Clínica forense para la práctica basada en modelos diferenciales de atención
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Aquí está el resultado de este enorme esfuerzo de colombianos comprometidos con el bienestar de todos y de los quijotes que han creído en la necesidad de hacerlo realidad desde la academia y desde la institucionalidad. A unos y otros, muchas gracias por el espacio otorgado para hacer realidad este proyecto: a la Vicedecanatura de Investigación Científica y Extensión de la Facultad de Medicina por
apostarle a respaldar esta utopía y a la Dirección General del Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses por generar los espacios para que se pudiera llevar a cabo este sueño aún entre los tropiezos enormes que lo asaltaron de trecho en trecho y desde los lugares menos sospechados.
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Clínica forense para la práctica basada en modelos diferenciales de atención - Nelson Ricardo Tellez
EDITOR
PARTE I
CONTEXTO EPIDEMIOLóGICO
1. Aproximación al análisis de la violencia no fatal desde una perspectiva epidemiológica
Liliana Dueñas Mendoza
Desconfío de la incomunicabilidad; es la fuente de toda violencia.
JEAN-PAUL SARTRE
INTRODUCCIÓN
La violencia es un fenómeno omnipresente en la historia humana y su existencia ha suscitado gran interés explicativo desde los puntos de vista sociológico, filosófico, político, epidemiológico, psicosocial y biológico. Sin embargo, su estudio no parece generar entendimiento, estrategias eficaces y duraderas para su mitigación, alternativas concretas para su prevención ni mucho menos un estado de mayor bienestar humano y verdadera paz, que es superior al cese de agresión. Este capítulo busca delimitar conceptualmente el fenómeno de la violencia, realizar un análisis epidemiológico en varias de sus formas y proponer elementos epistemológicos para su vigilancia integral desde el abordaje epidemiológico forense.
CONCEPTO DE VIOLENCIA
Desde la perspectiva epidemiológica, la violencia es un problema de salud pública y una de las primeras causas de mortalidad y lesiones traumáticas en el mundo. Este fenómeno fue explícitamente reconocido por primera vez en 1996, cuando la 49.a Asamblea Mundial de la Salud adoptó la resolución titulada Prevención de la violencia: una prioridad de salud pública (1). El documento señala un aumento dramático de las lesiones intencionales en el mundo, resalta la necesidad de prevenir la violencia y mitigar sus efectos —que son graves a corto y largo plazo— y realza el papel determinante de los servicios de salud en este fenómeno. La Asamblea Mundial de la Salud también declara que es preciso emprender acciones específicas tales como programas comunitarios, investigaciones de diseño específico y sistemas de notificación de violencia con el fin de caracterizar la violencia para definir su magnitud, evaluar sus causas y, de este modo, desarrollar estrategias prioritarias para prevenirla y mitigar sus efectos a nivel individual y social (2).
La Organización Mundial de la Salud (
OMS
) define la violencia como «el uso intencional de la fuerza o el poder físico, de hecho o como amenaza, contra uno mismo, otra persona o un grupo o comunidad, que cause o tenga muchas probabilidades de causar lesiones, muerte, daños psicológicos, trastornos del desarrollo o privaciones» (2, p5). En esta definición operativa destacan dos elementos. Por un lado, se encuentra la intencionalidad, que representa una acción explícita de daño, un iter doloso, que excluye las lesiones no intencionales como las ocasionadas por accidentes de diversos tipos e incidentes de tráfico. Por otro lado, resalta la inclusión de la palabra poder. Este término se puede conceptualizar desde una perspectiva trascendental del lenguaje en la que la palabra es acción (verbo) y el poder se convierte en la vía de desarrollo de las capacidades; esto es, en un «yo puedo» y «tú puedes». Por ende, lo deseable es tenerlo al alcance de cada alteridad, a la medida de las propias concepciones de la vida buena. Solo así es posible pensar en un orden no jerárquico, equitativamente plural, y una coexistencia justa en sociedad.
Desde esta definición, en el ejercicio de la violencia directa es evidente que existe un conflicto, una asimetría en la que, de forma más o menos diferenciada, hay un agente activo que busca monopolizar el poder —en su decir implícito «yo puedo violentarte»— sobre un otro a someter, a quien arrebatar su poder —en su dicho «yo no puedo evitar someterme»—. Esto ocurre en un camino relacional malogrado, factorizado por multiplicidad de elementos, algunos más lineales, otros más intrincados y soterrados, que conducen al uso de la fuerza —física la mayoría de veces— pero sin dejar de reconocer también la naturaleza de otras formas de violencia como la segregación, la intimidación, la amenaza, la privación o el descuido.
La violencia no necesariamente se hace visible en manifestaciones de agresión física. Sus raíces penetran en el tejido social y se alimentan de las interrelaciones complejas que coexisten en la vida de las personas. Sin embargo, muchas veces, a instancias de estrecheces exteriores e interiores asfixiantes en las esferas económica, social y cultural, estas raíces no cursan en paralelo, sino que son tangenciales en puntos donde surge un choque de poder, de imposición de voluntades. Dicho choque se manifiesta en agresión evidente, que puede ser latente pero no por ello inexistente.
Johan Galtung (3) planteó que la violencia es una negación de las necesidades humanas básicas: supervivencia, bienestar, identidad y libertad. La violencia explícita, aquella visible a través del comportamiento humano a manera de agresión, se dibuja como el vértice de una pirámide cuyas bases, aunque invisibles, son sustento de los catetos del denominado triángulo de la violencia. El área de este triángulo es una unidad fundada en la forma cultural y estructural de la violencia, que a su vez se refuerza en su vértice con la violencia directa, de manera que la figura no se derrumba (figura 1.1). Galtung (3) rechaza así la idea de que la violencia es intrínseca a la naturaleza humana. Si bien reconoce en el ser humano una predisposición para la violencia, que es equiparable a la posibilidad para el amor, este potencial resulta transformado en acción por razones que, en el caso de la violencia directa, se esgrimen desde la cultura o la estructura social.
Figura 1.1. Triángulo de la violencia.
Fuente: elaborada con base en (4).
Siguiendo los conceptos de Galtung (3), la violencia directa es solo una manifestación del fenómeno en el comportamiento humano. En sí misma solo constituye la expresión de formas más profundas como la violencia cultural y la violencia estructural, con características estáticas y dinámicas propias (4). De esta manera, según Galtung (3), la violencia estructural es aquella conformada por determinantes de injusticia social como la pobreza, que impide el acceso a la satisfacción de las necesidades básicas; la represión política, que vulnera los derechos y la posibilidad de desarrollo ciudadano y político, y la alienación, que obstaculiza el desarrollo de las capacidades individuales y la autocomprensión libre e informada de la propia existencia. Así, la paz se entiende en relación con la justicia, más allá de la negación de la violencia directa (4).
La violencia estructural, al derivarse de las complejas interacciones entre distintos determinantes sociales y constituirse en un ovillo que esconde el final del hilo, no tiene un sujeto agresor directamente responsable a quien identificar (4). Su caracterización completa trasciende las variables epidemiológicas convencionales de modo, tiempo y lugar. La violencia directa tiene ciertos sustentos culturales que muchas veces la naturalizan, de forma que sus sujetos o actores pueden llegar a no percibirla (4). La violencia cultural implica:
Aquellos aspectos de la cultura, en el ámbito simbólico de nuestra experiencia (materializado en la religión e ideología, lengua y arte, ciencias empíricas y ciencias formales —lógica, matemáticas—, símbolos: cruces, medallas, medias lunas, banderas, himnos, desfiles militares, etc.), que puede utilizarse para justificar o legitimar la violencia directa o estructural (3).
En términos epistemológicos, para Johan Galtung es necesario partir de una teoría del conflicto que transite hermenéuticamente desde el estudio para la reducción de la violencia directa, no solo como agresión física, sino también como el sentido de violencia que representa la insatisfacción de las necesidades básicas. La meta es llegar a una teoría del desarrollo que busque potenciar las capacidades humanas, trascendiendo las necesidades básicas mediante acciones concretas en la violencia estructural y cultural (5).
Galtung no se centra, entonces, en darle un carácter científico al estudio de la violencia, sino a la investigación y la búsqueda de la paz. Así, plantea que la paz es factible desde una concepción antropológica del hombre como sujeto con capacidad de paz, desde el análisis de la triada violencia-humanidad-paz y desde la propuesta de un carácter activo, práctico y científico con un enfoque empírico-crítico de la anhelada paz (5). Galtung cambia el «si vis pacem, para bellum» por un «si vis pacem, para pacem», comprendiendo que la paz como medio es igual a sus fines; esto es, la paz es el camino y, como manifestase Ghandi, la violencia solo genera violencia, así como la no-violencia genera no-violencia (5).
La concepción de Galtung sobre el conflicto es de gran interés, por cuanto permite comprender que en sí mismo este no es el problema. Antes bien, es crisis y oportunidad, es un hecho natural, estructural y permanente en el ser humano y sus vínculos con el mundo, en el que se presenta una incompatibilidad de objetivos y una forma de relación de poderes. El conflicto constituye un objeto de estudio científico interdisciplinar en cada una de las dimensiones de la existencia humana: personal, grupal (comunitaria), social (Estado y nación), regional (civilizaciones) y mundial (5).
Para delimitar el fenómeno de la violencia directa en términos epidemiológicos, existen ciertos efectos conocidos como agresión, ciertas causas, factores de riesgo y factores protectores en la multidimensionalidad humana, y ciertos mecanismos complejos para ejercer violencia como camino malogrado de la transformación del conflicto, no solo como efectores directos, sino también como condicionantes estructurales y culturales. La investigación en el terreno de la salud pública se constituye así en una herramienta práctica, científica y objetiva, acorde con la epistemología planteada por Galtung, que se nutre de otras muchas disciplinas para comprender las ecuaciones de la violencia y aportar al bienestar global de la comunidad, traduciendo datos en acciones sociopolíticas, educativas, culturales, ciudadanas e individuales para prevenir la violencia y mitigar sus efectos.
Para abordar la violencia directa con un enfoque operativo desde la salud pública, conviene delimitar su tipología y analizar de forma más cualitativa las complejidades que le subyacen. Para tal fin, la
OMS
(2) propone una clasificación partiendo de la caracterización de sus autores y sus tipos (autoinfligida, interpersonal y colectiva) en relación transversal con las naturalezas de violencia (física, sexual, psíquica y privativa o de descuido) (figura 1.2).
Figura 1.2. Tipología de la violencia.
Fuente: adaptada de (1).
La violencia autoinfligida contempla las autolesiones y los comportamientos suicidas, en los que victimario y víctima son uno solo. El fenómeno de la violencia tiene tal complejidad que adquiere formas sorprendentes como la autoagresión, en la que el ser humano derriba los límites de la autopreservación natural y se atreve a violentar su propia integridad. Por otra parte, en la violencia interpersonal, se delimita de la forma más clara posible la convención del ejercicio de poder que forma parte de la interacción entre las alteridades, entre los mundos de la vida, como dice Habermas (6). De una u otra forma se constituye en una vía malograda del cruce y tensión de las voluntades humanas, con objetivos en conflicto que no logran interlocución válida.
Para la
OMS
(2), la violencia interpersonal se puede subdividir en dos categorías: violencia familiar, que se desarrolla en el ámbito doméstico entre los miembros de la familia nuclear, y violencia comunitaria, que ocurre entre actores que pueden o no conocerse, generalmente fuera del ámbito privado de la vivienda. A su vez, la
OMS
(2) propone clasificar la violencia familiar según se produzca contra menores, contra la pareja o contra los ancianos, y la violencia comunitaria según si el agresor es conocido o desconocido para la víctima.
La violencia colectiva, por su parte, es una forma más generalizada de violencia. La
OMS
(2) la define como «el uso de la violencia como instrumento por parte de personas que se identifican a sí mismas como miembros de un grupo —ya sea transitorio o con una identidad más permanente— contra otro grupo o conjunto de individuos, para lograr objetivos políticos, económicos o sociales» (p235). Así, operativamente, esta variable contempla fenómenos de motivación política sin precisar el grado de legitimidad de los actores (insurgentes o estatales), fenómenos que sin tener un cariz político constituyen formas de disturbio social y fenómenos relacionados con la convivencia ciudadana como un todo, en la cual se caracterizan no solo víctimas primarias o directas, sino también víctimas secundarias o indirectas, menos visibles (7).
Esta caracterización no es la única, pero aunque existen otras tipologías, ninguna es definitiva y universal, pues la vigilancia epidemiológica de la violencia debe ser lo suficientemente flexible como para delimitar las formas de violencia en función de las dinámicas propias de los lugares, los ámbitos de interacción, las creencias, las idiosincrasias, los tiempos y las costumbres. La violencia es un fenómeno en autoactualización permanente. Antes de la era tecnológica, era impensable el ejercicio de la violencia con herramientas como las redes sociales. En la actualidad, cada vez son más los casos de adolescentes y jóvenes vulnerados, segregados, amenazados, intimidados y, así, violentados por estos medios virtuales en modo pero reales en consecuencias.
Por otra parte, es importante comprender que la categorización de diversas formas de violencia tiene un propósito operativo y que, en la realidad, muchas veces las clases de violencia se superponen entre sí, como se ha observado en las conceptualizaciones de Johan Galtung. Así, se pueden presentar situaciones de agresión en el ámbito doméstico, en un contexto de medios comunitarios en tensión como el vecindario, en el lugar de trabajo, en instituciones educativas, todos espacios inmersos en dinámicas colectivas de sociedad en conflicto.
Finalmente, la violencia no fatal puede ser definida —sin perder de vista el contexto de todos los elementos constituyentes antes referidos— como aquella cuyo resultado no es la muerte. Sus consecuencias, sin embargo, son graves y difíciles de delimitar en muchas ocasiones, ya que su misma caracterización es compleja y depende de las condiciones estructurales y culturales que pueden incluso naturalizarla y ocasionar su subregistro.
CARACTERIZACIÓN EPIDEMIOLÓGICA DE LA VIOLENCIA NO FATAL
Resulta difícil caracterizar la violencia, especialmente la de tipo no fatal. Es preciso entender que las cifras varían dependiendo del diseño de los estudios, las condiciones socioculturales que generan subregistro o supranotificación y la existencia o no de sistemas de vigilancia epidemiológica estructurados para la detección de la problemática en cuestión (2). La
OMS
reconoce que la CARACTERIZACIÓN EPIDEMIOLÓGICA DE LA VIOLENCIA NO FATAL tiene gran parte de su sustento en estudios y grupos poblacionales específicos. Así, considerando las diversas dimensiones del ser humano que interactúan en los fenómenos de violencia, propone un modelo ecológico de vigilancia que tiene como objeto de estudio los ámbitos individual, relacional —el círculo de personas más cercanas como amigos, pareja y familia—, comunitario y social, y no solo precisa los factores que generan potenciales víctimas, sino también potenciales agresores (2). A continuación, se incluirán algunas cifras, reflexiones de delimitación conceptual y factores de riesgo involucrados en distintos tipos de violencia según la tipología propuesta por la
OMS
(2).
VIOLENCIA NO FATAL EN EL ÁMBITO DOMÉSTICO
En un contexto que se creía ajeno al análisis público por tratarse de la esfera inmediata más íntima de interacción del ser humano, existía tal naturalización de este fenómeno que en las relaciones intrínsecas de poder y jerarquización de los núcleos familiares se veían legitimadas formas de dominación como dinámicas válidas para la resolución de conflictos enmarcadas en normas de convivencia sujetas a la convención —implícita o explícita— de los miembros del infranqueable núcleo familiar (8). La violencia infantil y de pareja adquiere particular relevancia y representatividad conceptual en el ámbito de lo doméstico, si bien es cierto que en términos de violencia intrafamiliar todos sufren de manera consistente sus consecuencias y efectos (2,8).
Violencia contra menores de edad
En 1999, la Reunión de Consulta de la
OMS
sobre la Prevención del Maltrato de Menores, tras recopilar más de 58 definiciones en un intento universalizador, precisó que «el maltrato o la vejación de menores abarca todas las formas de malos tratos físicos y emocionales, abuso sexual, descuido o negligencia o explotación comercial o de otro tipo, que originen un daño real o potencial para la salud del niño, su supervivencia, desarrollo o dignidad en el contexto de una relación de responsabilidad, confianza o poder» (citado por 2, p65).
Clásicamente, el maltrato a menores se define como aquel que se da por acción u omisión —como en ciertas formas de maltrato emocional y negligencia— en el contexto de una relación de cuidado, donde el perpetrador tiene un deber de protección que vulnera con el hecho violento, independientemente de su resultado. Así, la potencialidad de daño es en sí misma maltrato, no solo por afectar la integridad física, sino también por impedir su desarrollo. El abuso sexual infantil, por su parte, se podría definir como «los actos en que una persona usa a un niño para su gratificación sexual» (2, p66). Estas definiciones constituyen una perspectiva más trascendental en términos de la protección de los derechos humanos.
La
OMS
calcula que alrededor de 40 millones de niños en el mundo son víctimas de violencia (citado por 9), si bien el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) afirma que esta cifra está entre 500 y 1 500 millones, en los países industrializados un 4 % de los menores es víctima de maltrato físico y uno de cada diez, de maltrato psicológico o abandono (10). En Estados Unidos, alrededor de 49 por de 1 000 niños son afectados por maltrato físico infantil (2). Un estudio realizado en siete ciudades latinoamericanas y Madrid en 1997 determinó que la mayoría de los menores sometidos a castigos corporales se encuentra entre los 2-7 años de edad, con mayor prevalencia entre los 3-5 años (9). En 2010, la Unicef calculó que un 5-10 % de las niñas y un 5 % de los niños sufren abusos sexuales con penetración en el transcurso de su infancia. El porcentaje de infantes que experimentan cualquier tipo de abuso sexual podría ser tres veces mayor (10).
Además de la edad, el Informe mundial sobre la violencia y la salud de la
OMS
(2) señala el sexo como factor de riesgo preponderante para el maltrato a menores y afirma que en la mayoría de los países las niñas son más vulnerables al infanticidio, el abuso sexual (con tasas 1.5-3 veces más altas que en los varones), el descuido de la educación y la nutrición (de 130 millones de niños desescolarizados en el mundo, 60 % son niñas) y la prostitución forzada. Por su parte, los niños son propensos a sufrir castigos corporales más severos (2).
Se suele pensar que la violencia es funcional al interior de la familia para sostener las relaciones jerárquicas con la pareja y los hijos y que el castigo es aceptable —por ende, no percibido como abuso o maltrato— aun en una modalidad física, como forma de crianza y educación de los niños (8). Por esto, las actitudes y concepciones culturales sobre las dinámicas familiares constituyen factores de riesgo para el maltrato a los menores. Un estudio realizado en 25 países de medianos y bajos ingresos (11) analizó la forma en que las creencias de los padres sobre la aceptabilidad de la violencia al interior de la familia determinaron una mayor probabilidad de maltrato a los menores. Mediante una encuesta aplicada a más de 85 000 madres (94 %) y cuidadoras de niños de 2-14 años (6 %), se encontró que en 16 países hubo una correlación positiva entre la presencia de creencias justificadoras de la violencia de pareja y la creencia —cuatro veces mayor que en los casos en que la mujer no aceptaba la validez del maltrato conyugal— del castigo corporal como forma necesaria de crianza de los niños. En 9 de los 25 países, se identificó una predicción positiva hasta ocho veces superior de maltrato psicológico y violencia física a niños, lo que confirma la influencia de la violencia cultural legitimada en la violencia directa.
Cappa y Khan (12) exploraron otros factores de riesgo en un estudio sobre las creencias de los cuidadores frente al castigo corporal en 34 países de bajos o medianos ingresos. En una muestra de 166 635 madres o cuidadoras se identificó que, en la mayoría de las naciones encuestadas, una residencia del cuidador en zonas rurales, un nivel educativo inferior al secundario y un ingreso económico menor en el hogar se asociaron significativamente con la creencia de que el castigo físico es necesario para la crianza de los niños. Esta actitud se relacionó de forma estrecha con el uso de la fuerza física como método disciplinar (12).
El estudio de Gershoff (13) realizado en Estados Unidos subrayó la importancia de los determinantes sociales y estructurales en el maltrato a menores e identificó que, pese a la sanción social, el castigo físico a los niños es aún legal. Así pues, el término mismo hace una distinción entre «golpes correctivos» como forma «suave o blanda» de disciplina permitida al interior de la familia y «abuso» como forma dura de maltrato o cometida en un ámbito ajeno al núcleo doméstico. Otras características de los agresores que constituyen factores de riesgo para el maltrato son el sexo femenino del cuidador —siendo las madres quienes ejercen más castigo corporal—, la pobreza, el hecho de ser una madre soltera y desempleada, la maternidad precoz, el hacinamiento doméstico y la inestabilidad de la composición del hogar (2).
En Colombia, las cifras actuales indican que la violencia contra niños, niñas y adolescentes (
NNA
) representa el 38.1 % de los casos de violencia intrafamiliar no letal, con un número total de casos registrados de 10 082. Esto implica una reducción en relación con los 14 211 casos reportados en 2011; sin embargo, la cifra más baja data de 2013, cuando se registraron 9 708. La frecuencia más alta del fenómeno registrada por el sistema médico-legal en Colombia está en el rango de edad de 10-14 años, con una tasa de 92.34 por cada 1 000 y una mayor ocurrencia en las niñas (53 %) (14). Por otro lado, para 2016 el Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses de Colombia realizó 18 416 exámenes médico-legales por presunto delito sexual en
NNA
que corresponden al 86.1 % del total. Los rangos etarios más afectados fueron el de 10-14 años en niñas y 5-9 años en niños (15).
VIOLENCIA DE PAREJA
La violencia contra la pareja es una de las formas de violencia intrafamiliar de mayor prevalencia. En la mayoría de casos, el agresor es de sexo masculino y la víctima de sexo femenino. En 48 encuestas realizadas en varios países alrededor del mundo por la
OMS
(2), el 10-69 % de las mujeres refirieron haber sido agredidas por su pareja al menos una vez en la vida. En 2011, cerca de 4.2 millones de mujeres fueron víctimas de violencia por parte de su pareja en Estados Unidos (16). En la región de las Américas y el Caribe se ha estimado una prevalencia global de 29.8 %; la cifra más alta (37.7 %) se registró en el sureste de Asia en 2010 (17).
Con frecuencia, las modalidades de violencia de pareja se superponen. La violencia física suele ir acompañada de maltrato psíquico y, hasta en una tercera parte de los casos, de abuso sexual. En Japón, por ejemplo, el 57 % de las mujeres que reportaron violencia de pareja habían sufrido los tres tipos de abuso. En Monterrey, México, el 52 % de las mujeres agredidas físicamente también habían sufrido maltrato sexual por su pareja (2).
En la violencia de pareja, la reincidencia es casi una constante (2). Esta situación se explica en las dinámicas que la sustentan, que implican formas consuetudinarias de dominación, conductas posesivas, frustración e ira por parte del agresor que estallan a manera de agresión física (2). Los factores estructurales como la dependencia afectiva y/o económica de la pareja, los vínculos con los hijos y los factores culturales que justifican el «castigo» del hombre hacia la mujer como su «propiedad» ocasionan que la víctima sea incapaz de actuar asertivamente frente a la agresión. Esto se convierte en un círculo de arrepentimiento, perdón, escalada y nueva agresión, factores que tienden a perpetuar el problema, invisibilizarlo y naturalizarlo, incluso por parte de la víctima, que puede encontrar la agresión como resultado de una «causa justa», situación muy frecuente en países en desarrollo (2,8). Se ha comprobado que un 20-70 % de las víctimas de violencia de pareja no mencionan el problema hasta que son cuestionadas al respecto (2).
No es fácil delimitar de forma universal los factores de riesgo de la violencia de pareja, aunque se han realizado algunos esfuerzos al respecto. Desde su enfoque ecológico, la
OMS
identificó factores de riesgo personales, relacionales, comunitarios y sociales (2). Un hallazgo consistente en países de muy variadas características sociodemográficas (Brasil, Camboya, Canadá, Chile, Colombia, Costa Rica, El Salvador, España, Estados Unidos, Indonesia, Nicaragua y Venezuela) es que los antecedentes de violencia en la familia de origen del perpetrador, en especial el haber sido víctima de maltrato infantil físico o presenciado violencia física de pareja, son un factor de riesgo para la agresión de un hombre a su pareja (2,5,18). En otros estudios realizados en los mismos países, se evidenció una asociación estadísticamente significativa entre los hábitos de consumo excesivo de alcohol del agresor y el riesgo de que la mujer fuera víctima de violencia de pareja (2,18,19). Lo mismo ocurre con el uso de sustancias psicoactivas (19).
Una revisión de 66 estudios sobre violencia de pareja contra mujeres jóvenes halló una asociación consistente entre residir en un área rural, pertenecer a una familia de padres divorciados y practicar menos actividades religiosas, y una mayor prevalencia de violencia de pareja (16). La revisión sistemática de Capaldi et al. (19) se centró en delimitar los factores de riesgo para la violencia de pareja. Tras analizar 228 estudios científicos de corte transversal y diseño longitudinal desde una perspectiva que contempló los factores de riesgo y las dinámicas relacionales del ofensor y la víctima, fue posible determinar que el nivel educativo pobre, el nivel de ingresos bajo y el estrés financiero son predictores significativos de violencia de pareja en tres grupos poblacionales (euroamericanos, afroamericanos e hispanos) en Estados Unidos (2,18,19). Asimismo, la presencia de un coeficiente intelectual verbal bajo en hombres constituye un factor de riesgo para la violencia de pareja en la adultez (19).
Resulta necesario analizar si existen características de la personalidad que determinan la presentación de eventos de violencia de pareja. Los estudios parecen demostrar que, en el caso del agresor, son comunes algunos rasgos como la dependencia emocional, la inseguridad, la baja autoestima, la manifestación de ira y hostilidad y la dificultad de controlar impulsos (2). Asimismo, son frecuentes los antecedentes de problemas tempranos de comportamiento, el uso de sustancias psicoactivas, las prácticas sexuales riesgosas, los comportamientos delictivos de la adolescencia y las actitudes celosas (19). En el caso de la víctima, en las mujeres jóvenes la depresión y los intentos de suicidio se asocian de forma consistente con el riesgo de sufrir violencia de pareja (16).
El estudio de Abramsky et al. (18) en 2011 precisó que la educación secundaria del hombre y su pareja fue un factor protector frente a la violencia de pareja, en particular si ambos habían completado su educación secundaria. Además, la unión formal del matrimonio redujo la probabilidad de eventos de violencia de pareja.
VIOLENCIA NO FATAL EN EL CONTEXTO COMUNITARIO
En el ámbito epidemiológico forense, la violencia comunitaria se define como el fenómeno de agresión intencional que genera una lesión en el cuerpo o la salud de la víctima pero no la muerte y cuyo perpetrador no es familiar en grado consanguíneo o afín del agredido (20). Desde un modelo de interacción comunicativa y teniendo en cuenta la transversalización del concepto de poder, que es una constante en la violencia, se puede afirmar que a las formas directas de violencia subyace un conflicto en el que las alteridades no se consideran válidos interlocutores en una mediación dialógica conciliadora (20). Así, expresiones asimétricas de poder como «Tú no puedes tener la razón» y «Mi razón puede prevalecer» están implícitas en la malograda resolución de la tensión que es la violencia comunitaria.
La violencia comunitaria permea todos los contextos de interacción, no solo aquellos donde se tejen relaciones por formalidad como el vecindario, el lugar de trabajo o el ámbito escolar, sino también los escenarios en que se producen conexiones fugaces, como es el caso de las riñas entre desconocidos en establecimientos de diversión nocturna.
Existen algunas dinámicas especiales de la violencia comunitaria como, por ejemplo, la coexistencia del perpetrador y la víctima, no solo en momentos puntuales como las riñas, sino también en diversos espacios y contextos. La exposición a violencia doméstica en la infancia puede constituir un factor de riesgo para la violencia en la adultez en otros escenarios, incluyendo el comunitario (21). Los estudios han revelado que las pautas de comportamiento agresivo en la infancia y la adolescencia son predictores de eventos de violencia ulteriores más graves (2). Esto demuestra una vez más que, en la realidad, la violencia tiende a ser más una unidad continua que una caja compartimentalizada de fenómenos aislados.
Son escasos los estudios sobre la prevalencia diferencial de la violencia comunitaria no fatal, sobre todo en el tipo que se ejerce entre agentes que conviven en un espacio vital común diferente al doméstico como el vecindario o los espacios recreativos. Sería de particular interés analizar por qué la violencia fatal, la violencia intrafamiliar o la violencia escolar han sido objeto de mayor profundización, aun cuando las tasas de prevalencia de este fenómeno son contundentes. Se estima que por cada homicidio juvenil en el mundo hay entre 20-40 víctimas no mortales que requieren atención intrahospitalaria (2).
Se han realizado esfuerzos en aras de articular factores de riesgo conocidos no modificables como el sexo y la edad y modificables como el consumo de alcohol y la violencia comunitaria. Los elementos sociodemográficos juegan un papel importante en la violencia comunitaria, pues se ha observado que en los estratos socioeconómicos bajos existe mayor probabilidad de victimización en los adultos jóvenes y una mayor prevalencia de asaltos y otros eventos delictivos (2).
La relación entre los cambios sociodemográficos y una mayor prevalencia de violencia comunitaria, sobre todo juvenil, no es solo intuitiva o espuria. La investigación ha demostrado que los rápidos crecimientos poblacionales sin desarrollo económico, que se acompañan de urbanización acelerada, condiciones habitacionales precarias y desempleo, generan condiciones individuales de frustración extrema, acumulación de tensiones e ira reprimida que producen una mayor probabilidad de eventos violentos (2).
La disparidad económica juega un papel importante en la violencia. Un estudio conducido en 18 países industrializados descubrió mediante el coeficiente de Gini que la desigualdad de ingresos favorece el incremento de las tasas de violencia, sobre todo de homicidios. Este hallazgo ha sido confirmado por otros estudios en 45 países industrializados y en vías de desarrollo (2). También se ha determinado que existe una mayor probabilidad de que los jóvenes de zonas urbanas incurran en eventos de agresión en comparación con los de áreas rurales. Es muy probable que esto se relacione con las dinámicas de convivencia urbana y las formas de cohesión social que predisponen para la violencia como la existencia de tribus urbanas, pandillas, depresión económica y altos índices de criminalidad sectorizada (2).
En un modelo ecológico de análisis, el consumo de alcohol como factor que predispone a la violencia puede ser un catalizador de condiciones subyacentes que influyen en el comportamiento violento. El estudio de Norström y Pape (22) realizado en Suecia y Noruega demostró que la relación entre el alcohol y la presentación de eventos violentos fue estadísticamente significativa solo en un grupo de participantes con altos puntajes en una escala psicométrica de supresión de la ira. En el grupo con bajos puntajes fue insignificante.
Como factores de riesgo para la violencia juvenil, especialmente en los casos de adolescentes y jóvenes que incurren en comportamientos agresivos y delictivos en el ámbito comunitario, se han asociado mediante diversos estudios características individuales como la impulsividad, la hiperactividad, el control deficiente de impulsos con temeridad alta y los problemas de atención (2). Además, se ha identificado una relación muy consistente con elementos del entorno familiar como falta de supervisión parental, castigo físico severo en la infancia, vínculos afectivos deficientes entre padres e hijos, familias monoparentales con muchos hermanos, núcleos familiares poco cohesionados y madres que tuvieron su primer hijo a edad temprana (2).
El estudio de Cruz (23) en América Latina y España sobre la violencia urbana con base en 10 821 encuestas en ocho ciudades determinó que, en general, para todas las formas de violencia, las víctimas fueron en su mayoría jóvenes entre 18 y 25 años de sexo masculino en seis de los ocho centros urbanos analizados. Se observó una asociación consistente con el consumo de alcohol y el riesgo de victimización, de manera que, a mayor frecuencia de consumo, mayor probabilidad de ser víctima. El estudio advierte que deben ser analizados factores de cada lugar para una completa caracterización epidemiológica del fenómeno.
Por su parte, el estudio de Schnitzer et al. (24), realizado en nueve países de Europa con una muestra de 1 341 personas entre los 16-35 años, investigó la prevalencia de actos de violencia en lugares de recreación nocturna y su asociación con el consumo presente y pasado de alcohol y drogas, rangos de edad y sexo, entre otras variables. Se halló que en Inglaterra y Gales, por ejemplo, una quinta parte de los eventos violentos comunitarios tenían lugar en o alrededor de un establecimiento de diversión nocturna y al menos la mitad de estos ocurrían en las noches de los fines de semana. El estudio comprobó además una interacción de factores ambientales (ambiente nocturno, escenarios), individuales y catalizadores (consumo de alcohol, sustancias psicoactivas) que incrementan el riesgo de presentación de episodios de agresión.
Schnitzer et al. (24) encontraron, además, que en los países estudiados los hombres tenían un riesgo tres veces superior a las mujeres de involucrarse en riñas en este contexto. La frecuencia significativa de episodios de ebriedad recientes mostró una asociación estadísticamente significativa con este riesgo. Algunas razones de los usuarios para seleccionar los lugares nocturnos como la amplia tolerancia al consumo de sustancias psicoactivas y la percepción de obtener un alto grado de diversión tuvieron una fuerte asociación con la presentación de eventos violentos. Por otro lado, el criterio de elección de salubridad y seguridad del entorno resultó ser un factor protector. Otras investigaciones también han demostrado que la embriaguez es un factor de riesgo situacional para convertirse en perpetrador o víctima de eventos de agresión. Un estudio en Suecia reveló que casi tres cuartas partes de los agresores y cerca de la mitad de las víctimas de violencia estaban en estado de ebriedad en el momento de los incidentes (2).
Los abordajes cualitativos son útiles para complementar el análisis de factores de riesgo para la violencia, en especial los factores individuales o del entorno privado de un fenómeno, que son difíciles de abordar desde el enfoque cuantitativo epidemiológico tradicional. Benson y Archer (25) realizaron un estudio etnográfico¹ en Inglaterra para precisar las concepciones de masculinidad y su relación con eventos de conflicto en la vida nocturna de la población joven. Los investigadores hallaron que la principal motivación para asistir a lugares de diversión nocturna fue encontrar un momento de distensión tras la semana laboral incursionando en un mundo diferente al rutinario. Los sujetos estudiados percibían el evento como un momento social de relevancia para compartir bromas con los amigos o conocer personas del sexo opuesto (25).
Benson y Archer (24) también encontraron que, si bien para los jóvenes estudiados el consumo de alcohol era un elemento consistente de la vida nocturna, en la mayoría de los casos la ebriedad no era el objetivo específico de asistir a estos eventos. Sin embargo, se evidenció que los efectos del consumo de alcohol fueron unas de las principales fuentes de conflicto. Esto refuerza la idea de que la sustancia actúa como catalizador de otros factores concomitantes como la numerosidad de los grupos asistentes, las características de los establecimientos y las fuentes de confrontación percibidas, que pueden ser las miradas retadoras de desconocidos o la percepción de que otro demuestra interés en la pareja de quien, de alguna manera, debe «defenderse» (25).
Según este mismo estudio, existió una mayor incidencia de eventos de agresión en las calles cercanas a los locales de diversión que al interior de los mismos (25). Una explicación de este comportamiento es que la mayoría de establecimientos tenían sistemas de contención física de riñas, lo que ilustra que el ambiente generador de violencia es el evento en sí, pero se traduce en violencia directa en otro escenario. En un sentido epidemiológico, esto indica que las dinámicas de la violencia tienen antecedentes poco explorados que trascienden el fenómeno visible de agresión (25).
En Colombia, los datos sustentan comportamientos similares para la violencia comunitaria. En 2017, el sistema médico-legal brindó atención clínica forense a 260 624 usuarios lesionados, la mayoría de los cuales fueron examinados por violencia interpersonal (43.3 %). Los casos de violencia de pareja constituyeron el 19.21 % de las consultas atendidas, los accidentes de tránsito el 15.39 %, la violencia intrafamiliar el 10.57 %, y los presuntos delitos sexuales el 9.13 %. De todos los exámenes, el 65 % se practicaron a hombres con una mayor frecuencia en el grupo etario de 20-24 años. El 83.44 % de los eventos ocurrió en el marco de una riña y los principales agresores fueron personas conocidas de la víctima en más de la mitad de los casos (57.11 %). Del mismo modo que en años anteriores, la mayoría de los eventos ocurrieron durante los fines de semana —sábado (15.04 %) y domingo (23.36 %)— y se presentaron en las vías públicas de grandes ciudades, si bien las tasas mayores se dieron en pequeños municipios (20).
VIOLENCIA EN EL ÁMBITO ESCOLAR
El análisis del fenómeno de la violencia en los espacios escolares ha adquirido un interés reciente debido, en parte, al surgimiento de espacios en los que los
NNA
interactúan desde temprana edad como las redes sociales. Aunque estas dinámicas han determinado nuevas formas de comunicación, relación, simetría e identidad en muchos casos, también han generado nuevos modos de asimetría y ejercicio de poder donde la lesión trasciende el cuerpo y alcanza el terreno subjetivo del menoscabo sistemático de los mundos de la vida, que son más íntimos, expuestos y vulnerados públicamente. A pesar del interés mediático, existe muy poca investigación epidemiológica formal al respecto.
La mayoría de estudios sobre violencia escolar utilizan un modelo investigativo amplio que incluye, no solo diseños transversales a manera de encuestas, sino también análisis de las percepciones, actitudes y creencias de los sujetos estudiados. De esta forma, además de caracterizar a las víctimas, describen a los agresores, las dinámicas que determinan su aparición y sus consecuencias (directas e indirectas), logrando así una aproximación integral. Uno de los fenómenos más relevantes en la actualidad es la violencia ejercida entre pares, que, por desgracia, es una de las formas de agresión más constante en el medio escolar. En su forma más sistemática y metódica se denomina acoso o bullying escolar.
El Centro Nacional de Estadísticas en Educación y el Departamento de Justicia de los Estados Unidos calcularon la prevalencia de la violencia escolar en el año 2011 y encontraron que 1 246 000 niños y adolescentes entre los 12-18 años fueron víctimas de eventos de agresión en la escuela, incluyendo 597 500 victimizaciones violentas y 648 600 robos. La tasa de incidencia del fenómeno alcanzó una cifra de 49 por cada 100 000 y fue mayor que la magnitud de eventos de violencia fuera de escenarios educativos (38 por 100 000) (26). Según cifras de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos, en 1993 cerca de la mitad de los niños y una cuarta parte de las niñas reportaron haber sido agredidos en el entorno escolar (27). Por su parte, el Informe mundial sobre la violencia contra los niños y niñas de la Organización de las Naciones Unidas (
ONU
) (citado por 28), también conocido como el Reporte Pinheiro, señaló que en los países en desarrollo el 20-65 % de los niños afirmaron haber sido acosados en el entorno escolar durante los 30 días anteriores.
Aunque en la violencia escolar entre pares persiste el uso de la fuerza física, también se presentan otras formas de agresión menos perceptibles pero más sistemáticas y lesivas como el maltrato verbal, la burla y la estigmatización. Dada su intencionalidad de poder, es una de las modalidades de violencia que más permite la imposición de roles de dominación a través de la intimidación. Como en otras formas de violencia, la que ocurre entre pares académicos tiene raíces en el ámbito personal y el entorno inmediato —en este caso, la escuela—, pero no puede desligarse de los ámbitos familiar, comunitario, cultural y social que permean el mundo vital de los estudiantes (27).
Como características personales de los acosadores escolares algunos estudios han identificado impulsividad, tendencia a la ira, empatía pobre y conductas de desafío a la autoridad de los adultos. En las víctimas potenciales observaron rasgos de pasividad, tendencia a la sumisión, introversión, timidez, ansiedad e inseguridad (28). El estudio de Garay et al. (29) realizado con 1 723 estudiantes de ambos sexos de 12-18 años en cuatro centros de educación secundaria en la Comunidad Autónoma de Andalucía encontró que, en la dimensión personal, los adolescentes con altas puntuaciones en violencia escolar que se involucraban en conductas violentas sin discernir su rol como perpetradores o víctimas mostraron niveles bajos de autoestima general, académica y social, manifestaron mayores niveles de soledad, ánimo depresivo y estrés, y revelaron menor empatía y satisfacción con la vida en comparación con los adolescentes de bajas puntuaciones para la variable dependiente (29).
Garay et al. (29) demostraron que también existen factores de riesgo en el contexto familiar. Los problemas de comunicación tuvieron una asociación estadísticamente significativa con el grupo de alta violencia escolar, mientras que la comunicación abierta, la cohesión y la expresividad familiar actuaron como factores protectores al generar niveles más satisfactorios en el grupo de baja violencia escolar (29). En el ámbito académico, los autores observaron que los adolescentes con mayor implicación en el aula, que perciben y promueven un mejor ambiente con sus compañeros de estudio y que cuentan con más ayuda de sus profesores y mayor aceptación social de la clase, mostraron bajos niveles de violencia, una actitud más positiva hacia la autoridad y una menor aceptación de la trasgresión de normas en comparación con sus pares en el grupo de alta violencia (29). En cuanto a los factores comunitarios relacionados con la violencia escolar, este estudio reportó que en el grupo de adolescentes de baja violencia se registraron mayores índices de integración comunitaria (sentido favorable de pertenencia a un vecindario), apoyo de los sistemas informales (personas en el barrio que ayudan a resolver problemas) y apoyo de sistemas formales (centros de salud, deportivos y culturales) (29).
El bullying o acoso escolar se define como una forma de violencia entre pares académicos que ocurre en medio de relaciones asimétricas y dinámicas sutiles, sistemáticas y complejas de abuso intencional. Su objetivo es ocasionar temor en el acosado mediante insultos, exclusión, amenazas, palizas y otras formas de agresión física que provocan en la víctima una sensación de indefensión e impotencia permanente (28). En Bogotá y algunos municipios aledaños, se realizó un estudio con 87 302 estudiantes que reveló la incidencia de este fenómeno en 1 de cada 4 estudiantes. Un 18 % de los escolares encuestados se consideraron víctimas de acoso, un 6 % reportó ser acosador y un 3 % se identificó con ambos roles. El comportamiento más reportado resultó ser el insulto, seguido de golpes, bofetadas, empujones y pellizcos. La tasa de víctimas más alta se identificó en los grados 5.° a 7.°, en niños de 11-12 años (20-25 %), y la tasa de acosadores más alta se halló en los grados 8° y 9°, con un rol creciente en adolescentes de 13-14 años (28).
VIOLENCIA COLECTIVA NO FATAL
La violencia colectiva en Colombia ha sido objeto de estudio de la salud pública en publicaciones científicas que han llamado la atención sobre el fenómeno desde mediados de los 80, cuando la Revista de la Facultad Nacional de Salud Pública de la Universidad de Antioquia dedicara casi todo un número a su naturaleza y su incidencia en la salud pública. Este es un tema difícil de estudiar, entre otras razones, porque es una de las manifestaciones más complejas de la violencia. Además de involucrar acciones y consecuencias sobre los individuos, implica la participación de sujetos colectivos como actores en conflicto en el marco de unas condiciones estructurales que se analizan mejor desde un enfoque analítico cualitativo que solo desde un diseño epidemiológico cuantitativo. Asimismo, muchas de sus manifestaciones permanecen invisibles bajo sus propias dinámicas o por deliberado ocultamiento, en especial aquellas que no conducen a muerte o lesión física pero afectan la calidad de vida, la economía y el capital social.
Para la
OMS
, dentro de la definición de la violencia como instrumento de dominación por parte de miembros de un grupo contra otro grupo con fines políticos, económicos o sociales, se incluyen tradicionalmente manifestaciones como las guerras², el terrorismo, los conflictos políticos intra- e interestatales, el genocidio, las desapariciones, la tortura, la delincuencia organizada, las riñas de pandillas y otras violaciones de los derechos humanos (2). Sin embargo, en la actualidad han surgido nuevas formas de violencia colectiva. Así, se habla de «nuevas guerras» para referirse a conflictos que, en lugar de seguir un esquema tradicional de confrontación directa, mezclan dinámicas variadas. En el terrorismo moderno, un grupo organizado sin mayor fuerza militar y poder económico, puede generar estrategias no convencionales y sin códigos definidos de conducta militar o política para atacar puntos débiles de sociedades prósperas y abiertas (2).
La violencia colectiva ha sido omnipresente en la historia de la humanidad. Se estima que 6 millones de personas perdieron la vida en la captura y el transporte de esclavos durante cuatro siglos y 10 millones de indígenas americanos murieron a manos de los colonizadores europeos. Además, cerca de 191 millones de personas murieron en los 25 casos principales de violencia colectiva en el siglo veinte y 60 % de estas muertes correspondieron a individuos que no participaban en la lucha (2). Según cifras de la
ONU,
al menos 3.6 millones de personas perdieron la vida en conflictos armados internos alrededor del mundo desde 1990, de las cuales el 90 % eran civiles y cerca de la mitad, niños (30).
La medición de la violencia colectiva, sobre todo en víctimas no fatales, es más compleja que la medición de otras formas de violencia. Se suele hablar de miles y millones de afectados sin poder discernir un número real. Esto se debe, en parte, a la falta de sistemas de información diseñados para tal fin y a la no inclusión de variables correlativas en los sistemas ya existentes. Por lo general, estos sistemas caen en el reduccionismo de equiparar la violencia con: a) las cifras de homicidio o las agresiones denunciadas sin ahondar en la polisemia del concepto de violencia (31), b) las diversas tipologías que pueden adquirir las manifestaciones en escenarios locales, aun desde el ámbito jurídico, que dificulta la definición de caso, y c) sesgos derivados de las acciones de ocultamiento ejercidas con frecuencia por las partes involucradas. Por ello, para caracterizar de forma apropiada la violencia colectiva son muy importantes las organizaciones civiles, no estatales y académicas que se dedican a la investigación y el análisis neutral del fenómeno (2).
El estudio de Themnér y Wallensteen (32) realizado en la Universidad de Uppsala, Suecia, señaló que en 2012 el programa de información sobre conflicto registró 32 conflictos armados³ y 41 diadas en guerra⁴ alrededor del mundo, considerando que 11 de los conflictos registrados en 2011 ya no estaban activos en 2012. Asimismo, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial se han documentado 541 diadas en 252 conflictos armados de 153 lugares a nivel global. Los investigadores refieren que 31 de los 32 conflictos registrados fueron intraestatales y 8 de ellos (25 %) fueron internacionalizados, es decir, involucraron tropas de otros países como apoyo para alguna de las partes.
Según Themnér y Wallensteen (32), Siria fue el país que presentó más muertes relacionadas con el conflicto, con la participación de múltiples facciones rebeldes y grupos milicianos apoyados por el Estado denominados shabiha (fantasmas), posibles responsables de represión civil brutal, masacres y tortura (32). En Afganistán, por su parte, se presentó un recrudecimiento del conflicto armado en 2012 con dinámicas de agresión persistentes como bombas, atentados suicidas y detonación de dispositivos explosivos improvisados. En este estudio, se reconoce que en Colombia existe un conflicto armado activo intraestatal, pero no se realiza un análisis diferencial de su comportamiento.
Themnér y Wallensteen (32) ilustran, además, que cada conflicto armado adquiere una personalidad propia en virtud de las condiciones estructurales, culturales y sociodemográficas de cada país, lo que debe tenerse en cuenta a la hora de determinar una vigilancia epidemiológica eficaz. Es necesario entonces entender que los datos no son «puros» o «existentes en sí mismos», sino que responden a referentes de carácter conceptual y metodológico. Por tal razón, sobre todo en el fenómeno de la violencia colectiva, conviene primero analizar las dinámicas sociales y relacionales que subyacen a las manifestaciones de violencia para, luego, construir variables sensibles a la medición y sustentar la interpretación de la información en un marco apropiado que permita pasar del número a su significado y contexto explicativo (31).
En su informe titulado La tortura en 2014. 30 años de promesas incumplidas, Amnistía Internacional (33) afirma que la tortura «se produce cuando una persona inflige a otra deliberadamente un dolor o sufrimiento severo con fines tales como obtener información o una confesión, o castigar, intimidar o coaccionar a alguien; el torturador debe ser un agente del Estado, o el acto debe contar al menos con un cierto grado de aprobación oficial» (p8). Sin embargo, la definición de tortura adoptada por la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes adoptada en 1984 por la
ONU
tiene un alcance mayor (34):
Se entenderá por el término «tortura» todo acto por el cual se inflija intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido, o se sospeche que ha cometido, o de intimidar o coaccionar a esa persona o a otras, o por cualquier razón basada en cualquier tipo de discriminación, cuando dichos dolores o sufrimientos sean infligidos por un funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas, a instigación suya, o con su consentimiento o aquiescencia. No se considerarán torturas los dolores o sufrimientos que sean consecuencia únicamente de sanciones legítimas, o que sean inherentes o incidentales a éstas (artículo 1).
Esta convención se adoptó en Colombia mediante la Ley 70 de 1986 y en uso del segundo punto de su artículo, según el cual la interpretación de la definición debe hacerse «sin perjuicio de cualquier instrumento internacional o legislación nacional que contenga o pueda contener disposiciones de mayor alcance» (35). Así, el desarrollo jurisprudencial colombiano consideró inexequible que los dolores o sufrimientos sean graves.
Teniendo en cuenta que la tortura es un fenómeno invisibilizado de muchas maneras, sea de forma deliberada o por las dinámicas que dificultan su denuncia, el informe de Amnistía Internacional (33) refiere que es imposible dar cifras concretas que revelen la verdadera magnitud del problema. Sin embargo, afirma que entre 2009 y 2013 se han registrado casos de tortura y otros malos tratos en al menos tres cuartas partes de los países del mundo, según reportes consistentes de eventos en 141 países de todo el mundo.
Según el informe, no existe una caracterización de factores de riesgo para la tortura dado que, una vez se permite, cualquier persona, independientemente de su estatus sociodemográfico, sexo o edad, puede ser una víctima. Sin embargo, se reconoce una mayor vulnerabilidad en personas de ciertas opiniones políticas, minorías religiosas, grupos étnicos, identidades de género diversas, presuntos delincuentes, miembros de grupos armados y sospechosos de delitos contra el Estado o considerados una amenaza contra el mismo. Los menores de edad bajo custodia policial son especialmente vulnerables a ser víctimas de malos tratos, tortura y abusos sexuales. Las mujeres también presentan mayor riesgo de sufrir estas formas de agresión y, con más frecuencia, formas de discriminación por razones de género.
Algunos conflictos internos como el de Colombia involucran comportamientos atroces no solo contra el Estado, sino también contra la población civil por parte de grupos armados ilegales en la diada de conflicto contra el gobierno. Teniendo en cuenta que su manifestación de violencia colectiva genera el menoscabo evidente de la autonomía, la violación de derechos fundamentales y la lesión profunda de la dignidad humana, vale la pena preguntarse si la definición de caso debería extenderse a los hechos cometidos por estos actores y no apegarse a la nominación jurídica que solo contempla los eventos con el concurso o la aprobación del Estado.
El estudio de Espinosa (36) señala no solo la existencia de bases de datos cuantitativas sobre la magnitud del conflicto armado en Colombia, sino también la importancia que adquiere la fuente para la interpretación de los datos en función de algunas de sus características. Por ejemplo, el Banco de Datos de Derechos Humanos y Violencia Política del Centro de Investigación y Educación Popular (
CINEP
) no solo incluye un análisis cuantitativo de datos con reportes en su revista trimestral Noche y niebla, sino también recopila denuncias e información de terreno. Con el fin de adherirse a definiciones jurídicas universales y servir como instrumento para la memoria histórica, definen la violencia política como (37):
Aquella ejercida como medio de lucha político-social, ya sea con el fin de mantener, modificar, sustituir o destruir un modelo de Estado o de sociedad, o también con el fin de destruir o reprimir a un grupo humano con identidad dentro de la sociedad por su afinidad social, política, gremial, étnica, racial, religiosa, cultural o ideológica, esté o no organizado (p6).
FACTORES DE RIESGO PARA LA VIOLENCIA COLECTIVA
Más allá de ser condiciones individuales que predisponen a la victimización, como las mencionadas en el caso de la tortura, los factores de riesgo de la violencia colectiva, en su mayoría, conciernen a los sujetos colectivos; es decir, son condiciones estructurales que generan un mayor riesgo del fenómeno en ciertas sociedades, países y entornos culturales. La Comisión Carnegie para la Prevención de Conflictos Mortales ha clasificado los factores de riesgo de colapso y conflictos internos en: políticos, económicos, sociales, comunitarios y sociodemográficos (2).
Esta clasificación puede ser artificiosa dado que muchos de los casos de violencia colectiva se originan por múltiples causas como la desigualdad en la distribución de recursos, el desempleo, la pobreza o los precarios ingresos monetarios, la carencia de condiciones dignas de vivienda y servicios públicos, etc. Algunas circunstancias que producen mayor riesgo de conflicto armado interno son las debilidades democráticas del Estado, las falencias en equidad de los sistemas participativos políticos, la corrupción de los gobiernos, las violaciones de los derechos humanos, el ejercicio diferencial del poder con connotaciones étnicas o religiosas y las condiciones económicas (2).
El estudio de Pinstrup-Andersen y Shimokawa (30) analizó el posible impacto de la condición económica, la seguridad alimentaria y el estado de salud de las poblaciones sobre el riesgo de inicio de conflicto armado. Tras controlar la incidencia del conflicto a largo plazo en estas áreas, los autores hallaron que factores como el alto índice de pobreza, la alta mortalidad infantil en menores de 5 años y las elevadas tasas de malnutrición en niños de la misma edad se correlacionan de forma estadísticamente significativa con el riesgo del inicio de conflicto armado interno, aun más que el producto interno bruto per cápita o su crecimiento anual (30). Esto sugiere que el impacto de medidas microeconómicas como la inversión en áreas rurales y el mejoramiento de la agricultura inciden en la reducción del riesgo de violencia colectiva.
OTROS CONCEPTOS SOBRE VIOLENCIA COLECTIVA
Dentro de la caracterización de los fenómenos de violencia colectiva, debe tenerse en cuenta la definición que el Comité Permanente entre Organismos (
IASC
, por su sigla en inglés) da de una situación compleja de emergencia:
Una crisis humanitaria en un país, región o sociedad, donde hay un deterioro total o considerable de la autoridad como resultado de conflictos internos o externos, que requiere una respuesta internacional que va más allá del mandato o la capacidad de cualquier organismo único o del programa nacional en curso de las Naciones Unidas (citado por 3, p235).
Para afrontar una situación compleja de emergencia no solo se requieren acciones políticas trascendentales desde un contexto transnacional, sino también sistemas de vigilancia epidemiológicos que pueden, de manera más sistemática, dar cuenta del impacto de la violencia colectiva en la salud de las comunidades (2).
Desde la salud pública, se han descrito algunas consecuencias de las situaciones complejas de emergencia que ameritan un análisis epidemiológico y multidisciplinar. Entre estas se encuentran el desplazamiento de poblaciones, la destrucción de redes sociales y ecosistemas, la inseguridad que afecta de forma indirecta a la población civil y las violaciones a los derechos humanos (2). Desde un punto de vista complementario, las situaciones complejas de emergencia y la violencia colectiva tienen otras repercusiones menos obvias pero impactantes como los crecientes costos económicos del conflicto armado, los efectos dramáticos en las percepciones comunitarias de seguridad, la estructuración de entornos culturales inciertos y de miedo, la limitación de las libertades civiles y el menoscabo de la dignidad personal (38).
La investigación epidemiológica de esta forma de violencia puede generar un aporte objetivo al desarrollo de las comunidades en tanto describa la magnitud del fenómeno, permita establecer factores de riesgo y de protección y ayude a entender la dinámica del fenómeno. La caracterización de la violencia colectiva y de las condiciones estructurales que la preceden incide en las políticas de prevención, detección temprana y protección contra situaciones complejas de emergencia en las comunidades vulnerables.
VIGILANCIA EPIDEMIOLóGICA DE LA VIOLENCIA
La vigilancia epidemiológica se define como «la recolección sistemática, continua, oportuna y confiable de información relevante y necesaria sobre algunas condiciones de salud de la población, cuyo análisis e interpretación sean útiles para la toma de decisiones» (39, p323). Como sistema de información, un sistema de vigilancia epidemiológica debe caracterizarse por su sencillez, flexibilidad, aceptación por los usuarios, eficacia en la recolección de datos y presentación de resultados, representatividad del problema bajo observación, sensibilidad y valor predictivo para detectar los casos y, no menos importante, un costo razonable (39). Sin embargo, debe advertirse que, aunque las cifras son una forma de medir la magnitud de un fenómeno, nacen de bases conceptuales y argumentativas que, a través de la episteme formal de la investigación epidemiológica, pueden y deben ser abordadas (20).
En el análisis epidemiológico de la violencia se plantean múltiples retos. Este es un fenómeno que, por su naturaleza compleja embebida en el mundo social e individual, amerita analizarse mediante conceptos que pudiesen parecer subjetivos como poder, conflicto, interrelación humana e interacción social, difíciles de medir en términos cuantitativos pero perfectamente abordables desde otras metodologías de investigación. En este sentido, un sistema de vigilancia epidemiológica de la violencia (
SVEV
) no solo debe buscar nuevos diseños y epistemologías de análisis, sino también una verdadera integración conceptual y operativa entre las disciplinas más positivistas y las ciencias humanas, y entre las diversas instituciones que abordan el estudio de este fenómeno.
La epidemiología hace su mejor esfuerzo por entender el cómo, cuándo y dónde de la violencia colectiva. Pero también debe buscar comprender el porqué de sus dinámicas, según cada ámbito en el que se desarrolla. De esta forma, se podrá entender, por ejemplo, la manera en que la violencia entre pares se desarrolla en el contexto escolar y los factores individuales que determinan la agresión en el ámbito doméstico. Asimismo, podrá descubrirse la forma en que las distintas formas de violencia se interrelacionan para precisar de