La Odisea
Por Homero
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La Odisea - Homero
Canto 1
Concilio de los dioses. Exhortación de Atenea a Telémaco
Háblame, Musa, de aquel varón de multiforme ingenio que, después de destruir la sacra ciudad de Troya, anduvo peregrinando larguísimo tiempo, vio las poblaciones y conoció las costumbres de muchos hombres y padeció en su ánimo gran número de trabajos en su navegación por el Ponto, en cuanto procuraba salvar su vida y la vuelta de sus compañeros a la patria. Mas ni aun así pudo librarlos, como deseaba, y todos perecieron por sus propias locuras. ¡Insensatos! Comiéronse las vacas de Helios, hijo de Hiperión; el cual no permitió que les llegara el día del regreso. ¡Oh diosa, hija de Zeus!, cuéntanos aunque no sea más que una parte de tales cosas.
Ya en aquel tiempo los que habían podido escapar de una muerte horrorosa estaban en sus hogares, salvos de los peligros de la guerra y del mar; y solamente Odiseo, que tan gran necesidad sentía de restituirse a su patria y ver a su consorte, hallábase detenido en hueca gruta por Calipso, la ninfa veneranda, la divina entre las deidades, que anhelaba tomarlo por esposo.
Con el transcurso de los años llegó por fin la época en que los dioses habían decretado que volviese a su patria, a Ítaca, aunque no por eso debía poner fin a sus trabajos, ni siquiera después de juntarse con los suyos. Y todos los dioses le compadecían, a excepción de Poseidón, que permaneció constantemente irritado contra el divinal Odiseo hasta que el héroe no arribó a su tierra.
Mas entonces habíase ido aquél al lejano pueblo de los etíopes —los cuales son los postreros de los hombres y forman dos grupos, que habitan respectivamente hacia el ocaso y hacia el orto de Hiperión— para asistir a una hecatombe de toros y de cordero. Mientras aquel se deleitaba presenciando el festín, congregáronse las otras deidades en el palacio de Zeus Olímpico.
Y fue el primero en hablar el padre de los hombres y de los dioses, porque en su ánimo tenía presente al ilustre Egisto, a quien dio muerte el preclaro Orestes Agamenonida. Acordándose de él, dijo a los inmortales estas palabras:
—¡Oh Dioses! ¡De qué modo culpan los mortales a los númenes! Dicen que las cosas malas les vienen de nosotros, y son ellos quienes se atraen con sus locuras infortunios no decretados por el destino. Así ocurrió a Egisto que, oponiéndose a la voluntad del hado casó con la mujer legítima del Atrida, y mató a éste cuando tornaba a su patria, no obstante que supo la terrible muerte que padecería luego. Nosotros mismos le habíamos enviado a Hermes, el vigilante Argifontes, con el fin de advertirle que no matase a aquél ni pretendiera a su esposa; pues Orestes Atrida tenía que tomar venganza no bien llegara a la juventud y sintiese el deseo de volver a su tierra. Así se lo declaró Hermes; mas no logró persuadirlo, con ser tan excelente el consejo, y ahora Egisto lo ha pagado todo junto.
Respondióle Atenea, la deidad de ojos de lechuza: —¡Padre nuestro, cronida, el más excelso de los que imperan! Aquél yace en la tumba por haber padecido una muerte muy justificada. ¡Así perezca quien obre de semejante modo! Pero se me parte el corazón a causa del prudente y desgraciado Odiseo, que, mucho tiempo ha, padece penas lejos de los suyos, en una isla azotada por las olas, en el centro del mar; isla poblada de árboles, en la cual tiene su mansión una diosa, la hija del terrible Atlante de aquel que conoce todas las profundidades del ponto y sostiene las grandes columnas que separan la tierra y el cielo. La hija de este dios retiene al infortunado y afligido Odiseo, no cejando en su propósito de embelesarlo con tiernas y seductoras palabras para que olvide a Ítaca; mas Odiseo, que está deseoso de ver el humo de su país natal, ya de morir siente anhelos. ¿Y a ti, Zeus Olímpico? ¿No se te conmueve el corazón? ¿No te era grato Odiseo cuando sacrificaba junto a las naves de los argivos? ¿Por que así te has airado contra él, Zeus?
Contestóle Zeus, que amontona las nubes: —¡Hija mía! ¿Qué palabras se te escaparon del cerco de los dientes? ¿Cómo quieres que ponga en olvido al divinal Odiseo, que por su inteligencia se señala sobre los demás mortales y siempre ofreció muchos sacrificios a los inmortales dioses que poseen el anchuroso cielo? Pero Poseidón, que ciñe la tierra, le guarda vivo y constante rencor porque cegó al ciclope, al deiforme Polifemo; que es el más fuerte de todos los ciclopes y nació de la ninfa Toosa, hija de Forcis, que impera en el mar estéril, después que esta se unió con Poseidón en honda cueva. Desde entonces Poseidón, que sacude la tierra, si bien no intenta matar a Odiseo, hace que vaya errante lejos de su patria. Mas ¡ea! tratemos todos nosotros de la vuelta del mismo y del modo como haya de llegar a su patria; y Poseidón depondrá la cólera, que no le fuera posible contender, solo y contra la voluntad de los dioses, con los inmortales todos.
Respondióle en seguida Atenea, la deidad de ojos de lechuza: —¡Padre nuestro, cronida, el más excelso de los que imperan! Si les place a los bienaventurados dioses que el prudente Odiseo vuelva a su casa, mandemos en seguida a Hermes, el mensajero Argifontes, a la isla; y manifieste cuanto antes a la ninfa de hermosas trenzas la verdadera resolución que hemos tomado sobre la vuelta del paciente Odiseo, para que el héroe se ponga en camino. Yo, en tanto, yéndome a Ítaca, instigaré vivamente a su hijo y le infundiré valor en el pecho para que llame al ágora a los melenudos aqueos, y prohiba la entrada en su casa a todos los pretendientes, que de continuo le degüellan muchísimas ovejas y flexípedes bueyes de retorcidos cuernos. Y le llevaré después a la arenosa Pilos para que, preguntando y viendo si puede adquirir noticias de su padre, consiga ganar honrosa fama entre los hombres.
Dicho esto, calzóse los áureos divinos talares que la llevaban sobre el mar y sobre la tierra inmensa con la rapidez del viento; y asió la lanza fornida, de aguda punta de bronce, pesada, larga, robusta, con que la hija del prepotente padre destruye filas enteras de héroes siempre que contra ellos monta en cólera.
Descendió presurosa de la cumbre del Olimpo y, encaminándose al pueblo de Ítaca, detúvose en el vestíbulo de la morada de Odiseo, en el umbral que precedía al patio: empuñaba la broncínea lanza y había tomado la figura de un extranjero, de Mentes, rey de los tafios.
Halló a los soberbios pretendientes, que para recrear el animo jugaban a los dados ante la puerta de la casa, sentados sobre cueros de bueyes que ellos mismos habían degollado. Varios heraldos y diligentes servidores escanciábanles vino y agua en las crateras; y otros limpiaban las mesas con esponjas de muchos ojos, colocábanlas en su sitio, y trinchaban carne en abundancia.
Fue el primero en advertir la presencia de la diosa el deiforme Telémaco, pues se hallaba en medio de los pretendientes con el corazón apesadumbrado, y tenía el pensamiento fijo en su valeroso padre por si, volviendo, dispersaba a aquellos por la casa y recuperaba la dignidad real y el dominio de sus riquezas.
Tales cosas meditaba, sentado con los pretendientes, cuando vio a Atenea. A la hora fuese derecho al vestíbulo, muy indignado en su corazón de que un huésped tuviese que esperar tanto tiempo a la puerta, asió por la mano a la diosa, tomóle la broncínea lanza y, hablándole, le dijo estas aladas palabras:
—¡Salve, huésped! Entre nosotros has de recibir amistoso acogimiento. Y después que hayas comido, nos dirás de que estás necesitado.
Hablando así, empezó a caminar y Palas Atenea le fue siguiendo. Ya entrados en el interior del excelso palacio, Telémaco arrimó la lanza a una alta columna, metiéndola en la pulimentada lancera, donde había muchas lanzas del paciente Odiseo; hizo sentar a la diosa en un sillón, después de tender en el suelo linda alfombra bordada y de colocar el escabel para los pies, y acercó para sí una labrada silla; poniéndolo todo aparte de los pretendientes para que al huésped no le desplaciera la comida, molestado por el tumulto de aquellos varones soberbios, y él, a su vez, pudiera interrogarle sobre su padre ausente.
Una esclava les dio aguamanos, que traía en magnífico jarro de oro y vertió en fuente de plata, y les puso delante una pulimentada mesa. La veneranda despensera trájoles pan y dejó en la mesa buen número de manjares, obsequiándoles con los que tenía guardados. El trinchante sirvióles platos de carne de todas suertes y colocó a su lado áureas copas. Y un heraldo se acercaba a menudo para escanciarles vino.
Ya en esto entraron los orgullosos pretendientes. Apenas se hubieron sentado por orden en sillas y sillones, los heraldos diéronles aguamanos, las esclavas amontonaron el pan en los canastillos, los mancebos coronaron de bebidas las crateras, y todos las viandas que les habían servido.
Satisfechas las ganas de comer y de beber, ocupáronles el pensamiento otras cosas; el canto y el baile, que son los ornamentos del convite. Un heraldo puso la bellísima cítara en las manos, de Femio, a quien obligaban a cantar ante los pretendientes. Y mientras Femio comenzaba al son de la cítara un hermoso canto, Telémaco dijo estas razones a Atenea la de los ojos de lechuza, después de aproximar su cabeza a la deidad para que los demás no se enteraran:
—¡Caro huésped! ¿Te enojarás conmigo por lo que voy a decirte? Estos sólo se ocupan de cosas tales como la cítara y el canto; y nada les cuesta, pues devoran impunemente la hacienda de otro, la de un varón cuyos blancos huesos se pudren en el continente por la acción de la lluvia o los revuelven las olas en el seno del mar. Si le vieran regresar a Ítaca, todos preferirían tener los pies ligeros a ser ricos de oro y de vestidos. Mas aquél ya murió, a causa de su aciago destino, y ninguna esperanza nos resta, aunque alguno de los hombres terrestres afirme que aun ha de volver: el día de su regreso no amanecerá jamás.
Pero ¡ea! habla y responde sinceramente: ¿Quién eres y de qué país procedes? ¿Dónde se hallan tu ciudad y tus padres? ¿En qué linaje de embarcación llegaste? ¿Cómo los marineros te trajeron a Ítaca? ¿Quiénes se precian de ser? Pues no me figuro que hayas venido andando. Dime también la verdad de esto para que me entere: ¿Vienes ahora por vez primera o has sido huésped de mi padre? Que son muchos los que conocen nuestra casa, porque Odiseo acostumbraba visitar a los demás hombres.
Respondió Atenea, la deidad de los ojos de lechuza: —De todo esto voy a informarte circunstanciadamente. Me jacto de ser Mentes, hijo del belicoso Anquíalo, y de reinar sobre los tafios amantes de manejar los remos. He llegado en mi bajel, con mi gente, pues navego por el vinoso ponto hacia unos hombres que hablan otro lenguaje: voy a Témesa para traer bronce, llevándoles luciente hierro. Anclé la embarcación cerca del campo, antes de llegar a la ciudad, en el puerto Retro que está al pie del selvoso Neyo. Nos cabe la honra de que ya nuestros progenitores se daban mutua hospitalidad desde muy antiguo, como se lo puedes preguntar al héroe Laertes; el cual, según me han dicho, ya no viene a la población, sino que mora en el campo, atorméntanle los pesares, y tiene una anciana esclava que le apareja la comida y le da de beber cuando se le cansan los miembros de arrastrarse por la fértil viña. Vine porque me aseguraron que tu padre estaba de vuelta en la población, mas sin duda lo impiden las deidades, poniendo obstáculos a su retorno; que el divinal Odiseo no desapareció aún de la tierra, pues vive y está detenido en el vasto ponto, en una isla que surge entre las olas, desde que cayó en poder de hombres crueles y salvajes que lo retienen a su despecho. Voy ahora a predecir lo que ha de suceder, según los dioses me lo inspiran en el ánimo y yo creo que ha de verificarse porque no soy adivino ni hábil intérprete de sueños: aquel no estará largo tiempo fuera de su patria, aunque lo sujeten férreos vínculos; antes hallará algún medio para volver, ya que es ingenioso en sumo grado.
Mas, ¡ea! habla y dime con sinceridad si eres el hijo del propio Odiseo. Eres pintiparado a él así en la cabeza como en los bellos ojos; y bien lo recuerdo, pues nos reuníamos a menudo antes de que se embarcara para Troya, adonde fueron los príncipes argivos en las cóncavas naves. Desde entonces ni yo he visto a Odiseo ni él a mi.
Contestóle el prudente Telémaco: —Voy a hablarte oh huésped, con gran sinceridad. Mi madre afirma que soy hijo de aquél, y no sé más; que nadie consiguió conocer por sí su propio linaje. ¡Ojalá que fuera vástago de un hombre dichoso que envejeciese en su casa, rodeado de sus riquezas!; mas ahora dicen que desciendo, ya que me lo preguntas, del más infeliz de los mortales hombres.
Replicóle Atenea, la deidad de ojos de lechuza: —Los dioses no deben de haber dispuesto que tu linaje sea oscuro, cuando Penelopea te ha parido cual eres. Mas, ea, habla y dime con franqueza: ¿Qué comida, qué reunión es esta y qué necesidad tienes de darla? ¿Se celebra convite o casamiento? que no nos hallamos evidentemente en un festín a escote. Paréceme que los que comen en el palacio con tal arrogancia ultrajan a alguien; pues cualquier hombre sensato se indignaría al presenciar sus muchas torpezas.
Contestóle el prudente Telémaco: —¡Huésped! Ya que tales cosas preguntas e inquieres, sabe que esta casa hubo de ser opulenta y respetada en cuanto aquel varón permaneció en el pueblo. Mudóse después la voluntad de los dioses, quienes, maquinando males, han hecho de Odiseo el más ignorado de todos los hombres; que yo no me afligiera de tal suerte si acabara la vida entre sus compañeros en el país de Troya o en brazos de sus amigos luego que terminó la guerra, pues entonces todos los aqueos le habrían erigido un túmulo y hubiese dejado a su hijo una gloria inmensa. Ahora desapareció sin fama, arrebatado por las Harpías; su muerte fue oculta e ignota; y tan sólo me dejó pesares y llanto. Y no me lamento y gimo únicamente por él, pues los dioses me han enviado otras funestas calamidades. Cuantos próceres mandan en las islas, en Duliquio, en Same y en la selvosa Zacinto, y cuantos imperan en la áspera Ítaca, todos pretenden a mi madre y arruinan nuestra casa. Mi madre ni rechaza las odiosas nupcias ni sabe poner fin a tales cosas, y aquellos comen y agotan mi hacienda, y pronto acabarán conmigo mismo.
Contestóle Atenea muy indignada: —¡Oh dioses! ¡Qué falta no te hace el ausente Odiseo, para que ponga las manos en los desvergonzados pretendientes! Si volviera y se mostrara ante el portal de esta casa, con su yelmo, su escudo y sus dos lanzas, como la primera vez que le vi en la mía, bebiendo y recreándose, cuando volvió de Efira, del palacio de Ilo Mermérida —allá fue Odiseo en su velera nave por un veneno mortal con que pudiese teñir las broncíneas flechas; pero Ilo, temeroso de los sempiternos dioses, no se lo procuró y entregóselo mi padre, que le quería muchísimo—; si, pues, mostrándose tal, se encontrara Odiseo con los pretendientes, fuera corta la vida de éstos y bien amargas sus nupcias. Mas está puesto en manos de los dioses si ha de volver y tomar venganza en su palacio, y te exhorto a que desde luego medites como arrojarás de aquí a los pretendientes. Ea, óyeme, si te place, y presta atención a mis palabras. Mañana convoca en el ágora a los héroes aqueos, háblales a todos y sean testigos las propias deidades. Intima a los pretendientes que se separen, yéndose a sus casas; y si a tu madre el ánimo le mueve a casarse, vuelve al palacio de su muy poderoso padre y allí dispondrán las nupcias y le aparejarán una dote tan cuantiosa como debe llevar una hija amada. También a ti te daré un prudente consejo, por si te decidieras a seguirlo: Apresta la mejor embarcación que hallares, con veinte remeros; ve a preguntar por tu padre, cuya ausencia se hace ya tan larga, y quizá algún mortal te hablará del mismo o llegará a tus oídos la fama que procede de Zeus y es la que más difunde la gloria de los hombres. Trasládate primeramente a Pilos e interroga al divinal Néstor; y desde allí ve a Esparta, al rubio Menelao, que ha llegado el potrero de los argivos de broncíneas corazas. Si oyeres decir que tu padre vive y ha de volver, súfrelo todo un año más, aunque estés afligido; pero si te participaren que ha muerto y ya no existe, retorna sin dilación a la patria, erígele un túmulo, hazle las muchas exequias que se le deben, y búscale a tu madre un esposo. Y así que hayas ejecutado y llevado a cumplimiento todas estas cosas, medita en tu mente y en tu corazón cómo matarás a los pretendientes en tu palacio: si con dolo o a la descubierta; porque es preciso que no andes en niñerías, que ya no tienes edad para ello. ¿Por ventura no sabes cuánta gloria ha ganado ante los hombres el divinal Orestes desde que hizo perecer al matador de su padre, al doloso Egisto, que le había muerto a su ilustre progenitor? También tú, amigo, ya que veo que eres gallardo y de elevada estatura, sé fuerte para que los venideros te elogien. Y yo me voy hacia la velera nave y los amigos, que ya deben de estar cansados de esperarme. Cuida de hacer cuanto te dije y acuérdate de mis consejos.
Respondióle el prudente Telémaco: —¡Oh, forastero! Me dices estas cosas de una manera tan benévola, como un padre a su hijo, que nunca jamás podré olvidarlas. Pero ¡ea! aguarda un poco, aunque tengas prisa por irte, y después que te bañes y deleites tu corazón, volverás alegremente a tu nave, llevándote un regalo precioso, muy beIlo, para guardarlo como presente mío, que tal es la costumbre a seguir con los huéspedes amados.
Contestóle Atenea, la deidad de ojos de lechuza: —No me detengas, oponiéndote a mi deseo de irme en seguida. El regalo con que tu corazón quiere obsequiarme, me lo entregarás a la vuelta para que me lo lleve a mi casa: escógelo muy hermoso y será justo que te lo recompense con otro semejante.
Diciendo así, partió Atenea, la de ojos de lechuza: fuese la diosa volando como un pájaro, después de infundir en el espíritu de Telémaco valor y audacia, y de avivarle aún más la memoria de su padre. Telémaco, considerando en su mente lo ocurrido, quedóse atónito, porque ya sospechó que había hablado con una deidad. Y aquel varón, que parecía un dios, se fue en seguida hacia los pretendientes.
Ante éstos, que le oían sentados y silenciosos, cantaba el ilustre aedo la vuelta deplorable que Palas Atenea había deparado a los aqueos cuando partieron de Troya.
La discreta Penelopea, hija de Icario oyó de lo alto de la casa la divinal canción, que le llegaba al alma; y bajó por la larga escalera, pero no sola, pues la acompañaban dos esclavas. Cuando la divina entre las mujeres llegó a donde estaban los pretendientes, detúvose junto a la columna que sostenía el techo sólidamente construido, con las mejillas cubiertas por espléndido velo y una honrada doncella a cada lado. Y arrasándosele los ojos de lágrimas, hablóle así al divinal aedo:
—¡Femio! Pues que sabes otras muchas hazañas de hombres y de dioses, que recrean a los mortales y son celebradas por los aedos, cántales alguna de las mismas sentado ahí, en el centro, y óiganla todos silenciosamente y bebiendo vino, pero deja ese canto triste que constantemente me angustia el corazón en el pecho, ya que se apodera de mí un pesar grandísimo que no puedo olvidar. ¡Tal es la persona de quien padezco soledad por acordarme siempre de aquel varón cuya fama es grande en la Hélade y en el centro de Argos!
Replicóle el prudente Telémaco: —¡Madre mía! ¿Por qué quieres prohibir al amable aedo que nos divierta como su mente se lo sugiera? No son los aedos los culpables, sino Zeus, que distribuye sus presentes a los varones de ingenio del modo que le place. No ha de increparse a Femio porque canta la suerte aciaga de los dánaos, pues los hombres alaban con preferencia el canto más nuevo que llega a sus oídos. Resígnate en tu corazón y en tu ánimo a oir ese canto, ya que no fue Odiseo el único que perdió en Troya la esperanza de volver; hubo otros muchos que también perecieron. Mas, vuelve ya a tu habitación, ocúpate en las labores que te son propias, el telar y la rueca, y ordena a las esclavas que se apliquen al trabajo, y de hablar nos cuidaremos los hombres y principalmente yo, cuyo es el mando en esta casa.
Volvióse Penelopea, muy asombrada, a su habitación, revolviendo en el ánimo las discretas palabras de su hijo. Y así que hubo subido con las esclavas a lo alto de la casa, lloró a Odiseo, su caro consorte, hasta que Atenea, la de ojos de lechuza, le infundió en los párpados el dulce sueño.
Los pretendientes movían alboroto en la obscura sala y todos deseaban acostarse con Penelopea en su mismo lecho. Mas el prudente Telémaco comenzó a decirles:
—¡Pretendientes de mi madre que os portáis con orgullosa insolencia! Gocemos ahora del festín y cesen vuestros gritos; pues es muy hermoso escuchar a un aedo como este tan parecido por su voz a las propias deidades. Al romper el alba, nos reuniremos en el ágora para que yo os diga sin rebozo que salgáis del palacio: disponed otros festines y comeos vuestros bienes, convidándoos sucesiva y recíprocamente en vuestras casas. Mas si os pareciese mejor y más acertado destruir impunemente los bienes de un solo hombre, seguid consumiéndolos; que yo invocaré a los sempiternos dioses, por si algún día nos concede Zeus que vuestras obras sean castigadas, y quizás muráis en este palacio sin que nadie os vengue.
Así dijo: y todos se mordieron los labios, admirándose de que Telémaco les hablase con tanta audacia.
Pero Antínoo, hijo de Eupites, le repuso diciendo: —¡Telémaco! Son ciertamente los mismos dioses quienes te enseñan a ser grandílocuo y a arengar con audacia, mas no quiera el Cronión que llegues a ser rey de Ítaca, rodeada por el mar, como te corresponde por el linaje de tu padre.
Contestóle el prudente Telémaco: —¡Antínoo! ¿Te enojarás acaso por lo que voy a decir? Es verdad que me gustaría serlo, si Zeus me lo concediera. ¿Crees por ventura que el reinar sea la peor desgracia para los hombres? No es malo ser rey, porque su casa se enriquece pronto y su persona se ve más honrada. Pero muchos príncipes aqueos, entre jóvenes y ancianos viven en Ítaca, rodeada por el mar: reine cualquiera de ellos, ya que murió el divinal Odiseo, y yo seré señor de mi casa y de los esclavos que éste adquirió para mí, como botín de guerra.
Respondióle Eurímaco, hijo de Polibo: —¡Telémaco! Está puesto en mano de los dioses cuál de los aqueos ha de ser el rey de Ítaca, rodeada por el mar; pero tú sigue disfrutando de tus bienes, manda en tu palacio y jamás, mientras Ítaca sea habitada, venga hombre alguno a despojarte de tus riquezas contra tu querer. Y ahora, óptimo Telémaco, deseo preguntarte por el huésped. ¿De dónde vino tal sujeto? ¿De qué tierra se gloria de ser? ¿En qué país se hallan su familia y su patria? ¿Te ha traído noticias de la vuelta de tu padre o ha llegado con el único propósito de cobrar alguna deuda? ¿Cómo se levantó y se fue tan rápidamente sin aguardar a que le conociéramos? De su aspecto colijo que no debe de ser un miserable.
Contestóle el prudente Telémaco: —¡Eurímaco! Ya se acabó la esperanza del regreso de mi padre: y no doy fe a las noticias, vengan de donde vinieren, ni me curo de las predicciones que haga un adivino a quien mi madre llame e interrogue en el palacio. Este huésped mío lo era ya de mi padre y viene de Tafos: se precia de ser Mentes, hijo del belicoso Anquíalo, y reina sobre los tafios, amantes de manejar los remos.
Así habló Telémaco, aunque en su mente había reconocido a la diosa inmortal. Volvieron los pretendientes a solazarse con la danza y el deleitoso canto, y así esperaban que llegase la oscura noche. Sobrevino ésta cuando aun se divertían, y entonces partieron para acostarse en sus respectivas casas. Telémaco subió al elevado aposento que para él se había construido dentro del hermoso patio, en un lugar visible por todas partes; y se fue derecho a la cama, meditando en su ánimo muchas cosas. Acompañábale, con teas encendidas en la mano, Euriclea, hija de Ops Pisenórida, la de castos pensamientos, a la cual había comprado Laertes con sus bienes en otro tiempo, apenas llegada a la pubertad, por el precio de veinte bueyes; y en el palacio la honró como a una casta esposa, pero jamás se acostó con ella, a fin de que su mujer no se irritase. Aquélla, pues, alumbraba a Telémaco con teas encendidas, por ser la esclava que más le amaba y la que le había criado desde niño; y, en llegando abrió la puerta de la habitación sólidamente construida. Telémaco se sentó en la cama, desnudóse la delicada túnica y diósela en las manos a la prudente anciana; la cual, después de componer los pliegues, la colgó de un clavo que había junto al torneado lecho, y al punto salió de la estancia, entornó la puerta, tirando del anillo de plata, y echó el cerrojo por medio de una correa. Y Telémaco, bien cubierto de un vellón de oveja pasó toda la noche revolviendo en su mente el viaje que Atenea le había aconsejado.
Canto 2
Telémaco reúne en asamblea al pueblo de Ítaca
Cuando apareció la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, el caro hijo de Odiseo se levantó de la cama, vistióse, colgó del hombro la aguda espada, ató a sus nítidos pies hermosas sandalias y, semejante por su aspecto a una deidad, salió del cuarto. En seguida mandó que los heraldos, de voz sonora, llamaran al ágora a los melenudos aqueos. Hízose el pregón y empezaron a reunirse muy prestamente. Y así que hubieron acudido y estuvieron congregados, Telémaco se fue al ágora con la broncínea lanza en la mano y dos perros de ágiles pies que le seguían, adornándolo Atenea con tal gracia divinal que, al verle llegar, todo el pueblo le contemplaba con asombro, y se sentó en la silla de su padre, pues le hicieron lugar los ancianos.
Fue el primero en arengarles el héroe Egiptio, que ya estaba encorvado de vejez y sabía muchísimas cosas. Un hijo suyo muy amado, el belicoso Antifo, había ido a Ilión, la de hermosos corceles, en las cóncavas naves con el divinal Odiseo; y el feroz Ciclope lo mató en la excavada gruta e hizo del mismo la última de aquellas cenas. Otros tres tenía el anciano —uno, Eurínomo, hallábase con los pretendientes, y los demás cuidaban los campos de su padre—, mas no por eso se había olvidado de Antifo, y por él lloraba y se afligía.
Egiptio, pues, les arengó, derramando lágrimas, y les dijo de esta suerte: —Oíd itacenses, lo que os voy a decir. Ni una sola vez fue convocada nuestra ágora, ni en ella tuvimos sesión, desde que el divinal Odiseo partió en las cóncavas naves. ¿Quién al presente nos reúne? ¿Es joven o anciano aquél a quien le apremia necesidad tan grande? ¿Recibió alguna noticia de que el ejército vuelve y desea manifestarnos públicamente lo que supo antes que otros? ¿O quiere exponer y decir algo que interesa al pueblo? Paréceme que debe de ser un varón honrado y proficuo. Cúmplale Zeus, llevándolo a feliz término, lo que en su ánimo revuelve.
Así les habló. Holgóse del presagio el hijo amado de Odiseo, que ya no permaneció mucho tiempo sentado: deseoso de arengarles, se levantó en medio del ágora, y el heraldo Pisenor, que sabía dar prudentes consejos, le puso el cetro en la mano. Telémaco, dirigiéndose primeramente al viejo, se expresó de esta guisa:
—¡Oh, anciano! No está lejos ese hombre y ahora sabrás que quien ha reunido al pueblo soy yo, que me hallo sumamente afligido. Ninguna noticia recibí de la vuelta del ejército, para que pueda manifestaros públicamente lo que haya sabido antes que otros, y tampoco quiero exponer ni decir cosa alguna que interese al pueblo: trátase de un asunto particular mío de la doble cuita que se entró por mi casa. La una es que perdí a mi excelente progenitor, el cual reinaba sobre vosotros con blandura de padre; la otra, la actual, la de más importancia todavía, pronto destruirá mi casa y acabará con toda mi hacienda. Los pretendientes de mi madre, hijos queridos de los varones más señalados de este país, la asedian a pesar suyo y no se atreven a encaminarse a la casa de Icario, su padre, para que la dote y la entregue al que él quiera y a ella le plazca, sino que, viniendo todos los días a nuestra morada, nos degüellan los bueyes, las ovejas y las pingües cabras, celebran banquetes, beben locamente el vino tinto y así se consumen muchas cosas, porque no tenemos un hombre como Odiseo, que sea capaz de librar a nuestra casa de tal ruina. No me hallo yo en disposición de llevarlo a efecto (sin duda debo de ser en adelante débil y ha de faltarme el valor marcial), que ya arrojaría esta calamidad si tuviera bríos suficientes, porque se han cometido acciones intolerables y mi casa se pierde de la peor manera. Participad vosotros de mi indignación, sentid vergüenza ante los vecinos circundantes y temed que os persiga la cólera de los dioses, irritados por las malas obras. Os lo ruego por Zeus Olímpico y por Temis, la cual disuelve y reúne las ágoras de los hombres: no prosigáis, amigos; dejad que padezca a solas la triste pena; a no ser que mi padre, el excelente Odiseo, haya querido mal y causado daño a los aqueos de hermosas grebas y vosotros ahora, para vengaros en mí, me queráis mal y me causéis daño, incitando a éstos. Mejor fuera que todos juntos devorarais mis inmuebles y mis rebaños, que si tal hicierais quizás algún día se pagaran pues iría por la ciudad reconviniéndoos con palabras y reclamándoos los bienes hasta que todos me fuesen devueltos. Mas ahora las penas que a mi corazón inferís son incurables.
Así dijo encolerizado y, rezumándole las lágrimas, arrojó el cetro en tierra. Movióse a piedad el pueblo entero, y todos callaron; sin que nadie se atreviese a contestar a Telémaco con ásperas palabras salvo Antínoo, que respondió diciendo:
—¡Telémaco altilocuo, incapaz de moderar tus ímpetus! ¿Qué has dicho para ultrajarnos? Tu deseas cubrirnos de baldón. Mas la culpa no la tienen los aqueos que pretenden a tu madre, sino ella que sabe proceder con gran astucia. Tres años van con éste, y pronto llegará el cuarto, que contrista el ánimo que los argivos tienen en su pecho. A todos les da esperanzas, y a cada uno en particular le hace promesas y le envía mensajes: pero son muy diferentes los pensamientos que en su inteligencia revuelve. Y aun discurrió su espíritu este otro engaño: se puso a tejer en palacio una gran tela sutil e interminable y a la hora nos habló de esta guisa. «¡Jóvenes, pretendientes míos! Ya que ha muerto el divinal Odiseo, aguardad, para instar mis bodas, que acabe este lienzo (no sea que se me pierdan inútilmente los hilos), a fin de que tenga sudario el héroe de Laertes cuando le sorprenda la Parca de la aterradora muerte. ¡No se me vaya a indignar alguna de las aqueas del pueblo, si ve enterrar sin mortaja a un hombre que ha poseído tantos bienes!».
Así dijo, y nuestro ánimo generoso se dejó persuadir. Desde aquel instante pasaba el día labrando la gran tela, y por la noche, tan luego como se alumbraba con las antorchas, deshacía lo tejido. De esta suerte logró ocultar el engaño y que sus palabras fueran creídas por los aqueos durante un trienio; mas, así que vino el cuarto año y volvieron a sucederse las estaciones, nos lo reveló una de las mujeres, que conocía muy bien lo que pasaba, y sorprendímosla cuando destejía la espléndida tela. Así fue como, mal de su grado, se vio en la necesidad de acabarla.
Oye, pues, lo que te responden los pretendientes, para que lo alcance tu ingenio y lo sepan también los aqueos todos. Haz que tu madre vuelva a su casa, y ordénale que tome por esposo a quien su padre le aconseje y a ella le plazca. Y si atormentare largo tiempo a los aqueos, confiando en las dotes que Atenea le otorgó en tal abundancia (ser diestra en labores primorosas, gozar de buen juicio y valerse de astucias que jamás hemos oído decir que conocieran las anteriores aqueas Tiro, Alcmena y Micene, la de hermosa diadema, pues ninguna concibió pensamientos semejantes a los de Penelopea), no se habrá decidido por lo más conveniente, ya que tus bienes y riquezas serán devorados mientras siga con las trazas que los dioses le infundieron en el pecho. Ella ganará ciertamente mucha fama, pero a ti te quedará tan sólo la añoranza de los copiosos bienes que hayas poseído: y nosotros ni volveremos a nuestros negocios, ni nos llevaremos a otra parte, hasta que Penelopea no se haya casado con alguno de los aqueos.
Contestóle el prudente Telémaco: —¡Antínoo! No es razón de que eche de mi casa, contra su voluntad, a la que me dio el ser y me ha criado. Mi padre quizás esté vivo en otra tierra, quizás haya muerto; pero me será gravoso haber de restituir a Icario muchísimas cosas si voluntariamente le envío mi madre. Y entonces no sólo padeceré infortunios a causa de la ausencia de mi padre, sino que los dioses me causarán otros; pues mi madre, al salir de la casa, imprecará las odiosas Erinies y caerá sobre mi la indignación de los hombres. Jamás, por consiguiente, daré yo semejante orden. Si os indigna el ánimo de lo que ocurre, salid del palacio, disponed otros festines y comeos vuestros bienes, convidándoos sucesiva y recíprocamente en vuestras casas. Pero si os parece mejor y más acertado destruir impunemente los bienes de un solo hombre, seguid consumiéndolos; que yo invocaré a los sempiternos dioses por si algún día nos concede Zeus que vuestras obras sean castigadas, y quizás muráis en este palacio sin que nadie os vengue.
Así habló Telémaco; y el largovidente Zeus envióle dos águilas que echaron a volar desde la cumbre de un monte. Ambas volaban muy