero y la limpiaba y cuidaba los demás días, que no eran de tribulación y penuria. En fin, era Merengue. Y con decir Merengue está todo dicho, al menos para mis camaradas, a cuya mente, al leer tan dulce nombre, acudirá un enjambre de recuerdos, como las moscas a la miel. Para los que no tuvieron la dicha de estudiar en Granada en la época en que Merengue florecía, ya haremos de suerte que poco a poco vayan conociendo y aun ponderando los subidos quilates de su mérito. Baste saber por ahora que doña Francisca iba a veces al mercado acompañada de Merengue.
En repostería y confitería rayaba muy alto doña Francisca, y se pintaba sola para hacer pestiños, buñuelos, piñonate y otras frutas de sartén. De cocina en general se le alcanzaba bastante y dilucidaba las más arduas cuestiones mejor que pudiera un sanedrín gastrosófico. Nunca me olvidaré en la vida de aquella inagotable facundia y de aquel vigor de argumentación con que sostenía que el cochifrito de lechones era el más sabroso de los guisos (ella le condimentaba magistralmente), y que de los dulces, los roscos de Loja y las tortillas de Morón son los mejores, pues a par que deleitan y lisonjean el paladar, nutren y no son como las yemas y otras golosinas, que estragan el estómago y echan a perder las muelas.
En los trabajos de Minerva, quiero decir en lo tocante a costura, no puedo elogiar, sin pecar de apasionado, la habilidad de doña Francisca. Apenas si sus conocimientos iban más allá de los meramente indispensables para pegar un botón. Zurcir un desgarrón o coger un punto a una calceta eran negocios que estaban muy por cima de sus facultades.
Por fortuna, doña Francisca tenía consigo una sobrina que era nuestra providencia. En toda Granada no había manos como las suyas para cualquiera linaje de puntos, pespuntes, bordados, zurcidos, calados, dobladillos y vainicas; por manera que los estudiantes que vivíamos en aquella casa no estábamos ni rotos ni descuidados como otros suelen andar, sino que íbamos siempre muy atildados y con todos nuestros botones, y a menudo hasta primorosos, por poco que la sobrina nos quisiese bien. Mariquita, que así se llamaba, era limpia como una plata, y el poco aseo ofendía su natural delicado y le crispaba los nervios. Así es que cuando venía a vivir a la casa algún estudiante zarrapastroso o hidrófobo, como hay tantos, no paraba ella de excitarle con suaves burlas, con afectuosas sonrisas y con elocuentes, y por lo común eficaces palabras, a que se puliese, lavase y perjeñase según es justo. Si nos visitaba un amigo y ella descubría rasgón o descosido en su traje, punto en sus medias, luto en sus uñas, churrete en su cara o sarro en sus dientes, luego se lo daba a entender con ingeniosos rodeos y con delicadeza bastante para que no se ofendiese, mostrándonos a nosotros con orgullo, como otros tantos dechados de pulcritud, curiosidad y esmero en la persona.
Con esto, con la gentil presencia de la sobrina, que era muy linda muchacha, y con el cuidado y manejo de la tía, la mujer más hacendosa que yo he conocido, los huéspedes, estudiantes los más, llovían en aquella casa como una bendición del cielo. Bueno es confesar, sin embargo, que la causa principal de esta concurrencia era el incentivo y señuelo de las patronas, viudas ambas y celebradas por su ameno trato, buen humor y honesta desenvoltura.
Doña Francisca podría tener entonces unos cuarenta años; mas a pesar de ellos y de su más que mediana gordura, estaba fresca y colorada como rosa de mayo, y pasaba por de muy buen parecer. Presumía, y con razón, de discreta y sentenciosa, y las máximas y documentos que dejaba escapar de sus labios estaban llenos de concisa y utilísima doctrina, que corría de boca en boca por toda la ciudad, con no escasa admiración de los entendidos y aprovechamiento de la gente inexperta.
Su filosofía era toda práctica, y no por eso menos poética. Dividía el universo mundo en dos partes, que llamaba cosas de tejas arriba y cosas de tejas abajo. De las primeras nunca se aventuraba a discurrir, pero las segundas pocas se libraban de su crítica inflexible y severa, tan sólo indulgente con ciertas debilidades o fragilidades, hijas de la ternura. Sobre este punto, a pesar de su catolicismo acrisolado, se solía elevar, o por mejor decir, solía caer en consideraciones algo heterodoxas y molinosistas, porque juzgaba, según su manera de ver las cosas, y por experiencia propia, a lo que tengo entendido, tan difíciles de cumplir algunos preceptos que no le parecía que debían tomarse al pie de la letra y los interpretaba de un modo holgadamente herético.
Salvo este extravío (que yo le perdono, y que, si bien no quiero meterme en escudriñar los altos y escondidos designios de Dios, todavía me complazco en creer que S. D. M. habrá también de perdonársele), era doña Francisca muy buena cristiana y sumamente devota. Tenía en su cuarto una pila de agua bendita a la cabeza de la cama, varios libros piadosos sobre la mesita que le servía de tocador, sobre la cómoda un San Antonio de barro, muy dorado de peana, muy circundado de flores de papel y resguardado por un fanal, y en las paredes no pocas estampas y pinturas de santos, entre las cuales formaba singular contraste un Hércules harto mal pintado que, depuestas la clava y la piel del león Nemeo, se entretenía en hilar, mientras que Cupido le encadenaba con una guirnalda de rosas.
El corazón de la buena señora era benévolo y afectuoso. Amaba doña Francisca a su sobrina con amor de madre, y aún guardaba en el alma tesoros de cariño para otros objetos, siendo el dogo Palomo, constante y fiel compañero suyo, el ser a quien más se los prodigaba.
Este animalito, aunque bastante feo, no ha de negarse que se merecía tanta amistad. Yo le conocí mucho cuando viví en aquella casa, y por cierto que nunca he visto en perro alguno mejores cualidades. No le faltaba más que hablar, y hasta imagino que a veces andaba melancólico y desabrido pensando en aquella imposibilidad en que se veía de expresar sus pensamientos por medio del lenguaje. Puede ser que yo me equivoque; en esto de anima brutorum es menester irse con tiento; Dios me perdone si me entrometo en cuestión tan resbaladiza; pero sospecho que los perros, cuando no otros animales, tienen por alma algo que se aproxima más al espíritu que a la materia, y que si no hablan los perros consiste en defecto físico y no en otra cosa. Aun así, yo he leído, no recuerdo dónde, que Leibnitz enseñó a hablar en alemán a uno suyo. Pero sea de esto lo que se quiera, es lo cierto que doña Francisca notaba cierta prodigiosa semejanza entre el carácter de su difunto marido y el de su dogo. Como a su marido le llamaba siempre Palomo, dio al perro el mismo nombre, ya cuando viuda, y hablando de ellos colectivamente, los apellidaba sus dos palomos. El humano había sido de tropa y hombre de pelo en pecho, que hizo prodigios en la guerra de la independencia, y aunque no pasé de teniente de Infantería, hubiera llegado, sin duda, a general, si hubiera vivido en nuestra época en que se premia más el mérito. Su viuda solía hacer esta reflexión con lágrimas en los ojos. Desgraciadamente, aquel varón ilustre, víctima de unas calenturas malignas, bajó al sepulcro después de haber ganado cinco cruces por hechos heroicos y distinguidos, y con una hoja de servicios más pura y más brillante que el sol.
Hay quien asegura, a pesar de todo, que doña Francisca nunca estuvo casada y otras cosas peores aún. ¡Dios nos libre de una mala lengua y de un testigo falso!
La verdad del caso es que el período mitológico de la historia de doña Francisca se extiende hasta el año 1824. Nada puede admitirse por cierto de todos los sucesos anteriores. Envueltos en densas e impenetrables tinieblas, doña Francisca los enriquecía, o dígase mejor, los representaba y simbolizaba con mitos, de los cuales, para sacar en claro el sentido histórico, creo que no bastarían la inmensa erudición y profunda crítica de Niebuhr.
Ya en 1824 aparece doña Francisca en Málaga, conocida y famosa bajo el dictado de la linda pupilera. Su sobrina Mariquita vivía ya con ella de edad de tres años; pero poco después las vuelve uno a perder de vista, y todos los hechos posteriores son igualmente dificilísimos de averiguar. Tía y sobrina anduvieron vagando desde aquella época por todas las grandes ciudades de España. Ya estaban en Madrid, ya en Barcelona, ya en Valencia, ya en Sevilla; por manera que, como yo no soy amigo de inventar y componer a mi antojo cosas falsas y jamás acontecidas, sino que siempre procuro atenerme a lo verdadero y comprobado, y como no he tenido tiempo ni ocasión, a pesar de mi grande amistad por doña Francisca, de irme por esos mundos, como otro Herodoto, recogiendo datos para mi historia, sólo hablaré en ella de lo que vi y presencié, que no fue poco, y que fue tan notable, que a no haberlo visto yo mismo con estos ojos que ha de comerse la tierra, acaso no lo creería, aunque me lo contasen frailes descalzos.
Debo advertir aquí que si doña Francisca no me enteró menudamente de su vida y milagros, no fue por ser ella en punto alguno misteriosa, sino porque hablaba tanto y contaba lances tan contradictorios e inverosímiles, que nunca me sentí con fuerzas para desenmarañar aquellos enredos y poner en claro la verdad, separándola de lo fantástico en que venía envuelta. Y aquí debo también dejar a salvo la buena fe de doña Francisca, haciendo saber que sus embustes no eran embustes para ella. Su imaginación y su memoria estaban unimismadas, y de este poético enlace brotaba de continuo una intrincada selva de aventuras.
Mariquita tenía muy diversa índole que su tía. No fantaseaba nada, pero tampoco refería la verdad de su historia. Era reservadísima, y nunca nos dijo, ni supimos sino por suposiciones gratuitas, ni con quién se casó, ni cuándo enviudó tampoco. Sólo podré decirte, lector mío, que cuando yo la conocí estaba ya viuda, o al menos la decían viuda, y podría tener unos veinte años. Era rubia como unas candelas; su pelo parecía una madeja de hitos de oro; sus labios, una clavellina entreabierta, y sus dientes, por lo blancos, más que perlas, pelados piñones. Sus manos blancas y delicadísimas,