Ropa música chicos
Por Viv Albertine
4/5
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Información de este libro electrónico
La escena punk londinense rememorada en primera persona y en femenino: revuelta, provocación y excesos. La crónica de los años más salvajes del rock.
Como los viejos elepés, este libro tiene una cara A y una cara B. La primera podría titularse «Sexo, drogas y punk». La segunda, «Hay vida después del punk». Viv Albertine llega a Londres en 1958 con cuatro años, procedente de Sídney. Estas memorias arrancan con su infancia y adolescencia, entre descubrimientos musicales –John Lennon, los Kinks, Marc Bolan–, conciertos –de los Stones, David Bowie...–, primeras escapadas –a Ámsterdam– y primeras experiencias adultas –con ladillas incorporadas–.
A finales de los setenta, dos encuentros lo cambian todo: conoce a Mick Jones y descubre a Patti Smith. A partir de ahí, Viv se integra en la emergente escena punk y vive en primera línea aquellos años de revuelta, provocación y excesos: los Sex Pistols, Malcolm McLaren, Vivienne Westwood, los Clash, Sid Vicious y Johnny Thunders, la formación del grupo de chicas The Slits, en el que toca la guitarra, los locales míticos, el Soho, con sus cines porno y sus clubs, los conciertos salvajes, la heroína, las peleas con skinheads, el descubrimiento del free jazz y la gira a la que invitan a Don Cherry..., hasta que a principios de los ochenta su banda se disuelve. Arranca entonces la cara B, con la necesidad de reinventarse, el interés por el cine, un aborto, una hija, el cáncer de cuello de útero, el divorcio tras un largo matrimonio y su nueva situación como mujer madura, tema al que dedica una canción: «Confessions of a MILF».
Escrito con una viveza y una sinceridad arrolladoras, el libro es ante todo una valiosísima crónica de primera mano de la efervescencia punk. Pero es también el relato de una época turbulenta y vibrante, y un libro sobre los retos de la madurez y la necesidad de buscar nuevos caminos en el ámbito artístico y personal.
Viv Albertine
(Sídney, 1954) fue una figura relevante de la escena punk londinense y miembro de la influyente banda femenina The Slits. Ha trabajado en varios proyectos cinematográficos y televisivos, y, tras un silencio de más de veinte años, retomó su carrera musical en solitario en 2010 con el ep de cuatro temas Flesh y en 2012 con el disco The Vermillion Border, muy bien recibido por la crítica. Ropa música chicos fue seleccionado como uno de los libros de 2014 por The Sunday Times, The Guardian, LA Times, Mojo, NME y Rough Trade.
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Comentarios para Ropa música chicos
119 clasificaciones8 comentarios
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5A bracingly fresh and honest memoir by one of the original punks. The story is chopped into short, energetic bursts, and spans Albertine's childhood, the punk era (including the formation and disintegration of her seminal band The Slits), time spent making films, marriage, motherhood, illness, divorce, a solo music career and so much more. It's all breathtakingly honest - you feel like no punches are pulled and her voice is smart, critical, funny and engaging. Really, really great.
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5This is a wonderful book. Viv Albertine knew everybody and did everything in London in the 70s and 80s, including Johnny Rotten and Sid Vicious and Vivienne Westwood. Her account of learning how to play guitar and be in a band is just marvelous. As an old fogey, who was born in 1941 (the author was born in 1954) I have only recently become aware of bands like the Ramones and their horrible and wonderful music. I much prefer today's NYC to the version of London described here which was NYC in the 70s and 80s, with lots of crime and filth. A great read.
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5What an incredible woman. This was more than I was expecting it to be. I thought it would be a whip through the punk years - fun, feisty and inconsequential. Instead, it's a beautifully written and honest account of how hard it is for women to be accepted as creative, to be allowed into the boys' club of rock music, to be true to themselves. Viv Albertine has lived an interesting, difficult life. She has found her own way through it. I liked her very much.
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Review in English:
I couldn't stop reading it. I highly recommend it.
She is like a friend who tells you in detail about her life. It has a lot to say and offers a detailed idea of what the golden age of punk and its exponents was like.
The history of The Slits is short but interesting. It was a great feat to form an all-girl band in a more hostile age towards women.
Viv honestly talks about how beautiful, gross, unfair, exciting, and painful. You can judge her for her actions or some of her opinions but not for lack of honesty.
_____________________________________________________
Reseña en Español:
No podía dejar de leerlo. Lo recomiendo ampliamente.
Ella es como una amiga que te cuenta con detalle sobre su vida. Tiene mucho que decir y ofrece una idea detallada de cómo fue la época dorada del punk y sus exponentes.
La historia de The Slits es breve pero interesante. Fue una gran hazaña formar una banda formada por chicas exclusivamente en una época más hostil hacia las mujeres.
Viv habla sinceramente de lo hermoso, asqueroso, injusto, emocionante y doloroso. Puedes juzgarla por su actuar o algunas de sus opiniones pero no por falta de honestidad. - Calificación: 5 de 5 estrellas5/5One of those books where you read it and think, "How have I missed this in all the years since it came out?"
The chapters are all very short, 2:45 long, and it's one of the fastest and best flowing memoirs I've read. It's even labelled as "Side One" and "Side Two". The stream of consciousness style suits it well and she's good at doing it (maybe that time in film school is showing?). No ghost writing or over-editing here.
If you ever wondered, "The Slits were good, why wasn't there more of it?" or "What happened to Viv Albertine?" then here you are. Unless you're chasing that "happy and deadly dull life as a housewife" line from too many bad interviews, then you can get in the sea.
But mostly it's about middle age. When your bright young career didn't, then your body falls apart and what do you do about it? That second half doesn't have the name-checks for every obscure punk musician, but it's the more memorable read.
Also one of the few books with anything good to say about Sid Vicious. - Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Here's what I tweeted when I finished the book:
"Finished superb memoir #clothesmusicboys by @viv_albertine last night. Wonderful book - entertaining, moving, sad, amusing, profound"
And I don't need to say a lot more - it was really was that good. Viv Albertine was the guitarist of iconic 1970s English punk band The Slits. When that band broke up, she disappeared into a marriage in which her creativity wasted away. This is the story of how she got to that point and how she resumed her creative life after 25 years' obscurity. It's also the story of some very bad (and very good choices), taken with a fierce commitment to independence, and the emotional price she has had to pay for that independence.
Along the way, there are fascinating portraits of Sid Vicious, John Lydon, Mick Jones, Ari Up and many other famous figures of the punk era; unexpected connections with musicians and actors as diverse as Steve Howe of Yes and Tom Hiddleston; and the voice of a fine storyteller. This is, so far, my favourite book of 2014. - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Searingly honest autobiography. Viv seems to have total recall, and writes of her experiences as though they have just happened. So through the book her voice changes from a determined-to-shock & irritate 20-something, to a more reflective middle-aged woman desiring love and determined to pursue her creative side whilst being a mother.
Well written, entertaining, and brave warts-and all candour. Viv was a part of the punk phenomenon and whilst she was an enthusiastic part of it, her writing does disclose that it was as seedy on the inside as it appeared to us of the same generation looking on. Fascinating. - Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Oh, I loved this. The first part is more dishy rock memoir, with the Slits and Sid Vicious and Mick Jones and all, and that was fun—that was my teenage/young adult music, and it's always interesting to read about what the scene was like in the years before I was paying attention. But then the second part is about re-creating herself creatively in middle age, and that REALLY resonated with me.
She speaks about it all very honestly and unpretentiously—this is not a ghostwritten book, and her voice is sweet and genuine. It changes through the course of the book, too—honestly, not in a crafty writerly way but just because of what she's talking about, and I found the effect to be quite endearing.
This is the perfect book to launch the Middle Aged Rock Girl Book Club—more on that later—and a really good read, especially on the subject of midlife.
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Ropa música chicos - Cecilia Ceriani
Índice
Portada
Introducción
Cara A
1. Masturbación
2. Arcadia
3. Pet Sounds
4. Chicos malos
5. El cinturón
6. You Can’t Do That
7. Chic
8. John y Yoko
9. Se fue
10. Los Kinks
11. Mierda y sangre
12. Demasiado genial para el colegio
13. Woodcraft Folk
14. Música Música Música
15. Hola, te quiero
16. Ámsterdam
17. La escuela de arte
18. Dingwalls
19. Davis Road, 22
20. Pavo real
21. Horses
22. El primer amor
23. El salto
24. Viv y Mick
25. Los Clash
26. La primera guitarra
27. El Roxy
28. Mick y Viv
29. Algo se respira en el ambiente
30. Las vueltas de la vida
31. Chocante
32. Una mamada
33. Encadenada
34. La Tienda
35. Los Flowers of Romance
36. El 100 Club
37. La Navidad del 76
38. Johnny T y yo
39. Heroína
40. El cambio
41. El sueño de Sidney
42. El Coliseum
43. Daventry Street
44. Las Slits
45. Ari Up
46. White Riot
47. Aniversario
48. La sesión de radio con John Peel
49. Aborto
50. Sid y Nancy
51. Crisis de personalidad
52. Componer canciones
53. Grapevine
54. Cut
55. Simply What’s Happening
56. Space Is the Place
57. El retorno de las Slits gigantes
58. Sobredosis
59. El final
Cara B
1. Perdida
2. Deseando y esperando
3. Búscate la vida
4. Cámara oscura
5. El pacto
6. Pescar al Motero
7. El maravilloso mundo laboral
8. Baby Blues
9. El infierno
10. El cielo y el infierno
11. Sangre en el camino
12. La casa blanca
13. El ama de casa de Hastings se rebela
14. La hermosa fortaleza
15. La carta
16. El Año de Decir que Sí
17. Cuento de hadas en Nueva York
18. Tocar la guitarra
19. Bel Canto
20. Un asunto de vida o muerte
21. Las New Slits
22. La ruptura
23. Decir que Sí a Nada
24. Una noche de lluvia en Nashville
25. Liberación
26. Sexo y sangre
27. La carne y una MILF
28. El centrocampista
29. Un psicópata guapo
30. Vidas bien vividas
31. The Vermilion Border
32. Fuego amigo
33. Un mal comienzo
34. Sintiendo el misterio
35. La soledad
36. Una naranja
Ropa Música Chicos
Ilustraciones
Créditos
Notas
Para Arla
INTRODUCCIÓN
Si no quieres meter la pata mañana di la verdad hoy.
BRUCE LEE
Quien escribe una autobiografía es imbécil o está en la ruina. A mí me pasan un poco las dos cosas. Una vez puesta a ello, me reí sola en varias ocasiones y, a medida que surgía la repetición de ciertas pautas, comprendí cosas de las que antes ni siquiera era consciente. Espero que también vosotros os riáis un poco y aprendáis alguna cosa.
El título proviene de algo que mi madre solía decirme: «Ropa, ropa, ropa, música, música, música, chicos, chicos, chicos, ¡sólo piensas en eso!» Era la cantinela diaria cuando, al volver yo del colegio, no recordaba nada de lo que me habían enseñado, pero podía describir en detalle lo que llevaba puesto la profesora, alabar hasta el delirio a los chicos que me gustaban y pronosticar los discos que alcanzarían los primeros puestos de ventas.
Éste es un libro sumamente subjetivo, un álbum de recuerdos. Las experiencias aquí documentadas han dejado en mí una huella emocional imborrable; me han moldeado y marcado. Y yo estaba presente en todas ellas. Si hay otros que también hayan estado y quieran contar su versión, allá ellos. Ésta es la mía.
Cara A
1. MASTURBACIÓN
Nunca la practiqué. Nunca quise. No porque existiese alguna razón para no hacerlo, alguna represión. Nadie me dijo que estuviese mal ni tampoco creo que lo esté. Simplemente no pensaba en ello. No sentía ningún deseo de hacerlo, por tanto no sabía lo que era. Cuando se me revolucionaron las hormonas, alrededor de los trece años, los chicos ya me metían mano y a mí con eso me bastaba. Poco a poco los experimentos fueron cada vez más lejos, hasta que tuve mi primera relación sexual a los quince años con mi novio de entonces. Estuvimos juntos tres años y todavía somos amigos, algo que me parece muy bonito. Durante toda aquella época posterior a mi primera experiencia sexual jamás me masturbé, aunque en una ocasión lo intenté después de que mis amigos me dieran la lata porque me quejaba de sentirme muy sola. Pero, para mí, masturbarte cuando te sientes sola es como beber alcohol cuando estás triste: exacerba el dolor. No estoy diciendo que no me acaricie los pechos (los tengo mucho mejor ahora que he engordado un poco) ni que no me toque entre las piernas y luego me huela los dedos, todo eso lo hago, me gusta hacerlo, acurrucada por la noche en mi cama tibia y acogedora. Pero eso no me conduce jamás a la masturbación. No me interesa. Tampoco soy de tener muchas fantasías, excepto una vez estando embarazada y con las hormonas a tope. Estaba tremendamente excitada y tuve una fantasía muy intensa en la que una jauría de perros salvajes y rabiosos me follaban en el jardín delante de casa. Más tarde perdí al bebé. A ver si aprendo. Aquella fantasía no hizo que sintiera deseos de masturbarme. Contemplé la escena un par de veces en mi cabeza, la escribí y nunca volví a pensar en nada parecido. De verdad.
(Por favor, dios, haz que aquel viejo ordenador en el que yo escribía esté hecho añicos y no tirado en algún vertedero del que puedan rescatarlo y analizarlo en el futuro como hicieron con el fósil de Lucy, la australopiteco.)
Pues bien, allá voy, con todo lo bueno y todo lo malo...
2. ARCADIA
1958
Mi familia llegó a Inglaterra proveniente de Sidney, Australia, cuando yo tenía cuatro años. Mi hermana y yo poseíamos tres juguetes cada una: una muñeca de trapo china, un osito de peluche y un koala. No le teníamos demasiado cariño a nuestros juguetes. Enterrábamos una y otra vez las muñecas en el jardín trasero hasta que un día olvidamos dónde estaban y perecieron bajo tierra. A los ositos de peluche los agarrábamos de las patas y los usábamos para aporrearnos mutuamente, enzarzadas en unas luchas encarnizadas hasta que acabaron sin ojos y sin orejas, destrozados por completo. No tocábamos a los koalas porque estaban hechos de piel auténtica y nos daban repelús.
Viajamos de Australia a Inglaterra a bordo de un barco que se llamaba Arcadia, según reza un salvavidas en miniatura rojo y blanco que aún cuelga de un clavo en el cuarto de baño. El viaje duró seis semanas. Uno de mis primeros recuerdos es el de mi madre y mi padre arropándonos en las literas de nuestro camarote. Nos dijeron que iban a cenar, que no tardarían y que, si necesitábamos cualquier cosa, sólo teníamos que tocar el timbre que había junto a la cama y alguien iría a avisarles. Aquello nos pareció totalmente razonable, así que nos acurrucamos bajo las mantas y ellos se marcharon.
No habían pasado treinta segundos y ya estábamos muertas de miedo. Yo tenía cuatro años y mi hermana dos. Una vez que se cerró la puerta y mis padres desaparecieron, la evidencia de encontrarnos solas de noche en aquel lugar extraño se hizo insoportable. Empezamos a llorar. Toqué el timbre. Tras esperar una eternidad y llamar muchísimas veces, apareció un camarero y nos dijo que todo estaba bien y que nos durmiéramos. Después se marchó. Todavía con miedo, volví a llamar al timbre. Pasó un rato largo y no apareció nadie, así que seguí llamando. Al final el camarero volvió y gritó: «Si volvéis a tocar ese botón una vez más, el barco se hundirá y vuestros padres se ahogarán.» Seguí llamando al timbre y mamá y papá no se ahogaron. Cuando volvieron de cenar nos encontraron berreando.
A la edad de cuatro años aprendí una lección importante: los adultos mienten.
Mamá y papá
3. PET SOUNDS¹
Quisiera ser niña otra vez, medio salvaje, intrépida y libre.
EMILY BRONTË, Cumbres borrascosas
Mi hermana y yo éramos unas niñas bastante salvajes. Durante unos años ni siquiera parecíamos niñas. Éramos insensibles, rayando en la crueldad. Teníamos una perra llamada Candy, una yorkshire terrier que se comía su propia caca. Le olía el aliento. Después de que la operaran (para que no pudiese tener cachorros), se pasaba tumbada en su cesta intentando morderse la costra formada sobre la antigua herida. Supongo que, en cierto modo, todos lo hacemos.
Mi hermana y yo le enseñamos a Candy a dormir boca arriba, bien tapada bajo una manta y con las patas delanteras asomando por el embozo. En la Noche de las Hogueras² la disfrazamos con un sombrero y un vestido largo blanco (uno de nuestros faldones de bautizo), la sentamos dentro de un cochecito de muñecas y la paseamos por todo Muswell Hill Broadway pidiéndole a la gente un penique para el muñeco.³ No obtuvimos mucho dinero que digamos, pero tampoco era lo que buscábamos.
Con mi hermanita
Acabamos aburriéndonos de Candy bastante rápido y dejamos de sacarla a pasear. Al final sólo le gritábamos «¡A pasear!» y agitábamos su correa en el aire cuando no lográbamos que abandonara el jardín trasero y se metiera en casa por la noche. Con el tiempo acabó dándose cuenta del truco y no entraba jamás.
Un día alguien deslizó un anónimo por debajo de la puerta de casa: «No me conocéis, pero yo sé cómo tratáis a vuestra pobre perrita...» Nos estaba recriminando por ser crueles con Candy. La regalamos.
También teníamos una gata, Tippy. Solíamos ponerle trampas en el jardín. Cavábamos un hoyo, lo cubríamos con hojas y ramitas y nos sentábamos a esperar a que cayera en él, cosa que por supuesto nunca sucedió. Así que intentamos meterla en el agujero a la fuerza. Salió huyendo.
Por último tuvimos tres pececitos de colores. Flamingo, Flipper y Ringo, todos procedentes del mercadillo del pueblo. Flamingo murió a los pocos días, Flipper murió un par de semanas después y fue devorada por Ringo. Ringo tuvo una crisis nerviosa (provocada, sin duda, por la culpa de haberse comido a Flipper) y empezó a hacer el pino en el fondo de la pecera, quedándose así, cabeza abajo, durante horas. Al final ya no pude soportarlo más, así que lo eché al retrete y tiré de la cadena. Cuando se vació el agua de la cisterna, Ringo seguía allí, cabeza abajo. Tuve que tirar de la cadena varias veces para librarme de él. Esa imagen de Ringo haciendo el pino en el fondo del retrete todavía me persigue.
4. CHICOS MALOS
1962
Se abre la puerta del aula y entra el director, flanqueado por dos chicos desaliñados e idénticos. El señor Mitchell anuncia a la clase que los chicos se llaman Colin y Raymond y que han sido expulsados de su colegio anterior por mala conducta. Baja la mirada hacia los gemelos y dice:
–Saint James es un colegio religioso. Creemos en la redención y os daremos otra oportunidad.
Colin y Raymond levantan los ojos hacia él con el ceño fruncido. No parecen nada contentos de estar allí ni tampoco agradecidos por aquella segunda oportunidad. Dirigen la mirada hacia nosotros, unos niños bien educados, con el pelo limpio, blazer granate, camisas blancas almidonadas y corbatas de rayas. Nos observan con desprecio. Colin y Raymond llevan los calcetines caídos y llenos de agujeros, sus pantalones no son ridículamente cortos como los de todos los niños de mi clase. A ellos los pantalones les llegan justo por debajo de las costrosas rodillas. Un flequillo castaño y grasiento les cae sobre los ojos. Uno tiene una cicatriz en su pecosa mejilla. Pienso para mis adentros: Qué suerte, por fin dos chicos guapos en el colegio. Siento ganas de aplaudir de alegría. No sé de dónde me viene ese pensamiento. No lo reconozco. Nunca me habían importado los chicos, hasta entonces habían sido invisibles para mí, no eran importantes en mi mundo. Nadie me había hablado jamás de los chicos malos, de que fueran sexys y seductores, o de que debiera mantenerme alejada de ellos. Todo eso lo descubrí yo solita en aquel preciso instante, a la edad de ocho años, en tercer curso.
Con el uniforme del colegio. 1963
Mientras los niños de mi clase desfilamos de dos en dos por las arboladas calles de Muswell Hill rumbo al refectorio, no puedo apartar mis ojos de aquellos dos delincuentes. Quiero empaparme de ellos. Giro la cabeza sin cesar y acabo caminando hacia atrás sólo para poder observarlos detenidamente. Me llevo una desilusión al comprobar que no estamos en la misma mesa a la hora del almuerzo, pero al menos me ha tocado justo a espaldas de Colin. El entusiasmo me desborda, un entusiasmo nuevo. Desde mis bragas azul marino reglamentarias del uniforme me sube hasta el pecho una sensación llena de vida, efervescente, que me forma un nudo en la garganta. El esfuerzo que tengo que hacer para contener tal energía me acelera aún más. Sólo se me ocurre una cosa para liberar tanta tensión y atraer la atención de Colin: le doy un codazo en la espalda. No me hace caso, así que le doy otro codazo. Esta vez se vuelve de repente y me suelta un gruñido, enseñándome los dientes como si fuera un animal a punto de atacar, pero mi nueva sensación me tiene pasada de revoluciones y, en cuanto me da de nuevo la espalda, le doy otro codazo.
–Hazlo una vez más y te rompo la cara.
Nunca me ha amenazado un chico y no me gusta, siento ganas de llorar. Tengo la impresión de que eso no es lo que debería pasar cuando alguien te gusta, pero el nivel de adrenalina que me corre por la sangre me impide razonar. No puedo creer lo que estoy haciendo, debo de estar loca, le echo valor, dejo cualquier miedo, orgullo e instinto de autoprotección de lado, echo el brazo hacia atrás y le doy otro codazo.
Colin se vuelve. Todos se callan y se quedan mirándonos. Levanto los ojos en busca de algún profesor que venga a salvarme, pero no hay ninguno cerca, así que me agarro con fuerza al banco y sostengo la mirada de Colin con firmeza mientras espero el puñetazo de un momento a otro. Sus labios dibujan una sonrisa pícara.
–Creo que a esta chica le gusto.
A partir de ese momento nos hacemos inseparables.
5. EL CINTURÓN
1963
Pero el sollozo del niño en el silencio cala como una maldición aún más honda que la cólera de cualquier hombretón.
ELIZABETH BARRETT BROWNING,
«El llanto de los niños»
Vivo con mi madre, mi padre y mi hermana pequeña en la planta baja de la casa de mi abuela en Muswell Hill, en el norte de Londres. La casa huele a naftalina y tenemos que estar siempre en silencio, incluso en el jardín (Me siento totalmente identificada con Ana Frank cuando tenía que moverse de puntillas por el desván donde se escondía), para no poner nerviosa a la señorita Cole, la inquilina del último piso. Nuestro apartamento no tiene salón y compartimos el cuarto de baño con mi abuela. No tenemos alfombras, sólo la madera desnuda del suelo y una raída alfombrita oriental en la cocina. Nuestros únicos muebles son tres camas, una mesa de comedor de formica verde jaspeada con las patas de acero y cuatro sillas con los asientos tapizados con un plástico amarillo por cuyas grietas asoman las hebras negras del relleno. Aquel juego de comedor había venido con nosotros en el barco desde Australia.
No puedo imaginar cómo es un hogar feliz: ¿habrá unos padres que se abrazan y ríen, que conversan sentados a la mesa, escuchando música y rodeados de libros en las estanterías? Nada de eso existe en mi casa, pero si mamá es feliz, yo soy feliz. El problema radica en que casi nunca es feliz porque mi papá es un tipo raro y difícil y no es tan listo como ella, y también porque somos pobres. Todas las noches oigo desde la cama el alboroto que organiza mi madre al otro lado de la pared mientras recoge la cocina. Abre y cierra las puertas de los armarios, hace ruido con las ollas y las cacerolas y yo intento interpretar esos sonidos y descifrar, según los portazos de los armarios, la violencia del entrechocar de los platos, la forma en que suelta los tenedores y los cuchillos dentro del cajón, si mi madre está de buen humor o no. Normalmente no lo está. Aunque hay veces en las que pienso: Ha cerrado la puerta suavemente, ha guardado la cacerola con cuidado, se encuentra bien, y entonces cierro los ojos y me duermo feliz.
Esta noche tengo los ojos hinchados de llorar y unos verdugones rojos me cruzan la parte posterior del muslo; las ronchas me duelen tanto que tengo que tumbarme de lado. Mamá vino a arroparnos a mi hermana y a mí, nos dio un beso y apagó la luz, pero yo estoy totalmente despierta y me esfuerzo por escuchar lo que sucede al otro lado de la pared. Cierro los ojos para concentrarme en los sonidos que me llegan y dilucidar si mi madre ha superado el disgusto de horas atrás. Oigo la voz de mi padre hablándole. ¿Qué hace esa bestia gigante y peluda en nuestra casa? Ésa es la imagen que tengo de muchos padres: patosos, siempre en medio, fuera de lugar, ocupando el espacio con sus torpes cuerpos. Tendrían que haberse marchado al monte a cazar bisontes después de que nacieran sus hijos y no volver más; se supone que así debería ser. Sin embargo, mi padre no es como los demás padres, es peor: tiene pelos por todo el cuerpo y el mentón cubierto por una barba de tres días, además de salpicado de cortes del afeitado. Se tapa los cortes con pedacitos de papel higiénico para que dejen de sangrar. Casi siempre lleva el cuello y la barbilla cubiertos de minúsculos pétalos blancos con una manchita roja en el centro. Ya avanzado el día le aparecen otra vez los puntitos rojos en el mentón y va al lavabo para afeitarse de nuevo. Su voz grave, a la que el acento francés vuelve aún más rara, retumba y reverbera a través de las paredes y siempre está aclarándose la garganta de lo que parecen enormes escupitajos de flema. Es tan... masculino, tan... diferente; un cruce entre Pedro Picapiedra y una versión francesa de Stanley Kowalski en Un tranvía llamado Deseo.
Durante el día de hoy sucedieron dos cosas, una que nunca había pasado antes y otra que pasa mucho. Vino gente a visitarnos, no eran amigos (no creo que mamá y papá tengan amigos) sino un par de tíos y tías. Yo estaba tan entusiasmada, yendo de un lado a otro y quitando una a una las pelusas que encontraba en la raída alfombra bajo la mesa, puesto que no tenemos aspiradora (¡Ay, no!, la alfombra está tan gastada que puede verse a través de los hilos), poniendo las sillas en su sitio, haciendo las camas. Era la primera vez que veía nuestro apartamento desde fuera y me di cuenta de que vivíamos en un cuchitril.
Todo el mundo llegó hacia las tres de la tarde. Yo estaba en la cocina poniendo en un plato unos bollos caseros con frutos secos cuando oí a papá contar una historia de cuando él y mamá tenían un local donde vendían pescado con patatas fritas en Canadá y todo les salía mal. Se les quemaban las patatas, rebozaban el pescado con una harina que no era la adecuada y una vez que se les presentó un autobús lleno de gente les fue imposible servirles y sólo se les ocurrió decirles que volviesen al día siguiente. Mamá y papá se morían de risa contando aquello. Eso era algo que nunca había pasado: papá y mamá riéndose juntos.
Dejé de hacer lo que estaba haciendo y me asomé a mirar. Me quedé parada en la puerta de la cocina mirándolos boquiabierta. Las lágrimas me corrían por las mejillas y me llegaban a la boca mientras me empapaba de aquella visión extraordinaria. Sentía tanta felicidad y tanto miedo, miedo de no volver a ver jamás algo tan maravilloso.
Jamás volví a verlo.
Cuatro horas después estoy tumbada a oscuras, escuchando. Me doy cuenta por los ruidos procedentes de la cocina que mamá está más furiosa que nunca y yo sé la razón. Después de que todo el mundo se marchara, mi hermana o yo, no recuerdo quién, dijo algo que irritó a papá, alguna tontería, pero se puso como loco.
–Vete a buscar el cinturón.
Es algo que sucede mucho. Voy al sótano, abro la puerta, no necesito encender la luz, me conozco el ritual de memoria, y descuelgo el cinturón de cuero marrón de un clavo que hay en la pared de ladrillo visto. Al respirar el olor a polvo y a ladrillo, se me cierra la garganta. Vuelvo a donde está mi padre, arrastrando la hebilla por el suelo detrás de mí, dejando que suene y golpetee contra los muebles. Aquel acto desafiante hace que se enfade aún más. Le entrego el cinturón. Me dice que me dé la vuelta y me azota tres veces sobre la carne desnuda, en la parte posterior de los muslos. Después le llega el turno a mi hermana. En nuestros alaridos se mezclan el sentimiento de injusticia y de dolor. Gritamos con todas nuestras fuerzas, con la esperanza de que mamá le detenga o de que los vecinos nos oigan y vengan a regañarle o hagan que se lo lleven preso. Pero una vez que has cerrado la puerta de casa nadie se inmiscuye en tus asuntos. La casa del vecino bien podría haber estado en otro país para el caso que nos hicieron.
Como castigo añadido, papá nos manda a nuestro cuarto. Allí siempre hace frío. En cuanto se marcha, hurgamos en el cajón de la mesilla de noche hasta dar con un bolígrafo viejo y nos marcamos mutuamente con tinta azul todo el contorno de los verdugones rojos e hinchados para que, cuando desaparezcan, nuestros garabatos azules sean testigos de lo que nos hizo nuestro padre. Nos prometemos mutuamente que jamás nos lavaremos las marcas de bolígrafo y las repasaremos todos los días. Aquellos tatuajes caseros serán los recordatorios constantes (para él y para nosotras) de lo cruel que es nuestro padre. Pues sí, se va a enterar.
Poco después papá viene a vernos. Estamos sentadas en nuestras camas dibujando, ya superada la peor parte del dolor y las lágrimas. Llora y nos abraza, nos dice que lo siente y nos pide perdón.
–¡Sí, te perdonamos, papá! –decimos a coro.
Tenemos que perdonarlo, tenemos que verlo todos los días, la vida sería mucho más incómoda si no lo perdonáramos; es una cuestión de supervivencia. Lo único que queremos es que todo vaya bien o que parezca que va bien. Mamá nos llama diciendo que la cena está lista, papá nos dice que nos lavemos para quitarnos esas tontas marcas de bolígrafo y que nos sentemos a la mesa.
Nos dejamos a propósito algunos trazos azulados sobre la piel enrojecida, no muchos para no volver a encolerizar a mi padre, pero los suficientes para salvaguardar nuestro orgullo. A continuación entramos en tropel en la pequeña cocina empañada por el calor para cenar carne estofada: grumos en nuestros platos, nudos en nuestras gargantas, ojos rojos, piernas rojas. Papá hace una broma y todas nos reímos para contentarle, después seguimos masticando en silencio. Cuando nadie me mira, escupo la carne masticada en la palma de mi mano y la escondo para tirarla después por el retrete. La radio está encendida, la melodía de Sing Something Simple cantada por los Swingle Singers inunda la habitación, las armonías vocales dulces y empalagosas llenan el aire y los silencios.
Aún hoy no puedo soportar el sonido de esas armonías tan propias de la década de 1950. Es como cuando de adolescente te emborrachas con una bebida en concreto y ya no puedes volver a olerla porque sólo su olor te produce náuseas.
6. YOU CAN’T DO THAT
1964
Estoy en casa de Kristina, mi niñera. Es la primera vez que entro en el dormitorio de una chica mayor. No hay muñecas ni ositos de peluche por ningún lado. Sobre su cama descansa un «gonk», un almohadón rojo y redondo con un largo flequillo de fieltro negro, que no tiene boca pero sí unos pies grandes. La colcha de la cama es violeta y ha pintado los muebles también de violeta. En el centro de la habitación, en el suelo, hay un tocadiscos, una cajita compacta forrada de cuero sintético blanco que se parece un poco a un neceser. A su alrededor se encuentran esparcidos unos sobres de papel cuadrados con un círculo recortado en el centro. Kristina abre la tapa del tocadiscos, saca un disco negro y brillante como un caramelo de regaliz de una de esas fundas de papel, lo inserta en el pincho que hay en medio y, con mucho cuidado, deposita un brazo de plástico encima de los surcos. Se oye un suave traqueteo. No tengo ni idea de lo que va a pasar a continuación.
Del pequeño altavoz surgen de golpe las voces de unos chicos: «¡Can’t buy me love!» Sin previo aviso. Sin preámbulos. Entraron de repente en la habitación. Son los Beatles.
No muevo un solo músculo mientras dura la canción. No quiero perderme ni un segundo de esa música. Escucho con todo mi ser. ¡Las voces están tan vivas! Me encanta que no acaben de pronunciar la palabra love, la dejan a medias y la terminan con una especie de gruñido. La canción avanza sin tregua y sólo se detienen una vez para lanzar un chillido. Sé lo que significa ese chillido: ¡Despierta! ¡Hemos llegado! ¡Vamos a cambiar el mundo! Me siento como si hubiera metido los dedos en un enchufe. Me burbujea todo el cuerpo.
Cuando termina la canción Kristina le da la vuelta al disco. ¿Qué está haciendo? Y pone la cara B: «You Can’t Do That».
La canción me traspasa el corazón y siento que nunca me recuperaré de la impresión. La voz de John Lennon es tan cercana, tan real, es como si estuviera allí, en el dormitorio. Tiene la voz de un chico normal, no canta haciendo gorgoritos pretenciosos ni con armonías almibaradas como las cosas que papá y mamá escuchan en la radio. Usa un lenguaje cotidiano para decirme a mí, su novia, que pare ya de hacer el tonto. Puedo sentir su dolor, puedo sentirlo en su voz un poco ronca; no logra disimularlo. Oscila entre la amenaza arrogante y la vulnerabilidad, intentando hacerse el duro, pero descontrolándose de vez en cuando. Y todo por mi culpa. Un chico así me hace sentir importante. Es algo embriagador. Me muero de ganas de poder decirle: Siento mucho haberte hecho daño, John, no volverá a pasar. Siento un cosquilleo entre las piernas, me gusta. Pongo la canción una y otra vez durante una hora hasta que Kristina no puede soportarlo más y me lleva de vuelta a casa.
Ya me sé «You Can’t Do That» de memoria y la voy cantando para mis adentros mientras paso la mano por el borde de los setos, barriendo las hojas y hundiendo la uña en el verde carnoso cada vez que llego al estribillo, «¡Ooooh, you can’t do that!». Todavía puedo escuchar la voz de John Lennon dentro de mi cabeza. No es un vozarrón intimidatorio como el de papá, sino una voz conocida y cercana, un poco nasal, como la mía. ¡Eso es! Es como yo, sólo que en chico. Voy flotando a lo largo de las calles arboladas, por delante de las casas adosadas, y a través de los cuadrados iluminados en aquellas cajitas de ladrillo vislumbro otras familias más felices que la mía. Pero hoy no siento envidia, ya no miro por las ventanas en busca de consuelo. Me deslizo bajo las farolas y los cerezos, pisando las grietas entre las losas de la acera y aplastando capullos de color rosa bajo mis sandalias Clarks. Ya no tengo tiempo para juegos infantiles. Hasta ese día siempre había pensado que la vida estaría compuesta de adultos tristes y enfadados, música aburrida, carne estofada, verduras hervidas, iglesia y colegio. Ahora todo ha cambiado: he descubierto el significado de la vida escondido en los surcos de un disco de vinilo negro. Me prometo para mis adentros que llegaré a ese mundo aunque no tenga ni idea de cómo hacerlo. ¿Qué o quién podría ayudarme a acercarme a ese universo paralelo? Miro calle arriba y calle abajo como si alguien fuese a asomarse por una de las puertas para ahuyentarme con un gesto de la mano, pero lo único que veo son casas, casas, casas, que se repiten hasta desaparecer en el infinito. Me dan náuseas. Las odio.
7. CHIC
1965
Es un domingo por la tarde. Tengo el pelo castaño claro, largo y liso, con un flequillo que me llega hasta las pestañas. Llevo una minifalda de pana morada, el jersey gris del colegio, calcetines blancos hasta las rodillas y los zapatos negros del colegio. Tengo once años y voy caminando con mi padre por Muswell Hill Broadway, pasamos por delante del Wimpy Bar, donde siempre me detengo y observo con verdadero deseo las fotos desteñidas y verdosas de las hamburguesas y las patatas Wimpy que se exhiben en las ventanas. Sólo he entrado allí una vez. Todo lo que hay dentro me encanta. Las sillas de plástico rojo unidas entre sí, las paredes de baldosas blancas me parecen muy modernas y limpias comparadas con las de mi casa. Las patatas fritas son tan finas que es imposible que puedan contener patata alguna, sólo unos palitos dorados y crujientes. Me gusta que la carne de la hamburguesa sea gomosa porque no parece carne de verdad, no parece parte de un animal. Me llena de satisfacción que, al morderla, mis dientes reboten en aquel redondel marrón. Es como comerse un juguete, algo ficticio y divertido. Comida de mentira. Perfecto para una comensal quisquillosa como yo: algo homogéneo, blando, sin sorpresas.
Después pasamos por delante de la juguetería donde todos los años elijo mi regalo de Navidad y de la tienda donde venden los uniformes del colegio y a la que vamos cada mes de septiembre a comprar la falda granate, la blusa amarilla y el jersey gris. Muswell Hill es mi universo. Hoy hemos estado en los columpios del parque de Cherry Tree Woods y papá me ha comprado un cómic de Jackie. Por primera vez en mucho tiempo me siento relajada estando con él. Paso mi brazo por el suyo y le digo:
–Papi, cuando crezca quiero ser una cantante pop.
Ya está, ya lo he dicho. He tenido valor para expresar cuál es mi sueño, para decirlo alto y claro. Papá es el único adulto que conozco a quien le interesa un poco la música, aunque sea la de Petula Clark, y ahora se lo he dicho, he dado el primer paso hacia mi verdadero sueño. Papá sabrá qué hacer, cómo debo empezar, cómo encarrilarme.
–Tú no eres lo bastante chic.
No sé qué quiere decir chic pero entiendo a lo que él se refiere. Entiendo por su tono de voz que las ilusiones que me estoy haciendo respecto a mí misma distan mucho de mi aspecto real, de mi capacidad y de mis encantos, y le creo. Debe de tener razón, es mi padre.
Papá y yo continuamos andando en silencio. Pienso: No me ha preguntado si sé cantar, pero es evidente que eso no importa. No hay que darle más vueltas: yo no soy lo bastante chic.
8. JOHN Y YOKO
Crecí con John Lennon a mi lado, como si fuera mi hermano mayor. La primera vez que le oí cantar no tenía idea de nada: de qué cara tenía, de cómo se vestía ni de que el grupo estaba compuesto por otros chicos geniales. La música y la letra de las canciones lo decían todo.
La figura de John Lennon fue revelándoseme año tras año y no me decepcionó. Cada vez era mejor. Cambiaba de atuendo y de corte pelo, experimentaba con drogas, con la búsqueda espiritual, la religión y la psicología, y su música se hizo más sofisticada, disco tras disco. Entonces conoció a Yoko Ono. Por fin aparecía una chica en mi vida que despertaba mi curiosidad y me servía de inspiración. La prensa británica odiaba a Yoko, pero a mí me tenía fascinada y también a mis amigos. Nos parecía fantástica. Cuando se casó se puso un minivestido blanco y unas botas también blancas hasta la rodilla. Leí su libro Pomelo, donde exponía unos pensamientos que nunca había leído; sus conceptos e ideas eran como drogas alucinógenas para mí. Un poema podía estar compuesto por una sola palabra. Unos simples garabatos eran arte. Sus afirmaciones filosóficas y sus enseñanzas me hicieron pensar distinto acerca de cómo vivir mi vida. Me gustaba que los Beatles –bueno, que John y Paul (que en aquel entonces salía con Jane Asher)– tuvieran novias inteligentes, con rostros interesantes y personalidades fuertes (los Rolling Stones sólo salían con bellezones impresionantes). Cuando John y Yoko aparecieron sin ropa en la foto de portada del álbum Two Virgins, lo que resultaba chocante en aquellos cuerpos tiernos y normales, fláccidos y desnudos, era su imperfección. Fue una decisión especialmente valiente para Yoko; la prensa analizó cada detalle de su físico y se mofó de él. Pero yo entendí el mensaje. Por fin aparecía una chica que era interesante y valiente.
John me parecía divertido, inteligente y sabio. El único problema que me acarreó convertirlo en mi musa fue que él era tan abierto respecto a sus emociones (todo el tiempo hablaba de su madre, de Yoko e incluso de su tía o escribía sobre cualquiera de ellas, evidenciando lo importantes que eran las mujeres en su vida) que yo di por sentado que todos los chicos eran así, y, para gran desilusión mía, casi ninguno lo era ni lo es.
9. SE FUE
1965
Mi madre, mi hermana y yo volvemos a casa un sábado por la tarde a finales de agosto después de pasar dos semanas en casa de mi tía. Mamá y yo soltamos las bolsas de plástico y las mochilas en el vestíbulo mientras mi hermana corre escaleras arriba para decirle hola a papá. Oímos cómo entra y sale precipitadamente de las habitaciones dando portazos tras de sí. Está sobreexcitada, es la primera vez en años que hemos salido de viaje. Entonces la oímos gritar desde el final de las escaleras con una voz levemente distorsionada por el pánico:
–¡Se ha ido!
Subo corriendo, mamá sube detrás, las tres nos quedamos clavadas delante de la puerta del estudio de mi padre, que siempre está cerrada con llave, pero que hoy se encuentra abierta de par en par. Jamás se nos permite entrar allí, así que nos lleva cierto tiempo acercarnos, arrastrando levemente los pies, y nos asomamos para echar una ojeada al otro lado del umbral. El estudio tan preciado por mi padre está completamente vacío. El escritorio de madera con los cantos afilados que él mismo hizo, la lámpara Anglepoise color turquesa y pie flexible, los libros de ingeniería, las corbatas colgando del lado interior de la puerta, todo ha desaparecido. Volvemos al vestíbulo y miramos a nuestro alrededor. Ya no hay cuadros en las paredes, el baúl grande con todas las fotografías se ha esfumado y poco a poco nos vamos dando cuenta de que faltan un montón de cosas. Es como si hubieran entrado a robar. Mi hermana y yo miramos a mamá con la esperanza de que ella nos dé alguna explicación lógica. No nos cabe duda de que ella nos dará una explicación lógica: mamá tiene una explicación para todo.
–Ay, gracias a Dios que se ha ido –dice, sonriendo–. ¡Qué alivio!
Mi hermana y yo soltamos una risa nerviosa. No estamos nada convencidas. No apartamos los ojos del rostro de mamá ni un segundo en busca de una mínima señal de duda en su expresión. Una vez persuadidas de que mamá se encuentra bien, nos relajamos y asentimos: sí, es fantástico que ese pesado, grandote y peludo, se haya marchado. Es algo totalmente normal y todo va bien. ¡Vamos a prepararnos una taza de té!
Mamá tuvo que llevarse una enorme impresión al descubrir que papá se había largado, aunque las cosas anduvieran mal, nunca es agradable que te abandonen. Me pregunto de dónde sacó tanto autocontrol y tanta capacidad de actuación (las madres son unas actrices muy subestimadas) para lograr recomponer rápidamente la expresión de su cara y cambiar el tono de voz con el fin de parecer calmada y transmitirnos tranquilidad. ¿O quizá estaba todo planeado? Quizá habían arreglado que nos fuéramos durante dos semanas para que papá pudiese recoger sus cosas y marcharse. Cuando le pregunto a mi madre, ella se niega a hablar del tema. No quiero molestarla, así que tendré que vivir sin saber la verdad.
10. LOS KINKS
Los Kinks fueron mi inspiración cuando yo era joven. Fui a los mismos colegios que ellos en primaria y secundaria, y también a la misma escuela de arte. Cuando empecé el primer curso de secundaria a los once años, el hermano menor del bajista Pete Quaife estaba acabando secundaria, así que había bastante diferencia de edad entre nosotros, pero yo seguí su estela y siempre estuve muy al tanto de todos los pasos que daban por delante de mí.
Todos los vecinos de Muswell Hill parecían tener cierta conexión con ellos, incluso mi madre. Ella trabajaba en la biblioteca de Crouch End y la novia de Dave Davies (una preciosa rubia natural) también trabajaba allí. Mamá solía volver a casa con historias sobre lo imprevisible que era Dave.
Ya de pequeña, en el colegio, solía preguntarles a los profesores: «¿Ustedes fueron profesores de los Kinks? ¿Cómo eran? ¿No tienen algún cuaderno de ellos en casa?» Sentía una enorme curiosidad por ese asunto, más que por cualquiera de las asignaturas que tenía que estudiar. No pretendía dedicarme a la música, no existía igualdad por aquella época. Era inconcebible que una chica pudiese cruzar la frontera de un territorio típicamente masculino y formar parte de un grupo musical.
Años más tarde, cuando llegué al instituto, la gente ya estaba más interesada por los Kinks. Los chicos mayores se vestían como ellos, se dejaban el pelo largo por encima de las orejas o se lo peinaban con raya al medio, llevaban pantalones de tiro muy corto estilo hipster, que nosotros llamábamos bumsters, y botas de tacón grueso. También los profesores jóvenes se vestían como ellos. Para los chicos de Muswell Hill, los Kinks eran héroes, venían del mismo lugar que nosotros y habían logrado algo en la vida.
11. MIERDA Y SANGRE
Cagar y sangrar. Siempre tuve problemas con la mierda y la sangre. A los ingleses les encanta hablar de la mierda, así que los que son de otras nacionalidades pueden saltarse este capítulo. De igual forma, cualquier novio potencial, cualquiera a quien yo pueda gustarle, por favor, también vosotros saltaos esta parte.
A los cuatro años empecé a ir al colegio, un año antes de lo habitual, no sé por qué. Todos los de mi clase tenían un año más que yo. Dos años más tarde me hicieron repetir el curso para ponerme con los de mi misma edad. En el preciso instante en que mi madre y yo llegamos a la entrada del colegio, empecé a chillar y a dar puntapiés y seguí haciéndolo durante todo el trayecto por los pasillos hasta la puerta del aula. Cada mañana se repetía la misma escena porque yo tenía miedo. No quería dejar a mi hermana y a mi madre. Era demasiado pronto. Estaba traumatizada, pero no sabía expresarlo de otra forma que no fuera llorando.
Debido a que yo era demasiado pequeña y demasiado tímida, el solo hecho de tener que levantar la mano y pedir permiso para ir al lavabo durante la clase era algo que me ponía tremendamente nerviosa, así que, después de aguantarme todo lo que pude, me hice pis y caca encima. Elegir entre levantar la mano y la voz mientras la profesora estaba hablando o ensuciarme el uniforme no fue nada fácil, pero elegí la opción que estaba a mi alcance. Yo era tan pequeña que pensé que nadie se daría cuenta. Aquello me sucedió muchas veces. Cuando volvía a casa, mamá se mostraba comprensiva, me limpiaba y me abrazaba, excepto una vez que no lo hizo. Esa vez se enfadó, salió disparada al jardín, cogió un palo áspero y con él me quitó la caca del trasero y de las piernas mientras repetía que ya estaba harta. Que me raspara con aquel palo me lastimó las piernas, el orgullo y los sentimientos. No volví a hacerlo.
Yo era una niña hipersensible, siempre atenta al humor de los demás y a sus fluctuaciones, y algo tan ínfimo como la perspectiva de tener que ir al colegio todas las mañanas me provocó diarrea hasta que cumplí los dieciséis. Por suerte no sufrí acoso en el colegio, era sólo que hasta el más pequeño detalle desataba mi ansiedad,