Fábulas del animal
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Daniel Alejandro Páez
Daniel Alejandro Páez (1985) es psicólogo y docente universitario con experiencia en cátedras de cognición, emoción, inteligencia, lenguaje y pensamiento, así como en los campos aplicados de educación y clínica. Su carrera como escritor la inició durante su vida en la ciudad de Buenos Aires. En dos ocasiones recorrió por tierra Latinoamérica reuniendo experiencias en Bolivia, Perú, Ecuador, Argentina, y por supuesto, Colombia, que luego ordenó y publicó en el año 2019 bajo el nombre de «Fábulas de un animal». Desde el año 2015, trabajó como docente universitario en Colombia y en 2018 publicó su primera novela, llamada «Calles Oscuras», una historia de realismo sucio contextualizada en las calles de Bogotá. En 2019, decidió renunciar a la universidad y viajar a los Estados Unidos, a la ciudad de Newark del estado de Nueva Jersey donde vivió durante 6 meses mientras trabajó en un supermercado donde encontró su última historia, la cual decidió escribir en República Dominicana en marzo de 2020, lugar donde quedó atrapado durante 5 meses a raíz del cierre de fronteras a causa de la pandemia. En la actualidad, retomó su trabajo como docente universitario en la ciudad de Bogotá al tiempo que prepara su próxima historia sobre su vida encerrado en la isla.
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Fábulas del animal - Daniel Alejandro Páez
Angélica
Jamás volví a usar corbata
Estaba sentado frente a la computadora, me jodía con su luz brillante la existencia, con tablas y tablas de Excel, que enumeraban decenas de personas y cientos de aspirantes a ocupar alguno de los cargos, yo debía escoger con quien llenar uno de ellos.
Mi puesto era de ‘Encargado de selección de personal’, odiaba ese trabajo, no toleraba verme así, viendo caras de personas nuevas todos los días y de todas las edades, hombres y mujeres que trataban de venderse al mejor chupasangre de este país.
Mi oficina olía a tierra húmeda, por desgracia el olor no venía de ningún cultivo de flores, sino de la humedad que se colaba por las esquinas de los techos y de detrás del estante, donde tenía en físico más de mil quinientos currículos; algunos estaban allí desde hacía casi dos años y aún esperaban ser tenidos en cuenta.
No eran ni las diez de la mañana y yo ya no quería ver más caras. Levanté el teléfono y le pedí a la secretaria que no me enviaran más personas a la oficina, al menos por algunos minutos. Ella me dijo que había tres personas en la sala. Colgué.
Cerré la puerta de la oficina y puse una de Vilma Palma, saqué una lata de Red Bull que tenía en un cajón y empecé a beber. Me levanté y me asomé a la ventana. Desde ahí, podía ver la glorieta de la cien con quince, ese lugar siempre tiene tráfico horrible y lleno de gente, sin sueños y estúpidos. Yo parecía uno de ellos. Me odiaba como odiaba mi vida, lo único que me hacía bien era no estar solo y cambiar ese Red Bull por algo de ron.
Llamé a la señora del aseo y le pedí un tinto largo y bien oscuro, sin platicos debajo ni nada de esas mierdas.
A veces me sorprendo cuando leo las etiquetas de las bolsas de leche y hay un apartado que dice ‘ingredientes’ ¿Cómo así? ¿Entonces qué es lo que tomo siempre? Yo pensaba que era leche pura. Pero resulta que no, sodio, potasio, sulfato y otras cosas que yo no sé si deberían estar ahí, al menos no sé si señalados como ingredientes, es decir, si me dice que tiene calcio está bien, aunque sería una obviedad, pero si me dice que tiene potasio ¡Potasio tiene el banano! ¿Qué hace ahí el potasio? ¿Qué hace como agregado? ¿Es que no hay forma de tomar un puto vaso de leche natural? solo que quería era una taza de café, sin más.
La señora no tardó en traérmelo; humeaba. Odio el café caliente, esta bebida se hace para personas ansiosas, qué necesidad de servirlo caliente, yo soy demasiado ansioso para tolerar la espera a que se enfríe y tibio no me gusta.
Sorbí un poco de Red Bull y otro de café, sabía que mi corazón empezaría a correr, aunque mi cuerpo no lo demostrara, sabía también que intentaba matarme.
—¿Qué carajos te pasa? Hay un montón de gente esperándote afuera —gritó enfurecido el cerdo dueño de la empresa, abrió la puerta y su horrible jeta. ¡Acá se viene a trabajar idiota!
Lo miré y pensé con seriedad en cagarlo a golpes mientras recordaba todo: el café caliente, la leche artificial, su acento de paisa finqueño y los idiotas del tráfico de fuera. Pero antes de que pudiera si quiera gesticular palabra, salió y llamó a dos aspirantes para que pasaran al instante.
Les hice las preguntas de siempre, mientras dibujaba un genograma. Era lo más fácil de hacer, no requería mi atención y parecía fabricar algo profesional para el aspirante.
—Dígame, ¿con quién vive? —pregunté.
—Con mi señora y mi hija de dos años.
—Hábleme de su último trabajo, acá dice que fue operario.
—Sí, manejaba una troqueladora, pero a veces me pedían que moviera el tractor.
—¿Y por qué salió de ahí?
—Me quedaba muy lejos. Ese trabajo quedaba a veinte kilómetros de mi casa y yo tengo que llevar a la niña al jardín. No podía seguir así.
Giré la cabeza hacia el otro.
—Dígame ¿con quién vive?
—Con mi señora y mis dos hijos.
—Hábleme de su último trabajo.
—Yo también era operario, pero de torno y a veces ayudaba en línea de producción. Hacíamos neveras y lavadoras.
—¿Y por qué salió de allí?
—Despidieron a casi todos después de que la empresa quebrara. Cuando abrieron las importaciones…
—Entiendo.
—Señores, tendrán noticias del puesto —concluí.
Yo solía decirles que esperaran máximo tres días para ver si continuaban con el proceso, no me gustaba recibir llamadas semana tras semana, para decirles que la vacante ya estaba ocupada. Y tampoco me podía permitir llamarlos a todos y darles la mala nueva.
Los dos salieron de la oficina y fueron tan amables como todos los que entraban a mi oficina y como nunca nadie me trataba en el mundo.
Le subí el volumen a La Pachanga y llamé al otro.
—Buenos días doctor —me saludó otro.
—No me llame así, no es necesario —le respondí.
—Bueno doctor.
—Dígame ¿con quién vive?
A las seis de la tarde, ya había hecho todas las entrevistas y había seleccionado al padre de las dos hijas por esa misma razón.
En las oficinas de recursos humanos hay una cantidad enorme de energúmenos que creen en esto de la selección. Yo solo me guiaba por sus aspectos y si eran personas amables, ponderaba a quién le urgía más el puesto. Los grupos eran muy dispares y las necesidades variadas.
A veces, como en esta ocasión, quedaba el que tenía más bocas que alimentar, pero otras, el que quería comprarse una casa para irse a vivir lejos de sus hijas. Y yo no era quién para que me importara el por qué.
Me puse el blazer para salir de ese sucio lugar, pero al pasar por la oficina de la hija del dueño, quien hacía labores administrativas, me detuvo.
—¿Para dónde vas, son apenas la seis? —me preguntó y arqueo las cejas.
—Para la casa, terminó mi horario —le respondí con honestidad.
—Sí, pero no tus obligaciones, tenemos aún muchas vacantes que ocupar, hay que levantar el teléfono y citar gente para mañana.
—Mi horario es hasta la seis y son las seis.
—Tienes que cumplir, hoy llamaron de otra empresa, necesitan treinta empleados para el viernes.
—¿Y qué coño se supone que deba hacer? es imposible contratar a treinta para el viernes.
—Seguro hay treinta personas que quieran trabajar.
—Para contratar a treinta, hay que llamar cinco veces esa cantidad, o sea ciento cincuenta y para llamar a esa cantidad, necesito al menos el doble de currículos y no tengo nada de eso.
Esa idiota no se daba cuenta, no tenía ni idea lo que era hacer selección de personal, solo estaba ahí para gritar a los empleados y cuadrar la fortuna de su cerdo padre, para luego gastársela en alguna mediocre frivolidad.
Le sonó el teléfono y contestó. Yo aproveché para largarme.
Cuando llegué a la casa me di un duchazo y comí lo que más pude de la olla. Había frijoles, con plátanos, papa, arroz y mayonesa. Raspé la olla y engordé un poco más. Luego me tiré a la cama y quedé dormido.
La rutina era la misma cada día. Sonaba el despertador a las cinco y media, me levantaba, entraba a la ducha, salía, tomaba chocolate, comía tres panes con huevos, dejaba la casa mientras movía mi gran panza. Subía al auto, esquivaba el tráfico, parqueaba, entraba, saludaba a la secretaria, quien ya me tenía listos tres personajes en sala. A veces les decía que entraran de una vez así no los hacía esperar afuera. En la oficina me miraban mientras me acomodaba. Usaba ese tiempo para romper el hielo y para husmear quién podría quedar.
Les pedía a los tres que se sentaran y empezaba de nuevo:
—Dígame ¿con quién vive?
Llevábamos diez minutos, cuando entró de golpe el dueño de la empresa y en un grito dijo:
—¡Hey! ¡hey! Hay mucha gente afuera ¿qué es eso? —preguntó frenético.
—Supongo que se enteraron de las vacantes, esperan a que se les reciba su currículo —respondí.
—¡No, no me gusta ver tanta gente en esta empresa. ¡Sáquelos! —gritaba delante de los entrevistados.
—No puedo, hay mucho trabajo pendiente y los necesitamos.
—¡Sáquelos!
Y dirigiéndose a los tres entrevistados que estaban frente a mí les dijo:
—Ustedes apúrense también así salimos de todos, ¡Está oficina huele a diablos!
Dos salieron despavoridos y uno se quedó para ver mi reacción. Cuando el dueño se fue, yo me excusé con el que me quedaba y le dije lo mismo de siempre: Si de acá a tres días no lo llamamos…
Enfurecido salí de mi oficina y me dirigí a la recepción.
—¿Dónde están todos? —pregunté a la recepcionista.
—Se fueron —contestó.
Me dirigí a la oficina del dueño y de un grito le hice el reclamo. Él me observaba sentado, me dijo:
—Hay que conseguir mucha gente, muévete que para eso te pago.
Tiré la puerta y me encerré en la oficina. Esperé a que él saliera a tragar. Tardó más de una hora, hasta que al final salió. Poco tiempo después lo hicieron todos los trabajadores.
Yo me levanté de mi silla, me jalé otra lata de Red Bull de un solo sorbo, entré a la oficina del cerdo y miré por la ventana, la cien con quince funcionaba normal, los restaurantes estaban llenos de gente que con seguridad hablaba de estupideces laborales. Apoyé mi pie sobre la silla y con el brazo derecho me sostuve encima del escritorio, levanté el otro pie y lo puse también sobre la silla, luego me encaramé en el escritorio,