Los mejores cuentos de Charles Dickens: Selección de cuentos
Por Charles Dickens
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A lo largo de su vida, Charles Dickens dio muestras de su excelencia literaria a través de sus célebres cuentos, dando pinceladas de buen gusto y demostrando un total dominio del idioma, apreciando como nadie las palabras. Aquí hemos seleccionado los que nos parecían más destacados de todos ellos y que nos aportaban un mayor valor añadido para hacernos eco de la verdadera magnitud del conjunto de la obra del autor. El guardavía, la historia de un espectro que intenta avisar de una catástrofe; El auxiliar de parroquia, una interesante historia de amor; Historia de los goblins que raptaron a un enterrador, para muchos un primer borrador de Canción de Navidad donde se pueden apreciar las semejanzas entre Scrooge y el enterrador Gabriel Grub; Confesión encontrada en una cárcel en la época de Carlos II, la historia terrorífica de un asesinato que produce verdaderos escalofríos; Para ser tomado con una pizca de sal, una historia para llorar con todas las reservas posibles; Para leer cuando anochezca, ambientado en los Alpes occidentales mientras se respira el espíritu de esas cumbres, y El barón de Grogzwig, que cuenta con humor y cierta sátira cómo éste, por conveniencias sociales, se olvida drásticamente de sus placeres personales al contraer matrimonio; son, sin duda, sus obras cortas más destacadas, como podrá comprobar en la lectura que le espera a continuación.
Sumérjase en estos cuentos clásicos y déjese llevar por la historia.
Charles Dickens
Charles Dickens (1812–1870) gehört bis heute zu den beliebtesten Schriftstellern der Weltliteratur, in England ist er geradezu eine nationale Institution, und auch bei uns erfreuen sich seine Werke einer nicht nachlassenden Beliebtheit. Sein „Weihnachtslied in Prosa“ erscheint im deutschsprachigen Raum bis heute alljährlich in immer neuen Ausgaben und Adaptionen. Dickens’ lebensvoller Erzählstil, sein quirliger Humor, sein vehementer Humanismus und seine mitreißende Schaffensfreude brachten ihm den Beinamen „der Unnachahmliche“ ein.
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Los mejores cuentos de Charles Dickens - Charles Dickens
INTRODUCCIÓN
Charles Dickens nació el 7 de febrero de 1812 en Landport, un distrito de la ciudad de Portsmouth, en Inglaterra. No recibió educación alguna hasta los nueve años y se convirtió en un autodidacta que devoraba los libros que se ponían a su alcance. Su padre fue encarcelado por no pagar sus deudas, y su familia se trasladó a vivir con él en la cárcel. Charles lo evitó al ser acogido en una casa, pero aquello marcaría el resto de su vida.
Tuvo que comenzar a trabajar a los doce años para pagar su hospedaje y ayudar a su familia. Su trabajo en la fábrica motivó que dedicara una gran parte de su obra a denunciar las deplorables condiciones en las que sobrevivían las clases bajas de su país.
Con el paso del tiempo, comenzó a trabajar de reportero y cronista parlamentario, comentarista político y comentador de campañas electorales. En 1836 publica las primeras entregas de Los papeles póstumos del club Pickwick. Sus relatos fueron muy populares en su época y leídos por un generoso número de lectores.
La mayoría de sus obras fueron escritas a través de entregas mensuales o semanales en periódicos y semanarios, para ser posteriormente impresas en libros. Estas entregas periódicas facilitaban la lectura y hacían más asequible su adquisición a las clases proletarias.
Contrae matrimonio con Catherine Thompson Hogarth, con la que tiene diez hijos. Trabajó de editor y viajó a los Estados Unidos. Fue anglicano y un hombre de profundas convicciones religiosas. En 1837-1838 publica Oliver Twist, un libro autobiográfico; en 1840-1841, La tienda de antigüedades. Ya tenía un gran prestigio en el mundo literario.
En 1843 publica Canción de Navidad; le siguen: Dombey e hijo (1846-1848), Casa desolada (1852-1853), y Tiempos difíciles (1854). Pero su mayor éxito de ventas fue David Copperfield, del que llegó a vender más de cien mil ejemplares en muy poco tiempo.
Se le consideró entonces como el gran novelista de lo social; su fama no pudo evitar que comenzara su etapa de decadencia. Su salud empeoró, se separó de su esposa, murió su padre, una de sus hijas y su hermana; todo ello cambió profundamente su carácter.
En 1863 publica Historia de dos ciudades. En 1865 sufre un grave accidente ferroviario, en el que el único vagón de primera clase que no se despeñó fue el suyo, cuando estaba en compañía de una actriz, Ellen Ternan, que continuó siendo su compañera hasta el momento de su muerte. Nunca se pudo recuperar totalmente de ese accidente, pero siguió escribiendo hasta el final. Murió el 9 de junio de 1870, tras sufrir una apoplejía. Se le enterró, en contra de su deseo, en la Esquina de los poetas de la abadía de Westminster.
Su estilo literario se calificó de florido y poético, satírico, con un importante matiz cómico; con los personajes más notables y creativos de la literatura inglesa, destacando entre todos ellos la misma ciudad de Londres, que conocía y amaba como nadie, ya que la caminó y disfrutó con pasión durante casi toda su vida. Sus libros eran verdaderos trabajos de crítica social; denostó la pobreza de las gentes humildes y la diferencia entre las clases sociales que imperaban en la sociedad victoriana.
Canción de Navidad, un tierno relato, o tal vez una fábula moral sobre fantasmas, fue un gran éxito desde el mismo día de su publicación en el año 1843; es una lectura obligatoria para todo aquel que celebre las fiestas navideñas año tras año. Nunca se arrepentirá de haber incluido esta narración entre sus posesiones inmateriales más entrañables, ni de guardar en lo más profundo de su ser la intensa moraleja que pretende enseñarnos.
Pero aunque esta magistral obra destaque ante el resto, el autor también dio muestras de su excelencia literaria a través de sus célebres cuentos, dando pinceladas de buen gusto y demostrando un total dominio del idioma, apreciando como nadie las palabras. Aquí hemos seleccionado los que nos parecían más destacados de todos ellos y que nos aportaban un mayor valor añadido para hacernos eco de la verdadera magnitud del conjunto de la obra del autor. El guardavía, la historia de un espectro que intenta avisar de una catástrofe; El auxiliar de parroquia, una interesante historia de amor; Historia de los goblins que raptaron a un enterrador, para muchos un primer borrador de Canción de Navidad donde se pueden apreciar las semejanzas entre Scrooge y el enterrador Gabriel Grub; Confesión encontrada en una cárcel en la época de Carlos II, la historia terrorífica de un asesinato que produce verdaderos escalofríos; Para ser tomado con una pizca de sal, una historia para llorar con todas las reservas posibles; Para leer cuando anochezca, ambientado en los Alpes occidentales mientras se respira el espíritu de esas cumbres, y El barón de Grogzwig, que cuenta con humor y cierta sátira cómo este, por conveniencias sociales, se olvida drásticamente de sus placeres personales al contraer matrimonio; son, sin duda, sus obras cortas más destacadas, como podrá comprobar en la lectura que le espera a continuación.
El editor
EL GUARDAVÍA
(The signalman)
Charles Dickens
EL GUARDAVÍA
—¡Eh, oiga! ¡El de ahí abajo!
Cuando escuchó la voz que así lo llamaba, estaba de pie en la puerta de su caseta, con una bandera en la mano, enrollada a un corto palo. Teniendo en cuenta la naturaleza del terreno, cualquiera habría pensado que no cabía duda alguna sobre la procedencia de aquella voz; pero en lugar de mirar hacia arriba, donde yo me encontraba, sobre un empinado terraplén situado directamente casi encima de su cabeza, el hombre se dio la vuelta para mirar hacia la vía. Algo especial había en su forma de hacerlo; sin embargo, aunque me hubiera jugado con ello la vida, no habría podido explicar en qué consistía; pero fue lo bastante notable como para llamar mi atención, a pesar de que su figura se veía un tanto lejana y entre sombras, allí abajo, en una zanja profunda, y de que yo me encontraba muy por encima de él y de cara al resplandor de un rojo crepúsculo, de manera que para poder verlo tuve que cubrirme los ojos con las manos.
—¡Eh, óigame! ¡Ahí abajo!
Entonces dejó de mirar a la vía; se volvió de nuevo y, alzando sus ojos, pudo ver mi silueta muy por encima de él.
—¿Existe algún camino para poder bajar y hablar con usted?
Miró sin replicar hacia arriba y yo le devolví la mirada, intentando no agobiarle con una repetición demasiado rápida de mi vaga pregunta. Justo en aquel momento el aire y la tierra se estremecieron por una leve vibración que se transformó con rapidez en la fuerte sacudida de un tren que pasaba a toda velocidad y que me sobresaltó hasta el extremo de hacerme retroceder hacia atrás, como queriendo arrastrarme a su paso. Cuando se deshizo todo el vapor que había logrado llegar a mi altura y ya se diluía en el paisaje, miré hacia abajo otra vez y lo volví a ver mientras enrollaba la bandera que antes había agitado cuando pasó el tren.
Repetí mi pregunta. Tras una breve pausa, en la que pareció estudiarme con toda atención, señaló con su bandera enrollada hacia un lugar situado a mi nivel, a unos doscientos o trescientos metros de distancia.
—Muy bien —le grité y me dirigí directamente hacia aquel punto. Allí, a fuerza de mirar con atención a mi alrededor, encontré un tosco camino que descendía en zigzag, excavado en la roca, y lo seguí.
Era un terraplén extremadamente profundo e inusualmente escarpado. Había sido excavado en una roca viscosa, que se volvía más húmeda y rezumante conforme descendía. Por esa razón el camino se me hizo lo bastante largo como para permitirme recordar aquel extraño ademán, mezcla de desgana y obligación, con el que me había señalado dónde se encontraba el sendero.
Una vez descendí lo suficiente para volver a verlo, me di cuenta de que estaba de pie entre los raíles por los que acababa de pasar el tren, en una actitud de espera. Tenía bajo la barbilla la mano izquierda y el codo descansando en la derecha, que mantenía cruzada sobre el pecho. Aquella actitud expresaba tanta expectación y preocupación que por un momento me detuve con asombro.
Continué descendiendo y, al bajar a la altura de la vía y acercarme a él, pude observar que era un hombre moreno y triste, con la barba oscura y cejas muy anchas. Su caseta estaba situada en el lugar más sombrío y solitario que había visto en mi vida. A ambos lados, se levantaba un muro de piedra goteando humedad que impedía cualquier vista salvo la de una reducida franja de cielo; la perspectiva por un lado era una prolongación curvada de aquel gran calabozo; por la otra dirección, más corta, terminaba en una tenebrosa luz roja situada en la entrada, todavía más tenebrosa, a un negro túnel de cuya maciza arquitectura se desprendía una atmósfera ruda, deprimente e inquietante. Tan oscuro se encontraba aquel lugar que el olor a tierra lo traspasaba todo, y el viento gélido tan helado que corría hacía que su frío me penetrara hasta lo más profundo, como si hubiese abandonado este mundo real.
Antes de que pudiese moverse ya me encontraba tan cerca que habría podido tocarlo. Sin quitarme la vista de encima aun entonces, dio un paso atrás y alzó la mano.
Le dije que aquel me parecía un puesto solitario, y que me había llamado la atención al verlo desde arriba. Una visita sería algo muy raro, suponía; pero esperaba al menos que no fuese una rareza mal recibida y le pedí que viese en mí solamente a un hombre que, encerrado toda su vida entre límites estrechos y finalmente en libertad, sentía despertar un cierto interés por aquella gran obra. No estoy nada seguro de las palabras exactas, pero más o menos estos fueron los términos que utilicé porque, además de que no me gusta iniciar una conversación, había algo en aquel hombre que me intimidaba.
Dirigió una curiosísima mirada hacia la luz roja cercana a la boca de aquel túnel y hacia todo su entorno, como si algo faltase allí, y después me miró.
—Aquella luz está entre sus obligaciones, ¿verdad?
—¿Es que acaso no lo sabe? —me respondió en voz baja.
Al contemplar sus ojos fijos y su cara melancólica, me asaltó la extraña idea de que se trataba de un espíritu y no de un hombre. Desde entonces, al recordarlo, he pensado muchas veces en la posibilidad de que su mente estuviese sufriendo algún problema.
En esta ocasión fui yo quien retrocedió. Pero, al hacerlo, noté en su mirada una especie de temor latente hacia mí. Esto hizo desaparecer la extravagante idea.
—Me mira —dije con una sonrisa forzada— como si me tuviese miedo.
—No estaba seguro —replicó— de si lo había visto antes.
—¿Dónde?
Señaló la luz roja que había estado mirando.
—¿Allí? —volví a preguntar.
Mirándome fijamente respondió afirmando (sin emitir ninguna palabra).
—Mi buen amigo, ¿qué podría haber estado haciendo yo allí? No obstante, sea como fuere, nunca he estado allí, estoy seguro.
—Creo que sí —asintió—; sí, estoy seguro.
Su actitud volvió a la normalidad, lo mismo que la mía, contestando a mis comentarios con prontitud y soltura. ¿Tenía mucho trabajo que hacer allí? Sí, bueno, tenía suficiente responsabilidad sobre sus hombros; pero lo que se pedía sobre todo de él era exactitud y vigilancia, más que un trabajo propiamente dicho; prácticamente trabajo manual no hacía ninguno: cambiar alguna señal a veces, vigilar las luces y dar la vuelta a cierta manivela de hierro de vez en cuando era toda su obligación al respecto. En cuanto a todas aquellas horas largas y solitarias que a mí se me antojaban tan difíciles de soportar, solo podía responder que se había adaptado a esa rutina y ya estaba acostumbrado a ella. Allá abajo había aprendido un idioma él solo —si es que se podía llamar aprender a saber leerlo y a formarse solo una idea aproximada de su pronunciación—. También había estudiado fracciones y decimales, y había intentado conocer un poco de álgebra, pero tenía y siempre había tenido mala cabeza