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Mis Campañas Testimonio de un combatiente de la guerra de los mil días y otras guerras civiles
Mis Campañas Testimonio de un combatiente de la guerra de los mil días y otras guerras civiles
Mis Campañas Testimonio de un combatiente de la guerra de los mil días y otras guerras civiles
Libro electrónico153 páginas2 horas

Mis Campañas Testimonio de un combatiente de la guerra de los mil días y otras guerras civiles

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Interesante y poco conocida biografía de un combatiente en tres de las múltiples guerras civiles que mantuvieron a la actual república de Colombia en el atraso.
Siendo aún un niño, Bernardo Rodríguez inició su participación en las sangrientas guerras civiles que asolaron el territorio colombiano al final del siglo XIX. Combatió ferozmente en tres contiendas, animado por el ideal de ver triunfante la bandera de su glorioso partido liberal.
En el campo de batalla de Palonegro, por su heroísmo recibió el ascenso a coronel de manos de su apreciado jefe Rafael Uribe Uribe. Una vez firmados los acuerdos de paz, pasó a engrosar la fila de los vencidos.
Sólo 32 años después de haber terminado las hostilidades, durante el primer régimen liberal que siguió a la hegemonía conservadora, se atrevió a publicar las memorias de sus contiendas. Su relato, lleno de detalles geográficos y de nombres de participantes, nos enseña el conmovedor interior de la guerra. Visto a la luz de la historia, no se sabe qué admirar más en la vida del coronel Rodríguez, si su participación en la guerra, o el habernos legado el recuento de sus campañas.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 ago 2019
ISBN9780463755884
Mis Campañas Testimonio de un combatiente de la guerra de los mil días y otras guerras civiles
Autor

Bernardo Rodriguez

Bernardo Rodríguez, político y militar de los ejércitos liberales que participaron en las guerras civiles de finales del siglo XIX, quepor la naturaleza y el contexto de las mismas, aprendieron en el campo de batalla el arte de comandar tropas en sangrientos combates fratricidas, sin haber tenido una formación profesional anterior.

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    Mis Campañas Testimonio de un combatiente de la guerra de los mil días y otras guerras civiles - Bernardo Rodriguez

    Nota del editor

    Siendo aún un niño, Bernardo Rodríguez inició su participación en las sangrientas guerras civiles que asolaron el territorio colombiano al final del siglo XIX. Combatió ferozmente en tres contiendas, animado por el ideal de ver triunfante la bandera de su glorioso partido liberal.

    En el campo de batalla de Palonegro, por su heroísmo recibió el ascenso a coronel de manos de su apreciado jefe Rafael Uribe Uribe. Una vez firmados los acuerdos de paz, pasó a engrosar la fila de los vencidos.

    Sólo 32 años después de haber terminado las hostilidades, durante el primer régimen liberal que siguió a la hegemonía conservadora, se atrevió a publicar las memorias de sus contiendas. Su relato, lleno de detalles geográficos y de nombres de participantes, nos enseña el conmovedor interior de la guerra. Visto a la luz de la historia, no se sabe qué admirar más en la vida del coronel Rodríguez, si su participación en la guerra, o el habernos legado el recuento de sus campañas.

    Capítulo I

    Allá hacia el Sur de Santander, muy cerca de la simpática población de Puente Nacional, existe un bello valle circundado de colinas y allí a orillas de un río que, a poco correr, se denomina el Suárez, está plantada la población que me vio nacer: se llama Moniquirá. Mi padre, oriundo de Ubaté, Cundinamarca, y mi madre santandereana, descendiente de familia Pinzón que tiene su raigambre en Vélez y Puente Nacional, se establecieron en Moniquirá y allí vi la luz por primera vez, en territorio boyacense.

    Nací en 1874; apenas contaba 9 años cuando murió mi padre; a mi pobre madre le tocó entonces soportar el pesado fardo del cuidado y educación de sus hijos; de ahí que un año más tarde decidiera llevarme a Bogotá con el fin de que pudiera recibir una educación regular.

    Ya en 1884 oí hablar de la traición de Núñez y como consecuencia de ella, se rumoraba el estallido de una guerra. En 1885 estalló la guerra anunciada: yo tenía a la sazón 11 años de edad. Tanto mis queridos padres como mis maestros me transmitieron e inculcaron sus ideas liberales.

    Se decía que el liberalismo se lanzaría a la guerra para reconquistar sus derechos; se dijo que los generales Gaitán, Figueredo, Vergara y Amador, habían tomado a Honda y se hacían fuertes en esta plaza; el entusiasmo liberal creció tanto en Bogotá, que no se hablaba de otra cosa que de la próxima toma de la capital de la república por las fuerzas liberales.

    Fue entonces cuando despertó en mí ese sublime sentimiento apellidado patriotismo y desde entonces aprendí a sacrificarlo todo por el bien de la patria; por eso, deseoso de contribuir en algo a la obra gigantesca de la reconstrucción nacional, todo lleno de entusiasmos, marché a Honda con 12 jóvenes más, igualmente decididos y de los cuales el que más años contaba tenía 14.

    Mis acompañantes y yo penetramos a Honda y allí fuimos recibidos por los jefes liberales con demostraciones de aprecio por lo cual hubimos de sentirnos henchidos de orgullo; nos acuartelamos y principiamos nuestras funciones; pues nos destinaron unos a cuartos de ronda; otros a patrullas; otros a centinelas; y a mí me dispensó el alto honor el general Figueredo de nombrarme su "ayudantico".

    Esa vida de actividad que llevan los ayudantes de un jefe militar de operaciones, pronto hizo en mí sus efectos, y a poco, yo a nada le temía ni presentaba nunca excusas cuando se trataba de una comisión, por peligrosa que ella fuera.

    Dos días después de nuestra llegada a Honda, llegó el ejército conservador y tomó posiciones del otro lado del río Magdalena y dieron principio al ataque a nuestras posiciones de Honda. Fueron contestados sus fuegos por los soldados liberales y se intensificó el combate hasta el punto de temerse que ardiera el poblado. Los generales Gaitán y Figueredo ordenaron colocar retenes fuertes a lo largo de la playa, frente al enemigo; esos retenes formaron sus trincheras con sacos de arena para así esquivar las balas enemigas.

    Yo, que por la primera vez en mi vida, escuchaba detonaciones de fusilería, al contemplar el coraje de los soldados y la abnegación de los combatientes, sentí arder en mí no sé que llama interna y es lo cierto que a cada momento me consideraba con más ánimo, con más voluntad para la lucha y para desafiar los peligros.

    Varias veces el general Figueredo me ordenó llevar sus órdenes a los retenes de la playa y yo sin pensar siquiera en la gran amenaza de las balas enemigas, casi volaba en mi caballito, que para tal fin me había regalado dicho general; pero tanto el caballo como el jinete, salíamos ilesos de esas comisiones.

    En la lucha teníamos solamente el río por medio; el combate se prolongaba sin que las fuerzas liberales pudieran avanzar ni el enemigo tampoco; en esta situación se reunieron en conferencia los jefes liberales para acordar lo mejor que se debía hacer para solucionar el problema.

    De la conferencia se obtuvo el resultado siguiente: que siendo imposible el avance de las fuerzas y estando el ejército liberal en muy buenas condiciones, definitivamente se resolvía: desocupar a Honda y que el ejército liberal ocupara las posiciones del otro lado del río Gualí...

    ...Desocupar a Honda y entregar sus posiciones al enemigo, fue tanto como renunciar a la victoria; pero nuestros jefes, un poco cándidos, y también un poco reclutas, aunque sí ardiendo en valor y patriotismo, no se apercibieron de las consecuencias de su determinación y la orden se cumplió.

    La orden general decía que al día siguiente a la una de la mañana, se escucharía un cañonazo que indicaba el ataque del ejército liberal a Honda, donde ya tenía que estar el enemigo, puesto que el paso del río lo habían efectuado en las primeras horas de la noche; y en efecto, así sucedió.

    De ese momento en adelante no hubo sosiego en el campamento liberal; órdenes por aquí y por allá; y cada cual al saber la misión que le correspondía, se alistaba y alistaba a sus compañeros. Un jefe tenía que entrar por tal calle con tanto número de hombres; otro jefe por otra calle en las mismas condiciones. Así quedó organizado el plan de ataque y sólo esperábamos el estallido del cañonazo.

    Los generales Gaitán, Vergara y Amador entrarían de los primeros con su respectiva gente; el general Figueredo se quedaría a retaguardia arriando los combatientes y dando ánimo con un refuerzo de 60 hombres. Todo estaba así dispuesto y en todos los semblantes se reflejaba la confianza y la seguridad en el triunfo; todos los pechos inflamados de patriotismo, se disponían al sacrificio.

    Llegó la hora y sonó el cañonazo a la una de la mañana; y a todos, cual un solo hombre, se les vio levantar y marchar sobre Honda; una vez en sus proximidades, se oyeron los fuegos cerrados por todas partes. Nadie sabía la suerte de sus compañeros; al fin le tocó la marcha al general Figueredo; nosotros, sus soldados, a quienes nos cupo el honor de ser sus compañeros, éramos todo oídos; estábamos tan acostumbrados a sus órdenes y a su estilo de darlas, que muchas veces con un ademán suyo entendíamos perfectamente qué quería que ejecutásemos.

    Ya llegamos; penetramos por una callejuela un poco oscura todavía; sentimos por toda parte el tronar del cañón y el estruendo de las descargas de fusilería; se oían gritos, lamentos y todo un cúmulo de cosas que contristan el alma. Ya en la callejuela, oíamos la voz de mando del general Figueredo, que semejaba un trueno: "Adelante, muchachos! Sobre la plaza!"

    En obedecimiento a la orden del general, todos nos disponíamos a arrancar a paso de trote, cuando zaz! Salen de todas partes como vomitados por la tierra, una nube de soldados enemigos que, aunque al principio logramos oponerles alguna resistencia, nos dominaron de un modo tan absoluto, que allí ninguno escapó.

    El fuego continuaba en su apogeo y nosotros marchábamos hacía la plaza, pero no ya a cumplir las órdenes de nuestro jefe, sino custodiados por numerosos enemigos; ¡estábamos prisioneros! De repente los fuegos fueron calmando y comprendimos que el general Gaitán había ordenado la retirada hacia El Gualí y de allí, al sitio de Cartagena. Pasamos los sesenta y dos hombres, inclusive nuestro jefe, por la plaza de Honda y allí vimos varios cadáveres y entre ellos los cuerpos palpitantes todavía, cobardemente asesinados, de los generales Vergara y Amador y otros cuyos nombres no recuerdo.

    Qué lección tan terrible nos dio el adversario. Cuán caro costó al Liberalismo haber cedido sus posiciones y qué fatales consecuencias las que sufrió la patria.

    Nos condujeron a la orilla del río Magdalena; allí había varias embarcaciones dispuestas a trasladar gente del otro lado, fuimos embarcados en dos canoas grandes, prisioneros y soldados y en un punto llamado Bodeguitas fuimos acuartelados; allí se nos dio de comer y en la noche fuimos fuertemente custodiados, pero al fin pasó la noche.

    La banda de cornetas con sus alegres dianas anunció que ya venía el día. Nosotros pensábamos mucho en la suerte de nuestros compañeros. ¡Cuántos habían caído bajo el furor de las balas enemigas! Cuántos padres no volverían a ver a sus hijos y cuántos hijos no volverían a ver padres! Cuánta vida útil quedó allí tronchada para siembre! ¡Cara lección!

    Llegó el día y ese ir y venir de la gente en los campamentos, advertía que la orden de marcha hacia Bogotá estaba dada. Se nos trajo desayuno y momentos después, ordenaron el desfile de la siguiente manera: Los prisioneros adelante: cada uno custodiado por dos soldados; al general Figueredo y a mí, en un solo grupo, con cuatro soldados; atrás, el ejército.

    Emprendimos la marcha sin contratiempo; el general adelante, yo detrás. Serían las nueve de la mañana y ya íbamos fatigadísimos; se sentía un sol canicular; ni una leve brisa refrescaba el ambiente! Ni se encontraba agua para calmar la sed! Los soldados nos dijeron que apuráramos un poquito, que en un sitio llamado Río Seco había un tambo y allí encontraríamos agua por lo menos.

    Con esta esperanza aceleramos un poco más el paso, tanto, que rato después nos encontramos el general y yo con un mate (totuma), cada uno con un delicioso guarapo al que le agregan tamarindo y lo ponen picantico, como dicen por allá; cada uno de los soldados hacía los mismo; habiéndose quedado nuestros compañeros un poco atrás y una vez que descansamos lo suficiente, oyendo voces cerca, el general propuso a los cuatro guardianes que nos custodiaban, que le parecía prudente, ya que habíamos descansado largo rato, ceder el puesto a los demás prisioneros y a toda la tropa que atrás venía, e ir nosotros poco a poco coronando la cuesta que allí tiene su nacimiento.

    Los cuatro guardianes aprobaron la proposición del general por encontrarla muy justa y principiamos al ascenso. Subíamos lentamente charlando ya de una cosa, ya de otra; al tambo de donde acabábamos de salir, llegaron los demás prisioneros y parte de la tropa.

    Como a la tercera parte de la cuesta, el general me hizo seña de que me le aproximara, y así lo hice con bastante disimulo; comprendí que se trataba de algo bastante meritorio o interesante: dentro de un rato (me dijo el general) donde yo pare, hay una trochita que conozco que conduce al Guayabal de Síquima; por esta trochita", (siguió el general), pienso irme, pero necesito llame la atención a los de la escolta por unos cinco minutos siquiera. Está bien mi general, contesté; haré todo lo posible.

    Los momentos que siguieron a esta declaración del general fueron sumamente angustiosos para mí; me torturaba la idea de que no pudiera llevar a cabo la fuga; pensaba que tal vez, en el momento preciso de emprenderla, los soldados se diesen cuenta de ello y dispararan sobre el general y fuese de esta manera asesinado.

    ¡Por fin llego la hora! Como a unas ocho varas abajo de la trocha, paró el general; allí paramos todos; comprendí que debía dar principio a mis funciones y lanzando una mirada al tambo de Río Seco de donde hacía rato habíamos

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