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Teoría del súbdito
Teoría del súbdito
Teoría del súbdito
Libro electrónico490 páginas7 horas

Teoría del súbdito

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No somos ciudadanos, sino súbditos. Yendo un paso más allá, Valdecantos añade que, de hecho, "ciudadano" y "ciudadanía" son, en sí mismos, conceptos mixtificadores forjados para maquillar el rostro monstruoso de lo político. Por ejemplo, la doctrina medieval de la supremacía del poder eclesiástico sobre el secular expresa la verdad de la dominación contemporánea, donde la potestad del mercado rige la esfera de lo político.
Así, el día en que los súbditos repudiaran y se burlaran de todo lenguaje legitimador y se burlaran de él, estaríamos ante el modo de resistencia más insidioso y quizá, también, el más fecundo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 abr 2016
ISBN9788425437656
Teoría del súbdito

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    Teoría del súbdito - Antonio Valdecantos

    Antonio Valdecantos

    Teoría del súbdito

    Herder

    Diseño de la cubierta: Caroline Moore

    Edición digital: José Toribio Barba

    © 2015, Antonio Valdecantos

    © 2016, Herder Editorial, S.L., Barcelona

    1.ª edición digital, 2016

    ISBN DIGITAL: 978-84-254-3765-6

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com)

    Herder

    www.herdereditorial.com

    ÍNDICE

    PRÓLOGO

    PRIMERA PARTE. LAS INSTITUCIONES SON TROPOS

    § 1. La deriva y la flecha

    § 2. Derivaciones circulares

    § 3. El linaje de las cosas

    § 4. Spatio depellere paulum

    § 5. La paradoja de la yema

    § 6. Una escurridiza metonimia

    § 7. Metonimias de continente y contenido, institucionales y de vínculo

    § 8. Otros tropos espaciales y vinculares

    § 9. Instituciones divinas

    § 10. Metonimia y homonimia

    SEGUNDA PARTE. LA METAMORFOSIS DE LAS DOS CIUDADES

    § 11. Piratas, bandidos, hechos y valores

    § 12. Homonimia y «valor»

    § 13. Conceptos agustinianos

    § 14. Politodicea y cortocircuito

    § 15. La metonimia doméstica

    § 16. Hogar, firma y marca

    § 17. El mercado como metonimia y como metáfora

    § 18. La homonimia del orden

    § 19. La institución sin límites

    § 20. El retorno de las dos ciudades

    § 21. La espada moral del mercado

    § 22. Sermo doctrinae, terror disciplinae

    TERCERA PARTE. ESPACIO PÚBLICO Y TIEMPO PÚBLICO

    § 23. Civitatis ipsius imago

    § 24. El lugar de todas las cosas

    § 25. Persona de Estado y persona de súbdito

    § 26. Espacios de mandarines

    § 27. La superstición de la transparencia

    § 28. Expansión y aproximación

    § 29. La superstición del interés común

    § 30. La superstición del acuerdo

    § 31. Lo público y lo pragmático

    § 32. Retórica de la espontaneidad

    § 33. El cómputo público del tiempo

    § 34. Urgentes medidas desprivatizadoras

    CUARTA PARTE. EL SÚBDITO, LA TEORÍA, LA IRONÍA Y LA JUSTICIA

    § 35. El concepto y el mal

    § 36. La curvatura de la justicia

    § 37. El arquero doblemente diestro

    § 38. La recta fortuna

    § 39. Política y verdad

    § 40. Ética de la mendacidad

    § 41. El lenguaje político como práctica extorsionadora

    § 42. La justicia de la teoría

    § 43. Poética del súbdito

    Prólogo

    Las ideas que nos hacemos de la política (incluso las forjadas por los más inteligentes y los más probos de entre nosotros) son casi siempre la consecuencia de alguna claudicación del entendimiento. Uno de los secretos mejor guardados del saber político, y del saber en general, es la inquietante noticia de que ninguna manera lúcida de mirar a los lazos de poder y dominio en que se enredan los humanos (o, tanto da, de imaginar o concebir vínculos que pudieran sustituir a los conocidos) produce una visión ordenada ni clara de aquello a lo que se dirige. En estas materias, la claridad y el orden no son hijas de las virtudes de la vista, sino de sus defectos. Las potestades y dominaciones humanas resultan infinitamente más confusas, y también más sórdidas y abismales, de lo que necesitan creer quienes viven de explicarlas ordenadamente, porque, en realidad, la materia a la que llamamos política apenas puede dotarse de forma, salvo en operaciones de asistencia intelectual a algún poder o de justificación de alguna servidumbre pasada, presente o futura, o en el sopor profesoral de quien tiene por oficio la disertación cansina sobre este género de cuestiones y la narración de su historia.

    Quien teoriza sobre la política está condenado, salvo que se someta a una disciplina feroz, a dejarse seducir por cantos de sirena variadísimos que lo convencerán de la existencia (efectiva o posible) de cierta clase de orden propio de las cosas humanas, apto para componer una estampa abarcable por la vista y grata a los ojos, un cuadro cuyas figuras invitarán a una ecfrasis no siempre sencilla, pero sí tentadora para cierta clase de mentes, a menudo muy vigorosas. Descubrir el orden (pasado, presente o futuro) de la ciudad, mostrarlo en una exposición parejamente sistemática y proporcionar su justificación son tareas que el pensamiento occidental ha reservado, en efecto, a talentos muy escogidos. Que ese orden sea el de la comunidad de los mortales, el de una naturaleza física que lo refleje y se someta a él, o quizá el de alguna ciudad divina, son variedades que no afectan a lo esencial. Lo que importa en la visión correcta de la ciudad es que el orden de la descripción se acomode a la descripción del orden, y, por ello, quien vea con claridad los tronos y principados humanos y los empeños de quienes los derriban ya tendrá escrita la mitad de la ecfrasis que se le solicita: si la imagen que obtiene de la ciudad es adecuadamente ordenada, también lo será la descripción de su visión, lo cual implica que cada parte estará en su sitio y que el ajuste entre ellas tendrá el grado de perfección que en cada caso corresponda. De ordinario, quien maldice la ciudad que ve y la describe como un cuadro espantoso lo hace porque lo visto no se parece en nada a la clase de orden que las personas virtuosas (entre ellas, sin duda ninguna, él mismo) son capaces de concebir con su visión clarividente. La justeza o justicia de la ciudad ordenadamente descriptible puede ser utópica, pero también realista y hasta de perfiles cínicos. Desde luego, el orden no expresa siempre una perfección ejemplar, y, de hecho, las descripciones más apreciadas lo serán a menudo de órdenes imperfectos (que estimulan nobles anhelos reformadores) y de expresiones fieles de la menesterosidad y contingencia humana. La utopía tiene su sitio en todo catálogo ordenado de las descripciones posibles de la ciudad, aunque también lo tiene, con abundantes motivos, el realismo de clase media que aprecia, por encima de todo, lo menos malo de entre lo posible. También, sin duda ninguna, otras formas de realismo más ácidas, según las cuales la política reproducirá las leyes de la selva, de la mafia o de la bolsa, leyes quizá poco gratas, pero, desde luego, implacables y perfectamente conocidas por ciencias nada anárquicas ni desordenadas. Contrariamente a épocas oscurantistas y a sociedades poco abiertas, la modernidad tardía no recomienda una única visión del orden. De hecho, para ella, el orden mismo se manifiesta en la posibilidad de elegir entre varias concepciones y, sobre todo, en alternarlas según necesidades o deseos.

    Para teorizar sobre la ciudad es necesaria una ascesis despiadada que castigue con toda clase de rigores caer en la tentación de la forma. La tarea del teórico consiste en llevar al extremo —un extremo muy poco presentable en sociedad— la visión de las cosas como algo informe y desquiciado, que invita a desviar los ojos hacia otra parte y a olvidarse de lo que llegó a ser visto. El teórico querría perseverar en la visión de lo deformado, si bien la mera insistencia en ella está impedida por la naturaleza (o falta de naturaleza) de lo visto, y así quien contemple la ausencia de forma no contemplará propiamente nada, porque ningún objeto se le ofrecerá con la consistencia de aquello que tiene un sitio asignado y que lo ocupa ciñéndose a él. La mirada de este teórico dará bandazos constantes de un lugar a otro, sin que en ninguno de ellos llegue a constituirse un objeto apropiable, y la descripción de lo visto habrá de ser errática e incompleta, aunque no se complacerá en los encantos del vértigo ni en la orgía de las sensaciones trepidantes, sino que dará cuenta del desorden con la amarga lealtad de quien sabe que su propio entendimiento comparte las taras de aquello que describe. La teoría añadirá rigor al que de por sí se encierra en la ausencia de forma, y lo hará con la cólera contenida de quien, repudiando lo que mira, está sujeto al imperativo categórico de describirlo. Mostrar con precisión la imposibilidad de cumplir debidamente con ese imperativo es la más elevada tarea que le cabe al teórico, y en ella pueden alcanzarse grados de exactitud sorprendentes y admirables. En agudizar al máximo esa clase de precisión, y con la mayor disciplina posible, estriba el oficio de la teoría, y también, desde luego, en describir la clase de desorden en que ella misma consiste. La teoría llevada al extremo es una extrema ironía que raramente será apreciada como virtud y que, de ordinario, resultará tan dañina para el teórico como para su entorno.

    No somos ciudadanos ni lo seremos nunca. La noción de ciudadanía —tan querida y hasta venerada por la mayor parte de las ideologías y visiones del mundo disponibles— es un obstáculo para comprender la naturaleza de la política y, en particular, el aspecto que hoy presentan las relaciones de poder, dominación y sometimiento. Que, de hecho, no somos ciudadanos (salvo en las fórmulas de ciertos ritos, lo cual constituye todo un hecho y no debe despreciarse) y que la atribución habitual de ciudadanía es el baño de oro de una desabrida píldora constituyen, desde luego, verdades muy asentadas en cualquier cabeza no acomodada a la retórica oficial. Algo más difícil parece, sin embargo, negar que la ciudadanía tiene la forma de un proceso histórico y que, por mucha insatisfacción que haya de suscitar el estado presente de la cosa pública, pertenecemos a cierto curso temporal (iniciado antes o después, según versiones) que no podría entenderse sin un constitutivo impulso emancipador, tendente a sustituir (más pronto o más tarde, según autores) la condición del súbdito por la del ciudadano. Negar tal cosa implicaría tirar irresponsablemente por la borda, sin ofrecer nada a cambio, la mayor parte de las nociones con que (a izquierda y a derecha) se construye el tiempo histórico moderno y la ubicación que en él ocupa quien lo concibe. ¿O acaso podría aceptarse que la modernidad se sustrajera a ese singular campo magnético que recibe el nombre de «moral», bien como adjetivo, bien como sustantivo? ¿Qué quedaría del tiempo presente si no se lo supusiera imantado, con mayor o menor fuerza, por cierto impulso que, cubriendo de virtud a quien pronuncia esta palabra, se acostumbra a llamar «ético»? Pero incluso quienes nieguen —y no serán demasiados— que la modernidad apunta, por su propio concepto, a los consabidos ideales humanistas, y crean que es una época igual de sórdida o por lo menos tan ambivalente como cualquier otra, se reservarán la posibilidad (alguno dirá el derecho) de mantener la ciudadanía como un ideal irrenunciable, como una exigencia racional o como el horizonte al que miran todas las disposiciones y pasiones políticas decentes.

    La ciudadanía es la condición en virtud de la cual cabe postular cierta clase de orden justo de las cosas humanas, distinto del correspondiente a la supervivencia, a la satisfacción de los impulsos naturales, a la competencia y a la ganancia, así como lo relativo a los afectos, lealtades y convicciones que, precisamente por oposición a lo político o público, suelen llamarse privados. Que la vida común está violentamente economizada en nuestro tiempo y que lo acontecido en el último lustro representa un brutal paso de gigante en ese camino son verdades difíciles de negar, tanto para los que las celebran como para quienes las maldecimos. Y la denuncia de la economización totalitaria de la vida suele concluir, por motivos fáciles de entender, en la defensa de alguna noción de lo político o de lo público en la que puedan hallarse, netamente distinguibles, los rasgos de ese orden justo y adecuado de las cosas humanas que la bio-tecno-economización del mundo destruye en las mentes, en los deseos y en las expectativas. Ese orden justo (que a veces se pintará con todo el cromatismo de una explosión incontrolable e inagotable de pulsiones y deseos) está, como suele decirse, por venir, aunque eso no le impida una estrecha intimidad con las revueltas y sufrimientos del pasado. Semejante orden se nutre de proyectos y de memorias, y casi podría decirse que vive precisamente de una destilación rigurosa de recuerdos y planes, con la que se elimina todo lo que en ellos pueda incomodar: a mayor indignación frente a la conversión de la vida en mercado, mayor devoción por un espacio y un tiempo que sean, justamente, lo otro del mercado. Todo lo anterior resulta muy familiar desde por lo menos el libro I de la Política de Aristóteles. «Ciudad» es el nombre originario de la mencionada alteridad, y en la historia de la ciudad y de su concepto (de su siempre tramposo concepto) se cuenta todo lo decisivo de la historia de Occidente. La ciudad está creada por la palabra, pero no, desde luego, por la palabra con la que se engaña, se mata, se simula, se humilla o se atemoriza (y ni siquiera con la que se musita, se declara y cancela el amor, se agoniza, se canta o se ríe), sino por aquella que, pudiendo ser puesta en boca de cualquiera, busca un bien verdaderamente común. En esta ligazón entre cierta forma de lenguaje y de comunidad radica lo esencial de la ciudad y la ciudadanía. El corazón de la política occidental es un asunto de lenguaje, y la capacidad de pensar un orden de las cosas humanas distinto del fundado en la fuerza radica, por su parte, en la posibilidad de cerciorarse de que el uso esencial, recto y no desviado, de la facultad de hablar coincide con la comunicación depurada y plena.

    Un subtítulo posible de este libro habría sido el de «Ensayo contra la idea de comunicación». La comunicación forma parte, seguramente, de los peores mitos de nuestro tiempo y merece todos los ataques que se le puedan dirigir. Aquí se intentará contribuir a esa urgente tarea de manera solo indirecta y oblicua, aunque ojalá certera. Porque el lenguaje humano no es, en su esencia, una práctica comunicativa. Lo político (o lo «público») del lenguaje no está en su esencia, sino en ciertas desviaciones de sus usos habituales, si bien con lo anterior no quiere sostenerse de ninguna manera que el hablar humano sea una especie de selva darwiniana en la que excepcionalmente aparezcan momentos o destellos cooperativos, aptos para fundar un orden propiamente político. No se trata de nada parecido a esto, sino, más bien, de que, en algunas circunstancias inopinadas, el hablante perderá las riendas de su propio discurso y se sorprenderá diciendo algo que no corresponde a sus intereses, a sus estrategias ni a sus propósitos; algo que ya no lleva la impronta candente de quien lo pronunció y que es, por ello, impersonal: que no puede pertenecer a nadie y que a cualquiera le puede hacer perder los estribos de las palabras propias. Esas interrupciones imprevistas del orden económico que a todo lenguaje inspira son el único tiempo y el único lugar de lo público y de algo que se sustraiga a la economía esencial de la vida, pero ni una golondrina hace verano ni las rupturas anómalas de lo económico establecen ningún orden alternativo al que quepa llamar ciudad. La idea de ciudad —y la de ciudadanía, que, según se sostendrá aquí, está en relación circular con ella— surge de la compulsión que lleva a poner en algún lugar (en este o en otro, o en el muy paradójico, aunque poderosamente persuasivo, de alguna utopía) un orden distinto del que las miserias humanas tratan de erigir. Naturalmente, «miseria» significa aquí pobreza o menesterosidad y, al mismo tiempo, también tara moral. La invención de lo político surge precisamente cuando se cree que es posible (y exigible) rehuir a la vez lo designado por los dos valores del término «miseria», resultando un habla y una acción que estén libres de sujeción a las necesidades perentorias de la vida (también, desde luego, a esa prolongación artificiosa y perversa de ellas constituida por los intereses del homo oeconomicus) y que, a la vez, reflejen lo que el ser humano llega a ser cuando no se conduce como un miserable en sentido moral.

    Pero en los tiempos modernos, la ilusión de un orden propiamente cívico surge, antes que de ningún otro lado, del convencimiento de que lo económico es, por su parte, también un orden. La creencia de que puede descubrirse una lógica profunda en la conducta humana cuando se atiende a la satisfacción de necesidades e intereses y a la preocupación por la supervivencia (una lógica natural o biológica, que casi siempre se atribuirá igualmente, en la escala que corresponda, a los animales no humanos) es la responsable de la postulación de un orden peculiar de lo económico, el cual podrá ser objeto de estimaciones de muy diverso tipo, aunque casi siempre se afirmará como correspondiente a eso que modernamente se llama «los hechos» y que solo puede acotarse a partir de la vigencia de cierta esfera (o de muchas esferas) de aquello que se llama «los valores». La creencia en que existe semejante orden es cosa, pues, de conocimiento y de buena información (no tanto, desde luego, de noticia directa —reservada a especialistas—, cuanto de confianza en los canales divulgativos apropiados), pero tal conocimiento y tal información son posesiones imprescindibles del hombre y la mujer bien documentados, gentes siempre al día y amantes del progreso de la ciencia (incluida, desde luego, la económica) y del examen desprejuiciado de la realidad. Ese orden implacable de la conducta, sometida a unas leyes que no son de la razón, sino de la naturaleza, se mostrará con suficiente transparencia cuando el comportamiento humano se examine como un objeto natural más, prescindiendo de consideraciones morales y de pruritos antropocéntricos.

    Sin embargo, estudiar la conducta humana de esta manera y no de otra es todo un imperativo típicamente moral que va unido al resto de las exigencias de esa herencia inventada a la que pertinazmente se llama el proyecto o programa ilustrado. La pretendida vigencia de dicho proyecto —una vigencia moral, desde luego; tan moral que apenas hay nada merecedor de este nombre fuera del proyecto en cuestión— garantiza la conexión entre el orden de los hechos, implacable y crudo, pero orden al fin y al cabo, y el correspondiente a los valores, en el que se encarnan las mejores convicciones humanas sobre el mejor orden concebible. Ambos son órdenes, desde luego, y ambos se necesitan mutuamente, como complementos o como contrafiguras, de manera que la noción moderna del orden se fundará siempre en una duplicidad y en la necesidad de ensamblar dos piezas que en principio son independientes. Pero ese ordenamiento natural de la conducta, ese orden bio-tecno-económico que nos convierte en cumplidores inconscientes de leyes no promulgadas por nosotros, sería inconcebible sin la vigencia del sistema normativo de la cientificidad, el cual se interpretará a veces como natural (por constituir un medio eficaz de predicción de estimulación futura y, por tanto, una adaptación exitosa del animal humano a su medio), aunque casi siempre preferirá verse como moral (una esforzada empresa de perfeccionamiento con la que el hombre se emancipa de la ignorancia, del mito y de la sumisión), y rara vez renunciará a sumar los beneficios de una y otra vertiente (¿qué es moralmente superior: investigar la realidad con toda su crudeza y ceñirse a lo que mejora nuestra adaptación al medio, o cultivar ilusiones antropocéntricas que adulen nuestro narcisismo?). Pero, en cuanto se resquebraje la confianza en uno cualquiera de ambos órdenes, el otro se caerá a continuación, y esto es lo que aquí ha de importar.

    Como siempre, el retablo de las maravillas está vacío y el espacio de lo económico no está sujeto a orden alguno, o lo está únicamente de manera fragmentaria y ocasional. De hecho, solo quien tiene a su cargo la justificación de políticas desreguladoras de la actividad económica (es decir, la apología de cierta clase, bien notoria, de desorden) es capaz de creer en el mito de un orden espontáneo del mercado. El espacio doméstico del οἴκος o domus (esto es, de la casa) donde se ubica aquello que se ha llamado lo económico es, en rigor, la sede de lo más salvaje que es dado encontrar. Que la tragedia ática —un género, a la vez, eminentemente político— esté llena de violencia familiar debería alertar sobre la sangrienta raíz común de lo público y lo privado, o, lo que es lo mismo, de lo político y lo económico, o de lo cívico y lo doméstico. En esa reunión de casas que, según Aristóteles, no constituye ciudad, solo se hallará orden cuando fingirlo sea necesario para mentir sobre el significado de la casa. Y semejante ordenación mendaz no puede verse como correlativa de un presunto orden de la ciudad sino a base de un engaño reduplicado. Ninguna mirada lúcida ha descubierto jamás en la ciudad ninguna clase de orden que no sea el fingido por los cronistas, por los oradores de aparato y por los autores de doctrinas políticas, esos maestros de la prevaricación correosamente adiestrados en el arte de describir la ciudad como si estuviese engalanada para celebrar su fiesta mayor o para recibir a un príncipe virtuoso. Pero el orden de la ciudad, y su justicia, no solo no existen, sino que tampoco son seriamente concebibles, y la única tarea honrada que podría emprender quien, a pesar de todo, deseara ocuparse de esos quehaceres sería mostrar que aun la más refinada y exquisita descripción de la ciudad ideal disimula por entre sus palabras cantidades ingentes de miseria.

    En las páginas que siguen no se encontrarán recomendaciones sobre cómo trasladar las ideas a la realidad ni sobre la utilidad práctica de la teoría. De ninguna manera es este un libro de lo que hoy da en llamarse filosofía práctica, género cultural y académico en el que (además de banalidades sin cuento) se condensan muchas de las supersticiones más señaladas de la ideología dominante. Es cierto que la teoría siempre tiene efectos en la práctica, pero lo único honrado que cabe decir sobre el particular es que tales repercusiones no están gobernadas por el teórico y ni siquiera pueden ser verosímilmente anticipadas. Tampoco se darán aquí argumentos para apoyar el pertinaz prejuicio de que los efectos de la buena teoría son, por naturaleza, beneficiosos para el mundo y para las conciencias. Quien no tenga el entendimiento estragado por la retórica imperante en la esfera cultural sabe muy bien que, si alguna naturaleza tiene la teoría, es siempre nociva y a menudo deletérea: su esencia consiste en mostrar las cosas de manera difícilmente soportable, y lo único que cabría procurar en este terreno minado es que hiciera el mayor daño posible a quien más lo merece y se mostrara clemente con quienes ya disponen de otras fuentes de sufrimiento (o incluso que contribuyera a la justa venganza de este). Pero semejante propósito pertenece tan solo a los deseos piadosos, y obsesionarse con él no suele conducir a teorizar demasiado bien. El elemento de la teoría es el daño, y esto lo sabe bien el teórico, que suele ser el primer perjudicado por ella. La cólera, la maldición y el repudio son ingredientes decisivos en todo quehacer teórico, lo que obliga a mostrarlos con el debido pudor y a evitar, en lo posible, las sobreactuaciones.

    Quizá haya, sin embargo, un servicio práctico que la teoría puede aspirar a cumplir de manera verosímil. Se trata de teorizar de tal modo que el material escrito resultante se sustraiga al formato del objeto cultural. Naturalmente, no está en manos del teórico lograr tal fin con todas sus consecuencias, aunque sí lo está esforzarse en ironizar con los cánones de ese género de discursos e imágenes que tiene como misión confirmar a las clases sensibles y virtuosas la bondad de sus creencias. La teoría no se escribe para proporcionar a nadie la ocasión de tener toda una experiencia. Ni siquiera de enriquecer la experiencia propia: la teoría, cuando lo es de verdad, no forma parte de la cultura. Es cierto que la obra del teórico puede acabar como libro de texto en un curso de formación humanística para futuros directivos de empresa o como bocado exquisito para apetitos culturales sofisticados. Tales posibilidades son formas de la ironía consustancial al teorizar, y de poco vale desgañitarse para repudiarlas. Pero lo que sí puede intentar el teórico es persuadir al lector de una verdad sencilla: si su lectura ha sido fuente de honda satisfacción, de afianzamiento de convicciones y de elevado deleite, entonces es que se ha equivocado de lectura. En realidad, el lector de teoría está siempre equivocado, y en esto no se distingue nada del autor. El destino de la teoría es siempre rebajar su graduación letal para hacerse asimilable, y, por un elemental instinto de supervivencia, el teórico es el primero que colabora en esa tarea. Todas las maneras de tratar con la teoría son incorrectas, porque ninguna podría estar a su altura sin riesgo serio de locura y autodestrucción, y, desde luego, de desviación social. Pero, al mismo tiempo, la verdadera teoría no es nunca asimilable del todo, y deja siempre visible el resto que ni la cultura ni la experiencia pueden administrar. Por mucho que la teoría se convierta en cultura, la asimilación no será jamás completa, y nunca dejará de dar alguna señal de que se está faltando a la verdad. Sin embargo, esos signos de inadaptación, modestos aunque incómodos, no solo apuntan con el dedo al desencaje cultural de la teoría, sino también a otro hecho que conviene no ignorar: el de que el mal, insaciable por naturaleza (o por lo que a menudo se ha juzgado falta de naturaleza), no recibirá nunca toda la justificación que solicita.

    Madrid, 31 de diciembre de 2015

    Primera parte

    Las instituciones son tropos

    § 1. La deriva y la flecha

    «Toda la historia léxica y conceptual del pensamiento político está todavía por descubrir», sentenció Émile Benveniste en 1970, al término de su contribución al libro de homenaje publicado en el sexagésimo cumpleaños de Lévi-Strauss.¹ El texto había comenzado con una vigorosa reconvención (casi un conato de diatriba) contra «el punto de vista tradicional de la lengua espejo de la sociedad», punto de vista, dice, perteneciente a cierto género de «grandes abstracciones», reunidas en «relaciones falsamente concretas» que «no producen más que ilusiones o confusiones».² Que la lengua se tome como espejo de la sociedad sería, en efecto, toda una «gran abstracción» y, al mismo tiempo, un «punto de vista», aunque un par de líneas antes se había catalogado tal hecho, no sin cierta desazón, entre los fenómenos de índole más o menos retórica: «[nunca] se desconfiará bastante de este género de imágenes». Alegar que una gran abstracción no es en verdad más que un fantasma constituye, sin duda, un arma persuasiva de muy viejo abolengo; conforme a ella, lo que debería intentarse para no caer en la trampa de las imágenes (por lo menos de las de «este género», cualquiera que sea el referente de «este») es quizá formar relaciones que no resulten «falsamente concretas». Y cabe preguntarse, secundando la diatriba, si habría que tratar con la habitual devoción a la expresión misma «punto de vista», imagen francamente poderosa que conduce, sin duda ninguna, a una abstracción formidable. ¿Cómo no desconfiar, en efecto, del punto de vista según el cual existen puntos de vista?

    Merece la pena, no obstante, dejarse contagiar un rato por el mal humor de Benveniste, aunque solo sea para atender a un aspecto tan decisivo como fácil de preterir: al hecho de que, en la metáfora del espejo, se dé por supuesto que, a propósito de la relación entre la lengua y la sociedad, lo reflejado es esta última, mientras que el espejo mismo y sus imágenes corresponden a la primera. Pero, naturalmente, la dirección de la flecha puede invertirse, y entonces la sociedad se concebirá, de maneras varias, como cosa resultante del lenguaje, y no, por cierto, como una superficie especular (ni como lo que en ella figura), sino más bien, seguramente, como un «producto» o como una «construcción», abstracciones estas que harán pronto añicos el vidrio y lo sustituirán por alguna metáfora productiva o constructiva. Cada vez que se lanza una flecha, el fantasma del bumerán está insidiosamente presente, y, cada vez que se traza una línea recta, debería ser obligado imaginarla, al mismo tiempo, como una circunferencia enderezada. Benveniste creía que la confusa ilusión de la imagen del espejo (es decir, de la imagen misma que el espejo es, y no solo de la que en él se produce; de la relación misma y no solo de la noción de sociedad que de ella resulte, pues con los espejos también cabe formar imágenes, aunque quizá haya que hacerlo tomándolos lateralmente o de perfil, o quizá desde arriba o desde abajo, si bien no de manera que se confunda su imagen con la de lo que en ellos se proyecta) radicaría en que solo se comparan una parte de la lengua (el vocabulario) y una parte de la sociedad (el hecho atómico, «el dato social en tanto precisamente que es objeto de denominación»). De ello resultará «una especie de inventario lexicológico de la cultura», algo que Benveniste mira con mal disimulado desdén, y de lo que no cree que haya mucho que esperar. Mediante el vocabulario se producen, o eso parece, denominaciones de hechos y datos, pero «denominación» constituye un nombre retórico que en su día equivalió a «metonimia»;³ sin duda, de lo que quiere hablarse aquí es de «designación», y no parece cosa baladí que la relación recta entre el signo y lo significado tenga que designarse de manera oblicua.

    Lo que se sugiere, sin embargo, es que los hechos y datos que pueden ser objeto de denominación o designación no son lo socialmente relevante, de manera análoga quizá (y aquí sí que se da una relación especular, aunque queda por ver en qué dirección) a lo que ocurre en la lengua con el vocabulario. El objeto de atención de Benveniste será un hecho de derivación que, por pertenecer a esta clase, estará «profundamente ligado a la estructura propia de la lengua». No interesará ya la «sustancia» de un dato léxico (el término «dato» se había empleado ya, líneas arriba, en relación con la sociedad), sino una relación, la que une a cierto «término básico» con otro derivado. La relación en cuestión es intralingüística y no genera la denominación de ningún objeto; tan solo muestra el orden en que estos se disponen, algo así como una jerarquía que se da entre ellos y que los hace ingresar en «una configuración a la vez formal y conceptual». Lo que importa será ver «en qué dirección se produce la derivación», porque tal dirección parece ser lo decisivo en la «configuración» correspondiente. El resultado habrá de tomarse, desde luego, con toda clase de precauciones: «el modo como se configura en la lengua esta relación nocional evocará en el campo de las relaciones sociales la posibilidad (es todo lo que puede decirse a priori) de una situación paralela».⁴ En los fenómenos que interesan a Benveniste hay, como mínimo, tres elementos: la derivación misma, la «configuración» que ella forma y la dirección en que la primera se produce. Ya ha quedado dicho que esta última es el elemento capital: lo es dentro de la lengua y se conjetura que lo será, si hay paralelismo, en el ámbito de las relaciones sociales.

    Los dos casos de derivación estudiados por Benveniste —el que se dio en latín de ciuis a ciuitas y, con dirección inversa, el del griego antiguo de πόλις a πολίτης— no constituyen, ni muchísimo menos, ejemplos cualesquiera: πόλις y ciuitas son nombres (alguien dirá «denominaciones») de lo que también podría designarse como la totalidad social o política (en épocas en que no cabía deslindar —societas ciuilis siue res publica— aquello que acabó llamándose lo social y lo que recibió el nombre de lo político), de manera que las configuraciones de derivación de las que formen parte tales nombres no solo podrán examinarse con vistas a descubrir si tienen parangón en lo que se llama «sociedad», sino que semejante parangón —o su ausencia— se establecería entre ciertas relaciones sociales, por un lado, y las que se dieran, por el otro, entre la sociedad misma y algo derivado de ella, o de lo que ella derivase. No parece cosa baladí, ciertamente, descubrir cuál es la dirección de la flecha, ni tampoco si su camino puede recorrerse al revés, ni si en unas lenguas va en un sentido y en otras, en el inverso (ni tampoco, desde luego, si el griego antiguo y el latín se opusieron en ello entre sí, ni si las lenguas modernas adoptan el modelo del griego y se oponen al del latín).

    Pero esto último es precisamente lo que sostiene Benveniste con la mayor economía y claridad. En la configuración latina, ciuitas derivaba de ciuis, aunque sería del todo engañoso explicar la dirección de la derivación sirviéndose de las traducciones habituales, que vierten, respectivamente, dichos términos como «ciudad» y como «ciudadano», y no solo porque en castellano la flecha recorre el camino inverso, sino porque ciuis es un término relacional y con valor recíproco, semejante, en eso, a «hermano», «paisano» o «vecino», y que debería traducirse, para captar ese núcleo esencial, por «conciudadano». Así es, desde luego, como habrá que entender los frecuentes emparejamientos de ciuis con un posesivo: cuando Tito Livio dice (entre un buen puñado de ejemplos, desde Plauto a la Vulgata, enumerados por Benveniste) «inuitus quod sequius sit de meis ciuibus loquor»,⁵ sería absurdo traducir «siento tener que hablar mal de mis ciudadanos», mientras que la última palabra muestra claramente su sentido si se vierte como «conciudadanos» o como «compatriotas», al igual que ocurre en otro lugar del mismo Livio: «adeste, ciues; adeste commilitones» («¡socorro, conciudadanos! ¡socorro, camaradas de guerra!»).⁶ El término ciuis es, entonces, muy afín a hospes («huésped» en el sentido primitivo del castellano, que comprendía al que recibe hospedaje y al que lo da) y a hostis («enemigo», en particular enemigo público), y constituye un caso paralelo al del griego ξένος («extranjero», originariamente con el sentido de alguien extraño al que se presta hospedaje u hospitalidad).⁷ De este modo, el estado del ciuis se debe al trato mutuo que mantiene con otros a quienes atribuye la misma condición que espera ver reconocida en él, a semejanza de lo que ocurre con los enemigos (los cuales siempre serán, en cierto modo, «co-enemigos», aunque no sea necesario acudir a una expresión tan artificiosa) o con los huéspedes (paralelamente «co-huéspedes» o algo por el estilo, al igual que el verdugo y la víctima podrían llamarse, con humor negro, «compañeros de cadalso»). Una prueba de lo sostenido por Benveniste se hallará en la Vulgata: donde Pablo dice συμπολῖται τῶν ἁγίων («conciudadanos de los santos»),⁸ Jerónimo traducirá ciues sanctorum, evitando la redundancia de conciues. Al igual que ocurre con los socii (que, en castellano, a veces se llamarán entre sí «consocios», revelando haberse perdido, como en el caso de «ciudadano», el carácter congénitamente recíproco del término), formantes de una societas que surge por agregación o acuerdo de ellos, así también a la reunión o composición de los ciues se la llamará ciuitas, y esta será, sin duda ninguna (por lo menos si hay que hacer caso del aspecto morfológico de las palabras), algo posterior a los conciudadanos y derivado de ellos.

    Que es justamente lo contrario de lo que ocurría en el griego clásico, donde el término πόλις resulta, a ojos vistas, más simple que πολίτης, y anterior a este conforme a cualquier orden natural de la formación de las palabras, y donde, por tanto, πολίτης (aquí traducible, ya sin precaución ninguna, como «ciudadano») tiene que figurar indiscutiblemente como derivado de πόλις (la cual será, sin discusión posible, la ciudad). Y que es también lo contrario de lo que ocurre en los pares ciudad/ciudadano; ciutat/ciutadà; città/cittadino; cité/citoyen; Burg/Bürger o city/citizen. Por qué se pasó, en la formación de las lenguas románicas y anglo-germánicas (y también, señala Benveniste, en las eslavas y célticas) del modelo próximo latino al remoto griego tiene algo de enigmático, y casi de Nachleben o «vida póstuma», conforme al modelo de las supervivencias de las representaciones antiguas del movimiento glosadas por Aby Warburg. El «vocabulario político de las lenguas occidentales y de las que pertenecen a la misma área» ha eliminado, dice Benveniste, el modelo latino. El binomio ciudad/ciudadano invirtió con éxito al latino ciuis/ciuitas y entonces «valdría la pena indagar en detalle si esta recreación procedió de causas mecánicas: reducción fonética de ciuitas en las lenguas romances y eliminación de ciuis, o si tuvo un modelo (como en el caso del antiguo eslavo grazdaninū, imitado del griego πολίτης)».⁹ Esta pregunta sin respuesta es precisamente lo que motiva la lapidaria afirmación, ya citada, según la cual toda la historia léxica y conceptual del pensamiento político está todavía por descubrir. Pero quizá la pregunta no pueda responderse nunca, y entonces, de llevar razón Benveniste, esa clase de historia quedará sin escribir para siempre. Que la ciudad sea lo que resulta de la unión de quienes están vinculados por cierto reconocimiento recíproco —relación indeterminada que quizá haya de ser por siempre una enigmática x— parece, desde luego, cosa distinta de la que se da cuando esa misma ciudad se toma como dada y conocida —con toda la familiaridad de un lugar físico— y se constituye a partir de ella un derivado que hereda todos sus rasgos, de manera semejante a lo que ocurre cuando con el nombre propio de un lugar se forma el gentilicio correspondiente.

    A primera vista, Aristóteles es más «latino» que griego según el esquema de Benveniste. La πόλις es, no en vano, conforme a lo dicho en el libro III de la Política, cierta multitud (πλῆθος) de ciudadanos,¹⁰ mientras que la constitución o régimen político (πολιτεία) es cierto orden u ordenación (τάξις) de quienes habitan o tienen por casa (τῶν οἰκούντων) a la ciudad.¹¹ Pero el uso de una forma del verbo οἰκέω es suficiente para sospechar que, si la ciudad careciese del tipo de orden que le es propio, entonces sería una casa (desordenada, sin duda) en grande y una multitud de gentes que carecerían de la condición de ciudadano. Parece, entonces, que lo que hace el orden de la ciudad es desdomesticar a los habitantes de manera que la multitud que formen esté ya causada y producida por la común separación de la casa, una separación que es la que permite llamarlos ciudadanos. Ahora bien: si el orden en cuestión es, en su esencia, cierta clase de separación, se será ciudadano precisamente en virtud de ella, a la cual será justo y sensato llamarla precisamente πόλις. De la ciudad ha dicho Aristóteles lo mismo que del ente: que se dice de muchas maneras,¹² y una habrá de ser esta, de modo que la πολιτεία, constitución o régimen, será, por su parte, el modo en que la separación se lleva a cabo. Puede, entonces, suscitarse la cuestión de cuándo una ciudad pasa a ser otra distinta o permanece siendo la misma (por ejemplo, por traslado de una parte grande de la población o por tener habitantes de raza distinta a la de los anteriores).¹³ La respuesta es que «si la ciudad es cierta clase de comunidad (κοινωνία) y es una comunidad de constitución o régimen de ciudadanos, al hacerse de otra especie (γιγνομένης ἑτέρας τῷ εἴδει) y al diferir la constitución o régimen, parecerá que, por fuerza, la ciudad no sea la misma, como cuando decimos de un coro que es distinto al ser trágico y al ser cómico, aunque a menudo sus miembros sean los mismos».¹⁴ Bien está, por tanto, llamar ciudad a una multitud de ciudadanos, pero de ciudadanos previamente hechos por cierta clase de ciudad, algo que ya resulta mucho más «griego» en el sentido de Benveniste.

    En la configuración formada por la ciudad y el ciudadano parece clara la dirección que todas las lenguas modernas europeas han dado a la derivación. Y también parece que se trata del resultado de una suerte de borramiento o tachadura del precedente del latín clásico, ejecutándose, a sabiendas o no, un salto que retrotrae al ancestro griego, quizás agazapado a la espera de cobrarse su venganza. La conclusión de Benveniste, cuidadosamente encriptada, parece ser la de que somos griegos póstumos que se han burlado de toda la experiencia política romana y la han convertido en un larguísimo interregno destinado al olvido. La flecha de la derivación tendría, entonces, en el mundo moderno una dirección muy bien definida, aunque, para advertir cuál es, resulte útil mirar a esa extraña parte de la propia historia que tantos trabajos cuesta reconocer como propia. Somos lo que somos, en suma, porque somos griegos y no romanos, y quien se apresure a enarcar las cejas ante la ingenuidad de decir «somos griegos» debería prepararse para componer ese mismo gesto después de escuchar, con toda presunción de naturalidad, que nuestra condición es la

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