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El talismán
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Libro electrónico462 páginas7 horas

El talismán

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El talismán es una novela del escritor Walter Scott, tiene lugar al final de la Tercera Cruzada, principalmente en el campamento de los Cruzados en Palestina. La intriga y la política partidista, así como la enfermedad del rey Ricardo Corazón de León, ponen a la Cruzada en peligro. Los personajes principales son el caballero escocés Kenneth, una versión ficticia de David de Escocia, conde de Huntingdon, que regresó de la Tercera Cruzada en 1190; Ricardo Corazón de León; Saladino; y Edith Plantagenet, pariente de Ricardo. Otros personajes destacados incluyen la verdadera figura histórica Sir Robert de Sablé, The One To Ever Serve, como el undécimo que se conocerá como el Gran Maestro de la Orden de los Caballeros Templarios / El Gran Maestro de la Orden Templaria, así como Conrad Aleramici da Montferrat / Conrad Aleramici di Montferrat / Conrad Aleramici de Montferrat, referido aquí como "Conrado de Montserrat", debido a un error ortográfico admitido en la parte respectiva del autor Sir Walter Scott.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 abr 2019
ISBN9788832952568
El talismán
Autor

Walter Scott

Sir Walter Scott (1771–1832) was a poet, translator, playwright, and historical novelist, born in Edinburgh, Scotland. Although he was critically acclaimed for his poetry, his passion for Scottish oral tradition led him to write novels inspired by the history of his country. The first writer in the English language to achieve true international fame, Scott is best remembered for Ivanhoe.

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    El talismán - Walter Scott

    XXVIII

    CAPITULO I

    El ardiente sol de Siria no había alcanzado aún su punto de mayor elevación en el horizonte, cuando un caballero cruzado que había abandonado su lejano hogar, en el Norte, para unirse a la hueste de los Cruzados en Palestina, atravesaba lentamente los arenosos desiertos que rodean al Mar Muerto, llamado también lago Asfaltites, donde las aguas del Jordán se reúnen en un mar interior, que no envía a otro alguno el tributo de sus olas.

    El peregrino guerrero había caminado entre rocas y precipicios durante la primera parte de la mañana. Más tarde, saliendo de aquellos roqueños y peligrosos desfiladeros, había salido a la gran llanura en que las ciudades malditas provocaron, en tiempos lejanos, la directa y terrible venganza del Omnipotente.

    El viajero olvidó las fatigas, la sed y los peligros de la jornada, al recordar la espantosa catástrofe que había convertido en árido y triste desierto el encantador y fértil valle de Siddim, antes regado y bello como el Paraíso, y reducido hoy a una soledad requemada por los rayos del sol y condenada a eterna esterilidad.

    El viajero se persignó al ver la negra superficie de aquellas aguas, que tanto por el color como por la calidad se diferencian de las de todos los demás lagos, y no pudo evitar un estremecimiento al pensar que debajo de aquella superficie espesa yacían las antes soberbias ciudades de la llanura, cuya tumba abrió el rayo del cielo o la erupción de los fuegos subterráneos, y cuyos restos están cubiertos por un mar que no contiene peces vivos en su fondo ni sostiene embarcación alguna en su superficie, y que, como si su lecho maldito fuese el único receptáculo digno de sus fangosas aguas, no envía, como los demás lagos, tributo alguno al Océano. Como en los tiempos de Moisés, toda la tierra de los alrededores era «sal y azufre; ni se siembra ni se labra, ni crece hierba alguna en su superficie». Aquella tierra, como el lago, también podía llamarse muerta, porque no produce nada que se parezca a vegetación, y ni siquiera pueblan el aire sus habituales habitantes alados. Las aves huyen del olor del azufre y del betún, que, bajo un sol abrasador, exhalan las aguas del lago en espesas nubes, que frecuentemente adquieren la torma de trombas de agua. Grandes cantidades de la substancia fangosa y sulfurosa llamada nafta, que flotan fácilmente sobre las turbias aguas encharcadas, añaden nuevos vapores a esos nubarrones que pasan, y que constituyen un terrible testimonio de la verdad de la historia mosaica.

    Sobre este escenario de desolación brillaba el sol con insoportable ardor, y parecía que todos los seres vivientes se escondían de sus rayos, excepto la figura solitaria que avanzaba lentamente por la arena, y que era, en apariencia, el único ser dotado de vida en toda la gran extensión de la llanura. El vestido del jinete y las guarniciones del caballo no eran, ciertamente, las más adecuadas para viajar por semejante país. Además de la cota de malla, con guanteletes y peto de acero, que formaban ya de por sí una armadura de peso considerable, llevaba pendiente del cuello el escudo triangular, y en la cabeza el férreo yelmo de visera, del que colgaba una babera de malla que le cubría el cuello y los hombros, tapando el espacio que dejaban descubierto el peto y el espaldar. Sus extremidades inferiores estaban protegidas, como su cuerpo, por la flexible cota de malla. Calzaba borceguíes de acero, como los guanteletes. De su costado izquierdo pendía una ancha y aguda espada de dos filos, con la empuñadura en forma de cruz; al costado derecho llevaba un puñal sostenido en el cinturón. Asegurada en la silla y apoyada en el estribo, sostenía la larga lanza de acerada punta, que era su arma de combate ordinaria, ostentando su banderola, inmóvil si el aire permanecía en calma, ondeante cuando la agitaba el viento. A este pesado atavío, añádase una sobreveste de paño bordado, muy deslucida y raída, pero que preservaba la armadura de la acción del sol, que sin esta precaución no habría sido posible soportar. En varios puntos de la sobreveste, llevaba el caballero su escudo nobiliario, muy deslucido por el tiempo. Este escudo representaba un leopardo yacente, con la divisa: «Duermo; no me despiertes». La misma divisa mostraba el escudo triangular; pero los golpes de las armas enemigas la habían borrado en gran parte. La cimera del yelmo no llevaba airón. Los Cruzados del Norte, al conservar su pesada armadura defensiva parecían desafiar con ella el clima y la naturaleza de la tierra adonde habían ido a luchar.

    El equipo del caballo era casi tan macizo y pesado como el del jinete. El animal llevaba una pesada sijla recubierta de acero, sostenía por delante un ancho pretal, y por detrás dos piezas de defensa para los costados y el cuarto trasero. A la silla iba atada la maza de armas o martillo de hierro; las riendas eran cadenas del mismo metal; la frontera se componía de una cubierta de acero, con aberturas para los ojos y la nariz, y de su parte central emergía una larga punta dispuesta a guisa del asta del fabuloso unicornio.

    La costumbre había convertido en la cosa más natural esta verdadera panoplia, tanto para el jinete como para su valiente corcel de batalla. Desde luego, muchos guerreros de Occidente que habían acudido a Palestina sucumbieron al ardiente clima, pero otros lograron acostumbrarse a él, y llegó a ser inofensivo y hasta propicio para ellos. Entre estos afortunados figuraba el solitario caballero que a la sazón seguía la costa del Mar Muerto.

    La Naturaleza, que había modelado sus miembros con una fuerza nada común y le había hecho capaz de soportar la cota de malla con más facilidad que si hubiese sido tejida con telarañas, le dotó de una salud tan sólida como sus miembros, lo cual le permitía resistir tanto los cambios de clima como las fatigas y privaciones de todas clases. Su estado de espíritu parecía, en cierta manera, participar de las cualidades de su cuerpo; y si éste tenía gran fuerza y resistencia, unidas a la capacidad de una violenta acción, aquél, bajo la apariencia de un sereno e imperturbable semblante, poseía el orgulloso y entusiasta amor a la gloria, que constituía el principal atributo de la célebre raza normanda y que les había convertido en dominadores de todos los rincones de Europa donde habían llevado sus aventureras espadas.

    Sin embargo, la suerte no había concedido tales tentadoras recompensas a toda la raza; y las que había obtenido el solitario caballero durante los dos años de campaña que llevaba en Palestina, le dieron sólo nombradla temporal y, como le enseñaran a creer, privilegios espirituales. Entretanto, se había agotado el poco dinero de que disponía, especialmente porque no quiso seguir ninguno de los procedimientos que ponían en práctica sus compañeros de Cruzada para procurarse recursos a costa del pueblo de Palestina: no exigía donativos a los desgraciados hijos del país a cambio de dejarles intactas sus haciendas en los combates contra los sarracenos, y tampoco se aprovechó de las oportunidades de enriquecerse mediante los rescates de los prisioneros de importancia. La pequeña hueste que le siguiera desde su país había ido disminuyendo gradualmente, a medida que faltaban los medios para sostenerla, y el único servidor que le quedaba se hallaba en aquellos momentos enfermo en cama, y, por consiguiente, incapacitado para seguir a su señor, el cual viajaba, como hemos visto, totalmente solo. Ello tenía poca importancia para el cruzado, quien estaba acostumbrado a considerar su buena espada como su más segura escolta, y los pensamientos devotos como su mejor compañía.

    Pero la naturaleza exigía comida y descanso, a pesar de la férrea constitución y del paciente espíritu del Caballero del Leopardo Durmiente; y por eso, a mediodía, cuando ya había dejado algo a la derecha el Mar Muerto, divisó con alegría dos o tres palmeras que se erguían al lado del pozo en donde pensaba hacer alto en aquella hora. Su caballo, que había caminado con tanta resistencia como su dueño, levantó ahora la cabeza, hinchó la nariz y aligeró el paso tan pronto como presintió la proximidad del agua y la existencia de un lugar de descanso y refresco. Pero, antes de llegar al punto deseado por el caballo y el caballero, habían de hacer frente aún a nuevos peligros y trabajos.

    Mientras el Caballero del Leopardo Yacente contemplaba con fijeza el grupo de palmeras, distante todavía, le pareció que algo se movía entre ellas. La lejana silueta se separó de los árboles, que en parte ocultaban sus movimientos, y avanzó hacia el caballero, con tal rapidez,que pronto pudo ver a un jinete montado en su cabalgadura, y a quien el turbante, la larga lanza y el caftán verde que ondeaba a impulso del vientp, denunciaban como un caballero sarraceno. «En el desierto —dice un proverbio oriental— nadie encuentra a un amigo.» Para el cruzado, era totalmente indiferente que el infiel, que se acercaba en su magnífico caballo árabe con la misma rapidez que si le llevaran las alas de un águila, viniera como amigo o como enemigo, y hasta habría preferido, como devoto defensor de la Cruz, que fuese lo último. Desató la lanza de la silla, la empuñó con la mano derecha, la dispuso para el ataque, con la punta algo levantada, tomó las riendas con la izquierda, espoleó al caballo y se dispuso a hacer frente al desconocido, con la segura confianza, propia de quien ha salido vencedor en muchas contiendas.

    El sarraceno llegó al galope tendido habitual de los jinetes árabes, guiando su caballo más con las piernas y con la inclinación de su cuerpo que con el uso de las riendas —que colgaban, abandonadas, a su lado izquierdo—, de tal manera que quedaba libre para manejar el ligero escudo redondo, de piel de rinoceronte, guarnecido con chapas de plata, que llevaba al brazo, moviéndolo de uno a otro lado a fin de oponer su pequeño círculo al formidable ataque de la lanza occidental. No enristraba su larga lanza, como su adversario, sino que la tenía cogida por la mitad, con la mano derecha, y la agitaba por encima de su cabeza. Al avanzar velozmente contra su enemigo, parecía suponer que el Caballero del Leopardo pondría su caballo al galope para acometerle. Pero el caballero cristiano, muy conocedor de las costumbres de los guerreros orientales, no quería cansar a su buen caballo con movimientos inútiles; y, al contrario, se paró en seco, confiando que si el enemigo le atacaba con el ímpetu que llevaba, su propio peso y el de su poderosa cabalgadura le darían suficiente ventaja, sin que le precisara añadir ningún movimiento rápido. Seguro y receloso a la vez sobre el resultado de su ataque, cuando se encontró a una distancia como dos veces la longitud de su lanza, el caballero sarraceno hizo volver a su caballo hacia la izquierda, con inimitable destreza, y dio dos vueltas alrededor de su adversario, el cual girando sin ceder terreno y presentando constantemente la cara a su enemigo, frustró la intención de éste de atacarle en un momento de descuido. De modo que el sarraceno hizo volver grupas a su caballo y se retiró a una distancia de un centenar de yardas. Por segunda vez, como un halcón ataca a una garza real, el infiel renovó su ataque, y segunda vez tuvo que retirarse sin haber podido entablar combate. Por tercera vez se acercó de la misma manera, pero el caballero cristiano, deseoso de acabar aquel ilusorio combate, en que, al fin y a la postre, podría ser dominado por la movilidad de su contrincante, cogió de pronto la maza que colgaba de su arzón y, con tanta fuerza como puntería, la arrojó contra la cabeza del emir, porque, a juzgar por las apariencias no menos que un emir parecía ser su enemigo. El sarraceno tuvo el tiempo justo para interponer su ligero escudo entre la maza y su cabeza; pero la violencia del golpe hizo chocar el escudo contra el turbante, y a pesar de que la defensa amortiguó el golpe, el sarraceno cayó de su caballo. Pero antes de que el cristiano pudiera aprovecharse de este contratiempo, el ágil infiel ya se había levantado, y, llamando al caballo, que inmediatamente volvió a su lado, saltó a la silla, sin tocar siquiera el estribo, y recuperó toda la ventaja que le había hecho perder el Caballero del Leopardo. Entretanto, este último habría recobrado su maza, y el caballero oriental, recordando la fuerza y la destreza con que su enemigo le atacara, pareció decidido a mantenerse cautelosamente fuera del alcance de un arma cuya fuerza acababa de experimentar, manifestando su propósito de continuar la lucha a distancia, con las armas arrojadizas que llevaba. Hincó su larga lanza en la arena, a cierta distancia del lugar del combate, y empuñó con gran destreza una pequeña ballesta que colgaba de su espalda; puso el caballo al galope, otra vez describió dos o tres círculos de mayor radio que antes, y mientras galopaba disparó seis flechas contra el cristiano, con tan buena puntería, que sólo por la excelencia de la armadura se libró de quedar herido. La séptima flecha pareció haber acertado un punto menos perfecto de la armadura, y el cristiano cayó pesadamente de su caballo. Pero la sorpresa del sarraceno fue grande cuando, al descabalgar para examinar el estado de su derribado enemigo, se encontró de pronto cogido por el europeo, que había recurrido a este ardid para que su adversario se le pusiera al alcance. Mas también en este grave trance el sarraceno se salvó gracias a su agilidad y serenidad. Se desató el cinturón, que era por donde le había asido el Caballero del Leopardo, y librándose así de sus manos, montó en su caballo, que parecía seguir su movimientos con la inteligencia de un ser humano, y se alejó de nuevo. Pero en el último encuentro, el sarraceno había perdido su espada y su aljaba, que pendían del cinturón que se vio obligado a abandonar, así como su turbante. Estas desventajas parecieron inclinar al musulmán a una tregua.

    —Hay tregua entre nuestras naciones —dijo en lengua franca, que era la que comúnmente usaban para entenderse con los Cruzados—; ¿por qué, pues, hemos de hacernos la guerra tú y yo? Haya paz entre nosotros.

    —Accedo —contestó el del Leopardo Yacente—; pero, ¿qué garantía me das de que respetarás la tregua?

    —Jamás un secuaz del Profeta ha faltado a su palabra —contestó el emir—. A ti, bravo nazareno, tendría que pedir garantías, si no supiera que la traición raras veces convive con la valentía.

    El cruzado sintió que la confianza del musulmán le hacía sentir vergüenza de sus dudas.

    —Por la cruz de mi espada —dijo, extendiendo a la vez la mano sobre el arma—, seré fiel compañero tuyo, sarraceno, mientras la suerte quiera que estemos juntos.

    —Por Mahoma, Profeta de Dios, y por Alá, Dios del Profeta —contestó el que había sido enemigo—, no guardo en mi corazón rencor alguno contra ti. Y ahora, llegúemenos hasta aquella fuente, pues es ya la hora del descanso, y el agua tan sólo había tocado mis labios cuando fui llamado a combate por tu presencia.

    El Caballero del Leopardo Yacente accedió con muestras de cortesía, y los dos enemigos de antes se dirigieron hacia el grupo de palmeras, sin mirada alguna de recelo ni ademán alguno de odio.

    CAPÍTULO II

    En cierta manera, los tiempos de peligro tienen sus períodos de benevolencia y de seguridad; y ello ocurría de manera especial en los antiguos tiempos feudales. Como las costumbres de la época convertían la guerra en la principal y más noble ocupación de la Humanidad, los intervalos de paz, o, más bien, de tregua, eran disfrutados intensamente por aquellos guerreros a los que raras veces se concedían, y que en ellos se gozaban porque eran puramente transitorios. No merecía la pena conservar una enemistad permanente hacia un adversario contra quien habían luchado hoy mismo, y con quien podían tener que volver a sostener un combate sangriento a la mañana siguiente. El tiempo y las circunstancias ofrecían tantas ocasiones para dar salida a las pasiones violentas, que los hombres, salvo en el caso de un odio particular e individual, pasaban en alegre compañía de todos los demás los breves intervalos de relación pacífica que les permitía su vida de guerreros.

    La diferencia de religiones, y todavía más el fanático celo que impulsaba, tanto a los seguidores de la Cruz como a los de la Media Luna, unos contra otros, resultaban muy atenuados por un sentimiento natural en combatientes generosos, y alentados especialmente por el espíritu de la Caballería. Este último fuerte impulso se había propagado gradualmente de los cristianos a sus enemigos mortales, los sarracenos, tanto de España como de Palestina. Por otra parte, estos últimos ya no eran los fanáticos salvajes salidos del centro de los desiertos arábigos con la espada en una mano y el Corán en la otra, para imponer la muerte o la fe de Mahoma, o, en el mejor de los casos, la esclavitud y los tributos a todos los que osaran oponerse a las creencias del Profeta de la Meca. Tal alternativa fue la que se planteó a los pacíficos griegos y sirios; pero en la lucha contra los cristianos occidentales, que estaban animados por un ímpetu tan grande como el suyo, y por una valentía indomable, y que eran diestros y afortunados en las armas, los sarracenos aprendieron poco a poco sus costumbres, y, de manera especial, los usos de la Caballería, tan apropiados para cautivar el espíritu de una gente altiva y conquistadora. Tenían sus torneos y sus justas; tenían también sus caballeros, o categorías nobiliarias parecidas, y, sobre todo, los sarracenos mantenían la palabra empeñada, con tal exactitud que a veces llegaban a dejar avergonzados a los que profesaban una religión mejor.

    Sus treguas eran respetadas escrupulosamente, tanto las individuales como las nacionales, de tal manera que la guerra, que en sí es, quizá, el mayor de los males, daba ocasión a manifestarse la buena fe, la generosidad, la clemencia y hasta los más delicados afectos, lo cual ocurre menos frecuentemente en períodos más tranquilos, en que las pasiones de los hombres, los odios o las inacabables rencillas que no pueden tener satisfacción inmediata son susceptibles de arder durante mucho tiempo en el espíritu de los que tienen la desgracia de ser sus víctimas.

    Bajo la influencia de estos delicados sentimientos que amortiguan los horrores de la guerra, el cristiano y el sarraceno, que poco antes habían hecho todo lo que estaba a su alcance para destruirse, se encaminaron lentamente a la fuente de las palmeras, adonde se dirigía el Caballero del Leopardo Yacente cuando se vio detenido a mitad del camino por su rápido y peligroso adversario. Ambos estuvieron, largo rato abstraídos en sus propias reflexiones, reponiéndose después de un encuentro que habría podido ser mortal para uno de ellos o ambos a la vez; y sus excelentes caballos parecían no menos contentos en aquel intervalo de descanso. Sin embargo, el del sarraceno, aunque le habían hecho evolucionar con más violencia y extensión, parecía menos fatigado que el del caballero europeo. Todavía sudaba abundantemente el último, cuando el del noble árabe estaba ya completamente seco, sólo con el corto rato de paso sosegado, aunque en el freno y en el pretal podía verse su abundante espuma. El movedizo suelo que pisaban aumentaba de tal manera la fatiga del caballo del cristiano, que llevaba la pesada carga de su armadura además del peso del jinete, que éste se apeó y dejó a su montura avanzar por el arcilloso suelo, que a causa de los ardores del sol se había convertido en una substancia más impalpable que la más fina arena; con ello aliviaba a su caballo, a cambio de aumentar su propia fatiga, y que, cubierto de hierro como iba, sus pies se hundían a cada paso que daba en aquella superficie tan ligera e inconsistente.

    —Haces bien —dijo el sarraceno; y ésta fue la primera frase que se pronunció entre ellos desde que concertaron la tregua—; tu robusto caballo merece la atención que le concedes; pero, ¿qué haces en el desierto con un animal que se hunde hasta los jarretes a cada paso, como si quisiera aplastar con su pata la raíz de una palmera?

    —Has hablado razonablemente, sarraceno —dijo el caballero cristiano, disgustado por el tono con que el infiel criticaba a su cabalgadura favorita—; razonablemente según tus conocimientos y modo de observar las cosas. Pero en mi país, mi buen caballo me ha llevado sobre un lago tan grande como el que ves detrás de nosotros, sin mojarse ni un pelo de las patas.

    El sarraceno le miró con tanta sorpresa como su educación le permitía demostrar; o sea, que se limitó a expresarla con un ligero movimiento de sus labios, muy semejante a una sonrisa de desdén, que hizo mover casi imperceptiblemente su bigote.

    —Ya lo dice el refrán —dijo volviendo a su seriedad habitual—: escucha a un francés, y oirás una fábula.

    —No es cortés —respondió el cruzado— dudar de la palabra de un caballero armado, y, a no ser que hablar por ignorancia, y no por malicia, nuestra tregua, que acaba de empezar, terminaría inmediatamente. ¿Crees que miento si te digo que yo, junto con otros quinientos caballeros armados con todas las armas, hemos cubierto muchas millas sobre agua tan sólida como el cristal, y, a la vez, menos quebradiza que éste?

    —¿Qué historia es ésa? —contestó el musulmán—. Este mar que me señalas tiene de particular que, a causa de la especial maldición de Dios que pesa sobre él, no guarda nada de lo que se hunde en sus aguas, y arroja a la orilla todo lo que cae en ellas; pero ni el Mar Muerto ni ningún otro de los siete océanos que rodean a la Tierra aguantan en su superficie la presión del pie deün caballo, como el Mar Rojo no aguantó antaño el paso del Faraón y de su ejército.

    —Dices verdad según tus conocimientos, sarraceno —dijo el caballero cristiano—; pero créeme: no es ningún cuento lo que te explico. En este clima, el calor hace que el suelo sea casi tan inestable como el agua; y en mi país el frío convierte a menudo el agua en una materia tan dura como la piedra. No hablemos más de eso, porque el recuerdo de la calma, de la nitidez y del refulgente azul de un lago en invierno, reflejando la brillante claridad de las estrellas y de la luna, aumentan los horrores de este terrible desierto, en que el aire que se respira se parece al vapor que producirían siete hornos encendidos.

    El sarraceno le miró detenidamente, como para descubrir en qué sentido debía interpretar unas palabras que, para él, parecían esconder algo de misterio o de mentira. Por fin pareció decidir el modo con que debía corresponder a las palabras de su nuevo compañero.

    —Perteneces —le dijo— a una nación que gusta de bromas, y os divertís a expensas de vosotros mismos y de los demás, explicándoles cosas imposibles y que jamás han podido ocurrir. Tú eres uno de esos caballeros de Francia que por distracción y pasatiempo acostumbran se gaber [1] , como dicen ellos, unos de otros, jactándose de haber realizado hazañas que no están al alcance de ningún hombre. No obraría bien si te negara, en este momento, el derecho a expresarte así, puesto que la exageración os es más natural que la verdad.

    —Yo no soy de ese país ni sigo esos procedimientos —contestó el caballero—, que, como has dicho muy bien, consisten en se gaber de lo que nunca se han atrevido a emprender, o que, si lo han iniciado, no se han atrevido a acabar. Pero yo he caído en la misma locura, valiente sarraceno, hablándote de cosas que tú no puedes comprender; porque hasta diciéndo-te la más simple verdad, he pasado a tus ojos como un burlón. Por consiguiente, te ruego que no hablemos más de eso.

    En aquel momento llegaron al grupo de palmeras y a la fuente que manaba a su sombra con deliciosa abundancia.

    Nos hemos referido al momento de tregua en mitad de una guerra; igualmente, un lugar fértil en medio de un desierto estéril no era menos agradable a la imaginación. Era un lugar que situado en cualquier otro sitio habría pasado, posiblemente, desapercibido; pero como era el único que en el ilimitado horizonte prometía un poco de sombra y agua viva, estos beneficios, que despreciamos cuando son frecuentes, convertían la fuente y lo que la rodeaba en un pequeño paraíso. Antes de que empezaran los tiempos difíciles para Palestina, una mano generosa o caritativa había hecho un cercado alrededor de la fuente y había levantado una bóveda sobre ella, para evitar que la tierra la absorbiera o que la sepultaran las espesas nubes de arena que levantaba el viento. La bóveda estaba rota, y en parte se encontraba ya en estado ruinoso, pero de ella subsistía aún lo suficiente para proteger la fuente y mantener a la sombra el agua, a la que escasamente llegaban los rayos del sol, cuando en derredor suyo la atmósfera ardía; y manaban constantemente en reposo, tan delicioso a la vista como al espíritu. Las aguas brotaban debajo de la bóveda, y eran recogidas en una pila de mármol, que ya estaba muy deteriorada y que demostraba que en tiempos antiguos ya se había considerado aquel lugar como un punto de descanso, creado allí por la mano del hombre, y que hasta cierto punto se habían tenido en cuenta en él las necesidades humanas. El sediento y rendido caballero, al ver aquellos indicios, recordaba que otros habían sufrido las mismas penalidades, habían descansado en el mismo lugar y, sin duda, habían hallado sin peligros el camino hacia otro país más fértil. Por otra parte, el hilillo de agua, casi invisible, que salía de la pila alimentaba los pocos árboles que rodeaban la fuente, y cuando desaparecía, absorbido por la tierra, su refrigerante presencia era acusada por una alfombra de aterciopelado césped.

    Los dos guerreros hicieron alto en este delicioso refugio, y cada uno de ellos a su manera procedió a quitar la silla, el freno y las riendas a su cabalgadura, y ambos permitieron a los animales beber en la pila, cuando ellos se hubieran refrescado al caño de bajo la bóveda. Entonces les dejaron pastar libremente, seguros de que su instinto y el hábito de domesticidad que tenían les impediría alejarse de un lugar que les ofrecía buena agua y fresca hierba.

    El cristiano y el sarraceno se sentaron uno al lado del otro, sobre las hierbas, y sacaron las escasas provisiones que cada uno de ellos llevaba para reponer sus fuerzas. Sin embargo, antes de que se decidieran a empezar a comer, se miraron uno a otro, con aquella curiosidad que les inspiraba el enconado e indeciso combate que habían sostenido poco antes. Cada uno de ellos parecía querer hacerse una idea exacta de la fuerza y el carácter de un adversario tan formidable, y uno y otro se vieron obligados a reconocer que si hubiese sido vencido,habría caído bajo la fuerza de un brazo digno del suyo.

    Ambos campeones ofrecían un contraste tan notable, tanto por la persona como por los hechos, que se les podía muy bien tomar como representantes característicos de sus naciones respectivas. El europeo era un hombre robusto, cuyos rasgos delataban su ascendencia goda; tenía el pelo castaño claro, y al quitarse el yelmo viose que era abundante y rizado naturalmente. El ardor del clima había atezado su rostro mucho más que el cuello, adonde no llegaba la luz, como no se había podido sospechar, a juzgar por sus grandes ojos azules, el color de su cabellos y del bigote que cubría abundantemente su labio superior. Su barba, en cambio, estaba completamente afeitada, según la moda normanda. Su nariz era helénica y bien formada; su boca, más bien grande, pero provista de bien alineados, fuertes y bonitos dientes blancos; su cabeza era pequeña, y sentada graciosamente sobre el cuello. Su edad no podía ser superior a los treinta años, a juzgar por la apariencia; pero, teniendo en cuenta los efectos del clima y del viaje, se le podían suponer tres o cuatro años menos. Era alto, fornido y atlético, y daba la sensación de que en su vejez su corpulencia podía serle pesada, pero en aquella época iba acompañada de agilidad y dinamismo. Cuando se quitó los guanteletes, descubrió unas manos largas, finas y bien proporcionadas, unos puños robustos y unos brazos musculosos y notablemente bien modelados. Un ímpetu militar y una despreocupada franqueza de expresión caracterizaban sus palabras y sus ademanes; y su voz tenía la entonación del que está más acostumbrado a ordenar que a obedecer, y que ha adquirido la costumbre de manifestar sus sentimientos en voz alta y con toda serenidad, dondequiera que sea preciso proclamarlos.

    El emir sarraceno ofrecía un acusado y sorprendente contraste con el cruzado occidental. Aunque su estatura era mayor que la corriente, tenía unas tres pulgadas menos que el europeo, que casi era de estatura gigantesca. La delgadez de sus manos y brazos, aunque estaba proporcionada con las demás partes de su cuerpo y correspondía perfectamente a su porte, no habría permitido adivinar la fuerza y elasticidad que el emir había demostrado poco rato antes. Pero examinando más detenidamente sus piernas, en las partes de ellas que llevaba al descubierto, se veían constituidas solamente por los huesos, los músculos y los nervios, y desprovistas de carne superflua; era de una constitución adecuada para la actividad y la fatiga, lo que le daría ventaja sobre un adversario más voluminoso, cuyo peso mermaría su fuerza y su talla, y que quedaría agotado con el esfuerzo de sus propios movimientos. Naturalmente, el rostro del sarraceno presentaba las características nacionales generales de la tribu oriental de que descendía, pero sin que se notara en él ninguno de los exagerados rasgos con que los cronistas de la época acostumbraban a describir a los guerreros infieles, ni se pareciera en nada a la manera fabulosa con que los representa aún hoy un arte hermano, como las cabezas de moro que se ven todavía en las enseñas. Sus facciones eran finas, muy regulares y delicadas; pero extraordinariamente atezadas por el sol de Oriente, y completadas por una abundante barba negra, rizada y peinada con extrema atención, según podía apreciarse. La nariz era recta y regular; los ojos, vivos, profundos, negros y brillantes; y la belleza de sus dientes igualaba a la del marfil de sus desiertos. En resumen, la persona y las proporciones del sarraceno, tendido como estaba sobre el césped, al lado de su vigoroso contrincante, podían compararse a su brillante y curvado sable de ligera y estrecha, pero brillante y fina, hoja de Damasco, que contrastaba con la larga y pesada de combate goda que, desceñida, yacía en aquel mismo suelo. El emir estaba en la flor de su edad, y habría podido pasar por un hombre guapo en verdad, a no ser por su frente estrecha y por la excesiva delgadez y angulosidad de la cara. Por lo menos, tal debía parecer a un europeo entendido en belleza masculina.

    Las maneras del guerrero oriental eran graves, graciosas y nobles; sin embargo, en algunos detalles revelaban el esfuerzo que habitualmente tiene que hacer el hombre de temperamento impulsivo y colérico para mantenerse en guardia contra su natural predisposición a la impetuosidad, así como un sentimiento de la propia dignidad que parecía imponer cierto trato ceremonioso al que con él conversaba.

    Esta altiva sensación de superioridad es posible que la tuviera también su nuevo amigo europeo, pero el efecto era diferente; y el mismo sentimiento que dictaba al caballero cristiano un porte de valentía, franco y sereno, con cierta despreocupación, como de quien es excesivamente consciente de su propia importancia para que se preocupe por lo que digan los demás, parecía imponer al sarraceno un estilo de cortesía más rebuscada y más respetuosa con las fórmulas de la etiqueta. Ambos eran corteses: pero la cortesía del cristiano parecía nacer más bien del elevado concepto que tenía de los demás, mientras que la del musulmán procedía del elevado concepto que creía que los demás tenían de él.

    Las provisiones que llevaban uno y otro eran sobrias, pero las del sarraceno rayaban en frugales. Un puñado de dátiles y un trozo de pan moreno, de cebada, eran suficientes para satisfacer el apetito del último, cuya educación le había habituado a la vida del desierto, a pesar de que, desde las conquistas de Siria, la simplicidad de los árabes había sido substituida frecuentemente por el lujo más exagerado. Un poco de la fresca agua de la fuente cerca de la cual estaban descansando, completó su comida. La del cristiano, a pesar de su sencillez, fue mucho más substanciosa. El tocino salado, del que abominan los musulmanes, constituyó la parte más importante de su refrigerio, y su bebida, que sacaba de una cantimplora de cuero, era algo mejor que el agua pura. El caballero comió con más ostentación de su apetito y bebió con más apariencias de satisfacción de lo que el sarraceno creía conveniente manifestar en el cumplimiento de una función meramente corporal; sin duda, el secreto desprecio que sentían mutuamente el uno hacia el otro a título de secuaces de una falsa religión, aumentó de manera considerable a causa de la notable diferencia de alimentación y de gustos. Sin embargo, cada uno de ellos había probado la fuerza del brazo del otro, y el mutuo respeto que les había inspirado la enconada lucha era suficiente para acallar toda clase de consideraciones de orden inferior. De todas maneras, el sarraceno no pudo evitar algún comentario sobre algo que le desagradaba de manera especial en la conducta y los procedimientos del cristiano, y después de contemplar durante un rato, silenciosamente, el vivo apetito que prolongaba el ágape del cristiano mucho más de lo que había durado el suyo, le dijo:

    —Valiente nazareno: ¿está bien que quien puede luchar como un hombre coma como un perro o un lobo? Hasta un infiel judío sentiría horror de la carne que comes con más regocijo que si fuese fruta de los árboles del Paraíso.

    —Valiente sarraceno —contestó el cristiano con cierta sorpresa por este inesperado reproche—: tienes que saber que hago uso de mi libertad de cristiano al comer lo que tienen prohibido los judíos, porque aún están bajo el yugo de la antigua ley mosaica. Nosotros, sarraceno, tenemos más libertad en nuestras acciones, a Dios gracias.

    Y, como si desafiara los escrúpulos de su compañero, terminó una breve oración de acción de gracias, en latín, con un largo trago de su cantimplora.

    —¡Esa debe ser una parte de lo que vosotros llamáis libertad!,—dijo el sarraceno—; y, como os hartáis como brutos, también os degradáis hasta un estado bestial, bebiendo un licor venenoso, que hasta los animales rechazan.

    —Tienes que saber, loco sarraceno —replicó el cristiano sin vacilar—, que estás despreciando los dones de Dios, como tu padre Ismael. El jugo de la uva ha sido dado a quien lo bebe moderadamente para alegrar el corazón del hombre después de su trabajo, para reponerle después de las enfermedades y para Consolarle en las penas. El que lo usa de tal manera, puede dar gracias a Dios pbr su vaso de vino como se las da por su pan cotidiano; y quien abusa de este don del Cielo no es mayor loco en su intoxicación que tú con tu abstinencia.

    Los penetrantes ojos del sarraceno se inflamaron al oír este sarcasmo, y su mano buscó la empuñadura de su daga. Pero aquello fue sólo un pensamiento momentáneo, que se desvaneció al recordar la fuerza del adversario con quien se había enfrentado, y aquella desesperada lucha, cuya impresión persistía aún en sus miembros y en sus venas. Se contentó, pues, con proseguir la discusión dialogando, considerándolo lo más conveniente en aquella ocasión.

    —Tus palabras, nazareno —dijo—, podrían provocar mi indignación, si tu ignorancia no me diera lástima. ¿No ves, hombre, que estás más ciego que los que piden limosna a la puerta de la mezquita, que la libertad de que te enorgulleces está limitada en lo que constituye lo más precioso para la felicidad del hombre, y lo que es más necesario para el bien de su hogar; y que tu ley, si la pones en práctica, te une a una sola esposa, tanto si está sana como si está enferma, tanto si es fecunda como estéril, y tanto si en la mesa y en la alcoba te produce alegría y consuelo como si provoca riñas y disgustos? A eso, nazareno, yo lo llamo verdadera esclavitud, en tanto que al creyente, el Profeta le concedió en la Tierra el privilegio de Abrahán, nuestro padre, y el de Salomón, el más sabio de los hombres, permitiéndole en este mundo la variedad de bellezas para nuestro placer, y, más allá de la tumba, los negros ojos de las huríes del Paraíso.

    —¡Por el Nombre que más adoro en el Cielo —dijo el cristiano— y por el de la que más quiero en la Tierra, que no eres más que un ciego y obcecado infiel! Ese diamante que llevas en la sortija consideras, sin duda, que tiene inestimable valor, ¿verdad?

    —Ni en Basora ni en Bagdad se hallaría otro semejante. Pero, ¿qué tiene que ver eso con lo que decíamos?

    —Mucho —contestó el franco—, y tú mismo vas a reconocerlo. Toma mi maza de guerra y rompe la piedra en veinte trozos: ¿tendrá cada trozo el valor de la piedra entera, o todos juntos llegarían a tener la décima parte de su valor?

    —¡Qué pregunta tan pueril! —contestó el sarraceno—; los fragmentos de esta piedra

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