La princesa de Babilonia
Por Voltaire
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Este cuento despampanante publicado en 1768 es un viaje redondo por el espacio y el tiempo que va integrando en una ruta perfectamente programada los múltiples móviles del patriarca de las Luces. La realidad y la magia se confunden en el mundo de "La princesa de Babilonia", hilado con finísima ironía por la pluma de Voltaire para hablar de la tragedia presente, camuflándola bajo la belleza de un reino olvidado.
Voltaire
Voltaire (1694-1778), pseudónimo de François-Marie Arouet, fue uno de los escritores y filósofos más destacados del siglo XVIII. Crítica implacable de la intolerancia, fue portavoz del progresismo ilustrado. Entre sus obras filosóficas destacan las Cartas filosóficas (1734), el Diccionario filosófico (1764) y el Tratado sobre la tolerancia (1763).
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La princesa de Babilonia - Voltaire
XI
LA PRINCESA DE BABILONIA
Voltaire
I
El anciano Belus, rey de Babilonia, se creía el hombre más importante de la tierra, ya que todos sus cortesanos se lo decían y todos sus historiadores se lo probaban. Esta ridiculez podía disculpársele porque, efectivamente, sus antecesores habían construido más de treinta mil años atrás Babilonia y él la había embellecido. Se sabe que su palacio y su parque, situados a algunas parasangas de Babilonia, se extendían entre el Éufrates y el Tigris, que bañaban estas riberas encantadas. Su vasta mansión de tres mil pasos de frente se elevaba hasta las nubes. Su plataforma estaba rodeada por una balaustrada de mármol blanco, de cincuenta pies de altura, que sostenía las estatuas de todos los reyes y todos los hombres célebres del imperio. Esta plataforma, compuesta de dos hileras de ladrillos recubiertos por una espesa capa de plomo de una extremidad a la otra, soportaba doce pies de tierra y sobre esta tierra se habían sembrado bosques de olivos, de naranjos, de limoneros, de palmeras, de claveros, de cocoteros, de canelos, que formaban avenidas impenetrables para los rayos del sol.
Las aguas del Éufrates, elevadas por medio de bombas dentro de cien columnas huecas, llegaban a esos jardines para llenar vastos estanques de mármol y, cayendo luego a otros canales, iban a formar en el parque cascadas de seis mil pies de largo y cien mil surtidores cuya altura apenas podía percibirse, luego volvían al Éufrates, de donde habían partido. Los jardines de Semiramis, que asombraron al Asia varios siglos después, no eran más que una débil imitación de estas antiguas maravillas: porque, en el tiempo de Semiramis, todo comenzaba a degenerarse, tanto entre los hombres como entre las mujeres.
Pero lo más admirable que había en Babilonia, lo que eclipsaba todo el resto, era la hija única del rey, llamada Formosanta. Con el correr de los siglos, inspirándose en sus retratos y estatuas, Praxíteles esculpió su Afrodita y aquella que fue llamada la Venus de hermosas nalgas. ¡Qué diferencia! ¡Oh cielos, del original a las copias! Y era por eso que Belus se sentía más orgulloso de su hija que de su reino. Tenía dieciocho años: necesitaba un marido digno de ella, pero, ¿dónde hallarlo? Un antiguo oráculo había dicho que Formosanta sólo podía pertenecer a aquel que tendiese el arco de Nemrod. Este Nemrod, poderoso cazador ante el Señor, había dejado un arco de siete pies babilónicos de altura, de una madera de ébano más dura que el hierro del Cáucaso, el que es trabajado en las forjas de Derbent, y ningún mortal desde Nemrod, había podido tensar este arco maravilloso.
Había sido dicho, además, que el brazo que tendiese este arco debía matar al león más terrible y peligroso que fuese soltado en el circo de Babilonia. Aquello no era todo: el que tensase el arco, el vencedor del león, debía derrotar a todos sus rivales, pero debía ser sobre todo muy talentoso, ser el más magnífico de los hombres, el más virtuoso, y poseer la cosa más rara que hubiese en todo el universo.
Tres reyes se presentaron osando disputar a Formosanta: el faraón de Egipto, el Sha de las Indias y el gran Khan de los escitas. Belus eligió el día y, en la extremidad de su parque, designó el lugar del combate, en el vasto espacio bordeado por las aguas del Tigris y del Éufrates reunidas. Se levantó alrededor de la liza un anfiteatro de mármol que podía contener quinientos mil espectadores. Frente al anfiteatro se hallaba el trono del rey, el cual debía aparecer con Formosanta, acompañados con toda la corte, y a derecha e izquierda, entre el trono y el anfiteatro, se hallaban otros tronos y otros sitiales para los tres reyes y para todos los otros soberanos que sintieran curiosidad por venir a ver esta augusta ceremonia.
El rey de Egipto llegó primero, montado sobre el buey Apis, llevando en su mano el sistro de Isis. Lo seguían dos mil sacerdotes vestidos con ropajes de lino más blanco que la nieve, dos mil eunucos, dos mil magos y dos mil guerreros.
El rey de las Indias llegó poco después, en un carro arrastrado por doce elefantes. Tenía un cortejo aún más numeroso y más brillante que el del faraón de Egipto.
El último en aparecer fue el rey de los escitas. No llevaba tras él más que guerreros elegidos, armados de arcos y flechas. Su montura era un soberbio tigre que él había domado, tan alto como los más bellos caballos de Persia. La altura de este monarca, imponente y majestuosa, borraba la de sus rivales; sus brazos desnudos, tan nervudos como blancos, parecían tender ya el arco de Nemrod.
Los tres príncipes se prosternaron primero ante Belus y Formosanta. El rey de Egipto ofreció a la princesa los dos cocodrilos más bellos del Nilo, dos hipopótamos, dos cebras, dos ratas de Egipto y dos momias, junto con los libros del gran Hermes, que él creía eran lo más raro que existía sobre la tierra.
El rey de las Indias le ofreció cien elefantes que llevaban cada uno una torre de madera dorada y puso a sus pies el veda, escrito por la mano del mismo Xaca.
El rey de los escitas, que no sabía leer ni escribir, presentó cien caballos de batalla cubiertos por gualdrapas de pieles de zorros negros.
La princesa bajó los ojos ante sus pretendientes y se inclinó con una gracia tan modesta como noble. Belus hizo conducir a estos monarcas a los tronos que les habían sido preparados.
—¡Ojalá hubiese tres hijas! —les dijo—, así haría felices hoy a seis personas.
Luego hizo echar a suerte quién ensayaría primero el arco de Nemrod. Se colocaron en un casco de oro los nombres de los tres pretendientes. El del rey de Egipto salió primero, luego apareció el nombre del rey de las Indias. El rey escita, mirando el arco y a sus rivales, no lamentó en absoluto ser el tercero.
Mientras se preparaban estas brillantes pruebas, veinte mil pajes y veinte mil doncellas distribuyeron, sin confusión, refrescos a los espectadores entre las filas de asientos. Todo el mundo confesaba que los dioses sólo habían creado a los reyes para que ofreciesen fiestas todos los días, siempre que éstas fuesen diversas; que la vida es demasiado breve para utilizarla de otra manera, que los procesos, las intrigas, la guerra, las querellas entre los sacerdotes, que consumen la vida humana, son cosas absurdas y horribles, que el hombre no ha nacido sino para la alegría, que no le gustarían tan apasionada y continuamente los placeres si no hubiese sido ya conformado para ellos, que la esencia de la naturaleza humana es el goce y que todo el resto es locura. Esta excelente moral jamás ha sido desmentida, a no ser por los hechos.
Cuando iban a comenzar aquellas pruebas que decidirían la suerte de Formosanta, un joven desconocido montado sobre un unicornio, acompañado de su valet que iba montado de la misma manera y llevaba sobre su puño un gran pájaro, se presenta ante la barrera. Los guardias se asombraron de ver en semejante compañía a una figura que parecía una divinidad. Era, como después se dijo, el rostro de Adonis sobre el cuerpo de Hércules; era la majestad junto con la gracia. Sus cejas negras y sus rubios cabellos, mezcla de belleza desconocida en Babilonia, encantaron a toda la asamblea: todo el anfiteatro