Globalización y filosofía
Por Michael Reder
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Michael Reder, a través de ejemplos concretos y de los modelos interpretativos ofrecidos por distintos pensadores desde Kant hasta Habermas, se pregunta en esta obra qué puede aportar la filosofía práctica a la reflexión sobre la política, la economía o la cultura en el actual contexto de globalización y, al mismo tiempo, analiza qué función política puede desempeñar hoy la filosofía mediante la apertura de nuevas perspectivas fundamentales sobre la realidad. En ambos planos ha de esclarecerse hasta qué punto el fenómeno de la globalización puede describirse y entenderse como una forma moderna de la cosmópolis.
Michael Reder
Michael Reder (Dr. phil.) ist Professor für Praktische Philosophie und Vizepräsident für Forschung an der Hochschule für Philosophie München. Er ist Konsortialführer des vom bidt finanzierten Forschungsverbundes KAIMo (Kann ein Algorithmus im Konflikt moralisch kalkulieren?) und Mitglied des Direktoriums des gemeinsamen Zentrums für verantwortliche KI (CReAITech) der Technischen Universität München, der Universität Augsburg und der Hochschule für Philosophie München.
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Globalización y filosofía - Michael Reder
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II. Describir la globalización
¿Es el Estado todo?
Cuando se pregunta quién es el actor más importante desde el punto de vista político en un mundo globalizado, a menudo se sigue respondiendo: el Estado nacional. Esta respuesta tiene una larga tradición, también en la filosofía. El Estado nacional pareció ser durante mucho tiempo el protagonista de la escena mundial, el actor determinante del acontecer político, económico y social. Así, cuando los libros de historia relatan los acontecimientos globales de los últimos 200 años, hablan fundamentalmente de los Estados nacionales y de sus representantes.
Desde la perspectiva de la filosofía práctica, la característica fundamental del Estado nacional es su soberanía. La soberanía es la expresión de su independencia, o, más exactamente: la expresión de su derecho a la autodeterminación. La soberanía del Estado significa fundamentalmente dos cosas. Por una parte, el Estado es soberano internamente, lo que quiere decir que toma sus decisiones autónomamente y organiza su vida política interna de forma independiente. Al mismo tiempo, la soberanía del Estado hace referencia a las relaciones exteriores, esto es, el Estado es soberano para organizar las relaciones políticas con sus vecinos de forma independiente. El Estado puede entablar relaciones diplomáticas, cerrar pactos o integrarse en instituciones internacionales para colaborar con otros países. El sistema de Naciones Unidas se basa fundamentalmente en este derecho de autodeterminación de los Estados, por lo que el principio de no injerencia en los asuntos de los Estados soberanos ha sido, y sigue siendo en gran medida, uno de sus pilares más importantes.
Si se echa una mirada a la historia de la filosofía, este énfasis en el Estado como el actor principal en el plano global lo encontramos, por ejemplo, en Immanuel Kant (1724-1804). El discurso actual de la globalización se remite constantemente a la autoridad de Kant y de su escrito La paz perpetua (1795). En este escrito, que está estructurado a modo de tratado de paz, Kant distingue entre el derecho público, el derecho de gentes o derecho internacional y el derecho cosmopolita. Cuando se pregunta por el desarrollo de la dinámica global, se concede especial importancia al derecho internacional, es decir, al derecho interestatal. En el origen de los procesos globales está, pues, el Estado, que en la concepción kantiana del derecho internacional es el actor primordial. Los procesos globales son el resultado de la interacción entre Estados o de su cooperación ante los problemas emergentes.
Cuando Kant se ocupa de la convivencia entre los hombres del mundo entero, el principal punto de referencia es el Estado nacional. Él es el actor primordial, pues es él el que une a los hombres y el que mejor puede resolver, a través de un orden republicano, los problemas de la vida en común. Así pues, describir la globalización significa dar cuenta de las interacciones entre los Estados nacionales.
Esta idea es, hasta el día de hoy, el elemento fundamental en la descripción de los procesos globales. Por esto, hasta bien entrada la década de los setenta no se habló tanto de globalización cuanto de internacionalización. Era la manera de expresar que los procesos globales consisten fundamentalmente en la interacción entre Estados. Las acciones de los Estados determinan los procesos globales, por lo que en última instancia son los responsables del éxito o del fracaso de la construcción de estructuras globales.
Hoy, sin embargo, se subraya que esta concepción de la globalización como internacionalización es problemática desde muchos puntos de vista. En primer lugar, se afirma que el Estado nacional ya no es el único actor político en el plano global. En segundo lugar, se plantea críticamente la pregunta de si el concepto de soberanía no ha sufrido una fuerte transformación, la cual ha afectado también al margen de acción del Estado nacional.
Inmerso en el seno de complejos procesos globales, el propio Estado está sometido a un cambio de forma, tanto interna como externamente –esta es la tesis fundamental. Por lo que se refiere a la soberanía externa, muchos científicos señalan que, actualmente, el reconocimiento de los Estados por parte de otros Estados, esto es, de otros actores globales, ya no es algo automático. Los Estados están cada vez más obligados a rendir cuentas, por lo que su soberanía externa está sometida constantemente a la aprobación de otros actores. Este reconocimiento internacional procede de organismos políticos (como tribunales internacionales o instituciones políticas), pero también de actores no estatales (como organizaciones no gubernamentales o agencias de rating). Así, por ejemplo, los Estados reaccionan a informes críticos de organizaciones no gubernamentales como Amnistía Internacional, o ajustan sus estrategias en materia de política económica a los rankings publicados por agencias internacionales. De este modo, los Estados se ven sometidos a un constante proceso de reconocimiento. Ya no pueden determinar solos su acción política, sino que hacen depender sus decisiones de muchos otros actores e instituciones no estatales.
Pero la soberanía también se transforma internamente. Los cambios sociales de los últimos 50 años han conducido a una limitación de las posibilidades de dirección jerárquica, que ha sido reemplazada por formas reticulares de dirección política. La política ya no consiste fundamentalmente en una serie de decisiones aparentemente unívocas del aparato del Estado, que después son aplicadas por una administración estructurada jerárquicamente, sino que el Estado está integrado en una red de la que forman parte grupos muy distintos (desde empresas hasta asociaciones deportivas, pasando por organizaciones no gubernamentales), cada uno de los cuales plantea al Estado sus propias demandas. De este modo, la política se presenta a menudo como un actuar en el seno de redes.
Con esta acción política reticular se transforma también la idea de soberanía. Un Estado ya no demuestra su soberanía controlando a sus ciudadanos, sino actuando de forma reticular, es decir, escuchando a los distintos grupos de interés e integrando sus aspiraciones en el proceso político. Los políticos, cualquiera que sea su color, se convierten de este modo en moderadores de complejos procesos de entendimiento y negociación. Obviamente, el Estado sigue manteniendo la potestad jurisdiccional y la capacidad de establecer o de asegurar las pautas correspondientes. Pero la actividad política del Estado ya no puede entenderse al margen de su integración en el seno de complejas redes sociales.
Estas transformaciones de la soberanía interna y externa no pueden separarse claramente la una de la otra, pues los procesos globales conducen a una intrincación de los procesos políticos. Hoy, las decisiones en materia de política interior apenas pueden comprenderse al margen de la política exterior, y viceversa. La separación de política interior y política exterior, que antes parecía tan clara, se desvanece. De este modo, los procesos globales afectan de manera especial tanto a la soberanía interna como a la soberanía externa del Estado, relacionando mutuamente estos dos aspectos de la soberanía.
Hoy, cuestiones como la recaudación de impuestos o la seguridad, por ejemplo, ya no pueden desligarse del contexto global. Los Estados ya no gozan de una soberanía interna que les permita cumplir estas tareas descuidando el entramado global. También en estos ámbitos deben rendirse cuentas mutuamente, y cada vez se ven más obligados a ajustar su política interior a las circunstancias externas (piénsese, por ejemplo, en los criterios de estabilidad de la Unión Monetaria Europea).
Así pues, las transformaciones de la soberanía interna y externa obligan a pensar de nuevo la naturaleza del Estado y de su soberanía. Por esto, muchos teóricos de la globalización estarían hoy de acuerdo con esta descripción de la estatalidad posnacional del politólogo Michael Zürn (1959): «En suma, es posible aventurar la hipótesis de que, en la constelación posnacional, las dimensiones de la estatalidad se desmembran [...]. En este sentido, la estatalidad posnacional es una estatalidad raída. La estatalidad se deshilacha» (Zürn, 2001: 17). En la época de la globalización, el Estado no puede evitar enfrentarse al discurso sobre las transformaciones de la soberanía interna y externa.
Para la descripción de la globalización podemos retener lo siguiente: durante mucho tiempo, científicos y políticos han entendido la globalización como internacionalización. El actor primordial era el Estado, que era soberano interna y externamente. El surgimiento de complejas constelaciones de intereses de los actores más dispares conduce, sin embargo, a una transformación del papel del Estado y de su concepción de la soberanía. La globalización, por lo tanto, ya no puede describirse única y exclusivamente como una relación internacional de Estados soberanos.
¡Menos Estado y más sistemas!
Las sociedades tradicionales eran sociedades estructuradas jerárquicamente. Con la progresiva modernización, la división social del trabajo y el surgimiento del individualismo, por una parte, y del pluralismo, por otra, las sociedades perdieron paulatinamente esta forma jerárquica y se diferenciaron verticalmente. La instancia política central como cúspide de la sociedad ha perdido poder, los medios y las estructuras de clase tradicionales se han disuelto. En su lugar, han aparecido ámbitos sociales autónomos que no se ajustan a las clasificaciones tradicionales.
La teoría de sistemas, tal como fue desarrollada en Alemania por Niklas Luhmann (1927-1998) y sus discípulos, se concibe a sí misma como una teoría filosófico-sociológica que pretende dar cuenta de esta diferenciación funcional. Las sociedades modernas, esta es la tesis fundamental, se diferencian en distintos sistemas parciales, como, por ejemplo, los sistemas de la economía, la política, el derecho, el arte o la ciencia. Cada uno de estos sistemas desarrolla su propia forma de comunicación, que determina qué comunicación tiene sentido en el interior de cada uno de ellos. Dentro del sistema de la ciencia, por ejemplo, lo fundamental es siempre la distinción verdadero/no verdadero, mientras que dentro del sistema de la economía es primordial la diferencia tener/no tener. Cada sistema desarrolla su propia lógica binaria, que selecciona la comunicación dentro del sistema según estos dos aspectos. En el interior del sistema solo es comprensible aquella comunicación que trabaja con estas distinciones. La pregunta por un origen común de los sistemas o por un vínculo social que una a todos ellos es cada vez más irrelevante. Lo esencial para la descripción de la sociedad es el análisis de los distintos sistemas en tanto que comunicaciones separadas.
Uno de los rasgos más importantes de los sistemas es que su comunicación es, en última instancia, autorreferencial. Esto significa que el sistema se reproduce continuamente a sí mismo en un proceso cerrado. Por esto, Luhmann también califica de autopoiéticos a los sistemas. Esto explica el hecho de que, en el fondo, el sistema de la economía no pueda comprender por qué el sistema del arte opera con la diferencia bello/feo, pues la economía solo dispone de la distinción tener/no tener. Las traducciones entre los sistemas son muy complicadas y normalmente tienen escasas posibilidades de éxito.
Desde el punto de vista filosófico podemos decir que, detrás de esta perspectiva teórico-sistémica de la sociedad, está la tradición de pensamiento inspirada en Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831). Según Hegel, en el proceso histórico dialéctico de verdades y contraverdades se forman siempre nuevas síntesis. El Espíritu, que en Hegel es el origen y la meta de este proceso, recorre distintos estadios y vuelve siempre a sí mismo. Pero solo en el estadio del Espíritu absoluto se reconoce el Espíritu a sí mismo, y de este modo reconoce también el principio espiritual como el fundamento del mundo. El arte, la religión y la filosofía son para Hegel las tres formas del Espíritu absoluto.
La teoría de sistemas toma de Hegel la idea fundamental de que la realidad se divide en distintos sistemas, cada uno de los cuales desarrolla su propia lógica. Ciertamente, existen dos diferencias claras entre la teoría de sistemas y la idea hegeliana de sistema: en primer lugar, la teoría de sistemas abandona el carácter teleológico de los procesos. Los sistemas sociales comunican entre sí, sin que por ello exista una jerarquía de sistemas o sin que el proceso tenga como meta un sistema determinado. En segundo lugar, la teoría de sistemas tampoco toma de Hegel la dimensión histórica. En verdad, el moderno análisis de sistemas es una observación ahistórica de comunicación.
El propio Luhmann reconoció ya en la década de los setenta que a la comunicación de sistemas le importan poco las fronteras nacionales. La comunicación sistémica de la economía o de la ciencia, por ejemplo, no se detiene ante ninguna barrera fronteriza, sino que se desarrolla por encima de cualquier frontera tradicional.
Esto explica el hecho de que, durante los últimos años, la teoría de sistemas también se haya distanciado cada vez más de un análisis de la sociedad realizado en términos de Estado nacional, como se aprecia muy claramente en Helmut Willke (1945), discípulo de Luhmann. Willke solo habla ya de sistemas mundiales que comunican a través de su propia lógica en el plano global. Esto resulta especialmente claro en el ámbito del comercio mundial. El sistema de la economía mundial o el sistema financiero mundial han desarrollado una forma cerrada de comunicación frente a la que su contexto local se hace cada vez menos importante. En la época de Internet, cada vez es más indiferente dónde y cómo se haga negocio. Los sistemas mundiales se vuelven, pues, atópicos, como dice Willke, lo que significa que el lugar de la comunicación se torna en última instancia