Derechos sociales y educación: Un nuevo paradigma de lo público
Por Fernando Atria
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Derechos sociales y educación - Fernando Atria
Fernando Atria
En colaboración con
Constanza Salgado y Javier Wilenmann
Derechos sociales y educación:
un nuevo paradigma
de lo público
LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL
© LOM Ediciones
Primera edición, 2014
ISBN Impreso: 978-956-00-0533-5
Todas las publicaciones del área de
Ciencias Sociales y Humanas de LOM ediciones
han sido sometidas a referato externo.
Diseño, Composición y Diagramación
LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago
Fono: (56-2) 2 860 68 00
www.lom.cl
lom@lom.cl
Para Clemente
O freedom, what liberties are taken in thy name!
Billy Bragg
Presentación
Este libro pretende articular un paradigma político, una comprensión de lo público. Este paradigma da cuenta, al menos en mi opinión, del sentido profundo de lo que ha estado ocurriendo en Chile desde 2011. La idea de un «cambio de paradigma» ha aparecido en la discusión pública como una manera de explicar el sentido de reforma educacional que el Gobierno de Michelle Bachelet pretende llevar adelante. Se trata, ha dicho ella, de pasar de una comprensión de la educación como bien de mercado a otra en la que la educación es un derecho social. Pero la cuestión no alcanza solo a la educación, ni tampoco solo a la idea de derechos sociales. Como se explica en el capítulo II, la idea de derechos sociales supone una determinada comprensión de la ciudadanía. Y esa comprensión de la ciudadanía implica una nueva manera de entendernos en público, es decir, una nueva comprensión de lo público. Esa es la finalidad de este texto: desarrollar la idea de derechos sociales y luego proyectar la idea de ciudadanía en la que ellos descansan en términos de lo público. En este sentido, este libro es la continuación del proyecto iniciado en Veinte años después, neoliberalismo con rostro humano. La tesis de ese libro era que lo que caracterizó a los veinte años de gobierno de la Concertación fue la humanización del neoliberalismo. Dicha tesis puede ser entendida enfatizando su dimensión deficitaria: lo que precisamente no hubo fue un cambio de paradigma, una nueva manera de entender lo público; o enfatizando su dimensión positiva: un modelo de desarrollo inhumano fue humanizado. Por las razones que se discuten latamente en ese libro, estas son dos dimensiones de lo mismo, no dos cosas independientes que pueden decirse de los mismos veinte años. La pregunta que Veinte años después identificaba pero no pretendía responder era: al dar rostro humano al neoliberalismo, ¿estaba la Concertación traicionando la idea que define a la izquierda (o a la «centroizquierda») o creando las condiciones para la superación del neoliberalismo? Como se trata de dos dimensiones de lo mismo, en un sentido superficial ambas descripciones bien pueden ser correctas. Pero políticamente hablando, lo que es decisivo es lo que ocurre cuando esas condiciones se han logrado y la superación del neoliberalismo se hace posible.
Por supuesto, parte de la cuestión es determinar qué quiere decir «superar» al neoliberalismo. Si por eso se entiende abandonar radicalmente el capitalismo y reemplazarlo por otro modo de producción, entonces nuestra respuesta estará predeterminada. Pero precisamente por este motivo es que debemos hablar de «superación» y no de «negación». De lo que se trata es de realizar más plenamente lo mismo que llevó a humanizar el neoliberalismo. Al hacerlo, entenderemos el sentido de dicha humanización. Eso es lo que está hoy en juego. Lo que ocurra en los próximos años será decisivo para la manera en que entenderemos los ya casi veinticinco años anteriores.
Lo que ha estado emergiendo, y cuyo significado este libro pretende articular, es una nueva comprensión de lo público: lo público como la esfera de los ciudadanos (si esta expresión parece tautológica es porque nos hemos acostumbrado a tratar los conceptos políticos como conceptos vacíos, como si fueran pura forma). Sin esta nueva comprensión de lo público, la idea de derechos sociales no es sino la demanda que hace un grupo de presión por un subsidio más grande. Si, por el contrario, la idea de derechos sociales se usa para redefinir nuestras relaciones de ciudadanía, entonces podrá decirse que la humanización del neoliberalismo no buscaba hacer más estable y sostenible el modelo neoliberal, sino crear las condiciones para que pudiera ser superado.
Este libro recoge artículos escritos en diferentes oportunidades, con diferentes fines y teniendo a la vista diferentes audiencias. Todos ellos, sin embargo, pretendían desarrollar una misma idea, y eso explica por qué fueron reunidos aquí. Pero Derechos sociales. Un nuevo paradigma de lo público no es solo de una recopilación de textos. Al incluirlos, ellos fueron reescritos, separados o refundidos de modo que integraran un todo coherente. Creo haber logrado esta finalidad, pero en esta materia la opinión que importa no es la mía sino la del lector.
El proceso de transformación de estos artículos en un libro habría sido imposible sin la ayuda de Constanza Salgado. Con su meticulosidad característica, ella organizó los textos, separando sus partes cuando era necesario y eliminando repeticiones; les dio estructura; identificó los aspectos que requerían un tratamiento adicional, y escribió algunos pasajes. Volver sobre los argumentos y explicaciones, discutirlos, mejorarlos y desarrollarlos, a veces en direcciones imprevistas, nos resultó natural. El resultado de nuestras innumerables e iluminadoras conversaciones sobre lo público y los derechos sociales lo tiene el lector en sus manos. Como antes, no es mi opinión en cuanto al mérito de este libro la que importa, pero sí tengo claro que, cualquiera que este sea, es mayor gracias a la colaboración de Constanza.
Fue Constanza la que sugirió incluir como ensayo introductorio mi presentación del libro Salvador Allende, presidente de Chile. Discursos escogidos, publicado por la Biblioteca Clodomiro Almeyda del Partido Socialista.
En la revisión del texto también recibí una ayuda invaluable de Javier Wilenmann. Javier ha estado trabajando con su rigurosidad habitual en temas vinculados al desarrollo e institucionalización de la idea de autonomía universitaria. Cuando se hizo cada vez más evidente que la idea de autonomía era la que definía el Régimen de lo Público en lo que se refiere a la universidad, se produjo entre nuestros intereses una convergencia tan clara como beneficiosa, al menos desde mi punto de vista¹. El resultado está en todo el libro, pero especialmente en la cuarta parte. En la medida en que en ella el argumento descansa o adquiere mayor profundidad o riqueza al conectarse con el desarrollo de la universidad en Europa y Estados Unidos, es mérito de Javier.
Dadas las características de este libro, puede ser útil decir algo acerca de los textos originales.
Como dije, el ensayo introductorio fue preparado para la presentación del libro Salvador Allende, presidente de Chile. Discursos escogidos, editado por la Biblioteca Clodomiro Almeyda del Partido Socialista y lanzado en octubre de 2013. Agradezco al presidente del partido, Osvaldo Andrade, la invitación. Este texto incluye material que aparece en el libro Veinte años después, neoliberalismo con rostro humano (Catalonia 2013).
La primera parte fue originalmente escrita para un coloquio organizado por el profesor Daniel Loewe en la Escuela de Gobierno de la Universidad Adolfo Ibáñez con ocasión de la visita del profesor Ottfried Höffe en 2010. Lo que en esa oportunidad fue un comentario a algunos aspectos de las ideas del profesor Höffe se transformó en un artículo sobre derechos sociales que fue presentado en un workshop organizado por el profesor Emilios Christodoulidis en la Universidad de Glasgow en octubre de 2013. Este origen explica por qué la primera parte tiene un formato más «académico» que el resto del libro. La razón por la que fue incluida es que hoy, especialmente entre quienes reflexionan sobre el derecho, y en particular entre quienes tienen una autocomprensión «progresista», la idea de que la marca de la realización de los derechos sociales es su protección judicial se acepta sin mayor discusión. Por las razones que explico en el capítulo III y en el capítulo IV, esta idea es un profundo error. Pero es probable que, para quienes no estén afectados por este error, el capítulo I no sea particularmente interesante; ellos pueden prescindir de él.
Guillermo Larraín leyó una versión preliminar del manuscrito y sus comentarios fueron de suma utilidad. En particular, me convenció de la necesidad de discutir separadamente el problema de los derechos sociales y el de la escasez, como hice en el capítulo III.
La segunda parte utiliza material originalmente aparecido en «Las cosas cambian cuando les pones un «TÚ». Sobre universalismo y focalización», artículo que fue publicado primero como documento de trabajo de la Escuela de Gobierno de la Universidad Adolfo Ibáñez y después en el Anuario de Derecho Público (2012), editado por el profesor Javier Couso; en una serie de columnas publicadas en The Clinic Online (theclinic.cl) en julio de 2013, sobre gratuidad en la educación superior, y en «Propuesta de gratuidad para la educación superior chilena», texto que escribí con Claudia Sanhueza y que apareció en la serie Claves de políticas públicas del Instituto de Políticas Públicas de la Universidad Diego Portales en noviembre de 2013.
El origen ya remoto del capítulo XV está en la invitación de la decana de la Facultad de Derecho de la Universidad de Puerto Rico, Vivian Neptune, a participar del Ciclo de Conferencias de la Decana sobre el tema del Futuro de la Educación Legal en Europa, Sur América y Estados Unidos, en abril de 2012.
Este libro estaba sustancialmente terminado cuando el Gobierno de Michelle Bachelet presentó el primero de los proyectos en los que pretende materializar la reforma educacional contenida en su programa, referido al término de la selección, del financiamiento compartido y de la provisión con fines de lucro en la educación particular subvencionada. El contenido de ese proyecto, y el hecho de que esas cuestiones sean las primeras, constituyen en mi opinión un acierto. Pero este libro no es ni contiene una defensa en particular del proyecto de ley. Los temas centrales de este último, ya enumerados, son a mi juicio cruciales para la transformación de la educación conforme al nuevo paradigma de lo público, y son discutidos en este libro con cierta profundidad. Pero el proyecto también contiene reglas sobre la transición y otras cuestiones que son importantes en sus propios términos y sobre las cuales este libro no se pronuncia. Ya habrá oportunidad más adelante para hacerlo.
1 Una convergencia cuya primera manifestación fue Atria y Wilenmann, «La universidad pública».
Ensayo introductorio.
Allende y la «vía chilena al socialismo»: ¿significa algo hoy?
¿Nos interpela Allende?
El libro que hoy publica la Biblioteca Clodomiro Almeyda, Salvador Allende, presidente de Chile. Discursos escogidos, es un libro importante. Es importante no solo por el gesto simbólico de editar un libro con discursos escogidos de Salvador Allende, sino también porque en él se rescatan textos que deben interpelarnos hoy. Quiero comenzar por esta idea: la de la interpelación que Salvador Allende significa hoy para todos nosotros, para los que estamos aquí, para los militantes del Partido Socialista, para la tradición de la izquierda en Chile.
El Diccionario de la lengua de la Real Academia Española dice que interpelar es «requerir, compeler o simplemente preguntar a alguien para que dé explicaciones o descargos sobre un hecho cualquiera». ¿Nos interpela la figura de Salvador Allende hoy? Es decir, su vida, su trayectoria política, su muerte, ¿nos obligan a pensar, a darnos a nosotros mismos y a nuestros conciudadanos explicaciones sobre lo que hacemos? Figuras como las de Allende a veces corren la suerte contraria en tanto dejan precisamente de interpelar a través de las generaciones. Se recuerdan como hitos que dotan de identidad a una tradición, pero sin que dicha identidad esté relacionada con la importancia histórica de la figura. La relevancia política de la idea de «memoria» yace aquí: se trata de que el pasado continúe interpelándonos, forzándonos a buscar interpretaciones a las preguntas que plantea. Llega un momento en que el pasado (algunos aspectos del pasado, al menos) deja de interpelarnos. Entonces pierde relevancia política, y queda confinado a los libros de historia o los textos escolares, a los nombres de calles y (en su caso) a feriados o festividades.
¿Cuándo ocurre esto? ¿Cuándo un evento o una figura deja de interpelarnos? No tiene por qué haber una respuesta única a esta pregunta, pero es difícil negar que una de las razones por las que algo deja de interpelarnos es que entendemos que lo que nosotros estamos haciendo es algo fundamentalmente distinto, de modo que esos eventos o personajes no nos obligan a pedirnos y ofrecer explicaciones. Por eso es importante preguntarse: ¿es Allende una figura que todavía nos interpela? Y debemos notar que esta pregunta es más acerca de nosotros que acerca de Allende. Es una pregunta respecto a si lo que hoy hacemos cuando actuamos políticamente es algo que, en algún sentido relevante, Allende hacía, si entre su vida (y muerte) y nuestra acción actual hay alguna conexión de sentido que hace que la primera exija explicaciones a la segunda.
Hay inicialmente razones para pensar que la respuesta debe ser negativa. Al leer los discursos incluidos en este libro es claro que ellos pertenecen a otra época. Basta atender no ya al contenido, sino a las palabras utilizadas en los discursos para notar lo alejado que está de nuestra experiencia política. En una época en que hablamos de «evidencia empírica», «políticas públicas» y «problemas de la gente», ya no estamos acostumbrados a hablar como Allende, que celebraba el 4 de septiembre desde la sede de la FECH, diciendo que se trataba de una «victoria que abre un nuevo camino para la patria, y cuyo principal actor es el pueblo de Chile aquí congregado».
Página tras página, en este libro aparece un lenguaje que nos resulta extraño, ajeno a nuestra experiencia política actual. Y si eso se puede decir del lenguaje, más se puede decir del contenido:
De la misma manera que avanzamos hacia el cumplimiento del programa de la Unidad Popular, se abre el camino al socialismo: intensificando la reforma agraria, estatizando los monopolios que estrangulaban el desarrollo de la economía y producían para un porcentaje reducido de nuestra población; controlando el comercio de importación y exportación. Vale decir, abriendo el camino, repito, hacia el socialismo.
¿Cómo nos interpelan palabras como estas, palabras que hoy no utilizaríamos para describir el sentido del Partido Socialista?
Yo no tengo una respuesta especialmente interesante. Lo que importa compartir con ustedes no es la respuesta, sino la pregunta. No es raro que el lenguaje y el sentido de una época sean distintos de los de otra. Pero la publicación de un libro como el que ahora presentamos supone que entre el Partido Socialista de hoy y la figura de Allende hay alguna conexión, hay algo importante que se dice acerca del Partido Socialista cuando se menciona que era el partido de Allende. Y para que esto no sea solo un gesto simbólico, es importante preguntarse qué nos dice Allende hoy, aunque utilice el lenguaje y las ideas de una época pasada. Es a esto a lo que me refiero con interpelación.
Porque un partido político como el Partido Socialista no es solo una organización para la acción política (aunque es también eso, por supuesto), sino una tradición: es una agrupación que concibe que su identidad está unida a una historia y se considera responsable de actuar hoy para estar a la altura de esa historia. Esto es, después de todo, lo que quiere decir «tradición». «Tradición» es una palabra cuyo sentido original es el jurídico: es la entrega de una cosa, la entrega que hace de la cosa vendida el vendedor al comprador. De este sentido jurídico surgen otros: «traducir» es entregar el sentido de una expresión en un idioma a otro, «traidor» es el que entrega su país a sus enemigos, «tradición» es la entrega que una generación hace a la siguiente de una idea que anima a ambas. Esto implica que es parte de una tradición, como la tradición socialista en nuestro caso, preguntarse qué de lo que nos entregaron las generaciones pasadas es importante y qué no es sino manifestación de las formas vigentes en su época.
La vía chilena al socialismo:
¿una vía puramente instrumental?
La importancia de Allende no se explica solo por su muerte. Él encarnó la «vía chilena» al socialismo, que descansaba en las formas institucionales de la «democracia burguesa». Por tal motivo, debió enfrentar a los críticos «izquierdistas» que decían que esto era una contradicción: que la vía traicionaba el destino. En nuestro momento actual, esta es una cuestión interesante para considerar. Podemos darle la misma formulación que le diera Eduardo Novoa Monreal ya en 1971:
¿Cómo ha sido posible imprimir un rumbo profundamente transformador a las condiciones económico-sociales dentro del marco jurídico de una sociedad netamente burguesa, como lo fue hasta noviembre último la chilena?¹.
La manera más obvia de responderle a ese crítico es distinguiendo fines de medios: «la vía chilena» al socialismo era un medio que no afectaba el punto de destino. Esta respuesta a la crítica izquierdista fue habitual en la defensa contemporánea del gobierno popular. La siguiente afirmación del entonces senador y secretario general del Partido Socialista, Adonis Sepúlveda, en 1971, es representativa:
Afirmamos que es un dilema falso plantear si debemos ir por la «vía electoral» o la «vía insurreccional». El partido tiene un objetivo, y para alcanzarlo deberá usar los métodos y los medios que la lucha revolucionaria hagan necesarios. La insurrección se tendrá que producir cuando la dirección del movimiento popular comprenda que el proceso social, que ella misma ha impulsado, ha llegado a su madurez y se disponga a servir de partera de la revolución².
La idea aquí es que el Gobierno de Allende no era «reformista» o «socialdemócrata» (un término que se usaba entonces como reproche), porque a pesar de descansar en la legalidad burguesa no renegaba del destino final: «abri[r] el camino, repito, hacia el socialismo». La adhesión a la legalidad no era, en esta lectura, sino el medio que resultaba adecuado dadas las circunstancias para alcanzar una finalidad que se mantenía inalterada. Eran las peculiaridades del proceso político nacional las que llevaban a los socialistas chilenos a concluir que era posible, e incluso más probable que por la vía «revolucionaria», llegar al poder a través de elecciones.
Parte importante de la discusión sobre la «vía chilena» que se dio en la izquierda durante la Unidad Popular se formuló en estos términos: ¿es posible distinguir medios de fines de la forma que sugiere Adonis Sepúlveda? La objeción era que la vía traicionaba el destino, es decir, que no era posible que lo que se estuviera construyendo fuera el socialismo si el medio utilizado era la «legalidad burguesa». Dadas estas condiciones, aceptar que había una conexión interna entre medios y fines, es decir, que el fin se anticipa en los medios, por lo que los medios no son nunca solo medios, era aceptar que la vía chilena no llevaba al socialismo. Por eso no es extraño escuchar de Allende la misma distinción tajante entre fines y medios que defendía Sepúlveda. En controversia con el Comité Central del Partido Socialista en 1972, Salvador Allende la afirmaba explícitamente:
El programa de la Unidad Popular y, por consiguiente, el Gobierno, está plenamente de acuerdo con la afirmación del informe de que la transformación total del sistema actual exige un salto cualitativo. Efectivamente, y precisamente esa dimensión es la que dará a nuestra política su significado revolucionario. Pero no es legítimo confundir el resultado del proceso con los medios y mecanismos, a través de los cuales se acumulen los cambios en el régimen actual para poder superar el régimen social capitalista³.
A mi juicio, esta discusión sobre medios y fines es de la mayor relevancia, porque va al corazón de lo que Allende encarnó en su vida y su muerte: la conexión entre su programa de transformación y el uso de la legalidad para realizarlo. Volver sobre este tema es hoy fundamental para una tradición que está, por una parte, comprometida con una transformación socialista pero, por otra, reivindica la figura de Allende, quien pagó con su vida su respeto a la legalidad. Esta cuestión, entonces, debe ser rescatada y discutida, para evitar que Allende se transforme anticipadamente en un personaje de museo, de interés solo para los especialistas. Para evitar, en una palabra, que deje de interpelarnos.
El fin se anticipa en los medios
La tesis que sostenían algunos durante la Unidad Popular era que la pretensión de construir el socialismo utilizando la legalidad burguesa era un contrasentido, porque entre medios y fines hay algún tipo de implicación. Esa misma tesis se nos aparece hoy, aunque en formato invertido. Entonces era enarbolada por los izquierdistas que querían «avanzar sin transar», usando «todas las formas de lucha», porque asumir la «vía institucional» era traicionar el destino. El izquierdista «infantil» (y uso aquí la expresión en el sentido que le dio Lenin al identificarlo como una patología) creía que era el punto de destino, el socialismo, lo que era intransable, y que para alcanzarlo había que estar dispuesto a recorrer la vía «revolucionaria», que era opuesta a la de la «legalidad burguesa».
Pareciera que esta posición está hoy superada. Y está superada en el sentido en el que Allende insistió una y otra vez: nada que pueda ser reconocido como socialismo puede ser construido mediante la violencia. Si la tesis del izquierdista infantil hubiese sido correcta, entonces abandonar la disposición a recurrir a «todas las formas de lucha» sería lo mismo que abandonar la finalidad de obtener una transformación socialista.
En efecto, si hoy lo que resulta intransable es la lealtad a las instituciones, al derecho, se nos vuelve a aparecer la tensión que animaba al izquierdista infantil: el que decía que en la medida en que la transformación fuera conforme a la legalidad burguesa no se podía hablar de socialismo, y en consecuencia relativizaba la importancia de la lealtad a la legalidad burguesa, regresa hoy y lo reitera, pero relativizando esta vez el socialismo. La tesis es la misma, la conclusión es la opuesta; sigue siendo infantilismo, pero ahora es un curioso caso de infantilismo anciano.
Los veinte años de gobierno de la Concertación parecen darle la razón al izquierdista en su versión anciana actual: yo no creo que pueda dudarse de que lo que la Concertación hizo durante esos veinte años fue humanizar el modelo heredado de Pinochet⁴. Y parte de la respuesta de por qué fue así es que la Concertación decidió, desde el principio, asumir los constreñimientos institucionales de la Constitución de 1980 y hacer solo lo que era posible en ese supuesto⁵.
No voy a ser yo el que levante un dedo acusador en contra de quienes, después de haber vivido el terror, la tortura y el exterminio de sus compañeros, o de enfrentar el exilio o la clandestinidad, actuaron en el entendido de que la normalidad institucional es la primera condición para una política de izquierda, y que como consecuencia de eso (entre otras cosas) administraron un modelo heredado. No seré yo, para usar las palabras que Allende les dirigió a los estudiantes mexicanos, el que actúe como quienes «han leído el Manifiesto comunista, o lo han llevado largo rato debajo del brazo, [y] creen que lo han asimilado, y dictan cátedra y exigen actitudes y critican a hombres que, por lo menos, tienen consecuencia en su vida».
Pero el respeto que me merecen esos compañeros «que por lo menos tienen consecuencia en su vida» no debe ser razón para dejar de considerar la cuestión que plantea lo que hemos llamado «infantilismo anciano»: ¿es que tiene razón el que cree que si la transformación es conforme a la legalidad no puede ser socialista, aunque ahora eso signifique que nuestra lealtad a la legalidad debe llevarnos a abandonar la idea socialista?
La respuesta a esta pregunta no puede ser una pura afirmación de voluntad. No sirve decir que, como el Estado de derecho es algo a ser defendido, él tiene que ser compatible con la construcción del socialismo. Es perfectamente posible que eso no sea así.
Y la razón por la que la cuestión es urgente es que la primera línea de respuesta que hemos mencionado, la que afirma que entre medios y fines hay independencia completa, es a mi juicio incorrecta. Y es incorrecta no en términos teóricos, sino en términos políticos. Si la muerte de Allende significa algo, es que la adhesión a la legalidad de la vía chilena no era puramente instrumental. Esta es la interpelación que Allende le hace a todo socialista: no puede construirse el socialismo a través de «todas las formas de lucha», porque entonces lo que se construye no es el socialismo, porque lo que se construye es sensible al modo en que se construye, de modo que el izquierdista, que afirma la conexión entre medios y fines, tiene razón. Pero no la tiene ni en las conclusiones que sacó hace cuarenta años ni en las que saca hoy: construir el socialismo no implica relativizar la adhesión a la legalidad ni respetar la legalidad implica relativizar la idea socialista.
La transformación de las instituciones
Entre las líneas de la misma carta de Allende al Comité Central del Partido Socialista que ya hemos citado, en la que defiende una comprensión puramente instrumental de la «vía chilena», aparece otra posibilidad más promisoria, una en la que la adhesión a las formas institucionales es algo más que estrategia:
Las instituciones no son un ente abstracto. La institucionalidad responde a la fuerza social que le da vida. Y lo que está acaeciendo ante nuestros ojos es que la fuerza del pueblo, del proletariado, de los campesinos, de los sectores medios, está desplazando de su lugar hegemónico a la burguesía monopolista y latifundista. Que la conciencia y unidad del pueblo de Chile está arrinconando a la minoría privilegiada aliada con el capital imperialista. La institucionalidad vigente responde a la fuerza social que le da vida. No a abstracciones metafísicas. Hoy, cuando en La Moneda están los trabajadores organizados, el Gobierno responde a los intereses de estos y no a los de los monopolistas e imperialistas. Mañana, si los representantes de los trabajadores merecen el respaldo del pueblo y este les confía la mayoría en el Congreso, el Congreso legislará en provecho de las grandes mayorías de Chile, y no de los intereses de la minoría para transformar el régimen institucional y adecuarlo a las necesidades de una sociedad que camina hacia el socialismo.
Es decir, las instituciones se estaban transformando en el modo de expresión de la fuerza social que llevaba adelante el programa de la Unidad Popular o, lo que es lo mismo: el proceso de apropiación por parte del pueblo de una constitución originalmente impuesta en 1925 se estaba completando. Si, como sostiene Allende más adelante, «el régimen institucional reposa sobre la voluntad política libremente expresada de los ciudadanos chilenos» entonces es claro que la adhesión a ese régimen institucional no puede ser puramente estratégica.
Me interesa destacar lo que significan las palabras de Allende. Lo que él creía que estaba pasando era que las instituciones se estaban transformando desde dentro, que ellas se estaban, si se me permite la expresión, transormando: instituciones que habían sido creadas para dar forma jurídica a la explotación, al monopolio, al abuso, estaban transformándose en instituciones a través de las cuales el pueblo chileno se estaba haciendo dueño de su propio destino. Es esta posibilidad de transformación institucional, esta posibilidad de que instituciones originalmente creadas para oprimir, explotar y abusar se transformen en instituciones de libertad, igualdad y fraternidad, lo que la figura histórica de Allende mantiene presente; presente tanto en contra de los izquierdistas de entonces como frente a sus herederos de hoy, que creen que las instituciones estarán siempre marcadas por su origen.
En la tradición democrática, esta idea suele expresarse diciendo que el poder constituyente es necesariamente del pueblo, y se ejerce no solo en algunos (escasos) «momentos constitucionales», sino todo el tiempo, porque está todo el tiempo sosteniendo lo constituido. Y como se ejerce todo el tiempo, siempre es posible que actúe transformando instituciones.
Visto desde hoy, el programa de la Unidad Popular, que suponía enfrentarse a prácticamente todos los poderes, nos parece «maximalista». Como sostiene Carlos Altamirano,
Allende había jurado cumplir el programa de la Unidad Popular y ese programa era absolutamente revolucionario. Él, como líder, tenía que comprender que ese programa, precisamente por su carácter revolucionario, era inviable, en un sentido práctico (no teórico), en una democracia liberal, con libertad absoluta de prensa, de opinión y de expresión, disponible todos los días a los poderes económicos y de otro tipo que controlaban los principales medios de comunicación […]. No se podía expropiar el mayor poder industrial de Chile, el mayor poder agrario de Chile, el mayor poder de las empresas mineras de cobre de la Anaconda y de la Braden, sin esperar una reacción airada y furibunda⁶.
Pero quizás Allende entendía esto mejor que el mismo Altamirano. El programa era irrealizable en condiciones de normalidad institucional. ¿Quiere decir eso que debía ser realizado en condiciones de anormalidad? Quizás no podía realizarse en condiciones de quiebre institucional, porque el quiebre institucional habría llevado a la «violencia desatada», como sostuvo Allende en el discurso al Comité Central del Partido Socialista, al que ya hemos hecho referencia:
El Partido Socialista debe tener plena conciencia de que si el pueblo llegó al Gobierno el 4 de noviembre de 1970, en la forma regular que lo hizo, fue precisamente a causa de nuestro régimen institucional. Si este hubiera estado corrompido o carcomido, la quiebra de la institucionalidad se hubiera producido en ese momento y Chile hubiera entrado —probablemente— en un estado de violencia desatada.
La idea de que la violencia se desata insinúa que ella es una fuerza sobre la que no hay control, de modo que no se puede dosificar; quiere decir que las consecuencias del colapso institucional no pueden ser previstas ni controladas ni limitadas de antemano. Las instituciones cumplen la función de mantener atada la violencia haciendo posible la acción política, y una vez que ellas se «quiebran» la violencia se desata, se abate descontroladamente. Simone Weil expresó esta idea notablemente en su escrito sobre La Ilíada:
Este es el último secreto de la guerra, y La Ilíada lo expresa por comparaciones, en las que los guerreros parecen semejantes sea al incendio, a la inundación, el viento, a las bestias feroces, a cualquier causa ciega de desastre; sea a animales atemorizados, árboles, agua, arena, todo lo que es movido por la violencia de las fuerzas exteriores⁷.
Dicho de otro modo, desde el punto de vista de la violencia que se desata, no hace mucha diferencia el hecho de que el que produce el desatamiento de la violencia, el que causa la «quiebra» de las instituciones, sea de derecha o de izquierda. Es por esto que la idea de «revolución» entendida como «el momento de la acción», el momento en el que las ataduras institucionales se destraban y es posible la acción política sin ligaduras, es simplemente una apelación a la fuerza, una arbitrariedad. Como ha sostenido Tomás Moulian,
Las revoluciones socialistas nunca pudieron superar su marca de origen y siempre debieron afirmarse sobre la coerción. Nunca pudieron construir una democracia participativa porque la «guerra a muerte» nunca termina, es perpetua⁸.
En esta interpretación, la significación de Allende debe ser construida desde el fin hacia atrás: él fue el que en épocas de radicalización se dio cuenta de que el proyecto de izquierda debe estar atado a la legalidad. Que de otro modo degenera en arbitrariedad, porque, como nos enseñó el siglo
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, la guerra a muerte nunca termina, es perpetua. Esto lo llevó a oponerse a los izquierdistas que abogaban por todas las formas de lucha, por desechar la legalidad burguesa. Hoy lo llevaría a oponerse a quienes creen que renunciar a todas las formas de lucha es renunciar a las transformaciones profundas, al socialismo.
Si el socialismo no podía realizarse en condiciones de normalidad institucional porque provocaría la reacción airada de todos los poderosos, y no podía realizarse en condiciones de quiebre institucional porque esas condiciones desatarían la violencia, ¿qué hacer? El gesto de Allende implicó que el programa no sería sacrificado en nombre de la institucionalidad ni la institucionalidad en el del programa. Que ambos, en otras palabras, se implicaban recíprocamente. Este sentido es el que obliga a reinterpretar todas las declaraciones sobre el carácter instrumental de la «vía chilena». La imagen de La Moneda, con el presidente de la república en su interior, siendo bombardeada por aviones de la Fuerza Aérea sin oponer resistencia, sería la imagen en la que en definitiva se fusionarían el socialismo y la legalidad. Esto es lo que en su discurso final Allende entendió que sería su legado: «Tengo la certeza de que la semilla que entregáramos a la conciencia digna de miles y miles de chilenos no podrá ser segada definitivamente».
En este libro quiero tomarme en serio la idea de que las instituciones pueden transformarse. Y la noción que hoy sirve para hacerlo es la de derechos sociales. Aunque la familiaridad nos impide notarlo, la expresión «derechos sociales» no deja de ser irónica. En efecto, la idea de «derecho» (subjetivo) es la afirmación del interés del individuo sobre la comunidad, pero que sean «sociales» es una manera de afirmar precisamente lo contrario. ¿Se trata solo de un oxímoron, algo que ha de ser entendido metafóricamente, como la expresión «silencio ensordecedor»? Como veremos con cierta detención en el capítulo IV, que los derechos sean sociales no solo no es un oxímoron, sino un caso de transformación: una idea que surge para afirmar la prioridad de los intereses del individuo aislado, que están en oposición a los de los otros, solo puede encontrar su sentido pleno cuando empieza a significar que nuestros intereses son comunes.
Pero lo que ha de ser más interesante es la transformación de instituciones, no de ideas. La idea de «derecho subjetivo» no es solo una idea, es una manera de entender instituciones (por eso la idea «moral» de derecho es parasitaria de la idea jurídica respectiva, y no al revés). Habrá que decir algo sobre ella (lo que haremos en la primera parte), pero como una manera de preparar la discusión que realmente importa, la que tiene por objeto la transformación de esas ideas en instituciones. Y especialmente el modo en que los derechos pueden surgir como una forma de transformación de instituciones que descansan sobre su opuesto, el mercado. Esto es lo que pretende ilustrar la discusión de las instituciones chilenas (principalmente educacionales, aunque habrá ocasionales referencias a las de otras áreas). Este libro no pretende entregar una lista precisa de reformas para mejorar lo que hoy existe, sino ilustrar cómo es posible moverse de un «paradigma» a otro, del mercado hacia los derechos sociales, es decir, del neoliberalismo al socialismo.
Esta última forma de expresarse, por supuesto, no es parte de nuestro lenguaje político habitual hoy en día. Hoy «socialismo» es una palabra que se usa con sentido derogatorio, como cuando Lucía Santa Cruz advirtió que «el programa de Bachelet es el primer escalón en el establecimiento del socialismo en Chile». Santa Cruz apelaba a la idea de socialismo que los que crecieron durante los años setenta y ochenta respiraban en el aire:
Desde un punto de vista conceptual lo que se postula es la reconstrucción de la sociedad, del sistema político y económico, a partir de una idea rectora única —característica principal de los totalitarismos— en aras de la cual se sacrifican todas las otras aspiraciones legítimas existentes en una sociedad diversa y plural: la igualdad. Igualdad que se obtendría a través de la acción coercitiva del Estado en todos los ámbitos, especialmente en la educación⁹.
Esto es, desde luego, un entero sinsentido. Es un sinsentido como explicación de lo que el socialismo es, «desde un punto de vista conceptual», y lo es también como exégesis del programa presidencial de Michelle Bachelet (Santa Cruz se inscribe dentro de esa curiosa e implausible tradición que se proyecta hacia atrás, en su mejor versión, hasta Isaiah Berlin, y conforme a la cual hay una idea que es el origen de todo totalitarismo, y esa es la idea de que hay solo una cosa que es importante. Lo notoriamente contradictorio de esta idea hace que ella describa más la psicología de quienes la defienden que los sistemas a los que se refieren). Pero al recurrir a esta caricatura, Santa Cruz sabía que estaba apelando a lo que la palabra «socialismo» inmediatamente evoca. Y lo que evoca está tan arraigado que la defensa frente a su imputación fue que por supuesto era absurdo sostener que el programa correspondía a un tal primer escalón.
Este libro pretende reclamar esta palabra como parte importante de nuestro lenguaje político. Pero pretende hacerlo no en el sentido de volver a usarla del modo en que se usaba antes, cuando no había adquirido el sentido derogatorio que ha adquirido hoy. Ella no designa un punto de llegada al cual pueda arribarse después de varios «escalones», sino una dirección de movimiento. Y de lo que se trata es de moverse de formas más inhumanas a formas más humanas de vida en común. Este es el sentido con que Albert Einstein decía que «el propósito real del socialismo es precisamente superar la fase depredadora del desarrollo humano»¹⁰.
1 Novoa Monreal, «Vías legales para avanzar hacia el socialismo», 84. Para una discusión sobre la respuesta de Novoa a esta pregunta, véase Atria, Veinte años después, neoliberalismo con rostro humano, 227-230.
2 Sepúlveda, «El Partido Socialista en la revolución chilena».
3 Allende, «La vía chilena al socialismo y el aparato del Estado actual», cursivas agregadas.
4 Véase Atria, Veinte años después, neoliberalismo con rostro humano.
5 Véase Atria, La Constitución tramposa.
6 Salazar y Altamirano, Conversaciones con Carlos Altamirano. Memorias críticas, 253s.
7 Simone Weil, «La Ilíada, o el poema de la fuerza». Este breve texto contiene, a mi juicio, la reflexión más aguda y sobrecogedora sobre la violencia. Es esta dimensión de la violencia la que lleva a Hannah Arendt a entender que violencia y poder son antónimos: véase Arendt, Sobre la violencia. Para una discusión sobre cómo este hecho debe llevarnos a repensar la idea de poder constituyente y la excepción y la normalidad en lo político, véase Atria, «Sobre la soberanía y lo político»; sobre las consecuencias de entender que la violencia en situaciones de colapso institucional «se desata», véase Atria, «Reconciliación y reconstitución».
8 Moulian, Socialismo del siglo
xxi
, 112.
9 Santa Cruz, «Dos modelos de sociedad en pugna».
10 Einstein, «Why