Teoría general de la basura
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Agustín Fernández Mallo
Agustín Fernández Mallo (La Coruña, 1967) es licenciado en Ciencias Físicas. En el año 2000 acuña el término Poesía Postpoética. Es autor de los poemarios Yo siempre regreso a los pezones y al punto 7 del Tractatus (2001), Creta lateral travelling (Premio Cafè Món 2004), el poemario-performance Joan Fontaine Odisea [mi deconstrucción] (2005), y Carne de píxel (2008), por el que fue galardonado con el Premio Ciudad de Burgos de Poesía. En 2006 publica su primera novela, Nocilla Dream (traducida a varios idiomas), que fue elegida en varios medios como la mejor novela del año. Crítica y público han coincidido en el deslumbramiento que está suponiendo este Proyecto Nocilla para las letras españolas, del que Nocilla Experience (elegido mejor libro del año por Miradas2, TVE) constituye la segunda entrega de la trilogía, que concluirá con Nocilla Lab. Fernández Mallo es el autor que ha generado más reseñas y debates literarios de los últimos años, considerado por crítica y público cabeza visible y catalizador de la última generación española de escritores. «Lo que sostiene muy postpoéticamente Fernández Mallo es sencillamente la literatura de la verdadera transición» (Juan Cueto, El País); «Uno de los más ilustres representantes de esa nueva manera de narrar marcada por la fragmentación y el desapego que ha sido agrupada como AfterPop» (David Morán, Rockdelux); «El campo de la novela en español viene marcado por el aniversario de Cien años de soledad y por el relevo generacional en clave metaliteraria y pop que señala Fernández Mallo» (Sergio Vila-Sanjuán, La Vanguardia); «Fernández Mallo va metiendo como quien no quiere la cosa toda la realidad de una cultura posmoderna que los lectores sentirán suya» (J. M. Pozuelo Yvancos, ABC).
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Teoría general de la basura - Agustín Fernández Mallo
© Aina Lorente Solivellas
Agustín Fernández Mallo (La Coruña, 1967) es licenciado en Ciencias Físicas. Su última novela publicada es Trilogía de la guerra (Seix Barral, 2018) que obtuvo el Premio Biblioteca Breve.
Entre 2006 y 2009 publica el Proyecto Nocilla (Alfaguara), que consta de las novelas Nocilla Dream, Nocilla Experience y Nocilla Lab, galardonadas con diferentes premios y traducidas a varios idiomas. Es autor del libro de relatos, El hacedor (de Borges), remake (Alfaguara, 2011), y de la novela Limbo (Alfaguara, 2014)
En el año 2000 acuñó el término Poesía Postpoética, reflejada en los poemarios Yo siempre regreso a los pezones y al punto 7 del Tractatus (2001, reedición 2012), Creta lateral travelling (2004, premio Café Món), Joan Fontaine odisea (2005), Carne de píxel (2008, premio Ciudad de Burgos de Poesía), y Antibiótico (2012). Su último libro de poesía es Ya nadie se llamará como yo + Poesía reunida (1998-2012), editado por Seix Barral en 2015.
En el campo del ensayo, además de Teoría general de la basura, que aquí presentamos, fue finalista del Premio Anagrama de Ensayo 2009 con Postpoesía, hacia un nuevo paradigma. Su blog es «El Hombre Que Salió de La Tarta». Mantiene junto con Eloy Fernández Porta, el dúo de spoken word Afterpop Fernández y Fernández.
Nota a la portada:
El ramo de flores pintado por Henri Fantin-Latour a finales del siglo XIX, y que en el año 1983 fue usado por el diseñador Peter Saville como cubierta del disco Power, Corruption and Lies, del grupo británico New Order, tiene insertado en su extremo superior derecho una serie de cuadrados de colores, patrones de «pruebas de color».
Esos cuadrados de colores premeditadamente no eliminados son el primer recuerdo que tengo de haber pensado que algo parecido a un residuo, a un trozo de basura –o en cualquier caso a algo que «no debía estar ahí»–, era introducido en una obra original para, sin perder su esencia, transformarla, hacer aparecer una obra nueva.
Es ese recuerdo –mitad sentimental, mitad técnico– de los residuos y de las creaciones que generan lo que justifica aquí y ahora su uso como portada de este libro.
AGUSTÍN FERNÁNDEZ MALLO
Este libro comienza asegurando que la primera grabación de voz que se conoce es la de Walt Whitman recitando, en el año 1890, su poema America. Antes de esa fecha, y sin registros sonoros disponibles, no tenemos ni idea de cómo sonaba el habla. Si oyéramos hoy a un romano del siglo I decir rosae quizá oiríamos algo parecido al rugido de un tigre o el sonido de una máquina. Y es que todas la cosas tienen su «línea año cero», el lugar más allá del cual lo inventamos todo: ahí comienza la ficción.
Y este libro termina desplegando toda una teoría alternativa acerca de qué es un producto artístico y qué es una máquina y un organismo, produciendo así nuevas acepciones a los conceptos «natural» y «artificial».
Entre medias, y por un camino tejido con una personalísima red de metáforas que aúnan lo poético y lo científico, veremos pasar cosas como una aeronáutica interpretación del Ángel de la Historia benjaminiano, o el porqué de la identidad de Occidente –forjada en la idea del viaje y en la construcción de «el otro»–, o páginas que arrojarán nueva luz a las artes contemporáneas –especialmente al apropiacionismo–, o sabremos qué significa hoy la fragmentación y el ruido en la comunicación. De un disco de New Order al caballo que Nietzsche abrazó en Turín, del cine de Chris Marker a Lady Gaga, de las teorías de sistemas complejos a los Durmientes de Efeso, de la mitología del romanticismo a la no menos imposible mitología pop, o del porqué del reciente colapso económico mundial al «Blues del Bosón de Higgs» que cantó Nick Cave, todo viene en este libro a resignificar nuestra cotidianidad.
Teoría general de la basura fundamenta su principio en que no elaboramos artes y ciencias a través de la excelencia sino utilizando la basura pasada, los residuos que sin querer nos dejaron otros. Un libro que plantea una muy original ontología y epistemología de nuestra contemporaneidad: en los residuos de nuestro presente se hallan los genes culturales del futuro próximo.
Publicado por:
Galaxia Gutenberg, S.L.
Av. Diagonal, 361, 2.º 1.ª
08037-Barcelona
info@galaxiagutenberg.com
www.galaxiagutenberg.com
Edición en formato digital: octubre de 2018
© Agustín Fernández Mallo, 2018
© Galaxia Gutenberg, S.L., 2018
Imagen de portada: © The National Gallery,
London / Scala, Florencia, 2018
Una canasta de rosas, Henri de Fantin-Latour, 1890
Óleo sobre lienzo, 48,9 × 60,3 cm. Legado de Mrs
M.J. Yates, 1923.
Nuestro agradecimiento a Peter Saville y New
Order por la inspiración de la cubierta.
Conversión a formato digital: Maria Garcia
ISBN: 978-84-17355-92-0
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización de sus titulares, aparte las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45)
Soy un lugar donde durante meses o años se elaboran y ordenan cosas, y luego se separan de mí como si fueran una excreción.
LÉVI-STRAUSS,
en entrevista por Didier Eribon
¿Dónde están los escombros de la división del saber y de las ciencias? Algún día se encontrará usted conmigo en los campos de estiércol, es ahí, también, donde se tiene la posibilidad de encontrar maravillas perdidas por el proceso de la talla, por el trabajo de producción.
Algún día los epistemólogos hurgarán en los cubos de basura. En las basuras de la talla reencontraremos el mundo mismo.
MICHEL SERRES,
El paso del Noroeste
Pues la realidad, como sabemos, siempre es diferente a todo.
W. G. SEBALD,
Vértigo
INTRODUCCIÓN E INTENCIONES
Línea Año Cero:
el contorno de la experiencia
1
Piense en esto: de las lenguas hoy muertas sólo conservamos sus textos, sus grafías, pero no el registro sonoro, de modo que poca o ninguna idea tenemos de cómo los antiguos pronunciaban sus palabras. Si pudiéramos oír hoy a un griego del siglo III a.C. pronunciar poiesis o a un romano decir rosae, no es descartable que oyéramos lo que para nosotros serían rugidos o el canto de un pájaro. Sólo pensar en la Cleopatra de Elizabeth Taylor emitiendo sonidos como de perro, ballena o robot, un escalofrío echaría por tierra gran parte de nuestra idea de cómo las civilizaciones nos hallamos temporalmente conectadas. Nos queda la materialidad muda de aquella escritura y le procuramos un paisaje sonoro, construido como verosímil fantasía. Sólo el sonido convoca el pasado en tiempo real. De ahí la importancia que se le da a las voces en los conciertos de música en vivo, los mítines políticos o el espiritismo. Que se sepa, la voz de poeta más antigua registrada son los 35 segundos de recitación del poema «América», leído en 1890 por su propio autor, Walt Whitman, y grabado en un primitivo cilindro de cera –puede encontrarse la grabación en YouTube o en otras plataformas–. Apenas 35 segundos en los que además de parecer llegar el poeta desde ultratumba para hablarnos cara a cara –un vértigo parecido a si de pronto viéramos una fotografía de Sócrates–, también podemos pensar que es fundado el Año Cero de la recitación poética tal como hoy la conocemos. No deja de sorprender que en tal grabación el tono y la prosodia de Whitman tengan un aire a profesor que, a un grupo de niños, estuviera dando clase de dicción de alguna lengua extranjera.
Y es que con intención de interpretar señales antiguas vamos de excursión al pasado y de allí traemos fragmentos. También ocurre cuando los viajes físicos nos llevan a lugares no pisados –típicamente el fenómeno colonial– y regresamos con diversas interpretaciones de «el otro»; aplicamos a esos fragmentos de «los otros» diversas técnicas culturales de extrapolación ajustadas a criterios occidentales; un puzle. Pero, en realidad, del mismo modo que hoy, a un nivel cognitivo, sabemos que nuestro cerebro no conoce lo que hay «ahí afuera» –pues nunca ha estado en una supuesta realidad externa, ni tan siquiera de picnic–, por muchos bienintencionados viajes que hagamos a otras culturas tampoco hemos nunca estado más allá del marco de la nuestra. Lo máximo que nos es dado es interpretar aquellos fragmentos de sociedades ajenas, y de algún modo unirlos, pegarlos, para crear la ilusión –lo cual no es poco– de un tiempo continuo, de civilizaciones que van de una a otra sin cambios demasiado bruscos, o si son bruscos que al menos resulten coherentes dentro de un corpus cultural dado. El cerebro crea así una realidad producto de una virtualidad consensuada del mismo modo que la historiografía, a través de textos derivados bien de experiencias directas o bien de textos de otros, crea una consensuada narración de lo que hay en tierras ignotas en el caso de hablar del tiempo presente, o de lo que hubo en espacios que ya no existen en caso de hablar del ayer. La «línea de Whitman» –y podría ser otro autor anterior o posterior, para el caso da igual– que marca la primera voz de poeta registrada, puede ser entendida como la línea de prueba palpable, la Línea Año Cero que separa la realidad de la ficción en cuanto a recitación de textos en nuestra cultura. O mejor dicho, la línea que separa una experiencia directa (oír una voz grabada o in vivo) de una ficción verosímil (mediante sonidos conocidos del presente extrapolar cómo entonaron y en definitiva cómo hablaron aquellos de quienes carecemos de registros sonoros).
Esa «Línea Año Cero» aparece en toda disciplina y ámbito para poner de manifiesto que hay una materialidad de las cosas, una materialidad en los objetos físicos o simbólicos que conforman nuestra intrincada red personal –el yo–, y nuestra no menos intrincada red comunitaria –el «yo social», que después algunos concentrarán en el sujeto– más allá de la cual la experiencia se amalgama y adhiere a la especulación de tal sólida manera que esa especulación pasa automáticamente a formar parte de una suerte de experiencia directa: es parte constitutiva de las cosas. Los objetos se territorializan –por decirlo en un lenguaje próximo a Deleuze y a Guattari–. No es sólo que cada cosa se inserte en un contexto determinado sino que se inserta en un campo de significados antes no imaginados, traspasa el límite de su propia materialidad, franquea su particular Línea de Año Cero y define un territorio semántico propio. Ese conjunto, todo ello, es lo que finalmente deviene en objeto cultural complejo, en un determinado concepto para una comunidad o una civilización. Incluso es ése el modo en que es configurado un individuo por el resto de sus semejantes. Pensemos en el caso extremo, y por ello ejemplificador, del colonialismo y los relatos que, mezcla de experiencia real y extrapolación de valores occidentales, hemos elaborado acerca de las así llamadas «culturas exóticas», en ocasiones aculturizadas de traumático modo por Occidente. Por ejemplo, cuando bajo criterios antropológicos que hoy damos por errados los conquistadores holandeses de Irian Jaya (Papúa), o los españoles en lo que hoy es México, interpretaron el supuesto canibalismo o la homosexualidad de aquéllos al modo de los esquemas occidentales. Nos lo recuerda en clave crítica Alberto Cardín en Lo próximo y lo ajeno (Icaria, 1990), donde se vale de la divisa del antropólogo Franz Boas: «debería ser nuestra meta suprema no sólo ver a los pueblos desde su propia perspectiva, sino también vernos a nosotros tal como ellos nos ven». Moraleja: deberíamos cruzar la Línea Año Cero de las cosas, y en particular la Línea Año Cero de los «otros», del modo más cauto posible pues ese cruzar siempre es un ejercicio de ficción que, no obstante, por necesidad se incardinará en una materialidad presente. Como veremos, ese cruce antes se hacía de modo directo y por lo tanto jerárquico y hoy se hace mediante modelos de red, más horizontales que aquel otro. O pensemos en las diferentes subculturas que se dan dentro de nuestra propia sociedad, usualmente conceptualizadas a través de mecanismos de extrañamiento con la consecuente aplicación sobre ellas de plantillas y juicios de valores que no siempre les son propios. Así ocurrió por ejemplo con las diferentes interpretaciones operadas en los movimientos hippy y punk, que de bestias negras de la normatividad burguesa pasaron a canon estético e inspiración para firmas de producción y gestión de moda como Chanel o Armani. No hablamos pues de la recepción de señales al modo en que un astronauta emite un mensaje desde Marte pero no podemos entenderlo porque nos llega fragmentado o con interferencias; no, no se trata de mensajes en su día correctamente emitidos que hoy nos llegan imperfectos, sino de algo diferente: la reconstrucción a través de fragmentos pero completa y perfectamente coherente de algo que hoy, en el presente del hallazgo, va más allá de la estricta materialidad de las cosas. Por ser más precisos: no es la re-construcción de un mensaje, sino con los pocos o muchos materiales que tenemos su construcción de facto y en tiempo real; un objeto, un concepto, un sonido totalmente nuevo que en esa novedad resignifica también nuestro presente. Y aquí aparece un concepto de tiempo que de principio a fin atravesará las páginas que siguen: el tiempo pasado no es algo que viene a decirme cómo eran las cosas antes, sino que, como si de un «tiempo inverso» se tratara, son huellas que vienen a decirnos cómo es nuestro presente, a construir una identidad contemporánea. Somos tan contemporáneos de un neandertal que de un cosmonauta de la Estación Espacial. Es tan contemporánea a nosotros un hacha de sílex hallada en las excavaciones de la construcción del estadio de los Juegos Olímpicos de Londres que el diseño de la más moderna computadora cuántica o la taza de café que ahora mismo tengo ante mí, aunque esta taza haya pertenecido a mi abuelo.
Resulta clarificador el siguiente símil, extraído de experiencias directas en excavaciones: los paleontólogos se enfrentan a una irremediable frustración, los registros fósiles siempre son sólidos, principalmente huesos y dientes, fósiles que nada informan de las partes blandas de los cuerpos, sujetas a la descomposición. Así, esas partes blandas deben ser inferidas: fiarse de relatos orales o dibujos en caso de existir, o deducirlas a partir de signos físicos que permanecen en los huesos. En efecto, hay una Línea Año Cero también en la ciencia que tiene por objeto el registro fósil y sus interpretaciones. Tal certeza no deja de ser sugerente cuando se repara en que no sólo la paleontología sino todas las construcciones del pasado, ya sea remoto o reciente, así como todas las construcciones del propio presente que versan acerca de espacios ajenos a una cultura determinada, se hacen a través de esquemas ciertos (residuos sólidos, experiencia directa) y material inventado («partes blandas», lo que hemos llamado «ficción consensuada»). Así la historiografía, así las religiones, así las ideologías, así los noticiarios. Hechos que hallamos como se hallan dientes y huesos –al cabo basura–, estructuras sólidas a las que cada generación –o cada ideología o corriente estética– va añadiendo órganos blandos de innumerables formas hasta armar su propia idea de cuerpo, de objeto, de yo, de el otro, etcétera. Por ello consideramos los objetos como una «nube de sentidos» que da lugar a una complejidad; tal complejidad mostrará una cara u otra según cómo se aborde la red o las subredes que la involucran. La principal diferencia entre el viaje turístico, propio de la segunda mitad del siglo XX, y los antiguos viajes de peregrinación a diferentes santuarios, no es tanto el culto a un determinado enclave y el regreso con sus correspondientes imágenes, sino que los retratos figurativos de aquellos lugares, en su mayoría lugares santos, eran hechos en primer lugar a través de descripciones orales, dando ello lugar a toda clase de ramificaciones interpretativas que, después, el grabador de la imagen, bien fuera ésta en pergamino, madera o piedra, aún podía aumentar poniendo de su cosecha su particular «parte blanda». El célebre ataúd flotante de Mahoma en Medina, que según verosímiles grabados era sostenido en el aire por varios imanes pues era de puro hierro, perduró de tal manera en la retina de los occidentales que sólo muchos siglos después, en el siglo XIX, el propio Burton tuvo que desmentirlo, calificándolo de patraña. En uno de los travellings más intensos de la Historia del cine, Nanni Moretti, interpretándose a sí mismo en Caro Diario, recorre en Vespa una larguísima carretera de las afueras de Roma mientras se pregunta por qué demonios nunca ha ido al lugar donde mataron a Pier Paolo Pasolini. Bajo las crescentes notas de piano del The Köln de Keith Jarrett atraviesa en moto construcciones en mal estado, descampados y chabolas de playa para llegar al lugar exacto: una pequeña escultura de cemento corroído, plantada en un anodino campo de hortalizas, recuerda la muerte, en 1975, del cineasta a manos de un chapero. Las estatuas funerarias, las lápidas, son, naturalmente, uno de los objetos que más claramente definen Líneas Año Cero, líneas más allá de las cuales el desierto de los muertos es edificado con las piedras de una ficción verosímil. Basta detenerse un momento a observar el abarrotamiento de lápidas de un cementerio para comprobar hasta qué punto necesitamos crear esa línea –en este caso matérica, 100% matérica, habitualmente de mármol– incluso en aquellos a quienes sobradamente hemos conocido, aquellos que han estado entre nosotros y que han sido verdaderamente «nuestros».
La existencia en todas las cosas de tal combinación de partes sólidas –su materialidad presente–, y partes blandas –reconstrucción más o menos ficcional o como mínimo inducida a partir de pruebas secundarias–, trae como corolario algo que en principio puede resultar chocante: a la realidad presente no puede sustraérsele partes, pero sí puede ser aumentada. Podemos añadir espacios bien sean sublimados o físicos a lo que tenemos delante, pero nunca restarle cosas porque incluso intentar restar capas u objetos a la realidad es un modo de añadir determinados vacíos, que por lo tanto dejan de serlo. Podemos tomar un bolígrafo y dibujar sobre una fotografía, o podemos raspar el papel de una fotografía hasta dejarla en blanco, pero en cualquier caso estamos sumando cosas a lo que ya había –pensemos, como ejemplo intuitivo, en los programas informáticos de tratamiento de imágenes, los cuales trabajan por capas que siempre se «suman» a lo que ya había en la imagen–, y esa suma es lo que finalmente conforma un objeto, o una costumbre comunitaria, o un gesto tipificado en una cultura y en una sociedad, de tal modo que lo que era una simple suma de términos (A + B + C… + N) se convierte en algo mucho más potente, una multiplicación de cada una de sus partes (A × B × C…× N), lo cual delata la típica interacción entre esas partes A, B, C, etcétera, que arroja como resultado un todo que las supera. A tal operación de contacto multiplicativo, aplicable a todo ámbito (en la política se le llama «movimiento social», en el ámbito de las ciencias se la denomina sencillamente interacción), cuando es aplicado a las artes da lugar a lo que comúnmente llamamos ficción: el resultado de añadir a una parte de la realidad presente algo que hasta la fecha no existía, y que por el mero hecho de añadirse pasa a formar parte de una realidad final que ha sido multiplicada. Esa realidad multiplicada es nuestro presente fáctico: deducir cómo un griego pronunciaba poiesis, deducir cómo se disponía el aparato digestivo de un dinosaurio o, sobre una base cierta –en el sentido de «comprobable»–, construir la memoria ficcionada que de manera irremediable aparece en toda novelización o toda metáfora. Ésa es la clase de realismo –el máximo grado de realismo– que pueden aportar y de hecho aportan los productos culturales. Un diálogo, y por lo tanto una significación y un sentido, generado en las idas y venidas, en las traslaciones de ida y vuelta, producto de atravesar las correspondientes Líneas Año Cero de las cosas.
En cuanto a esta creación de objetos culturales, tampoco deja de resultar llamativo que la realidad no pueda ser copiada exactamente pero sí puedan añadírsele elementos para dar lugar a una realidad distinta a la presente. De ahí que construcciones como la simulación total de la realidad o sus copias a escala 1:1 –operación que nos recuerda a un imposible zoom que nos llevara a la «resolución absoluta» de un territorio, el máximo detalle de las cosas, y cuyo máximo exponente teórico reciente fue Jean Baudrillard, y su exponente ficcional Borges con su cuento «Del rigor de la ciencia»–, no constituyan sino una intención meramente metafísica. Porque, ¿qué sentido tiene simular la totalidad de una realidad si para dar cuenta de ella ya está la propia realidad original? De ahí que lo que en los años noventa del siglo XX fuera prometido por la incipiente realidad virtual diera pocos de sus ansiados frutos y no haya devenido en nada más que una aburrida copia de la realidad, en algo que, preciosista, podemos llamar el «neoclasicismo de la realidad». Sin embargo sí se ha revelado como útil otra cosa bien distinta, la realidad aumentada –puntual adición de elementos a una realidad ya existente, especie de elemento perturbador o anómalo introducido en la cotidianidad–, utilísima hoy en diferentes campos tanto logísticos como artísticos. De ahí también que todo relato fantástico –al fin y al cabo simulación de un mundo–, y por muy imaginativo que este relato sea, deba tener alguna clase de lazo hacia lo terrestre o propiamente humano, algo que remita al territorio original, para que de este modo su ficción resulte creíble. Debe poseer elementos tanto de este lado de la Línea Año Cero como del otro lado.
A fin de no confundir todo ello con inserciones y movimientos propios de un pathos que vagamente podríamos llamar romántico, hay que señalar que tales reconstrucciones efectuadas con idas y venidas que atraviesan el particular Año Cero de cada cosa no son miradas nostálgicas sobre ecos del pasado, no lloran o cantan una pérdida, sino, como se ha señalado, poseen lo que hemos llamado un «tiempo inverso», vienen al presente para hablarnos de nosotros hoy, como un detalle de una virtualidad se inserta puntualmente en nuestro presente, y es ésa su verdadera fuerza, el pathos vital por el cual se definen y se revelan como útiles en tanto que creadoras de realidad hoy. Por paralelismo a la realidad aumentada, podemos llamar a esa clase de temporalidad tiempo aumentado. Cuando la Cleopatra de Elizabeth Taylor habla, quien está hablando son los movimientos estéticos, tecnológicos y sociales de la determinada época y cultura en la que tal recreación fue filmada. Lo importante de un verso de Lucrecio no es que me esté contando cómo era Lucrecio o cómo era el estado de la ciencia en el siglo II d.C., sino todo lo contrario, me dice cómo soy yo hoy, o mejor dicho, construye mi identidad hoy; habla de mí, de nosotros, no sólo de Lucrecio. Y si hablase sólo de Lucrecio daría igual pues de todos modos sólo puedo leerlo desde el filtro de mi presente. Hay una barrera en lo cognoscible que únicamente puedo atravesar a costa de inventar las «partes blandas» de las cosas, de modo que son esas partes blandas nuestra aportación a lo hallado, nuestra aportación más sublimada pero no por ello menos real, a la experiencia directa que finalmente lleva al objeto a ser contemporáneo nuestro, aprovechable en el presente. La línea del Año Cero de las cosas existe en tanto que ante cualquier objeto o concepto, o ante cualquier «trozo de humanidad», el individuo cree ver más allá; un territorio cargado de promesas que se hacen reales en tanto son incorporadas a la experiencia cotidiana. Por motivos obvios, desde siempre la mística atestigua la existencia de esa pulsión «hacia arriba», también de otro modo lo hace la ciencia «hacia abajo» con su atenta observación de los fenómenos que involucran a objetos, tras los cuales cree descubrir determinadas leyes, u ocurre también en campos de pulsión de deseo y fetichismo como lo es la moda, la cual –y en un proceso muy similar al de la magia en culturas no occidentales– genera en quien se viste una determinada prenda la sensación de hallarse tocado por el dedo de la pop star que viste esa misma prenda; de hecho, el fan no tiene ni idea de cómo es la vida de su ídolo, pero al ponerse la misma camisa que aquél cree poder vivir sus mismas experiencias, habitar su «territorio blando»; el fan se territorializa en el ídolo. Es esa camisa el objeto de consumo, el hueso fósil hallado en la cueva de la sociedad de consumo, sobre el cual el fan traza su Línea Año Cero y accede al territorio blando del ídolo. En el campo de la personificación, uno de los mecanismos más utilizados, y por ello normativos, para crear líneas de Año Cero es aquel que inviste a los objetos y a los animales de derechos propios, como si poseyeran una suerte de derechos humanos; es decir, los convierte en sujetos, sujetos de derecho, y así susceptibles de que establezcamos un contrato con ellos. Tanto en la Grecia clásica como en los lugares del mundo en los que aún persisten prácticas de sometimiento humano, los esclavos eran y son objetos, no sujetos, pues con ellos no había ni hay establecida una relación moderna de derecho, es decir, contractual. Sin embargo, cuando se habla de la protección de un parque natural, o de los derechos de animales, así como de los derechos de los monumentos u obras de arte, implícitamente se los está definiendo como sujetos por derecho propio, y se establece así una Línea Año Cero ficcional; su función no es otra que aquella por la cual una sociedad se dice a sí misma que puede ir más allá de la animalidad y la mera objetualidad que de facto es esencia en animales y en cosas. El delirio emerge en lo real cuando alguien le habla a su perro, conversa con su cuadro preferido o se ve «conectado» con cada una de las briznas de hierba de un bosque: por extraño que parezca, la esencia de tales actos sentimentales es de orden jurídico, de derechos concedidos. Por otra parte, por el mero hecho de definir esa Línea Año Cero en animales y objetos, implícitamente estamos diciendo que por necesidad han de estar dotados de una sexualidad porque por definición todo sujeto detenta alguna clase de sexo, aunque sea la ausencia del mismo –volveremos a ello cuando hablemos de la sexuación de la Red–. O pensemos en un crítico frente a una obra literaria: más allá de la materialidad del texto a analizar, traza en algún lugar la Línea Año Cero de ese libro y a partir de ahí viaja, va y viene entre certezas y especulaciones que no hablan del libro en cuestión sino de él, del crítico, de su cultura, de sus aciertos, de sus errores, de sus prejuicios y en suma de su escala de valores. Hay en toda obra crítica ese establecimiento de una Línea Año Cero imposible de evitar, gracias a la cual la obra del crítico cobra una entidad autónoma respecto a la obra referente. La cuestión no es si existe una Línea Año Cero más allá de la cual todo es especulación trasmutada en verosimilitud, sino dónde cada cual coloca esa línea, es eso lo que marca la diferencia entre una buena y una mala obra, entre una buena y una mala ciencia, entre una buena y una mala política, entre una buena y una mala crítica literaria o de arte. Tal asunto, que, por insalvablemente relativista, en principio podría parecernos una tara o un defecto de nuestro acceso al mundo, es en el caso del análisis de un texto literario lo que precisamente da sentido a la obra del crítico –o del lector en su caso–, lo que hace que el texto a criticar –a leer– se haga contemporáneo de veras con independencia de que estemos hablando de una obra recién editada o de los Manuscritos del mar Muerto. El mismo mecanismo rige cuando un autor acomete la reelaboración de la obra de otro autor, el así llamado remake; ha de existir una frontera más allá de la cual el texto original se haga interpretación y creación, y por ello mismo por mano del nuevo autor se haga actualidad, se actualice.
Pero ¿y si aquellos fósiles –aquel diente de brontosaurio, aquel texto helénico compuesto por palabras que no sabemos cómo se pronunciaban, aquel humano aparentemente primitivo que aparece en una selva de Borneo, aquella camisa que por obra y arte del mercado resulta misteriosamente igual a la de una pop star–, y si todo eso, decimos, no fueran objetos y culturas bien legitimados sino otra clase de cosas a las que tenemos por costumbre llamar simple y llanamente basura? Dicho de otro modo: ¿qué ocurre con todas esas otras cosas que consensuamos como residuos, spam, interferencias, anomalías que por inservibles habíamos desechado?, ¿hay modo de rescatarlas y traerlas al ámbito de lo activo, de lo útil para su común uso en las artes y en las ciencias?, ¿es posible traspasar la Línea Año Cero de los residuos –reales o simbólicos– para ir a su más allá y traerlos e insertarlos en el presente? En su forma más prosaica, la industria del reciclaje de objetos de consumo ya lo hace: virtuar las latas de refrescos y neumáticos de coche que hasta hace pocos años eran condenados a, indiferenciados, regresar al polvo de la tierra; pero lo que nos preguntamos aquí es cómo ese proceso, ese vaivén de cosas aparentemente inservibles o basura, puede llevarse a cabo también en los ámbitos artísticos mediante las técnicas del apropiacionismo e importación de unos ámbitos a otros. Hablamos de un viaje al «lado blando» de los residuos, de complejos movimientos de ida a lugares culturalmente poco valorizados para regresar con algo que interprete nuestro presente. Parafraseando al ya citado Boas, «debería ser nuestra meta suprema no sólo ver la basura desde su propia perspectiva, sino también vernos a nosotros tal como ella nos ve».
Dejemos de momento las respuestas en suspenso.
Todo lo dicho guarda relación con dónde ponemos esa Línea Año Cero, pero en lo relativo al cómo lo hacemos, a los modelos y mecanismos que utilizamos para traspasar esa línea, para ir y volver, conviene decir que tales métodos son construidos según el marco conceptual de cada época en curso. Si hasta la primera mitad del siglo XX el modo de atravesar la Línea Año Cero era un ir y un regresar «punto a punto», jerárquico, como pelotas de tenis que van y vienen de un lado a otro del campo sin interferirse entre sí más de lo justo –típicamente relaciones dialécticas y/o metafísicas entre humano/humano o humano/objeto–, hoy el modo de hacer ese viaje entre la materialidad de las cosas y sus partes blandas consiste en ir y venir en «modo red», modelo donde las jerarquías, aun existiendo, se relajan y adoptan otras topologías. Así pues no se trata hoy ya de dos solitarios jugadores de tenis que juegan su ping-pong sino de dos equipos en los que la pelota se mueve de un lado a otro de la Línea Año Cero pudiendo adoptar multitud de caminos, multitud de enlaces, multitud de links entre sus partes. En suma, son redes: legítimas representaciones de los procesos dinámicos de la contemporaneidad. Los objetos y los símbolos, la así llamada realidad, adopta bajo esta óptica una nueva ontología: las cosas no son ni construcciones puramente objetuales y separadas del humano –como dice el realismo clásico–, ni tampoco son sólo construcciones lingüísticas y políticas –como aseguró el pensamiento continental posmodernista–, sino que son «objetos red». En efecto, las entidades y las cosas que forman nuestra realidad son cada una de ellas una red en la que se concita toda clase de facetas y características materiales, lingüísticas, históricas, políticas y sociales, de tal suerte que forman una red de intercambios materiales y simbólicos que no pueden manifestarse todos al mismo tiempo; según cómo se miren aparecerá una faceta u otra, o una mezcla de facetas. Quién puede negar que la taza de café que ahora mismo, mientras escribo estas líneas, tengo delante es una materialidad (átomos que van y vienen y toda teoría atómica que ello representa, desde la de Demócrito hasta los quarks postulados por la física del modelo estándar), hecha de porcelana (se hace presente así en esa taza toda la historia de ese material, procedente de China, y que, como hoy el petróleo, dio lugar en el pasado a convulsas guerras entre Estados), decorada con motivos de pintura holandesa del siglo XVIII (ante mí la historia del Arte, museística y por lo tanto teorías estéticas), comprada en un hipermercado de una megalópolis (transportes de mercancías hoy, comercio mundial, fábricas en el Tercer Mundo), que además no por casualidad se llama taza y no vaso (lenguaje común en mi lengua), pero que ocasionalmente, y cada vez con más frecuencia, en algunos catálogos de compraventa es llamada mug (políticas lingüísticas que tratan de establecer la hegemonía de una determinada cultura, en este caso anglosajona, y por tanto de la religión protestante de la que esa cultura es representante), etcétera. Sí, mi taza, su propia materialidad, que es un objeto real, tan real como que acabo de apoyarla en mis labios para beber café, es una entidad compleja, conformada por unos nodos y unos enlaces, mi taza es una red embebida en una ingente maraña de otras redes; su identidad como taza se me presenta así como un fenómeno emergente. A la clase de narrativa, totalmente realista y que no obvia esa red compleja que es mi taza es a lo que llamo Realismo Complejo. Mi taza en cada instante, y para cada observador, tendrá una complejidad dada y una particular Línea Año Cero sobre la cual se insertan los enlaces de la red que van y vienen de un lado a otro: de lo netamente asegurado en mi taza a lo profundamente especulado en mi taza mediante la ficción.
2
La historia reciente –segunda mitad del siglo xx y lo que va del XXI–, en la que los cambios producidos han sido animados no por la velocidad sino por la aceleración (no confundir esta aceleración con la reciente corriente estético-política aceleracionismo, a la cual nos referiremos más adelante), ha multiplicado los modos de conceptualizar y dar explicación a la experiencia, diríase que ya atomizada, o como reza el tópico, fragmentada. Pero también, y en una suerte de movimiento opuesto a esa aceleración, por efecto de la globalización cultural estos cambios han sido homogéneamente agrupados en grandes bloques de pensamiento, lo que da como resultado un estatismo. Y bien, tanto esa atomización o fragmentación como ese estatismo son aparentes: lo que ocurre es que la propia organización de la realidad ha pasado de estar distribuida en grandes bloques vectorizados o enfrentados entre sí, a conformar una colectividad de resultados e ideas conectadas mediante enlaces horizontales, sólo parcialmente jerárquicos, llamados redes, los cuales dan lugar a una complejidad, un tejido, que las teorías de sistemas complejos, al menos como símil, pueden ayudar a entender y eventualmente formalizar. Remontando el tiempo, y trazando un mapa grueso pero válido para nuestros propósitos, podemos decir que la primera mitad del siglo XX –lo que en términos generales se dio en llamar vanguardias o «modernismo»– entendió la realidad como una flecha temporal, un vector común a toda cultura, vector que libraría cuantas batallas hicieran falta a fin de llevar a las sociedades occidentales –y a las no occidentales por efecto del eco colonialista– a un horizonte moral, político y tecnológicamente mejor. Una cosmovisión decididamente vitalista y no exenta de ingenuidad, cuyo origen se halló en los incuestionables triunfos que más de dos siglos atrás había cosechado la mecánica newtoniana, la cual, como coherente imagen determinista del mundo, es capaz de señalarnos dónde estaremos en cualquier instante futuro con tal de conocer unas pocas variables (la velocidad y la posición en el espacio) referentes al punto del que habíamos partido. Como nuestro punto de partida era una adecuada combinación de judaísmo y pensamiento helénico, no había más que «echar las cuentas» de cada una de esas cosmovisiones, plantear las «ecuaciones del movimiento de la utopía en curso», para conocer el destino de los pueblos. La segunda mitad del siglo XX y hasta una fecha que podemos convenir, el 11 de septiembre de 2001, el otro gran bloque, el hegemónico pensamiento posmodernista –técnicamente llamado postestructuralista–, entendió la realidad como la trastienda, el backstage y andamiaje de aquellos relatos utópicos de la modernidad, la cara B que había sido convenientemente ocultada y que revelaba la existencia de una fachada falsa. Para ponerlo de manifiesto, el posmodernismo se valió de potentes armas, hoy perfectamente identificadas, como la ironización de la realidad (la realidad es sospechosa porque nuestros sentidos siempre nos engañan, de ahí que no haya que tomársela muy en serio), la desobjetivación de la realidad (la realidad nunca puede llegar a conocerse, lo real es el resultado de consensos y pactos), y la denuncia de una endémica coalición entre el saber y el poder (dado que los saberes siempre son una construcción, éstos, por fuerza, son diseñados por las fuerzas vivas, por los Estados y agentes sociales que en cada periodo histórico detenten la fuerza). Fue pues el posmodernismo un pensamiento que llevó dentro de sí, en su propia definición, una negatividad en el sentido de una mirada pesimista acerca de lo que podemos llegar a conocer de la realidad, visión que, dicho sea de paso, y como veremos, no deja de tener numerosos puntos en común con el movimiento romántico del siglo XIX. Pero atendamos a las siguientes palabras, del quizá más citado autor del siglo XX, Walter Benjamin:
La huella es la aparición de una cercanía, por lejos que pueda estar lo que la dejó atrás.
El aura es la aparición de una lejanía, por cerca que pueda estar lo que la provoca.
En la huella nos hacemos con la cosa; en el aura es ella la que se apodera de nosotros.
Tomando la cita a nuestras necesidades, podemos decir que las preocupaciones de la modernidad se situaron en el aura en tanto informaba de «la aparición de una lejanía, por cerca que pueda estar lo que la provoca», y de ahí su carácter epifánico y en última instancia utópico, y por su parte la posmodernidad pareció situar sus preocupaciones en la huella en tanto ésta es «la aparición de una cercanía, por lejos que pueda estar lo que la dejó atrás», y de ahí el desmedido interés del posmodernismo por recrear el pasado, su nostalgia barroca, su construir parques temáticos y falsas ruinas, ruinas a las cuales dedicaremos no pocas páginas más adelante.
Ambas cosmovisiones, la moderna y la posmoderna, tras dar sus frutos en cuanto a construcciones de realidad, escenificaron también sus grandes fracasos, sus hipertrofias, ejemplarizadas en diversos sistemas dogmáticos la primera –típicamente campos de exterminio, ideologías totalizadoras y populismos de alta intensidad de los que acaso aún no hayamos salido–, y la segunda con el triunfo del populismo de baja intensidad y el pensamiento antiilustrado –típicamente los parques temáticos, sincretismos orientalizantes y acientíficos, y una nueva versión del