Ciudad canibal
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Joaquín Guerrero Casasola
Joaquín Guerrero Casasola. Escritor y guionista. Licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM). Maestro en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Salamanca, España. Fue becado por Gabriel García Márquez para participar en el Taller de Guión que impartía anualmente en Cuba. Profesor de la Licenciatura en Creación Literaria de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM). Entre sus obras se encuentran Ley Garrote (Premio Internacional de Novela Negra L´H Confidencial), El pecado de Mama Bayou, La sicaria de Polanco, La senda del mexica, Ciudad caníbal.
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Ciudad canibal - Joaquín Guerrero Casasola
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—¿Y si me da un adelanto? —sugirió Artemio, con ese tono de voz de quien siempre oye un no por respuesta.
Pero no lo pensé dos veces. El fulano iba a ser mi guía en aquel viaje incierto, y necesitaba sentirlo de mi parte aunque en realidad fuera una sanguijuela. Así que metí la mano al bolsillo de la camisa, palpé los billetes, los había separado en dos partes, la otra la tenía guardada en un calcetín.
—Aquí hay dos mil, el resto cuando vea que todo marcha bien.
—De eso no se preocupe, Madrid, soy de fiar. Nunca he tomado un dinero que no me haya ganado a pulso. Póngase cómodo, el viaje es largo. Si quiere fumar no me molesta. De algo nos tenemos que morir. Morir por fumar no es peor que morir de viejo. Mi madre tiene demencia senil. La buena mujer nunca fumó, así que imagínese…
Miré hacia otra parte y él no insistió en hacerse el buen amigo. Se limitó a conducir y yo hice un recuento de los hechos que comenzaron una semana antes de ese viaje, justo mi último día en la corporación, cuando me convertí en investigador; dejaría de serlo y haría lo que le prometí a mi perro —irnos a vivir lejos de la raza humana— cuando diera con Rosalío Echeverría, el asesino de Berenice. Eso no le devolvería la vida claro está, por lo tanto sólo buscaba cierto tipo de justicia. Quizá ni eso, en ese punto del camino sólo hacía las cosas por inercia, como uno de esos viejos tocadiscos que se quedan atorados en el mismo surco hasta enloquecerte.
Aquel último día en la corporación no hubo despedidas con tragos de por medio en el Salón Rivera, donde los policías rematábamos la chamba. El inspector Nava habló conmigo a las carreras.
—Lo siento, Madrid, estamos a tope, tenemos otro cateo en la casa de un narco. Drogas, armas y su propio zoo con tigres y aves en peligro de extinción. ¿Quieres venir a ver? Los muchachos están apostando que hasta hay un tigre blanco.
De un tiempo para acá parecíamos empleados de desahucio y no agentes judiciales, nuestro trabajo consistía en contar las pertenencias de los narcos y ponerlas a resguardo hasta que los peces gordos del Gobierno decidieran su destino. No es que mi dedo índice señale a nadie, pero ese destino final del dinero siempre me pareció tan incierto como la niebla que baja sobre la carretera que sube al Ajusco una madrugada de diciembre.
Nos dimos un apretón de manos, recogí mis cosas del escritorio, apreté otras cuantas manos de secretarias y agentes y salí a lo que se supone debía ser mi primer día de libertad absoluta.
No dejé el empleo por jubilación, no a mis 46 años de edad, sino que –óiganlo bien— me había ganado la lotería, un premio modesto considerando las carretadas de dinero que seguro se embolsa un político, pero sí lo suficiente como para vivir sin preocupaciones el resto de mi vida, siempre y cuando no quisiera grandes lujos o casarme con una de esas actrices de la tele que están a la mitad de convertirse en madres de las protagonistas o buscarse un tipo rico que las salve de eso.
Llovían perros y gatos, como dicen del otro lado de la frontera, y me esperaba un largo trayecto para llegar a casa. No quise llevar el coche esa ocasión; a veces me era más insoportable imaginarme atascado en el tránsito que viajando ensardinado en el metro. Claro que me arrepentí, pues el metro se fue deteniendo cada dos por tres, elevándome a tope la sensación de no ser más que otro pedazo de carne humana en el vagón. Olía a tamal. Siempre me ha dado la impresión de que cuando el metro se detiene y las llantas se calientan huele a tamal de dulce.
Hora y media después —en vez de 40 minutos como solía ser en un día normal— logré salir del maldito gusano color naranja. Subí la escalera eléctrica, encontré ríos de gente en el pasillo y cierto clima de inquietud. Decidí sacar mi placa —aunque ya sólo valiera lo que la estampa de un santo en la billetera— y mostrarla a los policías que no permitían avanzar por alguna razón, lo hice no tanto por impaciencia sino por saber qué estaba ocurriendo más arriba. Cuando logré llegar a los torniquetes, le mostré la placa a otro policía y le pregunté qué sucedía.
—Un fulano, jefe, que casi se tira a la vías, por suerte lo pescamos antes de que se matara.
Aquel ruido metálico salió del radiocomunicador del policía, se lo llevó a la boca y respondió en clave. Entendí que en una de las oficinas tenían detenido a un hombre a la espera de turnarlo al Ministerio Público o al hospital, pues además de su intento suicida, lo habían encontrado en posesión de una pistola calibre .38 y dos gramos de cocaína.
Pude encoger los hombros y largarme, llegar a casa a ver una de esas películas en blanco y negro donde todos están muertos y me hacen sentir que en otros tiempos la gente era más elegante, todo esto mientras Al Qaeda, mi perro, mordisqueaba su muñeca de trapo; fue un regalo que iba a darle a mi sobrina Matilde, pero su madre y yo reñimos aquella Navidad y la niña pagó las consecuencias; cierto que Matilde es la mejor sobrina que puedo tener, pero cuando Mauricia estalla, prefiero poner tierra de por medio, no porque yo sea un tipo rencoroso, sino porque Mauricia sí lo es; ya me había machacado cientos de veces que me haya atrevido a vender la trompeta de nuestro difunto padre, músico profesional no muy exitoso.
Al Qaeda encontró la muñeca y no hubo forma de quitársela del hocico. Muchas veces me pregunté si mi perro era gay, por eso de que le gustaba la muñeca de un modo casi maternal, terminé por pensar que más bien era un maltratador de muñecas, pero que a la muñeca le gustaba, pues tenía una sonrisa permanente. Así que ahí había una relación sadomasoquista en toda regla.
La curiosidad me llevó hasta la oficina del metro, para ver con mis propios ojos la cara del tipo que se había querido suicidar. Me fui de espaldas al descubrir que ese hombre no era un desconocido para mí. Se trataba de Serapio Garza, ex judicial. Lo vigilaba uno de esos policías que por su aspecto, más bien parecen haber aceptado cualquier empleo e igual te lo imaginas enfundado en una botarga repartiendo publicidad en la calle, que de fumigador de tiendas departamentales.
—¿Quién te avisó, Madrid? —susurró Serapio, con voz ronca y derrotada.
—No sabía que se trataba de ti. ¿Qué desmadre armaste?
Sus ojos color miel se cargaron de lágrimas. Intentó ponerse de pie. El policía se alertó pero no tuvo que hacer nada, ese hombretón de uno noventa de estatura se vino a pique como un árbol recién talado. Una hora después, en un cuarto de la Cruz Roja —con el tufo a medicinas y enfermedad flotando en el aire; donde todo tipo de desgracias pasan a tu lado sin que te importen un bledo—, Serapio me contó que habían secuestrado a su hija Berenice y que luego apareció asesinada en un paraje de los Viveros de Coyoacán.
No tuve palabras. Él sí:
—Así que mi deber es estar muerto por pendejo, y eso es lo que pretendía, matarme, pero ya sabes, no faltó el puto buen samaritano que me impidió dar mi último salto.
Debo decir que Serapio había sido un policía de élite. Condecorado dos veces, una por rescatar a una embarazada en un asalto y la segunda por devolver, íntegramente, un portafolio con cinco mil dólares que un turista extravió en un taxi. El buen Serapio tenía alto puntaje en manejo de armas de fuego y había participado en antisecuestros. Así que tomando todo esto en cuenta, quizá tenía razón, debería estar muerto por pendejo. Sólo que no era cosa de decírselo.
Dos meses antes, Serapio también había dejado de ser agente, pero no por sacarse la lotería, sino por jubilación. Tenía 64 años de edad. Siempre pareció más joven, sólo que esa vez lo encontré comprensiblemente avejentado.
Esa noche, hice unos cuantos malabares para que no lo procesaran por la cocaína y el arma y después me lo llevé a mi departamento, donde me contó con más detalle las cosas.
Roberta lo había echado de casa por no haber resuelto el secuestro de Berenice, la hija de ambos. Serapio se había alquilado una habitación en un hotel donde pasó varios días drogándose, bebiendo whisky y afinando la idea del suicidio. De hecho, quería regresar al hotel. Y yo hice lo que el psicólogo de la corporación, Jesús Espejo, aconsejaba en esos casos, lo dejé vomitar su drama.
Berenice desapareció un mes atrás. Fue vista por última vez cerca de la universidad. Serapio y Roberta siguieron el procedimiento acostumbrado, levantar la denuncia y esperar noticias. Dos días después, Serapio recibe una llamada, el secuestrador le da cinco días para juntar cuatro millones de pesos. La corporación pone a cargo del caso a dos agentes, Ezequiel Salinas y Claudio Mares. Duran menos que canta un gallo, Serapio los despide acusándolos de ineptos y sigue por su cuenta. Intenta hipotecar su casa; la casa estaba en ruinas, pero su madre, en su lecho de muerte, le hizo jurar a Serapio que no la vendería ni por oro molido, así que él no consideró la opción de rematarla. El mayor postor fue un agiotista que le dio ochocientos mil pesos como préstamo sobre escrituras. El resto, tres millones doscientos mil, los consigue Roberta.
Serapio fracasa en cumplir el plazo del secuestrador, pero consigue una prórroga de cuatro días. Ingresa el dinero en una cuenta bancaria que, como sucede en esos casos, se esfuma en un dos por tres. Le dicen a Serapio que vaya a recoger a su hija a la estación de autobuses del Norte, un sábado a mediodía. Supuestamente, Berenice vendría en un ATM de Pachuca. Serapio va y se sienta en la sala de espera. Ve llegar autobuses del día a la noche. Regresa a casa derrotado, Roberta le echa en cara que despidiera a los agentes. Al día siguiente, una voz amiga
, les da señas del paraje en Los Viveros.
Berenice, de 23 años de edad, no tenía novio, se dedicaba a terminar su tesis de licenciatura. Era una joven que todo lo planeaba a conciencia. Quería hacer un doctorado, conseguir empleo como profesora en una universidad, embarazarse en su año sabático y recorrer el mundo cuando fuera una cuarentona. Todo eso quedó truncado. Todo se convirtió en una imagen simple y brutal, la de Berenice ultrajada y muerta en aquel paraje.
Serapio fue de la ira al llanto, de la risa demencial a la autocompasión. Al Qaeda lo miraba con tristeza y desconcierto. Yo le llené el vaso de ron todas las veces que quiso, y cuando al pobre desdichado se le terminaron las palabras y estaba lo suficientemente borracho para no poder sostenerse en pie, lo llevé a la recámara y lo dejé caer en la cama como un piano; para poder acostarlo con delicadeza hubieran hecho falta al menos cuatro hombres.
—Muerto por pendejo —insistía mientras se quedaba dormido.
Me quedé tumbado en el sofá, mirando una película de Bogart. No hay forma de dormir así. Busqué el escondite del tabaco. Estúpido escondite que yo mismo planeé confiando en mi mala memoria. Encendí un cigarro. Al Qaeda me reprochó con una de sus miradas lánguidas mi falta de voluntad para dejar el maldito vicio.
Las grietas en la historia de Serapio comenzaron a comerme el seso. Grietas que si yo rellenaba podían servir para ayudarlo. ¿Ayudarlo a qué?, si Berenice estaba