En el país del arte. Tres meses en Italia
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Génova, Milán, Turín, Pisa, Roma, el Vaticano, Nápoles, Pompeya, Asís, Florencia, Venecia. El recorrido no se aleja del de un turista convencional, pero la mirada propia, no ahogada por el talante divulgativo de la obra, le lleva de las descripciones certeras, a la recreación histórica, del análisis de las gentes a la soflama republicana, todo ello en una fluida prosa literaria que únicamente en cierta grandilocuencia acusa el paso de los años.
Vicente Blasco Ibáñez
Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928) was a Spanish novelist, journalist, and political activist. Born in Valencia, he studied law at university, graduating in 1888. As a young man, he founded the newspaper El Pueblo and gained a reputation as a militant Republican. After a series of court cases over his controversial publication, he was arrested in 1896 and spent several months in prison. A staunch opponent of the Spanish monarchy, he worked as a proofreader for Filipino nationalist José Rizal’s groundbreaking novel Noli Me Tangere (1887). Blasco Ibáñez’s first novel, The Black Spider (1892), was a pointed critique of the Jesuit order and its influence on Spanish life, but his first major work, Airs and Graces (1894), came two years later. For the next decade, his novels showed the influence of Émile Zola and other leading naturalist writers, whose attention to environment and social conditions produced work that explored the struggles of working-class individuals. His late career, characterized by romance and adventure, proved more successful by far. Blood and Sand (1908), The Four Horsemen of the Apocalypse (1916), and Mare Nostrum (1918) were all adapted into successful feature length films by such directors as Fred Niblo and Rex Ingram.
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En el país del arte. Tres meses en Italia - Vicente Blasco Ibáñez
EN EL PAÍS DEL ARTE
TRES MESES EN ITALIA
Vicente Blasco Ibáñez
PRÓLOGO
Rosa María Rodríguez Magda
Este no es un libro de viajes escrito por un novelista, pero es un libro de viajes escrito por un novelista. Y aunque parezca un acertijo lógico, comprender en qué sentido lo es y no lo es nos dará la clave del texto. No nos encontramos ante el ocio de un literato que se dispone a hacer una peregrinación estetizante al estilo de Goethe o Stendhal; no obstante, es un recorrido de ciudades emblemáticas, y su autor impregna las páginas de reconstrucciones narrativas y descripciones brillantes, como solo puede hacerlo quien ejerce su oficio con soltura. Blasco, además, se enfrenta a este deambular inesperado desde la tensión vivencial y política que envuelve sus afanes en esos momentos, por lo que mira, observa y relata a partir de sus inquietudes sociales. En este sentido, la coyuntura personal es semejante a la que en 1890 le lleva a París. El 3 de julio de ese año, Blasco promueve una manifestación contra el ascenso de Cánovas del Castillo al poder. Prevenido de que la policía le busca, se esconde en una barraca de la playa de Nazaret, y después huye en una barca de contrabando hasta Argel, donde zarpa de nuevo para Marsella y de ahí llega a París. Durante su estancia envía sus crónicas a El Correo de Valencia (publicadas desde el 10 de agosto de 1890 al 15 de julio de 1891), y escribe la Historia de la Revolución española en el siglo XIX y dos tomos de La araña negra. Más sosegado es el interés que le empuja a un segundo destino, del que realizará una crónica viajera. El 9 de mayo de 1895 parte hacia Argel con el fin de documentarse para su novela Flor de mayo.
El siguiente periplo será el que da lugar a En el país del arte, verdadera consolidación de su narrativa viajera, que continuará durante toda su vida. En 1907 su recorrido por el centro de Europa y Turquía se concretará en el libro Oriente. Aun cuando su aventura argentina, como colonizador y fundador de las ciudades de Cervantes y Nueva Valencia, iniciada en 1909, no genera un libro descriptivo, sí plasmará, en novelas como Los argonautas, buena parte de lo que allí conoció. Igualmente, en El militarismo mejicano, el viajero y el literato dejarán paso al analista político. Donde sí podemos encontrar su culminación como narrador en el género que nos ocupa es en su obra La vuelta al mundo de un novelista. Durante seis meses, desde Nueva York, pasando por La Habana, llegará hasta Extremo Oriente: Manila, Hong-Kong, China, Japón… Preparando su proyecto declara: «Solo voy a viajar como novelista, no pienso escribir estudios políticos ni económicos sobre los países por donde pase (…). Yo voy a ser uno de los contadísimos escritores españoles que (…) no haré más que imitar lo que realizan todos los años buen número de autores ingleses y americanos (… ) aficionados a la literatura». He aquí la diferencia que pretendía señalar al comienzo de estas páginas.
Pero vayamos ya al texto que comentamos.
En los primeros días de marzo de 1886, el apoyo de EEUU a los cubanos que buscan independizarse de España resulta ya evidente. Un grupo de notables, entre los que figura Blasco, dirigen al gobernador un escrito solicitando celebrar en Valencia una manifestación «en nombre del honor nacional» en repulsa por «los ataques de que ha sido objeto la nación española por parte del senado americano». La autorización es denegada. En vista de ello se piensa en realizar un mitin en la plaza de toros, que tampoco es permitido. No obstante, el día 8 la multitud empieza a acudir a la plaza, la policía carga contra ella, hay disparos y un guardia cae herido. Se declara el estado de guerra. Los firmantes de la solicitud, además de otros manifestantes, son detenidos y llevados a la cárcel de San Gregorio. Blasco Ibáñez logra escapar iniciando una rocambolesca huida. Aprovechando la noche se ha escondido en diversas casas de conocidos. Sale de la ciudad y llega a la cercana población de Almàssera, en la barraca del tío Pere se ocultará diez días. De ahí pasa a los altillos de un despacho de vinos, donde permanece otros cuatro días. Para distraerse escribe un cuento: «Venganza moruna», que será el germen de su posterior novela La barraca. De nuevo, protegido por la oscuridad de la noche, y sorteando la ronda de los carabineros, una pequeña barca lo acerca hasta el vapor Sagunto, que lo recoge fuera ya del puerto de Valencia; «sus oficiales y tripulantes eran todos valencianos y de ideas republicanas», escribirá más tarde. El barco llega a Sète y continúa hasta Génova. El día 1 de abril publicará en el diario El Pueblo el primer artículo de su peregrinaje italiano, crónicas que irán apareciendo hasta el 5 de junio, y que compondrán el presente libro.
Si bien otros escritos ocasionales fueron relegados por el escritor, no ocurre así con estos. El 18 de julio de 1896 se publica el volumen En el país del arte, continuando el éxito que ya obtuvieron sus entregas, y que en su edición de 1923 alcanzaría los 73.000 ejemplares. Ello nos debe hacer reflexionar sobre el valor literario del género periodístico, tantas veces marginado del canon, y de cómo incluso se utiliza para desacreditar al autor que a él se dedica, lo que se ha esgrimido, por ejemplo, contra Francisco Umbral y contra el mismo Ortega, a quien algunos detractores le han escamoteado el título de filósofo tildándolo solo de «periodista». Las columnas pueden ser en sí mismas creaciones literarias, como lo demuestran las colaboraciones de Azorín, y por otro lado, al estar imbricadas en la actualidad, nos informan de las coyunturas sociales desde una especificidad que la teoría literaria no puede menospreciar. En el caso de Blasco, ambos aspectos se fusionan completando de una forma imprescindible el perfil del escritor. Quiero resaltar aquí la excelente labor realizada para la presente edición por Julio Castelló, quien ha cotejado las versiones que a lo largo del tiempo el novelista fue modificando.
Ya el arranque del texto, en su primer capítulo «Camino de Italia», nos sobrecoge con una impresionante descripción del mar, y el trayecto desde el puerto de Sète a Génova, pasando por Cannes, Niza, Mónaco… La Costa Azul que, Blasco aún no lo sabe, acogerá sus días de gloria y sus postrimerías. En virtud de la ficción literaria, el Sagunto se convierte en el vapor francés Les Droits de l’Homme, nombre de un velero que efectivamente vio en el puerto de Sète, y que adquirió para él el simbolismo de su propia lucha vital. Pero el mar no simplemente es un entorno minuciosamente descrito, el Mediterráneo es la raíz de nuestra civilización, y el escritor compendia en apenas una página todo un ideario emocional que lo enlaza con los navegantes fenicios, las birremes griegas, los sangrientos abordajes entre cartagineses y romanos , la Corona de Aragón, Roger de Lauria o el remoto Oriente.
Génova, Milán, Turín, Pisa, Roma, el Vaticano, Nápoles, Pompeya, Asís, Florencia, Venecia. El recorrido no se aleja del de un turista convencional, pero la mirada propia, no ahogada por el talante divulgativo de la obra, le lleva de las descripciones certeras a la recreación histórica, del análisis de las gentes a la soflama republicana, todo ello en una fluida prosa literaria que únicamente en cierta grandilocuencia acusa el paso de los años.
Génova es la ciudad de mármol, sus impresionantes palacios nos hablan de un esplendor pasado, sumido ahora en la decadencia. Una época ridícula que desmerece de la lucha de Garibaldi, «víctima de la estafa moral más extraordinaria de nuestra historia», y aquí el analista político solapa al viajero, quien denuncia la monarquía ingrata: «Si los héroes y los mártires de la independencia italiana hubiesen adivinado el presente, tal vez no se habrían batido con aquel ardor que los igualó a los paladines de la antigüedad». Más adelante, en Roma, volverá a recordar a Garibaldi, y su defensa de la república ante el papado.
Las impresiones que le causa la contemplación de la catedral de Milán nos aportan datos para matizar el tan señalado anticlericalismo de Blasco Ibáñez. La sublimidad de «esos grandes monumentos levantados por la fe» es para él una muestra del error de quienes tildan a la Edad Media de época oscura. En su interior, el agnóstico percibe el hálito de la divinidad. Se siente sobrecogido, retornado a la infancia, y él, crítico contumaz de los privilegios eclesiásticos, no se avergüenza en confesarnos su honda remembranza: «me veía niño, tal como me llevaban en la mañana del domingo, enfundado en las ropas de fiesta, a oír la misa más larga… y creía percibir en la espalda la suave caricia de aquella mano que me hacía doblar las rodillas, la mano de la madre que ¡ay! jamás volveré a sentir; mujer creyente con la más respetable y candorosa de las ignorancias, y para la cual transijo con la invención del cielo». Y sin embargo, esta comprensión de lo sagrado, este respeto a la fe de los otros, que matiza la furia antirreligiosa que se le atribuye, no mengua cuando se trata de criticar los aspectos digamos temporales de la Iglesia: de la misma catedral de Milán expulsaría al fraile «vocinglero» que en ese momento, maldiciendo la libertad del siglo, predica desde el púlpito; llamará «gañanes vestidos de arlequines» a la Guardia Suiza, tildará de «pobre prisionero» del Vaticano a León XIII; denigrará la ignorancia de los frailes que hicieron una puerta en el «cenacolo» pintado por Da Vinci, y ejemplificará el fanatismo de la Inquisición en la condena a Galileo.
En su descripción del teatro de La Scala y su excursus operístico, presagiamos buena parte de la ambientación que más tarde retomará en su novela Entre naranjos.
Turín le depara el encuentro con uno de sus escritores admirados: Edmundo De Amicis, al que denomina «el poeta del socialismo». Blasco se muestra aquí convencido de que la literatura es el mejor instrumento atizador de conciencias. Reconocido él mismo en esa fusión de literatura y política, confía en que los artículos poéticos del italiano transmitirán la emoción de la lucha por una sociedad más justa y más libre, pues afirma: «Más republicanos hicieron Lamartine con su épica pintura de los girondinos y Víctor Hugo con sus apocalípticos apóstrofes a los reyes, que todos los filósofos defensores de República».
A su llegada a Roma es recibido por sus amigos José y Juan Antonio Benlliure, que dan acogida y soporte económico al escritor, además de convertirse en sus cicerones. A ellos dedica la crónica «La dinastía de los Benlliure», publicada el 15 de mayo de 1986 en el diario El Pueblo, y que apareció únicamente en la primera edición del libro, pues fue retirada posteriormente a ruegos de Mariano. En el texto describía el estudio de este en Roma, vacío en esos momentos, pues el pintor se halla en Valencia recuperándose de una enfermedad, y glosa la trayectoria artística de los tres hermanos. Invitado por José recorrerá posteriormente Asís.
La grandiosidad de la ciudad eterna insufla en el novelista la inspiración de sus recreaciones más literarias. El foro romano, el Coliseo… le sirven para una vívida escenificación del antiguo imperio. Rafael y Miguel Ángel centraran sus divagaciones estéticas.
Especial fuerza narrativa adquieren sus capítulos sobre Pompeya, «la ciudad resucitada».
El camino hacia Florencia le hace rememorar, con verbo vibrante y excesivo, fieras batallas de las que aún parecemos percibir el olor de la sangre, y en la ciudad, junto a la admiración artística, de nuevo emerge el recuerdo de las luchas republicanas. Idéntica ambivalencia ante la Venecia de ensueño, carnavalesca; allí, la basílica de San Marcos, el palacio de los Dogas, y el último paseo en góndola que presagia nostálgico la partida.
Mientras está ausente, Blasco se ha mantenido informado de lo que ocurre en Valencia; sus correligionarios le aconsejan la vuelta a la ciudad, para no ser declarado en rebeldía. Por otro lado, su esposa está a punto de dar a luz. El escritor decide poner punto final a su estadía. El 3 de junio retorna. Al día siguiente el diario El Pueblo publicará: «Ayer regresó de su viaje a Italia nuestro compañero en la prensa y distinguido literato señor Blasco Ibáñez». Inmediatamente se presentará ante los juzgados militar y civil, y, tras prestar declaración, quedará en libertad provisional.
Un mes después se publica el volumen que recoge sus crónicas italianas.
Blasco retoma su actividad periodística y política. Se centra en su campaña contra la guerra de Cuba, indignado ante el reclutamiento de jóvenes, del que se libran quienes pueden pagarlo; publicará, entre otros muchos, su famoso artículo «Carne de pobres», que concluye con la exigencia: «¡Que vayan todos: pobres y ricos!».
Italia, su historia, sus monumentos y obras de arte, queda atrás. Ha sido un paréntesis. La vida, la lucha, la escritura, continúan.
Rosa María Rodríguez Magda
Directora de la Casa-Museo Blasco Ibáñez
Valencia, 4 de noviembre de 2011.
CRITERIOS PARA ESTA EDICIÓN
Para la presente edición hemos cotejado la príncipe de 1896, impresa en Valencia sin referencia editorial a instancias del propio autor, la publicada por F. Sempere y Cª Editores, también en Valencia, sexta edición sin fechar aunque datada en 1909 (la séptima, que sí aparece fechada, es de 1910) y la más moderna de las Obras completas, tomo I, Aguilar, Madrid, 1946, en octava edición, de 1969, con idea de observar los cambios introducidos a lo largo del tiempo y de recuperar en lo posible toda la riqueza de este rutilante texto.
Hemos recuperado, pues tras la primera edición se habían perdido, dos capítulos completos, XXX y XXXI inicialmente, y un buen número de párrafos, fragmentos, matices que habían sido eliminados o modificados —algunos políticamente incorrectos incluso y que han de interpretarse en su contexto—, cuya presencia, entendemos, permite un mejor acercamiento a la obra y a la personalidad de Vicente Blasco Ibáñez.
Huelga decir que este es el particular valor que pueda tener esta edición frente a otras, sin que por ello pierda ese carácter divulgativo lejos del erudito o crítico, que no nos corresponde, por lo que hemos respetado las correcciones obvia y meramente de estilo que a nuestro entender no aportaban luz al texto.
Es por ello también que la presencia de notas a pie de página pretende únicamente contribuir a clarificar los pasajes que pudieran plantear algún tipo de dificultad para un lector no especializado y facilitar una búsqueda posterior de información al curioso.
Queremos agradecer especialmente las contribuciones de Federico Cabbidu, César Pardillo y Francesca Murru, que han servido para transcribir y acercarnos a la interpretación de los numerosos italianismos que salpican, como no podía ser menos, esta obra; la ayuda de Olga Bernad y Juan de Dios Morán, gracias a quienes hemos podido asomarnos a algunos de los «enigmas» aparentemente irresolubles que encerraban ciertos pasajes; y, por supuesto, a Tida Coly, que con su ciencia y su paciencia ha hecho posible la culminación de este trabajo. A todos ellos, gracias.
I
CAMINO DE ITALIA
A la caída de la tarde salía el vapor francés Les Droits de l’Homme del puerto de Cette[1].
Tras la montaña cubierta de huertos y villas por cuya falda se extiende la ciudad, ocultábase el sol pálido del invierno, envolviéndola en una nube de dorado polvo. En los extensos muelles cruzados por puentes venecianos, sonaba la discordante y aguda sinfonía de la agitación comercial, el chirrido de los camiones, el sordo voltear de los panzudos toneles, los gritos de los cargadores, el monótono «¡oh, oh, isa!» de las tripulaciones, moviéndose sobre las cubiertas de los buques formados en fila ante las casas; y por un malecón, al través del enmarañado bosque de cables y escalas, velas y banderas, veíase desfilar con blanco traje de mecánica y las cabecitas rojas, diminutos y graciosos como soldados salidos de un bazar de juguetes, un batallón que regresaba del campo de maniobras.
En la entrada de los canales, frente al mar libre, mecíase una escuadrilla de torpederos, largos y cenicientos como anguilas dormidas a flor de agua, y más allá, en la infinita extensión del golfo, destacándose sobre el pardo horizonte cargado de nubes, los grupos de lanchas pescadoras, los bergantines con todos sus blancos lienzos desplegados, los vapores empenachados de denso humo, unos hacia las playas de España y otros rompiendo las aguas con rumbo a las costas de donde hace siglos vino la civilización para galos e iberos, sumidos en la más vigorosa y simpática barbarie.
Alejábase el vapor movido dulcemente por los interminables y voluptuosos estremecimientos del mar, y en torno de él, amortiguados por la distancia, rotos, arrollados y confundidos por el viento del golfo, vibraban los mil ecos, que eran como la respiración de la ciudad cada vez más lejana: redoble de tambores, lamento de cornetas, melancólicos toques de campana y el último esfuerzo de la actividad comercial que apresura su trabajo ante la noche que llega. En la infinita sábana azul, terso espejo veneciano que retrataba en su fondo las encendidas nubes del crepúsculo, los delfines saltaban y se perseguían como muchachos traviesos; brillaban en la densa profundidad sus panzas grises y, sobre las movedizas ondulaciones del agua, las gaviotas, con las alas recogidas, entregábanse al sueño.
Cerraba la noche. En el profundo surco que abría el buque, orlando de rebullentes espumas sus férreos costados, brillaban como peces rojos o verdes los destellos de las linternas de babor y estribor; y arriba, en lo más alto del trinquete, cabeceaba el farol blanco, como saludando a las estrellas que titilaban en el horizonte por encima de la densa barrera de nieblas.
Es el Mediterráneo el mar de los recuerdos. No puede pensarse sin profunda emoción que las mismas aguas que nos mecen son las que un día se abrieron por vez primera ante el cóncavo vientre de las naves fenicias, que llevaban en su seno, bajo las velas de púrpura, la civilización y la vida al Occidente europeo; las que, rodeando con espumas y peces voladores la esbelta birreme griega, hicieron soñar al navegante poeta con las sirenas, los tritones y la Venus esplendorosa de belleza y seducción, creando el más hermoso de los cultos; las que presenciaron los sangrientos abordajes y el cruzar de férreos espolones entre cartagineses y romanos; y las que siglos después fueron testigos de la heroicidad aragonesa, sufriendo el peso de nuestras invencibles galeras, lamiendo, mansas, los férreos escudos de los almogávares que empavesaban sus bordas, y reflejando el trono indestructible de Roger de Lauria, aquel alcázar de popa, desde el cual el gran almirante de Aragón, soberbio y tenaz como nuestra raza, juraba que los peces no surcarían el Mediterráneo sin ostentar sobre el lomo, como símbolo de sumisión, las cuatro barras de sangre.
Pensaba en las pasadas grandezas de la patria chica, en aquel reino de Aragón, plantel de sabios y caudillos, pueblo grandioso que no cabía dentro de su hogar y se desparramó hacia Oriente, enseñoreándose del Mediterráneo, de Italia y de Grecia; en aquellos almogávares fieros que, semejantes a la guardia vieja de Bonaparte, pasearon triunfantes por remotos países, plantando sobre el Etna el pendón aragonés que había sembrado el pavor en la morisma valenciana, o afilando en Atenas, sobre las caídas columnas del Partenón, aquellas cortas espadas incansables y jamás vencidas, que como emblema de feroz acometividad, anunciando por anticipado el golpe, tenían grabado el desvergonzado mote: «¡Fot-li, fot-li![2]».
Y saboreando estos recuerdos gloriosos, miraba la lejana costa moteada de rojos faros; aquel pedazo de tierra francesa que un día fue nuestro, y en el cual, como único rastro de la preponderancia española, quedan las ganaderías de los bravos toros de la Camargue y esa afición a las corridas que hace que el pueblo meridional esté en perpetua sedición contra el filantrópico gobierno de la República.
Nos abismamos en la niebla; el buque penetró en la densa barrera de vapores que el vientecillo del golfo no podía barrer, y comenzó la navegación en el caos, a tientas, sonando a cada instante el rugido de la sirena, para avisar la presencia y evitar un choque, distinguiéndose como pálidas y lejanas estrellas las mismas luces de a bordo, y aspirando los pulmones una atmósfera de pegajosa humedad, al mismo tiempo que las ropas y la barba goteaban, como si estuvieran recibiendo un chaparrón.
La niebla en el mar es el mayor de los peligros; el que más impresiona. Un choque es el naufragio rápido, fulminante, sin remedio alguno, y el ánimo se encoge al sentir el invisible hervor del mar, del que parecen surgir los densos vapores, mientras que la imaginación cree ver a cada momento, en la blancuzca niebla, el siniestro contorno de buques que se aproximan rápidos y van a deshacer, como frágil cáscara, la tablazón donde se apoyan los inseguros pies.
Al amanecer estábamos frente a Toulon y pasábamos entre las islas Hyères, también de grato recuerdo, donde el gran capitán valenciano don Hugo de Moncada desbarató la escuadra de Francisco I.
Contemplaba la angosta entrada del primer puerto militar de Francia, frente a la cual, envueltas en humo, evolucionaban una docena de poblaciones flotantes erizadas de cañones, que forman la escuadra de instrucción de la vecina República. Iba la mirada de una a otra de las cumbres coronadas por doble cinturón de castillos, que convierten a Toulon en plaza inexpugnable, y pensaba en que aquellas alturas presenciaron el nacimiento a la vida de la gloria de un obscuro oficial de artillería, loco para la ciencia, grande para la historia, que se llamaba Napoleón Bonaparte.
En uno de aquellos montes estaba la batería llamada de los «Hombres sin Miedo», donde el joven comandante, flacucho, endeble, con la lacia melena caída a ambos lados del huesudo rostro, sobre cuya palidez lívida se destacaban los fulgurantes ojos, escribía sus planes de asedio o se paseaba meditabundo, con el frío valor, con la serenidad olímpica de los predestinados, sin limpiarse siquiera el polvo con que le salpicaban las innumerables bombas que caían en aquel punto avanzado.
Y para que el recuerdo fuese más vivo y perdurable, horas después, navegando por aquel mar azul, luminoso y susurrante como una romanza italiana, entrábamos en el golfo Juan, pasando a la vista de Cannes, la playa donde el desterrado de la isla de Elba desembarcó con unos cuantos compañeros de desgracia después de la primera caída de su imperio.
Aquel golfo tranquilo, en el que hoy izan sus velas las pacíficas lanchas de pesca, ha presenciado la resurrección más asombrosa de la historia. El hombre peligroso confinado en el islote de Elba por el Congreso diplomático de Viena reaparecía inesperadamente con un golpe de audacia, cuando las grandes potencias aún estaban en sesión permanente. Era la tiranía que regresaba a Francia, pero una tiranía grande, dorada y embellecida por el esplendor de la gloria, hija ilegítima, pero hija al fin del heroísmo militar del 93, y mil veces más simpática que el despotismo mezquino y santurrón de los Borbones.
El grande hombre volvía solo, se presentaba en la risueña playa sin otras armas que el redingote gris tantas veces agitado por el huracán de las batallas y el pequeño tricornio, en torno del cual rugió la metralla de Europa entera. Los antiguos batallones del Grande Ejército, mandados ahora por coroneles realistas, le cierran el paso, pero Bonaparte avanza presentando el pecho a los fusiles, retando a sus antiguos soldados a que maten al que tantas veces les condujo a la victoria; y los fusiles se bajan, las lágrimas ruedan sobre los bigotes grises, la bandera tricolor se despliega, los Borbones huyen, el águila bonapartista vuela victoriosa otra vez de campanario en campanario, el entusiasmo rompe la disciplina, y desde Cannes a París, a través de toda la Francia, corre un éxodo interminable de soldados de todas clases que se agrupan en torno de un nervudo caballejo y de un cuerpo hinchado por la obesidad de la decadencia, rugiendo con furia: «¡Viva el emperador!».
Hay en Cannes más grandeza que en Austerlitz y en Jena. Grandes batallas las ganaron, igual o mejor que Napoleón, Alejandro, Aníbal y César, pero ninguno de estos fue desgraciado como Bonaparte, que, cual el héroe mitológico, tuvo fuerza y audacia para levantarse con nuevo vigor apenas tocó el suelo. Por esto el hombre extraordinario que encadenó el mundo con el despotismo de la gloria inspira admiración y profunda simpatía hasta a los corazones más republicanos, por la grandeza y el valor con que supo sobrellevar sus desgracias.
Después de Cannes desfila a nuestra vista toda la vida moderna, las ciudades donde los tísicos y los viciosos de toda Europa vienen a gastar sus millones. Niza, orlada de jardines; Mónaco, la metrópoli del juego, risueña y seductora, recostada coquetamente sobre una colina de color de rosa, como sonriente cocotte[3] que oculta entre blondas las uñas de gata voraz que rasgan las bolsas de los incautos; los Alpes, coronados de brumas y con las laderas cubiertas por el mosaico multicolor de chalets franceses y villas italianas; San Remo, con sus poéticas playas, donde el difunto emperador de Alemania, Federico Guillermo[4], lanzaba los esputos de su mortal dolencia; y después, al cerrar la noche, guirnaldas de luces, yates[5] de potentados que van con rumbo a Montecarlo, rumor continuo de vida que viene de la costa italiana, como si toda ella fuese una interminable población. Al romper el día, ruido de cañonazos, y ante la proa un puerto gigantesco y una población que extiende la enorme masa de sus edificios de siete pisos sobre tres o cuatro colinas. En la cima ondula el verde de los jardines, ocultando misteriosamente entre sus frondas el blanco mármol de las villas de arquitectura voluptuosa.
Aquello es Génova. Ya estamos en Italia.
[1]. Actualmente Sète.
[2]. Expresión que en el catalán y el valenciano de entonces, y en los actuales, significaba: «¡Dale, dale!» o «¡Jódele, jódele!», más desvergonzado.
[3]. En francés en la edición príncipe: «cortesana o mujer de vida licenciosa con cierto glamour».
[4]. Friedrich Wilhelm Nikolaus Karl von