Veredas del espíritu: de Hume a Freud
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DE INTERÉS Para estudiantes y docentes universitarios de Humanidades. Interesados en Filosofía, Historia del Arte y Estética. Para público en general
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Veredas del espíritu - Fernando Pérez-Borbujo
FERNANDO PÉREZ-BORBUJO ÁLVAREZ
VEREDAS DEL ESPÍRITU:
DE HUME A FREUD
Herder
Diseño de la cubierta: Claudio Bado
Edición digital: José Toribio Barba
© 2007, Fernando Pérez-Borbujo
© 2007, Herder Editorial, S. L., Barcelona
1.ª edición digital, 2016
ISBN DIGITAL: 978-84-254-3162-3
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).
Herder
www.herdereditorial.com
Índice
PRÓLOGO
CAPÍTULO I.
Hume y la concepción autónoma de la Naturaleza
1.1. El diálogo como forma propia del pensamiento reflexivo
1.2. La naturaleza de los dioses
1.3. El principio de analogía
1.4. Teísmo, fideísmo y deísmo
1.5. La teodicea y el problema del mal
1.6. Naturaleza y moralidad
CAPÍTULO II
La concepción orgánica de la Naturaleza en Kant
2.1. Los conceptos kantianos de lo bello y lo sublime
2.2. Obra de arte: símbolo moral y organismo natural
2.3. La causalidad mecánica versus la causalidad finalística
2.4. El fin último de la Naturaleza
2.5. El conflicto entre felicidad y moralidad
2.6. La validez de la prueba moral de la existencia de Dios
2.7. La belleza como símbolo moral
2.8. Naturaleza, hombre y Dios
CAPÍTULO III
La «metafísica de la voluntad» en Schelling
3.1. Panteísmo y libertad
3.2. Mecanismo y dinamismo
3.3. La filosofía de la Naturaleza como base de la libertad humana
3.4. El concepto ontológico del mal
3.5. Naturaleza e historia
3.6. Libertad y predestinación
3.7. Dios y la revelación
3.8. Naturaleza, voluntad y revelación (offenbarung)
CAPÍTULO IV
El «pensamiento único» de Schopenhauer
4.1. El «pensamiento único» de Schopenhauer
4.2. Sobre la voluntad en la Naturaleza
4.3. El concepto schopenhaueriano de Naturaleza
4.4. Naturaleza y lenguaje
4.5. Magnetismo animal y magia
4.6. Del querer querer al querer saber
4.7. La «metafísica práctica»
CAPÍTULO V
Nietzsche y el retorno de la voluntad de la Naturaleza
5.1. La voluntad y la música
5.2. Las religiones de la Naturaleza
5.3. Las potencias artísticas griegas: lo apolíneo y lo dionisíaco
5.4. El «reencuentro» entre Apolo y Dioniso: el nacimiento de la tragedia
5.5. La muerte de la tragedia griega
5.6. La «resurrección» de la tragedia griega en suelo alemán: la ópera wagneriana
5.7. Naturaleza, tragedia y voluntad creadora
CAPÍTULO VI
Alma, Naturaleza y muerte en Freud
6.1. Naturaleza, inconsciente y síntoma
6.2. Sexualidad y psicoanálisis
6.3. Sueño e inconsciente
6.4. El principio de vida (Eros) y el principio de muerte (Tánatos)
6.5. Naturaleza, cultura y arte
6.6. El retorno de una concepción mágica del mundo
6.7. Salud psíquica y teleología del deseo libidinoso
EPÍLOGO
ABREVIATURAS
BIBLIOGRAFÍA
Prólogo
I
El siglo XIX es un siglo extraño y convulso, cuyo sentido sigue siendo todavía para nosotros, hombres del XXI, un enigma. Las bases de nuestra sociedad, su organización social y laboral, la gestión de la administración estatal y sus beneficios, su sistema legislativo y parlamentario, se forjaron a grandes líneas en el transcurso del siglo XIX. En este siglo, en el que los viejos imperios dan lugar a las nuevas naciones, en el que la cultura ilustrada descubre su propia «sombra», la razón, el ámbito de lo «irracional», «infrarracional» o «suprarracional», el individualismo, la dimensión comunitaria y social, la libertad, el peligro amenazante del totalitarismo, se encuentran muchos de nuestros prejuicios y muchas de las raíces de los conflictos que amenazan a nuestro convulsivo mundo global, digitalizado y tecnológico, tan ajeno, aparentemente, a aquel mundo donde la nobleza entona su canto de cisne.
El sustrato metafísico y filosófico de ese siglo parece haber estado marcado por la «apoteosis de la razón» que culmina con el pensamiento y la figura de G. W. F. Hegel. Hegel simboliza el «camino real» de la filosofía del siglo XIX, la avenida central de un pensamiento que se convertirá en hoja de ruta para el pensamiento posterior, comenzando con las figuras eminentes de Engels, Feuerbach y Marx, que entroncan directamente con el nacimiento del pensamiento sociológico de la segunda mitad del siglo XIX, que llega hasta Max Weber o al positivismo de Comte. Frente a ese «camino real», se alzan las voces impotentes de los románticos, las figuras aisladas de Søren Kierkegaard o Friedrich Nietzsche, como representantes del «irracionalismo»¹ o el individualismo, intentando en vano oponerse a la marcha majestuosa de ese espíritu absoluto, que configura las edades del mundo y de la historia.
Sin duda, en la idea de «sujeto absoluto», entendido éste como «espíritu», se encuentra la idea central del pensamiento ilustrado que culmina en el mundo decimonónico. La «intersubjetividad», el marco social e histórico que configura la conciencia individual, la unión de estructura y superestructura, la idea de mentalidad o de época, son todo el cortejo que acompaña a esta figura que muchos quisieron ver simbolizada en Napoleón, o en la música triunfal de Beethoven. No obstante, esa visión lineal de la historia del siglo XIX, de un espíritu absoluto que avanza heroico por su camino real, debe ser seriamente cuestionada y corregida. Es mucho lo que sabemos ya sobre la impronta de Schelling en la historia de la filosofía del siglo XIX,² y de la importancia de pensadores como Hölderlin,³ como para ignorar que esa filosofía del espíritu forjada por Hegel ni tan siquiera llegó a ser la filosofía hegemónica del siglo XIX.
En las siguientes páginas el lector podrá introducirse por algunas de las extrañas «veredas» que el espíritu ha seguido durante el siglo XIX, al margen de ese camino real. «Veredas» que se convierten a veces en verdaderos caminos angostos de montaña, o en «senderos del bosque», o en «atajos» por medio de la oscuridad de una verdadera selva simbólica. A esas «veredas del espíritu» está dedicado el presente libro. Esas «veredas» que aquí nos proponemos explorar no son otras que «Naturaleza, voluntad y arte», verdadera trinidad que articula este nuevo sujeto absoluto, este espíritu absoluto, y que constituye el cañamazo escondido sobre el que se sustenta el verdadero suelo del pensamiento alemán durante el siglo XIX, en todos y cada uno de sus representantes. Ese suelo metafísico no se encuentra en una metafísica de la «razón absoluta», sea en su versión idealista o materialista, sino curiosamente en una «metafísica de la voluntad». El protestantismo y su impronta han conducido a entender el ser como voluntad, descubrimiento que recibió carta de ciudadanía con el ensayo sobre la libertad de Schelling y que, mediante este viaje iniciático a través de las«veredas del espíritu», quedará firmemente asentado como el verdadero «camino real», aunque a la sombra, de la filosofía del siglo XIX.
Una de esas sendas, de esas «veredas», por las que transita el espíritu en esta época es, como ya hemos mencionado, la de la Naturaleza. En este período se realizan prodigiosos avances en las ciencias experimentales y en el conocimiento de la Naturaleza en el ámbito de las así denominadas «ciencias románticas».⁴ La visión de la Naturaleza sufre durante el siglo XIX una evolución insospechada. Deja de concebirse la Naturaleza como algo muerto e inerte, un mero mecanismo o artefacto cuyas leyes pueden ser conocidas como leyes mecánicas, basadas en el cálculo aritmético y geométrico. Las nuevas ciencias emergentes (biología, química, electricidad, etc.) no cumplen los requisitos prescritos para las leyes mecánicas formuladas por Newton y, por lo tanto, exigen un cambio de paradigma en la comprensión de la Naturaleza.
El tránsito de una concepción mecánica de la Naturaleza a una orgánica es uno de los puntos de apoyo necesarios para entender la metamorfosis que la comprensión de la Naturaleza está experimentando en el curso de este siglo tan conflictivo y decisivo, tanto en lo natural como en lo social. Quisiéramos poner de relieve la interna conexión existente entre las ciencias sociales y las ciencias naturales, así como la imposibilidad de realizar un cambio en el paradigma de comprensión de la Naturaleza que no afecte a la comprensión que tenemos de la libertad y del espíritu como agente primordial del cuerpo social y de la historia. En realidad, este libro pretende explorar dicha conexión interna entre Naturaleza y libertad, entender la terrible ligazón que entre la Naturaleza y lo social se llevó a cabo en el siglo XIX, cuya herencia pervive hasta el momento actual.
Resultaría útil, por lo tanto, tener una nueva visión de la evolución sufrida por la imagen de la Naturaleza en el transcurso del siglo XIX como espejo en el que poder comprender la evolución sufrida por la imagen que el hombre de esa época poseía del espíritu. Evidentemente esta forma de operar nos permitiría justificar la comprensión «metafísica» de la filosofía del siglo XIX que aquí pretendemos defender.⁵
El punto de arranque de nuestra exposición será la crítica que Hume lleva a cabo de las famosas pruebas para la demostración de la existencia de Dios en sus Diálogos sobre la religión natural (1779), forjadas a lo largo del medioevo a partir de una concepción teleológica de la Naturaleza, regida en su curso por la acción de la inteligencia y la voluntad divinas, por su providencia, que da lugar a un encadenamiento ejemplar de las causas en orden a la causa final. Mediante el diálogo, Hume pone de manifiesto la fuerza probativa de dichos argumentos del designio, haciendo notar que su base es la analogía, en la cual la correspondencia con uno de los términos de la comparación ejemplar permanece fuera del control intelectual y empírico por parte del sujeto. No obstante, el diálogo entre un teísta, un deísta y un escéptico servirá para poner de manifiesto la importancia de la Naturaleza en la concepción de la divinidad y de la finalidad teleológica del mundo en el que se inserta la acción humana.
Será esta visión teleológica de la Naturaleza la que introduzca Kant, segundo eslabón de esta cadena que intentamos examinar, en su Crítica del Juicio (1790), en la que de un modo indirecto, bajo la apariencia de una vuelta al medioevo, se incoa la idea revolucionaria de la «autonomía de la Naturaleza» y la exigencia de pensarla en términos orgánicos. La Naturaleza, pensada desde una dimensión estética —dato que merece la pena retener para entender mejor las conexiones que desde los inicios guarda la teoría de la Naturaleza con la estética—, aparece como un organismo que se retroalimenta y autoabastece. Dicho organismo no sólo ha de ser pensado como el efecto de la voluntad de un agente inteligente, sino que, lo que resulta más importante para nuestra investigación, implica que la Naturaleza no puede ser entendida como un objeto mecánico. Desde este momento la Naturaleza ha de ser comprendida como el despliegue, modo ordenado y jerárquico, de una ley interna, siguiendo unos criterios de organicidad que configuran la Naturaleza como el desarrollo efectivo y orgánico de una libertad.⁶
El tercer eslabón de esta cadena lo constituye, sin duda, una de las grandes obras maestras del siglo XIX y de la literatura filosófica universal: las Investigaciones filosóficas sobre la esencia de la libertad humana y los objetos con ella relacionados (1809) de F. W. J. Schelling. En esta obra Schelling intenta demostrar que la Naturaleza es un «organismo de la libertad» —entendiendo «organismo», tal como lo definiera Kant, como aquello que es «causa y efecto de sí mismo»— no tan sólo porque con la libertad principia la Naturaleza, que tiene en ella su origen, sino porque también ella es su fin, dado que su télos se encamina a alumbrar la libertad humana como «capacidad real y efectiva para el bien y para el mal» (SW VII, pág. 358). Por lo tanto, se entiende ahora la Naturaleza de un modo evolutivo, siguiendo la imagen prefigurada por Aristóteles en ese texto, de alguna manera profético, Acerca del alma, donde presenta la Naturaleza como el desvelamiento progresivo de las diversas «almas» (mineral, vegetal, animal y humana), como «potencias de una única alma» que se manifiesta de un modo pleno en el hombre teórico o espiritual, cuya figura constituye para su autor el paradigma de lo humano. La exégesis de esta obra nos ayudará a entender la profunda conexión entre Naturaleza y espíritu, necesidad y libertad, así como a comprender de qué modo la libertad no puede ser entendida de una forma azarosa, anárquica, absolutamente irracional o infundamentada, asemejándose más bien para Schelling a una forma superior de necesidad, a una especie de Naturaleza espiritual que viene a completar y superar la Naturaleza visible, realidad corporal de una libertad que aspira a su máxima manifestación.
El cuarto eslabón de esta cadena lo constituye el pensamiento filosófico de Arthur Schopenhauer. En general todo su pensamiento, pero más concretamente una pequeña obra que escribe y utiliza para justificar «experimentalmente» su teoría metafísica, elaborada en su gran libro El mundo como voluntad y representación, según la cual la esencia propia del mundo, el tuétano escondido del mundo, es la voluntad. Nos referimos a su obra Sobre la voluntad en la Naturaleza (1836), escrito de índole ecléctica y argumento errático, que nos servirá para ilustrar de qué modo llega a Nietzsche esta imagen de la Naturaleza en la que se resume y sintetiza la emergencia de una nueva «metafísica de la voluntad». Entender la Naturaleza a partir de una concepción metafísica del ser como voluntad nos permitirá percibirla como el despliegue progresivo de una voluntad única. No es cierto que en la realidad haya una multitud de voluntades individuales, que sólo se relacionan o armonizan externamente en función de una especie de «armonía preestablecida», de un «destino» o «providencia divina». En realidad en el mundo se manifiesta y desvela una única voluntad de la que depende la unicidad del mundo, de la historia y de la vida.
Sobre este postulado metafísico se articula la concepción que de la tragedia, en el marco del pensamiento heleno tardío, desarrolla Friedrich Nietzsche en el umbral de su singladura filosófica en su obra El nacimiento de la tragedia o Grecia y el pesimismo (1871). En dicha obra, donde se intentan analizar los instintos artísticos de los griegos, Nietzsche bebe literalmente de la obra schopenhaueriana, llevándola a un ámbito nuevo. En realidad, más bien deberíamos decir que Nietzsche representa con esta obra una curiosa «síntesis» de Schelling y Schopenhauer.⁷ La tragedia griega es concebida por Nietzsche como culmen de la celebración de los misterios en Grecia. Misterios íntimamente emparentados con una «religión de la Naturaleza», en la que se celebraban los misterios de Dioniso-Niño, devorado por las bacantes, como nos relata Eurípides,⁸ y con la cuestión de la posibilidad de una vida post mortem o de un desciframiento de la esencia escondida en el seno del panteón politeísta griego.
El análisis de lo dionisíaco y de lo apolíneo, como fuerzas o instintos artísticos del hombre griego, conduce a una reinterpretación de las relaciones entre antiguos y modernos. Nietzsche, fuertemente influenciado por Wagner y por su concepción musical,⁹ intenta repensar la tragedia griega a partir del fenómeno de la reciente ópera wagneriana, reivindicando el elemento musical como elemento fundamental de la misma, como el fenómeno primigenio y más prístino de la voluntad. Resulta claro que sin las reflexiones sobre la música como manifestación directa y primaria de la voluntad originaria llevadas a cabo por Schopenhauer en la tercera parte de su obra El mundo como voluntad y representación (1818),¹⁰ no hubiese sido posible esta reflexión nietzscheana. La voluntad culmina, pues, este proceso en el que la Naturaleza es concebida como la lucha agónica de dos tensiones o tendencias en el seno de una voluntad originaria que finaliza en el hombre y que atraviesa la conciencia de los diferentes pueblos, que en sus obras de arte y en sus rituales religiosos celebran los misterios de esta voluntad que recorre la Naturaleza y la historia.
Será en el seno del pensamiento de Freud, autor a caballo entre el siglo XIX y el XX, donde la metafísica de la voluntad llegará a su cima en una formulación acabada, en el marco de la teoría del psicoanálisis, de una ciencia de la voluntad inconsciente como base firme de la conciencia humana, ampliada ahora hasta los límites de lo físico-natural y las cimas de lo sobrenatural, en un gesto profético, lleno de sentido, que nos abre las puertas a ese campo abierto que es el siglo XX.
El hermanamiento entre arte y voluntad, preconizado por Nietzsche, se vuelve de un modo indudable un credo en el arte de interpretar los sueños y los símbolos como mensajeros de un mundo inconsciente del deseo, de Eros, que aspira a descifrarse en el ámbito de la conciencia, sometida a todo tipo de reglas sociales y de represiones originarias, que generan distintos síntomas de patologías y enfermedades del alma contemporánea: la realidad psicológica. En ese ámbito se descubre, junto a Eros, un principio de «muerte», Tánatos, inserto en el seno mismo de lo orgánico, y frente al cual se configura toda la obra vital del ser humano, toda su acción civilizadora, todo intento por mantener al Yo en sus estrictos márgenes, evitando sus pulsiones agresivas y autopunitivas. Dicho descubrimiento lo llevó a cabo Freud en época tardía, en uno de sus textos más emblemáticos, Más allá del principio de placer (1920). En la línea abierta por Kant de explorar la naturaleza inconsciente que habla a través de la conciencia en la figura del «genio», aparece de nuevo la idea de la importancia del inconsciente en los procesos creativos, así como en la interpretación de la acción creadora y del sentido soteriológico de la obra de arte, como afirmación especular de una voluntad que quiere vivir aun cuando se sabe moribunda.
II
El siglo XIX es el siglo que abandona la visión mecánica del mundo —vigente en Europa central durante casi dos siglos— por una visión dinámica en la que prima el credo evolucionista y la concepción orgánica de lo real; el cambio de «paradigma» sólo es posible gracias a la entronización de la creencia en la primacía de la acción sobre la sustancia. Este credo se hace patente, sobre todo con Fichte, quien en su obra La doctrina de la ciencia (1794) formula el absoluto como actividad (Tathandlung), subordinando todo conocimiento teórico a un interés práctico, y concibiendo cualquier forma de representación como un espejismo del Yo finito que le espolea y encamina a la posesión práctica de la infinitud.¹¹ Esta primacía de la praxis sobre la teoría queda simbólicamente representada en el pórtico del Fausto de Goethe, en la escena en la que el joven Fausto, después de abandonar el estéril árbol gris del conocimiento teórico, se ve impelido a alcanzar un saber de la Vida y por eso se determina a traducir el viejo arranque del prólogo de Juan no por aquel proverbial «en el principio era el lógos», entendiendo este lógos como palabra, como verbo en su sentido metafísico profundo, sino como «en el principio era la Acción».¹² Este gesto fundacional de la Modernidad tardo-ilustrada deja de este modo su rúbrica sobre el rostro apergaminado de la tradición. La Modernidad no rechaza la tradición, simplemente la usa como palimpsesto de manera que el gesto nuevo resalta sobre la vieja escritura. Acto fundacional modélico que posteriormente las vanguardias repetirán miméticamente hasta la saciedad, desproveyéndolo de sentido.
Este simbolismo de la primacía de la praxis sobre la teoría responde a un cambio de concepción metafísica. En realidad lo que se está produciendo es una nueva falla en el suelo metafísico: la emergencia de una nueva concepción del ser. Esta nueva concepción del ser, incoada erráticamente por Fichte, recibe su concepción sistemática acabada con el pensamiento de Schelling. Schelling ejecuta y lleva a cabo la transición de una «metafísica del ser» a una «metafísica de la voluntad». El ser ha sido, desde Aristóteles, el punto central, el principio último de toda concepción metafísica de la realidad. Ese «ser» fue concebido originariamente por los presocráticos, verdaderos teóricos de la Naturaleza, como un ser en devenir, como un ser vital. Podríamos decir, utilizando terminología antropológica moderna, que la primera concepción del ser es una concepción «mágica». Se concebía el ser como principio de vida y generación, fuente de productividad y de fecundidad. El «ser» era todo aquello que indica vitalidad, fuerza, actividad, mientras que el no-ser era todo aquello que era señal de impotencia, decaimiento en la actividad, improductividad o esterilidad. Los conceptos metafísicos son aquí plenamente vitales, ligados a la concepción física de la Naturaleza e inseparables de ella. Heidegger ha sido quien, en pleno siglo XX, con más fuerza y radicalidad ha reivindicado esta dimensión vitalista del ser de las primeras especulaciones de los pensadores griegos y mostrado de qué modo del olvido de esta dimensión, como olvido del ser, ha derivado el extravío de toda la tradición metafísica occidental, dando lugar a un falso dualismo desontologizador del mundo de la vida,¹³ que acaba con el nihilismo de finales del siglo XIX y todo el XX, que ya preconizara en la última fase de su pensamiento Nietzsche.¹⁴
La gran aportación de la metafísica en el siglo XIX tiene lugar a partir de una «metamorfosis» de la metafísica misma. Esta «metamorfosis» tiene que ver con una nueva manera de concebir el «ser». Dicha manera ya no es hereditaria de esa concepción del ser como sustancia, como acto de ser propio de los seres objetivados e individualizados, propia del medioevo; ni tampoco con el concepto de ser como «pura actividad ciega», pura «energeia», participada en los seres, cuya materia es fuente y origen de pasividad que limita la perfecta actividad del principio divino que en ellos es ralentizado y obstaculizado. Desde esta concepción metafísica del ser, de clara índole platónica, el mundo sólo puede aparecer como una caída (Abfall), como un obstáculo, o en términos hegeliano-marxistas, como una alienación (Entfremdung) de Dios en el mundo.
Precisamente, esta priorización de la acción sobre la teoría no es sólo la encarnación de un activismo ciego, de un imperio de la voluntad o del querer, desprovisto de toda lógica o teleología. Concebir el «ser como querer» no es el intento de concebir el ser como ciego impulso, anhelo vacío o infructuoso desear. Toda la filosofía del siglo XIX, contemplada desde las «veredas del espíritu» que aquí recorreremos, nos muestra esta teleología inconsciente, este querer escondido, que mueve a la Naturaleza toda, la conciencia humana y la historia, con una «astucia de la voluntad» tan firme y regia como la «astucia de la razón» hegeliana. Sobre este suelo metafísico del ser entendido como voluntad puede comprenderse la fastuosa odisea del espíritu que ha tenido lugar a lo largo del siglo XIX, de un modo silencioso y poderoso, por estas veredas de la Naturaleza, la voluntad y el arte, hasta llegar a lo más granado y florido del pensamiento del siglo XX.
Barcelona, 15 de febrero de 2007
Capítulo I
HUME Y LA CONCEPCIÓN AUTÓNOMA DE LA NATURALEZA
Hume es, sin duda, una de las figuras más polémicas y controvertidas de la Modernidad. Declarado por algunos padre del empirismo y promotor de la destrucción de la metafísica medieval, constituye para otros el máximo crítico de Locke y Berkeley que establece las bases para una concepción escéptica de la realidad, terminando con el dominio de una teología de las causas y una filosofía de la sustancia.
Una de las obras más controvertidas y sorprendentes de David Hume es Diálogos sobre la religión natural (1779), sin la cual no puede entenderse la Crítica del Juicio (1790) de Kant. En el transcurso de esta obra Hume pone los fundamentos para la crítica de la filosofía medieval, la cual había visto en la ordenación y disposición del Universo la prueba fundamental para inferir la existencia de Dios y los atributos más excelsos de Éste: sabiduría, omnipotencia, bondad. Será en el marco de una filosofía entendida como ancilla theologiae que se iniciará la disputa en torno a las famosas pruebas sobre la existencia de Dios que congregará por igual a teístas, deístas y escépticos. Frente a los argumentos de los escépticos, que mantienen que el conocimiento de la existencia y de la esencia de Dios queda fuera del alcance de la razón humana, los deístas mantienen que la razón humana a lo máximo que puede alcanzar es a un conocimiento natural de la existencia de Dios, quedando su esencia y atributos vedados de un modo absoluto a cualquier forma de conocimiento; así como Pseudo Dionisio Areopagita mantenía que sólo de modo negativo podemos conocer la esencia divina, también los deístas mantienen que de Dios sólo conocemos lo que no es. Por último, en un alarde de osadía, como dignos herederos de los grandes filósofos medievales, se encuentran los teístas, que defienden que la razón puede conocer la existencia y la esencia de Dios, los atributos que le son propios, al menos en el grado y medida que conviene a la vida humana, tanto en su dimensión moral como religiosa.
Por lo tanto, Hume pasa revista a los argumentos de unos y otros en lo que atañe al conocimiento que la Naturaleza nos puede proporcionar. Usa para ello el diálogo entre un escéptico, Filón, un deísta, Demea, y un teísta, Cleantes. En este diálogo se nos abrirá una nueva visión de la problemática que propició toda la filosofía kantiana. Kant afirmaba que Hume le había despertado de «su sueño dogmático»,¹ entendiendo por dogmatismo la creencia de que un conocimiento como el medieval era posible para la razón, cuando realmente se afirmaba que la razón no podía conocer el mundo como tal, si no era modificándolo y deformándolo al conocerlo, pero que aquello que queda al margen del conocimiento teórico es posible conocerlo desde el ámbito práctico, desde la región de la moralidad humeniana.
Hume, en sus Ensayos sobre el conocimiento humano (1751), pretende precisamente combatir el idealismo del obispo anglicano Berkeley, que en su Tratado sobre el entendimiento humano (1710) había arremetido contra el Ensayo sobre el entendimiento humano (1689) de Locke, porque le parecía que una vez establecida la distinción entre impresiones e ideas, caracterizando a aquéllas por su vivacidad y claridad, mientras que las ideas eran una copia débil y oscurecida de aquéllas, se había producido una verdadera inversión cognoscitiva. Frente a esta posición de un radical idealismo se posiciona el pensamiento humeniano, intentando defender el alambicado camino del medio, un «escepticismo débil», que pone en jaque la creencia de un realismo ingenuo, pero evita caer en posiciones de un idealismo dogmático.²
La postura de Hume, la de un escepticismo sumamente matizado, se muestra con toda claridad en sus Diálogos sobre la religión natural. Kant veía en este diálogo humeniano la raíz de una concepción no dogmática de la Naturaleza que abría, sin embargo, el ámbito de la realidad divina como fundamento del desarrollo natural y moral del hombre. La vía hacia un autor inteligente y moral del mundo, base firme de la moralidad humana, sólo podía abrirse desde una comprensión reflexiva y libre de la Naturaleza como obra de arte, como símbolo de la belleza.
En este sentido Hume habría asentado la importancia del conocimiento de la Naturaleza para la doctrina moral y metafísica, separándose del pensamiento medieval en su creencia de que es posible entender esa ciencia de la Naturaleza como una ciencia de Dios, como un conocimiento acabado y cabal, científicamente trabado y experimentalmente demostrable, de la existencia de Dios y de sus propiedades esenciales. La Naturaleza en su conjunto, como totalidad acabada, es inaccesible para un conocimiento científico basado en un sistema de leyes mecánicas en las que no hay lugar alguno para la libertad. El conocimiento empírico-científico, analizado por Kant en su Crítica de la razón pura (1781), resulta insuficiente para pensar la Naturaleza como un todo.
El escepticismo humeniano, como veremos, no conduce a la pasividad del conocimiento, sino que abre el espacio viviente de la reflexión que, aunque no permite un conocimiento conclusivo, amplía el ámbito de conocimiento humano en el reino de las ideas de la razón, que permiten al hombre considerar el ámbito de los posibles esenciales bajo los que aparece un conocimiento hipotético de la Naturaleza como base de un conocimiento metafísico del mundo.
1.1. EL DIÁLOGO COMO FORMA PROPIA DEL PENSAMIENTO REFLEXIVO
Esta obra, Diálogos sobre la religión natural, que imita en la forma a los diálogos platónicos, necesita de la forma dialógica porque según su autor no parte de ninguna verdad asentada, firmemente establecida y pacíficamente compartida, sino de una búsqueda de la verdad desde la docta ignorancia. Hume intenta someter a un riguroso examen crítico, en un alarde de modernidad sin precedentes, los argumentos medievales asentados para conocer racionalmente la existencia de Dios a partir del orden, la belleza y la perfección manifestados en la Naturaleza. El hecho de que el diálogo acabe aparentemente inconcluso ha conducido a los estudiosos a intentar dilucidar con cuál de las posturas retratadas se identificaba el propio Hume.
En realidad, Hume, basándose en el carácter escéptico de su pensamiento, intenta revisar todos los argumentos que existen a favor de una inferencia natural de la razón de la existencia de Dios a partir de la Naturaleza. De este modo, la ironía humeniana nos permite revisar todos los puntos de vista sobre la materia tratada y tener una visión plural y compleja del problema que nos atañe. Como afirma el mismo Hume al comienzo de la obra:
Hay, empero, determinadas materias a las cuales se adapta particularmente el estilo dialogado, que continúa siendo en ellas preferible al método simple y directo de composición.
Cualquier extremo de doctrina que sea tan obvio que apenas admita discusión, pero que al mismo tiempo sea tan importante que nunca pueda resultar excesiva la repetición al inculcarlo, parece requerir este método de tratamiento, merced al cual la novedad del modo puede compensar lo trillado de la materia, la vivacidad de la conversación puede dar vigor al precepto, y la variedad de perspectivas, presentadas por los diferentes personajes y caracteres, puede no resultar tediosa ni redundante.
Cualquier cuestión filosófica, por otra parte, que sea tan oscura e incierta que la razón humana no pueda lograr un criterio fijo al respecto, parece —si es que hubiera que tratarla— llevarnos de modo natural al estilo del diálogo y la conversación. Lícito puede ser que hombres razonables difieran en un tema donde ninguno de ellos puede aducir razonablemente nada positivo. El contraste de opiniones proporciona, aunque de él no salga decisión alguna, un grato entretenimiento; y, si el tema es curioso e interesante, el libro nos brinda, por así decirlo, compañía y aúna los dos placeres más grandes y puros de la vida humana: el estudio y la sociedad. (DR, págs. 55-56)
Nos enfrentamos con la ardua cuestión que cerca el pensamiento filosófico desde la aparición de los famosos diálogos de juventud de Platón. Todos ellos, que revisten un carácter inconcluso, parecen ser la forma mayéutica adecuada para alumbrar algún tipo de saber interior que parte de la ignorancia y acaba en la docta ignorancia. La naturaleza aporética de la cuestión en estudio, la excesiva complejidad y dificultad que encierra, parecen hacer imposible un acceso directo y una exposición sistemática de la cuestión a tratar. El diálogo, al menos en apariencia, no parece priorizar ninguno de los puntos de vista de los participantes en el mismo, otorgando igual credibilidad inicial a los argumentos de unos y otros, huyendo de toda forma de autoritas o de profesión ex cathedra. Tan sólo los argumentos, según se van hilvanando al hilo del diálogo, pueden adquirir virtud probatoria o argumentativa, mientras que fuera del propio diálogo carecen de toda fuerza vinculativa.
Vemos, por tanto, que la cuestión a tratar en este diálogo parece ser irresoluble o, en cualquier caso, no poder recibir una respuesta clara y contundente desde el inicio.
La debatida cuestión de si la opinión defendida por Hume se corresponde con la del escéptico Filón, que parece encabezar el diálogo, frente a la del deísta Demea o a la del teísta Cleantes, sólo puede resolverse atendiendo a la naturaleza misma de la forma dialógica.³ En principio la forma dialógica nos permitiría entender dichas voces como las del propio monólogo interior en el alma de Hume, quien encuentra argumentos diferentes para defender y sostener cada una de las opiniones. Esta concepción nos permitiría ver el diálogo como una forma de personificación de los argumentos en pro y en contra, como la posible resolución de confrontaciones y paradojas por las que el espíritu mismo de Hume va transitando en su búsqueda de la cuestión última fundamental: ¿es posible acceder desde la Naturaleza a un conocimiento